LA MALDICIÓN DE LOS HUESOS – PARTE FINAL
Tim, por algún motivo, esperaba que fuese rojo, como la sangre de la que se había desprendido y que, ahora sabía,
se movía mezclada con aire para mantener su cuerpo hueco pero funcional a flote.
Tampoco era como el blanco nacarado que les atribuían las películas y las clases
de anatomía, sino del gris pálido de la madera quemada, tan opaco que no producía
destellos. En su lugar, arrojaba un sinfín de sombras entrecortadas contra el
suelo; un teatro entero salido de un único esqueleto.
Todavía sorprendido por su repentina independencia, bajó los brazos y
empezó a darse la vuelta. Lo hizo despacio, como su antiguo dueño, pero con más
firmeza; por algo él era el soporte y Tim la mampostería; uno hecho para durar
y funcionar, el otro para ser bonito por fuera.
Impertérrito, Tim contempló las cuencas vacías de su esqueleto. Era sólo
eso, huesos unidos entre sí. No había sobre él ni una gota de sangre, ningún
órgano enrollado entre sus costillas, ningún resto de su antiguo dueño. Y, sin
tener otra cara que su calavera sonriente, Tim sintió que le miraba con odio;
el odio de un prisionero al liberarse por fin de un captor tras demasiado
tiempo, algo demasiado intenso para estar limitado por la ausencia ojos.
El esqueleto entrechocó sus nudillos. Crujieron como los de un boxeador.
Ahora luchareis a muerte, le
anunció el dios. Si vences, la maldición
terminará para ti. Si pierdes…
Tim interpretó el subsiguiente cloqueo como alguna risa burlona y cruel.
Su oponente levantó los dos brazos, curvados en puños, mientras
adelantaba la pierna derecha. Tim se dispuso a imitarle, pero cuanto más sabía de
su nuevo estado, menos ganas de luchar tenía. No sólo sus brazos; sus manos era
estaban totalmente abiertas, sin poder curvarse, y sus dedos era gordos como
salchichas. Iba a luchar contra puro hueso duro teniendo la anatomía de una
muñeca de trapo y la constitución de un globo de Acción de Gracias.
Pero si algo no tenía era tiempo
para pensárselo.
Con un chasquido de mandíbula, el otro dio el primer paso. Luego cargó
contra él, dispuesto a matarle.
Tim se dispuso a dar un paso al frente para evitarlo.
Mierda, muy lento; muy lento…
En cambio los huesos, sin el peso de la carne, se movían con la gracia y
precisión de un atleta olímpico, chasqueando con cada paso que los acercaba. Maldijo
para sus adentros.
Le bastó sacudir el hombro derecho para empezar inclinar todo su cuerpo.
La sangre, arrastrada por la deriva, empezó a tumbarlo, cosa que dejó hacer.
Era como si el tiempo para él fuese más lento, y muy rápido para el tío duro.
Onduló justo cuando los cinco nudillos derechos se lanzaron contra su
cara. Al pasarle rozando provocaron una suave corriente que retumbó contra su
piel increíblemente tersa, confirmándole lo que ya temía: sin carne
amortiguándolos, sus golpes iban a ser como mazazos contra una piscina
hinchable.
Me reventará.
Tim se agitó, intentando recuperar el equilibrio antes de caer de lado
como un peluche. Sintió que su hombro daba contra algo duro, que lo hundía.
Debía ser el frigorífico. Agitando su rígida cabeza, consiguió volverse y
encarar a su enemigo que, a juzgar por la algarabía de crujidos, volvía al
ataque.
Tim se irguió cuando el esqueleto llegaba, dando un débil salto con el
pie derecho con la esperanza de propulsarse como los astronautas en la luna.
Pero no contó con el peso del líquido.
Evitó el paso del puño, pero no
el cúbito.
El simple contacto arrugó por un momento su cuello de toro, falsamente
musculoso. La presión, como de una pinza para ropa, le hizo temer que reventase
y a empezase a vaciarse. Pero, por suerte, el su estado el dolor era efímero
como su peso. Tim quedó a la derecha del esqueleto, que había impactado contra
la puerta del congelador, sin llegar a abollarla. Visto así, parecía el
boxeador más delgado del mundo posando frente al saco más duro. Sus costillas
recorrían su cuerpo sin edad como las luces de un anunció de neón.
Tim entendió que era el momento del contraataque.
Dando un paso al frente que casi acabó en resbalón, alargó su hinchada
mano derecha y la hundió contra la ristra de palos. Esperaba hacer algo, pero en
vez de presionar, de partir, de hacerle daño a esa parodia asesina de sí mismo,
sus dedos apenas rozaron su superficie antes de doblarse hacia arriba, habiendo
efectuado apenas una caricia erótica.
Oh, no.
Apartando el brazo, Tim dirigió los nudillos izquierdos al mismo punto.
Su mano se apelmazó como un acordeón contra los barrotes de la jaula. Entrecerró
los labios, una de las pocas partes de su cuerpo que controlaba sin problemas,
mientras su corazón le hacía repicar como una campana. Tenía que luchar, sí, pero
los golpes quedaban descartados. Era, sencillamente, demasiado blando.
Retrocedió, mientras intentaba idear otra estrategia; unos momentos muy
valiosos en los que olvidó lo vivos que estaban esos huesos. Separó el puño
derecho de la nevera y la cintura giró ciento ochenta grados con una agilidad
que Tim no tenía desde… no recordaba. La mano izquierda iba hacia él, abierta;
las puntas de los dedos, romas y obtusas, le parecieron afiladas como garras de
tigre.
Tim presionó con los dos pies a la vez para retroceder, pero esta vez el
esqueleto fue más rápido. El hombro se llevó el zarpazo, un dolor profundo acompañado
de calor. Los remanentes del impulso lo alejaron, las falanges dejaron su
cuerpo con un plop húmedo. Inmediatamente, miró a su hombro derecho.
Los cuatro cortes tenían profundidad y longitud variables, siendo el
meñique el que menos había penetrado. En contraste con la mayoría de cortes,
ojos entrecerrados que lloran lágrimas rojas, esas heridas se veían finas y temblorosas,
como si estuviesen sobre un hinchable pinchado… cosa que le estremeció.
Con el aire, empezó a asomar la sangre, oscura y espesa como el
petróleo, que resbaló sobre su redondo brazo hasta el suelo.
Tim intentó mover el brazo herido, encontrándolo más rígido… y pesado.
No pasa nada, no me ha hecho nada…
Había aprendido dos cosas: sus heridas sangraban, y al sangrar su cuerpo
se vaciaba.
Empezó a desplazarse a la izquierda, poniendo distancia mientras
empezaba a costarle cada vez más moverse. La calavera salía de su campo visual,
que pasó al dios-niño podrido, acurrucado sobre la mesa con sus grandes ojos
abriéndose y cerrándose al unísono. Sólo le faltaban unas palomitas para que
pareciese que disfrutaba de verdad el espectáculo.
De nuevo los crujidos; su elástico cuello se retorció aprovechando que
no podía desnucarse. Instantes después perdió la vista, a la vez que un dolor le
atravesaba la cabeza como una bala, casi arrancándosela, y propulsándolo hacia
atrás. Cuando volvió a ver, despacio como al final de un fundido a negro, se
encontró el puño gris. Un fluido tibio le bajaba de la nariz, dibujándole un
largo y fino bigote que se perdía en una mancha a sus pies.
Bien, ahora… ahora…
Aturdido, con el líquido que quedaba dando vueltas en su cabeza y su
cuerpo, arrastró el brazo derecho como si fuese en cabestrillo. Consiguió
recorrer un paso más antes de que volviese el dolor, hundiéndose en su costado
izquierdo. La veloz garra del esqueleto se retiró salpicada de rojo. Tim no
quiso ver el resultado, sintiendo la sangre calentar su piel de cuero. Lo que oía
era el aire abandonándole, como si alguien botando sobre un colchón de pedos.
Levantó como pudo las dos manos, quedando la derecha un poco más abajo,
en un intento de interceptar el siguiente lanzamiento. Una luz antinatural
parecía alumbrar las cavernales cuencas de la calavera, el placer de sentir la
victoria entre los dedos.
El siguiente manotazo vino por la izquierda, dándole tiempo de
interponer el brazo. Le dolió como un látigo, arrastrándole de costado unos
centímetros sobre el suelo. Se sintió como una bolsa de plástico dura y
correosa en vez de como un globo elástico, puesta otra vez de pie por su
particular equilibrio. Sin embargo, sus pies se mostraban menos estables, y al
intentar moverse, Tim apreció una paradoja: al ser más pesado y estable le
resultaba más fácil moverse pero, a la vez, empezaba a sentirse cansado, con
los ojos empañados y con dificultades para seguir firme.
Lo entendió en cuanto bajó la vista. Más de veinte años antes había
reñido a Mike porque, en una pelea con Ben, había tirado un bote de kétchup.
Ahora la mancha extendida como trazos de un pincel sobre el linóleo cubría el
doble de superficie. Las pedorretas seguían a su alrededor, sin hacerle ninguna
gracia.
Se le acababa el tiempo, el reloj de arena se había volcado y estaba
perdiendo su preciado contenido.
El esqueleto dio un paso adelante, con los puños bajos. Tim, sintiendo
que la sangre le bajaba a los pies (literalmente), se preparó para recibirle. Aquel
bastardo, atiborrado y endurecido con décadas de queso y leche, le empujó un
poco más atrás. Si se cansase un momento, si bajase la guardia… pero, ¿cómo? Se
cansan los músculos con el esfuerzo, los pulmones sin aire, la sangre caliente…
Y era evidente que odiaba todo eso, la debilidad que le oprimía y le
esclavizaba. Después de todo, en aquella relación, por primera vez, no era el
parasito el que estaba por dentro.
Le lanzó un derechazo, que sólo arrancó unas pocas salpicaduras de la
nariz. Tim, sin saber cómo podía derribar el viento a la montaña, alargó los
brazos y empujó.
Los pies de hueso, duros como tabiques, lo mantuvieron firme. El escaso empuje
inicial se perdió. Y Tim sintió más que vio su mano derecha, cada vez más
flácida y vacía, sobre las costillas. Por algún recuerdo uterino de cuando
aprendía a manejar sus ser, sus dedos se ondularon, recorriendo un piano imaginario.
Y, con su movimiento, el milagro. Tim, llevado por el logro, resopló.
Los cinco dedos se habían escurrido como anguilas por los huecos,
aferrándose con fuerza a la escalera de costillas. El esqueleto contraatacó,
agitando el brazo en dirección contraria y Tim, dispuesto a no abandonar su
primer momento de ventaja en ese duelo demencial, dobló sus gruesas piernas, perdiendo
en el acto diez centímetro de altura. La guadaña de la muerte le rozó el cuero
cabelludo, arrancando algunas matas canas y mojándole más la cara. Pero no lo
soltó.
Intento tirar de él desmontarlo como un castillo de fichas de dominó, y
no pudo. Pero no por la pesadez, por su poca fuerza. Era como si su mano se
había quedado pegada.
Al volver a mirar, la vio fundirse como queso sobre una parrilla,
recubriéndolas con su piel pálida…
Eso era. La carne se une a los huesos. El esqueleto luchaba para alejarlo
porque si lo tocaba volverían a su estado natural, rompiendo el hechizo del
dios infernal. Y él lo sabía; lo apreció por cómo dejó caer su mandíbula.
Su siguiente acción fue girar sobre sí mismo, lanzándolo por los aires.
Y Tim, cada vez más vacío y ligero, oyó algo desgarrarse como flexo arrancado
de una caja de cartón. A mirar al frente vio que la sangre chorreaba sobre las
costillas como de una herida abierta en el corazón.
No le dejaría volver a pegársele como una rémora; lo golpearía,
desgarraría y empujaría hasta que perdiese todo el aire, su sangre y las
fuerzas para luchar. Pero Tim no iba a dejarle. Tan pronto como hizo pie se
lanzó a por su enemigo, que le recibió con la boca abierta.
El dolor fue seco e intenso, como si se hubiese pillado la mano entera
tras el hueco de una puerta. Tim abrió la boca y gritó, con tanta fuerza vomitó
las dos piezas de su mandíbula postiza.
Le había mordido la mano con su quijada sin dientes y la apretaba,
aplastándole, dispuesto a impedirle moverse… aunque Tim comprobó que no estaba
arrugada o desgarrada, sino que se deshacía como un cubo de sopa en agua. Las
telarañas volvieron a cubrir la calavera que, horrorizada, intentó apartarse al
darse cuenta. Dio dos pasos atrás, y Tim aprovechó para tirarse a sus brazos.
Ahora estaban unidos. Levantó el pie izquierdo y lo subió a tientas, hasta rozar
la tibia o la rodilla. Hundió la planta contra ella, aplastándolo como una rama
seca. Que le tocase cuanto quisiese, que le aplastase, que le convirtiese en
abrigo y se lo pusiese.
Te tengo. A ver qué haces ahora.
Tim juntó los labios y silbó; en realidad lo más parecido a un grito de
dolor que pudo expresar. Era el sonido del ataque íntimo, de la herida en la
virilidad. Su huesudo hermano conocía los trucos sucios; incluso para un muñeco
hinchable un rodillazo en las joyas familiares duele. Sintió brotar las
lágrimas, mezclándose con la sangre que caía de la cabeza. Y con ellas, su
euforia anterior le salió por la boca, debilitado como Aquiles al sangrar por
el talón.
El esqueleto aprovechó la situación y estampó repetidas veces la diestra
contra el hombro y su cara, que retumbó como un tambor que fue degenerando
hasta parecer una toalla mojada. A la vez, la mano izquierda subía y bajaba
como un machete, cortando la selva que intentaba conquistarla y lanzado chorros
de savia oscura y espesa con cada golpe.
Tim dejó de sentir. Mientras el dolor en sus partes remitía, el de
brazos, manos, hombros, cuello y cara crecía. Un foco se extinguía, pero otro
ardía incontroladamente. La lluvia de sangre le cegaba, el eco de los golpes le
ensordecía. Y mientras duraba se hundía, como si empequeñeciese, hasta que un
único y poderoso estallido eclipsó a los demás. La botella había sido
descorchada.
Tim, sin poder moverse, pensó que su corazón había estallado. Pero su
pensamiento, aunque infectado por el dolor, seguía siendo cabal. Sus pulmones,
ahogados en sangre, seguían funcionando junto a un corazón que,
paradójicamente, se moría de sed. Lentamente, la cortina roja se disipó y pudo ver.
Veía el techo, iluminado por las cuatro bombillas luminiscentes de su
lámpara. Sobre él, una oscura silueta le cubría con su sombra mientras levantaba
los brazos. La viva estampa de la celebración de la victoria.
Tim parpadeó, lo único que consiguió hacer. Intentó hacer lo propio con
su cuerpo, sus brazos, sus piernas, su espalda… Estaban perdidos. Su oponente
le había destrozado, reventando la bolsa en que se había convertido su cuerpo.
Se sentía mojado, bañado en su propia sangre. Suspiró con fuerza, entendiendo
la situación.
Estaba acabado, había perdido el duelo a muerte para decidir su destino.
De un momento a otro el dios de la muerte, el niño podrido con cabeza de búho, se
llevaría sus despojos a su infierno de nombre exótico. Allí lo colgaría de las
ramas de algún árbol marchito mientras los hambrientos y podridos que por allí
pululaban se sentaban debajo para que les hiciese sombra o secarse sus mocos y vómitos.
Quizás incluso sus viejos camaradas, unidos por la causa común de ser
compatriotas en una tierra extranjera, acudiesen junto a él para recordar momentos
felices bajo el cielo rojo.
¿Y el esqueleto? Bueno, era difícil sabe qué sería de él. Si salía así a
la calle iba a llamar más la atención que Ronald Reagan vestido de Marilyn, y
no atraería precisamente la atención de admiradores del gótico. Podía, no
obstante, disfrutar de su autonomía. Se la había ganado.
El esqueleto bajó su cabeza, mirando a lo que quedaba de Tim,
meciéndose Su cuerpo de forma lenta y
calculada, recuerdo reflejo de los tiempos en que respiraba. Libre, era el
momento de romper definitivamente sus grilletes. Estómago, riñones, hígado,
pulmones, corazón, cerebro… Tim. Los parásitos que habían llenado su prodigioso
vacío sin dejarle vida propia, listos para desaparecer de un único pisotón. El
destino que los hombres reservan a las plagas.
El pie, largo y estilizado, engulló por un momento las luces, recordándole
a Tim lo que era temer a la oscuridad. Con sus carnes abiertas mecidas al son
de una respiración cada vez más agitada, sólo pensó una cosa, inevitable.
¿Miro
o cierro los ojos y espero?
El hacha sin filo ni mango se alzó, lista para ejecutar la sentencia, y
un tañido recorrió toda la casa.
Tim, sobresaltado, se habría meado si estuviese entero. Pero no era una
ilusión. El esqueleto había bajado el pie y se había dado la vuelta con las
manos extendidas, la clásica actitud de sorpresa cuando alguien se presenta sin
avisar, jodiendo nuestros planes cotidianos.
Tim, palpitando como la superficie de un pantano, seguía su rumbo, le
parecía que al salón. Al repetirse el sonido lo reconoció.
Vaya, vaya. Parece que alguien se presenta
a nuestro ritual privado.
El dios de la muerte hizo el comentario con aparente diversión. Tim
intentó mirar arriba, verle. Pero tuvo que resignarse. Era un lenguado de
tierra.
El timbre sonó una tercera vez, golpeando al esqueleto como unas
baquetas; sensación de temor que aumentó cuando el solitario vibrar de la campaneo
dio paso al martilleo de puños.
—¡Papá! ¡Soy yo, Ben! ¡Ábreme!
La lengua de Tim tembló, su cuerpo sufrió un escalofrió que lo movió
como si se electrocutase.
—¡Papá, sé que estás despierto; las luces están encendidas! ¡Abre! Por
fa…
Los golpes empezaron a remitir, como los gritos.
—Mmmmm….mmmi… mi hi…
El intruso no tiene nada que ver con esto.
Se
adelantó a sus intentos de pronunciar. No
debe haber testigos de lo que aquí ha pasado.
El frenesí de su corazón lo elevaba como una tortilla sobre una sartén.
No te preocupes. Si se cansa de llama y se
retira nada pasará. De lo contrario…
Tim miró al esqueleto. Se había encorvado ligeramente y cerrado los
puños. Parecía un jugador listo para correr las cincuenta yardas, pero tenía algo
más primario. Más animal.
Si llega a entrar, mi elegido dispondrá de
él. Lo que ha ocurrido aquí no puede ser conocido. Sólo espere, señor, que su
visitante no conozca otra forma de entrar.
Tim el plano se contrajo entero al querer tragar saliva. Ben sabía muy
bien como entrar: al bajar el porche, flanqueando el césped como un seto en
miniatura, una hilera de macetas redondas con flores de distintos colores seguía
el paseo peatonal hasta la calle. Bajo el segundo tiesto por la derecha,
marcado por unas azucenas rosadas, había una losa suelta, dentro de la que
escondía una copia de la llave de la puerta principal. El propio Ben le
convenció de tener una garantía así, en caso de que tuviese que entrar dentro
por cualquier incidente; una idea más segura, desde luego, que el clásico
felpudo.
En aquellos momentos su oído, extendiéndose sobre el suelo, fue capaz de
recibir los pasos de Ben bajando los escalones y retrocediendo por el pasillo
hasta parar.
Una idea forzó a sus ojos protuberantes a mirar a su contrapartida de
arriba a abajo. Aquel esqueleto había sido parte de él toda su vida.
¿Conservaría sus recuerdos y conocimientos? ¿Sabría lo que él sabía, en lo que
pensaba ahora?
El armatoste se irguió decidido, levantando la pierna izquierda en
dirección a la entrada. Era evidente que sí lo sabía.
La alarma en sus neuronas se tradujo en otro espasmo de su nuevo cuerpo.
Ya no era sólo él; su castigo estaba cumplido. Ahora era su hijo quien se
arriesgaba a pagar por su crimen. Una víctima colateral de un secreto que debió
ver la luz, hacía cuarenta y cinco años.
Tenía que hacer algo, y no podía. Tocaba confiar en la omnisciencia del
anfitrión y padrino del combate.
—Eeee… —con cada intento hablar, sentía su piel burbujear—. Eeessssc…
Lo siento, pero no puedo. No puedo
interferir hasta que el combate termine.
Un flaco favor para Tim, en cuyos abultados ojos se dibujaban trazos
rojos. ¿Hasta que el combate acabara? Él ya estaba acabado, sin poder hacer
nada, al menos mientras viviese.
¿Era eso? ¿Tenía su esqueleto que
aplastarle para salvar a su hijo?
Tim miró hacia su otro yo.
—Esssss….Mmmm…mmma….maaat…
Le costaba horrores articular y peor, era obvio que esos ojos ciegos y
los oídos vacíos del esqueleto no estaban con él. Estaban más allá de la puerta
principal, en los pasos que corrían hacia la puerta.
El esqueleto no esperó más, dispuesto a salir de la cocina.
Tim gimió, silbando como un petirrojo. Su situación ya era terrible, pero
ver morir a uno de sus hijos…
Su contorno, piel, musculo y nervio mezclado en una pizza primigenia, se
deslizó, estimulado por el deseo de intervenir. Los estímulos nerviosos, célula
a célula, estiraron sus extremos como una sábana.
El esqueleto detuvo sus crujientes andares, mirándole con lo que debía ser
frustración y, hasta cierto punto, parecía que sorpresa. Miró al suelo, juntó
sus dientes y sacudió el pie izquierdo tres veces; al principio parecía que con
asco. Pero el movimiento de la pierna era más enérgico, más insistente, como si
se le hubiese pegado al pie un pedazo
mojado de papel higiénico.
Tim, suplicando por que Ben se demorase un poco más, consiguió seguir la
mirada sin ojos de la calavera. Entonces, con una respiración que retumbó como
un trombón, lo vio.
Uno de sus extremos se había extendido, alcanzando el pie de huesos y enrollándose
a su alrededor.
Una pisada se detuvo frente al escalón. El esqueleto, entendiendo que se
quedaba sin tiempo, agitó el pie con más fuerza y Tim sintió que volaba
mientras una mancha roja se dibujaba sobre él. Su vista pasó al techo, quedando
cegado, y luego cayó, desperdigándose como un esputo de sangre y fluidos.
Tim tensó sus músculos desplegados, listo para aterrizar. Eso le
amortiguó, cayendo en tanto silencio como cuando tomó tierra las dos veces ese día.
Sus ojos coronaron la ondulada tortita como el sirope, dirigiéndose al pasillo.
Su hijo peleaba con la cerradura.
No va a ser así. No lo voy a dejar…
Tim ordenó a todo su cuerpo moverse. Un instante después sus ojos
cruzaban la cocina a casi veinte kilómetros hora como si levitase, sin
arrastrarse ni serpentear.
Cuando casi lo había alcanzado,
su mente entendió el milagro: había perdido su cuerpo, sí; estaba completamente
destrozado. Por eso, ahora moverlo no era un problema; sin brazos que se
doblasen, pies subiendo y bajando ni torso que maniobrar. Era un uno y un todo
con sus ser, obedeciéndole ciegamente.
La oscuridad del corredor le cegó, mientras se desplegaba bajo los pies en
movimiento como el lazo de una cuerda. El esqueleto, caminando en línea recta
hacia la puerta, no lo vio llegar. Dio otro paso al frente, antes de quedar
atrapado. Si no dio con con sus huesos (literalmente) en el suelo, fue por la
firmeza conque Tim aferró sus talones mientras los ojos y el cerebro se
replegaban, evitando lesiones. Y perder detalle.
La cadera giró por completo, momento en que vio qué pasaba, dejando caer
la con tanta fuerza que casi soltó sus dientes. Empezó a tirar de sus piernas,
pretendiendo arrancar sus pies del pozo de brea, pero era inútil. Tim tenía más
superficie, que se aferraba a los huecos en el linóleo y las grietas de su
superficie. Ahora mismo, el esqueleto llevaba zapatos de cemento, que se
deformaban, trepando por sus tibias y perones, como queriendo sellarlo en una
estatua de expresión descompuesta.
Tim se impulsó; quería levantarse, agarrarle. Y la masa se plegó sobre
sí misma, dejando el suelo y cubriendo el cuerpo, que se hacía hacia atrás como
si lo que fuese golpearlo fuese una ola de ácido.
Un segundo después Tim, de vuelta en el suelo, lo abrazaba. El esqueleto
parecía un hombre luchando contra un pulpo gigante. Los brazos se agitaban, las
costillas vibraban y la cabeza iba de un lado a otro, parecía a punto de
desprenderse del cuello. Pero aquella gelatina con sangre tenía hambre e iba a darse
un festín.
Se colaba en cada hueco, enrollándolos, lamiéndolos, uniéndose. El
esqueleto intentó levantarse, seguir su camino. En ese momento, el movimiento
cesó. Tim, ciego a la lucha, lo notó. Entonces lo intentó.
Habría gritado de dicha. Volvía a
controlar las piernas.
La llave se coló en la cerradura. Tim las arrastró hacia atrás, de
vuelta a la cocina, volviendo a la luz, que le quemó como dos horas mirando
directamente al sol. La mandíbula crujió; su adversario temía perder, morir
como ente propio. Furioso, empezó a clavarle sus uñas, levantando piel y carne;
intentando arrancar los nervios y
arterias que sellaban el vínculo. Si iba a perder, antes lo destrozaría al
máximo.
Tim lo sentía, pequeños pinchazos cada vez más doloroso. Le hacían
flaquear, retroceder, dudar. Empezó a retroceder del pecho a la cintura. Entonces,
entre la ceguera y el dolor, comprendió la solución.
La carne que trepaba por la espalda se dejó caer sobre los hombros como
al melena de un cantante, se deslizó por los hombros y envolvió los brazos.
Tim sintió tensarse el torso, que no se esperaba el ataque por detrás. Él
apretó lo más que pudo, sujetándolo. Sintió el costillar vacío y liviano hacia
unos segundos llenarse como si le inyectasen espuma. Las manos, como arañas de
patas largas enganchadas en sabia, agitaban sus ahora inútiles dedos en el aire
mientras las picantes mangas del jersey, poco a poco, subían para cubrirlas, envolviéndolas
en manoplas.
Los ojos de Tim subieron con la determinación de una babosa escalando un
acantilado sobre el mar, pasando por las protuberancias de la nuca, la redondez
del cráneo, la cabeza
Al llegar a ese punto sintió un tremendo ardor por todo su cuerpo, haciendo
temblar su piel, cegándole e impidiéndole pensar, mientras las últimas piezas completaban
el rompecabezas.
El crujido de la puerta al abrirse coincidió con un golpe de Tim Young,
de sesenta y siete años, al caer de espaldas al suelo; desnudo, tiritando y
cubierto de profundos cortes. El anciano pestañeó, en un intento de recobrar la
vista mientras su boca, vacía sin su dentadura, se hundía como una bolsa de
papel pisada. Hizo amago de levantar los brazos, de cubrirse; tenía frio. Pero
no fue capaz.
El dolor era indescriptible, algo parecido a recibir una pedrada en cada
hueso, ser flagelado en cada centímetro de su carne y desollado como haría un
cuchillo a su paso sobre una manzana.
Con las luces de la cocina brillando, Tim se extendió en el duro suelo y
respiró con fuerza. La luz se fue.
Una figura la bloqueaba; una figura tenebrosa, deforme y maloliente.
Pero eso a Tim ya no le importó.
Enhorabuena, señor. Lo ha conseguido. Ha
conseguido vencer. Ahora esta libre de la maldición.
—Yo… —Tim se asombró de poder
hablar con normalidad—.
He sorbevivi…
El dios de la muerte cerró sus grandes ojos.
Por supuesto, ha escapado del castigo de
Jigoku, pero no está exento de culpa. Las heridas que se le han infligido nunca
sanaran por completo. No recuperará la sangre que ha perdido. Vivirá, por
descontado, pero olvídese de seguir la vida tal y como la ha llevado hasta
ahora.
Tim entrecerró los ojos, lo que oía no le decía nada. Estaba dispuesto
incluso a darle las gracias.
Desde hoy, vivirá cada día con dolor. No podrá
disponer de su cuerpo como hasta ahora. Necesitará de la ayuda de otros para no
morir de hambre. Ni siquiera podrá tenerse en pie por sí mismo.
Una lágrima escapaba de su ojo derecho. ¿Era de pena o de alegría?
—Entiendo —dijo por fin—. Supongo que… me lo
merezco… por hacérmelo a mí mismo.
El dios volvió a cerrar sus ojos unos segundos.
Debe estar orgulloso, señor. No vea las
consecuencias de este día como un castigo, sino como una prueba. Sus cicatrices
son espantosas, pues prueban que fue un criminal perseguido por los dioses. Pero
la marca que dejarán en usted demuestran que afrontó el castigo y escapó con
sus consecuencias, cosas que muy pocos hombres han sido capaces de hacer.
Así que eran eso. No estigmas sino medallas; insignias al dolor y al
sacrificio. Adornos baratos y bonitos de los que sentirse orgulloso.
—Supongo que sí. Después
de todo, estas no me las puedo quitar de encima.
El dios volvió a cerrar los ojos, dejándolos así más de cinco segundos.
Hasta siempre, señor. Espero que disfrute en
su nueva vida. Muy pocos reciben una segunda oportunidad. Ahora, le dejó con su
hijo. Sólo espero que cuide sus palabras sobre lo ocurrido aquí.
Aquella última frase desconcertó a Tim Young. Ben. Se había olvidado de
él por completo.
Apenas un segundo después, oyó pasos potentes cruzar el recibidor hasta
la cocina. Ben se detuvo en el marco, agarrándose. Miró hacia al suelo con una
mezcla de sorpresa y asco. La sangre que lo cubría todo como en un duelo de
grafitis; la ropa, joyas y la dentadura de su padre tiradas como si lo hubiesen
desnudado a la fuerza, y su propio padre en el suelo, roto por media docena de
sitios. Ben arrugó el ceño. Le costó de verdad reconocer aquella vieja y
deformada cara. Luego se tapó la boca, contendiendo un grito.
—Dios…
¡papá!
Tim sintió la sombra de Ben cernirse sobre él y sus brazos levantarle
los hombros, suave pero firmemente.
—¿Qué coño ha pasado?
¿Papá? ¿Puedes oírme? ¿Pa…?
Tim empezó a llorar, seguramente Ben pensase que por el dolor. Le costaba
hablar, pero no porque su garganta estuviese herida o se ahogase. Miró a su
hijo menor a los ojos. Con gran dolor, levantó la mano derecha hasta
acariciarle la mejilla. Casi sintió asco de sí mismo, al ver que la había
manchado de sangre.
—Ben —consiguió murmurar.
Su hijo se quitó la chaqueta a la carrera, envolviendo su torso antes de
volver a tumbarle en el suelo.
—Papá, ¿qué…? —Ben cerró los ojos,
frustrado, y se levantó de un salto—. Espera aquí. Llamaré a una ambulancia. Luego me
dirás.
Sí, hijo. Luego te diré.
Ben corrió en dirección al salón, dejaba a su anciano padre sólo, herido
y desnudo en el suelo de su propia cocina, rodeado de innumerables charcos de
su propia sangre. Y él logró sonreír; hasta tensar esos músculos le dolió
insoportablemente.
Volvía a estar sólo, pero ya no tenía miedo. ¿No decía aquel engendro
que viviría?
Mientras una luz se encendía en el salón y Ben gritaba enfadado,
seguramente por comprobar que el teléfono estaba desconectado, Tim, olvidando
el dolor, seguía sonriendo. Después de aquel día, se había ganado una sonrisa
en su cara, más que ninguna otra medalla de su vida.