lunes, 2 de mayo de 2016

LA MALDICIÓN DE LOS HUESOS – PARTE FINAL

Tim, por algún motivo, esperaba que fuese rojo, como la sangre de la que se había desprendido y que, ahora sabía, se movía mezclada con aire para mantener su cuerpo hueco pero funcional a flote. Tampoco era como el blanco nacarado que les atribuían las películas y las clases de anatomía, sino del gris pálido de la madera quemada, tan opaco que no producía destellos. En su lugar, arrojaba un sinfín de sombras entrecortadas contra el suelo; un teatro entero salido de un único esqueleto.
      Todavía sorprendido por su repentina independencia, bajó los brazos y empezó a darse la vuelta. Lo hizo despacio, como su antiguo dueño, pero con más firmeza; por algo él era el soporte y Tim la mampostería; uno hecho para durar y funcionar, el otro para ser bonito por fuera.
     Impertérrito, Tim contempló las cuencas vacías de su esqueleto. Era sólo eso, huesos unidos entre sí. No había sobre él ni una gota de sangre, ningún órgano enrollado entre sus costillas, ningún resto de su antiguo dueño. Y, sin tener otra cara que su calavera sonriente, Tim sintió que le miraba con odio; el odio de un prisionero al liberarse por fin de un captor tras demasiado tiempo, algo demasiado intenso para estar limitado por la ausencia ojos.
      El esqueleto entrechocó sus nudillos. Crujieron como los de un boxeador.
     Ahora luchareis a muerte, le anunció el dios. Si vences, la maldición terminará para ti. Si pierdes…
      Tim interpretó el subsiguiente cloqueo como alguna risa burlona y cruel.
      Su oponente levantó los dos brazos, curvados en puños, mientras adelantaba la pierna derecha. Tim se dispuso a imitarle, pero cuanto más sabía de su nuevo estado, menos ganas de luchar tenía. No sólo sus brazos; sus manos era estaban totalmente abiertas, sin poder curvarse, y sus dedos era gordos como salchichas. Iba a luchar contra puro hueso duro teniendo la anatomía de una muñeca de trapo y la constitución de un globo de Acción de Gracias.  
       Pero si algo no tenía era tiempo para pensárselo.
     Con un chasquido de mandíbula, el otro dio el primer paso. Luego cargó contra él, dispuesto a matarle.
     Tim se dispuso a dar un paso al frente para evitarlo.
       Mierda, muy lento; muy lento…
     En cambio los huesos, sin el peso de la carne, se movían con la gracia y precisión de un atleta olímpico, chasqueando con cada paso que los acercaba. Maldijo para sus adentros.
     Le bastó sacudir el hombro derecho para empezar inclinar todo su cuerpo. La sangre, arrastrada por la deriva, empezó a tumbarlo, cosa que dejó hacer. Era como si el tiempo para él fuese más lento, y muy rápido para el tío duro.
     Onduló justo cuando los cinco nudillos derechos se lanzaron contra su cara. Al pasarle rozando provocaron una suave corriente que retumbó contra su piel increíblemente tersa, confirmándole lo que ya temía: sin carne amortiguándolos, sus golpes iban a ser como mazazos contra una piscina hinchable.
      Me reventará.
     Tim se agitó, intentando recuperar el equilibrio antes de caer de lado como un peluche. Sintió que su hombro daba contra algo duro, que lo hundía. Debía ser el frigorífico. Agitando su rígida cabeza, consiguió volverse y encarar a su enemigo que, a juzgar por la algarabía de crujidos, volvía al ataque.
     Tim se irguió cuando el esqueleto llegaba, dando un débil salto con el pie derecho con la esperanza de propulsarse como los astronautas en la luna. Pero no contó con el peso del líquido.
      Evitó el paso del puño, pero no el cúbito.
     El simple contacto arrugó por un momento su cuello de toro, falsamente musculoso. La presión, como de una pinza para ropa, le hizo temer que reventase y a empezase a vaciarse. Pero, por suerte, el su estado el dolor era efímero como su peso. Tim quedó a la derecha del esqueleto, que había impactado contra la puerta del congelador, sin llegar a abollarla. Visto así, parecía el boxeador más delgado del mundo posando frente al saco más duro. Sus costillas recorrían su cuerpo sin edad como las luces de un anunció de neón.
     Tim entendió que era el momento del contraataque.
     Dando un paso al frente que casi acabó en resbalón, alargó su hinchada mano derecha y la hundió contra la ristra de palos. Esperaba hacer algo, pero en vez de presionar, de partir, de hacerle daño a esa parodia asesina de sí mismo, sus dedos apenas rozaron su superficie antes de doblarse hacia arriba, habiendo efectuado apenas una caricia erótica.
      Oh, no.
      Apartando el brazo, Tim dirigió los nudillos izquierdos al mismo punto. Su mano se apelmazó como un acordeón contra los barrotes de la jaula. Entrecerró los labios, una de las pocas partes de su cuerpo que controlaba sin problemas, mientras su corazón le hacía repicar como una campana. Tenía que luchar, sí, pero los golpes quedaban descartados. Era, sencillamente, demasiado blando.
     Retrocedió, mientras intentaba idear otra estrategia; unos momentos muy valiosos en los que olvidó lo vivos que estaban esos huesos. Separó el puño derecho de la nevera y la cintura giró ciento ochenta grados con una agilidad que Tim no tenía desde… no recordaba. La mano izquierda iba hacia él, abierta; las puntas de los dedos, romas y obtusas, le parecieron afiladas como garras de tigre.
     Tim presionó con los dos pies a la vez para retroceder, pero esta vez el esqueleto fue más rápido. El hombro se llevó el zarpazo, un dolor profundo acompañado de calor. Los remanentes del impulso lo alejaron, las falanges dejaron su cuerpo con un plop húmedo.  Inmediatamente, miró a su hombro derecho.
     Los cuatro cortes tenían profundidad y longitud variables, siendo el meñique el que menos había penetrado. En contraste con la mayoría de cortes, ojos entrecerrados que lloran lágrimas rojas, esas heridas se veían finas y temblorosas, como si estuviesen sobre un hinchable pinchado… cosa que le estremeció.
     Con el aire, empezó a asomar la sangre, oscura y espesa como el petróleo, que resbaló sobre su redondo brazo hasta el suelo.
      Tim intentó mover el brazo herido, encontrándolo más rígido… y pesado.
      No pasa nada, no me ha hecho nada…
     Había aprendido dos cosas: sus heridas sangraban, y al sangrar su cuerpo se vaciaba.
     Empezó a desplazarse a la izquierda, poniendo distancia mientras empezaba a costarle cada vez más moverse. La calavera salía de su campo visual, que pasó al dios-niño podrido, acurrucado sobre la mesa con sus grandes ojos abriéndose y cerrándose al unísono. Sólo le faltaban unas palomitas para que pareciese que disfrutaba de verdad el espectáculo.
      De nuevo los crujidos; su elástico cuello se retorció aprovechando que no podía desnucarse. Instantes después perdió la vista, a la vez que un dolor le atravesaba la cabeza como una bala, casi arrancándosela, y propulsándolo hacia atrás. Cuando volvió a ver, despacio como al final de un fundido a negro, se encontró el puño gris. Un fluido tibio le bajaba de la nariz, dibujándole un largo y fino bigote que se perdía en una mancha a sus pies.
      Bien, ahora… ahora…
     Aturdido, con el líquido que quedaba dando vueltas en su cabeza y su cuerpo, arrastró el brazo derecho como si fuese en cabestrillo. Consiguió recorrer un paso más antes de que volviese el dolor, hundiéndose en su costado izquierdo. La veloz garra del esqueleto se retiró salpicada de rojo. Tim no quiso ver el resultado, sintiendo la sangre calentar su piel de cuero. Lo que oía era el aire abandonándole, como si alguien botando sobre un colchón de pedos.
     Levantó como pudo las dos manos, quedando la derecha un poco más abajo, en un intento de interceptar el siguiente lanzamiento. Una luz antinatural parecía alumbrar las cavernales cuencas de la calavera, el placer de sentir la victoria entre los dedos.
     El siguiente manotazo vino por la izquierda, dándole tiempo de interponer el brazo. Le dolió como un látigo, arrastrándole de costado unos centímetros sobre el suelo. Se sintió como una bolsa de plástico dura y correosa en vez de como un globo elástico, puesta otra vez de pie por su particular equilibrio. Sin embargo, sus pies se mostraban menos estables, y al intentar moverse, Tim apreció una paradoja: al ser más pesado y estable le resultaba más fácil moverse pero, a la vez, empezaba a sentirse cansado, con los ojos empañados y con dificultades para seguir firme.
     Lo entendió en cuanto bajó la vista. Más de veinte años antes había reñido a Mike porque, en una pelea con Ben, había tirado un bote de kétchup. Ahora la mancha extendida como trazos de un pincel sobre el linóleo cubría el doble de superficie. Las pedorretas seguían a su alrededor, sin hacerle ninguna gracia.
     Se le acababa el tiempo, el reloj de arena se había volcado y estaba perdiendo su preciado contenido.
     El esqueleto dio un paso adelante, con los puños bajos. Tim, sintiendo que la sangre le bajaba a los pies (literalmente), se preparó para recibirle. Aquel bastardo, atiborrado y endurecido con décadas de queso y leche, le empujó un poco más atrás. Si se cansase un momento, si bajase la guardia… pero, ¿cómo? Se cansan los músculos con el esfuerzo, los pulmones sin aire, la sangre caliente…
      Y era evidente que odiaba todo eso, la debilidad que le oprimía y le esclavizaba. Después de todo, en aquella relación, por primera vez, no era el parasito el que estaba por dentro.
     Le lanzó un derechazo, que sólo arrancó unas pocas salpicaduras de la nariz. Tim, sin saber cómo podía derribar el viento a la montaña, alargó los brazos y empujó.
     Los pies de hueso, duros como tabiques, lo mantuvieron firme. El escaso empuje inicial se perdió. Y Tim sintió más que vio su mano derecha, cada vez más flácida y vacía, sobre las costillas. Por algún recuerdo uterino de cuando aprendía a manejar sus ser, sus dedos se ondularon, recorriendo un piano imaginario.
     Y, con su movimiento, el milagro. Tim, llevado por el logro, resopló.
     Los cinco dedos se habían escurrido como anguilas por los huecos, aferrándose con fuerza a la escalera de costillas. El esqueleto contraatacó, agitando el brazo en dirección contraria y Tim, dispuesto a no abandonar su primer momento de ventaja en ese duelo demencial, dobló sus gruesas piernas, perdiendo en el acto diez centímetro de altura. La guadaña de la muerte le rozó el cuero cabelludo, arrancando algunas matas canas y mojándole más la cara. Pero no lo soltó.
      Intento tirar de él desmontarlo como un castillo de fichas de dominó, y no pudo. Pero no por la pesadez, por su poca fuerza. Era como si su mano se había quedado pegada.
     Al volver a mirar, la vio fundirse como queso sobre una parrilla, recubriéndolas con su piel pálida…
     Eso era. La carne se une a los huesos. El esqueleto luchaba para alejarlo porque si lo tocaba volverían a su estado natural, rompiendo el hechizo del dios infernal. Y él lo sabía; lo apreció por cómo dejó caer su mandíbula.
     Su siguiente acción fue girar sobre sí mismo, lanzándolo por los aires. Y Tim, cada vez más vacío y ligero, oyó algo desgarrarse como flexo arrancado de una caja de cartón. A mirar al frente vio que la sangre chorreaba sobre las costillas como de una herida abierta en el corazón.
     No le dejaría volver a pegársele como una rémora; lo golpearía, desgarraría y empujaría hasta que perdiese todo el aire, su sangre y las fuerzas para luchar. Pero Tim no iba a dejarle. Tan pronto como hizo pie se lanzó a por su enemigo, que le recibió con la boca abierta.
     El dolor fue seco e intenso, como si se hubiese pillado la mano entera tras el hueco de una puerta. Tim abrió la boca y gritó, con tanta fuerza vomitó las dos piezas de su mandíbula postiza.
       Le había mordido la mano con su quijada sin dientes y la apretaba, aplastándole, dispuesto a impedirle moverse… aunque Tim comprobó que no estaba arrugada o desgarrada, sino que se deshacía como un cubo de sopa en agua. Las telarañas volvieron a cubrir la calavera que, horrorizada, intentó apartarse al darse cuenta. Dio dos pasos atrás, y Tim aprovechó para tirarse a sus brazos. Ahora estaban unidos. Levantó el pie izquierdo y lo subió a tientas, hasta rozar la tibia o la rodilla. Hundió la planta contra ella, aplastándolo como una rama seca. Que le tocase cuanto quisiese, que le aplastase, que le convirtiese en abrigo y se lo pusiese.
      Te tengo. A ver qué haces ahora.
     Tim juntó los labios y silbó; en realidad lo más parecido a un grito de dolor que pudo expresar. Era el sonido del ataque íntimo, de la herida en la virilidad. Su huesudo hermano conocía los trucos sucios; incluso para un muñeco hinchable un rodillazo en las joyas familiares duele. Sintió brotar las lágrimas, mezclándose con la sangre que caía de la cabeza. Y con ellas, su euforia anterior le salió por la boca, debilitado como Aquiles al sangrar por el talón.
     El esqueleto aprovechó la situación y estampó repetidas veces la diestra contra el hombro y su cara, que retumbó como un tambor que fue degenerando hasta parecer una toalla mojada. A la vez, la mano izquierda subía y bajaba como un machete, cortando la selva que intentaba conquistarla y lanzado chorros de savia oscura y espesa con cada golpe.
     Tim dejó de sentir. Mientras el dolor en sus partes remitía, el de brazos, manos, hombros, cuello y cara crecía. Un foco se extinguía, pero otro ardía incontroladamente. La lluvia de sangre le cegaba, el eco de los golpes le ensordecía. Y mientras duraba se hundía, como si empequeñeciese, hasta que un único y poderoso estallido eclipsó a los demás. La botella había sido descorchada.

     Tim, sin poder moverse, pensó que su corazón había estallado. Pero su pensamiento, aunque infectado por el dolor, seguía siendo cabal. Sus pulmones, ahogados en sangre, seguían funcionando junto a un corazón que, paradójicamente, se moría de sed. Lentamente, la cortina roja se disipó y pudo ver.
     Veía el techo, iluminado por las cuatro bombillas luminiscentes de su lámpara. Sobre él, una oscura silueta le cubría con su sombra mientras levantaba los brazos. La viva estampa de la celebración de la victoria.
     Tim parpadeó, lo único que consiguió hacer. Intentó hacer lo propio con su cuerpo, sus brazos, sus piernas, su espalda… Estaban perdidos. Su oponente le había destrozado, reventando la bolsa en que se había convertido su cuerpo. Se sentía mojado, bañado en su propia sangre. Suspiró con fuerza, entendiendo la situación.
     Estaba acabado, había perdido el duelo a muerte para decidir su destino. De un momento a otro el dios de la muerte, el niño podrido con cabeza de búho, se llevaría sus despojos a su infierno de nombre exótico. Allí lo colgaría de las ramas de algún árbol marchito mientras los hambrientos y podridos que por allí pululaban se sentaban debajo para que les hiciese sombra o secarse sus mocos y vómitos. Quizás incluso sus viejos camaradas, unidos por la causa común de ser compatriotas en una tierra extranjera, acudiesen junto a él para recordar momentos felices bajo el cielo rojo.
     ¿Y el esqueleto? Bueno, era difícil sabe qué sería de él. Si salía así a la calle iba a llamar más la atención que Ronald Reagan vestido de Marilyn, y no atraería precisamente la atención de admiradores del gótico. Podía, no obstante, disfrutar de su autonomía. Se la había ganado.
     El esqueleto bajó su cabeza, mirando a lo que quedaba de Tim, meciéndose  Su cuerpo de forma lenta y calculada, recuerdo reflejo de los tiempos en que respiraba. Libre, era el momento de romper definitivamente sus grilletes. Estómago, riñones, hígado, pulmones, corazón, cerebro… Tim. Los parásitos que habían llenado su prodigioso vacío sin dejarle vida propia, listos para desaparecer de un único pisotón. El destino que los hombres reservan a las plagas.
     El pie, largo y estilizado, engulló por un momento las luces, recordándole a Tim lo que era temer a la oscuridad. Con sus carnes abiertas mecidas al son de una respiración cada vez más agitada, sólo pensó una cosa, inevitable.
      ¿Miro o cierro los ojos y espero?
     El hacha sin filo ni mango se alzó, lista para ejecutar la sentencia, y un tañido recorrió toda la casa.
     Tim, sobresaltado, se habría meado si estuviese entero. Pero no era una ilusión. El esqueleto había bajado el pie y se había dado la vuelta con las manos extendidas, la clásica actitud de sorpresa cuando alguien se presenta sin avisar, jodiendo nuestros planes cotidianos.
     Tim, palpitando como la superficie de un pantano, seguía su rumbo, le parecía que al salón. Al repetirse el sonido lo reconoció.
     Vaya, vaya. Parece que alguien se presenta a nuestro ritual privado.
      El dios de la muerte hizo el comentario con aparente diversión. Tim intentó mirar arriba, verle. Pero tuvo que resignarse. Era un lenguado de tierra.
     El timbre sonó una tercera vez, golpeando al esqueleto como unas baquetas; sensación de temor que aumentó cuando el solitario vibrar de la campaneo dio paso al martilleo de puños.
     —¡Papá! ¡Soy yo, Ben! ¡Ábreme!
     La lengua de Tim tembló, su cuerpo sufrió un escalofrió que lo movió como si se electrocutase.
     —¡Papá, sé que estás despierto; las luces están encendidas! ¡Abre! Por fa…
     Los golpes empezaron a remitir, como los gritos.
     —Mmmmm….mmmi… mi hi…
     El intruso no tiene nada que ver con esto. Se adelantó a sus intentos de pronunciar. No debe haber testigos de lo que aquí ha pasado.
     El frenesí de su corazón lo elevaba como una tortilla sobre una sartén.
     No te preocupes. Si se cansa de llama y se retira nada pasará. De lo contrario…
     Tim miró al esqueleto. Se había encorvado ligeramente y cerrado los puños. Parecía un jugador listo para correr las cincuenta yardas, pero tenía algo más primario. Más animal.
     Si llega a entrar, mi elegido dispondrá de él. Lo que ha ocurrido aquí no puede ser conocido. Sólo espere, señor, que su visitante no conozca otra forma de entrar.
     Tim el plano se contrajo entero al querer tragar saliva. Ben sabía muy bien como entrar: al bajar el porche, flanqueando el césped como un seto en miniatura, una hilera de macetas redondas con flores de distintos colores seguía el paseo peatonal hasta la calle. Bajo el segundo tiesto por la derecha, marcado por unas azucenas rosadas, había una losa suelta, dentro de la que escondía una copia de la llave de la puerta principal. El propio Ben le convenció de tener una garantía así, en caso de que tuviese que entrar dentro por cualquier incidente; una idea más segura, desde luego, que el clásico felpudo.
     En aquellos momentos su oído, extendiéndose sobre el suelo, fue capaz de recibir los pasos de Ben bajando los escalones y retrocediendo por el pasillo hasta parar.
     Una idea forzó a sus ojos protuberantes a mirar a su contrapartida de arriba a abajo. Aquel esqueleto había sido parte de él toda su vida. ¿Conservaría sus recuerdos y conocimientos? ¿Sabría lo que él sabía, en lo que pensaba ahora?
     El armatoste se irguió decidido, levantando la pierna izquierda en dirección a la entrada. Era evidente que sí lo sabía.
     La alarma en sus neuronas se tradujo en otro espasmo de su nuevo cuerpo. Ya no era sólo él; su castigo estaba cumplido. Ahora era su hijo quien se arriesgaba a pagar por su crimen. Una víctima colateral de un secreto que debió ver la luz, hacía cuarenta y cinco años.
     Tenía que hacer algo, y no podía. Tocaba confiar en la omnisciencia del anfitrión y padrino del combate.
     —Eeee… —con cada intento hablar, sentía su piel burbujear—. Eeessssc…
     Lo siento, pero no puedo. No puedo interferir hasta que el combate termine.
     Un flaco favor para Tim, en cuyos abultados ojos se dibujaban trazos rojos. ¿Hasta que el combate acabara? Él ya estaba acabado, sin poder hacer nada, al menos mientras viviese.
       ¿Era eso? ¿Tenía su esqueleto que aplastarle para salvar a su hijo?
     Tim miró hacia su otro yo.
     —Esssss….Mmmm…mmma….maaat…
     Le costaba horrores articular y peor, era obvio que esos ojos ciegos y los oídos vacíos del esqueleto no estaban con él. Estaban más allá de la puerta principal, en los pasos que corrían hacia la puerta.
     El esqueleto no esperó más, dispuesto a salir de la cocina.
     Tim gimió, silbando como un petirrojo. Su situación ya era terrible, pero ver morir a uno de sus hijos…
     Su contorno, piel, musculo y nervio mezclado en una pizza primigenia, se deslizó, estimulado por el deseo de intervenir. Los estímulos nerviosos, célula a célula, estiraron sus extremos como una sábana.
     El esqueleto detuvo sus crujientes andares, mirándole con lo que debía ser frustración y, hasta cierto punto, parecía que sorpresa. Miró al suelo, juntó sus dientes y sacudió el pie izquierdo tres veces; al principio parecía que con asco. Pero el movimiento de la pierna era más enérgico, más insistente, como si se le hubiese pegado  al pie un pedazo mojado de papel higiénico.
     Tim, suplicando por que Ben se demorase un poco más, consiguió seguir la mirada sin ojos de la calavera. Entonces, con una respiración que retumbó como un trombón, lo vio.
     Uno de sus extremos se había extendido, alcanzando el pie de huesos y enrollándose a su alrededor.
     Una pisada se detuvo frente al escalón. El esqueleto, entendiendo que se quedaba sin tiempo, agitó el pie con más fuerza y Tim sintió que volaba mientras una mancha roja se dibujaba sobre él. Su vista pasó al techo, quedando cegado, y luego cayó, desperdigándose como un esputo de sangre y fluidos.
      Tim tensó sus músculos desplegados, listo para aterrizar. Eso le amortiguó, cayendo en tanto silencio como cuando tomó tierra las dos veces ese día. Sus ojos coronaron la ondulada tortita como el sirope, dirigiéndose al pasillo.
     Su hijo peleaba con la cerradura.
     No va a ser así. No lo voy a dejar…
      Tim ordenó a todo su cuerpo moverse. Un instante después sus ojos cruzaban la cocina a casi veinte kilómetros hora como si levitase, sin arrastrarse ni serpentear.
      Cuando casi lo había alcanzado, su mente entendió el milagro: había perdido su cuerpo, sí; estaba completamente destrozado. Por eso, ahora moverlo no era un problema; sin brazos que se doblasen, pies subiendo y bajando ni torso que maniobrar. Era un uno y un todo con sus ser, obedeciéndole ciegamente.
     La oscuridad del corredor le cegó, mientras se desplegaba bajo los pies en movimiento como el lazo de una cuerda. El esqueleto, caminando en línea recta hacia la puerta, no lo vio llegar. Dio otro paso al frente, antes de quedar atrapado. Si no dio con con sus huesos (literalmente) en el suelo, fue por la firmeza conque Tim aferró sus talones mientras los ojos y el cerebro se replegaban, evitando lesiones. Y perder detalle.
     La cadera giró por completo, momento en que vio qué pasaba, dejando caer la con tanta fuerza que casi soltó sus dientes. Empezó a tirar de sus piernas, pretendiendo arrancar sus pies del pozo de brea, pero era inútil. Tim tenía más superficie, que se aferraba a los huecos en el linóleo y las grietas de su superficie. Ahora mismo, el esqueleto llevaba zapatos de cemento, que se deformaban, trepando por sus tibias y perones, como queriendo sellarlo en una estatua de expresión descompuesta.
     Tim se impulsó; quería levantarse, agarrarle. Y la masa se plegó sobre sí misma, dejando el suelo y cubriendo el cuerpo, que se hacía hacia atrás como si lo que fuese golpearlo fuese una ola de ácido.
      Un segundo después Tim, de vuelta en el suelo, lo abrazaba. El esqueleto parecía un hombre luchando contra un pulpo gigante. Los brazos se agitaban, las costillas vibraban y la cabeza iba de un lado a otro, parecía a punto de desprenderse del cuello. Pero aquella gelatina con sangre tenía hambre e iba a darse un festín.
       Se colaba en cada hueco, enrollándolos, lamiéndolos, uniéndose. El esqueleto intentó levantarse, seguir su camino. En ese momento, el movimiento cesó. Tim, ciego a la lucha, lo notó. Entonces lo intentó.
      Habría gritado de dicha. Volvía a controlar las piernas.
     La llave se coló en la cerradura. Tim las arrastró hacia atrás, de vuelta a la cocina, volviendo a la luz, que le quemó como dos horas mirando directamente al sol. La mandíbula crujió; su adversario temía perder, morir como ente propio. Furioso, empezó a clavarle sus uñas, levantando piel y carne; intentando arrancar  los nervios y arterias que sellaban el vínculo. Si iba a perder, antes lo destrozaría al máximo.
     Tim lo sentía, pequeños pinchazos cada vez más doloroso. Le hacían flaquear, retroceder, dudar. Empezó a retroceder del pecho a la cintura. Entonces, entre la ceguera y el dolor, comprendió la solución.
      La carne que trepaba por la espalda se dejó caer sobre los hombros como al melena de un cantante, se deslizó por los hombros y envolvió los brazos.
     Tim sintió tensarse el torso, que no se esperaba el ataque por detrás. Él apretó lo más que pudo, sujetándolo. Sintió el costillar vacío y liviano hacia unos segundos llenarse como si le inyectasen espuma. Las manos, como arañas de patas largas enganchadas en sabia, agitaban sus ahora inútiles dedos en el aire mientras las picantes mangas del jersey, poco a poco, subían para cubrirlas, envolviéndolas en manoplas.
     Los ojos de Tim subieron con la determinación de una babosa escalando un acantilado sobre el mar, pasando por las protuberancias de la nuca, la redondez del cráneo, la cabeza
      Al llegar a ese punto sintió un tremendo ardor por todo su cuerpo, haciendo temblar su piel, cegándole e impidiéndole pensar, mientras las últimas piezas completaban el rompecabezas.
                                                                     
     El crujido de la puerta al abrirse coincidió con un golpe de Tim Young, de sesenta y siete años, al caer de espaldas al suelo; desnudo, tiritando y cubierto de profundos cortes. El anciano pestañeó, en un intento de recobrar la vista mientras su boca, vacía sin su dentadura, se hundía como una bolsa de papel pisada. Hizo amago de levantar los brazos, de cubrirse; tenía frio. Pero no fue capaz.
     El dolor era indescriptible, algo parecido a recibir una pedrada en cada hueso, ser flagelado en cada centímetro de su carne y desollado como haría un cuchillo a su paso sobre una manzana.
     Con las luces de la cocina brillando, Tim se extendió en el duro suelo y respiró con fuerza. La luz se fue.
     Una figura la bloqueaba; una figura tenebrosa, deforme y maloliente. Pero eso a Tim ya no le importó.
     Enhorabuena, señor. Lo ha conseguido. Ha conseguido vencer. Ahora esta libre de la maldición.
     —Yo… Tim se asombró de poder hablar con normalidad. He sorbevivi…
      El dios de la muerte cerró sus grandes ojos.
     Por supuesto, ha escapado del castigo de Jigoku, pero no está exento de culpa. Las heridas que se le han infligido nunca sanaran por completo. No recuperará la sangre que ha perdido. Vivirá, por descontado, pero olvídese de seguir la vida tal y como la ha llevado hasta ahora.
     Tim entrecerró los ojos, lo que oía no le decía nada. Estaba dispuesto incluso a darle las gracias.
     Desde hoy, vivirá cada día con dolor. No podrá disponer de su cuerpo como hasta ahora. Necesitará de la ayuda de otros para no morir de hambre. Ni siquiera podrá tenerse en pie por sí mismo.
      Una lágrima escapaba de su ojo derecho. ¿Era de pena o de alegría?
     —Entiendo dijo por fin. Supongo que… me lo merezco… por hacérmelo a mí mismo.
     El dios volvió a cerrar sus ojos unos segundos.
     Debe estar orgulloso, señor. No vea las consecuencias de este día como un castigo, sino como una prueba. Sus cicatrices son espantosas, pues prueban que fue un criminal perseguido por los dioses. Pero la marca que dejarán en usted demuestran que afrontó el castigo y escapó con sus consecuencias, cosas que muy pocos hombres han sido capaces de hacer.
     Así que eran eso. No estigmas sino medallas; insignias al dolor y al sacrificio. Adornos baratos y bonitos de los que sentirse orgulloso.
      —Supongo que sí. Después de todo, estas no me las puedo quitar de encima.
     El dios volvió a cerrar los ojos, dejándolos así más de cinco segundos.
     Hasta siempre, señor. Espero que disfrute en su nueva vida. Muy pocos reciben una segunda oportunidad. Ahora, le dejó con su hijo. Sólo espero que cuide sus palabras sobre lo ocurrido aquí.
     Aquella última frase desconcertó a Tim Young. Ben. Se había olvidado de él por completo.
     Apenas un segundo después, oyó pasos potentes cruzar el recibidor hasta la cocina. Ben se detuvo en el marco, agarrándose. Miró hacia al suelo con una mezcla de sorpresa y asco. La sangre que lo cubría todo como en un duelo de grafitis; la ropa, joyas y la dentadura de su padre tiradas como si lo hubiesen desnudado a la fuerza, y su propio padre en el suelo, roto por media docena de sitios. Ben arrugó el ceño. Le costó de verdad reconocer aquella vieja y deformada cara. Luego se tapó la boca, contendiendo un grito.
     —Dios… ¡papá!
     Tim sintió la sombra de Ben cernirse sobre él y sus brazos levantarle los hombros, suave pero firmemente.
     —¿Qué coño ha pasado? ¿Papá? ¿Puedes oírme? ¿Pa…?
     Tim empezó a llorar, seguramente Ben pensase que por el dolor. Le costaba hablar, pero no porque su garganta estuviese herida o se ahogase. Miró a su hijo menor a los ojos. Con gran dolor, levantó la mano derecha hasta acariciarle la mejilla. Casi sintió asco de sí mismo, al ver que la había manchado de sangre.
     Ben —consiguió murmurar.
      Su hijo se quitó la chaqueta a la carrera, envolviendo su torso antes de volver a tumbarle en el suelo.
     —Papá, ¿qué…? Ben cerró los ojos, frustrado, y se levantó de un salto. Espera aquí. Llamaré a una ambulancia. Luego me dirás.
      Sí, hijo. Luego te diré.
     Ben corrió en dirección al salón, dejaba a su anciano padre sólo, herido y desnudo en el suelo de su propia cocina, rodeado de innumerables charcos de su propia sangre. Y él logró sonreír; hasta tensar esos músculos le dolió insoportablemente.
      Volvía a estar sólo, pero ya no tenía miedo. ¿No decía aquel engendro que viviría?
     Mientras una luz se encendía en el salón y Ben gritaba enfadado, seguramente por comprobar que el teléfono estaba desconectado, Tim, olvidando el dolor, seguía sonriendo. Después de aquel día, se había ganado una sonrisa en su cara, más que ninguna otra medalla de su vida.