LA FÁBULA DEL ELEFANTE Y LAS HORMIGAS-2º PARTE
El asesinato se había iniciado acompañado de una gran algarabía, como correspondía a una fiesta,
pues, ¿no es motivo de alegría la celebración de todo acontecimiento público?
Bailes, mascaradas, cenas, exposiciones… Un asesinato, de forma masiva y
colectiva, no tenía por qué ser la excepción.
Y en el centro de la acción, la indefensa
víctima, inmóvil, oprimida y sorprendida, lo sufría. Ya no luchaba; se había
rendido a aquel poder superior hacía varios minutos, cuando comprendió que era
inútil. Así que se dejó caer de rodillas en el centro de la multitud, buscando
cualquier consciencia que no ignorase sus gritos antes de que la masa; cruel, implacable,
despiadada, le engullese por completo. Muchos actuando unidos como uno, al son
de una malicia común.
No le quedó otra que coger el silbato, pero
apenas lo encajó en sus labios notó como le se lo quitaban con fuerza, hasta
que la fina cuerda alrededor de su cuello se rompió, doliéndole como si
hubiesen tratado de estrangularle.
—¡Venga, me estáis haciendo daño!
¡Parad...!
Impulsó hacia arriba sus rodillas dobladas;
primero sin suerte, luego sacudiéndolos, y a la tercera, por fin, poniéndose de
pie. Pero volvían, como limaduras de hierro al lado de un imán.
—¡Parad, en serio! ¡Os digo que…!
A sabiendas de lo poco conveniente de
perder los nervios en esa situación, Óscar corrió de frente, hacia la pared de
la fila, para no volver a dejarse acorralar; sin percatarse de que en el
proceso uno de los pequeños cuerpos se puso en su camino, siendo arrollado
hasta dar sobre el suelo. Se paró para ver quién era.
A
sus pies, el pequeño David Domínguez, sentado en el suelo, empezaba a llorar
vívidamente, mientras se secaba las lágrimas con los nudillos.
—¡Un momento! —gritó Óscar con todas sus
fuerzas —. ¡David se ha hecho daño! ¡Parad un momento!
Vio como algunos dudaban un momento,
deteniéndose para mirar al niño sollozante con preocupación. Aprovechando la
tregua, Óscar se inclinó sobre el niño al que había hecho daño.
—David, lo siento, de ve…
Su voz fue rota por los golpes en su espalda
y las risas a su alrededor, más fuertes que antes. Furioso por su impiedad, se
irguió con los dientes apretados de enfado; gesto que se difuminó en su rostro al
contemplar una revelación horrible.
Los niños que habían dudado, volvían a
correr, y entre ellos un niño moreno de cabeza cuadrada se levantó, frotándose la
cara y embadurnándola de lágrimas y saliva, como queriendo borrarla. Y en
efecto, los ojos abiertos y enrojecidos y los labios temblorosos se perdieron.
Cuando bajó las manitas, exhibía una sonrisa satisfecha.
Había sido un engaño premeditado.
Óscar se disponía a correr cuando empezó a
oír de No lo soltéis, no lo soltéis
detrás. Notaba el peso tirar de su ropa, impidiéndole moverse. Algunos niños se
le habían colgado de la parte superior de la bata, tirando de ella como si
quisiesen desnudarle. Pero no, sólo querían ralentizarle, darles ocasión a los
demás, más lentos o dispersos, para alcanzarle. Uno de ellos saltó a su brazo…
Sintiendo la presión de la cebra rodeada por
las hienas, Óscar gritó, sacudiéndose con todas las fuerzas de su cansado
cuerpo. Se habían agarrado a él con fuerza; oyó la tela de su camiseta rasgarse…
Por fin pudo correr, y lo hizo sin parar;
cruzando el patio vallado, la zona de juegos, hacia la pared maltratada por un
millón de pelotazos. Hizo un alto; a las exhalaciones de su aliento se unió el
sonido, cada vez más fuerte, de pies corriendo y risas. Miró hacia ellos. Empalideciendo
por segundos, lo entendió.
Los niños sabían lo que hacían. Estaban
disfrutando. Y entendió cuáles eran sus intenciones.
Desesperado, Óscar volvió a acelerar,
trazando un arco a la derecha, lejos de ellos. Unos pocos, más rápidos llegaron
hasta él, aunque de frente no tenían nada que hacer; al intentar echársele
encima para derribarlo bastaba su mano
extendida para apartarlos. Alba y Manuel cayeron al suelo en el proceso y
después. Con el cuerpo dolorido y el polvo pegado al sudor, se limitaron a
levantarse, sacudirse un poco y seguir. Ya no hacía falta teatro. Ahora sabían
que eran fuertes, y que su presa les temía.
Óscar comprendió que correr era inútil;
eran tantos y tan dispersos que escapando de unos iría directo hacia otros. Y
luchar… Podía valer por ocho de ellos, quizás diez. Y eran más de treinta,
atacando coordinados. Le destrozarían como a una muñeca de trapo.
Fuera del patio sonaba la música de una
serie infantil, David el Gnomo creyó reconocer.
Los niños volvían a clase. Una llamada inapropiada, ¿cómo iban a responder al
toque de corneta si allí dentro tenían su propio campo de batalla?
En ese momento se le ocurrió la idea. Tomó
aire y corrió con todas sus fuerzas, sus pies más largos y su voluntad más
desesperada, hacia la salida, hasta el grueso pestillo. Sin dejar de resollar
lo descorrió; las bisagras chirriaron al abrirse. Él no se contuvo; lanzó la
puerta atrás, sin tiempo de cerrarla.
Álvaro la había agarrado con fuerza, manteniéndola
de par en par. Los niños se lanzaron tras él.
—¡Que no se escape, que no se escape!
Óscar fue sin parar hacia la entrada,
donde las filas de niños entraban. Su corazón parecía a punto de reventarle las
costillas, sentía presión en las sienes, un dolor desde los pies castigados a las
sometidas rodillas. Varias docenas de pies seguían persiguiéndole. El aire frío
le rasgaba los pulmones y, por fin, sobre el patio despejado, no pudo más y
cayó de rodillas. Sin más fuerzas, quedó postrado a la espera del golpe del
verdugo.
La algarabía jubilosa que le acosaba le
alcanzó. Y pasó a su lado, de largo.
Respirando con fuerza, Óscar levantó la
vista. Los niños corrían, sucios de sudor y polvo y con las camisetas y
pantalones arrugados, derechos a la puerta del colegio. Allí, Helena y Rosa les
esperaban, con cara inquieta por la excesiva demora. Uno a uno, los niños de
entre cinco y siete años entraron. Y Óscar, viéndoles, detecto uno, el que iba
al final, corriendo más despacio que los otros, y con una apariencia más pulcra.
Y sombría.
Antes de entrar con sus compañeros, Hugo
se dio la vuelta y sonrió, tal y cómo había hecho mientras presenciaba la
cacería contra él.
Con él, el patio quedó vacío de niños. Y,
mientras se levantaba con esfuerzo, Óscar creyó oír unos pasos. Dos sombras le
cubrieron.
—¿Qué pasaba? Estabais tardando tanto que
ya pensábamos que no…
Óscar se volvió hacia las voces; al
mirarle a los ojos, la expresión de Gloria e Inés fue de completa sorpresa.
—Pero Dios… ¿qué te ha pasado?
Y es que, visto de cerca, era evidente que
los desgarros, las magulladuras y el hilo de sangre que le bajaba por la
comisura del labio no eran por un percance cualquiera.
—¡¿Y os parece que esto está bien?!
—¡Nooo!
—Entonces, ¿por qué lo habéis hecho?
Silencio. Intercambio de miradas temblorosas.
—Estábamos… jugando —habló José Manuel por
fin.
—¡Síiii!
—¿Y cuándo os decía que paraseis?
Más silencio.
—No… le oímos. No tocó el silbato —intervino
Álvaro.
Nadie agregó nada. El objeto apareció en
el bolsillo de su dueño. Eso sí, nadie pudo explicar cómo se había roto la cuerdecita.
—¿Ni cuando hablaba?
Ni pio; en su lugar rostros cabizbajos regados
con lágrimas. Alineados en el pasillo, los alumnos de comedor de primero y
segundo se sometían al castigo de Helena y Rosa ante la mirada del harapiento
Óscar.
—Dinos, Óscar —intervino la maestra de
segundo—. ¿Qué deberíamos hacer con ellos?
El maltratado empleado repasó las caras
asustadas, aquejadas del doble mal de la vergüenza y el miedo. Ahora, tan
indefensos e inocentes, su sola visión bastaría para derretir un corazón de
piedra.
Negó con la cabeza. Quizás quisieron jugar y su juventud les sacó de
control.
—Muy bien —juzgó de nuevo Rosa, mirando a
sus alumnos—. Pedidle perdón.
—¡Perdón, Óscar!
El aludido asintió.
—Ahora vosotros —indicó Helena a los de
primero.
—¡Perdónanos Óscar!
—Sí. Estáis perdonados.
—Muy bien. Volved a clase. ¡Y que no se
repita!
Con paso apresurado, los niños se
reunieron con sus compañeros, que presenciaban el juicio colectivo con
curiosidad y expectación. El último de ellos Hugo; a la sazón el que menos hizo
y, por otro lado, el más afectado por la fuerza que ponía en contener sus lágrimas.
Después, la apaleada víctima, sin apetito y cansada, dejó el colegio.
Necesitaba seguridad, volver a su casa, darse una ducha y echarse la siesta.
Existen mundos pequeños dentro de éste; con
sus propias gentes, normas y costumbres. Y todos tienen en común que lo que
pasa en su seno allí se queda.
El timbre sonó a las cinco. El sol brillaba
alto cuando la legión de pequeños invasores cargados con mochilas y bolsas de
aseo se estrelló contra la muralla de cuerpos adultos. Tras ellos, lecciones,
historias y castigos; la mayoría limitados a ese día y a ser recordados como
anécdota, si no arrojados directamente a la papelera del olvido.
Y mientras corrían, felices de volver con
aquellos de quienes más dependían, los niños murmuraban entre sí. Discutían la
eficacia de su peonza, si verían el próximo partido del Barça, o si cerrarían
la transacción de cromos de Invizimals.
Y, entre la desenfadada charla, una serie de palabras se filtraba.
—Ha ido bien, como dijo.
—¡Ha sido muy divertido!
—¿Podemos jugar nosotros también?
—Pues claro. Sólo hace falta gente con la
que jugar.
—¿Mañana, a lo mejor, en el patio?
—No, no hace falta, se puede hacer…
Y arrastradas por las risas, como el
pétalo de flor entre la hierba, las voces se perdían contra los abrazos, olas
del mar deshechas en espuma.
Había sido un día cansado. Tras la ducha y
la siesta, Óscar se despertó peor que cuando llegó. Le dolía todo el cuerpo,
ahora cubierto de manchas oscuras. Suponía que, como la resaca, las heridas
deben dejarse cultivar con el cuerpo en descanso para lograr su máxima expresión.
Tenía tanto por hacer: proyectos que
presentar, libros que leer, una novia con la que charlar… Pero pasó el resto del
día delante del ordenador con el móvil al lado, escuchando música relajante y
retorcido por los mil pequeños dolores, sin poder quitarse de la cabeza lo
sucedido.
Había sido un juego. Para los niños sí,
desde luego. Se pegan, se empujan, se insultan… Es parte de su naturaleza.
Pueden ofenderse, llorar, patalear y enfadarse, pero su imperiosa necesidad de
seguir en escena les hace recuperarse deprisa, olvidando el dolor y la afrenta
sólo hasta que una nueva aparece, para volver a dejarla atrás entre juegos y
deberes. Pero, ¿serían conscientes del daño que podían hacer? ¿De que no todos
estaban preparados para resistir su incontenible energía?
Pensó en la infancia. Un niño puede coger
un insecto y arrancarle las alas y las patas antes de decapitarlo. Coger una
lombriz y arrojarla al fuego, viendo cómo retuerce su cuerpo mientras se asa
como una salchicha. Aplastar a un caracol para ver qué esconde bajo su concha.
O, simplemente, romper los huevos de un pájaro para hacer maquillajes y cremas
que se lanzan unos a otros con su falsa crueldad jalonada de risas.
Los niños pueden ser muy crueles. Ese
dicho se le antojaba ahora una terrible verdad. ¿Pero por qué? ¿No tenían
consciencia de lo que hacían? Se supone que uno de los fines de ir a la escuela
es aprender a distinguir el bien del mal. ¿Sería esa ignorancia la que daba
carta blanca para desmanes tan sádicos? Los insectos, en su dolor, no tienen
voz para gritar. Quizás por eso son ciegos y sordos a esa tortura. ¿Pero y él?
Le habían oído, estaba seguro, y le habían visto caer, hundido bajo el dolor. Y
habían seguido…
Para él, la llegada de la noche fue liberadora.
Se fue derecho a la cama, a clausurar esa particular jornada. Con suerte, se
sentiría mejor a la mañana siguiente. Que se sintiese con fuerzas para ver su
trabajo como había hecho hasta entonces ya era otra historia.
En primavera, el tiempo se ralentiza,
para dar que la vida pueda disfrutar sin miedo al cansancio y la vejez. Por eso
los días son más largos, los cielos más clementes y las calles están más
llenas; interrumpiendo la vida sólo la inevitable noche.
Y mientras el Sol se va por varias horas,
las historias se entremezclan, constituyendo un collage en renovación continua.
En el parque bajo su casa, Ricardo corría entre los columpios, persiguiendo a Pablo,
su primo dos años más joven, que le habló de un juego nuevo, muy divertido, que
le había enseñado ese día uno de su compañeros de clase. En el entrenamiento de
fútbol, mientras corrían entre conos, Moisés hablaba a sus compañeros de la
divertida historia que le había contado un amigo de un amigo que tenía un
hermano de ocho años en segundo en el Primero de Mayo. En los bajos de su casa,
mientras sus madres charlaban, Carola contaba a sus vecinas Eva y Lucía lo qué
había aprendido en el colegio. Y, bajo las luces de su dormitorio, esperando
para cenar, Enrique hablaba con su amigo Johnny —residente en Oxford—,
siguiendo la máxima que su hermano Raúl le había dicho sobre el nuevo juego: Díselo a todo el mundo; que todos sepan cómo
se juega.
El despertador sonó. Las ocho menos
cuarto. Con pereza, Óscar estiró el brazo, apagó la alarma y se quitó de encima
la sábana. Empezaba un nuevo día y, con él, la oportunidad de recuperar el
tiempo que le quitó el ayer. Levantó la persiana de su cuarto y se fue a
desayunar.
Con un suave salto dejó su cama, yendo con
pasos cautelosos de pies descalzos hasta la de Carlos.
—¿Estás
despierto? —susurró, sacudiéndole débilmente el hombro.
Abrió los ojos, sobresaltado antes de
reconocerle. Al apreciarlo, el intruso sonrió.
—Vamos. Es el momento.
Con mucho cuidado, bajaron la manija de la
puerta, avanzando con cuidado por el pasillo bañado por la pálida luz matinal.
Debían asegurarse de no despertar a sus padres ni a Paula, la hermana mayor.
Con gran cautela, llegaron a la habitación, que rezaba con letras de colores
chillones CHICAS.
Carlos se dirigió al fondo, a despertar a
Tamara, la tercera en edad tras él, mientras su guía se dirigió a la benjamina,
Elisa.
Ésta se resistió un poco, antes de abrir
un ojo. Reconoció a su nuevo hermano, Hugo, con su pelo como de oro blanco,
sobre ella. Sonreía.
—Vamos. Es hora de jugar a las hormigas.
Óscar terminó de fregar y se lavó los dientes.
Mientras hacía la cama, echó un vistazo al reloj. Las ocho y diez. Gruñó para
sí mismo. Iba a ser una mañana muy larga.
No muy lejos de allí, entre los muros de
un castillo de ladrillo rojo y yeso blanco, el reino de terror de un monstruo
llegaba a su fin. El dragón, malvado y conocedor de su fuerza, llevaba
demasiado tiempo aterrorizando a los habitantes del castillo mientras su consorte,
la malvada bruja, ignoraba el sufrimiento respirando sus turbadoras y venenosas
pociones. Pero ese día todo cambió. Los tres temerosos moradores del fuerte,
conocedores de una curiosa fórmula para derrotar a tan poderosos enemigos,
aprovecharon las primeras luces del alba, mientras seguían durmiendo juntos,
para actuar. Penetraron en los aposentos, dos de ellos vigilando mientras el
tercero, más ligero y sigiloso, irrumpía en la aislada estancia donde aquellos
villanos ocultaban la fuente de su poder: una varita mágica en la que estaba
imbuido el poderoso fuego del dragón.
Temblorosos, los dos centinelas esperaban
a los pies de la cama, sobre la que las dos grandes bestias roncaban; la luz
exterior se colaba por loa ventana, amenazando con delatarles en cualquier
momento, y su desafío tendría como represalia una decena de dolorosos azotes.
Por fin, las apuradas pisadas descalzas en el pasillo dieron la señal de
actuar. Una luz se encendió y las aterradas víctimas
atacaron.
Saltaron al unísono sobre las sábanas
blancas mientras el dragón, aún somnoliento, se sacudía confuso, preguntando
qué pasaba. ¿Qué eran aquellos pesos que se cerraban como candados en torno a
su pecho y sus piernas? A su lado, su oscura e indiferente consorte se incorporó,
y un atronador estallido indicaba que la terrorífica magia del fuego se había
obrado. Un agujero humeante en su frente y una lluvia roja sobre la almohada
así lo atestiguaban.
En aquel momento, el otrora despiadado
dragón, dueño del fuerte y azote de sus habitantes, supo que estaba perdido
ante el viraje en las tornas. Con sus ojos empezando a deshacerse en líquido
dejó de resistirse, a la vez que sus dos atacantes, eufóricos por el éxito de
su insurrección, dejaban espacio entre ellos. En medio, el nuevo mago se
disponía a hacer probar al monstruo el poder destructor de su propia medicina.
Óscar repasó el texto un par de veces, después
lo guardó tres: una en su memoria externa y dos en su portátil, una como el
texto en sí y otra como documento inalterable. La verdad, no sabía por qué
tanta prisa; iba a tener tiempo de sobra. Consultó el reloj: las diez menos
cuarto. Le faltaban aún dos horas. Se estiró en la silla del dormitorio,
desperezándose, y pasó al siguiente documento. Iba a tener tiempo de aburrirse.
En una remota parte del mundo, cuatro
inocentes jóvenes practicaban una actividad que, desde que vieron por vez
primera en sus primeros años, había sido uno de sus mayores sueños: ser
vaqueros. Y, como tales, lo practicaban cabalgando un toro embravecido.
La bestia, un ejemplar particularmente
grande, gordo y temperamental, tenía por costumbre rodearles mientras veían
alguna serie de dibujos en el salón de su casa para luego mugir airado sobre lo
pequeños e inútiles que eran, antes de sentarse junto a ellos en un sillón,
usándolos como diana de lanzamiento de latas de cerveza vacías. Después,
mientras la dedicada madre se aseguraba de cenasen, se lavasen y se acostasen,
la brava bestia, sabedora de su imponente presencia, podía torturarles con
comentaristas de fútbol a mucho volumen y ronquidos que sacudían los cimientos
de madera.
Pero aquel día, todo acabó. Era hora de
que el animal hiciese aquello para lo que servía.
Para el acto, demasiado grande para los
cuatro escuálidos y agotados jinetes, convocaron a sus vecinos, que se
congregaron a las puertas como si celebrasen un cumpleaños sin serpentinas,
disfraces ni refrescos. No, aquella diversión se vivía en el silencio absoluto.
Como los griegos en Troya, penetraron por
los corredores de madera hasta donde el animal dormía. Todos le habían temido
como un gigante capaz de aplastarles como si fuesen vasos de plástico. Pero verle
allí, dormido, sudoroso y medio desnudo, cambió su percepción: no era un oso
rabioso, sino un toro hecho una vaca. Seguro que le costaba respirar. Seguro
que era tan lento como una tortuga. Seguro que contra tantos no sería capaz de
nada.
Y así fue. A la señal dada fue paralizado,
incapaz de darse la vuelta ante la decena de cuerpos que saltaron sobre él. Y
mientras maldecía y pataleaba, con una voz tomada que amenazaba por momentos con
la asfixia o el infarto, otros buscaron en la cómoda, la mesita, los armarios.
Allí estaban los objetos; sabían usarlos por haber visto como los usaba la poli
en la tele o su dueño en la intimidad. Con calculada precisión, cuatro anillos
de metal se unieron a sus miembros, con sus equivalentes al final de la cadena cerrados
sobre los bordes de la cama. Podía sacudirse hasta desmembrarse, no iba a poder
soltarse.
Así pudo empezar la diversión. Por turnos,
saltaban sobre el cuerpo en movimiento, elevándose como delfines en un mar
revuelto, consiguiendo que el animal ganase ritmo espoleándole con unos cuantos
tenedores que tenían mucho espacio para hundirse en sus costados.
Y mientras el toro agonizaba de dolor, la
vaca llegó al establo, aunque no así hasta su mal amado esposo. Los asistentes
al rodeo le impidieron pasar, y su propia sorpresa y horror al ver las caras
que reían y los gritos de dolor y las manchas rojas cada vez más grandes en la
cama le impidieron reaccionar.
Óscar conducía con pereza hacia el
trabajo.
Joder, ¿qué pasa hoy? Es como si todo el
mundo se hubiese quedado dormido.
Parecía un domingo a las nueve y no un
jueves a las doce. Apenas había gente, ya fuese mujeres de treinta años con
bolsas de la compra o ancianos paseando, apoyados en bastones. Tampoco había
mucho tráfico. Ni furgonetas de reparto, ni hombres con una mano en el volante
y otra pegando el móvil a la oreja, ni adolescentes haciendo eses en moto.
Había muy poca gente.
Una huelga, una epidemia… Bueno, lo que
sea. Con suerte hoy no habrá muchos de esos Pequeños Cabroncetes y me irá rodado.
Aparcó su Seat a dos calles de distancia y
bordeó el Primero de Mayo por la derecha, hacia la puerta del comedor. Como era
habitual, estaba cerrada y no había nadie; ni María Luisa ni Pilar,
aprovechando que aún faltaban más de cinco minutos para un último pitillo. Tocó
al timbre, esperando que viniesen pronto a abrirle. Pero no fue así. Echó un
vistazo por el ventanuco redondo de la puerta. Dentro no veía movimiento.
Vaya,
esta sí que es buena. ¿Qué coño pasa, una especie de huelga? Porque, a mí,
nadie me ha avisado.
Un
minuto y dos pulsaciones más le hicieron desistir, y como el reloj seguía en
marcha sin importar la excusa, desanduvo hasta la verja principal. Allí, la
incongruencia entre lo que veía y lo que oía le confirmó que algo no iba bien.
Delante del colegio no había nadie, ni
padres, ni madres, ni hermanos mayores, ni abuelos, ni niñeras. No había un
solo adulto a menos de tres minutos de la salida y, en contraste, desde dentro le
llegaba el tronar de los gritos de los niños, entregados a su orgía autodestructiva
de juego y carreras en el patio. No era una simple clase de educación física.
Todo el colegio debía estar en el patio.
Óscar fue despacio fue a la puerta para
las visitas individuales, apoyándose en la reja y alargando el índice derecho
al timbre. Se contuvo cuando su mano apoyada la empujó.
Y la puerta abierta. ¿Qué cojones pasa
aquí? ¿Tomás se ha quedado dormido…?
Entró y remontó la rampa hacia la puerta.
—¿Hola?
Tomás, el conserje, no estaba en la
recepción; ni Dolores, la secretaria. En los pasillos laterales había silencio
y quietud totales, tanto en los despachos a la izquierda como en las aulas de
infantil a la derecha. El único sonido venía del patio, desde el qu veía pasar
a los niños corriendo.
¿Habrán adelantado la fiesta de fin de
curso? Igual es que el colegio va a cerrarse. Joder, y dicen que la educación
pública se va a la mierda.
Pensó en asomarse al desmadrado patio,
buscando a algún docente que le explicase la situación, pero el desconocimiento
sumado al respeto por lo de ayer, le hizo contenerse. En vez de eso fue a la derecha,
a pasarse por las aulas de sus niños. Igual quedaba alguien que pudiese decirle
algo.
En la intersección de los cursos, a
derecha e izquierda, todas las puertas estaban abiertas. Se asomó a la clase de
primero. Ni rastro de Helena. Eso sí, el terremoto del patio había sacudido a
consciencia el aula: los pupitres desalineados, las mochilas tiradas y las vísceras
de los estuches cubrían el suelo.
Sonriendo frente a la muestra de
infantilismo en su forma más salvaje, Óscar pasó al aula de segundo. Su sonrisa
se borró al comprobar lo que había dentro. No era muy diferente a la anterior:
mobiliario descolocado y objetos tirados. Pero en esta había un ocupante.
Tumbada sobre su escritorio, Rosa la
profesora, como la víctima sobre un altar lista para ser degollada. Sus ojos
estaban abiertos y sus labios separados, exhalando de forma larga e
interminable. Tenía la ropa rasgada y el cuerpo cubierto de cardenales, roces y
moratones. Y, desperdigados sobre y bajo ella, proyectiles hechos con papel
arrugado y pedazos de tiza, evidenciando una lapidación como final para ese
holocausto.
Óscar se acercó a ella, temblando: el
maltrato de su cuerpo, su mirada perdida… No estaba muerta pero le faltaba
poco; su vida la dejaba sin que pudiese evitarlo. Ni siquiera parecía haberse
dado cuenta de que había entrado, balbuceando con su lengua ensangrentada una
plegaria para que la muerte le quitase el dolor.
El hallazgo golpeó el pecho de Óscar, que
empezó a respirar pesadamente y a notar sus ojos humedecerse. Entonces lo notó.
Fuera, la fanfarria de los niños parecía crecer.
Se acercó a la ventana abierta y miró.
Sobre el suelo pintado de rojo y verde,
parecían un millar de peces en una pecera muy pequeña, yendo de aquí para allá,
felices de su momentánea libertad. No estaban solos, había con ellos otros
nadadores más grandes, que se habían sumado a sus juegos.
Quien mejor estaba era su compañera
Leticia, sin la gorra de comedor, la melena oscura al aire, su uniforme blanco destacando
en. Corría sin rumbo ni sentido entre los niños, que cargaban contra ella a
intervalos como cuervos sobre un cadáver, picoteándola con puñetazos en los
costados, embestidas de hombros y patadas voladoras. La pobre mujer cayó un par
de veces, para ser espoleada con collejas. Al levantar un momento la vista,
Óscar la vio llorar, pero no podía oírla. ¿Fue él igual la tarde anterior, con
sus gritos ahogados por el ejército de torturadores dementes?
En un rincón, apoyadas contra una pared, había
cuatro cabezas; un hombre calvo, otro más joven y moreno, una cuarentona rubia
y una mujer más joven, lo que equivalía a decir Juanma el jefe de estudios,
Rafa el profesor de gimnasia, Tere la señora de la limpieza y Claudia la
profesora de inglés; sí, tenía razón. Los cuatro estaban envueltos por una
maraña de combas y redes del gimnasio. Delante tenían un pelotón listo para
fusilarlos. Llovieron de todas las formas y colores, blancos, negros y rojos; de
fútbol, baloncesto, balonmano, de plástico, medicinales. Golpeando las piernas
y los cuerpos las caras cerradas, enrojecidas. Mientras los tiradores reían,
sus compañeros les reponían la munición.
Subió los ojos hacia el lado opuesto del
patio. Había otro cuerpo, de espaldas y desnudo de cintura para arriba, apoyado
sobre las barras de una canasta. Por como colgaba debía estar dormido, o
inconsciente, o…
Los niños, seis en total, lo empleaban de
batería, con palos de fregonas, escobas y recogedores.
Óscar se apartó de la ventana. La locura
se había apoderado del colegio. Los niños se habían convertido en monstruos. Y
él, quizás el último adulto en el edificio, no se sentía, para nada, seguro.
Tenía que salir de allí…
Dio un paso hacia la salida, perdiendo y
tropezando contra un pupitre. Había oído pasos delante; piernas cortas y
esbeltas ya cruzaban el umbral…
Al mirarle la cara descubrió a Hugo,
sonriéndole.
—Tú…
—Buenos días, Óscar. —Entró, con las manos
a la espalda—. Me alegra de que hayas venido. Espero… que estés bien, después
de ayer.
Óscar se levantó, mientras el niño se le
acercaba, despacio pero sin dudar.
—¿Qué… qué está pasando? ¿Por qué…?
Hugo suspiró.
—Sólo estamos… o están, jugando.
Óscar no daba crédito a lo que oía.
—¿Jugar? —Señaló hacia la ventana—.
¿Llamas a eso jugar? ¿Y a qué demonios están jugand…?
—A lo que nos enseñaste —respondió el
chico—. A los elefantes… y las hormigas.
Óscar parpadeó.
—¿Cómo?
—La historia que me contaste… —Hugo se
apoyó en un pupitre, sentándose sobre él—. Cómo… los pequeños y débiles se
juntan contra uno más fuerte que está sólo. ¿Cómo era…? La unión hace la
fuerza. Lo estamos probando… todos.
—¿Probando?
Hugo asintió; su imposible pelo rubio
parecía iluminado.
—Sí. Lo de ayer, por ejemplo… fue una
prueba.
—¿Una… prueba? —Al entender a qué se
refería sintió un escalofrío.
—Sí. Una forma de comprobar… si era verdad
que entre todos los pequeños se puede ganar a uno grande. Como, de todos modos,
nadie piensa que tú seas de los que nos puedan hacer daño…
El labio de Óscar tembló. No sabía si reír
o llorar.
—¿Qué… queréis hacer… con todo esto?
Hugo suspiró.
—Pues… es un juego… para cambiar lo que
hacen los mayores.
—¿A qué te refieres? —Óscar, ya
completamente en pie, se acercó a Hugo.
—Algunos mayores no son buenos con los
niños. Les hacen daño. Les insultan. Sin que se hayan portado mal, sin que
hayan hecho nada. Yo…
Hugo bajó la cabeza y tomó aire, antes de seguir.
—He
estado con mucha gente. Mis padres, mis tíos, mis nuevos padres… todos me
odian. No les gusto. Me tratan mal. Por más bueno que fuese, por más listo que
me volviese, por más que les quisiese… Ellos no me querrían.
Óscar se irguió, mirándole con cautela. La
voz de Hugo se volvió densa como el humo de un tubo de escape.
—A veces… muchas veces, yo… me cansaba.
Quería que me dejasen en paz, hacerles daño como… ellos a mí. Pero soy pequeño.
No soy muy fuerte. Y estaba solo. Así que aguantaba. Aguanté… hasta que…
Miró al monitor a los ojos. Sonrió lo que
dieron de sí sus labios.
—Encontré una forma… de que alguien
pequeño y débil pueda defenderse de alguien grande y fuerte.
El pulso de Óscar empezó a calmarse.
Empezaba a entender que, al menos por el momento, no había hostilidad hacia él.
—Entonces… ¿tú has montado todo esto?
Hugo negó con la cabeza.
—Yo sólo lo planteé… como un juego. Los
demás lo han contado. En todos los colegios… Puede que, en todo el mundo, estén
jugando a lo mismo.
—Pero… —Óscar se le acercó un paso más—.
Hugo, esto tiene que parar.
—¿Por? —Le miró con curiosidad.
—La gente… le están haciendo daño a la
gente.
Hugo se rió.
—Sí, claro. Son… bastante brutos. Pero
todo niño se pelea con sus padres, y todos los alumnos le tienen manía a algún
profesor. Puede que alguien… se muera. Pero la mayoría… se llevarán un susto y
ya está.
Aquella declaración volvió a animar el
pecho de Óscar.
—¿Entonces… tú no mandas a los demás?
Hugo suspiró. Señaló a la ventana.
—¿Te parece, Óscar… que alguien manda ahí?
Los hombros de Óscar bajaron. Hugo, por su
parte, se empujó con las manos para bajar de la mesa y se acercó al alféizar.
—Seguro… que en un rato se cansan. Y…
puede que suelten a los otros —Se volvió hacia su interlocutor—. Tú… después de
ayer, igual quieren seguir jugando contigo, pero… no te harán daño.
Óscar no pudo seguir conteniéndose. Rió histérico.
—¿Y eso? ¿Cómo estas tan seguro?
Hugo cerró los ojos.
—Porque saben que te hicieron daño. Todos
saben cuándo hacen daño de verdad a alguien. Por eso, aunque alguno se exceda…
al final pararán.
Óscar le miraba detenidamente,
estudiándole como a un jeroglífico de una civilización pérdida, preguntándose
si lo que pasaba por su mente y ese niño eran reales.
—¿Y cómo puedes saberlo?
—Porque lo sé.
Los dedos de Hugo treparon por los botones
de su camisa, abriéndola de par en par, y dejando al descubierto su pequeño y
esbelto torso, tan pálido como sus manos. Un pequeño lienzo, mancillado por una
obra abyecta y demencial.
—Porque así fue… como me hicieron esto.
De repente, Óscar volvió a quedarse sin
fuerzas. Se mareaba. Empezó a verlo todo negro mientras alcanzaba la salida a
trompicones. Tenía que irse, pronto…
—Si ves a los demás… —Hugo volvía a
abrocharse la camisa—. Ya sabes. Ten cuidado. Pero… de todos modos, estarás
mejor aquí que fuera.
Un buen consejo; se dijo que intentaría
seguirlo, al menos mientras intentaba no irse de cabeza al suelo. Dios, ese niño.
¿Cómo habían podido hacerle eso…?
Llegó, por fin, a recepción; parando un
momento para tomar aire. Cuando se sintió recuperado (lo bastante) para seguir fue
hacia la salida, preguntándose cuál de las dos opciones sería mejor. El caos de
dentro o… lo que hubiese fuera.
En ese momento, oyó pasos, interrumpidos
de golpe. Entre los gritos del patio, unos murmullos se colaron en sus oídos,
procedentes de la puerta que daba al patio. Óscar se volvió.
Álvaro iba delante; a su lado estaban
Jorge, Ariadna, Silvia y Raúl, con José Manuel cerrando el flanco derecho. La
clase de segundo al completo; la clase que había apalizado a su maestra hasta el
borde de la muerte. Iban cargados de material escolar convertido herramientas
para su diversión o algo peor… en el peor de los sentidos. Lápices del dos, afilados
en punta; cartabones y escuadras, con sus vértices orientados al frente; las
polvorientas tizas convertidas en balas. Hasta vio los tenedores y cuchillos
del comedor, reducidos a su más simple y terrible función, atravesar y cortar
la carne.
Un pequeño ejército de pequeños soldados con
armas improvisadas. Le miraban, callados; sin odio ni malicia. Alguno sonreía,
sin saber por qué, pero la mayoría se limitaba a mirar con una mezcla de
sorpresa y expectación. Sólo se movían sus narices, que necesitaban respirar.
Óscar sostuvo la mirada durante unos
segundos después se dio la vuelta y salió. Cuando la puerta se cerró, corrió
como perseguido por un tigre hambriento, esperando que la puerta siguiese
abierta.
Sus dos manos agarraron los barrotes,
comprobando con alivio que se movían. Pero no tiró para abrirla; de pronto no
tenía tantas ganas por salir.
Al jolgorio de dentro se unía ahora otro
parecido, quizás algo más fuerte, de fuera. Remontaba la calle, alcanzando la
puerta del Primero de Mayo en pocos minutos.
Era un desfile, una marcha no
reivindicativa sino festiva. Un grupo de chavales, niños y niñas, desde enanos
de tres años a preadolescentes de once o doce, tan variados que no había
distinción entre ellos, que celebraban el día en el que habían conseguido, al
menos por unas horas, poner el mundo bajo su mando.
Al pasar frente a la escuela, como si
fuese la estrella del zoo, se pararon un momento a mirar adentro; al único
ocupante entre ellos y aquel santuario que su especie llevaba visitando cada
generación con una mezcla de felicidad y temor. Sonreían, y no parecía que por
simple alegría o diversión. Había otra cosa, en cómo le miraban… a él. Y Óscar,
instintivamente, retrocedió. No sabía si la puerta había quedado abierta o no;
no pensaba comprobarlo y, con suerte, ellos tampoco. En su mente, el aviso de
Hugo retumbó como campanas nupciales.
Pero… de todos modos, estarás mejor aquí
que fuera.
Se convenció de sus palabras al ver bien a
esos niños, al ver lo que llevaban.
Iban pintados como en un carnaval,
cubiertos por kilos de maquillaje. Desde los barrotes, parecían un grupo de
pequeños payasos, sonrientes a la espera de encontrar el público para su
siguiente actuación. Y su pintura corporal, de guerra como la de los indios
apaches, desigual aquí y allá, desde amplios huecos de piel desnuda a
salpicarles de pies a cabeza, era pegajosa y de un espeso y apagado rojo
intenso…
En su cuarto, el bebé lloraba.
—Raquel…
—¿Sí?
—Miguel… está llorando.
La chica, de nueve años, suspiró. Su
hermano demostraba, a veces, ser bastante cortito.
—¿Pues a qué esperas? Mira a ver qué pasa.
Guillermo, de cuatro años, obedeció.
Mientras, en el salón, Roberto, de trece, jugaba con su Play Station 3. Ella,
por su parte, tecleaba urgentemente a sus amigas, deseosa de saber cómo había
ido el juego.
No podía decirse que les hubiese gustado
del todo. Al principio fue bien; papá y mamá no pudieron hacer frente a.
Pillados por sorpresa en la cama, colaboraron al principio. Pero luego…
Suspiró con fuerza. La sangre le había
revuelto el estómago, quitándole el hambre; seguramente hasta las tres de la
tarde. Pero lo hecho, hecho estaba.
—¿Raquel? —Guillermo se asomó a su cuarto
—¿Si? —Levantó nuevamente la cabeza del portátil.
—Miguel huele mal —indicó Guillermo,
arrugando la nariz con desprecio—. Creo que se ha hecho caca.
Se rio de él. Desde luego, era apabullante
la simpleza de los niños de pequeños.
—¿Pues a qué esperas? Cámbiale.
La chica habría proseguido con su vital
ocupación, de no ser porque su hermanito se quedó en el umbral, mirando al
suelo distraído, mientras movía el pie derecho hacia adelante y atrás. Un claro
singo de remoloneo.
—¿Sí? —quiso saber, mirándole desganada.
—Yo… es que no sé cómo se hace. Y… la
verdad, me da… asco.
Raquel, crispada, apretó los dientes.
—Pues venga, porque yo no pienso hacerlo.
—Entonces, ¿quién lo hará?
—Mira que eres tonto. ¿Quién va hacerlo?
Pues mam…
La chica se mordió la punta de la lengua;
con un nuevo y supurante ombligo en forma de boca seria en el estómago,
difícilmente ninguno de sus progenitores podría volver a atender sus
obligaciones.
—Ve… a hablar con Roberto. Dile… que lo
haga él.
—¿Y… si no quiere? —continuó Guillermo.
Para aquello sí tenía una respuesta. Desde
su asiento en su cama, Raquel se encogió de hombros.