domingo, 26 de agosto de 2018


EL PUEBLO DE LA NIEBLA -1º PARTE

Empezaron a preocuparse después de llevar quince minutos bajo aquel cielo gris.
     —Eh, ¿sabe alguien dónde estamos? —preguntó Carlos, por enésima vez en cinco minutos.
     —Pues, espera un momento… —pidió Fede, arrugando por quintaenésima vez el mapa.
     —A estas alturas, ya estaremos en la parroquia del Turón, concejo de Mieres, principado de Asturias —recitó Eugenio de memoria.
     —Sí, eso ya lo sé —resopló Carlos—. Llevamos ya veinte minutos en Asturias. ¿Pero dónde?
     —¿Te has aprendido todo eso de memoria? —preguntó Alicia a Eugenio, apartándose lo poco que pudo de la ventanilla.
     —Bueno, pues si lo sabes —aminoró Patri, al volante—, dinos por dónde vamos, o conduce tú.
     —Lo sabía —se quejó él, apretado entre Carlos y Alicia—. Teníamos que haber salido juntos.
     —No empieces con eso, porfa —rogó Patricia, temiendo perder en cualquier momento los nervios, aplastar el acelerador hasta salirse del camino y arrollar la hierba verde hasta atascarse o empotrarse contra un árbol; con tal de que se callaran.
      Fue idea de Juan Antonio y Ana probar el Summer Traveller Festival, hacía mes y medio. La sucesión de actuaciones alternas entre artistas invitados y amateurs provinciales se celebró primero en Zahan, un pueblo abandonado de Jaén. Tres horas de ida en coche a cambio de tres días con sus noches entre tiendas de campaña o acomodados en alguna casa –medio— en ruinas.
      Bueno, les había encantado; al César lo suyo. La música era pasable y conocieron a mucha gente interesante.
       —Pues acaba de empezar —aseguró J. A—. Hay otras cinco actuaciones, por toda España. ¿Queréis venir?
       Estaban en su tercer año, sin nada serio para septiembre y sin otro plan que buscar un trabajo de relleno para el verano. Tenían derecho a unas cuantas semanas, o un mes entero, de vacaciones.
     El festival se valía de los pueblecitos abandonados que abundaban en España para cubrir espacio e infraestructura. El siguiente, Llombai, Alicante, lo tenían cerca de casa, no como Villar de Matacabras, en Ávila.
       —Esto va de maravilla —celebró Fede ayer, en el crepúsculo de la celebración, con una vaso de plástico lleno de cerveza en la mano.
     —Pues prepárate. —Ana le quitó el cigarro de la boca a J.A. y le dio una calada—. El siguiente es en dos días en Artoso, Asturias.
      —¿Dónde? —Patri, su novia y conductora oficial (el Fiat 500L en que se apretujaban era suyo) se acercó, al enredarse los pies con el hilo de la conversación.
      Ana se retiró un momento a su tienda, en el salón de una casa medio en ruinas, volviendo con una libreta y un folleto.
     —A ver…  es en el valle de la Cuenca…
     Patri asintió, sin decir nada. Ana sacó de su cara sus propias conclusiones.
     —A ver, concejo de Mieres, parroquia de Turón. —Se le ocurrió un modo más rápido de acabar—. Ten, aquí está la ruta para coche.
     —Bueno, cuándo nos vamos —preguntó entonces Fede.
     —Nosotros nos vamos ya —anunció J. A., pasándole el brazo sobre el hombro a Ana—. Es la única forma de coger los mejores sitios. ¿Venís también?
      La pareja miró atrás; a la fiesta en curso, las conversaciones animadas, las comidas en torno a hogueras.
     —Creo que mañana; así tendremos tiempo de recoger con calma.
     Y así lo acordaron.
    Patricia suspiró; ya era bastante milagro que además de habitantes, el trayecto tampoco tuviese guardias civiles. J.A y Ana se habían ido con Edu y Rosana, del grupo, y otros dos seguidores del festival que habían conocido en Ávila. Lo peor era que todavía quedaba otro coche en la caravana, que en teoría tenía que salir tras ellos.
     —¿Seguro que este es el camino? —insistió Carlos, haciéndose a los lados sin saberse si era para mirar por las ventanillas o intentar tocar las piernas a Alicia y Laura—. No hemos visto ningún cartel…
       —¿Y qué esperabas? —protestó Laura, apartándolo de un manotazo—. Aquí casi todo son aldeas.
     —Y la mayoría estarán despobladas —agregó Eugenio, no precisamente para infundir ánimos.
     —Hay que seguir recto —murmuró Fede, mientras un bache les hacía brincar. Patri sabía que tenían que  ir a un valle. Lo que nadie le dijo era que habría valles dentro de valles.
     —Así que esto es el clima atlántico —masculló Alicia, mirando al cielo—. Todo verde, nubes y sin sol.
     —Sí, a este paso vamos a acabar en Inglaterra —observó Carlos, provocando algunas risas.
     —¿Y cómo lo sabríamos? —observó Laura—. Este coche no es anfibio, y además, en esta época del año todos los ingleses están en Benidorm.
      —O en Saló —apuntó Eugenio—. Por eso esto lo hacen en pueblos sin habitantes.
      —Que fue una película horrible —masculló Alicia, intentando hacerse la graciosa.
      El coche desaceleró hasta pararse. Habían llegado a una bifurcación, sin otra señalización que lo que parecía el poste de una señal, oxidado y sin cabeza.
      —Adónde, Fede —exigió saber Patricia—. Adónde.
      —Vamos a ver… —Siguió con los dedos las líneas trazadas a bolí—. A la derecha se supone que está Armiello…
      La joven gimió, iniciando las protestas.
     —¿Qué…?
     —¡Armiello ya lo hemos pasado! —gritó Carlos—. Se supone que estaba al principio.
     —Y Artoso —Alicia tragó saliva—, estaba a la derecha de ese…
     Fede miró adelante, aterrorizado.
      —Tío, ¿dónde estamos? —repitió Carlos.
     No lo sé. 
     No se atrevió a decirlo con palabras; por suerte la siempre previsora Patri había llenado bien el depósito antes de adentrarse en lo desconocido.
     Tengo que acordarme de echarle un buen polvo para ponerla contenta.
      Patri paró el motor y suspiró.
      —Bueno, a algún sitio tendremos que llegar —comentó, quitándose el cinturón y volviéndose para mirarles.
      Recibió múltiples exhalaciones nerviosas y asentimientos resignados.
     —A ver, trae —le quitó el mapa a su novio—. Para que luego digáis que las mujeres se pierden.
      Laura y Alicia se rieron, mientras Carlos hinchaba sus carrillos y resoplaba.
     —Bueno, según tú, a la derecha llegaríamos a San Justo…
     —Creo que también está abandonado —reveló Eugenio.
      Patri resolló mientras lo doblaba. Eugenio sacó su móvil, comprobando la hora. Las dos menos diez. Gimió, haciendo rechinar los dientes. Nadie quiso recoger por la noche, ni madrugar por la mañana. No se pusieron en marcha hasta pasadas las once. Ahora estaban pagando el precio.
      —Bueno —Patri se lo pasó a los pasajeros, perdida definitivamente la fe en la capacidad de Fede para guiarla—, entonces vamos a seguir y ya preguntamos donde lleguemos…
      Eugenio lo cogió, repeliendo un intento de Alicia por arrebatárselo.
      —¿Alguna idea?
      —Pues… —Después de un par de minutos repasando las líneas, su hermano rumió—: Parece que este tramo no sale…
     —¡No jodas! —Patri golpeó el volante.
     —A ver —Alicia se asomó sobre él, antes de confirmarlo.
     —Bueno, si el pueblo está a la derecha —Eugenio inhaló, consciente de las consecuencias que podía tener su decisión en esa tierra extraña—, será mejor seguir por allí.
      Patri suspiró, giró la llave en el contacto y empezó a mover el volante, sin molestarse en ponerse el cinturón. A su lado su novio, derrotado, había bajado la cabeza.
      El trayecto era lento, cauteloso. Eugenio, con el mapa repartido entre sus rodillas y las de Alicia, lanzaba continuos vistazos por la ventanilla.
       Allí perderse era asquerosamente fácil. Entre ellos, colinas lo bastante altas para taparles crecían como hierba, cubiertas a su vez de verde; iguales unas a otras. Entre ellas serpenteaba aquel camino sin asfaltar, lleno de piedras que hacían rebotar el Fiat sobre sus ruedas.
      Era tan natural que seguramente por eso no lo habían incluido en el plano: no era una carretera.
      El joven se mordió el labio inferior al darse cuenta de que no habían visto a ni una persona en todo momento. Si algo pasaba, estarían solos. De hecho, ya lo estaban.
     —¿Sabes si falta mucho? —volvió a la carga Carlos cuando ya debían llevar así otros diez minutos, daba la impresión que sin ir a ninguna parte.
       Eugenio no contestó. Patricia apretó las manos sobre el volante. El estómago de Laura empezó a protestar.
     Carlos se arrebujó como pudo en el saturado asiento trasero, sin decir nada más.
     Bajaban, parecía que hacia el olvido, a una tumba. El camino parecía volverse, en el descenso, más agreste, intransitable. A su alrededor, las cimas verdes parecían cada vez más altas, pasando de menos de sesenta metros a verdaderas montañas.
      Eugenio intentó centrarse en el mapa, ignorando el silencio que se había instaurado en el coche.
      Patri empezó a aminorar a unos doscientos metros más adelante.
     Ya está, pensó su hermano pequeño. De aquí no salimos.
     —No fastidies —masculló Fede, con lo que parecía asombro genuino.
     Sus acompañantes se adelantaron, empujándole al mirar sobre los asientos, y moviéndole a hacer lo mismo. No se lo creía.
      Delante empezaba una carreta asfaltada, que trazaba una curva  hacia la izquierda. En el margen derecho había un cartel, anunciando el nombre de una población. Patri había aminorado hasta pararse a su lado.
      Lleguera.
      —Eugenio. —Giró el cuello—. Mira en el…
     —Qué raro —se había puesto a ello por su cuenta—. No, no encuentro este nombre en el mapa.
      Patri suspiró. Alicia se lo apropió de un tirón.
     —Chicos. —Aplastó bajo sus dedos la parroquia del Turón durante casi dos minutos—. Joder… tiene razón.
    —Pues vale. —Patri se cansó, metió la primera y subió al asfalto—. A algún sitio llegaremos.
     —Un momento —le pidió Laura, intentando tranquilizarla—. No sabemos adonde. Podría ser otra aldea…
      —¿Con una carretera asfaltada y un cartel con su nombre? —Su compañera, avergonzada, inclinó la vista—. No, esto no va a ser ninguna aldea. O encontramos a alguien que nos ponga en el mapa, o acabaremos llegando a un pueblo.
     Bendita la hora, se dijo a sí misma.
       La carretera discurrió entre dos cerros, volviendo a bifurcarse. A la derecha parecía prolongarse hasta el infinito, perdiéndose bajo una bruma blanquecina.
      Eugenio, que acababa de darse cuenta, pasó sobre Alicia para mirar por la ventana. Era pleno verano, y hacía calor en el coche, pero allí había niebla.
     En el colegio y el instituto les habían hablado mucho de la diferencia entre clima mediterráneo y atlántico, pero nunca pensó que fuese tan extrema.
     —A lo mejor deberías poner los antiniebla —sugirió Laura.
     —Ya veremos —contestó Patri, mientras se orientaba hacia la izquierda—. No creo que aquí haya mucho tráfico.
     Unos metros más adelante, los seis jóvenes, apretujados ,abrieron los ojos con esperanza. Los edificios de Lleguera se hicieron visibles.
       Patri pasó en segunda del asfalto a un camino empedrado, llamado según el flanco de la primera casa de dos pisos calle Pelayo, avanzando despacio. Parecía que allí la niebla era más densa.
        No se había equivocado, aquello no era ninguna aldea. Las casas eran de ladrillo encalado, con dos pisos, tejados de teja y paredes blancas o grises, húmedas por el rocío. Algunas no parecían tener ni treinta años. Todas las puertas eran de madera maciza.  
     —Mirad, un bar —señaló Alicia, subiendo la voz con entusiasmo—. ¡Y está abierto!
     Todos los cuellos giraron a la derecha, algunos casi pegando la cara al cristal. Sobre la acera había dos mesas de acero con cuatro sillas, frente a una puerta abierta bajo un cartel, que anunciaba EL PICADOR.
     —Entonces, por narices, habrá gente —concluyó Patri, demasiado concentrada en mantener el Fiat centrado.
     Tras una travesía de unos doscientos metros, llegaron a una bifurcación. En la esquina izquierda, la cruz verde de una farmacia les miraba. Enfrente, destacaba un edificio cuadrado y macizo con una escalinata de piedra y dos pisos cubiertos de ventanas, del que asomaban tres astiles sin ninguna bandera. Debía ser el consistorio.
       Al llegar al cruce, miraron primero a la derecha. Más casas, a lo largo de la calle Cárdenas, acababan a casi trescientos metros en un campanario de tejado azul abovedado.
       —Mirad allí —señaló Fede, sintiendo un espasmo en el pecho.
       No les costó ver el qué. A unos cincuenta metros había aparcado un seiscientos. Más adelante, había un viejo Citroën. Más señales de vida, en contraste con el abandono imperante.
      —Tiene que haber gente —repitió el copiloto, feliz con su aportación.
      Patri prefirió comprobar primero el lado izquierdo de la Y, llamado calle Jorcano. No tardaron en pasar frente a un viejo Peugeot blanco, teñido de gris por lo que parecían años de acumular polvo y rocío. A otros trescientos metros, la calzada acabó, volviendo al asfalto. La última esquina del pueblo, a mano derecha, estaba ocupada por un edificio rectangular color pastel de tres pisos, con tejado negro y un amplio patio rodeado por un muro con una verja de barrotes puntiagudos.
     —El colegio aquí y la iglesia detrás —observó Alicia.
     —Lo fundamental en cualquier pueblo —dedujo Carlos.
     —Voy a ver qué hay más adelante…
     La carreta discurría hacia delante, pasando a la izquierda de una loma, curiosamente aislada contra el horizonte gris.
       Patri movió el Fiat, ahora más despacio hacia la carreta. Esta subía progresivamente hacia la loma. Desde las ventanillas podían verse, en la tierra virgen fuera del pueblo, algunas cabañas; estas pequeñas, con techos de paja o madera podridos y corrales destartalados.
        Patri paró en seco al llegar a la rasante.
       —Dios… —masculló Fede.
      —¿Qué es? —Laura intentó mirar sobre él.
      Patri paró el motor, puso el freno de mano y abrió su puerta.
      —Bajad y vedlo —les animó.
      Así lo hicieron; cuando los cierres de las puertas dejaron de chasquear, párpados y bocas cayeron unos tras otros con la irreversibilidad de hojas de otoño.
         Patri había acertado parando; aunque bien asfaltado, el descenso era tan inclinado que podrían haber tenido un accidente. Estaban a casi setenta metros sobre una explanada de tierra removida que la llovizna había convertido en lodazal. Desde arriba se podía, sin embargo, ver sin problemas la caseta prefabricada, el camino de desescombro a su lado y la verja metálica puesta frente a la montañita. Que diablos, podía hasta verse las huellas de ruedas fosilizadas por el tiempo.
        La verja de malla de acero, en su día diseñada para cerrarse con una cadena y un candado, estaba abierta, daba paso directamente a los railes sobre los que reposaba un carrito viejo y oxidado, como una atracción de feria abandonada, esperando su momento para meterse en el túnel negro con el techo y los lados asegurados por vigas de madera.
       —Era un pueblo minero, de carbón seguramente —concluyó Alicia, mirando hacia el horizonte—. Por eso es tan grande.
        Miró adelante.
       —Allí, mirad —señaló al fondo, al otro extremo de la explanada—. Otra carretera. Por allí debían sacarlo.
       Eugenio estaba impresionado. Había visto fotos de las minas a cielo abierto que todavía había en Asturias, pero esta era más antigua. Debía ser de extracción laminar, las que tantos derrumbes y mineros muertos dejaron y dejaban.
       —Se quedarían sin carbón; por eso se fue…
      Fede interrumpió su deducción al ver a Carlos.
       —¿Qué te pasa?
     Su amigo había cerrado ojos y boca y juntado las manos, como conteniendo el aire antes de decir una oración o un discurso.
       Los demás también le miraban, esperándose un comentario gracioso.
     —Nada —dijo con solemnidad, abriendo los ojos—. Mi abuelo era espartero —reveló—. Por eso… —suspiró—, sé respetar los trabajos que desaparecen.
      —Oh. —Laura miró silenciosamente a Patri, por lo visto igual de impresionada.
     —Y por eso —agregó, mirando a Fede—, no pudo pasar como lo dices.
     —¿Y por qué? —preguntó el aludido, indignado.
     —Mira —señaló Laura, adelantándose a Carlos.
     —El camión, la caseta —fue enumerando Eugenio—. La mina ni siquiera está cerrada, y los coches…
       —Toda esto cuesta —terminó Patricia—. No iban a dejarlo aquí aunque hubiesen cesado.
       —Au. —Fede se sonrojó, reconociendo la derrota.
      —Vamos. —Patri volvió al Fiat, considerando que ya habían visto bastante—. A ver si encontramos algo en el pueblo.
     Aparcó en el medio del cruce entre las tres calles, haciendo reír a Carlos.
     —¿Piensas que no te pondrán una multa? —preguntó, recuperando su tono habitual.
     —¿Qué hora es? —preguntó en cambio, ignorándole.
      Eugenio consultó su móvil. Las dos y veinte.
       —Bueno, aunque encontremos a alguien —juzgó Fede—, creo que es tarde para seguir.
      Alicia se estremeció. Nadie la avisó antes de salir, que los puntos donde recargar el móvil serían escasos. 
        —Si está vacío, creo que deberíamos comer, descansar un poco y luego ya vemos por dónde salir… si nos enteramos de dónde estamos.
       Patri asintió, limitándose a darle una palmada en el hombro y un beso. Sabía premiar a su chico cuando demostraba inteligencia.
       Laura, antes de seguir, fue al maletero del Fiat, sacando de la masa de lona comprimida su mochila y la de Carlos. Llevaban varios bocadillos que habían comprado en una estación de servicio de Soria, de camino a Asturias.
     —Supongo, que vamos a esperar a estar solos antes de comer.
     —Pues claro.
     Patri fue primero hacia el seiscientos, y de allí al Renault. Los dos eran modelos con seguro en las puertas, cerrados y con las ventanillas subidas. Aunque las sucesivas capas de bruma y polvo los habían deslucido, estaban en perfecto estado, y Patri no dudaba de que, si había gasolina en los motores, todavía podría usarse.
     De los coches pasaron a las casas. La mayoría estaban cerradas, aunque encontraron tres abiertas que les ahorraron llegar hasta la iglesia. El número 21 de Cárdenas tenía sobre la mesa dos platos soperos llenos de polvo y hasta conservaba un pan mugriento y mohoso sobre la mesa. La casa estaba ordenada y las camas de los dos dormitorios hechas, con las sábanas puestas.
      El 26 era justo lo contrario. La cama del único dormitorio estaba deshecha, la cocina estaba llena platos rotos y cubiertos y fruta fosilizada tirada y los armarios estaban abiertos con la ropa medio sacada. Podía pensarse que habían sido ladrones, hasta fijarse en el dormitorio principal, con un espejo de mano de plata, y el joyero puesto justo debajo. Había al menos un par de pendientes de perlas auténticas y tres anillos gruesos, con joyas baratas pero de oro el resto.
      El 31 estaba equilibrado, revelando una diferencia sustancial: allí había habido niños. Las dos camas pequeñas de sus dormitorios estaban hechas, los muñecos de peluche y coches de madera y chapa puestos sobre un baúl. La cama de los padres, en cambio, tenía las sábanas tiradas por el suelo. En el salón había un televisor con mando a distancia y un reproductor VHS, con sólo un cenicero de una mesa y lo que debieron ser figuritas de porcelana entre las patas de las sillas descolocadas.
        Uno a uno, los seis volvieron a la calle, cansados y sintiendo una inquietud desagradable.
      —Debió pasar algo —concluyó Eugenio, brazos en jarra, al salir—. Se largaron con lo puesto, a toda pastilla.
     —Puede que fuese algo de la mina —aventuró Fede—. Puede… No sé, que hubiese un derrumbe y un incendio subterráneo… Que pensasen que el humo iba a asfixiarlos o —miró al cielo—, a lo mejor anunciaron que iba a haber una riada y pensaron que habría un corrimiento de tierra o…
       —Sí, ya —intervino Carlos—, o igual llevaban medio siglo sin pagar impuestos y se enteraron que el fisco iba a reclamarles el cobro con intereses.
       Nadie se rió, aunque se notaba que la intención de Carlos era ser sarcástico. Y lo hizo.
     —Bueno, creo que mejor —decidió Patri—, vamos a comer y nos vamos. Podemos repasar el mapa, por si acaso.
     —Si no os importa —Carlos hizo hacia atrás los brazos, estirándolos como si quisiera rascarse la espalda—, yo quiero darme un garbeo; ver cómo está el sitio.
     Los cuatro viajeros restantes miraron a Patri.
     —No tardes mucho —le pidió, dándose la vuelta—. Vamos a esperarte en el 26; parece que es donde mejor se está.
       —Muy bien. —Carlos miró al cielo—. También os diré si se levanta más niebla.
       Se alejó en sentido contrario, hacia la mina.
       Patri se volvió sin decir nada. Si la visibilidad decaía un poco más, ni siquiera podrían salir de Lleguera.
      Entraron en fila, yendo derechos al salón, lleno de polvo pero habitable. Fede incluso se atrevió a pulsar el botón de encendido del televisor, para luego comprobar que estaba enchufado. No había luz.
       Las mochilas formaron una pila en el centro. Laura abrió la suya y empezó a sacar y desenvolver bocadillos.
       —Me pido el de lomo y queso —anunció.
    
Mientras recorría despacio la calle Jorcano, Carlos comprobó que el pueblo estaba en peor estado del que creía. El edificio central, que parecía el ayuntamiento, tenía dos ventanas rotas, y en la unión de las paredes de tres edificios apreció desconchones que creyó reconocer, sintiendo un escalofrío.
     Sí, aquí pasó algo. ¿Se liaría la de puerto Hurraco?
     Al pasar frente al colegio, lo miró con picardía; la escuela no era un sitio del que guardase buenos recuerdos, asociándolo siempre a muchos deberes y profesores pesados. A la vuelta, pensó, quizás se mease en su pared.
     Llegó a la carretera. A la izquierda, un camino de tierra se desviaba hacia las cabañas. Lo siguió, haciendo crujir la hierba fresca bajo sus pies hasta la primera granja, a unos cien metros. Los pastores solían ser independientes, solitarios y, hasta cierto punto, testarudos. Carlos decidió que, si quedaba alguien, estaría allí.
        —¿Hola? —llamó al llegar frente a la puerta, de madera gris y cubierta de grietas —. ¿Hay alguien?
       Cuando decidió que no le contestarían la empujó, abriéndola sin problemas. El suelo, también de madera, le hizo desistir de pasar, no fuese a hundirse y quedase sepultado, sin que los demás pudiesen encontrarle. Desde la entrada podía ver el salón, con su chimenea a la izquierda, su mesa y su par de sillones. Un salón como cualquier otro.
     Volvió afuera, rodeando la casa por la derecha a una distancia de seis metros, para poder verla bien. Era vieja, sí, y el tiempo le pasaba factura cada día, pero no era ninguna ruina. ¿Cuánto llevaría vacía?
     Llegó al establo, con un techo de uralita medio caído y las tablas y la malla de la verja tumbados. No debió ser muy grande, quizás para unos treinta o cuarenta animales…
     El suelo estaba todavía cubierto de paja. Entre las briznas se veían huesos de ovejas; pezuñas, costillas y cráneos, algunos con restos de pellejo todavía pegado. La humedad ayudaba a disimular el olor.
     Carlos se echó atrás, tapándose la boca con la mano. Aquello debió ser una carnicería.
      ¿Lobos? Para comerse a un pueblo entero debieron ser cientos y habría salido en las noticias, siendo recordado hasta ahora.
        El chico volvió al camino. Pensó en seguir adelante, ver qué había en la carretera más allá de la mina, pero la niebla estaba creciendo, acumulándose en el horizonte como nata saliendo de un bote. Pasó frente a la escuela sin revivir sus pensamientos profanos, extendiendo la mano para sentir el tacto de algo, aunque fuese el de los barrotes. Cuando rozó la puerta principal, se abrió hacia dentro con un chirrido.
      Se paró, mirando. Parecía que allí lo que estaba abierto, abierto se quedó cuando el pueblo quedó vacío; señal de una verdadera catástrofe.
     Sintió curiosidad, a lo mejor encontraba una pista. La bruma le acompañó al patio, cubriéndolo como un enjambre de mosquitos. En el centro, basto y gris, una forma pequeña se movió hacia él a ras de suelo.
     Carlos se paró, muy quieto, mirándola. Cuando dejó de moverse, igual de callada, dio un paso, sin provocar respuesta. Se acercó más, comprobando al final que era una pelota de fútbol deshilachada.
       Se llevó la mano al pecho, queriendo reír… pero sin ganas. A su alrededor el colegio parecía tan grande como un anfiteatro romano, de magnitudes escondidas por la niebla. Su propia respiración provocaba un eco delator.
     Dejó atrás el patio y entró. A la derecha, la conserjería estaba a oscuras, reducida a un armario con una ventana. El olor a cerrado le hizo arrugar la nariz.
       Avanzó. Un pasillo transversal debía llevar a las aulas de los pequeños, y las escaleras que subían a las de los mayores. Carlos no sabía si habría un instituto en las proximidades donde diesen secundaria a sus jóvenes, siendo más probable que concentrasen toda su enseñanza allí.
         Se asomó al pasillo. En la oscuridad del día sin sol, la flores de papel de vivos colores daban al pasillo un aire funesto. Había tres filas de perchas, de las que colgaban bolsitas y babis de colores.
          Carlos retrocedió hacia las escaleras, subiéndolas deprisa; repitiéndose mentalmente que lo que había visto no significaba nada.
        Seguramente lo dejaban toda la semana, para no traerlo cada día y que se le olvidase a los padres. Coño, en el mío hacíamos eso; lo hacíamos
       Se paró un momento e hizo memoria, dándose cuenta de dónde estaba. Un colegio abandonado y vacío, lleno de sombras y en absoluto silencio.
       Llegó al primer piso. Viejos mapas convertidos en piezas de arte, murales con fotos en blanco y negro y filas de perchas de las que colgaban chaquetas y mochilas. Ni sus dueños ni nadie se molestaron en retirarlas. ¿O no tuvieron ocasión?
       Carlos entró en el aula más cercana. Los pupitres de madera blanca estaban emparejados, aunque la unión por los costados se había roto, como sí sus ocupantes hubiesen salido corriendo en estampida. De los casi treinta sitios, contó tiradas al menos siete sillas. Y doce estuches, y muchas hojas de papel sobre ellos. Había algo escrito en la pizarra.
     Dio un paso dentro, parándose al provocar un crujido bajo sus pies. Al mirar abajo vio que había partido un lápiz. Los estuches que faltaban habían desparramado sus contenidos a sus pies, algunos dibujando líneas abstractas al rozar las hojas caídas.
     Carlos avanzó mirando al suelo, apartando los lápices y rotuladores hasta estar lo bastante cerca para distinguir lo que ponía. No le consoló nada ver que las dos ventanas del aula tenían las persianas subidas.
     Se quedó mirando, estupefacto, una multiplicación. 36X12. La operación se había parado en el 72, con un trazo largo en diagonal descendente en la punta del siete. Abajo, vio el canto de la pizarra lleno de trozos de tiza blanca y dos borradores.
     Muy bien, ya vale.
     Carlos bajó los escalones de dos en dos, cruzando la recepción en busca de aire fresco, aunque eso le supusiese empaparse. Volvió al patio; la niebla ya era tan densa como la nieve. Cruzó el campo de futbol a la carrera, sus deportivas resbalaban sobre el cemento, su corto tupé moreno se apelmazaba. Tuvo que frenar agarrándose a la verja; un poco más y no vería nada.
     Como ha podido espesarse tanto
      Dos pasos más y volvía a estar en la calle. Un siseo, parecido al de un aspersor, silbó a su derecha.
       Levantó el cuello instintivamente, temiendo que fuese un presagio de lluvia. No, no había aire.
       Un sonido muy débil, un chasquido húmedo como el beso de un bebé, se oyó también a su derecha. Se alternaba con otro más fuerte, de pies arrastrándose sobre piedrecillas.
       Se volvió, sobresaltado. Entre la niebla distinguió una silueta, cobrando forma.
       —¿Hola? —Su mirada se iluminó; por fin una presencia humana.
     Los pasos cambiaron, al llegar a la calzada. Los chapoteos se hicieron más fuertes, como los silbidos.
     Carlos acudió a su encuentro. Al verlo frenó, con tanto ímpetu que resbaló.

—Delicioso —concluyó Fede, arrugando el papel Albal de su bocadillo de tortilla y dejándolo sobre la mesita.
     Eugenio asintió, terminando de masticar su bocadillo de chorizo. Luego los zumos, de piña, naranja o manzana, sirvieron de postre. Habían dejado dos bocadillos, uno de pechuga de pollo y otro de queso, para Carlos.
     Eugenio volvió a ver la hora. Las tres menos veinticinco.
     —Vale, ¿y ahora qué? —preguntó Alicia, sentada en la raída alfombra al lado de Eugenio.
     —Pues, primero esperar a Carlos. —Patri, en el sofá junto a Fede, se puso las manos sobre las rodillas—. Y seguir, supongo.
     —¿No estarás muy cansada? —aventuró Eugenio mientras Laura, en el sillón, erguía una ceja—. A lo mejor deberíamos echarnos una siesta…
     Nadie dijo nada sobre la propuesta; bastó ver el gesto momentáneo e instantáneo de horror que puso Alicia para saber lo que pensaba. Camas viejas sin lavar, polvo, suciedad y chinches.
     Buen momento para cambiar de tema.
     —¿Y qué estará haciendo Carlos? —preguntó Eugenio—. Hace ya bastante rato que se ha ido.
     —Puede que esté explorando la mina —sugirió Laura, sin animar al resto de sus amigos a pensar cómo podía interesar a un estudiante de filología—. A veces es un poco romántico.
     Todos la miraron, preguntando con sus ojos Cuándo. Laura deseó poder ser una tortuga para esconder su cabeza.
     —Bueno, mientras lo que podemos hacer es —Patri se levantó—, sí, descansar un poco. Antes de seguir.
     Hizo los brazos hacia atrás y bostezó. Fede se levantó también. Laura, que había decidido que el sillón era lo bastante cómodo y limpio para sus estándares, se apretó contra el respaldo.
     —Pues yo voy a salir —anunció Eugenio—. Me apetece estirar un poco las piernas, para bajar la comida.
     Después de pasar la mitad de la semana en coche y la otra mitad parados, nadie se lo reprochó.
     —Voy contigo —dijo Alicia—. A ver si encontramos a Carlos y, de paso, veo un poco el pueblo.
      —Pues si le veis, ya sabéis dónde estamos —comunicó Patri, que salió del salón con Fede.
      —Vale, tú —Eugenio levantó un momento el dedo, señalándola al pecho—, ¿quieres ir a algún sitio en concreto?
       Alicia, aspirante a periodista y a la que siempre había tenido (en lo personal) como no muy inteligente, hizo lo que esperaba: encogerse de hombros.
       —Ni idea. Carlos se fue hacia allá. —Señaló hacia la calle Jorcano—. Pero antes quiero ver qué hay por allá —señaló hacia la iglesia, al final de Cárdenas—. A lo mejor encuentro algo.
        Eugenio, de brazos cruzados, asintió.
       —Pues yo seguiré por ahí, a ver si doy con él.
      Se separaron. El chico se preguntó si la sustancial densidad de la niebla por el oeste había contribuido a disuadirla.
     Eugenio llegó a la esquina del cruce, momento en que miró hacia la calle Pelayo. Además de la farmacia en la esquina y el bar que vieron, reconoció también un quiosco.
      Se paró allí. Lleguera no era, desde luego, una simple aldea; las casas eran medio centenar o más y debió tener al menos doscientos vecinos; lejos de la decena o treintena habitual del conseijo.
     Debió ser una mina importante.
      Se apoyó en la pared, rozando con la mano un trozo roto de esquina. Lo miró, dando dos pasos de lado para apreciarlo bien. Había sido desprendido, dejando un buen trozo de pared gris, por lo que parecían muchos disparos pequeños localizados en un área del tamaño de un puño.
      Un disparo de escopeta...
      Bajó por Pelayo. Había marcas iguales en otras casas, disimuladas por los colores apagados y la humedad. En el número 15 y el 8 el viento entraba por las ventanas rotas, agitando las cortinas. En El Picador algunos vasos habían caído al suelo, pero, menos por el polvo, estaba intacto por dentro.
       Volvió a la encrucijada, cruzado de brazos. Lleguera había sido escenario de un tiroteo en el que se usaron escopetas de caza pero, al mismo tiempo, los daños eran demasiado superficiales para ser una disputa entre vecinos, y las casas no eran tan viejas como para que fuesen de la guerra.
      ¿Dónde? ¿Dónde puedo enterarme de algo?
     Tenía la respuesta delante. Subió la corta escalinata y empujó hacia delante la puerta de madera maciza del ayuntamiento. Su entrada provocó que una ráfaga de viento arrastrase varias hojas de papel por un recibidor viejo, de paredes color beige y baldosas blancas. Lo más raro era que justo delante de la puerta, casi rozándola, había un escritorio, dos mesas, cinco o seis sillas y cuatro archivadores, uno de ellos volcado. La disposición de los muebles sugería que habían estado amontonados justo allí, como en mitad de un traslado improvisado…
      O una barricada.
      Eugenio miró al suelo. En su día, algo fue arrastrado sobre él con tanta fuerza que había dejado marcas sobre las baldosas.
     Empezó por la recepción, a su derecha. El teléfono fijo no era un último modelo, pero tampoco era de rueda. Los casilleros estaban vacíos y las hojas, la mayoría impresos y folletos relativos a la necesidad de un médico, estaban tiradas por el suelo.
     Eugenio recorrió toda la primera planta. En todas partes la impresión era igual, de caos dentro del orden. El despacho del alcalde, el archivo municipal, la oficina del censo, de hacienda y de sanidad. Alguna silla estaba desalineada respecto a su escritorio, los papeles sobre las mesas revueltos, algún bolígrafo en el suelo. Más como si la gente allí se hubiese visto interrumpida súbitamente en medio de sus quehaceres y obligada a dejarlo todo como estaba.
     La documentación, por desgracia, no era gran cosa. Archivos, solicitudes, facturas detalladas sobre gastos (su mera visión le hizo sonreír) y, sobre un escritorio de sanidad, la foto enmarcada de una mujer abrazando por los hombros a una niña de unos seis años.
     Unas anchas escaleras le llevaron al segundo piso. Fue pasando por la secretaría, la sala de plenos, empleo y fomento, el catastro y el juzgado municipal; su única impresión era que allí todo estaba más ordenado. No, no era eso, era que había más muebles. mobiliario de abajo había salido de las oficinas en la primera planta, seguramente porque era más fácil moverlo.
      Casi al final del pasillo, a la derecha y al lado de los servicios, había una pequeña oficina, identificada por un letrero.
      FERNANDO SANROMA GARCÍA –POLICÍA LOCAL.
     Como todo en aquel edificio, estaba abierta. Eugenio encontró el despacho de un funcionario más, con dos archivadores con tres cajones flanqueando la ventana tras el escritorio. Este tenía una papelera al lado y una foto en blanco y negro de un paisaje en la pared derecha, una lámpara de mesa, una máquina de escribir, varios bolis y una taza de café encima.
     Empezando a temerse que su incursión acabase en completa pérdida de tiempo, Eugenio fue hasta los archivadores, abriéndolos. Eran informes de incidencias en el municipio, ordenados por décadas. El joven subió hasta arriba, 1970—72, 75—77, 80—83, 95—93.
     La lista acababa en 1998, hacía casi diez años.
     Debió pasar ese año, o en el siguiente.
     Al darse la vuelta vio, tapado por la máquina de escribir, un pequeño libro negro, parecido a una agenda. La abrió, pensando que podría encontrar más información, pasando las hojas, leyendo las anotaciones más o menos al azar. No se había equivocado del todo.
      El tomo, bastante más grueso de lo que parecía a simple vista, contenía fechas seguidas de anotaciones; la mayoría simples recados o incidentes sin importancia. En otras, en cambio, se explayaba más, contando con detalle días enteros.
      El dueño había firmado la primera hoja. Por lo visto, Fernando Sanroma no era lo bastante organizado para separar la agenda del diario.
     Eugenio se puso las gafas sobre la frente, acudiendo bajo la ventana para luego pegar la cara a las páginas. Yendo al principio, aparecía 1979. La última anotación, aproximadamente en el segundo tercio de hojas, estaba fechada el 6 de octubre de 1998.
     Ya llevó aquí tres días, solo. La comida se acaba y no ha dado señ...     
     La escritura se interrumpía por un grueso borrón; el autor había apretado tan fuerte que había atravesado el papel. Seguramente algo le interrumpió, dándole un buen susto.
     ¿Pero qué?
     Retrocedió unas cuantas hojas.
     Jueves 7 de Mayo. 1998.
     Hoy ha sido un día asqueroso. Estaba jugando un rato al cinquillo con Rodri, Manolo y el cuñado de María la panadera en el bar. He perdido seis veces seguidas, casi quinientas pesetas. Cuando por fin he empezado a tener suerte, ha empezado el jaleo; Emilio estaba peleándose otra vez, ahora con Matilde Iruegas y su hija.
      Volveré a hablarlo con Esteban; no importa de quién sea sobrino. No puede esperar que todo siga arreglándose pagando multas. O deja de beber o que lo metan en un psiquiátrico, antes de que le haga daño a alguien.