LA TUMBA ENTRE BALADRES Y AMAPOLAS
La oscuridad se fue. Parpadeó. Volvía a ver; borroso, pero volvía a ver.
Sus ojos volvieron a sacudirse como almejas inquietas y consiguió que las
imágenes fuesen nítidas otra vez, emborronadas únicamente por la neblina gris
del desconcierto. Ahora sólo tenía que ordenarlas mentalmente para comprender
qué le mostraban. Qué le había pasado. Y cómo había acabado allí.
¿Qué fue lo último que hizo? Su rostro se arrugó, exprimiendo en su
cerebro la concentración necesaria para remontarse a hacía unos minutos, u
horas; a lo último que recordaba. Estaba… ¡Ya estaba!
Iba por la autopista, conduciendo a ciento diez por hora en su moto, una
Honda CBF color rojo, tan intenso como los labios cubiertos de carmín de Mireya
cuando se ponía elegante; dejando atrás la universidad, las charlas monologuistas
de los profesores frente a la pizarra, el duro respaldo de las sillas, las
soporíferas horas apretando la letra en folios y, con ellos, todo el estrés del
jueves por la tarde. Ahora, de camino a casa, a menos de veinte minutos si la
circulación era fluida y la velocidad moderada (como era el caso), tendría al
menos hora y media para darse una ducha, cenar y salir para disfrutar de cuatro
horas sirviendo hamburguesas envueltas como regalos y bebidas azucaradas
camufladas en duros cilindros de cartón. Lo bueno del empleo parcial era que,
aparte de un sueldo, que nunca venía mal, seguía dejándole tiempo para
centrarse en los estudios.
Se recordó a sí mismo como una pulga voladora recorriendo el lomo de
aquella negra serpiente en llamas que se doblaba delante de él, esquivando
ocasionalmente un coche demasiado lento; por suerte, visible a la legua gracias
a la comprimida red de farolas, como ángeles de la guarda en el cielo cogidos
de la mano con una vela sobre la cabeza. Así, la distancia, el tiempo, se reducían
a pasos agigantados; no tardaría ya más de cinco minutos…
Recordó que tenía la vista fija en el centro; por encima, el cielo
oscuro de la noche, por debajo, el negro asfalto. Y, de pronto, algo pequeño,
como una chispa eléctrica o una piedrecilla blanca y saltarina. Algo pequeño e
inofensivo que, en circunstancias adecuadas, puede ser el desencadenante de una
sonada catástrofe. Un presagio premonitorio de lo que iba a pasar…
Pero no. No podía haber sido aquello; aunque lo hubiese atropellado se
habría deshecho bajo las gruesas ruedas de la Honda como un azucarillo bajo un
chorro de café hirviendo. Además, no la había tocado…
Recordó que, un segundo antes de aquella imagen, llegó el estrépito. Un
estrépito a su derecha, en el otro carril,
el que había dejado para esquivar un Peugeot rojo de carrocería
polvorienta que iba perdiendo velocidad. Y en el que, ahora que lo pensaba,
había una entrada…
El sonido de dos gigantescos platillos haciendo percusión, con tanta
fuerza que se destrozaron uno contra el otro, haciendo saltar con su onda
expansiva las farolas sobre él en una lluvia de minúsculos cristales. Le
ensordeció, momentos antes de sentir la fuerza; como una catapulta al bajar una
palanca, como un cañón al terminarse su mecha, como un pie pateando un balón.
Toda aquella fuerza, condensada en un punto y un instante, se centró en él...
No como el lanzador, sino como el proyectil.
Se vio separado de la gravedad, elevándose junto a su moto como si
hubiese coronado una rampa a toda marcha; y mucho más, separándose del sillín,
brazos y piernas suspendidos en el aire, inmóviles mientras el cuerpo seguía su
trayecto como una marioneta a la que un golpe hubiese soltado de sus hilos. Y
voló, pasando por encima del carril, por encima del quitamiedos, en dirección
al…
Debía haber sido eso. Un accidente; tan fuerte que le había mandado
volando hasta la mediana; aterrizando en la estrecha pero prolongada franja
verde entre ida y vuelta adornada por baladres; penachos en cascos de soldados
al amparo de su trinchera, demasiado preocupados de cubrirse de una lluvia de
balas para socorrer al herido.
Tras parpadear un par de veces más, cerciorándose de que aquella mancha
abstracta azul violáceo salpicada de amarillo solar era un cielo sin estrellas,
intentó levantarse. Sí, delante de él había una de las matas de hojas pálidas y
estrechas, cuyas flores blancas se resistían a marchitarse por efecto del
creciente frío que dejaba la estación como despedida. Y más allá otra, y otra.
Y entre ellas brotaban árboles; curiosos especímenes de piel gris y corteza
lisa y dura, rematada en una copa achaparrada, minúscula y en perpetuas llamas.
Y, a su alrededor, sonido; el sonido de demoledores bestias en plena carga, en
forma de un tráfico que seguía ininterrumpido, con algún intervalo de pausa
para cambiar la hoja de la partitura¸ manteniendo aquella pieza que no se
cansaban de tocar. Pero había otro sonido, más audible en los cortos momentos
de pausa; una nota discordante que le lleno de esperanza. En algún punto junto
a él podía oír el estridente y amargo gemido de una ambulancia, escoltada por
al menos un vehículo policial, cada vez más alto hasta que se detuvieron para
evaluar la situación y socorrer a los implicados en el atestado. La tempestad
de reflejos rojos y amarillentos, que ensombrecería a la discoteca electrónica
más grande y atestada que recordase, daba fe de su labor.
Incorporándose como pudo, se elevó un poco y chilló, llamando a los
recién llegados para que no olvidasen que había otros actores tras el telón,
aparte de los que ya estaban sobre el destrozado escenario. Y, aunque era percibía
el movimiento al otro lado de la barrera de hormigón de más de un metro, no
pareció que sus proclamas sirviesen de mucho. Después de todo, parecía que
habían tomado las medidas oportunas para mitigar el tráfico, pero aún pasaba
algún coche por el carril de la tragedia. Y aun con la autopista en completa
pausa, aquellos motores que vibraban como avisperos enfurecidos suponían demasiada
competencia a su cascada y pastosa voz, especialmente estando a quemarropa de
los oyentes. Por no hablar de que el flujo en el otro sentido no había
disminuido un ápice y el eco de los vehículos al pasar, como una lluvia de
flechas, se llevaba su voz, arrastrada como el humo de una colilla en el
viento.
Consciente, tras sólo dos gritos, de que tendría que hacerse notar por
sí mismo si quería salir de allí, se dispuso a levantarse lo más que le
permitiese su machacado cuerpo. Sintió, en ese momento, la fría humedad en su
frente, cerca de la sien izquierda, cayéndole hasta la boca, donde notó su
sabor a cobre oxidado. Se dijo a sí mismo que se taparía esa herida una vez en
pie; incluso tuvo la tentación instintiva de hacerlo ya, pero necesitaba poner
las manos contra el suelo para levantarse cuanto antes. Se dispuso a empujar,
sin importar cuántos huesos tuviese rotos y cuánto dolor atravesase su cuerpo
como un millón de cañas rotas empalándole como púas. Y, cuando su torso se
dispuso a pasar a la verticalidad, sintió otra cosa: el temor atroz, y no al
dolor, que esperaba fuese terrible. De hecho, lo más escalofriante fue aquello:
no sintió nada. Ni el daño en el vientre, ni las piernas magulladas, ni los
brazos agrietados desmoronándose, como hechos de arena. Y lo más desconcertante
y alarmante, aunque había iniciado y ejecutado mentalmente la maniobra de
erguirse… no se había movido. Seguía allí, tumbado sobre la hierba que
enmoquetaba el duro suelo, en un colchón más cómodo de lo que pensaba pero no
reconfortante.
Empezando a sentir cómo su pulso subía de velocidad y el frío del sudor fluía
entre su vello erizado, intentó repetir la acción. Era como si el tiempo se
hubiese parado; nada cambió. Intentó algo más simple, mover la mano,
levantarla, rascarse, notar la sangre que le salía de la frente en sus dedos.
Nada. Ni los moratones en la piel por la caída ni las cosquillas de la hierba
que tenía debajo. Su cuerpo era tan insensible como un témpano de hielo.
Tragando saliva pesadamente (cosa que, por lo menos, aún podía hacer) decidió
pasar al nivel más básico de movimiento, con la esperanza de establecer
definitivamente el control sobre su cuerpo. Sacó su lengua al máximo,
alargándola hasta la comisura izquierda, restregándola por su mejilla y
levantándola ante él, viéndola manchada por el amargo fluido rojo. Notó su garganta
transpirar, como si tuviese el agua hasta el cuello y, realmente, así era. Pero
esta separaba algo más que elementos: por debajo de la línea de flotación, sólo
había inertitud y muerte.
Era un hecho, terrible pero innegable: se había quedado lisiado. Cómo
era, ¿tetrapléjico? ¿Incapaz de moverse de cuello para abajo? ¿Condenado a una
camilla el resto de sus días, sin más capacidad para vivir que mover los ojos y
apretar los dientes? La sola idea le paralizó por completo, reduciéndole por un
momento a un muñeco sin consciencia. Sólo el molesto picor en unos ojos, que
empezaban a empañarse como ventanas mojadas en un vendaval polvoriento, le
forzó a reaccionar.
No. No tenía por qué ser eso. Seguramente…
simplemente estoy grave. Oí, no sé dónde, que si un dolor es muy fuerte quien
lo sufre tarda en notarlo. Sólo… tengo que ir al hospital y me curaran. En poco
tiempo… esté en una cama. Y, sea como sea… me curaré.
Volvió a gritar, con todas sus fuerzas, llamando hacia la autopista,
rebasando el muro de hormigón. La respuesta eran las voces de policías y
paramédicos localizando a los damnificados, sacándolos de la chatarra en la que
se habían convertido sus coches, llevándolos sobre traqueteantes camillas
cubiertas con sábanas mientras les insuflaban vida a través de máscaras en
forma de embudos. Pero no ayuda. A él ni le veían ni le oían. No pintaba nada
para ellos.
No pasa nada. Verán la moto, verán que hay
alguien más. Y… tendrán que buscarme. No van a dejarme…
Mientras su cuello, aquella corta y gruesa serpiente de carne y hueso
bajo su cabeza, la única extremidad operativa que quedaba en aquella máquina
abollada y desencajada que era su cuerpo se erguía un poco más, queriendo
quizás poder mirar a los ojos de sus posibles salvadores, una imagen fugaz le
llamó la atención… y sus autoadjudicados ánimos empezaron a esfumarse, mientras
notaba una rigidez molesta en el cuello, sabor agrio en la boca y un temblor
que trascendía las apagadas terminaciones nerviosas de su cuerpo.
Estaba allí, acurrucada en el margen izquierdo, en la finísima línea en
la que el bloque de cemento se hundía en la tierra. Centrado como estaba en ver
dónde había despertado, no se había fijado en ella al principio. Pudo ver que
estaba tan rota como él mismo: más que una moto parecía un acordeón
despellejado. La mayor parte de la carrocería se había desintegrado, dejando un
interior de carne metálica arrugada y vísceras que supuraban oscuros fluidos.
Por un momento, temió que pudiese prender y estallar por mediación de una chispa
surgida del último vestigio de calor de sus entrañas de dragón. Pero no. Estaba
muerta y bien muerta, tan callada como una piedra y fría como un coagulo. Y, no
menos importante, estaba con él. Tan ignorada e insignificante como él. Si no
la encontraban, mucho menos le encontrarían a él.
No pasa nada. Verán los pedazos
que faltan. No está todo aquí. Verán que hay más… que hay más restos en la
carretera. Los seguirán y…
Nuevamente, la realidad se impuso y sus esperanzas, sostenidas por el
inverosímil final feliz del cuento de Hansel y Gretel, dejaron paso a ideas más
funestas. Lo que había entre personas y vehículos allá arriba eran pedazos de
cristal y vidrio. Puede que no fuesen de los implicados, pero… ¿acaso
importaba? Una vez terminada la fiesta, se recogía el confeti del suelo. Y el
encargado de barrer no veía pedacitos de papel amarillo, azul, blanco, amarillo
o multicolor, sólo veía basura de colores que retirar de la vista. Y lo hacía
indistintamente. En su caso, seguramente sería igual: los heridos y muertos
serían retirados, las ambulancias se irían primero y los policías poco después,
alguien limpiaría el estropicio y los coches volverían a correr con fluidez por
aquella vía nerviosa. Y él seguiría allí, sin poder moverse y sin modo de
volver a casa, de comunicarse con nadie, de pedir ayuda… Por un momento el
pánico se adueñó de él, al darse cuenta de que sí podía quedarse allí… y, por
más tiempo del que podía, vivo.
—¡Socorro! —por fin el miedo se manifestó, desgarrando su contraída
garganta—. ¡Por favor, ayuda! ¡Estoy aquí! Yo… acabo de… ¡tener un accidente!
Por favor…
Estaba silbando una canción pop en el concierto de una filarmónica. Unos
ocupados, otros a lo suyo, otros muy lejos. Pero no se rindió. Sabía que eso
significa…
No pienses en eso; sólo sal de aquí.
Siguió gritando y gritando… en su fuero interno calculaba el paso del
tiempo; estuvo así por lo menos durante quince minutos. Finalmente, tuvo que
parar. La resistencia de su voz no daba más de sí. Y no logró interrumpir la
ejecución de la función.
Pasó como una hora, cuando todo acabó. Primero, unos cinco minutos
después de su forzado descanso, las ambulancias, con sus luces amarillas y sus
sirenas pitando. Luego llegó la grúa y, al parecer, un vehículo especializado.
Estuvieron divagando mucho tiempo; era capaz de oír sus cuchicheos tanto como
ellos eran incapaces de oírle a él. Los vehículos accidentados fueron remolcados
y los que aún conducían se retiraron, sustituidos por los transeúntes
habituales. Volvió un silencio incómodo, el del eco del coche a más de cien
kilómetros hora al perderse, dejando tras él una estela de vacío.
Y él se quedó allí. Tirado de espaldas mirando al cielo, con el cuerpo
helado y las lágrimas brotando de sus ojos, ardiendo de frustración.
—Por favor… ¡Por favor, quien sea! Que alguien me ayude…
No pudo evitarlo; rompió a llorar con una voz ahogada y desgarrada, como
si llevase puesta una carlanca por dentro, forzado a mover la cabeza para no
ahogarse en sus propias lágrimas.
No me han visto. No me han oído. Nadie
sabe que estoy aquí. Y… y….
Otra idea se le pasó por la cabeza. ¿Cuánto tiempo podría durar así?
Impedido y, aunque no lo notase, seguramente con buena parte del cuerpo dañado.
Y muy grave: Huesos rotos. Órganos perforados. Hemorragias internas. Sangre.
Sangre como la de su frente. ¿Cuánta más? ¿Por dónde más?
Empezó a sentir un frío extraño, ajeno al exterior, medio alejado por su
abrigo. Más bien era como si se sintiese entumecido por completo. Era tan
triste que le entraron ganas de reír: seguramente, su cuerpo le decía así que
tenía las horas contadas.
Con todo lo que tenía por hacer. Ya no podría repasar, ni podría
ducharse. Y eso que, restregado como estaba sobre la hierba chafada y la tierra
reblandecida por el rocío, como se presentase con esas pintas al trabajo, al
encargado no le iba a gustar. Por no hablar de que el “señor” Domenech no
estaba muy católico últimamente. Ese capullo. Le encantaría saber qué tipo de
“suelo” tuvo que limpiar a lametones para llegar a un puesto así. Pero, y eso
se lo recalcaba con frecuencia, “aquí la puntualidad es fundamental”. Bueno,
tendría que echarse encima veinte litros de colonia y cuatro botes de
desodorante, a lo mejor cambiarse de camiseta y chaqueta y parchearse un poco
las heridas. No quería parecer un zombi recién revivido.
Y Mireya, por supuesto. No se podía olvidar de su novia. Esa noche tenían
para cenar lomo. Rico lomo adobado, con unas pocas patatas fritas y algo de
kétchup. Ella siempre decía que el condimento no pintaba nada, pero… y la
comida del día siguiente; le tocaba a él hacerla. Tenía pensado preparar pasta
y, como no tendría mucho tiempo, había pensado hervirla esa misma noche y luego
dejarla en la olla lista para calentar. Su madre solía decir que no estaba
igual, pero ellos no le veían la diferencia. Además, a ella le encantaba cómo
cocinaba; siempre se lo decía después de comer. Y era tan guapa… no quería
darle un disgusto. Por lo menos pasar, para que supiese cómo le iba, aunque
desde luego, a ese paso, lo mejor que podría hacer era ir directamente a…
Una carcajada histérica, estridente, demencial, brotó de entre sus
labios, desterrando aquellos pensamientos y cualquier otra forma de imaginación
que su mente albergase en esos momentos.
Mira que eres imbécil. ¿Has tenido un
accidente, estás paralizado y tirado sin que nadie te vea… y lo que más te
preocupa es echar en una olla unos espaguetis y llegar a la hora a ese curro de
mierda? ¿No te acuerdas? ¡ESTÁS JODIDO!
Si, era verdad. Seguramente se reía por eso. Pensar en la vida cuando se
está muriendo es ridículo, pero… ¿qué otra cosa se podía hacer? Esperar,
echarse una siesta para estar fresco cuando los refuerzos llegaran, rezar,
seguir chillando…
Mireya…
Eso era. Ella se extrañaría de que no fuese a casa. O, por lo menos, de
que no le llamase para comunicarle un imprevisto; puede que pasase la noche sin
darle importancia… pero, por fuerza, a la mañana siguiente haría algo. Llamaría
a sus padres; vería si algún amigo suyo le había pedido ayuda en un trabajo,
quedar para salir o dormir en su casa por si le visitaban los fantasmas; ver si
estaba en algún hospital porque algún cabrón le hubiese atracado al salir de
Burger…. Al final, de todos modos, llamaría a la policía.
Eso si no me llama a mí antes.
Aquella posibilidad le suponía un problema. Su móvil. Tenía pensarlo
recargarlo esa noche; no le quedaba demasiada batería. Pero igual aún estaría
funcionando medio día más, o uno entero; puede que dos. Y, si ella le llamaba y
no contestaba… pensaría que algo iba mal. No sabía si lo había perdido, se lo
habían robado, lo había olvidado en clase… o sencillamente, la estaba ignorando
porque estaba poniendo su atención en algo más importante. Como…
Suspiró. Ella nunca había sido celosa. Pero también se lo había dejado
muy claro: “Si alguna vez sospecho que me la pegas, no vuelves a casa. Porque,
simplemente, no te vuelvo a ver”. Si pensaba algo así… lo ignoraría, sin más. Y
ya podría rezar, pensando en quién pensaría en él. Aunque desde luego, si
alguien establecía contacto, no podría responder, y mucho menos llamar él. A no
ser que pudiese alargar la lengua más allá de toda realidad…
O la polla. No sabes si eso aún te funciona.
Decidió que lo mejor era esperar. Echarse una siestecita, intentando…
acostumbrarse a su nueva situación. Después de todo, estar despierto iba a ser
muy aburrido, y sólo serviría para cansarle más. Mirando las nubes grises,
iluminadas con el amarillo que subía desde las farolas, cambiando su distancia
y su forma con lentitud milimétrica…
Se decidió a cerrar los ojos y
respirar hondamente, intentando relajarse. Pero no iba a ser posible; o fácil,
al menos. Aquellos malditos coches; que fácil era para ellos moverse a toda
leche. Y, lo que más le enfurecía, ignorándole. No es que fuesen a verle, sino
que seguramente, si en vez de en la mediana estuviese en medio de la carretera,
simplemente le pasarían por encima sin frenar. Aquello, por algún motivo, le
hizo reír, al darse cuenta de que al menos acabaría rápido. Pero era un
martirio, con balas gigantes contra el infinito en vez de gotas de agua contra
una frente. Si el tráfico fuese continuo, a lo mejor podría descansar. Pero
aquella sucesión de silencio y sonido fugaz, prontamente vaciado para ser recargado…
Una mecánica que fácilmente echaría a perder el balón de mejor calidad. Y, en
ese caso, el balón era su cabeza.
Frustrado el reposo, volvió a fijarse en el cielo, pensando que, a lo
mejor, podía verlo como su poster en 3D particular. Y, si se centraba lo
suficiente, conseguiría ver dibujarse alguna estrella.
Fue entonces cuando lo sintió, en algún punto entre el estómago y la
cadera. El hormigueo, sospechosamente familiar, incómodo pero a la vez
reconfortante, al permitirle sentir una sensación conocida.
O no. Eso no, por favor.
Era tan triste. Y tan humillante. Empezaba a tener ganas de ir al
servicio. Se estaba “haciendo pis” como un niño pequeño. Y, lo peor era que,
como no lo remediase, iba a tener el final habitual.
Sacudió con fuerza el cuello, como queriendo asentir, buscando que
milagrosamente el esfuerzo se transmitiese columna abajo, agitando su cuerpo y,
con suerte, bajándole los pantalones. Sabía que era imposible pero le aliviaba,
al menos un poco. Después de todo, era el principio de la necesidad. Luego
sería irreversible.
—¡Ayuda! —lanzaba sus frustrados y temerosos gritos hacia los dos lados,
los dos desiguales espejos enclaustrados en el hormigón—. ¡Socorro, por favor!
Ayuda…
Sus gritos fueron breves. La garganta aún le dolía y, obviamente, la
gente, especialmente en las autopistas, se guiaba más por la vista que por sus
orejas.
El tiempo pareció aminorar para él mientras seguía igual para el resto,
con la presión aumentando y la sensación apretando su entrepierna como un
incómodo calzón a medida que se ponía más nervioso.
¿Y, si lo siento… no puede ser que aún me
pueda…?
Aquel momento de iluminación fue tan fortuito como improductivo… y
tardío. Con la lentitud de una travesía sobre carbones ardiendo, empezó a notar
como la presión aminoraba y una tenue sensación de calor empezó a ascender por
su cuerpo, hasta alcanzar su enrojecido rostro. Aquello ya había pasado; por lo
menos la peor parte. Y, si bien ser encontrado en esas condiciones no contribuiría
a mejorar su moral, al menos, ya había salido de dudas sobre algo.
—¡Venga, cabrones! ¿Queréis parar de una puta vez? ¡Hijos de puta! ¡Iros
a tomar por culo con vuestros coches de mierda…!
Los momentos en que su garganta recobraba la suficiente consistencia
para emitir voces, arrojaba una lluvia de odio que esperaba salpicase los
coches como terrones de barro, pero parecía que sólo estallaban como gotas de
lluvia contra el parabrisas. Lo había pedido por las buenas. Por favor.
Suplicando. Jurando por lo que más quisieran que daría lo que quisiesen… y
seguían pasando de él. ¿No era lógico pasar al segundo paso de las relaciones
hostiles: pedir las cosas por las malas?
—Cabrones… si al menos vieseis por dónde vais, yo… no tendría que estar…
tan… ¡Jodido! Joder.
Por desgracia, aquellas explosiones eran tan esporádicas como los
géiseres en un lago helado. Empezaba a notar el cansancio, seguramente debido a
la vida que perdía…
No lo podía creer. ¿Cuánto tiempo más tendría que esperar? ¿Y para qué?
Para salir de allí. Para morir y pudrirse ¿Cómo? Desangrado, deshidratado,
contusionado… pero lo que más le enfurecía era el hecho de que nadie acudiese
en su ayuda.
Si fuera rico… Joder, cinco minutos de
retraso y ya habría un helicóptero sobrevolando el puto país de lado a lado.
Pero no… y la gente pasa… todos pasan hasta el culo.
Pensó en sus padres. Siempre le habían tratado con cariño, severo y
disciplinado, pero cariño. Le compraban los juguetes que quería si demostraba
ser digno de ellos. Le apuntaban a actividades extraescolares si se esforzaba.
Se alegraban por él y le felicitaban con cada triunfo. ¡Pero ahora, que les
necesitaba de verdad!
Era tan fácil ser padres. El proceso para lograr el puesto siempre era
agradable, se quisiese o no; aun cuando se iba en serio a tener hijos. Tener
hijos sólo para presumir de una bonita foto familiar. Cuando puedes librarte de
ellos seguro que das saltos de alegría. Él mismo tenía un hermano, más pequeño.
Estaba en su último año de instituto. Aún… era un niño. Se rió de la idea.
Si se cayese… o se tirase de cabeza a un río…
se irían de cabeza con media armada para sacarlo. Y porque les harían ir a
punta de pistola.
Una cosa en la que pensar; de hecho ya la había decidido: si salía de
allí nunca tendría hijos. Aunque a Mireya no le gustase la idea. Claro que,
¿qué sabía él? Llevaban siendo novios seis años; llevaban dos viviendo juntos.
¿Pensar en el futuro? Cada día. Pero ese tema en concreto, nunca lo habían
comentado…
¿Importa algo? La muy puta, amenazando con
dejarme si sospecha… Sospechar. Si le importase un poco, el móvil ya habría
sonado media docena de veces, y no seguiría así… tirado, helándome y apestando
a meado…
Empezó a apretar los dientes, en un intento por contener el dolor; la
agonía que le desgarraba desde más allá de su cuerpo impedido. Estaba solo, y
no sólo en aquel momento crítico. Siempre lo había estado. No le había
importado nunca a nadie... salvo a sí mismo. Y el dolor crecía, en forma de
masas iridiscentes que amenazaban con acelerar su destrucción. Y tuvo que
arrojarla fuera. Contra otros.
Y así se pasó la noche, maldiciendo. Sus amigos, puñado de caras
inexpresivas de estúpida sonrisa pintada, que sólo se acercaban a él para
aprovechar su carisma para intentar pillar cacho. Sus compañeros, de colegio,
instituto o universidad; qué más daba si sólo se distinguían por cuánto pelo
tenían entre las piernas; siempre iguales, simpáticos para sacar algo de
alguien pero los primeros en olvidarse de uno. Los profesores, sufridos (se
rió, esa era buena) e incomprendidos trabajadores que intentaban impartir
conocimiento a alumnos que les ignoraban, cuando en verdad a esos cretinos
prepotentes con aires de grandeza sólo les importaba cobrar al margen de
producir imbéciles; su jefe, un pusilánime maricón que sólo sabía culpar a
otros de lo inútil que era; sus tíos y primos, insoportables despojos de las
ramas torcidas del árbol familiar podrido y carcomido que se caía a trozos…
Ya fuese el cansancio propio del propio paso del tiempo o que la ira que
dejaba sus pulmones en forma de frío vaho creó una niebla alucinógena que acabó
nublándole el juicio, lo cierto era que debió perder la consciencia en algún
momento. Lo último que recordaba era haberse pasado la noche insultando a todo
y a todos. Incluso a un gato que surgió de la nada, escurriéndose sobre el
quitamiedos y la barrera, para detenerse un momento en la mediana. Cuando pisó
el hueco entre los baladres se detuvo un momento, mirándole con sus ojos
amarillos y fríos surgidos de aquel cuerpo estilizado, blanco salpicado de
parches naranjas y negros como un pez de colores de tierra.
—¿Y tú que cojones miras? —recordó haberle visto, levantando la cabeza
lo más que su tenso espinazo le dejaba—. ¿Qué vas a hacer? ¿Mearme? ¿Cagarme?
¿Vas a venir a comerme? ¿Quieres arrancarme los huevos? Pues venga. ¡¿A qué
esperas?!
El animal se mantuvo unos segundos inmóvil, mirándole con aparente
curiosidad. Luego saltó en sentido contrario, siguiendo su camino. Y él, en su
fuero interno, se preguntó por un momento
qué habría pasado si su provocación hubiese surtido efecto. Si quisiese,
el gato podría matarle. Aparte de escupir y morder, estaba indefenso. Pero el
animal se marchó después de mirarle. Y, en sus ojos, creyó ver algo. ¿Asombro,
desprecio, odio? No. Aquellos ojos grandes y brillantes rebosaban de otra cosa.
Compasión. Lástima.
Apretó los dientes, deseando que el animal fuese atropellado, que su
cuerpo reventase y sus intestinos salpicasen de rojo la calzada. Después de
todo, le odiaba. Porque, al contrario que él, aquel gato seguía vivo. Y a
salvo. Y en su hogar, aunque fuese yendo de un lugar a otro, las habitaciones
de una gigantesca casa sin paredes ni techo llamada mundo.
Después volvieron las lágrimas, y luego todo se tornó gris… hasta que
sus ojos vieron como el amarillo eléctrico se esfumaba y el cielo, las nubes y
hasta el aire, eran grises. Se había hecho de día.
Al volver en sí se sintió como si pasase juntos los efectos de dos
noches seguidas de insomnio con resaca post coma etílico. Por un momento, le
pareció que la visión oscura del día se debía a sus propios ojos, que sentía
derretirse dentro de sus cuencas como caramelos sobre una hoguera. Le dolía la
cabeza horrores; tanto que tuvo que parpadear varias veces, emitiendo flashes
como una cámara, descargando aquella rebosante batería que eran sus sienes. El
cuello estaba agarrotado, tanto que llegó a temer haberlo roto como el resto de
su cuerpo; y tenía la boca seca por completo, con un regusto amargo a…
A sangre.
Por lo menos, estaba vivo; para bien o para mal eso era, de momento, lo
más importante. Si había vuelto a sucumbir a la llamada de la naturaleza
durante la noche, lo ignoraba. Pero, y eso era lo peor de todo, ahora sí que no
iba a poder hablar. Su garganta debía parecerse a la moto que tenía delante;
aplastada y reventada como un matasuegras después de Nochevieja. Y, a partir de
ese momento, cada gota líquida que saliese de su cuerpo no iba a ser muy
distinta a la sangre, ahora reseca y encostrada, de su frente. Estando como
estaba, eso sería con diferencia lo peor; la lenta e infernal muerte por
deshidratación, resecándose como una figura de barro hasta no dejar de él más
que una gigantesca, marrón y arrugada hoja que se quebraría en mil pedazos al
ser pisada.
Así que se tendió y contempló el cielo. No llegó a ver ninguna estrella,
pero ahora había algo. Y, aunque no emitía luz, brillaban con luz propia; tal
era la forma en que se hacían notar. Como cometas atrapadas en los círculos de
un remolino, las gaviotas de largas alas se congregaban en una masa compacta de
pájaros que giraban, seguramente esperando a que una corriente propicia
orientase su rumbo hacia un tesoro en forma de basurero.
Por un momento, sus ojos se dilataron, mientras el surtidor de su pecho
empujaba con fuerza incrementada la sangre que le quedaba. No la había visto,
pero había oído hablar de una película de Hitchcock. ¿Y si aquellos carroñeros
del mar le veían? ¿Se tirarían sobre él en bandada y le picotearían y le
sacarían los ojos y arrancarían la piel y desgarrarían su carne hasta no dejar
más que los huesos? ¿Y, si no ellas, lo harían otros pájaros? ¿Urracas, grajas,
cuervos… buitres? No sabía, ni creía que hubiesen por allí, pero era posible.
Por lo menos, en ese caso, morir sería una certeza y sería rápido, aunque para
llegar a ese final tuviese que recorrer descalzo un breve pero amplio sendero
de cristales rotos y metales puntiagudos.
Por un momento, volvió a controlar su mano, que se cerró en forma de
puño para sostener su corazón, que saltó del pecho presa del pánico. No podía
perderlo, si lo hacía moriría. Y no podía dejar que hiciese tanto ruido;
llamaría la atención de los pájaros. El tiempo, nuevamente, pasó rápido. El sol
empezó a iluminar el cielo, que poco a poco recuperó su tono azul habitual. Y,
a medida que el día arreciaba, las gaviotas se fueron. Pudo respirar de nuevo,
a medida que el tremendo terror que le inundó se difuminaba. Podía calmarse un
poco, aunque fuese sólo por un tiempo. Después de todo, cuanto más tiempo
pasaba, mayor era para él el peligro.
Como en una escena a cámara lenta, vio aquel maldito y despiadado
círculo brillante colocarse en el centro, cada vez más pálido, al igual que la
temperatura del aire subía estremecedoramente. Si pudiese temblar, seguramente
podría disipar el frío, que le hacía sentir la cara como una esponja reseca,
causando picores que sólo podía paliar agitando la cabeza. Y el calor… Una de
las cosas que más temía llegó. Una gota, una sola, minúscula y salada, se escurrió
desde su frente a sus labios. Y empezó a sentir frío; el frío instintivo del
miedo, en respuesta a una necesidad. ¿Bastaría el temor a la muerte para
resistir a la naturaleza? ¿Contrarrestaría el calor lo suficiente para que no
tuviese que sudar? ¿Podría aguantar, al menos, otro día sin deshidratarse?
Pensó que una lluvia le vendría bien. Acabaría empapado, frío y debilitado,
sumándosele el riesgo de acabar con una neumonía o algo peor (¿y qué;
habiéndole tocado todo el lote, qué más daba una desgracia más?) pero al menos
podría beber un poco y refrescarse también. Claro que, pensándolo bien, aquello
podría tener otra consecuencia. No estaba seguro, pero le daba la impresión de
estar en desnivel, como si hubiese un hundimiento en la zona de la mediana sin
pavimentar. Y, si empezaba a llover, ¿hasta dónde subirían las aguas? ¿Podrían
llegar a ahogarle? Por un momento visionó todo el proceso: las gotas, como
finísimas y cortas agujas, cayendo en legión del cielo como almas suicidándose;
los charcos haciéndose cada vez mayores, como amebas deseosas de engullirlo
todo, poco a poco reptando sobre él, cubriéndole, hundiéndole en el fondo que
ellas mismas creaban mientras estiraba su cabeza como un burdo esnórquel, cada
vez más lejos de la superficie, hasta quedar por debajo…
Curiosamente, la idea de perder el oxígeno bajo el agua le hizo jadear,
una forma igualmente válida de intentar mantenerlo ante el sol. Éste, por
curioso que pareciese, pareció apiadarse de él por un momento. Parecía que su
intensa luz disminuía, como queriendo aliviar su sufrimiento. Y, poco a poco,
las nubes, las preciosas nubes, las siempre blancas y esponjosas nubes, se iban
acercando a aquella bombilla infernal y omnipotente para servirle de sombrilla.
Era curioso: blancas y esponjosas, como bolas de algodón envueltas en alcohol
para desinfectar una herida… parecía que todo lo que tuviese esa forma
estuviese concebido para ayudar de algún modo a quienes sufrían. Así, unas
cinco horas después de amanecer, y a pesar de ser mediodía, el día se había
nublado bastante. Aquello le hizo sentirse lo bastante seguro para intentar
pedir ayuda. Pero la situación era, primordialmente, desalentadora: aún no era
hora punta. Pasaban muy pocos coches, con intervalos de, al menos, un cuarto de
hora o veinte minutos o más. Y ni siquiera podía verlos. Quizás, pensó, algunos
serían coches de policía, en dirección a otro accidente. Y aquello le hacía
pensar en su mala suerte. Todo podía acabar con algo tan sencillo como un
pinchazo o un motor recalentado. Pararse, poner los triángulos y… llamar al
móvil y esperar. Triste. Hacía diez años se acercarían al borde a llamar a
aquellas llamativas cabinas rojas con las siglas “S.O.S” sobredimensionadas a
pedir ayuda. Entonces, quizás, por simple curiosidad, se asomarían y le verían.
Pero eso no iba a pasar.
El día pasó, volviéndose gris de un modo digno de un fundido en el
cielo. Había tenido tiempo de meditar. De intentar hacerse a la idea. Pero era
difícil, sobre todo cuando lo que sentía afloraba de esa forma. Tenía hambre.
Le dolía con ganas el estómago, golpeándole desde dentro en un intento por
llenar su vacío. Y se había tenido que mear otras dos veces, por no hablar de… No
estaba seguro de si la carga había subido, pero, desde luego, tenía que
agradecer que en aquel pequeño valle artificial no hubiese viento, al menos en
contra.
Peor que el miedo, sin embargo, era la impotencia, la sensación de estar
indefenso y a merced de un mundo hostil que parecía querer arrancarle la agonía
como quien corta a una mosca las alas. Y, precisamente, uno de aquellos
bichejos asquerosos, azul y peludo, acudió hasta él. Se le posó en el pecho,
fijando sus grandes ojos rojos en él como si le mirase. Seguramente, el hedor
que emanaba de sus mancilladas prendas interiores había atraído a aquel
comebasuras asqueroso, al que probablemente no tardarían en unírsele otros
muchos. Y en aquel rostro chato y coriáceo, sin boca ni nariz, creyó ver una
sonrisa, como si estuviese leyendo su destino. Y lo vio: un cuerpo reseco de
piel desprendida, ajado por el sol, abriendo resquicios donde los jugos vitales
quedaban retenidos, al alcance de bichos como aquel y sus larvas, que le
infestarían en forma de marea de gusanos blancos…
Furioso, apretando los dientes para reprimir un inútil gemido, agitó su
cuello, forzando al insecto, con el pequeño seísmo, a alzar el vuelo; sólo para
posarse unos centímetros más abajo, más cerca de su paralizada cadera.
Vete, joder. ¡Vete! Yo todavía… no estoy
muerto…
Cometió, en ese momento sombrío y lúgubre, un nuevo error; un error que
le forzó a reírse nerviosamente, en un intento por olvidar lo que sentía, de
bloquear sus lágrimas, de no romper a llorar. La estupidez de hacerse una
simple pregunta:
¿Por qué… a mí? ¿Qué he hecho para
merecerme esto?
Pensó en su vida en las últimas semanas y meses; incapaz de ahondar más
en la sima de la memoria. Había tenido una breve disputa con Mireya sobre a
quién le tocaba hacer la colada. Las evasivas subieron de tono, los reproches
pasaron a insultos. Recordó que sintió la tentación de cruzarle la cara. Había
faltado, a principios de mes, a una cena familiar a la que a sus padres les
hacía ilusión que fuese. Había preferido salir con su novia y unos amigos de
fiesta. A la mañana siguiente, cansado y con aquel plan borrado por completo de
su mente, se había dedicado a evitar sacar el tema, por lo que la comunicación
con sus padres durante las últimas semanas había sido remota. Y un profesor le
había criticado duramente un trabajo de evaluación porque “las fuentes no
estaban del todo contrastadas”. No le dio un puñetazo por respeto. Eso sí, tuvo
la tentación de esperarle fuera y anotar cuál era su coche. Quizás, ese año, la
ITV, como el frío, se adelantase.
Malos pensamientos, nada más. Ideas locas de una mente joven dejándose
llevar. ¿Podría, de algún modo, haber influido en aquel desmedido castigo? No,
era imposible. Pero…
Notaba como su tiempo pasaba, la barra de incienso se agotaba segundo a
segundo, impregnando el ambiente con el hedor de los orines y el fallecimiento,
el miedo y la desesperanza. No sabía si saldría bien, al no poder juntar las
manos en plegaria. No era algo que le hubiese llamado mucho en su vida; desde
el día de su comunión casi había olvidado cómo rezar el padre nuestro. Pero aun
así, cerró los ojos y rezó.
Por favor, lo ruego. Dios… dioses… no sé
quién es el que manda, o el que rige el mundo, ni cuántos son. Pero por favor…
no sé qué he hecho, pero… ¿no es esto suficiente? Por favor. No quiero acabar
así. Si… si salgo de ésta, juro que haré lo que sea. Sí… si me dices qué eres,
me apuntaré a tu religión. Pero por favor, Dios, Alá, Júpiter… lo que sea, por
favor…
Se detuvo por un momento. Se había hecho el silencio absoluto. Ni la
brisa soplaba ni los coches pasaban. Por unos minutos, hubo calma. Llegó a
pensar que, de algún modo, iba a oír una respuesta a su oración, un mensaje de
salvación. Pero no llegó. Nadie contestó a su llamada. Seguía inmóvil en el
suelo, con los pantalones sucios y dolor de cabeza. Simplemente, los minutos
pasaron y alguien que tenía prisa le recordó dónde estaba.
Sin nada mejor que hacer, reposó la cabeza sobre la dura y rugosa tierra
y cerró los ojos, esperando, simplemente, el final, mientras se mordía el
labio.
Hay que ver. Más de veinte años y no sabes
ni rezar.
El día siguió, sin interrumpirse por nada, y mucho menos por él. El gris
se fue intensificando hasta que, finalmente, el negro se formó sobre él y las
farolas volvieron a encenderse, derramando su brillo sobre las tinieblas del
asfalto. Y esa noche iban a hacer falta.
Debía de haberse quedado dormido. O haberse desmayado; no lo sabía. Cuando
volvió a pensar, ya estaba oscuro. Y, para cuando la electricidad se hizo ver, apreció
un detalle que le estremeció.
Niebla; como nubes descolgadas del cielo en forma de enjambres de
minúsculos mosquitos, pululando sobre todo sin distinción y reventando en una
fresca película acuosa. Aquello podría saciar su sed, pensó. Pero poco
importaba ya. No iba a durar mucho, eso lo sabía. Y, más que nada, lo que iba a
hacer era impedir que nadie le viese. Su última oportunidad de salvarse.
No estaba seguro de haber dormido nada en las veinticuatro horas que
llevaba allí. Pero, por primera vez, se sentía cansado. Su visión se veía
oscura, no tanto por las sombras como por una intrusión nebulosa, tan oscura
como la tinta, que distorsionaba incluso las bombillas elevadas. El dolor de su
cabeza parecía disminuir, como invitándole a relajarse y descansar. Y, lo más curioso,
le pareció volver a notar su cuerpo; pesado, como embutido en un bloque de
hormigón. Aparte de la parálisis que ya había asimilado, le costaba mucho mover
el cuello. Girar la cabeza. Apretar los labios. Sacar la lengua. Parpadear.
Respirar.
Mantenerse consciente se convirtió en un ascenso contracorriente por una
catarata. Le animaba el miedo absoluto; la certeza irrefutable de que, esa vez,
sería la última si se dormía.
No voy a… ya habrá tiempo de dormir
después.
Era una situación terrible. Cada vez que parpadeaba, al bajar los
párpados, los sentía adherirse como cubiertos de cola, como si se fundiese su
piel. Y la frenética y desesperada vocecita de su conciencia le forzaba a abrirlos
como un arcón del tesoro.
¡Maldita sea! ¿Por qué? Soy tan joven… no
tengo aún ni veinticinco. Hay tanto que quiero… Ver el mundo, ir a sitios,
hacer cosas, conocer gente… Papá. Mamá.
David. Mireya…
Los recuerdos se agolparon, llenando por un momento su rostro con
imágenes fotográficas y acciones pasadas. Nítidas, sin el peso de la inminente
derrota. Y, con ellas, las lágrimas, purificadoras, liberadas. Al demonio la
deshidratación. Mientras lloraba, su visión se volvió nítida, como si
arrastrasen el hollín que se había adherido a sus ojos.
No quería morir. Obviamente, no era algo que controlase. Pero, si tenía
que ser, que fuese repentino, inesperado e irreversible… no tener que esperar
allí a caer hasta no poder levantarse (se maldijo a sí mismo por lo inadecuado
de la alegoría) y sabiendo que se sentía olvidado por todos. Que le buscarían y
no le encontrarían. Y que, pese a todo, ni siquiera podría decir adiós. A los
que, por más que se opusiese, eran las personas a las que quería.
La niebla, como si quisiese engullirlo, empezó a alzarse sobre él,
bloqueando la luz y dándole la impresión de estar atrapado en una vieja
telaraña cubierta de ceniza. Como si, a su modo, la propia carretera le estuviese
preparando la partida al otro mundo. De un momento a otro, podía esperar ver
surgir de entre la bruma la funesta comitiva que le alzaría hasta la barca más
allá de Estigia[1]. Y, en
la tierra, su cuerpo cubierto de gotitas líquidas, la forma más burda y
sencilla de ataúd.
La humedad no hizo sino agravar su situación. Sus ojos, a la vez que
pesados, se sentían pegajosos.
Parece… que ahora… sí que va a ser...
Ya sin más lágrimas, fundidas las últimas con aquella lluvia casual, se
dispuso a dejarse llevar por una vez… y, en ese momento, sus ojos se abrieron.
Había tenido una curiosa revelación.
Se vio a sí mismo de pequeño, un domingo por la mañana, en un parque,
con su hermanito David tras él, persiguiéndole en su primera “bici de mayores”.
En su breve trayecto se salió de un bordillo y se cayó, raspándose las rodillas
y dándose un buen golpe en la cabeza. Recordó cómo sus padres le condujeron
corriendo al hospital. Cómo estuvieron todo el tiempo junto a él en la cama
mientras le vendaban el cráneo fracturado, apretándose las manos y respirando
con dificultad, mientras su hermanito lloraba el dolor que él sentía.
Sí, se habían preocupado por él. Cómo lo estarían pasando ahora. Y, si
bien la noticia de su muerte les causaría dolor, sabía que le recordarían. No
sería olvidado. Y quedaba su hermano. Con él, la familia podría volver a reír.
Y recordar los buenos momentos que pasaron juntos.
Y Mireya… no iba a divagar sobre si la quería o no. Su mente estaba en
otra cosa. Esa misma semana, el lunes y el martes. La había visto rara… como si
le evitase, con cara prieta, de preocupación ante algo propio, un secreto que
intentaba ocultar. Y, cuando se aproximaba a ella, lo repelía, poniendo alguna
excusa. Aquello, a primera instancia, le causó una muy mala impresión. Hasta que
recordó que, muy posiblemente, tenía motivos para estar de mal humor. El
período. Debía caerle por esa fecha…
Ahora veía claramente la simpleza en la que no cayó entonces. Sí, tenía
que bajarle la regla esa semana, estaba seguro. Pero no vio envoltorios de
compresas en la basura, o tampones en el váter, ni le pareció que hubiese
dejado ropa interior mínimamente manchada de sangre. O sea que…
Por un momento, su respiración se cortó, atormentado por la paradoja. Lo
que podría ser una razón de alegría, en su situación, se convirtió en un nuevo
tormento. El ardiente y desgarrador filo
de la incertidumbre. Recordó que la semana pasada… ¿Era posible… que lo que
estaba pensando pudiese ser? ¿La primera vez desde que estaban juntos en que
le… dio pereza bajar a comprar preservativos? ¿Podría significar…?
Sólo pudo sonreír. Si era así o no, sólo podría conjeturar, y se le
agotaban las fuerzas incluso para eso. Seguramente, sería mejor acabar ya. Irse
creyendo que el sueño que dejaba detrás era real, antes de que la realidad le
trajese remordimientos.
Inclinó la cabeza de lado, hacia la izquierda, mientras, por primera vez
en todo el día, se reía de verdad. ¿Por qué mortificarse? ¿Por qué culparse de
lo que pasaba? No, no era su culpa. Simplemente… pasó y punto. No tenía de qué
arrepentirse. Mientras vivió, había llevado la vida que había querido. Había
sido feliz. Y le quedaba el consuelo de pensar que aquellos a los que hizo felices
le mantendrían vivo. Ya fuese como recuerdo… o como eslabón en la siempre
creciente cadena de las generaciones.
Con un esfuerzo, abrió los ojos una última vez. Y la vio. A su lado, tan
cerca que podía olerla. Una flor roja de cinco pétalos, cintas en el pelo ondeadas
por el viento. Una amapola. Centrado siempre hasta ahora delante de él, no la
había visto hasta ese momento.
A su modo, algo que celebrar. Había oído decir que su esencia era
somnífera. Quizás, podría usarla para paliar un poco su resistencia natural y
poder irse tranquilamente…
Aquello le hizo recordar algo más. Aquella era una flor de la primavera.
El cambio de estación estaba cerca; quizás ya llegase, dejando una tierra
verde, florecida y soleada una vez el sol despejase la niebla. Quizá, pensó a
su manera, su destino era un sacrificio. Una ofrenda a la nueva estación, para
asegurar que la vida volvería tras el gélido y funesto invierno. Para asegurar
que aquellos a los que dejaba atrás tendrían futuro.
Bueno, si es así, pues vale. Y si no… qué
más da.
Aspiró con fuerza, sin notar olor, pero sintiéndose, de pronto, liviano.
Como si por fin se alejase de aquel lecho de muerte sobre el que llevaba una
noche con su día. Se dejó caer, inconsciente por fin, con una sonrisa en los
labios, contento de saber que, por fin, se acababa el dolor y las moscas tendrían
su festín. Y con un último pensamiento: que su cuerpo fuese encontrado. Aquel
trozo de tierra entre dos autopistas iba a ser, de ahora en adelante y para
siempre, su legítima tumba. Al margen de ser sepultado en un nicho, coronado
por una losa de piedra, tendría que ser allí, sin duda, donde se inscribiesen
las palabras sagradas que ahora se hacían realidad: Requiescat in pace.
Sin pararse por nada, el sol
acudió puntual como siempre a su cita con el horizonte, despejando las brumas
nocturnas como quien limpia una superficie mojada con un trapo. El mundo volvía
a despertar.
Un mundo vivo, siempre en
acción, siempre cambiante, donde todo cumple una función y nada es eterno,
siendo todo y todos perfectamente sustituibles. Y, quizás por ello, cada vez
que una de sus partes sufría un percance, se hacía necesario conocer su
destino, para saber hasta qué punto la pérdida era reparable.
Varias voces reclamaron que
un ser querido no había vuelto. Sin nada visto en los trayectos habituales, un
ojo subió en el cielo, buscando en aquellos recovecos que suelen ignorarse a
ras de suelo. Y lo vio. Con la rapidez de la urgencia a vida o muerte, el flujo
de la arteria fue cortado por un torniquete de vehículos luminosos durante unos
segundos, mientras el elemento extraño era extraído del organismo. ¿Vivo o
muerto? No lo podían precisar, el cuerpo estaba caliente pero no reaccionaba.
Con lo último que se pierde en mente, una máquina sin más fin que vomitar descargas se encendió y dos finas serpientes
besaron un frío pecho desnudo, descargando la furia del rayo con la esperanza
de producir una chispa lo bastante pequeña para lograr avivar el largo fuego de
la vida.