lunes, 29 de junio de 2015

LA TUMBA ENTRE BALADRES Y AMAPOLAS

    La oscuridad se fue. Parpadeó. Volvía a ver; borroso, pero volvía a ver. Sus ojos volvieron a sacudirse como almejas inquietas y consiguió que las imágenes fuesen nítidas otra vez, emborronadas únicamente por la neblina gris del desconcierto. Ahora sólo tenía que ordenarlas mentalmente para comprender qué le mostraban. Qué le había pasado. Y cómo había acabado allí.
     ¿Qué fue lo último que hizo? Su rostro se arrugó, exprimiendo en su cerebro la concentración necesaria para remontarse a hacía unos minutos, u horas; a lo último que recordaba. Estaba… ¡Ya estaba!
     Iba por la autopista, conduciendo a ciento diez por hora en su moto, una Honda CBF color rojo, tan intenso como los labios cubiertos de carmín de Mireya cuando se ponía elegante; dejando atrás la universidad, las charlas monologuistas de los profesores frente a la pizarra, el duro respaldo de las sillas, las soporíferas horas apretando la letra en folios y, con ellos, todo el estrés del jueves por la tarde. Ahora, de camino a casa, a menos de veinte minutos si la circulación era fluida y la velocidad moderada (como era el caso), tendría al menos hora y media para darse una ducha, cenar y salir para disfrutar de cuatro horas sirviendo hamburguesas envueltas como regalos y bebidas azucaradas camufladas en duros cilindros de cartón. Lo bueno del empleo parcial era que, aparte de un sueldo, que nunca venía mal, seguía dejándole tiempo para centrarse en los estudios.
     Se recordó a sí mismo como una pulga voladora recorriendo el lomo de aquella negra serpiente en llamas que se doblaba delante de él, esquivando ocasionalmente un coche demasiado lento; por suerte, visible a la legua gracias a la comprimida red de farolas, como ángeles de la guarda en el cielo cogidos de la mano con una vela sobre la cabeza. Así, la distancia, el tiempo, se reducían a pasos agigantados; no tardaría ya más de cinco minutos…
     Recordó que tenía la vista fija en el centro; por encima, el cielo oscuro de la noche, por debajo, el negro asfalto. Y, de pronto, algo pequeño, como una chispa eléctrica o una piedrecilla blanca y saltarina. Algo pequeño e inofensivo que, en circunstancias adecuadas, puede ser el desencadenante de una sonada catástrofe. Un presagio premonitorio de lo que iba a pasar…
     Pero no. No podía haber sido aquello; aunque lo hubiese atropellado se habría deshecho bajo las gruesas ruedas de la Honda como un azucarillo bajo un chorro de café hirviendo. Además, no la había tocado…
     Recordó que, un segundo antes de aquella imagen, llegó el estrépito. Un estrépito a su derecha, en el otro carril,  el que había dejado para esquivar un Peugeot rojo de carrocería polvorienta que iba perdiendo velocidad. Y en el que, ahora que lo pensaba, había una entrada…
    El sonido de dos gigantescos platillos haciendo percusión, con tanta fuerza que se destrozaron uno contra el otro, haciendo saltar con su onda expansiva las farolas sobre él en una lluvia de minúsculos cristales. Le ensordeció, momentos antes de sentir la fuerza; como una catapulta al bajar una palanca, como un cañón al terminarse su mecha, como un pie pateando un balón. Toda aquella fuerza, condensada en un punto y un instante, se centró en él... No como el lanzador, sino como el proyectil.
     Se vio separado de la gravedad, elevándose junto a su moto como si hubiese coronado una rampa a toda marcha; y mucho más, separándose del sillín, brazos y piernas suspendidos en el aire, inmóviles mientras el cuerpo seguía su trayecto como una marioneta a la que un golpe hubiese soltado de sus hilos. Y voló, pasando por encima del carril, por encima del quitamiedos, en dirección al…
     Debía haber sido eso. Un accidente; tan fuerte que le había mandado volando hasta la mediana; aterrizando en la estrecha pero prolongada franja verde entre ida y vuelta adornada por baladres; penachos en cascos de soldados al amparo de su trinchera, demasiado preocupados de cubrirse de una lluvia de balas para socorrer al herido.
     Tras parpadear un par de veces más, cerciorándose de que aquella mancha abstracta azul violáceo salpicada de amarillo solar era un cielo sin estrellas, intentó levantarse. Sí, delante de él había una de las matas de hojas pálidas y estrechas, cuyas flores blancas se resistían a marchitarse por efecto del creciente frío que dejaba la estación como despedida. Y más allá otra, y otra. Y entre ellas brotaban árboles; curiosos especímenes de piel gris y corteza lisa y dura, rematada en una copa achaparrada, minúscula y en perpetuas llamas. Y, a su alrededor, sonido; el sonido de demoledores bestias en plena carga, en forma de un tráfico que seguía ininterrumpido, con algún intervalo de pausa para cambiar la hoja de la partitura¸ manteniendo aquella pieza que no se cansaban de tocar. Pero había otro sonido, más audible en los cortos momentos de pausa; una nota discordante que le lleno de esperanza. En algún punto junto a él podía oír el estridente y amargo gemido de una ambulancia, escoltada por al menos un vehículo policial, cada vez más alto hasta que se detuvieron para evaluar la situación y socorrer a los implicados en el atestado. La tempestad de reflejos rojos y amarillentos, que ensombrecería a la discoteca electrónica más grande y atestada que recordase, daba fe de su labor.
     Incorporándose como pudo, se elevó un poco y chilló, llamando a los recién llegados para que no olvidasen que había otros actores tras el telón, aparte de los que ya estaban sobre el destrozado escenario. Y, aunque era percibía el movimiento al otro lado de la barrera de hormigón de más de un metro, no pareció que sus proclamas sirviesen de mucho. Después de todo, parecía que habían tomado las medidas oportunas para mitigar el tráfico, pero aún pasaba algún coche por el carril de la tragedia. Y aun con la autopista en completa pausa, aquellos motores que vibraban como avisperos enfurecidos suponían demasiada competencia a su cascada y pastosa voz, especialmente estando a quemarropa de los oyentes. Por no hablar de que el flujo en el otro sentido no había disminuido un ápice y el eco de los vehículos al pasar, como una lluvia de flechas, se llevaba su voz, arrastrada como el humo de una colilla en el viento.
     Consciente, tras sólo dos gritos, de que tendría que hacerse notar por sí mismo si quería salir de allí, se dispuso a levantarse lo más que le permitiese su machacado cuerpo. Sintió, en ese momento, la fría humedad en su frente, cerca de la sien izquierda, cayéndole hasta la boca, donde notó su sabor a cobre oxidado. Se dijo a sí mismo que se taparía esa herida una vez en pie; incluso tuvo la tentación instintiva de hacerlo ya, pero necesitaba poner las manos contra el suelo para levantarse cuanto antes. Se dispuso a empujar, sin importar cuántos huesos tuviese rotos y cuánto dolor atravesase su cuerpo como un millón de cañas rotas empalándole como púas. Y, cuando su torso se dispuso a pasar a la verticalidad, sintió otra cosa: el temor atroz, y no al dolor, que esperaba fuese terrible. De hecho, lo más escalofriante fue aquello: no sintió nada. Ni el daño en el vientre, ni las piernas magulladas, ni los brazos agrietados desmoronándose, como hechos de arena. Y lo más desconcertante y alarmante, aunque había iniciado y ejecutado mentalmente la maniobra de erguirse… no se había movido. Seguía allí, tumbado sobre la hierba que enmoquetaba el duro suelo, en un colchón más cómodo de lo que pensaba pero no reconfortante.
     Empezando a sentir cómo su pulso subía de velocidad y el frío del sudor fluía entre su vello erizado, intentó repetir la acción. Era como si el tiempo se hubiese parado; nada cambió. Intentó algo más simple, mover la mano, levantarla, rascarse, notar la sangre que le salía de la frente en sus dedos. Nada. Ni los moratones en la piel por la caída ni las cosquillas de la hierba que tenía debajo. Su cuerpo era tan insensible como un témpano de hielo. Tragando saliva pesadamente (cosa que, por lo menos, aún podía hacer) decidió pasar al nivel más básico de movimiento, con la esperanza de establecer definitivamente el control sobre su cuerpo. Sacó su lengua al máximo, alargándola hasta la comisura izquierda, restregándola por su mejilla y levantándola ante él, viéndola manchada por el amargo fluido rojo. Notó su garganta transpirar, como si tuviese el agua hasta el cuello y, realmente, así era. Pero esta separaba algo más que elementos: por debajo de la línea de flotación, sólo había inertitud y muerte.
     Era un hecho, terrible pero innegable: se había quedado lisiado. Cómo era, ¿tetrapléjico? ¿Incapaz de moverse de cuello para abajo? ¿Condenado a una camilla el resto de sus días, sin más capacidad para vivir que mover los ojos y apretar los dientes? La sola idea le paralizó por completo, reduciéndole por un momento a un muñeco sin consciencia. Sólo el molesto picor en unos ojos, que empezaban a empañarse como ventanas mojadas en un vendaval polvoriento, le forzó a reaccionar.
     No. No tenía por qué ser eso. Seguramente… simplemente estoy grave. Oí, no sé dónde, que si un dolor es muy fuerte quien lo sufre tarda en notarlo. Sólo… tengo que ir al hospital y me curaran. En poco tiempo… esté en una cama. Y, sea como sea… me curaré.
     Volvió a gritar, con todas sus fuerzas, llamando hacia la autopista, rebasando el muro de hormigón. La respuesta eran las voces de policías y paramédicos localizando a los damnificados, sacándolos de la chatarra en la que se habían convertido sus coches, llevándolos sobre traqueteantes camillas cubiertas con sábanas mientras les insuflaban vida a través de máscaras en forma de embudos. Pero no ayuda. A él ni le veían ni le oían. No pintaba nada para ellos.
     No pasa nada. Verán la moto, verán que hay alguien más. Y… tendrán que buscarme. No van a dejarme…
     Mientras su cuello, aquella corta y gruesa serpiente de carne y hueso bajo su cabeza, la única extremidad operativa que quedaba en aquella máquina abollada y desencajada que era su cuerpo se erguía un poco más, queriendo quizás poder mirar a los ojos de sus posibles salvadores, una imagen fugaz le llamó la atención… y sus autoadjudicados ánimos empezaron a esfumarse, mientras notaba una rigidez molesta en el cuello, sabor agrio en la boca y un temblor que trascendía las apagadas terminaciones nerviosas de su cuerpo.
     Estaba allí, acurrucada en el margen izquierdo, en la finísima línea en la que el bloque de cemento se hundía en la tierra. Centrado como estaba en ver dónde había despertado, no se había fijado en ella al principio. Pudo ver que estaba tan rota como él mismo: más que una moto parecía un acordeón despellejado. La mayor parte de la carrocería se había desintegrado, dejando un interior de carne metálica arrugada y vísceras que supuraban oscuros fluidos. Por un momento, temió que pudiese prender y estallar por mediación de una chispa surgida del último vestigio de calor de sus entrañas de dragón. Pero no. Estaba muerta y bien muerta, tan callada como una piedra y fría como un coagulo. Y, no menos importante, estaba con él. Tan ignorada e insignificante como él. Si no la encontraban, mucho menos le encontrarían a él.
     No pasa nada. Verán los pedazos que faltan. No está todo aquí. Verán que hay más… que hay más restos en la carretera. Los seguirán y…
     Nuevamente, la realidad se impuso y sus esperanzas, sostenidas por el inverosímil final feliz del cuento de Hansel y Gretel, dejaron paso a ideas más funestas. Lo que había entre personas y vehículos allá arriba eran pedazos de cristal y vidrio. Puede que no fuesen de los implicados, pero… ¿acaso importaba? Una vez terminada la fiesta, se recogía el confeti del suelo. Y el encargado de barrer no veía pedacitos de papel amarillo, azul, blanco, amarillo o multicolor, sólo veía basura de colores que retirar de la vista. Y lo hacía indistintamente. En su caso, seguramente sería igual: los heridos y muertos serían retirados, las ambulancias se irían primero y los policías poco después, alguien limpiaría el estropicio y los coches volverían a correr con fluidez por aquella vía nerviosa. Y él seguiría allí, sin poder moverse y sin modo de volver a casa, de comunicarse con nadie, de pedir ayuda… Por un momento el pánico se adueñó de él, al darse cuenta de que sí podía quedarse allí… y, por más tiempo del que podía, vivo.
     —¡Socorro! —por fin el miedo se manifestó, desgarrando su contraída garganta—. ¡Por favor, ayuda! ¡Estoy aquí! Yo… acabo de… ¡tener un accidente! Por favor…
      Estaba silbando una canción pop en el concierto de una filarmónica. Unos ocupados, otros a lo suyo, otros muy lejos. Pero no se rindió. Sabía que eso significa…
     No pienses en eso; sólo sal de aquí.
     Siguió gritando y gritando… en su fuero interno calculaba el paso del tiempo; estuvo así por lo menos durante quince minutos. Finalmente, tuvo que parar. La resistencia de su voz no daba más de sí. Y no logró interrumpir la ejecución de la función.
     Pasó como una hora, cuando todo acabó. Primero, unos cinco minutos después de su forzado descanso, las ambulancias, con sus luces amarillas y sus sirenas pitando. Luego llegó la grúa y, al parecer, un vehículo especializado. Estuvieron divagando mucho tiempo; era capaz de oír sus cuchicheos tanto como ellos eran incapaces de oírle a él. Los vehículos accidentados fueron remolcados y los que aún conducían se retiraron, sustituidos por los transeúntes habituales. Volvió un silencio incómodo, el del eco del coche a más de cien kilómetros hora al perderse, dejando tras él una estela de vacío.
     Y él se quedó allí. Tirado de espaldas mirando al cielo, con el cuerpo helado y las lágrimas brotando de sus ojos, ardiendo de frustración.
     —Por favor… ¡Por favor, quien sea! Que alguien me ayude…
     No pudo evitarlo; rompió a llorar con una voz ahogada y desgarrada, como si llevase puesta una carlanca por dentro, forzado a mover la cabeza para no ahogarse en sus propias lágrimas.
     No me han visto. No me han oído. Nadie sabe que estoy aquí. Y… y….
     Otra idea se le pasó por la cabeza. ¿Cuánto tiempo podría durar así? Impedido y, aunque no lo notase, seguramente con buena parte del cuerpo dañado. Y muy grave: Huesos rotos. Órganos perforados. Hemorragias internas. Sangre. Sangre como la de su frente. ¿Cuánta más? ¿Por dónde más?
     Empezó a sentir un frío extraño, ajeno al exterior, medio alejado por su abrigo. Más bien era como si se sintiese entumecido por completo. Era tan triste que le entraron ganas de reír: seguramente, su cuerpo le decía así que tenía las horas contadas.
     Con todo lo que tenía por hacer. Ya no podría repasar, ni podría ducharse. Y eso que, restregado como estaba sobre la hierba chafada y la tierra reblandecida por el rocío, como se presentase con esas pintas al trabajo, al encargado no le iba a gustar. Por no hablar de que el “señor” Domenech no estaba muy católico últimamente. Ese capullo. Le encantaría saber qué tipo de “suelo” tuvo que limpiar a lametones para llegar a un puesto así. Pero, y eso se lo recalcaba con frecuencia, “aquí la puntualidad es fundamental”. Bueno, tendría que echarse encima veinte litros de colonia y cuatro botes de desodorante, a lo mejor cambiarse de camiseta y chaqueta y parchearse un poco las heridas. No quería parecer un zombi recién revivido.
     Y Mireya, por supuesto. No se podía olvidar de su novia. Esa noche tenían para cenar lomo. Rico lomo adobado, con unas pocas patatas fritas y algo de kétchup. Ella siempre decía que el condimento no pintaba nada, pero… y la comida del día siguiente; le tocaba a él hacerla. Tenía pensado preparar pasta y, como no tendría mucho tiempo, había pensado hervirla esa misma noche y luego dejarla en la olla lista para calentar. Su madre solía decir que no estaba igual, pero ellos no le veían la diferencia. Además, a ella le encantaba cómo cocinaba; siempre se lo decía después de comer. Y era tan guapa… no quería darle un disgusto. Por lo menos pasar, para que supiese cómo le iba, aunque desde luego, a ese paso, lo mejor que podría hacer era ir directamente a…
     Una carcajada histérica, estridente, demencial, brotó de entre sus labios, desterrando aquellos pensamientos y cualquier otra forma de imaginación que su mente albergase en esos momentos.
     Mira que eres imbécil. ¿Has tenido un accidente, estás paralizado y tirado sin que nadie te vea… y lo que más te preocupa es echar en una olla unos espaguetis y llegar a la hora a ese curro de mierda? ¿No te acuerdas? ¡ESTÁS JODIDO!
     Si, era verdad. Seguramente se reía por eso. Pensar en la vida cuando se está muriendo es ridículo, pero… ¿qué otra cosa se podía hacer? Esperar, echarse una siesta para estar fresco cuando los refuerzos llegaran, rezar, seguir chillando…
    Mireya…
     Eso era. Ella se extrañaría de que no fuese a casa. O, por lo menos, de que no le llamase para comunicarle un imprevisto; puede que pasase la noche sin darle importancia… pero, por fuerza, a la mañana siguiente haría algo. Llamaría a sus padres; vería si algún amigo suyo le había pedido ayuda en un trabajo, quedar para salir o dormir en su casa por si le visitaban los fantasmas; ver si estaba en algún hospital porque algún cabrón le hubiese atracado al salir de Burger…. Al final, de todos modos, llamaría a la policía.
     Eso si no me llama a mí antes.
     Aquella posibilidad le suponía un problema. Su móvil. Tenía pensarlo recargarlo esa noche; no le quedaba demasiada batería. Pero igual aún estaría funcionando medio día más, o uno entero; puede que dos. Y, si ella le llamaba y no contestaba… pensaría que algo iba mal. No sabía si lo había perdido, se lo habían robado, lo había olvidado en clase… o sencillamente, la estaba ignorando porque estaba poniendo su atención en algo más importante. Como…
      Suspiró. Ella nunca había sido celosa. Pero también se lo había dejado muy claro: “Si alguna vez sospecho que me la pegas, no vuelves a casa. Porque, simplemente, no te vuelvo a ver”. Si pensaba algo así… lo ignoraría, sin más. Y ya podría rezar, pensando en quién pensaría en él. Aunque desde luego, si alguien establecía contacto, no podría responder, y mucho menos llamar él. A no ser que pudiese alargar la lengua más allá de toda realidad…
     O la polla. No sabes si eso aún te funciona.
     Decidió que lo mejor era esperar. Echarse una siestecita, intentando… acostumbrarse a su nueva situación. Después de todo, estar despierto iba a ser muy aburrido, y sólo serviría para cansarle más. Mirando las nubes grises, iluminadas con el amarillo que subía desde las farolas, cambiando su distancia y su forma con lentitud milimétrica…
     Se decidió a cerrar los ojos y respirar hondamente, intentando relajarse. Pero no iba a ser posible; o fácil, al menos. Aquellos malditos coches; que fácil era para ellos moverse a toda leche. Y, lo que más le enfurecía, ignorándole. No es que fuesen a verle, sino que seguramente, si en vez de en la mediana estuviese en medio de la carretera, simplemente le pasarían por encima sin frenar. Aquello, por algún motivo, le hizo reír, al darse cuenta de que al menos acabaría rápido. Pero era un martirio, con balas gigantes contra el infinito en vez de gotas de agua contra una frente. Si el tráfico fuese continuo, a lo mejor podría descansar. Pero aquella sucesión de silencio y sonido fugaz, prontamente vaciado para ser recargado… Una mecánica que fácilmente echaría a perder el balón de mejor calidad. Y, en ese caso, el balón era su cabeza.
    Frustrado el reposo, volvió a fijarse en el cielo, pensando que, a lo mejor, podía verlo como su poster en 3D particular. Y, si se centraba lo suficiente, conseguiría ver dibujarse alguna estrella.
     Fue entonces cuando lo sintió, en algún punto entre el estómago y la cadera. El hormigueo, sospechosamente familiar, incómodo pero a la vez reconfortante, al permitirle sentir una sensación conocida.
     O no. Eso no, por favor.
     Era tan triste. Y tan humillante. Empezaba a tener ganas de ir al servicio. Se estaba “haciendo pis” como un niño pequeño. Y, lo peor era que, como no lo remediase, iba a tener el final habitual.
     Sacudió con fuerza el cuello, como queriendo asentir, buscando que milagrosamente el esfuerzo se transmitiese columna abajo, agitando su cuerpo y, con suerte, bajándole los pantalones. Sabía que era imposible pero le aliviaba, al menos un poco. Después de todo, era el principio de la necesidad. Luego sería irreversible.
     —¡Ayuda! —lanzaba sus frustrados y temerosos gritos hacia los dos lados, los dos desiguales espejos enclaustrados en el hormigón—. ¡Socorro, por favor! Ayuda…
     Sus gritos fueron breves. La garganta aún le dolía y, obviamente, la gente, especialmente en las autopistas, se guiaba más por la vista que por sus orejas.
     El tiempo pareció aminorar para él mientras seguía igual para el resto, con la presión aumentando y la sensación apretando su entrepierna como un incómodo calzón a medida que se ponía más nervioso.
     ¿Y, si lo siento… no puede ser que aún me pueda…?
     Aquel momento de iluminación fue tan fortuito como improductivo… y tardío. Con la lentitud de una travesía sobre carbones ardiendo, empezó a notar como la presión aminoraba y una tenue sensación de calor empezó a ascender por su cuerpo, hasta alcanzar su enrojecido rostro. Aquello ya había pasado; por lo menos la peor parte. Y, si bien ser encontrado en esas condiciones no contribuiría a mejorar su moral, al menos, ya había salido de dudas sobre algo.
     —¡Venga, cabrones! ¿Queréis parar de una puta vez? ¡Hijos de puta! ¡Iros a tomar por culo con vuestros coches de mierda…!
     Los momentos en que su garganta recobraba la suficiente consistencia para emitir voces, arrojaba una lluvia de odio que esperaba salpicase los coches como terrones de barro, pero parecía que sólo estallaban como gotas de lluvia contra el parabrisas. Lo había pedido por las buenas. Por favor. Suplicando. Jurando por lo que más quisieran que daría lo que quisiesen… y seguían pasando de él. ¿No era lógico pasar al segundo paso de las relaciones hostiles: pedir las cosas por las malas?
     —Cabrones… si al menos vieseis por dónde vais, yo… no tendría que estar… tan… ¡Jodido! Joder.
     Por desgracia, aquellas explosiones eran tan esporádicas como los géiseres en un lago helado. Empezaba a notar el cansancio, seguramente debido a la vida que perdía…
     No lo podía creer. ¿Cuánto tiempo más tendría que esperar? ¿Y para qué? Para salir de allí. Para morir y pudrirse ¿Cómo? Desangrado, deshidratado, contusionado… pero lo que más le enfurecía era el hecho de que nadie acudiese en su ayuda.
     Si fuera rico… Joder, cinco minutos de retraso y ya habría un helicóptero sobrevolando el puto país de lado a lado. Pero no… y la gente pasa… todos pasan hasta el culo.
     Pensó en sus padres. Siempre le habían tratado con cariño, severo y disciplinado, pero cariño. Le compraban los juguetes que quería si demostraba ser digno de ellos. Le apuntaban a actividades extraescolares si se esforzaba. Se alegraban por él y le felicitaban con cada triunfo. ¡Pero ahora, que les necesitaba de verdad!
     Era tan fácil ser padres. El proceso para lograr el puesto siempre era agradable, se quisiese o no; aun cuando se iba en serio a tener hijos. Tener hijos sólo para presumir de una bonita foto familiar. Cuando puedes librarte de ellos seguro que das saltos de alegría. Él mismo tenía un hermano, más pequeño. Estaba en su último año de instituto. Aún… era un niño. Se rió de la idea.
     Si se cayese… o se tirase de cabeza a un río… se irían de cabeza con media armada para sacarlo. Y porque les harían ir a punta de pistola.
     Una cosa en la que pensar; de hecho ya la había decidido: si salía de allí nunca tendría hijos. Aunque a Mireya no le gustase la idea. Claro que, ¿qué sabía él? Llevaban siendo novios seis años; llevaban dos viviendo juntos. ¿Pensar en el futuro? Cada día. Pero ese tema en concreto, nunca lo habían comentado…
     ¿Importa algo? La muy puta, amenazando con dejarme si sospecha… Sospechar. Si le importase un poco, el móvil ya habría sonado media docena de veces, y no seguiría así… tirado, helándome y apestando a meado…
     Empezó a apretar los dientes, en un intento por contener el dolor; la agonía que le desgarraba desde más allá de su cuerpo impedido. Estaba solo, y no sólo en aquel momento crítico. Siempre lo había estado. No le había importado nunca a nadie... salvo a sí mismo. Y el dolor crecía, en forma de masas iridiscentes que amenazaban con acelerar su destrucción. Y tuvo que arrojarla fuera. Contra otros.
     Y así se pasó la noche, maldiciendo. Sus amigos, puñado de caras inexpresivas de estúpida sonrisa pintada, que sólo se acercaban a él para aprovechar su carisma para intentar pillar cacho. Sus compañeros, de colegio, instituto o universidad; qué más daba si sólo se distinguían por cuánto pelo tenían entre las piernas; siempre iguales, simpáticos para sacar algo de alguien pero los primeros en olvidarse de uno. Los profesores, sufridos (se rió, esa era buena) e incomprendidos trabajadores que intentaban impartir conocimiento a alumnos que les ignoraban, cuando en verdad a esos cretinos prepotentes con aires de grandeza sólo les importaba cobrar al margen de producir imbéciles; su jefe, un pusilánime maricón que sólo sabía culpar a otros de lo inútil que era; sus tíos y primos, insoportables despojos de las ramas torcidas del árbol familiar podrido y carcomido que se caía a trozos…
     Ya fuese el cansancio propio del propio paso del tiempo o que la ira que dejaba sus pulmones en forma de frío vaho creó una niebla alucinógena que acabó nublándole el juicio, lo cierto era que debió perder la consciencia en algún momento. Lo último que recordaba era haberse pasado la noche insultando a todo y a todos. Incluso a un gato que surgió de la nada, escurriéndose sobre el quitamiedos y la barrera, para detenerse un momento en la mediana. Cuando pisó el hueco entre los baladres se detuvo un momento, mirándole con sus ojos amarillos y fríos surgidos de aquel cuerpo estilizado, blanco salpicado de parches naranjas y negros como un pez de colores de tierra.
     —¿Y tú que cojones miras? —recordó haberle visto, levantando la cabeza lo más que su tenso espinazo le dejaba—. ¿Qué vas a hacer? ¿Mearme? ¿Cagarme? ¿Vas a venir a comerme? ¿Quieres arrancarme los huevos? Pues venga. ¡¿A qué esperas?!
     El animal se mantuvo unos segundos inmóvil, mirándole con aparente curiosidad. Luego saltó en sentido contrario, siguiendo su camino. Y él, en su fuero interno, se preguntó por un momento  qué habría pasado si su provocación hubiese surtido efecto. Si quisiese, el gato podría matarle. Aparte de escupir y morder, estaba indefenso. Pero el animal se marchó después de mirarle. Y, en sus ojos, creyó ver algo. ¿Asombro, desprecio, odio? No. Aquellos ojos grandes y brillantes rebosaban de otra cosa. Compasión. Lástima.
     Apretó los dientes, deseando que el animal fuese atropellado, que su cuerpo reventase y sus intestinos salpicasen de rojo la calzada. Después de todo, le odiaba. Porque, al contrario que él, aquel gato seguía vivo. Y a salvo. Y en su hogar, aunque fuese yendo de un lugar a otro, las habitaciones de una gigantesca casa sin paredes ni techo llamada mundo.
     Después volvieron las lágrimas, y luego todo se tornó gris… hasta que sus ojos vieron como el amarillo eléctrico se esfumaba y el cielo, las nubes y hasta el aire, eran grises. Se había hecho de día.
     Al volver en sí se sintió como si pasase juntos los efectos de dos noches seguidas de insomnio con resaca post coma etílico. Por un momento, le pareció que la visión oscura del día se debía a sus propios ojos, que sentía derretirse dentro de sus cuencas como caramelos sobre una hoguera. Le dolía la cabeza horrores; tanto que tuvo que parpadear varias veces, emitiendo flashes como una cámara, descargando aquella rebosante batería que eran sus sienes. El cuello estaba agarrotado, tanto que llegó a temer haberlo roto como el resto de su cuerpo; y tenía la boca seca por completo, con un regusto amargo a…
     A sangre.
      Por lo menos, estaba vivo; para bien o para mal eso era, de momento, lo más importante. Si había vuelto a sucumbir a la llamada de la naturaleza durante la noche, lo ignoraba. Pero, y eso era lo peor de todo, ahora sí que no iba a poder hablar. Su garganta debía parecerse a la moto que tenía delante; aplastada y reventada como un matasuegras después de Nochevieja. Y, a partir de ese momento, cada gota líquida que saliese de su cuerpo no iba a ser muy distinta a la sangre, ahora reseca y encostrada, de su frente. Estando como estaba, eso sería con diferencia lo peor; la lenta e infernal muerte por deshidratación, resecándose como una figura de barro hasta no dejar de él más que una gigantesca, marrón y arrugada hoja que se quebraría en mil pedazos al ser pisada.
     Así que se tendió y contempló el cielo. No llegó a ver ninguna estrella, pero ahora había algo. Y, aunque no emitía luz, brillaban con luz propia; tal era la forma en que se hacían notar. Como cometas atrapadas en los círculos de un remolino, las gaviotas de largas alas se congregaban en una masa compacta de pájaros que giraban, seguramente esperando a que una corriente propicia orientase su rumbo hacia un tesoro en forma de basurero.
     Por un momento, sus ojos se dilataron, mientras el surtidor de su pecho empujaba con fuerza incrementada la sangre que le quedaba. No la había visto, pero había oído hablar de una película de Hitchcock. ¿Y si aquellos carroñeros del mar le veían? ¿Se tirarían sobre él en bandada y le picotearían y le sacarían los ojos y arrancarían la piel y desgarrarían su carne hasta no dejar más que los huesos? ¿Y, si no ellas, lo harían otros pájaros? ¿Urracas, grajas, cuervos… buitres? No sabía, ni creía que hubiesen por allí, pero era posible. Por lo menos, en ese caso, morir sería una certeza y sería rápido, aunque para llegar a ese final tuviese que recorrer descalzo un breve pero amplio sendero de cristales rotos y metales puntiagudos.
     Por un momento, volvió a controlar su mano, que se cerró en forma de puño para sostener su corazón, que saltó del pecho presa del pánico. No podía perderlo, si lo hacía moriría. Y no podía dejar que hiciese tanto ruido; llamaría la atención de los pájaros. El tiempo, nuevamente, pasó rápido. El sol empezó a iluminar el cielo, que poco a poco recuperó su tono azul habitual. Y, a medida que el día arreciaba, las gaviotas se fueron. Pudo respirar de nuevo, a medida que el tremendo terror que le inundó se difuminaba. Podía calmarse un poco, aunque fuese sólo por un tiempo. Después de todo, cuanto más tiempo pasaba, mayor era para él el peligro.
     Como en una escena a cámara lenta, vio aquel maldito y despiadado círculo brillante colocarse en el centro, cada vez más pálido, al igual que la temperatura del aire subía estremecedoramente. Si pudiese temblar, seguramente podría disipar el frío, que le hacía sentir la cara como una esponja reseca, causando picores que sólo podía paliar agitando la cabeza. Y el calor… Una de las cosas que más temía llegó. Una gota, una sola, minúscula y salada, se escurrió desde su frente a sus labios. Y empezó a sentir frío; el frío instintivo del miedo, en respuesta a una necesidad. ¿Bastaría el temor a la muerte para resistir a la naturaleza? ¿Contrarrestaría el calor lo suficiente para que no tuviese que sudar? ¿Podría aguantar, al menos, otro día sin deshidratarse? Pensó que una lluvia le vendría bien. Acabaría empapado, frío y debilitado, sumándosele el riesgo de acabar con una neumonía o algo peor (¿y qué; habiéndole tocado todo el lote, qué más daba una desgracia más?) pero al menos podría beber un poco y refrescarse también. Claro que, pensándolo bien, aquello podría tener otra consecuencia. No estaba seguro, pero le daba la impresión de estar en desnivel, como si hubiese un hundimiento en la zona de la mediana sin pavimentar. Y, si empezaba a llover, ¿hasta dónde subirían las aguas? ¿Podrían llegar a ahogarle? Por un momento visionó todo el proceso: las gotas, como finísimas y cortas agujas, cayendo en legión del cielo como almas suicidándose; los charcos haciéndose cada vez mayores, como amebas deseosas de engullirlo todo, poco a poco reptando sobre él, cubriéndole, hundiéndole en el fondo que ellas mismas creaban mientras estiraba su cabeza como un burdo esnórquel, cada vez más lejos de la superficie, hasta quedar por debajo…
     Curiosamente, la idea de perder el oxígeno bajo el agua le hizo jadear, una forma igualmente válida de intentar mantenerlo ante el sol. Éste, por curioso que pareciese, pareció apiadarse de él por un momento. Parecía que su intensa luz disminuía, como queriendo aliviar su sufrimiento. Y, poco a poco, las nubes, las preciosas nubes, las siempre blancas y esponjosas nubes, se iban acercando a aquella bombilla infernal y omnipotente para servirle de sombrilla. Era curioso: blancas y esponjosas, como bolas de algodón envueltas en alcohol para desinfectar una herida… parecía que todo lo que tuviese esa forma estuviese concebido para ayudar de algún modo a quienes sufrían. Así, unas cinco horas después de amanecer, y a pesar de ser mediodía, el día se había nublado bastante. Aquello le hizo sentirse lo bastante seguro para intentar pedir ayuda. Pero la situación era, primordialmente, desalentadora: aún no era hora punta. Pasaban muy pocos coches, con intervalos de, al menos, un cuarto de hora o veinte minutos o más. Y ni siquiera podía verlos. Quizás, pensó, algunos serían coches de policía, en dirección a otro accidente. Y aquello le hacía pensar en su mala suerte. Todo podía acabar con algo tan sencillo como un pinchazo o un motor recalentado. Pararse, poner los triángulos y… llamar al móvil y esperar. Triste. Hacía diez años se acercarían al borde a llamar a aquellas llamativas cabinas rojas con las siglas “S.O.S” sobredimensionadas a pedir ayuda. Entonces, quizás, por simple curiosidad, se asomarían y le verían. Pero eso no iba a pasar.
     El día pasó, volviéndose gris de un modo digno de un fundido en el cielo. Había tenido tiempo de meditar. De intentar hacerse a la idea. Pero era difícil, sobre todo cuando lo que sentía afloraba de esa forma. Tenía hambre. Le dolía con ganas el estómago, golpeándole desde dentro en un intento por llenar su vacío. Y se había tenido que mear otras dos veces, por no hablar de… No estaba seguro de si la carga había subido, pero, desde luego, tenía que agradecer que en aquel pequeño valle artificial no hubiese viento, al menos en contra.
     Peor que el miedo, sin embargo, era la impotencia, la sensación de estar indefenso y a merced de un mundo hostil que parecía querer arrancarle la agonía como quien corta a una mosca las alas. Y, precisamente, uno de aquellos bichejos asquerosos, azul y peludo, acudió hasta él. Se le posó en el pecho, fijando sus grandes ojos rojos en él como si le mirase. Seguramente, el hedor que emanaba de sus mancilladas prendas interiores había atraído a aquel comebasuras asqueroso, al que probablemente no tardarían en unírsele otros muchos. Y en aquel rostro chato y coriáceo, sin boca ni nariz, creyó ver una sonrisa, como si estuviese leyendo su destino. Y lo vio: un cuerpo reseco de piel desprendida, ajado por el sol, abriendo resquicios donde los jugos vitales quedaban retenidos, al alcance de bichos como aquel y sus larvas, que le infestarían en forma de marea de gusanos blancos…
     Furioso, apretando los dientes para reprimir un inútil gemido, agitó su cuello, forzando al insecto, con el pequeño seísmo, a alzar el vuelo; sólo para posarse unos centímetros más abajo, más cerca de su paralizada cadera.
     Vete, joder. ¡Vete! Yo todavía… no estoy muerto…
     Cometió, en ese momento sombrío y lúgubre, un nuevo error; un error que le forzó a reírse nerviosamente, en un intento por olvidar lo que sentía, de bloquear sus lágrimas, de no romper a llorar. La estupidez de hacerse una simple pregunta:
     ¿Por qué… a mí? ¿Qué he hecho para merecerme esto?
     Pensó en su vida en las últimas semanas y meses; incapaz de ahondar más en la sima de la memoria. Había tenido una breve disputa con Mireya sobre a quién le tocaba hacer la colada. Las evasivas subieron de tono, los reproches pasaron a insultos. Recordó que sintió la tentación de cruzarle la cara. Había faltado, a principios de mes, a una cena familiar a la que a sus padres les hacía ilusión que fuese. Había preferido salir con su novia y unos amigos de fiesta. A la mañana siguiente, cansado y con aquel plan borrado por completo de su mente, se había dedicado a evitar sacar el tema, por lo que la comunicación con sus padres durante las últimas semanas había sido remota. Y un profesor le había criticado duramente un trabajo de evaluación porque “las fuentes no estaban del todo contrastadas”. No le dio un puñetazo por respeto. Eso sí, tuvo la tentación de esperarle fuera y anotar cuál era su coche. Quizás, ese año, la ITV, como el frío, se adelantase.
     Malos pensamientos, nada más. Ideas locas de una mente joven dejándose llevar. ¿Podría, de algún modo, haber influido en aquel desmedido castigo? No, era imposible. Pero…
     Notaba como su tiempo pasaba, la barra de incienso se agotaba segundo a segundo, impregnando el ambiente con el hedor de los orines y el fallecimiento, el miedo y la desesperanza. No sabía si saldría bien, al no poder juntar las manos en plegaria. No era algo que le hubiese llamado mucho en su vida; desde el día de su comunión casi había olvidado cómo rezar el padre nuestro. Pero aun así, cerró los ojos y rezó.
     Por favor, lo ruego. Dios… dioses… no sé quién es el que manda, o el que rige el mundo, ni cuántos son. Pero por favor… no sé qué he hecho, pero… ¿no es esto suficiente? Por favor. No quiero acabar así. Si… si salgo de ésta, juro que haré lo que sea. Sí… si me dices qué eres, me apuntaré a tu religión. Pero por favor, Dios, Alá, Júpiter… lo que sea, por favor…
     Se detuvo por un momento. Se había hecho el silencio absoluto. Ni la brisa soplaba ni los coches pasaban. Por unos minutos, hubo calma. Llegó a pensar que, de algún modo, iba a oír una respuesta a su oración, un mensaje de salvación. Pero no llegó. Nadie contestó a su llamada. Seguía inmóvil en el suelo, con los pantalones sucios y dolor de cabeza. Simplemente, los minutos pasaron y alguien que tenía prisa le recordó dónde estaba.
     Sin nada mejor que hacer, reposó la cabeza sobre la dura y rugosa tierra y cerró los ojos, esperando, simplemente, el final, mientras se mordía el labio.
     Hay que ver. Más de veinte años y no sabes ni rezar.
     El día siguió, sin interrumpirse por nada, y mucho menos por él. El gris se fue intensificando hasta que, finalmente, el negro se formó sobre él y las farolas volvieron a encenderse, derramando su brillo sobre las tinieblas del asfalto. Y esa noche iban a hacer falta.
     Debía de haberse quedado dormido. O haberse desmayado; no lo sabía. Cuando volvió a pensar, ya estaba oscuro. Y, para cuando la electricidad se hizo ver, apreció un detalle que le estremeció.
     Niebla; como nubes descolgadas del cielo en forma de enjambres de minúsculos mosquitos, pululando sobre todo sin distinción y reventando en una fresca película acuosa. Aquello podría saciar su sed, pensó. Pero poco importaba ya. No iba a durar mucho, eso lo sabía. Y, más que nada, lo que iba a hacer era impedir que nadie le viese. Su última oportunidad de salvarse.
     No estaba seguro de haber dormido nada en las veinticuatro horas que llevaba allí. Pero, por primera vez, se sentía cansado. Su visión se veía oscura, no tanto por las sombras como por una intrusión nebulosa, tan oscura como la tinta, que distorsionaba incluso las bombillas elevadas. El dolor de su cabeza parecía disminuir, como invitándole a relajarse y descansar. Y, lo más curioso, le pareció volver a notar su cuerpo; pesado, como embutido en un bloque de hormigón. Aparte de la parálisis que ya había asimilado, le costaba mucho mover el cuello. Girar la cabeza. Apretar los labios. Sacar la lengua. Parpadear. Respirar.
     Mantenerse consciente se convirtió en un ascenso contracorriente por una catarata. Le animaba el miedo absoluto; la certeza irrefutable de que, esa vez, sería la última si se dormía.
     No voy a… ya habrá tiempo de dormir después.
     Era una situación terrible. Cada vez que parpadeaba, al bajar los párpados, los sentía adherirse como cubiertos de cola, como si se fundiese su piel. Y la frenética y desesperada vocecita de su conciencia le forzaba a abrirlos como un arcón del tesoro.
     ¡Maldita sea! ¿Por qué? Soy tan joven… no tengo aún ni veinticinco. Hay tanto que quiero… Ver el mundo, ir a sitios, hacer  cosas, conocer gente… Papá. Mamá. David. Mireya…
     Los recuerdos se agolparon, llenando por un momento su rostro con imágenes fotográficas y acciones pasadas. Nítidas, sin el peso de la inminente derrota. Y, con ellas, las lágrimas, purificadoras, liberadas. Al demonio la deshidratación. Mientras lloraba, su visión se volvió nítida, como si arrastrasen el hollín que se había adherido a sus ojos.
     No quería morir. Obviamente, no era algo que controlase. Pero, si tenía que ser, que fuese repentino, inesperado e irreversible… no tener que esperar allí a caer hasta no poder levantarse (se maldijo a sí mismo por lo inadecuado de la alegoría) y sabiendo que se sentía olvidado por todos. Que le buscarían y no le encontrarían. Y que, pese a todo, ni siquiera podría decir adiós. A los que, por más que se opusiese, eran las personas a las que quería.
     La niebla, como si quisiese engullirlo, empezó a alzarse sobre él, bloqueando la luz y dándole la impresión de estar atrapado en una vieja telaraña cubierta de ceniza. Como si, a su modo, la propia carretera le estuviese preparando la partida al otro mundo. De un momento a otro, podía esperar ver surgir de entre la bruma la funesta comitiva que le alzaría hasta la barca más allá de Estigia[1]. Y, en la tierra, su cuerpo cubierto de gotitas líquidas, la forma más burda y sencilla de ataúd.
     La humedad no hizo sino agravar su situación. Sus ojos, a la vez que pesados, se sentían pegajosos.
     Parece… que ahora… sí que va a ser...
     Ya sin más lágrimas, fundidas las últimas con aquella lluvia casual, se dispuso a dejarse llevar por una vez… y, en ese momento, sus ojos se abrieron. Había tenido una curiosa revelación.
     Se vio a sí mismo de pequeño, un domingo por la mañana, en un parque, con su hermanito David tras él, persiguiéndole en su primera “bici de mayores”. En su breve trayecto se salió de un bordillo y se cayó, raspándose las rodillas y dándose un buen golpe en la cabeza. Recordó cómo sus padres le condujeron corriendo al hospital. Cómo estuvieron todo el tiempo junto a él en la cama mientras le vendaban el cráneo fracturado, apretándose las manos y respirando con dificultad, mientras su hermanito lloraba el dolor que él sentía.
     Sí, se habían preocupado por él. Cómo lo estarían pasando ahora. Y, si bien la noticia de su muerte les causaría dolor, sabía que le recordarían. No sería olvidado. Y quedaba su hermano. Con él, la familia podría volver a reír. Y recordar los buenos momentos que pasaron juntos.
     Y Mireya… no iba a divagar sobre si la quería o no. Su mente estaba en otra cosa. Esa misma semana, el lunes y el martes. La había visto rara… como si le evitase, con cara prieta, de preocupación ante algo propio, un secreto que intentaba ocultar. Y, cuando se aproximaba a ella, lo repelía, poniendo alguna excusa. Aquello, a primera instancia, le causó una muy mala impresión. Hasta que recordó que, muy posiblemente, tenía motivos para estar de mal humor. El período. Debía caerle por esa fecha…
     Ahora veía claramente la simpleza en la que no cayó entonces. Sí, tenía que bajarle la regla esa semana, estaba seguro. Pero no vio envoltorios de compresas en la basura, o tampones en el váter, ni le pareció que hubiese dejado ropa interior mínimamente manchada de sangre. O sea que…
     Por un momento, su respiración se cortó, atormentado por la paradoja. Lo que podría ser una razón de alegría, en su situación, se convirtió en un nuevo tormento. El  ardiente y desgarrador filo de la incertidumbre. Recordó que la semana pasada… ¿Era posible… que lo que estaba pensando pudiese ser? ¿La primera vez desde que estaban juntos en que le… dio pereza bajar a comprar preservativos? ¿Podría  significar…?
     Sólo pudo sonreír. Si era así o no, sólo podría conjeturar, y se le agotaban las fuerzas incluso para eso. Seguramente, sería mejor acabar ya. Irse creyendo que el sueño que dejaba detrás era real, antes de que la realidad le trajese remordimientos.
     Inclinó la cabeza de lado, hacia la izquierda, mientras, por primera vez en todo el día, se reía de verdad. ¿Por qué mortificarse? ¿Por qué culparse de lo que pasaba? No, no era su culpa. Simplemente… pasó y punto. No tenía de qué arrepentirse. Mientras vivió, había llevado la vida que había querido. Había sido feliz. Y le quedaba el consuelo de pensar que aquellos a los que hizo felices le mantendrían vivo. Ya fuese como recuerdo… o como eslabón en la siempre creciente cadena de las generaciones.
     Con un esfuerzo, abrió los ojos una última vez. Y la vio. A su lado, tan cerca que podía olerla. Una flor roja de cinco pétalos, cintas en el pelo ondeadas por el viento. Una amapola. Centrado siempre hasta ahora delante de él, no la había visto hasta ese momento.
     A su modo, algo que celebrar. Había oído decir que su esencia era somnífera. Quizás, podría usarla para paliar un poco su resistencia natural y poder irse tranquilamente…
     Aquello le hizo recordar algo más. Aquella era una flor de la primavera. El cambio de estación estaba cerca; quizás ya llegase, dejando una tierra verde, florecida y soleada una vez el sol despejase la niebla. Quizá, pensó a su manera, su destino era un sacrificio. Una ofrenda a la nueva estación, para asegurar que la vida volvería tras el gélido y funesto invierno. Para asegurar que aquellos a los que dejaba atrás tendrían futuro.
     Bueno, si es así, pues vale. Y si no… qué más da.
     Aspiró con fuerza, sin notar olor, pero sintiéndose, de pronto, liviano. Como si por fin se alejase de aquel lecho de muerte sobre el que llevaba una noche con su día. Se dejó caer, inconsciente por fin, con una sonrisa en los labios, contento de saber que, por fin, se acababa el dolor y las moscas tendrían su festín. Y con un último pensamiento: que su cuerpo fuese encontrado. Aquel trozo de tierra entre dos autopistas iba a ser, de ahora en adelante y para siempre, su legítima tumba. Al margen de ser sepultado en un nicho, coronado por una losa de piedra, tendría que ser allí, sin duda, donde se inscribiesen las palabras sagradas que ahora se hacían realidad: Requiescat in pace.
     Sin pararse por nada, el sol acudió puntual como siempre a su cita con el horizonte, despejando las brumas nocturnas como quien limpia una superficie mojada con un trapo. El mundo volvía a despertar.

     Un mundo vivo, siempre en acción, siempre cambiante, donde todo cumple una función y nada es eterno, siendo todo y todos perfectamente sustituibles. Y, quizás por ello, cada vez que una de sus partes sufría un percance, se hacía necesario conocer su destino, para saber hasta qué punto la pérdida era reparable.
     Varias voces reclamaron que un ser querido no había vuelto. Sin nada visto en los trayectos habituales, un ojo subió en el cielo, buscando en aquellos recovecos que suelen ignorarse a ras de suelo. Y lo vio. Con la rapidez de la urgencia a vida o muerte, el flujo de la arteria fue cortado por un torniquete de vehículos luminosos durante unos segundos, mientras el elemento extraño era extraído del organismo. ¿Vivo o muerto? No lo podían precisar, el cuerpo estaba caliente pero no reaccionaba. Con lo último que se pierde en mente, una máquina sin más fin que vomitar  descargas se encendió y dos finas serpientes besaron un frío pecho desnudo, descargando la furia del rayo con la esperanza de producir una chispa lo bastante pequeña para lograr avivar el largo fuego de la vida.



[1] Río Estigia, frontera entre la tierra y el hades (reino de los muertos) e la mitología griega.
DANZANDO ENTRE FANTASMAS

     Nada se recuerda mejor que una experiencia única, por muy infantil o patética que ésta sea. Los fantasmas, por ejemplo, no existen. Por eso, a sabiendas desde hacía tiempo de que no eran reales y habiéndoles perdido cualquier atisbo de miedo desde hacía todavía más, y aunque aquel recuerdo fuese ahora una mancha en su memoria cargado de risa y vergüenza, László nunca podría olvidarla. La noche en que, por un instante, la fantasía fue real. La noche en que vio un fantasma.
     Era otoño, cuando los días son cortos y las noches frías; cuando los padres quieren descansar de sus largas y duras faenas y los niños quieren volver pronto a sus casas nada más acabar el colegio, especialmente en una tierra donde se conoce el miedo. En aquella casucha miserable, de un pueblucho miserable de aquel país pobre y perdido en el este de Europa de cuyo nombre ni quería acordarse. De hecho, aquello en realidad no tenía nombre porque ni siquiera era un país, teniendo que limitarse a la dignidad de “frontera”.
     Aquella noche, no especialmente fría pero sí más ventosa de lo habitual. No era demasiado tarde, pero ya era por completo de noche. Las bombillas que colgaban de los techos con viejas goteras parpadeaban al ritmo que el fuego consumía la madera en la chimenea. Su madre lo llevó del colegio directamente a casa, de donde se fue a trabajar, mientras su abuela se quedaba a cuidarles a él y a su hermano. En un futuro, sería el mayor de cinco, tres hermanos y dos hermanas. Pero, con cuatro años, el bebé de dos meses no había conseguido quitarle aún el título de “niño pequeño de la casa”. Ocupada con su hermanito, la anciana dejaba al chaval vagando por la destartalada casa y el abandonado patio de aquella ruina periférica. Allí, como de costumbre, tras mirar con desgana el cuaderno de pueriles dibujos con frases blandengues que debería leer, se entretuvo vagando por la tierra, jugando con un viejo balón raído y haciendo girar una peonza de madera, a la espera de que la creciente oscuridad y el apremiante frío lo agotasen hasta que entrar en casa y no salir fuese una necesidad y no una opción. Unas dos horas después de llegado el momento, su padre llegó de la fábrica. Como de costumbre, le dedicó un beso a su abuela y otro a él, un par de carantoñas al pequeño y luego se sentó en el salón, donde puso la tele e intentó ojear un periódico amarillento. Él sabía bien que era mejor dejar a su padre en aquellos momentos. Era un hombre cariñoso pero rudo, al que el trabajo extenuante le quitaba cualquier gana de jugar con sus hijos; y poseído de un tremendo orgullo que llevaba a reprimir cualquier muestra de “estupidez o debilidad” a golpe de mano. Su madre, en cambio, más cariñosa y atenta, lo llevó con ella como pinche de cocina mientras preparaba la cena, una espesa sopa de verduras que la familia solía degustar noche sí y noche también. Consumida con abundante pan, su final marcó el momento del postre para el bebé, que estuvo varios minutos colgando del pezón de su madre, marcando con cada trago el tic—tac de la cuenta atrás para que los niños se fuesen a dormir. La pequeña habitación, con paredes recubiertas de yeso de tono pardo, difícil de precisar si por una pintura vieja o por efecto de la humedad, era compartida, con la pequeña y tosca cama sepultada bajo una gruesa manta y varias sábanas a la izquierda y la vieja y desconchada cuna en la que él mismo durmió hasta hacía pocos años a la derecha, presididas por una única ventana que daba al exterior. Cosa que le molestaba un poco, ya que cada vez que a su hermanito le daba por pedir algo por la noche, él debía ser testigo involuntario, incómodo y somnoliento, de cómo lo limpiaban, amamantaban o consolaban. La mujer los arropó y luego apagó la bombilla que colgaba de un corroído cable en el techo; marcando el final del día y el principio de aquel intermedio de silencio y paz que era la noche.
     O, por lo menos, así solía ser. Por pura coincidencia, aquella noche invernal tuvo mucho viento. Levantado de improviso, soplaba con violencia, a tanta velocidad que sus silbidos se le clavaban en los oídos como agujas y con tanta fuerza que temió por momentos que las cuarteadas paredes de la casa se desmoronasen. Consiguió, además, dotar de una vida pasajera e inconsciente a ciertos elementos de la casa. Uno de los postigos de una ventana del salón, siamés de su cuarto, no estaba bien cerrado y había sido arrancado por las brutales ráfagas, que ahora le propinaban una verdadera paliza, estampándolo una vez y otra y otra contra el muro exterior, intentando que sólo quedasen de él astillas. El niño oía los golpes, le impedían conciliar el sueño. Su hermanito, por el momento, dormía, pero sabía que en el momento en que su concentración se turbase un ápice, rompería en llantos. Podía, eso sí, tardar horas. Y él tendría que soportar, hasta entonces, los gritos de dolor de la madera golpeada.
     Tras dudar por unos momentos en sí debería llamar o no a sus padres, László decidió que ya era lo bastante mayor para hacer aquello. Con sus pies cubiertos por desgastados calcetines de lana por los que asomaba un pulgar como un gusano gordo, caminó de puntillas sobre el suelo helado fuera del dormitorio, a la tenebrosa sala donde pasaba el día a día, buscando con su oído la ventana rebelde. La localizó a su derecha, justo debajo del perforado y carcomido sofá desde donde veían la tele. Que, mira por donde, serviría de alzas para sus cortas piernas en su particular misión.
     Con el corazón latiendo acelerado, con esa emoción del niño que hace cualquiera cosa solo por primera vez, se encaramó al blando asiento y escaló el duro reposabrazos de madera. Sí, de hecho lo podía ver; el manto cuadrado y macizo de oscuridad acercarse lentamente a la ventana como si fuese a cerrarse solo para luego, con la impetuosidad espontánea de la joven que se arrepiente en el último segundo de una cita a ciegas, lanzarse a la huida, estampándose contra el lateral con un estampido, presa de la irrompible esposa del gozne.
     Muy lentamente, con cuidado, el niño acercó su corto brazo, mientras su cuerpo se mantenía en bamboleante equilibrio, hasta llegar al cierre de la ventana. No tenía más que esperar a que el postigo batiente volviese para asegurarlo, como había visto hacer ya mil veces desde que tenía uso de razón. Giró la deslucida manija de metal y la apartó. No pudo reprimir un grito a la vez que hacía amago de cubrirse el rostro con las manos; una repentina ráfaga empujó el marco acristalado, que casi se estrelló contra él y se detuvo de milagro antes de golpear la pared, despertando a toda la casa y, seguramente, haciéndose añicos. Dando un ligero traspiés, del que por suerte siguió en pie, László se rehízo. Volvió a estirar ambas manos hacia adelante, esta vez listo para agarrar aquel traicionero pedazo de madera. No debía faltar mucho para que volviese…
     En ese instante se contuvo. Había visto algo más, al otro lado del marco abierto, pasar un momento por delante de él. Algo alargado, aplanado y etéreo que pareció asomarse tras el canto de la ventana para, al comprobar que había alguien, retroceder. El niño quedó paralizado por unos momentos, sin saber qué era o podía ser. Y entonces atacó.
     Con una nueva ráfaga externa, el postigo volvió… y con él, algo más. Cruzó el alféizar en una fracción de segundo, lanzándose de forma decidida y despiadada hacia el niño. Hacia su cara.
     El ataque inicial golpeó a László en el rostro, abarcando toda su cara con la misma fuerza que un guantazo, haciéndole cerrar los ojos y perder el equilibrio. Sin embargo, mientras caía de espaldas, notó como la actitud de su atacante cambiaba. Tras su envite, su actitud se calmó y su interacción se suavizó bastante. Mientras se separaba de él, notó como alargaba una liviana y delicada mano hacia su rostro, rodeándolo por completo y acariciándolo con ternura mientras la caída los separaba. Fue lo que más le asustó. Aquellos dedos finos e invisibles, casi insustanciales. Finalmente, el niño aterrizó de espaldas sobre el sofá; entero por suerte. Y, delante de él, atrapado por el postigo que se había cerrado aplastando su cuerpo, una extraña y amorfa criatura, pálida y estirada, sin vida, como un brazo amputado por una guillotina. La reacción predecible del niño fue gritar con todas sus fuerzas.
     La ayuda no se hizo esperar y dos luces se encendieron a la vez que el bebé rompía a llorar, sobresaltado. Su padre irrumpió en el salón con camiseta interior y calzoncillos, maldiciendo con furia y exigiendo saber qué pasaba, mientras su mujer y su suegra se dirigían a comprobar que el benjamín estaba a salvo. El primogénito, en cambio, seguía tendido, contemplando paralizado el fantasmal ente que le había pegado.
     Por fin, su padre, con su cuerpo grande y grueso, se puso a su lado. Le habló sin miramientos, con más reproche que preocupación.
     —¿Qué pasa?
     En silencio, el niño se limitó a levantar el dedo y señalar adelante. Las luces se fueron un momento cuando el elevado cuerpo del progenitor pasó frente a él, agarrando por un borde el cuerpo yacente… y estallando en sonoras y vibrantes carcajadas.
     —¡Tonto! —le espetó, plantándose delante de él—. ¿Sabes qué es esto?
     Le agarró por el pequeño brazo y lo empujó hacia adelante, casi haciéndole volar e infligiendo  un daño terrible. El niño aterrizó sobre la cabeza vuelta, carente de ojos, nariz o cara y que, como pudo comprobar, tampoco tenía sustancia. Recuperando un vestigio de seguridad por la presencia de su padre, sujetó aquel cuerpo entre sus dedos, notando como se arrugaba con suavidad… y sabiendo por fin lo que era.
     —¡Pedazo de idiota! —su padre le propinó una fuerte colleja, saltándole las lágrimas—. ¡Eso por despertarme!
     László empezó a llorar, no tanto por el dolor en su nuca como por la vergüenza que sentía. Sólo era una sábana, tendida fuera para secarse y que el vendaval había llevado volando hasta clavarla tras el postigo, finamente asegurada. No había más actividad en aquel fantasma que la que el flujo del viento, del que ahora estaba privado, le proporcionaba.
     Su padre se alejó refunfuñando, de vuelta al lecho. Su madre, tras devolver al bebé en brazos de Morfeo, encomendó a su madre a hacer lo mismo. Luego, contenta porque la pieza de tela no se hubiese perdido, puso bien la ventana, secó las lágrimas de su hijo con un pañuelo salido de entre los pliegues de su pijama y lo devolvió a la cama.
     La noche volvió, tinieblas y silencio. Con aquella cruel conclusión, hasta el viento se paró, como quien deja de reír al final de una broma pesada. En su dormitorio, László no dormía. No podía olvidar. Su cobardía ante algo tan insignificante y, más que nada, la vergüenza pasada cuando todos lo vieron; el ridículo delante de toda su familia. Fue su punto de inflexión. Un juramento fue hecho ante el propio ser mientras su respiración se reducía y sus párpados sucumbían. Desde aquel momento, se dijo a sí mismo, no se dejaría asustar tan fácilmente. A partir de entonces, desarrolló una fuerte animadversión hacia aquellas caricias procedentes de manos que no controlase tan sólo cerrando el puño. Y, sobre todo, dejó de creer en fantasmas.

     Los años pasaron y el niño creció; mucho más rápido de lo que la mayoría de los niños crecen, pero en un mundo de lobos crecer era la única garantía para sobrevivir. Además, para él fue fácil. Después de todo, dejó de ser un niño hacía mucho; simplemente, su cuerpo se puso a la altura de su mente.
     Dejó su colegio, su hogar, y finalmente, su patria; viéndose obligado como alguno de sus antepasados a vivir del terreno. Tuvo que robar y dañar para sobrevivir. Estuvo un par de veces en la cárcel, donde la intimidación, las palizas y la amenaza de violación sólo le convencieron de que no volvería. Simplemente, la próxima vez sería más cuidadoso. Y si no, mientras pudiera, viviría a lo grande.
     Bebió. Esnifó. Folló. Y, especialmente, viajó. A una tierra más lejana, más cálida, más alegre. A los veintitrés años consiguió ver por primera vez el mar. Enamorado de su brillo azul, lo fue siguiendo hacia el confín de Europa. Decidió quedarse allí. La vida, durante un tiempo, fue fácil. Después de todo, aquella tierra era como el vertedero del mundo. Fuese donde fuese había apátridas y exiliados como él, tan habituados a vivir como carroñeros y carteristas que habían hecho de ello un verdadero arte. Y, eventualmente, dejó de ser un solitario. Conoció gente, gente como él; hombres duros, hechos a sí mismos. Leones que vivían como hienas. Y, como tales, siempre andaban necesitados de sangre nueva; nuevos refuerzos para mantener en vanguardia a la manada. Al ejército.
     La iniciación fue breve y brutal. La visión de aquel desgraciado, cubierto de sangre y con la puñalada en el costado, mientras alargaba inútilmente sus manos hacia la mercancía, le persiguió en sueños un par de veces. Pero la sangre lavó la sangre y, con el tiempo, la falta de moralidad le hizo inmune al sufrimiento. Lo que le vino muy bien, porque siempre tenía trabajo. Deudores que querían pasar a ser morosos. Clientes adictos a regatear. Proveedores reticentes a aceptar un precio justo por la mercancía. Las experiencias eran vibrantes, las recompensas cuantiosas. Empezó a verse a sí mismo como una especie de pirata, pero mucho más moderno. En vez de tricornio, casaca y pata de palo, llevaba una sencilla cazadora, vaqueros y botas. En vez de pistola de pedernal y sable, usaba una inestimable Tokarev y una discreta navaja. En vez de asaltar barcos y traficar con alcohol, actuaba en tierra y comerciaba con mercancías más exóticas. Después de todo, el alcohol era fácil y barato esos días. Y, más importante y lo que más le gustaba, no tendría que pisar un barco en su vida, porque no sabía nadar.
     Con el tiempo, aceptó su nueva condición. No era parte de una banda, sino de una familia; mucho más grande y dinámica de lo que lo fue la suya o ninguna. Y, verdadera diferencia, siempre abierta a aceptar nuevos miembros. Cualquiera que entrase sabía que siendo trabajador, comprometido y, sobre todo, leal, nunca le faltaría comida, dinero, farlopa o coños. Y, porque no decirlo, aunque a veces el horario era intempestivo, rara era la noche entera pasada en vela.

     El tiempo siguió pasando y, dos años después de hacer su nido en aquel nuevo árbol, László estaba dispuesto para otro trabajo. Y nervioso, porque era del tipo que nunca le gustó.
     Ante él, se alzaba una puerta de hierro negra en forma de arco que le rebasaba los ojos, rodeada por una ridícula muralla de ladrillos adornada con puntas de flecha, fácil de superar de un simple salto. Al otro lado, al final de un camino de grava junto a una vasta extensión de tierra donde brotaban naranjos, limoneros, vides y algún viejo juguete olvidado, una casa pequeña pero sólida, modesta pero preciosa, de paredes blancas y techo de tejas rojas inapreciables bajo la noche cerrada. En su interior, según la fuente de confianza, un matrimonio; un hombre de treinta y pocos que trabajaba de vendedor en un concesionario y su mujer, un par de años más joven, dependienta de ropa, con dos hijas; la mayor de diecisiete años y la pequeña de seis. Había otro hijo mayor, pero vivía lejos, en un piso de estudiantes. Sin armas, sin sistema de alarma ni perros ni mascotas ruidosas (aparte de un inofensivo acuario) ni otra fuente de luz en previsión de ladrones que dos modestas bombillas adornando los postes de la entrada; más como reclamo que como disuasión. Un golpe, sencillamente, perfecto. No se trataba de un botín demasiado cuantioso, pero sí conseguiría un buen pellizco.
     Junto a él, Benin, su cómplice; un albanés algo mayor que él, de piel pálida y pelo y barba color rubio ceniza; prácticamente un desafío a la lógica del camuflaje, especialmente allí, parados bajo los improvisados farolillos. Estaban solos en aquel trabajo. Después de todo, como bien apuntó su superior; “es demasiado trabajo para uno solo pero muy poco para mucha gente”; juzgando que con los dos bastaría. László lanzó un vistazo a su reloj, girando su brazo derecho. Las dos y veinte. A la mañana siguiente había que trabajar e ir al colegio. Seguramente ya estarían todos dormidos. Le hizo una señal en forma de mirada a su acompañante. Benin asintió. Había llegado el momento.
     No tuvieron ni que ayudarse mutuamente; sus cuerpos esbeltos y sus fuertes brazos fueron suficientes para sortear la parodia de barrera, con una bajada que tuvo más de tropiezo que de caída. Debían pensar que, en un sitio tan aislado, las posibilidades de ser atacados eran remotas. Igual de que la policía pasase por casualidad. Ni un simple coche perdido que se preguntase qué hacían aquellos dos hombres practicando el salto de vallas en una parcela cerrada.
     El acercamiento fue apresurado pero prudente, los dos con la cabeza baja y el cuerpo agachado, no sintiéndose seguros hasta dejar atrás por completo el aura de la puerta. Una vez en las sombras, todo cambió. Los dos depredadores podían moverse libremente, envueltos por su entorno natural. Con el costado pegado al borde derecho de la casa, la bordearon, sintiendo la ruda caricia de la piedra rugosa hasta alcanzar la parte frontal, donde les esperaba una enorme escalinata de granito ensuciada por el campo, con escalones amplios y perceptibles incluso en la oscuridad. Y que, colmo de las facilidades para un ladrón, se encontraba con la casa entre ellos y el exterior, convirtiéndoles literalmente en invisibles. Pudieron tomarse el lujo de subir los duros peldaños corriendo, antes de adquirir una pose más sigilosa. Había llegado la hora de trabajar.
     Benin se encargaba de forzar la cerradura, sin más útiles que una ganzúa, un pincho y un “palo largo y fino”, como solía referirlo László. Que supiesen, las llaves estarían seguramente puestas por dentro, lo que no le suponía un problema al experto en forzar cierres. Un par de chasquidos, acompañados de breves pausas y respiraciones contenidas rebozadas en sudor, correspondientes al único temor que padecían aquellos cazadores: la posibilidad de ser cazados. Un ruido demasiado subido de tono podía delatar su intrusión. Sin embargo, el albanés era un veterano. Un par de giros con sus flexibles muñecas y la puerta retrocedió, invitándoles a pasar. Benin se metió sus juguetes en la chaqueta y levantó el pulgar en señal de triunfo. László sonrió al tiempo que avanzaba, mientras su compañero le cedía el primer puesto. Era su momento. Lo verificó sacándose la Tokarev de la cintura.
     Costaba creer, pero un elaborado chivatazo de una asistenta les permitía moverse aquella primera vez a oscuras por el interior de la casa como si la conociesen de toda la vida. A la izquierda del recibidor, una sala gigantesca; el salón lleno de muebles. Por el momento no les importaba; ya tendrían ocasión de repasarlo cuando acabasen lo prioritario. A la izquierda, la cocina. Nada útil… a menos que quisiesen jugar con alguna mosca repelente. Al fondo, el baño. A lo mejor antes de irse. Y a la derecha, al fondo, las escaleras. Y después, los dormitorios.
     Empezaron por el flanco derecho; Benin al principio y László al fondo; listos para interrumpir el sueño de los padres y la hija mayor. El hermano mayor dormía en la primera puerta a la izquierda, ahora vacía. Y la niñita en el siguiente cuarto… podría ponerse a chillar, sacudirse, arañar y hasta morder, pero sería tan difícil de tratar como un gato con malas pulgas. Eso sí, un gato que podía armar mucho jaleo. Por eso podían permitirse dejarla la última. Los dos cómplices intercambiaron una mirada en la penumbra, asintieron… y las dos manijas bajaron simultáneamente.
     Un manotazo contra la pared y se hizo la luz. El hombre, estirado en forma de cuatro hacia la pared del fondo, ni se había dado cuenta; seguía roncando plácidamente. Su mujer, a su lado, se retorció un poco, perturbada por el repentino e innecesario claror, antes de volver a quedar inerte. Era hora de un poco de persuasión directa.
     —Despertad —László habló con determinación, en tono alto y amenazante para hacerse entender sobre su marcado acento—. Venga, despertad, ¡rápido!
     Su voz tuvo el mismo efecto inmediato de un despertador; ojos abiertos, expresiones desconcertadas y cuerpos que se sacudían. Caras reflejando asombro y, unas décimas de segundo después, pánico, arrugadas por la incomprensión de que se dispone a gritar al sentir que algo va muy mal. Sin embargo, la presencia de la pistola le permitió ahorrarse el paso siguiente. No tuvo ni que amenazarles, sólo extenderla y moverla. Toda una declaración de intenciones.
     —¿Qué…? —el hombre se giró hacia él, mientras la mujer se aferraba a las sábanas como si fuesen una cornisa sobre un abismo sin fondo—. ¿Qué quie…?
     La pregunta fue interrumpida por unos segundos. Un agudo chillido de murciélago atravesó las paredes de la casa, siendo cortado en seco al segundo siguiente y sustituido por un par de gemidos de forcejeo y lucha que duraron muy poco.
     —Mi hija… —la reacción del hombre en aquel punto fue inmediata, haciendo amago de incorporarse—. ¿Qué vais…?
     El gesto de la mano sujetando la pistola frente a él bastó para bajarle los humos.
     —Estense tranquilos; esto es un robo —aseguró László, hablando con naturalidad—. Si colaboráis, no os pasará nada, ni a vosotros ni a nadie. Por ahora, levantaos. ¡Rápido!
     Esta vez, la pareja obedeció en el acto, echando hacia atrás la sábana y saliendo despacito y con calma de encima del colchón; colocando sus dos cuerpos delgados y desmejorados, cubiertos por unos calzoncillos largos y una camiseta blanca y unas bragas, en el espacio entre la cama y el armario. Todo ello vigilado de cerca por el ojo negro del cañón de la Tokarev. 
     En ese momento, László oyó un suave silbido, seguido de los gritos apagados de alguien que lucha en vano por liberarse. Se hizo un poco a un lado, dejando espacio libre frente a la puerta. Benin apareció apretando contra su cuerpo a la adolescente; repentinamente más dócil cuando sintió el fino filo de acero contra su cuello. Vestida igual que su madre, con la única diferencia del estampado bajo el que abultaban sus amplios senos; su secuestrador le había colocado la mano izquierda en el estómago como forma de ejercer presión adicional para inmovilizarla, demostrando con su sonrisa el placer que aquello le proporcionaba.
     El dúo pasó a su lado y Benin arrojó a la muchacha contra sus progenitores, que la recibieron en sus brazos con un cambio instantáneo de desprecio a preocupación. Una escena que a László le hizo gracia: el hombre más bien delgado y de pelo corto, la mujer algo más corpulenta y con una corta melena y la hija, bien proporcionada y con una larga melena castaña. La gradación hereditaria de una familia. La mujer rodeó a su hija con ambos brazos sobre las clavículas, atrayéndola hacia ella en un intento de apartarla de la visión de aquellos dos invasores, mientras el padre daba un paso al frente. Pero no llegó a hacer ni decir nada. Ahora a los tres les rodeaba el mismo fuego.
     Sin dejar de apuntarles, László rebuscó en uno de sus bolsillos con la enguantada mano izquierda, hasta notar el bulto hinchado de plástico. Lo extrajo y se lo pasó a Benin para que lo abriese. Éste operó con un sencillo pero contundente tirón con ambas manos, antes de lanzar a los cautivos el primer par de bridas.
     —Átalas —indicó el albanés al patriarca, señalando a las dos féminas con la punta del cuchillo—. Primero a una, luego a otra.
     El rechazo se reflejó en la cara del rehén. No quería hacerlo, eso era una certeza. Aunque, por fortuna, ellos eran muy persuasivos.
—No —indicó, intentando transmitir desafío mientras negaba con la cabeza—. No voy a…
     Otro amago de apuntar con la Tokarev. Idéntico efecto. Aquello era, a su modo, como tener en las manos un botón para parar la imagen. Idea que a László le hizo sonreír.
     —Colaborad. Y no os haremos daño —hizo amago de levantar la mano izquierda, como efectuando un juramento—. Y tranquilos. Sólo vamos a robaros. Nada más.
     En ese momento, el nerviosismo dio finalmente paso al llanto puro en el rostro de la chica, mientras su madre se quedaba a un paso de hacer aguas también. Lo que hizo sonreír a los dos. A László porque hacía tiempo que no se creía una mentira, especialmente si era suya. Podía ver como Benin las miraba, especialmente a la más joven. Con ambas manos ocupadas, se relamía los labios de satisfacción. Pero no, era mejor limitarse a lo planeado, no se torciesen las cosas. No querían más problemas. Les habían visto la cara, pero difícilmente identificarían su procedencia y estaba claro que estaban aterrados. No se atreverían a chivarse más de la cuenta y acabaría como un asalto de tantos otros. Eso sí, si no se limitaban al robo… en cualquier caso, un buen susto para asegurar el miedo en el cuerpo nunca estaba de más.
     —Venga —László insistió, apuntando al hombre—. Tenemos prisa. ¡Venga!
     Como las instrucciones para amaestrar a un perro. Subir un poco el tono de amenaza bastó para que por fin colaborase. Agarró las dos tiras de plástico negro y rodeó con ellas las muñecas y tobillos de su gimoteante hija, ajustándoselos como si fuesen pulseras de regalo. Seguidamente, Benin le lanzó otras dos bridas, procediendo igual con su esposa; dándoles la espalda y bloqueando la visión que tenían de ellos las dos rehenes. El momento perfecto para el toque violento que todo atraco a mano armada necesita.
     En los pocos minutos que el hombre necesitó para inmovilizar a su familia, László dio un par de pasos, se situó justo tras él y, una vez acabó, mientras se volvía, le agradeció la colaboración de un culatazo en la sien. La chica volvió a gritar y la mujer hizo ademán de socorrerle, consiguiendo únicamente no caerse de milagro al intentar separar un poco sus miembros entrelazados. Dos pasos atrás y la pistola en alto pusieron un poco de calma, mientras Benin se adelantaba, agachándose con dos bridas restantes en la mano sobre la víctima más potencialmente peligrosa, ahora reducida e inofensiva. Diez segundos después, dos figuras de cera fundiéndose en pie y una más perfecta, totalmente inmóvil, echada en el suelo; al estilo de las antiguas ruinas griegas y romanas, con su cuerpo frío pero completo, contemplaban a los satisfechos autores de aquella aberración escultórica hecha con cuerpos de carne.
     —Bien. Bien.
     Mientras hablaba, László apartaba un poco los ojos, hacia la cómoda a su lado, repleta de marcos de plata y cajitas y joyeros cerrados. Todo un botín, al menos en baratijas fáciles de colocar, antes de pasar a buscar el premio gordo.
     —Muy bien —Benin se puso a ello—. ¿Dónde tenéis el dinero?
     Un suave murmullo, como de madera al crujir, llegó como una exhalación desde detrás de ellos, de fuera del cuarto, del pasillo. El albanés se calló en el acto. Y su cómplice, sin soltar la pistola, notó como la lividez aparecía en su rostro. Acababa de olvidar algo. Y de cometer un error grave.
     —La puerta — llamó a su cómplice, moviendo la cabeza sobre el hombro derecho—. La niña…
     Mientras los nervios le ahogaban la voz, Benin procedió a salir a toda prisa. No había ni cruzado el umbral cuando László le oyó maldecir, más alto de lo que debía para pasar desapercibido.
     —¿Qué pasa?
      Mientras el albanés conseguía articular una temblorosa petición de apoyo, László retrocedió hasta la puerta, sin perder de atención a los aún inmovilizados cautivos, hasta situarse en línea con el dintel. Se volvió lo suficiente para ver el pasillo y notaba como le daba un vuelvo el corazón, al tiempo que sus pupilas se agrandaban, como deseando comprobar que aquello era un engaño: la puerta frente a las escaleras, cerrada cuando tomaron el grueso de las fuerzas, estaba ahora abierta; de par en par además.
     Le pasó el arma de fuego a su compañero, forzándole a reaccionar y sacándole de su ensimismamiento, mientras le indicaba que volviese a vigilar a los adultos. Benin obedeció, asintiendo mientras volvía al dormitorio paterno con frustración en el rostro y jadeos furiosos en la garganta. No era, después de todo, alguien apropiado para un trabajo cuidadoso. László incluso sintió algo de pena por la niña cuando completasen el cuadro familiar.
     Sin más luz que la que le llegaba desde detrás, sacó con cautela su navaja y apartó por completo la puerta para echar un vistazo. Una cama, muebles pequeños y docenas de peluches mirándole con ojos apagados desde una estantería le recibieron. La cama deshecha, el armario cerrado y la puerta contra la pared. O la niñita dormía fuera o se les había pasado por completo.
     Mientras las sienes le palpitaban, preso por la furia, László se dispuso a entrar en el cuarto para revisarlo… en el mismo momento en que le llegó el distante sonido de una ráfaga de viento, en teoría aislado del interior por las gruesas paredes, seguido segundos después por un nada discreto portazo.
     —¡Corre!
      La voz de ánimo del padre fue reprimida por un furioso improperio albanés seguido de lo que pareció una patada; mientras László, furioso por la idea de que una niña pequeña pudiese burlarse de ellos, se lanzaba de un salto escaleras abajo, alcanzando el exterior en sólo cuatro zancadas.
     Al otro lado de la puerta asaltada, bajó la navaja hasta dejarla colgando de un brazo inerte. Había preferido aquella arma porque a una niña de esa edad le bastaría verla apuntada hacia su pecho por desarrollar para mearse en las braguitas sin soltar ni prenda. Además, la pistola era más inestable, y ruidosa, y sucia si perdía los nervios… especialmente con tan poca visibilidad. Tardó unos segundos en adaptar su visión al azul grisáceo bajo las estrellas sin luna.
     Tal y como presagió su salida, se había levantado viento, no el suficiente para alcanzar la categoría de temporal, pero si una sucesión de feroces ráfagas capaces de inclinar las ramas de los árboles, formando peligrosas garras dispuestas a ensartar a todo desprevenido que les pasase por debajo. Frente a él, se apreciaba a la izquierda una alta estructura cuadrada pintada de azul verdoso, con todos los rasgos de ser, o al menos haber sido, una balsa de riego, seguramente relegada al degradante papel de piscina para el verano. A la derecha, una pequeña, minúscula casucha hecha de ladrillo con tejado y chimenea oscurecidos por algo más que la noche; asumiendo que era demasiado pequeña y destartalada para ser una barraca y, al mismo tiempo, muy sofisticado para un almacén de aperos, dedujo que probablemente fuese una cocina al aire libre. Y entre ambas construcciones, vio a su presa.
     Una pequeña silueta blanca y esbelta, vestida con prendas tan pálidas que no se sabía dónde acababan las mangas y empezaban los brazos y piernas, alargados por efecto de la delgadez, corriendo desesperada lejos de su perseguidor. Y con ganas; László lo pudo apreciar por dos detalles. Primero, el frío generado por el viento no parecía afectarle demasiado; tal era el efecto carburante del miedo; aunque a largo plazo seguir allí seguro que la ponía enferma. Y, no menos importante, fue capaz de apreciar sus pies, corriendo como toros en estampida, motivados por el miedo absoluto, propulsados por dos blandengues pantuflas de talón descubierto.
     Sin poder contener la risa, László bajó con calma los peldaños para evitar tropezar y partirse la mandíbula antes de poder reír otra vez. Después corrió no tanto como si jugase con ella al pilla—pilla o al escondite: él era el hombre del saco, un monstruo de pesadilla aparecido en la realidad para destruir la inocencia de aquella criatura en la manifestación más cruda de la realidad de la vida. Sin embargo, no tardó en verse forzado a apretar el paso de verdad. No es que fuese más rápida que él, era que la estaba perdiendo. La niña había rebasado ya las estructuras y corría tras una de ellas, al parecer la cocina de la derecha. Pensando que el lugar más lógico para esconderse era en la vastedad de las plantaciones a la izquierda y considerando que ella conocía bien el terreno, debía haber algún motivo para elegir aquella ruta que, en teoría, llevaba a un muro bloqueado por cipreses tras el que no había más que un pedregal desierto. A lo mejor, una rendija en la valla que llevase hacia algún vecino más cercano de lo que sabían…
    Conteniendo el aliento mientras priorizaba la fuerza de sus pasos, László alcanzó aquel paso entre montañas y giró tras ella… para ser recibido por el violento pero suave impacto de una mano gigantesca surgida de la nada, un aletazo del ala membranosa de un colosal murciélago ciego. Aquel golpe le nubló por un momento los sentidos y le hizo olvidar todo lo que tenía en la cabeza. La niña, la familia, Benin, el atraco, la casa, el plan, todo. También dejó de ver, de pensar y de respirar. Por un momento, fue como un animal en la carretera deslumbrado por los faros de un coche. Y, por fin, llegó la reacción; un sobresalto repentino, un paso hacia atrás y el cuchillo en alto. La más triste, y lo que le mantuvo en guardia, era que si el peligro fuese real, ya estaría muerto. Porque lo que le había golpeado no era un enemigo emboscado, ni un salvador milagroso. Ni siquiera era algo consciente de su labor altruista. Era, simple y llanamente, una sábana. Ante él, un tendedero, antiguo, no muy distinto a los de su propia tierra. dos postes metálicos de más de dos metros, seguramente  de acero, sin pintura ni ningún tipo de adorno, a través de los que pasaban tres finos cables cubiertos de plástico formando un círculo perfecto, móviles gracias a las poleas que había en cada extremo. De ellos, colgados por pinzas de madera, había camisetas desabrochadas, pantalones abiertos como paracaídas que hubiesen perdido a su ocupante en el vacío, calcetines grandes y pequeños, sujetos como huérfanos naufragados suspendidos sobre un acantilado a merced del mar. Y, lo más llamativo, piezas grandes; al menos cuatro, entre sábanas, manteles y cortinas, indistinguibles como otra cosa que no fuesen grandes paños blancos, mecidos por las corrientes y más largos que él mismo, casi… casi como sudarios esperando a un difunto para compartir su descanso definitivo en un lecho hermético de madera.
     Con una respiración más calmada y un pulso más pausado, la sangre regresó a la cabeza del sorprendido hombre, que notó como a cada instante su visión volvía a adecuarse a la noche. Y la vio. La niña estaba allí, delante de él, agachada frente a los cipreses al otro lado del tendedero. Quizás, pensaba, corría allí cuando jugaba con su hermana o sus parientes a esconderse y obtenía un resultado medio decente. O su simple mente infantil no podía imaginar un refugio mejor. Puede que incluso pensara que aquellos bamboleantes estandartes sin enseña podrían cubrirla de la visión del ladrón. Una idea bastante divertida, ya que en ese momento el viento desplegó toda la colada como las páginas abiertas de un libro, otorgándole a László una visión perfecta de la niña y una vía perfecta en línea recta hacia ella. Casi como si la misma ropa le invitase a ir hacia quien solía hace uso de ella.
     László suavizó sus rasgos; que fuese un hombre del saco no implicaba que tuviese que ser amenazador, y mucho menos feo. Con unas palmaditas en el culito para escarmentarla, seguramente la tendría berreando pero dócil. Así que empezó a caminar hacia ella; sus dientes blanquecinos y amarillentos como un improvisado piano destacaban en la oscuridad mientras mantenía, en alto pero relajada, la mano del cuchillo.
     —Vamos —su tono, el más alto en lo que llevaba de noche, consiguió hacerse oír sobre el silbido del viento y entre los temblorosos móviles—. Ven aquí niñita. Si lo haces ahora no me enfadaré. Y no querrás que me enfade, ¿verdad?
     Mientras aquellos despojos que simulaban ser partes de un cuerpo se apartaban sumisos a su paso, podía ver como la chiquilla se hacía un ovillo; no podía ver su cara ni oírla llorar, pero podía oler su miedo. Saborearlo. Una sensación tan paradójica; creyó haberla olvidado cuando de niño la aborrecía. Pero ahora, adulto y en carne ajena… hacía que su corazón palpitase, su boca salivase y sus pies aminorasen, deseosos de disfrutar de la experiencia lo más posible.
      Dos pasos más y sintió el límite entre el pavimento y el campo abierto bajo sus botas. El talón pisaba cemento y los pies tierra. Ya no había ni un metro entre la fugitiva y él. Sólo tenía que dar dos pasos, agacharse y estirar los brazos. Pero mientras, mantenía el cuchillo en alto.
     Y en ese preciso instante, dejó de avanzar, interrumpido otra vez. Pero ahora no por algo que vio, sino por algo que sintió, tras él. Algo le acababa de coger el brazo derecho por detrás. Pero no como una mano musculosa y de fuertes dedos que lo aprisionaba como una garra de águila, sino como un tentáculo, carnoso y deshuesado, enrollado como una serpiente, apretando. Y, con todo, no lo sentía grueso y carnoso como debería ser. Ni siquiera le parecía que presionase…
     No tan asustado como desconcertado se volvió a ver qué era, maldiciendo para sus adentros por aquella ridícula intervención. Una de las sábanas, notaba por su textura que era una sábana, se había soltado de una de las pinzas, arrancada por un soplo particularmente violento, y salido despedida hacia él. Su brazo, seguramente, había sido la mano tendida al que se aleja a la deriva, salvándola de perderse en la inmensidad de una muerte distante y oscura. Con la salvedad de que él no había pretendido evitar que el viento se la llevase. Había sido un acto fuera de su control. No le importaba. De hecho, sólo sentía fastidio por aquel abrazo tan inoportuno.
     Apretando los dientes en un intento por controlar la ansiedad, László agitó el brazo, pretendiendo soltar las pinzas que quedasen y que aquel trapo se perdiese definitivamente en el viento. Pero se resistió. No sólo su brazo agitándose más fuerte, violento e intencionado, no conseguía aflojarlo, sino que, de hecho, le pareció… notaba que se le enredaba todavía más. Aquello consumió aún más rápido su ya reducida paciencia. Se vio forzado a retroceder, brazo izquierdo en alto, listo para librarse de él. Pero apenas sus dedos rozaron su superficie, algo pasó.
     El viento sopló con fuerza, mucha más fuerza, y, como embestida por una bandada de pájaros aterrados huyendo al unísono, la colada, aprisionada por las pinzas, trató de huir a lomos de las ráfagas, encontrándose con él en su camino. Telas de lana, algodón, lino, seda; poco importaba el material, color o tamaño, sólo sabía que se encontraba rodeado por una barrera casi vacua, agitada con tanta fuerza que le golpeaba como una somanta de palos de un viejo adulto borracho. Cerniéndose sobre él, envolviéndole, oprimiéndole.
      Por un momento László, incapaz de aceptar que aquello pudiese asustarle, que su mente le dijese que aquella ropa tendida podía suponerle un peligro, consiguió reprimir un grito; más que nada para no mostrar temor ante la presa que debía temerle. Sacudió varias veces los brazos, notando como la presión de aquellos reptiles enrollados se reducía, para luego dar varias vueltas sobre sí mismo como una veleta, consiguiendo apartarlos  y liberarse como la mariposa que desgarra su capullo. Por un momento, llevado por su frenesí furioso, incluso lanzó varios puñetazos a su alrededor, alejando aquel pequeño corro, antes de comprender, con cierto pudor, que sólo eran ropa y mantelería tendidas para secarse; inofensivas a menos que una mano fuerte y con oscuras intenciones la manejase y que, en su aleatorio devenir de variable dirección, poco iban a hacerle.
     Se volvió a centrar, recuperando la visión de la pequeña entre las sacudidas de aquel herbazal titánico y blanquecino. Seguía allí, acurrucada y en la misma postura, mirándole. Sólo que ahora no parecía tenerle tanto miedo. Parecía extrañada, reflejando curiosidad en respuesta al curioso baile en solitario que ejecutaba entre las sábanas. Quizás, incluso, le estuviese haciendo gracia.
     Furioso por la humillación de hacer el ridículo delante de una cría, László apretó los dientes y frunció el ceño, listo para, esta vez, agarrarla sí o sí. Y fue entonces cuando el mismo obstáculo le salió al paso, de un modo más poderoso y llamativo: una fina cortina se estampó contra su rostro con la fuerza y violencia de un tablón de madera. Sólo su consistencia liviana le libró de partirse la nariz, hacerle sangrar o hasta partirle la nuca. Crispado por cómo se dejaba enredar como una mosca en aquella telaraña, agarró con fuerza la tira y la alejó, notando como se arrugaba bajo la tremenda presión de sus dedos. Y, más sorprendente, vio el efecto que había causado su propia faz en la zona del impacto: había obrado, en su forma más abyecta, el milagro de la sábana santa.
     Más que arrugado, lo que veía estaba deformado. Hundido. Pero no de cualquier forma. Había producido una impresión concreta. La de una cara. Su cara. Pero no la que conocía; ni siquiera la huella sobre el singular molde. Lo que vio fueron dos grandes huecos correspondientes a los ojos, un espacio chato y triangular donde iría la nariz y una prominencia inferior a modo de mentón separada por una estrecha línea sin labios. Ni de lejos la cara que conocía; al menos no la que veía si pasaba ante un espejo Pero sí un rostro familiar. El de un esqueleto. El de un hombre muerto. El de la muerte.
     Petrificado por aquel momentáneo y curioso efecto, László contempló incrédulo cómo, por suerte, la imagen fatal se perdía entre los pliegues en movimiento de la sábana. Sólo había sido un efecto óptico, nada más. Un puñado de arrugas con una forma curiosa, sólo eso…
     El viento, como deseando complicarle la labor, tan fácil en principio, seguía tendiendo entre él y la niña aquel lienzo, tan útil como disuasión como un cordón policial en la práctica. Tomando aire para aplacar un poco los nervios, el despiadado criminal dio un paso… sólo para ver aflorar, ahora por sí mismo, la misma desigualdad en la superficie entretejida. La marcada estructura ósea de un rostro, como una persona enjuta intentando romper la superficie del agua para respirar, pero demasiado débil para lograrlo, antes de perderse de nuevo en las profundidades de aquel universo de hilos.
     Aquello le supuso un momento de duda, parando sus piernas mientras abría al máximo sus ojos, intentando encontrar la fuente de la ilusión. ¿Podía haber alguien allí, usando las ondulantes telas para ocultarse a la vista?
     Y en ese momento de duda, todo se precipitó.
     Como atrapados en un tornado en miniatura, los cuatro grandes paños colgantes se plegaron en torno a él, apresándole bajo una campana de tela. No era, sin embargo, una verdadera jaula; la tela ni siquiera le tocaba y tenía espacio suficiente para estar de pie sin problemas. Podría hasta dar un paso adelante, hacia aquella pared blanca y suave, en la que la presión de los dedos del aire dibujaba formas cambiantes. Siempre el mismo motivo: cinco marcas, dos arriba, una en medio y dos abajo, separadas entre sí. Ya no una. Había a docenas alrededor suyo, mirase hacia donde mirase; asomándose unos segundos para luego volver a su escondite entre pliegues. Pero ahora no sólo se asomaban. Su retirada iba pareja a una progresiva separación del extremo inferior, seguido de una dilatación de los agujeros superiores. Se encontraba rodeado de cadavéricos rostros que gritaban.
     Por un momento, un breve recuerdo de su infancia, enterrado tras años de supervivencia y dureza, afloró en su cerebro: el recuerdo de aquella vez hacía tantos años en que también se asustó de una sábana movida por el viento; en aquel momento una simple sacudida, cortada en seco por el cierre de un postigo y la llegada de sus padres. ¿Quizás, en aquel momento, fue otro tipo de fenómeno lo que llevó la sábana hasta él? ¿Una especie de mensaje? ¿Un presagio del futuro?
     Pensó, por un momento, en cuentos de su niñez y malos programas de una televisión barata. En lo que le había enseñado sobre fantasmas. Muertos que se manifiestan en la realidad dimensional de los vivos. Siempre como imágenes inconsistentes, necesarias de un soporte lo bastante frágil para dar forma a sus manifestaciones. Siempre se les representaba en forma de niebla, en forma de sombras, en forma de sábanas… sábanas solitarias y colgantes que flotaban en el aire, marionetas sutilmente movidas por manos frías y muertos que contaban la tragedia de sus historias con voces cavernosas.
     ¿Podría ser aquel el caso? Una sábana, una maraña de hilos entretejidos sin más color que tintes y bordados; el lienzo perfecto sobre el que plasmar desde una escena verídica a un drama de varios actos. Una red de minúsculas hebras capaz de deja pasar la luz como una ventana y maleable como arcilla en manos de un escultor. Un objeto, a su modo, sin personalidad. La herramienta perfecta para que un carácter sin objeto se hiciese sentir.
    Pero, ¿qué querrían aquellas caras, perdiéndose en el oleaje de ondas blancas? No pensaba que aquella niña tuviese una legión de espíritus protectores. ¿Y si estaban allí por él? Había visto tantos rostros en su vida, tantas expresiones insignificantes, tantas máscaras pintadas idénticas a sus ojos como aquellas… pero, podría ser, también había visto gente sin rostro; extirpados de su consciencia por imperativos profesionales. El chaval al que envió en coma a un hospital para quitarle la cartera. La puta a la que rompió varias costillas de un sólo puñetazo por resistirse a un compañero. Un anciano al que le partió el cráneo por defender su cartera. La joven a la que desfiguró por negarle sus encantos. Los cientos de jóvenes ahogados en la mierda que él mismo ayudaba a distribuir… ¿Era posible que aquellas almas sin consuelo ni descanso hubiesen acudido en tropel reclamando venganza? ¿Que los silbidos in crescendo del viento aullante intentasen poner voz a sus silenciosos gritos? ¿Qué le atormentasen como preparatorio, una muestra de lo que le esperaba cuando, entre todos, lo llevasen en volandas, en aquel mismo abrazo blanco, hasta el infierno?
     Demasiados pensamientos opresivos, demasiadas ideas absurdas amontonadas en su mente; tenían que salir. Incapaz de aguantar más, László chilló mientras cargaba, abalanzándose sobre aquella membrana cambiante, cuchillo en mano. La hoja la pasó rozando, dibujando profundos surcos en su superficie, pero nada. Era demasiado inconsistente para ser apuñalada, y se movía demasiado para rasgarla. Aquello le enfureció; retiró el brazo, listo para cebarse en ella, para acuchillarla hasta que sólo pudiese servir para trapos…
     Y, en ese momento, otro gran paño, uno o varios; imposible saberlo, se precipitó sobre él. Lo rodeó con toda su extensión, un pulpo dándole un prieto abrazo con todos sus tentáculos a la vez, pegándole los brazos al cuerpo, sin dejarle moverse y empujando, arrastrándole abajo con una potencia aplastante.
     Y, mientras perdía el equilibrio, sucedió. Los dos simples cierres de madera saltaron y aquella sábana, la primera en intervenir en su particular forcejeo, saltó, quedando suspendida frente a él, plegándose sobre sí misma. Los rostros se habían ido por completo. En su lugar, aquella tela adquirió una pose sostenida y velada mientras se retorcía en pliegues, como una especie de monje cubierto por un hábito con capucha.  En cuestión de segundos, tenía ante él la forma inconfundible de una capa cubriendo un cuerpo; pero debajo de la sábana no había cuerpo. Ni nada. Como si lo que tuviese ante él, apenas elevado por las cada vez más débiles galernas, fuese la manifestación de una parca. La misma muerte se había presentado para llevarle.
     Sin poder hacer nada para evitarlo, László presenció como un extremo de la nada, vestida de brazo sin mano, se estiraba mientras caía, hasta tocarle el pecho…. Atravesando sin problemas músculos y costillas hasta llegar al corazón, en torno al cual cerró un puño helado como un carámbano. Puso fin a su vida con la simpleza de quien aplasta una botella de plástico
     Los últimos latidos fueron lentos pero poderosos, como un globo dado de sí, presintiendo su estallido. Mientras su pecho se enfriaba, László apretó los dientes, notando por un momento su pecho arder, atravesado por un alfiler al rojo vivo. Momentos después, no sintió más. Su cuerpo cayó al suelo, finalmente inerte. Y el mantel que lo apresó se convirtió por fin en un sudario.

     El resto de sucesos de la noche tardaron en llegar pero se ejecutaron con fluidez. Un segundo hombre, algo más viejo y desaliñado llegó, sujetando un arma distinta pero igual de peligrosa. Y, al ver lo que había sido de su compañero, se marchó, gritando como si se hubiese tropezado con un diablo deseoso de su alma. Sus alaridos en lengua extranjera se perdieron por encima de la entrada y más allá de los caminos. Y la chiquilla, inmovilizada por el miedo que le indujo tanto la llegada de aquellos ladrones como el inesperado final de aquel que, tras intentar atraparla, había encontrado un final tan gracioso, por fin se animó a moverse. Tiritando por el frío y con el rostro pegajoso, aunque ya hacía rato que no lloraba, regresó a su casa con andares macilentos, encontrándose la puerta abierta de par en par y una única luz escaleras arriba. Una breve visita le reveló a sus padres y su hermana arrodillados en el suelo, incapaces de moverse pero desviviéndose en elogios al verla. Una visita a la cocina y unas tijeras consumaron el reencuentro, en forma de abrazos a ocho brazos y llamada a la policía.
    Los hombres de azul no tardaron en llegar con sus luces rojas que giraban y sus sirenas que aullaban. Mientras atendían la herida superficial en la frente del padre y charlaban con las mujeres de la casa, la niña, envuelta por sus padres en una gruesa manta color azul con ribete blanco, acompañó a los agentes tras el paellero, hacia el tendedero; allí, aseguró, “estaba uno de los hombres malos”
     El asombro de los agentes ante el hallazgo fue total. Lo que yacía bajo la colada, más que un cadáver, parecía una momia con un corazón sangrante; como un capullo apuñalado que se hubiese teñido de rojo, privando a aquel gusano de la posibilidad de madurar. El hombre, europeo y de entre veinticinco y treinta años, yacía boca abajo con los ojos cerrados con fuerza y la boca desencajada, como si hubiese intentado chillar de agonía con su último aliento.

     Al parecer, una de las fuertes y repentinas galernas de esa madrugada, acabadas hacía escasa media hora, había arrancado esa sábana del cable donde estaba tendida, con tanta puntería que la enrolló en torno al ladrón. Ladrón que, en una sorprendente muestra de mala suerte, había perdido el equilibrio cuando le rodeó las piernas y había caído boca bajo, con la puntería de atravesarse el corazón con su propia navaja, aún aferrada por su puño ensangrentado.