lunes, 28 de marzo de 2016

LA MALDICIÓN DE LOHUESOS - 2º PARTE

     Tim entendió que aquella sería una semana especial nada más dejar el avión que le había llevado al aeropuerto municipal de Freemont. La carta ya le anunciaba que el funeral de Jared se pospondría varios días, aunque sin especificar por qué. Aquello le daría tiempo para preparar el viaje; ya iba a acercarse al JFK para comprobar los horarios cuando recibió la llamada fatídica: Godway se había unido a Jared en el viaje final, un triste recuerdo de cuando estuvieron juntos. Un accidente agrario, le dijeron, y un cambio total en sus esquemas. El funeral iba ser al día siguiente, y era más fácil ir desde Nueva York a Boston que a Freemont. Si había novedades de su otro compromiso, sería duro cumplir con todo, pero Tim prefirió arriesgarse. Hizo un poco de equipaje, buscó la misma ropa que llevó para el luto de Steph hacía nueve años e hizo un par de llamadas. Una a su destino, para confirmar su asistencia. La segunda a su hijo pequeño, que pasó casi dos minutos enteros despotricando en contra de que hiciese sólo el viaje.
     —No te preocupes, Ben —decidió zanjar el tema—. Va a ser sólo un día. Iré por la mañana y vovleré por la tarde.
     —Al menos déjame llevarte al aero…
     —Puf —Tim se mordisqueó el labio inferior—. ¿Acaso crees que tu viejo padre se ha olvidado de conducir?
     Tim comprobó, aliviado, que aunque muy justo, llegó con tiempo para todo. El servicio, en la Iglesia luterana de Freemont, empezó escasos cuarenta minutos después de su aterrizaje. Fue multitudinario, cosa que le agradó. Ernest había sido muy querido entre los granjeros; nada que ver con el capullo buscalios que era cuando le conoció. Las primeras filas, reservadas para la viuda, su hijo y sus dos nietos, daban paso a la larga lista de primos, sobrinos, vecinos, amigos íntimos y simples cotillas del lugar. Sin saber si tenía asiento reservado Tim, sin discutir con nadie, ocupó el primer hueco libre que vio,  junto al pasillo en la penúltima fila. Era consciente de que podía haber otros cuatro miembros del club allí, pero no el sitio adecuado para ponerse a levantar manos. Así que esperó, escuchando el sermón sobre los murmullos de duelo y el llanto de los familiares. El servicio estaba presidido por un ataúd con una gigantesca corona de gladiolos enmarcando un retrato del Ernie que conoció, cuarenta y cinco años más joven y con su uniforme verde. Lo que no se esperaba era que, al lado, hubiesen puesto la vieja foto de grupo que se hicieron antes de partir hacia el deber: una vieja litografía en blanco y negro de los dieciséis sonrientes y jóvenes componentes de la primera escuadra del tercer pelotón del segundo regimiento de marines.

     Una hora y diez minutos después, el difunto reposaba bajo tierra y los vivos los recordaban compartiendo un banquete en su salón. Tim firmó en el libro de visitas, iluminándosele la cara al reconocer dos nombres. No esta solo, después de todo.
       Buscó a la familia para darles el pésame y se sirvió un vaso de ponche y un canapé de pavo de la surtida mesa. Había mazorcas con mantequilla, posiblemente salidas del campo de fuera (donde Ernie encontró la muerte), una fuente de hamburguesas y un cuenco de manzanas rojas. Sin embargo, lo que quería ahora era encontrarlos entre los enlutados asistentes. No prometía ser fácil; intuía que, como él, irían desprendido de rasgos distintivos: nada de placas de identificación, viejos uniformes ni su corazón purpura y la estrella de bronce, puestos sobre el diploma de su licenciatura con honor. Y, personalmente, preferiría que se quedaran allí hasta que muriese y alguno de sus nietos lo heredase como recuerdo; un recuerdo que el héroe rememoraba aún con la frente sudorosa y  la boca seca.
     Tras servirse una hamburguesa y devorarla en casi dos bocados, Tim siguió su búsqueda. Una palmada en la espalda y comprendió que el encontrado había sido él.
     —Eh, chaval.
     No era la voz de un anciano llamando a su nieto. El tiempo la había vuelto cascada y pesada, pero Tim la reconoció. Se volvió hacia ella sonriendo.
     —Hola, Bill.
     Le respondió un golpe directo a la espinilla con la punta de un bastón. Aunque era una broma la sintió, doblando la pierna y resoplando con fuerza.
     —Un respeto. Sigo siendo tu superior.
     —Lo recuerdo, señor —aseguró, recuperando la compostura para cuadrarse ante su agresor—. Me alegro de verle, sargento…
     —¡No seas idiota! —Evitó un nuevo garrotazo dirigido a sus costillas—. Sabes que me retiré como capitán, Young.
     Quién lo diría, pensó Tim, antes de que ambos prorrumpiesen en una carcajada.
     Apoyado en un bastón con la mano derecha y en una madura aunque aún atractiva mujer de rasgos delicados y larga melena color canela hasta los hombros con la zurda, se erguía el orgulloso Bill Mullford. Tenía la nariz curvada como a punto de enrollarse y el pelo encrespado tan blanco como si fuese albino, con una sonrisa torcida por la edad sobre su pronunciado mentón. Una estampa consumida del fornido y despiadado sargento que, aunque infundía más miedo estando tras ellos que recibir una bala en la cabeza, consiguió sacarlos vivos del infierno en el Pacífico.
     Olvidando por un momento el decoro de la situación, Tim se adelantó, ignorando la mano izquierda que le había tendido y lo abrazó con fuerza.
     —Me alegro de verte —aseguró, soltándole para, ahora sí, estrecharle la mano—. Veo que te conservas.
     Bill asintió, irónico.
     —Una pena que no pueda decirte lo mismo de ti, joven Tim.
     Aquel viejo chiste les arrancó una risa, que aplastaron tapándose la boca.
     —¿Tuviste problemas para venir… cuando lo supiste?
     Bill suspiró, encogiéndose de hombros.
     —Bueno, vine cuanto antes. Me enteré por la asociación de veteranos. —Atrajo hacia así a su acompañante vestida de negro, pasándole la mano por la cintura con descaro—. ¿Te acuerdas de mi hija, Kathy?
     La mujer sonrió y encogió unos centímetros la cabeza, ruborizándose tenuemente.
     —No.
     En realidad era falso. La recordaba; sí. Tim estuvo en la fiesta de su comunión, hacía casi cuarenta años. Entonces le llegaba por la cintura, sus carrillos eran más amplios y su vestido era blanco y con volantes. La reconoció por simple asociación.
     Tim le estrechó la mano con más delicadeza. Mientras lo hacía, Bill alargó el cuello como un pato. Tim, al darse cuenta, reconoció sobre los murmullo el sonido de pasos acercándose.
     —Vaya, mira que sois maleducados —aseguró el recién llegado, algo menos maduro y más afable—. Claro que sólo conozco a unos cabrones capaces de reírse en un entierro.
    Tim se volvió, dando con el segundo en discordia. De haber sido otro, le habría metido sus palabras por donde la espalda perdía el nombre.
     —Jeff —dijo, antes de proceder con el obligado abrazo, con la fuerza y la emoción del reencuentro con un hermano tras diez años.
     El gesto fue ampliamente correspondido porJeff Travis, sanitario e intérprete con pinta de banquero judío con raquitismo, que le hacía parecer Henry Kissinger después de una dieta intensa. Luego pasó del antiguo miembro de la escuadra A de fusileros para saludar a su sargento.
     Sin contar las otras dos escuadras, su viejo pelotón estuvo compuesto por dieciséis hombres. Al término de su última operación, seis meses antes de que Enola Gay cultivase los dos champiñones más famosos de la historia sobre Japón, sólo quedaban diez; una cifra que había ido disminuyendo año tras año y una herida que el tiempo no podía curar. Los que quedaban recordaban. A Johnny, que siguió en el cuerpo y murió en Inchon. A Lou Speck, quien dos años después de volver a casa fue atropellado por un borracho al volante de un Cadillac. Y, no menos trágico, a Norman Grahams, el alegre y valeroso chico negro de Alabama asesinado mientras esperaba un tren en Tennessee; el triste recuerdo de una época en que los soldados eran iguales en el frente pero en el sur se veía mal a un negro con uniforme.
     —Me alegro de veros, chicos —aseguró Travis, ignorando la graduación de Bill—. Claro que odio que sea en estas circunstancias.
     Bill asintió, con pesar.
     —Desde luego. Pobre Ernie. Y eso que siempre pensó que moriría dentro de una tartana gigante con ruedas. Le tenía pánico a los tanques… —Travis asintió al recordarlo, con dos dedos puestos bajo la barbilla—. Creo que se metió a granjero por eso, para estar lejos de la maquinaria pesada. —Bill inclinó la cabeza—. Mira que morir así.
     —De todos modos, nunca tuvo suerte moviéndose —señaló Travis, y no como un chiste—. ¿Y qué dices del pobre Jared?
     —He… —intentó intervenir Tim.
     —Ahora estoy a la espera de saber cuándo…
     —Oíd —llamó por lo bajo, interrumpiéndoles—. Falta alguien. ¿Sabéis… donde está Eddie? ¿Y Greg?
     —Es verdad…—El sargento se sorprendió, al contrario que Travis.
     —¿Sabéis algo? —preguntó, mirándoles sucesivamente con las manos a la espalda.
     Ambos negaron con la cabeza. Lo cierto era que de ellos, Travis era el único que se ocupaba de mantener la agenda al día. Sin las notificaciones de la asociación de veteranos, no habrían sabido nada de las muertes.
     —A Greg le enviaron una carta cuando murió Jared, y se intentó contactar con él cuando lo de Ernie. —Se encogió de hombros—. No ha contestado, aunque supongo que porque cuesta localizarle…
      Claro. —Bill sonrió, como si fuese algo natural—. Como buen cajún andará perdido en algún pantano.
      Travis le miró por primera vez con seriedad. Luego suspiró.
      —En mi opinión, se enterará cuando ya haya pasado.
      —¿Y Eddie? —volvió a preguntar Tim.
     —Ed no ha querido venir—les comunicó.
     El sobresalto cardíaco bombeó sangre a las cabezas de sus compañeros. Se miraron, sin terminar de aceptar el irrespetuoso plantón.
     —¿Te lo ha dicho a ti? —preguntó Bill a Travis.
     Este asintió.
     —Sí. Le llamé, para asegurarme.
      Se cruzó de brazos, cabizbajo.
      —Y me ha dicho por qué —añadió, volviendo a mirarles—.Tiene miedo.
     Cerraron sus indignadas bocas y entornaron los ojos. La rabia contenido dio paso a la desorientada.
     —¿Miedo… de qué? —acertó a preguntar Tim, mientras Bill convencía a su hija de que los hombres necesitaban hablar unos minutos.
      —Porque primero ha sido Jared… y luego Ernest. Dos de los nuestros muertos con menos de un día de diferencia —expuso Travis.
     —¿Y…? —quiso saber Tim—. Con la de gente relacionada que muere al día en el mundo, no pensará en… un complot o…
     —Han pasado ya cuarenta y cinco años, Tim.
     El joven Tim sintió la hamburguesa subir por su garganta y atragantársele, antes de darse cuenta de que eran palabras, de vuelta a su boca. Algo que llevaba mucho tiempo sin aceptar, negándose a aceptar.
     —¿Cuarenta y cinco años de qué? —preguntó Bill, sin saberse si era amnesia o por poner la puntilla a lo que, ojala, fuese una conversación absurda.
     Travis le miró con paciencia; Bill lo entendió antes de que dijese:
     —Cuarenta y cinco años… de eso, sargento.
      No contestó, limitándose a bajar la cabeza.
     —Lo recordáis, ¿no? Supongo que, al menos, mejor que el nombre de la isla.

     Sobre la cama de su confortable dormitorio en Lewistown, Edward Jackson se aplicaba a la divertida actividad de ver pasar el tiempo, manifestándose en las motas de polvo en el aire y el sonido del tráfico en la calle. Algo lento y tedioso que cambiaría por cuatro horas en un dentista si pudiese pero que, ese día en su vida en concreto, estaba dispuesto a aguantar.
      Le resultaba imposible disociar las últimas noticias sobre sus viejos compañeros con algo que debió morir con la guerra. Por eso iba pasarse en la cama, tranquilo y a salvo, las siguientes veinticuatro horas.
     Había tenido que persuadir a su mujer, Nora, de que fuese al supermercado y al parque acompañando a Sarah y a los niños toda la mañana. Y, aunque Jason le había propuesto pasar con él la mañana, había preferido que se quedasen en su casa, arreglando alguna cañería o viendo algo en la tele, limitándose a estar junto al teléfono por si acaso. Lo más triste fue su argumento de para ir con él:
     —Papá, no es bueno que estés solo.
      ¡Ja! ¿Solo? Estaba engañando abiertamente a su mujer, compartiendo su cama con una Mosberg 500 del calibre doce; su asesina de ciervos como le gustaba llamarla. El tacto de su gatillo era la única mano con la que quería compartir sus dedos aquel día. A su lado, en la mesilla, el viejo teléfono de dial por si necesitaba refuerzos, mientras notaba sus piernas tostarse bajo las sábanas. No es que hiciese frio, ni hacía falta estar tan tapado, pero tener encima aquellas capas múltiples de tela le proporcionaban seguridad. Mientras no tuviese que ir al váter, prefería seguir así.
     A su izquierda, la puerta se sacudía rítmicamente sin llegar a cerrarse, estableciendo una línea directa con la planta baja, por si alguien intentaba colarse en la casa sin que él lo supiese. De todos modos, no pensaba que esa birria de corriente pudiese arrastrar un clínex al suelo.
     La temperatura bajó de repente un par de grados y la calva de Jackson se giró hacia la ventana, que sacudía las dos cortinas blancas con encajes como si soplase un vendaval… aunque con mucha menos fuerza. La brisa, genuinamente primaveral, era fresca e intensa; el mejor aire acondicionado que podía pedir mientras esperaba. Sonrió, tentando de soltar la escopeta, cerrar los ojos y descansar un poco más.
     La paz del dormitorio se rompió como un jarrón al caer al suelo; en realidad fue la puerta al cerrarse. Sobresaltado, Jackson levantó el cañón, sin llegar a buscar el gatillo ni a apuntar; simplemente marcando su posición como el lobo con sus colmillos. En realidad, quisiese o no, el viento era invitado en todas partes.  Mientras nada más se hubiese colado en la casa por la ventana…
     Era raro, sí que había entrado algo: un olor. Agrio, nauseabundo, a animal muerto, a vísceras; mezclado con algo picante que no reconoció. Como si un cadáver hubiese echado su aliento dentro.
     La idea, absurda, estremeció a Ed, que sujetó la Mosberg con firmeza.
      Un cadáver de ese tamaño…
     Más allá del bulto de sus pies al final de la cama le pareció ver algo moverse. Donde se levantaba la cómoda con la ropa de Nora, sus colonias, maquillaje y el espejo que garantizaba que no saliese con ellos a la calle pareciendo un payaso. El mueble era firme y los frasquitos de cristal estaban en pie, ajenos a la reciente ráfaga. A su lado, había una silla con unas cuantas sábanas por plegar igual de indiferentes.
     Empezó delante de él, tan despacio que al principio casi ni lo notó. Para cuando encaró el cañón y se preparó para disparar, la visión, impresionante e imposible, lo paralizó; agarrotándole los músculos demasiado para luchar. Sólo podía seguir mirando.
     Se levantaba con movimientos lentos y contorsionados, como una cobra dejando el cesto de un faquir. Hasta que estuvo a algo más de un metro, asomando al final del colchón, Jackson no se dio cuenta de que era una pieza de tejido oscuro finísimo a través del cual pasaba la luz, provocando destellos iridiscentes. Como un cebo con mosca, movido centímetro a centímetro por el hilo, aquella sábana siguió subiendo más y más. Al minuto siguiente, ya totalmente extendida aunque no inmóvil (seguía girando sobre sí misma como si colgase del techo), había alcanzado como mínimo el metro ochenta.
     Jackson no reaccionó, incapaz de entender lo que veía. Sólo era una sábana movida por el viento, aunque estaba seguro que nunca había tenido una así en su casa. Y aunque el viento seguía soplando, lo sabía por el frio y el aumento del olor, no entendía cómo podía moverse así…
     La sábana se plegó sobre sí misma, formando un bulto como un cuerpo en un sudario. La parte superior, correspondiente a la cabeza, se inclinó adelante, como realizándole una reverencia. Sin incorporarse, algo empezó a salir; oscuro, denso y masivo, que quedó colgando como babas de la boca de un bebé.
     Sin dejar de mirar, Jackson separó el dedo del gatillo, sacudiendo la mano para que dejase de temblar. Después de conseguirlo a medias, la lanzó contra el dial. Se sabía la secuencia de números y agujeros en la rueda de memoria, por lo que no necesitaba mirar; conteniendo la respiración para que el miedo no sacase su dedo del sitio, haciéndole y perder un tiempo demasiado valioso, demasiado vital.
     Se oyó un tono, dos, tres…
     —¿Diga?
     —Jason. Soy yo… Escucha, hijo, necesito que vengas a aquí, a ca…
     —¿Te pasa algo, papá? —preguntó, preocupado.
     —No, no es nada grave… Sólo ven. Y usa tu llave. No sé si podré bajar a abrirte.
     Jackson dejó a su hijo gritando, exigiendo saber qué pasaba en su lado de la línea, y dejó la escopeta definitivamente a un lado. Lo que veía le había quitado las ganas de luchar.
     El torrente, que resultó ser de finísimos hilos negros, había abandonado el envoltorio. Cuando recobró la posición erguida, quedando acomodado a los lados del cuerpo, quedo claro que era una cabellera, negra y lacia, que llegaba hasta el suelo. Por debajo, al otro lado del tejido, se reconocía  una silueta, Dueña que, a de rasgos corporales femeninos. Sin embargo, el golpe de gracia para Jackson fue verle la cara.
     Entre las dos cascadas negras sobresalía un óvalo blanco con una frente muy ancha, adornada por un tatuaje de un ojo rasgado y abierto en vertical, dibujado con tinta roja del mismo tono que la sangre venal. El resto de la cara estaba tapado por un velo blanco, perfectamente acomodado desde la base del tatuaje hasta el cuello. Jackson, sin embargo, no volvió a estremecerse hasta ver temblar el círculo en el centro del tatuaje. Se cerró, cubierto por parpados pintados, como haciéndole un guiñó.
     Pensó en recuperar su arma sin llegar a decidirse, dudando de poder matar así a aquella cosa. Volvía a estirar su cuerpo de gusano, hacia la izquierda, donde estaba la puerta. Entonces algo empezó a salir de su cara a la altura de la boca, permitiendo a Jackson comprobar que no estaba tapada por un velo, ni por nada.
     Era como una lengua de serpiente, redonda y fina; del color de una herida infectada. Se tensó como un gusano, apuntándole. El ojo se entrecerró y el apéndice tembló, acompañado de una palabra increíble, larga y complicada, para no tener boca.
     Atatamemashita[1]
     Jackson cerró los ojos y gritó a pleno pulmón, destapándose de una patada y cayendo al suelo por el lado derecho de la cama entre sacudidas. Sus dedos recorrían su cuerpo como lagartijas nerviosas, arrancando la inútil ropa que aprisionaba el pecho, intentando aliviarse.
     Le dolía. No una zona, una extremidad, una parte de su cuerpo, sino todo. Por todo el cuerpo, el dolor más grande que había sentido, aumentando a cada segundo. Jackson gritaba con los ojos entrecerrados, mientras perdía el control de sus manos, inutilizadas por el mismo poder.
     Consiguió aferrarse al borde de la cama y tirar para incorporarse. Su visión se volvía borrosa, distorsionada por minúsculos puntos luminosos trazando estelas en el aire, señal de una sobrecarga en sus nervios.
     Tras una exhalación, que sirvió para terminar de abrirlos, Jackson miró al otro lado de su cama. Se vio reflejado en el espejo. Pudo ver que el demonio ya no estaba, pero le había dejado un recuerdo real. Conmocionado, olvidando el dolor por un segundo, se puso en pie.
     Veía su torso moreno de carnes colgantes, veteado por algunas matas grises. Y, por debajo de su piel color cacao, manchas amarillentas refulgían como las velas de las calabazas de Halloween. Eran siluetas incandescentes como bombillas, correspondientes a las zonas de dolor; dibujando desde la cabeza a los pies cada uno de los huesos de su cuerpo.
     Jackson intentó moverse, dar un simple paso con su luminosa mandíbula desencajada. Y lo sintió, como las judías de una vaina desgranada.
     Sentía retortijones, pinchazos, calambres. Mareo, migraña y estreñimiento simultáneos. Su cuerpo colapsó, sus huesos debían haber alcanzado ya la temperatura de un horno crematorio; un calor que licuaba sus entrañas, reduciendo a un caldo oscuro y espeso. Y mientras sus sentidos desconectaban, su piel se distendía, hinchada por la acumulación de líquido. Poe debajo cada célula de carne estallaba, sonando al principio como un chispazo y luego cobrando cadencia hasta ensordecerle.
     Jackson intentó chillar, pero no podía. Su garganta estaba reseca, agrietada y contaminada por el sabor a sangre, mientras su lengua se arrugaba como una hoja de papel tirada a un fuego. Dejó de sentir nada que no fuese su calor interior. Quiso estirar sus brazos, mover sus pies, pero le eran tan pesados y ajenos como los de una escultura de mármol. Comprimidos por los párpados, sus ojos, por fin, se abrieron, temblando como globos de gelatina, a punto de saltar como los corchos de dos botellas de champan. Y, justo antes de abrazar la independencia, enviaron un último reflejo de su dueño en el espejo.
     Jackson no se reconoció, ni siquiera vio a un ser humano. En su habitación había un globo de feria oscuro y casi redondo de casi dos metros de diámetro, en pie con el torpe equilibrio de un tentetieso.
     Y el globo chilló, o al menos lo intentó, con las últimas fuerzas de la agónica voluntad atrapada bajo su superficie. Chilló con tanta fuerza que pensó que vomitaría sus pulmones, lo que podía explicar el maloliente torrente que escupió, formando grumos en el suelo, en contraste con otro fluido que lo abandonó.
     Como una tetera lista para servir, una nube de vapor escapó desde los hinchados y cuarteados labios del globo. El dormitorio se nubló, convertido en una sauna con olor a carne quemada.
     Cuando Jason Jackson sacó la llave del hueco bajo el peldaño del porche quince minutos después, lo primero que pensó fue que debió seguir su intuición y haber llamado a una ambulancia. Salía humo por debajo de la puerta. Sin embargo, lo que le recibió al abrirla no fue una llamarada, sino una nube de vapor ardiente que le cegó, antes de que corriese escaleras arriba, llamando a su padre a gritos; que dieron paso a la náusea cuando entró abrió su puerta y miró por encima de la cama.
      Sólo encontró ropa tirada y un pellejo formando un charco coagulado como goma fundida, atravesado por lo que parecían leños carbonizados.

     —Volviendo a lo de antes, lo que dices una tontería.
     Los tres supervivientes de la tercera escuadra se habían refugiado junto a las escaleras, lejos de los comensales en el comedor y de la familia afligida que buscaba consuelo frente a la fría y apagada chimenea. Allí Tim, apoyado en el pasamanos ascendente, lanzando nerviosos vistazos con la esperanza de conservar su intimidad; Travis se había sentado en una silla con los brazos cruzados y Bill, firme sobre su bastón, miraba hacia la luz que entraba desde arriba.
     —¿Por qué, Bill? La fecha coincide.
     El sargento rió, volviéndose hacia él.
     —¿Y tú qué, apuntaste la fecha?
     —No pero me acuerdo. Creo que como todos.
     Bill miró a Tim, que lo rehuyó.
     —Además…—añadió Travis—. Pude hablar… con la mujer de Jared. Me ha… dicho cómo murió.
     Bill parpadeó como si no lo creyese; Tim, por su parte, se masajeó el mentón.
     —¿La llamaste… para preguntarle sobre cómo… murió su marido?
     Travis asintió, apoyándose en el respaldo de madera.
     —Oh, Dios… —Tim dio una vuelta completa, buscando quizás devolver el orden a su cabeza.
     —Según me contó… —siguió Travis—. Fue una explosión.
     El interés de sus dos oyentes se incrementó, así como el temblor en sus cuellos y sus ojos.
     —¿Te refieres a una bomba, o un accidente con un coche? —preguntó Tim, deseando de repente tener un vaso de whisky entre sus manos—. ¿O que explotó?
     —Eso último. Parece.
     Bill rió torciendo la boca, su forma de indicar que no entendía aquello.
      —Bravo, Jeff. Me sorprende que no te mandase al infierno, a la mierda o a los dos sitios a la vez.
     Travis le miró con resignación, intentando que le tomasen serio. Pero no lo logró.
     —¿Cómo? —quiso saber Tim, acercándosele—. ¿Gasolina? Siempre le gustó fumar…
     Travis sonrió, una fina y silenciosa sonrisa que evidenciaba lo absurdo del planteamiento.
     —Ojalá fuese así de fácil —aseguró—. Explotó desde dentro. Dejó… una calle entera perdida.
     Tim arqueó las cejas, arrugando su frente como un acordeón; su piel se puso del color de su pelo. Bill rió, negando enérgicamente.
     —Igual se suicidó. Me da… que no volvió bien del todo —concluyó.
     Sus ex subordinados le miraron espantados.
     —¿Cómo puedes…? —empezó Tim, respirando demasiado deprisa para hablar.
     —Y cómo podría hacerlo —añadió Travis.
     Bill se encogió de hombros.
     —Una granada. Puede… que se quedase alguna como recuerdo. Y no sé… se la pondría en las tripas como hacían los japos o… igual se la tragó…
     Tim, consciente quizás de que era demasiado viejo para sentirse tan contrariado, bajó las manos despacio, mientras Travis miraba a su antiguo sargento burlonamente. Ahora quien negaba era él.
     —Señor, a veces dice unas chorradas…
     Bill dejó de reír en respuesta al desafió; su bastón empezó a temblar.
     —Repite eso si tienes agallas, Jeff.
     —Por favor… —Tim dio un paso al frente, intentando calmarlos—. Recordad donde estamos.
     —Tú estuviste allí; viste como quedaban después de usar las granadas —le recriminó Travis, plantándole cara—. Como mucho les saltaba el estómago y se les salían las tripas e intestinos El cuerpo quedaba entero.
     Los dos quedaron cara a cara, con Travis, unos centímetros más alto, doblando el cuello.
     —Y si no, se rompían como muñecos de papel —añadió Travis—. Ya sabes, la cabeza por ahí; los brazos y las piernas chorreando por allá.
     —Por favor, que he comido hace poco. —Bill apartó un momento la mirada, llevando la mano izquierda a su vientre.  
     —¿Sabes lo que quedó de Jared después de esa explosión?
     Bill volvió a mirarle, ahora apretaba los dientes y mantenía inmóviles los ojos. Tim se mantuvo a unos pasos de distancia.
     —No. Explícate —dijo Bill.
     Travis tomó aire y cerró los ojos. Luego habló.
     —Salto en pedazos, y quiero decir  pedazos  —dijo despacio—. No quedó nada entero; sólo un puñado de carne picada…
     —Vale, Jeff…
     —Y los huesos… hechos astillas; ni uno sólo entero. Quedó pulverizado, por eso el funeral se ha retra…
     —¡Ya basta!
     Bill fue hacia él, golpeándole el pecho con el índice derecho, provocando una mirada consternada de Jeff.
      —Señor, cálmese. —Tim le sujetó por los hombros, sintiendo a Bill Mulford temblar bajo sus manos.
     Cuatro personas en el salón se habían asomado para ver por qué había subido el tono. Una quinta se les unió.
     —Ya está… —mintió Tim, soltando rápidamente a Bill—. No pasa nada.
     Sonriendo presa de la circunstancia, Tim esperó a que los curiosos volviesen a hacer de plañideros, dando la impresión de que los dos aprovecharon la interrupción para calmarse.
     —Mira…— Bill volvió a señalar a Travis, con menos violencia pero el mismo tono—. Lo de Jared ha sido una lástima. Y lo de Ernest. Pero son accidentes. Sólo eso. Tristes y jodidos putos accidentes.
     Travis puso los brazos en jarra.
      —Con una explicación lógica, sea la que…
      —¿Recuerda lo que dijo antes de aquello, William? —inquirió Travis—. ¿Lo que dijo antes de morir?
     Bill apretó los dientes.
      —¿Cómo voy a acordarme, si ni siquiera…?
     —Os arrastrarán al infierno, desde el interior de vuestras entrañas —proclamó Travis con voz lenta y ronca.
     —¿Sabes? Deberías probar en la tele. —Bill presionó el bastón para poder señalarle mejor—. Como payaso eres muy gracioso. Igual aún estas a tiempo.
     Travis le dedicó una sonrisa como señal de reconocimiento.
     —Muy bien, señor. —Hinchó el pecho—. Entonces, según usted, ¿qué fue? Aquello, ya sabe…
     Bill frunció el ceño. Tim le miró con interés.
     —Qué se yo —dijo al cabo de un minuto—. Tal vez algún producto químico. Los japos estaban haciendo experimentos con eso en China.
     Travis no pudo contener la risa.
      —Por Dios, en esa isla ni siquiera tenían radio.
     —O Pudo ser falta de aire… Una alucinación provocada por… el gas.
     Travis le miró fijamente, esperando algo más.
     —Es lógico. ¿No era volcánica? No sé, algo que se filtrase del suelo, como el olor a azufre de Iwo…
     —Muy bien, sargento. —Travis le sostuvo su mirada—. ¿Y Keller? ¿Eso fue también una alucinación?
     Bill dio un manotazo al aire; su forma de pasar de todo. Para él, la charla había acabado.
     —Muchachos, ha sido entretenido, pero mentiría si dijese que me alegro de volver a veros; me recordáis que soy viejo —aseguró, sonriendo por última vez—. Por lo demás, creo que ya está todo dicho y hecho.
     —Bill… —Tim se dispuso a ponerle de nuevo la mano en el hombro.
     —Tim, por favor, no me toques —le pidió, mirándole antes de volver el rostro hacia Travis—. Voy a despedirme de la familia. Luego buscaré a mi hija y me iré.
     —Por favor…
     —Te veo bien, Tim. —Bill le dio una palmada amistosa en la arrugada mejilla derecha—. Sigue así.
     » Y Jeff, siempre me pareciste listo, pero demasiado fantasioso. Espero que cuando volvamos a vernos no sea en un funeral… y podamos beber y reírnos un poco.
     Lo dijo de espaldas, sin mirarle.
     —Señores…
      Bill les dejó, caminando animadamente con su bastón.
     —Sargento… —Travis le llamó gritando por lo bajo.
     —Ahora soy capitán —replicó si, detenerse.
     —¿Sabe? Ya sé quiénes eran. Ese nombre… que no reconocí… entonces.
     Bill miró sobre su hombro.
     —¿Y quiénes eran? Ha, perdón, tendrás que recordarme…
     —Ese es el nombre… de los dioses de la muerte japoneses… señor.
     Bill paró súbitamente. Apretaba los dientes y su labio superior temblaba.
     —Vale. Muchachos…
     —Sargento, no olvide que no hizo nada por impedirlo.
     El bastón se hundió firmemente en la alfombra del suelo. Bill se volvió, mirando hacia Travis.
     —No lo hice, es verdad. Y tú tampoco hiciste nada para pararnos.
     Luego se perdió en el salón, ahora definitivamente, pero no pudo engañar a sus dos nerviosos amigos. Su andar era más enérgico pero más tenso; su bastón se apoyaba más recto pero con menos confianza. Aunque sonreía la suya era una sonrisa pintada; fijada para esconder lo que sentía.
      Bill no les dejaba por racional, sino por miedoso, la idea de contemplar aquella posibilidad le aterraba. Y, según el razonamiento más simple, cambiaba de música para olvidar el mensaje.
     —Jeff —Tim se volvió hacia Travis—, perdónale. Está…
     —…de los nervios, sí. Igual que tú y yo ahora —concluyó Travis, rascándose el cuello.
     —Jeff, Ahora en serio. —Tim se cruzó de brazos—.¿Crees… en serio que esto y aquello…?
     Travis bajó la vista y suspiró.
     —No lo sé. Sería más fácil pensar que son coincidencias; coño, seguro que es eso. Pero todo es tan…
     Negó.
     —¿Y… —Tim se rascó el entrecejo—… ahora qué…?
     —Por ahora… —Travis subió el brazo derecho a la altura de su pecho— … la verdad, Bill tiene razón. Aquí no podemos hacer más. Lo mejor que puedes hacer es despedirte y volver a casa con los tuyos. Aunque sea para verlos una última vez… por si pasase algo.
     Tim asintió, no muy conforme.
     —¿Y tú? —De su familia sólo sabía que había seguido soltero.
     —Yo… —miró hacia la puerta—. Cuando llegue a Virginia llamaré a Eddie, a ver si le va bien; e intentaré localizar a Greg. Luego esperaré —se encogió de hombros—, que todo esto pase.
     Tim le tendió la mano. Travis la estrechó.
     —Buena suerte. ¿Puedes darme tu número? Así, si todo va bien…
     Travis sonrió, antes de frotarse con la manga de su camisa el sudor condensado en su frente.
     —Ahora mismo. Pero antes necesito ir a mear.
     Tim sonrió, sin estar seguro de si era porque él empezaba a sentir lo mismo.
     —Creo que hay uno al lado de la cocina, pero ese estará lleno —Tim movió los ojos peldaños arriba—. Arriba, a la derecha, creo que está el otro. Algo más tranquilo…
     —Muchas gracias, Tim.
     Mientras veía a su viejo amigo irse, más sabio pero tan perdido como él, el joven Tim sintió la presión de su corazón crecer. Era injusto. Ahora, en el ocaso de su vida, viudo y con una existencia resuelta, debería estar ignorándolo todo mientras esperaba que sus días terminasen en paz; no entregarse otra vez, aunque fuese por poco tiempo, a la pesadilla de vivir con miedo el tiempo que se pasa despierto.

     Vaciada la vejiga hasta sentirse exhausto, cosa que siempre asociaba a los nervios, Travis se cubrió las manos de burbujas con la pastilla de jabón junto al grifo. Cuando sus manos estuvieron limpias, se lavó la cara. Quería librarse del sudor, y de su mirada tensa, abatida; borrar incluso su cara, vieja y tan aburrida como hacía cuarenta y cinco años, tiempo cargado de miedo, dudas… y de sentirse perseguido por algo más que un simple sueño.
     Travis terminó y agarró la toalla azul que colgaba a su derecha, secándose meticulosamente mientras veía, desde la perspectiva invertida del espejo sobre el grifo, un plano general del servicio. La verdad, siendo el pequeño excusado de una pequeña granja rural, era muy agradable. Recubierto de yeso pintado de azul blanquecino roto sólo por un par de desconchados, incluía un retrete brillante como una perla y una gran bañera de hierro pintada de blanco sobre cuatro patas pequeñas y redondeadas, medio tapada por una cortina de plástico verde oscuro que colgaba de un riel.
     Se quedó mirando la cortina, aquel color que le devolvió a su juventud.
     A la guerra.
     Travis se volvió y la descorrió del todo. Le gustaba poder ver cada rincón de un cuarto sin impedimentos; así además veía mejor la estrecha ventana entreabierta sobre la bañera.
     Recuperó sus gafas del borde del lavamanos y las acomodó sobre su nariz, antes de alisarse un poco el pelo. Volvía a estar lo bastante presentable para despedirse de la viuda, hijos y nietos, una situación que odiaba.
     Una suave brisa sopló con fuerza desde la ventana, arrastrando la puerta que había dejado entreabierta mientras se lavaba. Se arrastró hasta que la cerradura encajó con un débil chasquido.
     Travis se puso a parpadear; debían quedarle resto de jabón en la cara. Mientras, el riel empezó a temblar, haciendo tintinear las anillas y la cortina. Un hedor empezó a meterse también en el pequeño aseo, no el olor a mierda rancia y estancada que podía esperarse de las boñigas, el abono y la fosa séptica. Era un olor más concreto, más… químico.
     Aquello le causó un escalofrío, que cayó desde su nuca a los pies. Travis se dio la vuelta. Tras dos parpadeos se detuvo, conteniendo la respiración.
     La ducha había dejado de temblar. En su lugar, algo oscuro de aspecto coriáceo se movía con el viento; algo que a Travis le pareció un murciélago gigante colgado cabeza abajo, de no ser porque era imposible que hubiese entrado…
     Su siguiente paso fue a su derecha, hacia la puerta. Notando la manivela hincarse contra sus riñones, deslizó sus manos hacia atrás, buscando realizar el simple acto de bajarla y salir mientras veía a aquello darse la vuelta y bajar, justo delante de él. Al sobresalto inicial que le dejó mudo siguió un acelerón cardiaco cercano a la arritmia y una sudoración volvió resbaladizas sus manos, convirtiendo la apertura de la puerta en una frenética exhibición de prestidigitación que sólo cansó y entumeció sus dedos.
      Travis gimió, frustrado. Le costaba respirar, y no sólo por los nervio y el olor. El aire del lavabo se había enrarecido. Venía de aquello.
     Al verlo bajar vio que era humanoide; al tenerlo delante vio que no era para nada humano. La criatura con la que estaba atrapado mediría en torno al metro ochenta y era bípedo, erguido sobre dos piernas gruesas como troncos de pino. Tenía todo el cuerpo cubierto de un grueso pelaje marrón café que formaba bucles, acabando en dos alas que salían de sus hombros, negras como las de los murciélagos pero espinosas como las aletas de los peces. La cara era de un color blanco enfermizo, plana, ovalada y rematada por dos pequeñas orejas triangulares, con una minúscula nariz triangular entre dos ojos amarillo y estrechos, apenas finas ranuras. Desde ella, una Y invertida comunicaba el hocico con la boca, enmarcada por tres franjas triangulares rojo oscuro dibujadas sobre cada uno de sus carrillos. La imagen clásica de la máscara Kabuki de un gato, no pintada sino cubierta de pelo corto y apelmazado.
     La cosa dio un paso hacia él, momento en que pudo ver que tenia las manos levantadas, en torno a algo. No tenía alas, sino que sujetaba un paraguas, desgastado y con pinta de viejo, con varias varillas salidas.
     —T…ú…
     Travis se sacudía como electrocutado; de los muchos horrores inolvidables vividos aquel día de pesadilla, aquel era de los peores, por ser un atentando contra su razón. Quizás, proceso, fuese el elegido para cazarlo.
     —Tú —repitió, intentando recordar a toda prisa las palabras.
     Las marcas de la cara se distendieron, como si se alegrase de verlo. Al fijarse mejor, vio que las marcas rojas de su cara no estaban dibujadas: se movían. Travis supo lo que era al recordar cuando, a los diez años, fue a pescar truchas con su padre; viendo aquellos abanicos rugosos y rojos que tenían los peces  tras el cuello.
     Travis, recorrió sus labios resecos con una lengua como la piedra pómez, consiguiendo decir su nombre.
     —Shi… —Tosió, fallando el primer intento—. Shinigami
     Los tiesos labios de la cosa vibraron, como intentando sonreír, luego un movimiento rápido oscureció su visión, provocándole el viejo instinto de correr, que sólo sirvió para que se estrellase contra la puerta. El dolor en su hombro, bastante fuerte para creer que se había roto algún hueso, bastó para que abandonase toda resistencia. Mientras, comprobaba que lo único que había hecho era ponerle en las narices su paraguas.
     —Por… —Travis se sentó, dudando sobre si decirlo en su idioma o en el que era más fácil que entendiese—. Por favor, te lo suplico…
     Los ojos amarillos refulgían, gozando con el espectáculo.
     —Dodouka
     Travis se esforzaba en recordar las palabras, mordiéndose el rabio inferior con rabia. Mierda, después de seis meses lo hablaba como su lengua materna. ¿Había borrado casi medio siglo de vida en paz aquel conocimiento ahora vital?
      Había empujado tanto su espalda hacia atrás que había conseguido levantarse.
     La cosa se cubrió con el paraguas, cogiéndolo con su mano izquierda, corta y con cuatro dedos negros de un mapache. Había alargado hacia él la derecha, con el índice señalándole.
     Hokori
     La boca se separó, rompiendo su aspecto de dibujo, para pronunciar esa única palabra. El incrédulo Travis pestañeó, mientras apartaba las telarañas de su cerebro.
     Hokori … eso era… ¿polv…?
     Hubo un instante de luz, y luego se sintió paralizado. Era como si una desconocida corriente empezó a se moviese dentro de su cuerpo, un cosquilleo parecido al de un pie al dormirse, pero generalizado…
     Travis, temiendo perder el equilibrio, levanto el pie derecho… y, al volver a bajarlo sintió con asombro y pavor, que se hundía. Había atravesado el suelo.
     Oh…
     Sintiendo el sudor cubrirle como chorros de melaza, miró abajo. Su zapato estaba ladeado, fuera de su sitio. El calcetín estaba arrugado como un preservativo usado, al final de su estrecho…
     El cosquilleo aumentó, y Travis empezó a sentir que su cuerpo cada vez pesaba más. Intentó llevarse las manos empapadas a la cara, pero las sentía colgando como si sujetasen mancuernas. Cuando consiguió levantar los brazos, vio que estos colgaban flácidos, arrastrados por los tres anillos de sus dedos. Su cuerpo se arrugaba, como relleno de arena, a medida que aquel peso progresivo lo empujaba hacia abajo.
     Mientras aquel gato infernal se reía de su maleficio, un sonido estridente y cada vez más alto, aquel fluir molesto paraba. Y él entendió.
     No era un hombre con arena dentro, sino un muñeco de tela con huesos de arena; en eso le había convertido. Con su sangre fluyendo sus huesos se disolvían, hasta ser incapaces de sostenerle.
      Travis volvió al suelo, sintiendo la humedad a su alrededor, como si hubiese caído en un charco. Sin huesos, su cuerpo se apilaba sobre sí mismo como ropa sucia, hundiéndose en su propia carne y enterrado entre su ropa.
       Su respiración, de forma increíble, se aceleró, agitándolo como un globo que no llegaba a hincharse. Sentía sus viejos músculos temblar como gelatina. Era desde luego, lo peor; sentirse vivo en su estado. Podía notar bajo las capas de pliegues su corazón y pulmones funcionar, distendiéndose libres de las costillas como sapos envueltos en muselina sobre una carretera un día de lluvia, esperando que un coche les pasase por encima. El estómago se le revolvía, flotando entre las vísceras de su alterado interior. El dolor más agudo, y en aumento, era el de cabeza;  crecía entre sus ojos, distorsionando su visión del cuarto de baño… Además, algo le pinchaba. ¿Su poco pelo, acaso, arrastrado sin el soporte del cráneo? ¿Cruzaría su piel y empalaría su centro neurálgico como un erizo al sentarse sobre un cojín?
     Atormentado por haberse convertido de improviso en una babosa cuya consciencia humana moría, , los músculos de goma de su cara consiguieron separar los labios
     —A…aaaaa. ¡Aaaayuuuuu….!
    El aire empezaba a fallarle. Su grito de ayuda no fue mejor que un eructo.
     —¡Aaaaaaaa……!
     Su frase murió ahí, con él. El charco vibró una última vez, frente a la criatura que seguía esperando la lluvia con el paraguas abierto.
     Cuatro minutos después, un incrédulo granjero arrastraba el obstáculo dentro del servicio, encontrando aquella masa pegajosa bajo ropas negras sin dueñp.

     De la comida por un difunto se había pasado a preparar otro funeral. Una osteoporosis repentina galopante, manifestada tras años de deterioro pasivo de la estructura ósea, por causa de una mutación genética única; el veredicto del matasanos del pueblo, un hombre rechoncho más viejo que él. Aún sonaba en los oídos de Tim mientras se separaba del suelo.
     El cuerpo de Jeff Travis, de lo que había sido Jeff Travis, había sido trasladado con urgencia a un hospital de Freemont, a la espera de saber si la autopsia se haría allí o en la comisaria. Mientras el cuerpo era trasladado, un nuevo mensaje llegó a la doliente casa de los Godway: al parecer Ed Jackson acertó sobre que algo iba a por ellos. Su error, creer que estar a salvo equivalía a no salir de casa. Lo que no sabría era que destino de Gregoire Fruge se confirmaría dos horas después.
     Los restos de Travis serían seguramente llevados a Richmond, Virginia, de vuelta a su familia. Pero, para dos de los que estuvieron cuando murió, el tiempo de llorar a otros terminó. Se habían acumulado demasiados funerales en poco tiempo. Era mejor seguir con la vida en vez de sumar y seguir.
     Tim Young se acomodaba en su asiento de clase turista, mirando el negro orificio en que se había convertido el exterior. Avión nuevo, mismo destino. Sabía que, como él, Bill también se habría vuelto deprisa a California. Y, dado que había salido con casi hora y media de antelación, ya debía haber llegado.
     Los motores de las alas rugieron y el tren de aterrizaje empezó a esconderse bajo el vientre brillante del ave a reacción, señalando la ruptura final de los grilletes de la gravedad. Pero el aumento de velocidad, el cosquilleo del ascenso, fueron impresiones vacías para Tim. Estaba cansado. Exhausto.
     Se recostó contra el respaldo, cerrando los ojos despacio. Necesitaba descansar, echar un sueñecito. Mientras lo conseguía, un sueño empezó a formarse en su mente, girando como un carrusel hasta crear un remolino blanco, un agujero de gusano que le llevaba hacia atrás en el tiempo. Antes de que se jubilase como vendedor de electrodomésticos, antes de que sus dos hijos naciesen, antes de que se casase con Stephanie; incluso de haberla conocido. Aquellos momentos no eran ni un alto en el camino. El destino de aquel viaje era muy concreto y exacto; le llevaba a una época en la que afeitarse cada día era obligatorio en los momentos de descanso, en que su piel aún era suave y firme y se bronceaba bajo el sol de una tierra lejana de mares azules; una tierra en la que vestía de verde caqui, se blindaba de pies a cabeza y empezaba y acababa el día con un mismo pensamiento: ¿Moriré hoy?




[1] Calentaos