LA MALDICIÓN DE LOS HUESOS - 2º PARTE
Tim entendió que aquella sería una semana especial nada más dejar el
avión que le había llevado al aeropuerto municipal de Freemont. La carta ya le anunciaba
que el funeral de Jared se pospondría varios días, aunque sin especificar por
qué. Aquello le daría tiempo para preparar el viaje; ya iba a acercarse al JFK para
comprobar los horarios cuando recibió la llamada fatídica: Godway se había
unido a Jared en el viaje final, un triste recuerdo de cuando estuvieron
juntos. Un accidente agrario, le dijeron, y un cambio total en sus esquemas. El
funeral iba ser al día siguiente, y era más fácil ir desde Nueva York a Boston
que a Freemont. Si había novedades de su otro compromiso, sería duro cumplir
con todo, pero Tim prefirió arriesgarse. Hizo un poco de equipaje, buscó la
misma ropa que llevó para el luto de Steph hacía nueve años e hizo un par de
llamadas. Una a su destino, para confirmar su asistencia. La segunda a su hijo pequeño,
que pasó casi dos minutos enteros despotricando en contra de que hiciese sólo
el viaje.
—No te preocupes, Ben —decidió zanjar el tema—. Va a ser sólo un día.
Iré por la mañana y vovleré por la tarde.
—Al menos déjame llevarte al aero…
—Puf —Tim se mordisqueó el labio inferior—. ¿Acaso crees que tu viejo
padre se ha olvidado de conducir?
Tim comprobó, aliviado, que aunque muy justo, llegó con tiempo para
todo. El servicio, en la Iglesia luterana de Freemont, empezó escasos cuarenta
minutos después de su aterrizaje. Fue multitudinario, cosa que le agradó.
Ernest había sido muy querido entre los granjeros; nada que ver con el capullo
buscalios que era cuando le conoció. Las primeras filas, reservadas para la
viuda, su hijo y sus dos nietos, daban paso a la larga lista de primos,
sobrinos, vecinos, amigos íntimos y simples cotillas del lugar. Sin saber si tenía
asiento reservado Tim, sin discutir con nadie, ocupó el primer hueco libre que
vio, junto al pasillo en la penúltima
fila. Era consciente de que podía haber otros cuatro miembros del club allí,
pero no el sitio adecuado para ponerse a levantar manos. Así que esperó,
escuchando el sermón sobre los murmullos de duelo y el llanto de los
familiares. El servicio estaba presidido por un ataúd con una gigantesca corona
de gladiolos enmarcando un retrato del Ernie que conoció, cuarenta y cinco años
más joven y con su uniforme verde. Lo que no se esperaba era que, al lado,
hubiesen puesto la vieja foto de grupo que se hicieron antes de partir hacia el
deber: una vieja litografía en blanco y negro de los dieciséis sonrientes y
jóvenes componentes de la primera escuadra del tercer pelotón del segundo
regimiento de marines.
Una hora y diez minutos después, el difunto reposaba bajo tierra y los
vivos los recordaban compartiendo un banquete en su salón. Tim firmó en el
libro de visitas, iluminándosele la cara al reconocer dos nombres. No esta
solo, después de todo.
Buscó a la familia para darles el pésame y se sirvió un vaso de ponche y
un canapé de pavo de la surtida mesa. Había mazorcas con mantequilla,
posiblemente salidas del campo de fuera (donde Ernie encontró la muerte), una
fuente de hamburguesas y un cuenco de manzanas rojas. Sin embargo, lo que
quería ahora era encontrarlos entre los enlutados asistentes. No prometía ser
fácil; intuía que, como él, irían desprendido de rasgos distintivos: nada de
placas de identificación, viejos uniformes ni su corazón purpura y la estrella
de bronce, puestos sobre el diploma de su licenciatura con honor. Y,
personalmente, preferiría que se quedaran allí hasta que muriese y alguno de
sus nietos lo heredase como recuerdo; un recuerdo que el héroe rememoraba aún
con la frente sudorosa y la boca seca.
Tras servirse una hamburguesa y devorarla en casi dos bocados, Tim
siguió su búsqueda. Una palmada en la espalda y comprendió que el encontrado
había sido él.
—Eh, chaval.
No era la voz de un anciano llamando a su nieto. El tiempo la había
vuelto cascada y pesada, pero Tim la reconoció. Se volvió hacia ella sonriendo.
—Hola, Bill.
Le respondió un golpe directo a la espinilla con la punta de un bastón.
Aunque era una broma la sintió, doblando la pierna y resoplando con fuerza.
—Un respeto. Sigo siendo tu superior.
—Lo recuerdo, señor —aseguró, recuperando la compostura para cuadrarse ante
su agresor—. Me alegro de verle, sargento…
—¡No seas idiota! —Evitó un nuevo garrotazo dirigido a sus costillas—. Sabes
que me retiré como capitán, Young.
Quién lo diría, pensó Tim,
antes de que ambos prorrumpiesen en una carcajada.
Apoyado en un bastón con la mano derecha y en una madura aunque aún
atractiva mujer de rasgos delicados y larga melena color canela hasta los
hombros con la zurda, se erguía el orgulloso Bill Mullford. Tenía la nariz
curvada como a punto de enrollarse y el pelo encrespado tan blanco como si
fuese albino, con una sonrisa torcida por la edad sobre su pronunciado mentón.
Una estampa consumida del fornido y despiadado sargento que, aunque infundía
más miedo estando tras ellos que recibir una bala en la cabeza, consiguió
sacarlos vivos del infierno en el Pacífico.
Olvidando por un momento el decoro de la situación, Tim se adelantó,
ignorando la mano izquierda que le había tendido y lo abrazó con fuerza.
—Me alegro de verte —aseguró, soltándole para, ahora sí, estrecharle la
mano—. Veo que te conservas.
Bill asintió, irónico.
—Una pena que no pueda decirte lo mismo de ti, joven Tim.
Aquel viejo chiste les arrancó una risa, que aplastaron tapándose la
boca.
—¿Tuviste problemas para venir… cuando lo supiste?
Bill suspiró, encogiéndose de hombros.
—Bueno, vine cuanto antes. Me enteré por la asociación de veteranos. —Atrajo
hacia así a su acompañante vestida de negro, pasándole la mano por la cintura con
descaro—. ¿Te acuerdas de mi hija, Kathy?
La mujer sonrió y encogió unos centímetros la cabeza, ruborizándose
tenuemente.
—No.
En realidad era falso. La recordaba; sí. Tim estuvo en la fiesta de su
comunión, hacía casi cuarenta años. Entonces le llegaba por la cintura, sus
carrillos eran más amplios y su vestido era blanco y con volantes. La reconoció
por simple asociación.
Tim le estrechó la mano con más delicadeza. Mientras lo hacía, Bill alargó
el cuello como un pato. Tim, al darse cuenta, reconoció sobre los murmullo el
sonido de pasos acercándose.
—Vaya, mira que sois maleducados —aseguró el recién llegado, algo menos
maduro y más afable—. Claro que sólo conozco a unos cabrones capaces de reírse
en un entierro.
Tim se volvió, dando con el segundo en discordia. De haber sido otro, le
habría metido sus palabras por donde la espalda perdía el nombre.
—Jeff —dijo, antes de proceder con el obligado abrazo, con la fuerza y
la emoción del reencuentro con un hermano tras diez años.
El gesto fue ampliamente correspondido porJeff Travis, sanitario e
intérprete con pinta de banquero judío con raquitismo, que le hacía parecer
Henry Kissinger después de una dieta intensa. Luego pasó del antiguo miembro de
la escuadra A de fusileros para saludar a su sargento.
Sin contar las otras dos escuadras, su viejo pelotón estuvo compuesto
por dieciséis hombres. Al término de su última operación, seis meses antes de
que Enola Gay cultivase los dos
champiñones más famosos de la historia sobre Japón, sólo quedaban diez; una
cifra que había ido disminuyendo año tras año y una herida que el tiempo no
podía curar. Los que quedaban recordaban. A Johnny, que siguió en el cuerpo y
murió en Inchon. A Lou Speck, quien dos años después de volver a casa fue
atropellado por un borracho al volante de un Cadillac. Y, no menos trágico, a Norman Grahams, el alegre y
valeroso chico negro de Alabama asesinado mientras esperaba un tren en
Tennessee; el triste recuerdo de una época en que los soldados eran iguales en
el frente pero en el sur se veía mal a un negro con uniforme.
—Me alegro de veros, chicos —aseguró Travis, ignorando la graduación de
Bill—. Claro que odio que sea en estas circunstancias.
Bill asintió, con pesar.
—Desde luego. Pobre Ernie. Y eso que siempre pensó que moriría dentro de
una tartana gigante con ruedas. Le tenía pánico a los tanques… —Travis asintió
al recordarlo, con dos dedos puestos bajo la barbilla—. Creo que se metió a
granjero por eso, para estar lejos de la maquinaria pesada. —Bill inclinó la
cabeza—. Mira que morir así.
—De todos modos, nunca tuvo suerte moviéndose —señaló Travis, y no como
un chiste—. ¿Y qué dices del pobre Jared?
—He… —intentó intervenir Tim.
—Ahora estoy a la espera de saber cuándo…
—Oíd —llamó por lo bajo, interrumpiéndoles—. Falta alguien. ¿Sabéis…
donde está Eddie? ¿Y Greg?
—Es verdad…—El sargento se sorprendió, al contrario que Travis.
—¿Sabéis algo? —preguntó, mirándoles sucesivamente con las manos a la
espalda.
Ambos negaron con la cabeza. Lo cierto era que de ellos, Travis era el
único que se ocupaba de mantener la agenda al día. Sin las notificaciones de la
asociación de veteranos, no habrían sabido nada de las muertes.
—A Greg le enviaron una carta cuando murió Jared, y se intentó contactar
con él cuando lo de Ernie. —Se encogió de hombros—. No ha contestado, aunque
supongo que porque cuesta localizarle…
Claro. —Bill sonrió, como si fuese algo natural—. Como buen cajún andará
perdido en algún pantano.
Travis le miró por primera vez con seriedad. Luego suspiró.
—En mi opinión, se enterará cuando ya haya pasado.
—¿Y Eddie? —volvió a preguntar Tim.
—Ed no ha querido venir—les comunicó.
El sobresalto cardíaco bombeó sangre a las cabezas de sus compañeros. Se
miraron, sin terminar de aceptar el irrespetuoso plantón.
—¿Te lo ha dicho a ti? —preguntó Bill a Travis.
Este asintió.
—Sí. Le llamé, para asegurarme.
Se cruzó de brazos, cabizbajo.
—Y me ha dicho por qué —añadió, volviendo a mirarles—.Tiene miedo.
Cerraron sus indignadas bocas y entornaron los ojos. La rabia contenido dio
paso a la desorientada.
—¿Miedo… de qué? —acertó a preguntar Tim, mientras Bill convencía a su
hija de que los hombres necesitaban hablar unos minutos.
—Porque primero ha sido Jared… y luego Ernest. Dos de los nuestros
muertos con menos de un día de diferencia —expuso Travis.
—¿Y…? —quiso saber Tim—. Con la de gente relacionada que muere al día en
el mundo, no pensará en… un complot o…
—Han pasado ya cuarenta y cinco años, Tim.
El joven Tim sintió la hamburguesa subir por su garganta y
atragantársele, antes de darse cuenta de que eran palabras, de vuelta a su
boca. Algo que llevaba mucho tiempo sin aceptar, negándose a aceptar.
—¿Cuarenta y cinco años de qué? —preguntó Bill, sin saberse si era
amnesia o por poner la puntilla a lo que, ojala, fuese una conversación
absurda.
Travis le miró con paciencia; Bill lo entendió antes de que dijese:
—Cuarenta y cinco años… de eso, sargento.
No contestó, limitándose a bajar la cabeza.
—Lo recordáis, ¿no? Supongo que, al menos, mejor que el nombre de la
isla.
Sobre la cama de su confortable dormitorio en Lewistown, Edward Jackson
se aplicaba a la divertida actividad de ver pasar el tiempo, manifestándose en
las motas de polvo en el aire y el sonido del tráfico en la calle. Algo lento y
tedioso que cambiaría por cuatro horas en un dentista si pudiese pero que, ese
día en su vida en concreto, estaba dispuesto a aguantar.
Le resultaba imposible disociar
las últimas noticias sobre sus viejos compañeros con algo que debió morir con
la guerra. Por eso iba pasarse en la cama, tranquilo y a salvo, las siguientes
veinticuatro horas.
Había tenido que persuadir a su mujer, Nora, de que fuese al
supermercado y al parque acompañando a Sarah y a los niños toda la mañana. Y,
aunque Jason le había propuesto pasar con él la mañana, había preferido que se
quedasen en su casa, arreglando alguna cañería o viendo algo en la tele,
limitándose a estar junto al teléfono por si acaso. Lo más triste fue su
argumento de para ir con él:
—Papá, no es bueno que estés solo.
¡Ja! ¿Solo? Estaba engañando
abiertamente a su mujer, compartiendo su cama con una Mosberg 500 del calibre
doce; su asesina de ciervos como le
gustaba llamarla. El tacto de su gatillo era la única mano con la que quería
compartir sus dedos aquel día. A su lado, en la mesilla, el viejo teléfono de
dial por si necesitaba refuerzos, mientras notaba sus piernas tostarse bajo las
sábanas. No es que hiciese frio, ni hacía falta estar tan tapado, pero tener
encima aquellas capas múltiples de tela le proporcionaban seguridad. Mientras
no tuviese que ir al váter, prefería seguir así.
A su izquierda, la puerta se sacudía rítmicamente sin llegar a cerrarse,
estableciendo una línea directa con la planta baja, por si alguien intentaba
colarse en la casa sin que él lo supiese. De todos modos, no pensaba que esa
birria de corriente pudiese arrastrar un clínex al suelo.
La temperatura bajó de repente un par de grados y la calva de Jackson se
giró hacia la ventana, que sacudía las dos cortinas blancas con encajes como si
soplase un vendaval… aunque con mucha menos fuerza. La brisa, genuinamente
primaveral, era fresca e intensa; el mejor aire acondicionado que podía pedir
mientras esperaba. Sonrió, tentando de soltar la escopeta, cerrar los ojos y
descansar un poco más.
La paz del dormitorio se rompió como un jarrón al caer al suelo; en
realidad fue la puerta al cerrarse. Sobresaltado, Jackson levantó el cañón, sin
llegar a buscar el gatillo ni a apuntar; simplemente marcando su posición como
el lobo con sus colmillos. En realidad, quisiese o no, el viento era invitado
en todas partes. Mientras nada más se
hubiese colado en la casa por la ventana…
Era raro, sí que había entrado algo: un olor. Agrio, nauseabundo, a
animal muerto, a vísceras; mezclado con algo picante que no reconoció. Como si
un cadáver hubiese echado su aliento dentro.
La idea, absurda, estremeció a Ed, que sujetó la Mosberg con firmeza.
Un
cadáver de ese tamaño…
Más allá del bulto de sus pies al final de la cama le pareció ver algo
moverse. Donde se levantaba la cómoda con la ropa de Nora, sus colonias, maquillaje
y el espejo que garantizaba que no saliese con ellos a la calle pareciendo un
payaso. El mueble era firme y los frasquitos de cristal estaban en pie, ajenos
a la reciente ráfaga. A su lado, había una silla con unas cuantas sábanas por
plegar igual de indiferentes.
Empezó delante de él, tan despacio que al principio casi ni lo notó.
Para cuando encaró el cañón y se preparó para disparar, la visión,
impresionante e imposible, lo paralizó; agarrotándole los músculos demasiado
para luchar. Sólo podía seguir mirando.
Se levantaba con movimientos lentos y contorsionados, como una cobra dejando
el cesto de un faquir. Hasta que estuvo a algo más de un metro, asomando al
final del colchón, Jackson no se dio cuenta de que era una pieza de tejido
oscuro finísimo a través del cual pasaba la luz, provocando destellos iridiscentes.
Como un cebo con mosca, movido centímetro a centímetro por el hilo, aquella
sábana siguió subiendo más y más. Al minuto siguiente, ya totalmente extendida
aunque no inmóvil (seguía girando sobre sí misma como si colgase del techo),
había alcanzado como mínimo el metro ochenta.
Jackson no reaccionó, incapaz de entender lo que veía. Sólo era una
sábana movida por el viento, aunque estaba seguro que nunca había tenido una
así en su casa. Y aunque el viento seguía soplando, lo sabía por el frio y el
aumento del olor, no entendía cómo podía moverse así…
La sábana se plegó sobre sí misma, formando un bulto como un cuerpo en
un sudario. La parte superior, correspondiente a la cabeza, se inclinó adelante,
como realizándole una reverencia. Sin incorporarse, algo empezó a salir;
oscuro, denso y masivo, que quedó colgando como babas de la boca de un bebé.
Sin dejar de mirar, Jackson separó el dedo del gatillo, sacudiendo la
mano para que dejase de temblar. Después de conseguirlo a medias, la lanzó
contra el dial. Se sabía la secuencia de números y agujeros en la rueda de
memoria, por lo que no necesitaba mirar; conteniendo la respiración para que el
miedo no sacase su dedo del sitio, haciéndole y perder un tiempo demasiado
valioso, demasiado vital.
Se oyó un tono, dos, tres…
—¿Diga?
—Jason. Soy yo… Escucha, hijo, necesito que vengas a aquí, a ca…
—¿Te pasa algo, papá? —preguntó, preocupado.
—No, no es nada grave… Sólo ven. Y usa tu llave. No sé si podré bajar a
abrirte.
Jackson dejó a su hijo gritando, exigiendo saber qué pasaba en su lado
de la línea, y dejó la escopeta definitivamente a un lado. Lo que veía le había
quitado las ganas de luchar.
El torrente, que resultó ser de finísimos hilos negros, había abandonado
el envoltorio. Cuando recobró la posición erguida, quedando acomodado a los
lados del cuerpo, quedo claro que era una cabellera, negra y lacia, que llegaba
hasta el suelo. Por debajo, al otro lado del tejido, se reconocía una silueta, Dueña que, a de rasgos corporales
femeninos. Sin embargo, el golpe de gracia para Jackson fue verle la cara.
Entre las dos cascadas negras
sobresalía un óvalo blanco con una frente muy ancha, adornada por un tatuaje de
un ojo rasgado y abierto en vertical, dibujado con tinta roja del mismo tono que
la sangre venal. El resto de la cara estaba tapado por un velo blanco, perfectamente
acomodado desde la base del tatuaje hasta el cuello. Jackson, sin embargo, no volvió
a estremecerse hasta ver temblar el círculo en el centro del tatuaje. Se cerró,
cubierto por parpados pintados, como haciéndole un guiñó.
Pensó en recuperar su arma sin llegar a decidirse, dudando de poder matar
así a aquella cosa. Volvía a estirar su cuerpo de gusano, hacia la izquierda, donde
estaba la puerta. Entonces algo empezó a salir de su cara a la altura de la
boca, permitiendo a Jackson comprobar que no estaba tapada por un velo, ni por
nada.
Era como una lengua de serpiente, redonda y fina; del color de una
herida infectada. Se tensó como un gusano, apuntándole. El ojo se entrecerró y el
apéndice tembló, acompañado de una palabra increíble, larga y complicada, para
no tener boca.
Atatamemashita[1]
Jackson cerró los ojos y gritó a pleno pulmón, destapándose de una
patada y cayendo al suelo por el lado derecho de la cama entre sacudidas. Sus
dedos recorrían su cuerpo como lagartijas nerviosas, arrancando la inútil ropa
que aprisionaba el pecho, intentando aliviarse.
Le dolía. No una zona, una extremidad, una parte de su cuerpo, sino
todo. Por todo el cuerpo, el dolor más grande que había sentido, aumentando a
cada segundo. Jackson gritaba con los ojos entrecerrados, mientras perdía el
control de sus manos, inutilizadas por el mismo poder.
Consiguió aferrarse al borde de la cama y tirar para incorporarse. Su
visión se volvía borrosa, distorsionada por minúsculos puntos luminosos
trazando estelas en el aire, señal de una sobrecarga en sus nervios.
Tras una exhalación, que sirvió para terminar de abrirlos, Jackson miró
al otro lado de su cama. Se vio reflejado en el espejo. Pudo ver que el demonio
ya no estaba, pero le había dejado un recuerdo real. Conmocionado, olvidando el
dolor por un segundo, se puso en pie.
Veía su torso moreno de carnes colgantes, veteado por algunas matas
grises. Y, por debajo de su piel color cacao, manchas amarillentas refulgían
como las velas de las calabazas de Halloween. Eran siluetas incandescentes como
bombillas, correspondientes a las zonas de dolor; dibujando desde la cabeza a
los pies cada uno de los huesos de su cuerpo.
Jackson intentó moverse, dar un simple paso con su luminosa mandíbula
desencajada. Y lo sintió, como las judías de una vaina desgranada.
Sentía retortijones, pinchazos,
calambres. Mareo, migraña y estreñimiento simultáneos. Su cuerpo colapsó, sus
huesos debían haber alcanzado ya la temperatura de un horno crematorio; un
calor que licuaba sus entrañas, reduciendo a un caldo oscuro y espeso. Y
mientras sus sentidos desconectaban, su piel se distendía, hinchada por la
acumulación de líquido. Poe debajo cada célula de carne estallaba, sonando al
principio como un chispazo y luego cobrando cadencia hasta ensordecerle.
Jackson intentó chillar, pero no podía. Su garganta estaba reseca,
agrietada y contaminada por el sabor a sangre, mientras su lengua se arrugaba
como una hoja de papel tirada a un fuego. Dejó de sentir nada que no fuese su
calor interior. Quiso estirar sus brazos, mover sus pies, pero le eran tan
pesados y ajenos como los de una escultura de mármol. Comprimidos por los
párpados, sus ojos, por fin, se abrieron, temblando como globos de gelatina, a
punto de saltar como los corchos de dos botellas de champan. Y, justo antes de
abrazar la independencia, enviaron un último reflejo de su dueño en el espejo.
Jackson no se reconoció, ni siquiera vio a un ser humano. En su
habitación había un globo de feria oscuro y casi redondo de casi dos metros de
diámetro, en pie con el torpe equilibrio de un tentetieso.
Y el globo chilló, o al menos lo intentó, con las últimas fuerzas de la
agónica voluntad atrapada bajo su superficie. Chilló con tanta fuerza que pensó
que vomitaría sus pulmones, lo que podía explicar el maloliente torrente que escupió,
formando grumos en el suelo, en contraste con otro fluido que lo abandonó.
Como una tetera lista para servir, una nube de vapor escapó desde los
hinchados y cuarteados labios del globo. El dormitorio se nubló, convertido en
una sauna con olor a carne quemada.
Cuando Jason Jackson sacó la llave del hueco bajo el peldaño del porche quince
minutos después, lo primero que pensó fue que debió seguir su intuición y haber
llamado a una ambulancia. Salía humo por debajo de la puerta. Sin embargo, lo
que le recibió al abrirla no fue una llamarada, sino una nube de vapor ardiente
que le cegó, antes de que corriese escaleras arriba, llamando a su padre a
gritos; que dieron paso a la náusea cuando entró abrió su puerta y miró por
encima de la cama.
Sólo encontró ropa tirada y un pellejo formando un charco coagulado como
goma fundida, atravesado por lo que parecían leños carbonizados.
—Volviendo a lo de antes, lo que dices una tontería.
Los tres supervivientes de la tercera
escuadra se habían refugiado junto a las escaleras, lejos de los comensales en
el comedor y de la familia afligida que buscaba consuelo frente a la fría y
apagada chimenea. Allí Tim, apoyado en el pasamanos ascendente, lanzando
nerviosos vistazos con la esperanza de conservar su intimidad; Travis se había
sentado en una silla con los brazos cruzados y Bill, firme sobre su bastón, miraba
hacia la luz que entraba desde arriba.
—¿Por qué, Bill? La fecha coincide.
El sargento rió, volviéndose hacia él.
—¿Y tú qué, apuntaste la fecha?
—No pero me acuerdo. Creo que como todos.
Bill miró a Tim, que lo rehuyó.
—Además…—añadió Travis—. Pude hablar… con la mujer de Jared. Me ha… dicho
cómo murió.
Bill parpadeó como si no lo creyese; Tim, por su parte, se masajeó el
mentón.
—¿La llamaste… para preguntarle sobre cómo… murió su marido?
Travis asintió, apoyándose en el respaldo de madera.
—Oh, Dios… —Tim dio una vuelta completa, buscando quizás devolver el
orden a su cabeza.
—Según me contó… —siguió Travis—. Fue una explosión.
El interés de sus dos oyentes se incrementó, así como el temblor en sus
cuellos y sus ojos.
—¿Te refieres a una bomba, o un accidente con un coche? —preguntó Tim,
deseando de repente tener un vaso de whisky entre sus manos—. ¿O que explotó?
—Eso último. Parece.
Bill rió torciendo la boca, su forma de indicar que no entendía aquello.
—Bravo, Jeff. Me sorprende que no te mandase al infierno, a la mierda o
a los dos sitios a la vez.
Travis le miró con resignación, intentando que le tomasen serio. Pero no
lo logró.
—¿Cómo? —quiso saber Tim, acercándosele—. ¿Gasolina? Siempre le gustó
fumar…
Travis sonrió, una fina y silenciosa sonrisa que evidenciaba lo absurdo del
planteamiento.
—Ojalá fuese así de fácil —aseguró—. Explotó desde dentro. Dejó… una
calle entera perdida.
Tim arqueó las cejas, arrugando su frente como un acordeón; su piel se puso
del color de su pelo. Bill rió, negando enérgicamente.
—Igual se suicidó. Me da… que no volvió bien del todo —concluyó.
Sus ex subordinados le miraron espantados.
—¿Cómo puedes…? —empezó Tim, respirando demasiado deprisa para hablar.
—Y cómo podría hacerlo —añadió Travis.
Bill se encogió de hombros.
—Una granada. Puede… que se quedase alguna como recuerdo. Y no sé… se la
pondría en las tripas como hacían los japos o… igual se la tragó…
Tim, consciente quizás de que era demasiado viejo para sentirse tan
contrariado, bajó las manos despacio, mientras Travis miraba a su antiguo
sargento burlonamente. Ahora quien negaba era él.
—Señor, a veces dice unas chorradas…
Bill dejó de reír en respuesta al desafió; su bastón empezó a temblar.
—Repite eso si tienes agallas, Jeff.
—Por favor… —Tim dio un paso al frente, intentando calmarlos—. Recordad
donde estamos.
—Tú estuviste allí; viste como quedaban después de usar las granadas —le
recriminó Travis, plantándole cara—. Como mucho les saltaba el estómago y se
les salían las tripas e intestinos El cuerpo quedaba entero.
Los dos quedaron cara a cara, con Travis, unos centímetros más alto, doblando
el cuello.
—Y si no, se rompían como muñecos de papel —añadió Travis—. Ya sabes, la
cabeza por ahí; los brazos y las piernas chorreando por allá.
—Por favor, que he comido hace poco. —Bill apartó un momento la mirada, llevando
la mano izquierda a su vientre.
—¿Sabes lo que quedó de Jared después de esa explosión?
Bill volvió a mirarle, ahora apretaba los dientes y mantenía inmóviles
los ojos. Tim se mantuvo a unos pasos de distancia.
—No. Explícate —dijo Bill.
Travis tomó aire y cerró los ojos. Luego habló.
—Salto en pedazos, y quiero decir pedazos —dijo despacio—. No quedó nada entero; sólo un
puñado de carne picada…
—Vale, Jeff…
—Y los huesos… hechos astillas; ni uno sólo entero. Quedó pulverizado,
por eso el funeral se ha retra…
—¡Ya basta!
Bill fue hacia él, golpeándole el pecho con el índice derecho, provocando
una mirada consternada de Jeff.
—Señor, cálmese. —Tim le sujetó por los hombros, sintiendo a Bill
Mulford temblar bajo sus manos.
Cuatro personas en el salón se habían asomado para ver por qué había
subido el tono. Una quinta se les unió.
—Ya está… —mintió Tim, soltando rápidamente a Bill—. No pasa nada.
Sonriendo presa de la circunstancia, Tim esperó a que los curiosos volviesen
a hacer de plañideros, dando la impresión de que los dos aprovecharon la
interrupción para calmarse.
—Mira…— Bill volvió a señalar a Travis, con menos violencia pero el
mismo tono—. Lo de Jared ha sido una lástima. Y lo de Ernest. Pero son accidentes.
Sólo eso. Tristes y jodidos putos accidentes.
Travis puso los brazos en jarra.
—Con una explicación lógica, sea la que…
—¿Recuerda lo que dijo antes de aquello, William? —inquirió Travis—. ¿Lo
que dijo antes de morir?
Bill apretó los dientes.
—¿Cómo voy a acordarme, si ni siquiera…?
—Os arrastrarán al infierno, desde
el interior de vuestras entrañas —proclamó Travis con voz lenta y ronca.
—¿Sabes? Deberías probar en la tele. —Bill presionó el bastón para poder
señalarle mejor—. Como payaso eres muy gracioso. Igual aún estas a tiempo.
Travis le dedicó una sonrisa como señal de
reconocimiento.
—Muy bien, señor. —Hinchó el pecho—. Entonces, según usted, ¿qué fue?
Aquello, ya sabe…
Bill frunció el ceño. Tim le miró con interés.
—Qué se yo —dijo al cabo de un minuto—. Tal vez algún producto químico.
Los japos estaban haciendo experimentos con eso en China.
Travis no pudo contener la risa.
—Por Dios, en esa isla ni siquiera tenían radio.
—O Pudo ser falta de aire… Una alucinación provocada por… el gas.
Travis le miró fijamente, esperando algo más.
—Es lógico. ¿No era volcánica? No sé, algo que se filtrase del suelo,
como el olor a azufre de Iwo…
—Muy bien, sargento. —Travis le sostuvo su mirada—. ¿Y Keller? ¿Eso fue
también una alucinación?
Bill dio un manotazo al aire; su forma de pasar de todo. Para él, la
charla había acabado.
—Muchachos, ha sido entretenido, pero mentiría si dijese que me alegro
de volver a veros; me recordáis que soy viejo —aseguró, sonriendo por última
vez—. Por lo demás, creo que ya está todo dicho y hecho.
—Bill… —Tim se dispuso a ponerle de nuevo la mano en el hombro.
—Tim, por favor, no me toques —le pidió, mirándole antes de volver el
rostro hacia Travis—. Voy a despedirme de la familia. Luego buscaré a mi hija y
me iré.
—Por favor…
—Te veo bien, Tim. —Bill le dio una palmada amistosa en la arrugada
mejilla derecha—. Sigue así.
» Y Jeff, siempre me pareciste listo, pero demasiado fantasioso. Espero
que cuando volvamos a vernos no sea en un funeral… y podamos beber y reírnos un
poco.
Lo dijo de espaldas, sin mirarle.
—Señores…
Bill les dejó, caminando animadamente con su bastón.
—Sargento… —Travis le llamó gritando por lo bajo.
—Ahora soy capitán —replicó si, detenerse.
—¿Sabe? Ya sé quiénes eran. Ese nombre… que no reconocí… entonces.
Bill miró sobre su hombro.
—¿Y quiénes eran? Ha, perdón, tendrás que recordarme…
—Ese es el nombre… de los dioses de la muerte japoneses… señor.
Bill paró súbitamente. Apretaba los dientes y su labio superior
temblaba.
—Vale. Muchachos…
—Sargento, no olvide que no hizo nada por impedirlo.
El bastón se hundió firmemente en la alfombra del suelo. Bill se volvió,
mirando hacia Travis.
—No lo hice, es verdad. Y tú tampoco hiciste nada para pararnos.
Luego se perdió en el salón, ahora definitivamente, pero no pudo engañar
a sus dos nerviosos amigos. Su andar era más enérgico pero más tenso; su bastón
se apoyaba más recto pero con menos confianza. Aunque sonreía la suya era una
sonrisa pintada; fijada para esconder lo que sentía.
Bill no les dejaba por racional,
sino por miedoso, la idea de contemplar aquella posibilidad le aterraba. Y,
según el razonamiento más simple, cambiaba de música para olvidar el mensaje.
—Jeff —Tim se volvió hacia Travis—, perdónale. Está…
—…de los nervios, sí. Igual que tú y yo ahora —concluyó Travis, rascándose
el cuello.
—Jeff, Ahora en serio. —Tim se cruzó de brazos—.¿Crees… en serio que
esto y aquello…?
Travis bajó la vista y suspiró.
—No lo sé. Sería más fácil pensar que son coincidencias; coño, seguro
que es eso. Pero todo es tan…
Negó.
—¿Y… —Tim se rascó el entrecejo—… ahora qué…?
—Por ahora… —Travis subió el brazo derecho a la altura de su pecho— … la
verdad, Bill tiene razón. Aquí no podemos hacer más. Lo mejor que puedes hacer
es despedirte y volver a casa con los tuyos. Aunque sea para verlos una última
vez… por si pasase algo.
Tim asintió, no muy conforme.
—¿Y tú? —De su familia sólo sabía que había seguido soltero.
—Yo… —miró hacia la puerta—. Cuando llegue a Virginia llamaré a Eddie, a
ver si le va bien; e intentaré localizar a Greg. Luego esperaré —se encogió de
hombros—, que todo esto pase.
Tim le tendió la mano. Travis la estrechó.
—Buena suerte. ¿Puedes darme tu número? Así, si todo va bien…
Travis sonrió, antes de frotarse con la manga de su camisa el sudor
condensado en su frente.
—Ahora mismo. Pero antes necesito ir a mear.
Tim sonrió, sin estar seguro de si era porque él empezaba a sentir lo
mismo.
—Creo que hay uno al lado de la cocina, pero ese estará lleno —Tim movió
los ojos peldaños arriba—. Arriba, a la derecha, creo que está el otro. Algo
más tranquilo…
—Muchas gracias, Tim.
Mientras veía a su viejo amigo irse, más sabio pero tan perdido como él,
el joven Tim sintió la presión de su corazón crecer. Era injusto. Ahora, en el
ocaso de su vida, viudo y con una existencia resuelta, debería estar
ignorándolo todo mientras esperaba que sus días terminasen en paz; no
entregarse otra vez, aunque fuese por poco tiempo, a la pesadilla de vivir con
miedo el tiempo que se pasa despierto.
Vaciada la vejiga hasta sentirse exhausto, cosa que siempre asociaba a
los nervios, Travis se cubrió las manos de burbujas con la pastilla de jabón
junto al grifo. Cuando sus manos estuvieron limpias, se lavó la cara. Quería
librarse del sudor, y de su mirada tensa, abatida; borrar incluso su cara,
vieja y tan aburrida como hacía cuarenta y cinco años, tiempo cargado de miedo,
dudas… y de sentirse perseguido por algo más que un simple sueño.
Travis terminó y agarró la toalla azul que colgaba a su derecha,
secándose meticulosamente mientras veía, desde la perspectiva invertida del
espejo sobre el grifo, un plano general del servicio. La verdad, siendo el
pequeño excusado de una pequeña granja rural, era muy agradable. Recubierto de
yeso pintado de azul blanquecino roto sólo por un par de desconchados, incluía
un retrete brillante como una perla y una gran bañera de hierro pintada de
blanco sobre cuatro patas pequeñas y redondeadas, medio tapada por una cortina
de plástico verde oscuro que colgaba de un riel.
Se quedó mirando la cortina, aquel color que le devolvió a su juventud.
A la guerra.
Travis se volvió y la descorrió del todo. Le gustaba poder ver cada
rincón de un cuarto sin impedimentos; así además veía mejor la estrecha ventana
entreabierta sobre la bañera.
Recuperó sus gafas del borde del lavamanos y las acomodó sobre su nariz,
antes de alisarse un poco el pelo. Volvía a estar lo bastante presentable para
despedirse de la viuda, hijos y nietos, una situación que odiaba.
Una suave brisa sopló con fuerza desde la ventana, arrastrando la puerta
que había dejado entreabierta mientras se lavaba. Se arrastró hasta que la
cerradura encajó con un débil chasquido.
Travis se puso a parpadear; debían quedarle resto de jabón en la cara.
Mientras, el riel empezó a temblar, haciendo tintinear las anillas y la
cortina. Un hedor empezó a meterse también en el pequeño aseo, no el olor a mierda
rancia y estancada que podía esperarse de las boñigas, el abono y la fosa
séptica. Era un olor más concreto, más… químico.
Aquello le causó un escalofrío, que cayó desde su nuca a los pies. Travis
se dio la vuelta. Tras dos parpadeos se detuvo, conteniendo la respiración.
La ducha había dejado de temblar. En su lugar, algo oscuro de aspecto
coriáceo se movía con el viento; algo que a Travis le pareció un murciélago
gigante colgado cabeza abajo, de no ser porque era imposible que hubiese
entrado…
Su siguiente paso fue a su derecha, hacia la puerta. Notando la manivela
hincarse contra sus riñones, deslizó sus manos hacia atrás, buscando realizar
el simple acto de bajarla y salir mientras veía a aquello darse la vuelta y
bajar, justo delante de él. Al sobresalto inicial que le dejó mudo siguió un acelerón
cardiaco cercano a la arritmia y una sudoración volvió resbaladizas sus manos,
convirtiendo la apertura de la puerta en una frenética exhibición de
prestidigitación que sólo cansó y entumeció sus dedos.
Travis gimió, frustrado. Le
costaba respirar, y no sólo por los nervio y el olor. El aire del lavabo se
había enrarecido. Venía de aquello.
Al verlo bajar vio que era humanoide; al tenerlo delante vio que no era
para nada humano. La criatura con la que estaba atrapado mediría en torno al
metro ochenta y era bípedo, erguido sobre dos piernas gruesas como troncos de
pino. Tenía todo el cuerpo cubierto de un grueso pelaje marrón café que formaba
bucles, acabando en dos alas que salían de sus hombros, negras como las de los
murciélagos pero espinosas como las aletas de los peces. La cara era de un
color blanco enfermizo, plana, ovalada y rematada por dos pequeñas orejas
triangulares, con una minúscula nariz triangular entre dos ojos amarillo y
estrechos, apenas finas ranuras. Desde ella, una Y invertida comunicaba el
hocico con la boca, enmarcada por tres franjas triangulares rojo oscuro
dibujadas sobre cada uno de sus carrillos. La imagen clásica de la máscara Kabuki de un gato, no pintada sino
cubierta de pelo corto y apelmazado.
La cosa dio un paso hacia él, momento en que pudo ver que tenia las
manos levantadas, en torno a algo. No tenía alas, sino que sujetaba un
paraguas, desgastado y con pinta de viejo, con varias varillas salidas.
—T…ú…
Travis se sacudía como electrocutado; de los muchos horrores inolvidables
vividos aquel día de pesadilla, aquel era de los peores, por ser un atentando
contra su razón. Quizás, proceso, fuese el elegido para cazarlo.
—Tú —repitió, intentando recordar a toda prisa las palabras.
Las marcas de la cara se distendieron, como si se alegrase de verlo. Al
fijarse mejor, vio que las marcas rojas de su cara no estaban dibujadas: se movían.
Travis supo lo que era al recordar cuando, a los diez años, fue a pescar
truchas con su padre; viendo aquellos abanicos rugosos y rojos que tenían los
peces tras el cuello.
Travis, recorrió sus labios resecos con una lengua como la piedra pómez,
consiguiendo decir su nombre.
—Shi… —Tosió, fallando el
primer intento—. Shinigami…
Los tiesos labios de la cosa vibraron, como intentando sonreír, luego un
movimiento rápido oscureció su visión, provocándole el viejo instinto de correr,
que sólo sirvió para que se estrellase contra la puerta. El dolor en su hombro,
bastante fuerte para creer que se había roto algún hueso, bastó para que
abandonase toda resistencia. Mientras, comprobaba que lo único que había hecho era
ponerle en las narices su paraguas.
—Por… —Travis se sentó, dudando sobre si decirlo en su idioma o en el
que era más fácil que entendiese—. Por favor, te lo suplico…
Los ojos amarillos refulgían, gozando con el espectáculo.
—Do… douka…
Travis se esforzaba en recordar las palabras, mordiéndose el rabio
inferior con rabia. Mierda, después de seis meses lo hablaba como su lengua
materna. ¿Había borrado casi medio siglo de vida en paz aquel conocimiento
ahora vital?
Había empujado tanto su espalda hacia atrás que había conseguido
levantarse.
La cosa se cubrió con el paraguas, cogiéndolo con su mano izquierda,
corta y con cuatro dedos negros de un mapache. Había alargado hacia él la
derecha, con el índice señalándole.
Hokori
La boca se separó, rompiendo su aspecto de dibujo, para pronunciar esa
única palabra. El incrédulo Travis pestañeó, mientras apartaba las telarañas de
su cerebro.
Hokori … eso era… ¿polv…?
Hubo un instante de
luz, y luego se sintió paralizado. Era como si una desconocida corriente empezó
a se moviese dentro de su cuerpo, un cosquilleo parecido al de un pie al
dormirse, pero generalizado…
Travis, temiendo perder el equilibrio, levanto el pie derecho… y, al
volver a bajarlo sintió con asombro y pavor, que se hundía. Había atravesado el
suelo.
Oh…
Sintiendo el sudor cubrirle
como chorros de melaza, miró abajo. Su zapato estaba ladeado, fuera de su
sitio. El calcetín estaba arrugado como un preservativo usado, al final de su
estrecho…
El cosquilleo aumentó, y Travis empezó a sentir que su cuerpo cada vez pesaba
más. Intentó llevarse las manos empapadas a la cara, pero las sentía colgando
como si sujetasen mancuernas. Cuando consiguió levantar los brazos, vio que
estos colgaban flácidos, arrastrados por los tres anillos de sus dedos. Su
cuerpo se arrugaba, como relleno de arena, a medida que aquel peso progresivo lo
empujaba hacia abajo.
Mientras aquel gato infernal se reía de su maleficio, un sonido
estridente y cada vez más alto, aquel fluir molesto paraba. Y él entendió.
No era un hombre con arena dentro, sino un muñeco de tela con huesos de arena;
en eso le había convertido. Con su sangre fluyendo sus huesos se disolvían,
hasta ser incapaces de sostenerle.
Travis volvió al suelo, sintiendo
la humedad a su alrededor, como si hubiese caído en un charco. Sin huesos, su
cuerpo se apilaba sobre sí mismo como ropa sucia, hundiéndose en su propia
carne y enterrado entre su ropa.
Su respiración, de forma
increíble, se aceleró, agitándolo como un globo que no llegaba a hincharse. Sentía
sus viejos músculos temblar como gelatina. Era desde luego, lo peor; sentirse
vivo en su estado. Podía notar bajo las capas de pliegues su corazón y pulmones
funcionar, distendiéndose libres de las costillas como sapos envueltos en
muselina sobre una carretera un día de lluvia, esperando que un coche les pasase
por encima. El estómago se le revolvía, flotando entre las vísceras de su
alterado interior. El dolor más agudo, y en aumento, era el de cabeza; crecía entre sus ojos, distorsionando su
visión del cuarto de baño… Además, algo le pinchaba. ¿Su poco pelo, acaso,
arrastrado sin el soporte del cráneo? ¿Cruzaría su piel y empalaría su centro
neurálgico como un erizo al sentarse sobre un cojín?
Atormentado por haberse convertido de improviso en una babosa cuya
consciencia humana moría, , los músculos de goma de su cara consiguieron
separar los labios
—A…aaaaa. ¡Aaaayuuuuu….!
El aire empezaba a fallarle. Su grito de ayuda no fue mejor que un
eructo.
—¡Aaaaaaaa……!
Su frase murió ahí, con él. El charco vibró una última vez, frente a la
criatura que seguía esperando la lluvia con el paraguas abierto.
Cuatro minutos después, un incrédulo granjero arrastraba el obstáculo dentro
del servicio, encontrando aquella masa pegajosa bajo ropas negras sin dueñp.
De la comida por un difunto se había pasado a preparar otro funeral. Una
osteoporosis repentina galopante, manifestada tras años de deterioro pasivo de
la estructura ósea, por causa de una mutación genética única; el veredicto del matasanos del pueblo, un hombre rechoncho
más viejo que él. Aún sonaba en los oídos de Tim mientras se separaba del
suelo.
El cuerpo de Jeff Travis, de lo que había sido Jeff Travis, había sido
trasladado con urgencia a un hospital de Freemont, a la espera de saber si la
autopsia se haría allí o en la comisaria. Mientras el cuerpo era trasladado, un
nuevo mensaje llegó a la doliente casa de los Godway: al parecer Ed Jackson
acertó sobre que algo iba a por ellos. Su error, creer que estar a salvo
equivalía a no salir de casa. Lo que no sabría era que destino de Gregoire Fruge
se confirmaría dos horas después.
Los restos de Travis serían seguramente llevados a Richmond, Virginia,
de vuelta a su familia. Pero, para dos de los que estuvieron cuando murió, el
tiempo de llorar a otros terminó. Se habían acumulado demasiados funerales en
poco tiempo. Era mejor seguir con la vida en vez de sumar y seguir.
Tim Young se acomodaba en su asiento de clase turista, mirando el negro orificio
en que se había convertido el exterior. Avión nuevo, mismo destino. Sabía que,
como él, Bill también se habría vuelto deprisa a California. Y, dado que había
salido con casi hora y media de antelación, ya debía haber llegado.
Los motores de las alas rugieron y el tren de aterrizaje empezó a
esconderse bajo el vientre brillante del ave a reacción, señalando la ruptura
final de los grilletes de la gravedad. Pero el aumento de velocidad, el
cosquilleo del ascenso, fueron impresiones vacías para Tim. Estaba cansado.
Exhausto.
Se recostó contra el respaldo, cerrando los ojos despacio. Necesitaba
descansar, echar un sueñecito. Mientras lo conseguía, un sueño empezó a formarse
en su mente, girando como un carrusel hasta crear un remolino blanco, un
agujero de gusano que le llevaba hacia atrás en el tiempo. Antes de que se
jubilase como vendedor de electrodomésticos, antes de que sus dos hijos
naciesen, antes de que se casase con Stephanie; incluso de haberla conocido.
Aquellos momentos no eran ni un alto en el camino. El destino de aquel viaje
era muy concreto y exacto; le llevaba a una época en la que afeitarse cada día
era obligatorio en los momentos de descanso, en que su piel aún era suave y
firme y se bronceaba bajo el sol de una tierra lejana de mares azules; una
tierra en la que vestía de verde caqui, se blindaba de pies a cabeza y empezaba
y acababa el día con un mismo pensamiento: ¿Moriré hoy?