LA JAULA EN EL CIELO
Una suave brisa sacudió el cubil, sacándole del sueño. Bostezó,
arrugando la cara lo bastante para separar los párpados al cerrar la boca;
apartó el arrugado abrigo oscuro que le servía de manta y se sentó en el
estrecho catre, sintiendo las piernas anquilosadas por las largas horas
dobladas. Donde mirase veía el universo gris del otoño, con una capa de nubes
manteniendo al sol dormido. Una buena señal; si tenía suerte llovería.
Era curioso, había soñado con el mar. Se había visto a sí mismo tumbado
sobre el fondo de una pequeña barca (no se había fijado si de remos como las de
los pescadores o con motor a gasolina), empapado y mirando un cielo no muy
distinto a aquel. Podía cerrar y abrir los ojos pero no moverse; se sentía
demasiado bien para romper su comodidad. La corriente lo alejaba de una
colorida costa de arena desde la que risas y chapoteos alzaban el vuelo desde
lo que debía ser un bosque de sombrillas, mezclándose con el olor salobre del
aire.
Una visión muy simbólica; flotar perdido a la deriva en el mar no era
muy diferente a como estaba ahora. No era el mar, pero otro tipo de olas le
mecían, alejándole del mundo y perdiéndole en una inmensidad que, según el
hombre del tiempo, podía brillar hasta secarle o apagarse como una chimenea fumando.
La única diferencia real era que en el sueño no le asustaba lo que podría
pasarle si cerraba los ojos; ni lo que encontraría al abrirlos.
Sin embargo comprobó para su alivio, que lo último ya no le afectaba.
Parpadeó, comprobando que, en efecto, seguía acompañado, y suspiró.
Simultáneamente, dos emociones contrapuestas estremecieron su corazón; por un
lado se alegraba de que su compañía en el confinamiento hubiese dejado de
desagradarle. Después de casi una semana delante suyo, debía haberse acostumbrado.
Pero, al mismo tiempo, se sintió asustado, pensando en lo rápido que había
pasado del terror absoluto a la indiferencia total. Supuso que se debía a que
algo de su forma de ser había muerto, seguramente para siempre.
—-Buenos días, Tifa —la saludó, levantando la mano como un indio y
sonriendo estúpidamente, disfrutando de su readquirido valor—. ¿Has dormido
bien?
Se acercó a ella, tentado de darle un beso, hasta que la realidad le
contuvo; tanto tiempo a casi kilómetro y medio del lavabo más cercano dejaba un
perfume que echaba atrás. Claro que, al César lo que es del César; él tampoco
estaba en ese sentido para dar palmas. La mera idea de acercar la nariz a su
propia axila le provocaba arcadas mentales.
Por fin, tras algo más de cuatro minutos sintiendo su cuerpo
reactivarse, Jimmy Hernández Pávez se levantó, se estiró un poco hasta que
su espalda crujió y se acercó a los barrotes de su jaula. Al fondo, al otro
lado del mar de la distancia, veía la ciudad, manteniéndose en pie como una
formación de colosales soldaditos de plomo (mudos centinelas de su cautiverio).
Recordar que, hasta no hacía mucho, uno de esos tótems con ojos de cristal
había sido su hogar bastó para quitarle las ganas de seguir mirando.
Jimmy empezó su día a día habitual, consistente en hacer unos cuantos
ejercicios sobre el inestable suelo para, ya entrado en calor, centrarse en su
único pasatiempo: recordar.
—Jaime. ¡Jaime, me oyes!
Dos golpes de nudillo precedieron a la intrusión de su madre en el
dormitorio. La señora Pávez, se quedó boquiabierta al verle.
—Jaime, es…
—Sí, mamá, ya lo sé. Ya estoy preparado.
No daba crédito. La falta de sonido, del ruido de altavoces o de cajones
abriéndose y cerrándose le había hecho pensar que su hijo se había olvidado;
que estaría viendo algo en el ordenador, ojeando un cómic o, simplemente, se
habría quedado dormido. Jaime nunca había destacado por centrarse en lo que
debía; sus boletines de notas daban fe de ello.
Y allí estaba, de pie en el
centro de su habitación, con una sencilla camisa blanca a rayas rojas, una
chaqueta deportiva de lana azul, vaqueros y deportivas; todo pulcro y
planchado, en contraste con la arrugada ropa deportiva que llevaba al
instituto.
—Hijo… —la señora Pávez, sin
poder contener la emoción, se tapó la boca—. Estás muy guapo.
—Venga, mamá. —Jimmy sonrió, empezando a sentir vergüenza.
—Sí, en serio.
Se acercó hasta quedar frente a él (la rebasaba en cabeza y media) y
rodeó su cintura con los brazos.
—Venga, mamá.
Ella amagó una sonrisa y obedeció, consciente de que estaba
sonrojándose. Aunque nunca llegaría a saberlo, aquel momento era también muy
importante en la vida de una madre.
—Te va a ir de maravilla, cariño.
—Claro, mamá —respondió, alisándose la chaqueta antes de levantar la
mano derecha-. Por ciert…
—Te he dejado algo en el mueble de la entrada.
—Muchas gracias. —Se agachó para besar a su madre en la frente—.Te
llamaré cuando acabe, si no es muy tarde. Hasta luego.
Dejó a su madre en el umbral de su cuarto para ir al servicio, donde se
roció el cuello pulsando dos veces un frasco de colonia. De allí fue a la
entrada. Al darle a la luz comprobó, boquiabierto, que su madre le había dejado
un billete de cincuenta euros y dos de veinte.
—Mamá… —Se volvió a buscarla mientras se metía el dinero en el bolsillo
trasero del pantalón—. Gracias. Pero no…
—Llévatelo. Sólo procura que lo paséis bien. Y no gastártelo todo a la
primera.
—Lo haremos —asintió.
—Y… —La mujer arrastró la mirada por el techo con las manos a la
espalda; se notaba que lo que iba a decir la incomodaba—. Acuérdate… que tenéis
que usar protección si…
—¡Mamá!
Lo había hecho. Su indignado hijo la miraba boquiabierto con las manos
extendidas, como exigiendo la causa de un castigo. Ella se limitó a reírse
hasta que le saltaron las lágrimas.
—Te quiero, Jaime.
—Yo también.
La dejó apoyada en la entrada mientras bajaba a la calle, donde le
esperaba su moto, una Suzuki gris asegurada con un candado.
Jimmy se puso el casco, la encendió y enfiló la calle frente a su casa,
hacia el extremo opuesto de la ciudad. Una distancia muy grande que podía hacerse
en poco tiempo.
Asomada a su balcón, mientras le veía alejarse
y agitaba tímidamente la mano como cuando era niño y se iba de excursión en
autobús, la señora Pávez sentía la angustia del ave que ve a su polluelo
emplumado caer del nido por primera vez, desconociendo si extenderá sus alas a
tiempo o se estrellará contra el suelo. Como con todo hijo único, la inquietud
de su madre rebasaba la preocupación: la asustaba
lo que pudiese pasarle la víspera de su madurez.
Lo que no sabía Jimmy, ni su madre, ni nadie en el mundo, era que esa
noche, la de su primera cita en solitario con una chica, iba a ser también la
última vez que iba a ver a su madre. Y la última de su vida en que su madre,
además de verle, iba a saber de él.
No debía llevar ni cinco minutos despierto cuando el peso de una noche
entera al aire libre le pasó factura: empezó a sentir un persistente hormigueo
en el pene, señal de una vejiga llena.
Jimmy gruñó desganado; aunque se había acostumbrado, la maniobra seguía
siendo muy engorrosa.
Después de bajarse los pantalones, se situó frente a una de las dos
puertas laterales. Se agarró como pudo a los garrotes, notando sus bíceps
endurecerse hasta elevarse de puntillas. Con su miembro fuera, sólo quedaba
regar el suelo. Por lo menos, seguía siendo más fácil que las deposiciones
sólidas, que implicaban algo tan terrible como cagar de pie.
Por supuesto sería más fácil abrir la puerta o asomarse por la apertura
tras el banco, pero tenía contrapartidas: le asustaba caer al vacío y le
asqueaba ensuciar su dura cama.
Con los pantalones subidos otra vez, Jimmy sintió el habitual precio de
su acción: el alivio en su polla por el ardor en su garganta; la sensación
pastosa y el sabor salado de la deshidratación.
Se agachó como pudo, alcanzando el pequeño bolso blanco debajo de su
asiento. Al sacarlo, un vaso de papel que en su día contuvo Coca-Cola rodó a
sus pies, provocándole una maldición; aunque tenía un gemelo a salvo en el
bolso, por mucho que su contenido estuviese desbravado y sin sabor, el recuerdo
del líquido que ahora le parecía tan valioso derramándose seguía sentándole
como un pinchazo en la nuca.
Sin embargo, su atención en aquel momento no estaba en el refresco, sino
en una pequeña botella de plástico, reducida a dos dedos y medio de grosor en
el fondo.
A tu salud, Tifa, pensó
mientras bebía.
El destierro momentáneo de la sed le hizo recordar que gastaba más
líquido del que tenía; en aquellos siete días había llovido tres veces,
permitiéndole recargar un poco la botella; haciéndole mirar el cielo gris con
esperanza. Lo más irónico era que, en situaciones normales, la lluvia resultaba
desastrosa para aquel negocio.
Eran casi las siete y cuarto cuando llegó; un poco pronto en realidad,
por más que oscureciese cada vez antes. Pero era perfecto para estirar al
máximo el viernes. La noche eran muy joven, y estaba llena de posibilidades.
Jimmy paró la Suzuki en la acera y sacó de debajo del asiento su ofrenda
para la cita; no un ramo de flores y una caja de bombones en forma de corazón,
sino, simplemente, un segundo casco como el suyo. La garantía de que podrían
moverse juntos sin miedo a que la policía se fijase en ellos.
Se acercó despacio al timbre y llamó, sintiendo al hacerlo su pulso subir
a más revoluciones que las ruedas de su transporte. A los pocos segundos la
puerta de madera del adosado, al otro lado de una verja de hierro
infranqueable, se abrió, dibujando un rectángulo luminoso en la noche.
—Umh, has venido muy puntual —observó una voz aguda pero sensual,
cargada de júbilo, mientras observaba la pantalla de un móvil al otro lado de
la puerta—. ¡Vaya! Qué mono…
La puerta se abrió por completo, revelando a
su acompañante. Jimmy apretó la mano para no dejar caer el casco.
De diecisiete años como él, Estefanía Olmedo asistía con él al segundo
curso de Bachillerato tecnológico desde algo más de un año. Era una chica que
imponía; atractiva, de un modo que poco tenía que ver con el ideal de las top-models; no era delgada ni delicada;
tenía un verdadero cuerpo de atleta, ni robusto ni grueso, de los que se
obtienen sudando durante horas, resaltando sus abundantes curvas. Y su cara, de
mentón afilado y ojos grandes y expresivos, rodeada por una corta melena
oscura, rebosaba fuerza, no sensualidad o deseo; como diciéndole al mundo que
no era una niña de papá (aunque le gustaba tontear en ese plan). No, si alguien
pensaba que podía mojarse con ella, debía estar preparado para hundirse hasta
lo más hondo y ahogarse.
En el momento de recibirle vestía una blusa de lana blanca, un abrigo
granate, una falda vaquera corta y medias negras, con un pequeño bolso blanco colgando
de su hombro por una correa. Sonreía entusiasmada.
—Yo… —Jimmy tragó saliva al percatarse de que se había quedado sin
palabras—. ¿Puedo pasar?
Ella se rió, provocándole un hiriente escalofrío en la boca del
estómago.
—¡Venga, se supone que vamos a salir! Además… —bajó la voz—…no me
gustaría que mis padres te espantasen.
Los dos rieron al unísono.
—¿Tienes algún límite de tiempo?
—Que va. —Ella negó con la cabeza, mientras su cuello bajaba entre sus
hombros como una tortuga—. Mientras mañana a la hora de la comida sepan dónde
estoy… Así que, como me secuestres…
—Vale, captado; te devuelvo entera. —Le había tendido el casco cuando
recordó algo más—. Y… sobre lo otro…
—¿Qué? —Le miró sin saber a qué se refería. El casco tapaba sus fieros
rasgos; el rostro bajo la visera le recordó a un astronauta—. ¡Ah! —Extendió la
mano derecha hacia su mejilla, acariciándola con ánimo tranquilizador—. Tranquilo,
he salido preparada. Tengo recambio… y algo para picar dentro de un rato.
—¿Ah, sí?
—Ajá. Mientras no esté en ningún sitio donde prohíban llevar comida de
casa… —Por un momento, una chispa de inquietud refulgió en sus ojos—. Por
cierto, ¿Cuál es el plan? Porque, como pienses en llevarme a un restaurante
caro, con camareros elegantes y carta de pijos…
Jimmy se rió, indicándole que le siguiese a la moto. Mientras la ponía
en marcha, esperó a que se sujetase. Al no sentir sus manos en torno a su
cintura, supuso que estaría agarrada a la parte trasera.
—Te va a gustar —aseguró, subiendo la voz sobre el zumbido del motor—.
Algo sencillo, para empezar la noche. Y luego… ya veré donde cenamos.
—Espero que no improvises; eso conmigo no suele acabar bien.
Jimmy se rió, cobrando poco a poco consciencia de lo que le esperaba:
una noche entera programada y dirigida por él, donde un buen o mal final sería
sólo culpa suya. Y lo que era mejor: iban a poder disfrutar solo junto a una
chica, sin mediación de carabinas.
—Vas a disfrutar, Estefanía.
—Va. —Fingió rechazo, y él sabía por qué—. Puedes llamarme Tifa.
Y mientras aceleraba hacia su destino, no pudo evitar reír para sus
adentros. ¿De dónde se habría sacado aquella chica dura un apodo de
protagonista de videojuego?
Era algo más de media mañana cuando Jimmy empezó a sentir las
desagradables caricias de un segundo compañero más desagradable que la sed: el
hambre. Por algo había cenado poco y desayunado nada. Y, a diferencia de la
sed, aquí la solución no iba a caer del cielo… literalmente.
Jimmy, sin otra cosa, recurrió de nuevo al bolso, bufando de antemano
por lo que sabía que le esperaba: hacinado junto al vaso de cartón y la botella
de plástico, había un paquete de cartón arrugado con algunas palomitas y un
puñado de envoltorios arrugados de chocolatinas. Que no estuviesen aún junto al
palo de algodón de azúcar y las bolsas
de pipas del suelo le suponía un misterio.
Jimmy abrió el cartón; las siete palomitas rancias que quedaban era todo
lo que había. Un trago a la botella para ayudarse a tragarlo sólo sirvió para
que su estómago protestase. No se sintió con fuerzas para buscar alguna
chocolatina superviviente entre el sudario de embalajes.
Frente a él, Tifa se había librado del problema del hambre. De hecho,
según pudo comprobar con repugnancia, estaba ayudando a otros (pero no a él) a
combatirlo; su buena acción de la semana. Las últimas moscas del año no habían
perdido el tiempo, y a medida que su piel adquiría el bronceado oscuro de la
muerte, collares y pulseras de larvas se descolgaban desde su boca a su cuello
y brazos. Él, asqueado, intentaba apartarlos a manotazos con la chaqueta,
olvidando que no quería tocarla. Servía de poco; sabía que los que anidaban dentro
serían más, pero no podía soportar pensarlo: él mismo podría haberse servido de
ella, haber intentado aprovecharla para mejorar su situación, al principio. Los
reparos primero y su estado después lo impidieron.
Ahora, sin embargo, podía ayudarle, aunque de otro modo. No era el único
que veía la posibilidad de sacar comida a su costa.
Se dio cuenta el martes, cuarto día de su cautiverio, cuando la piel
pálida empezaba a volverse verdosa. Las larvas ya habían empezado a hacer su
trabajo y él, cansado y mareado, todavía se resistía a la idea de esa nueva
vida. Entonces solía pasar el tiempo (o el día entero, incluso) echado en el
asiento con el abrigo de ella por encima. Aunque al principio quiso tratarla
como a un templo incorrupto, la dureza de la situación le hizo comprender que
lo necesitaba más que ella.
En su quietud total, los pájaros acudían a la granja de gusanos. Al
principio eran sólo gorriones, que picoteaban inocentemente la piel cada vez
más blanda, desprendiendo gusanos que colgaban de sus picos como barbas
blancas. Luego llegaron los otros pájaros. El miércoles fue cuando vio al
primer cuervo. Grande, brillante, terrorífico. El carroñero se dedicó a lo que
mejor sabía, ignorando los insignificantes insectos. Su interés era la cara.
Empezó a picar los ojos como perlas incrustadas en la roca.
—¡Para! —le increpó, saliendo de su inmovilismo—. ¡Déjala! Vete,
asquero…
La reacción del ave, más que de sobresalto, saliendo volando en medio de
graznidos, fue de sorpresa: se quedó mirando a la extraña criatura escondida
tras el arbusto rojo, allí donde sólo había habido muerte. El cuervo se fue,
demasiado indignado para chillar.
Tras aquel primer encuentro, sin embargo, la perspectiva de Jimmy
cambió. Si se podía quedar lo bastante quieto, con el manto sintético relleno
de algodón convertido en red…
La idea, no lo negaba, le causaba náuseas incluso ahora. Aquella piel
porosa y colgante, sucia y cubierta de parásitos, totalmente cruda… Aunque, y
no era una exageración, sentía
suficiente hambre como para comérselos enteros, llenando su garganta con
las ásperas y rasposas plumas, que acariciarían las paredes de su esófago,
provocándole tos primero, luego arcadas, luego…
Una vez tonificado su cuerpo, Jimmy dedicaba al menos hora y media (no
estaba seguro del tiempo desde que se quedó sin batería el miércoles)
esperando, listo para echarse sobre la próxima comida con plumas que quisiese
cebarse con su novia. Pero, después de cinco días, ni una sola avecilla había
vuelto al festín, al menos mientras él esperaba; como si supiesen que estaba
allí, y lo que les tenía reservado. Jimmy se había convertido en un mago, y su
mejor truco ya había sido revelado.
Con octubre, la llegada del otoño al norte del ecuador quedaba completa.
Con los vientos cada vez más fríos muchas cosas se iban, quedando recuerdos
dormidos esperando revivir con la próxima estación. El calor de días cada vez
más cortos; el color de las flores y las hojas reducido a cuerpos enterrados y
cadáveres marchitos arrastrados por las corrientes; las risas de los niños
jugando en los parques.
Por eso, quizás, para compensar la llegada de ese tiempo oscuro y frío,
el otoño es la estación más alegre del año; una acumulación de música y energía
impuesta por los ancestros para revivir a su comunidad en sus momentos más
lúgubres. Había fiestas, propias y extranjeras, donde los estériles camposantos
se adornaban con coronas y los niños volvían a correr, acompañados por conos de
papel que olían a castañas asadas. El presagio de la Navidad y del cambio de
año llenaba los escaparates de adornos alegres. Y otras, más frecuentes y menos
oficiales, se dejaban caer por las poblaciones como una cura temporal para el
hastío del crepúsculo.
Una de ellas se había materializado el jueves anterior de la nada; un
bosque de altos y finos árboles de acero cubiertos de luces, desde los que
criaturas ocultas chillaban con voz de sirena y verbena.
La feria. ¿Puede haber mejor entretenimiento en el mundo? Una colección
de saltos, vueltas y caídas controladas, situaciones de falso peligro
controlado por cinturones y correas donde la muerte, en el peor de los casos,
acarrearía una demanda contra el encargado. Un sitio para que los niños
experimenten por primera vez la emoción de la vida que se pierde, donde los
mayores se sienten otra vez jóvenes, donde el buscador de romances sabe que su
pareja sentirá la necesidad de ser querida.
—¿Esta es tu idea para una cita?
¿Una feria?
Tifa, brazos en jarra, había visto desde hacía casi diez minutos la
hoguera de atracciones crecer frente a la moto, pero esperó a que aparcaran
para quejarse.
—Sí. —Jimmy sonrió satisfecho mientras se quitaba el casco—. ¿Alguna
queja?
—Claro. Mírame. —Se apoyó la mano derecha entre los senos—. ¿Tengo pinta
de tener cinco años?
Jimmy no esperó a que acabase, se volvió y la besó en los labios. Tifa
se detuvo; él pudo sentir su corazón acelerarse al otro lado de su caja
torácica. Cuando se separó, lo miraba atónita.
—No vuelvas a hacer eso.
—Vamos. —Le pasó una mano sobre el hombro—. Seguro que jugar a que tienes
cinco años te hace feliz.
—¿Me estás llamando vieja? —Le amagó un codazo a sus costillas.
Él se rió; los dos lo hicieron, antes de meterse entre las ruidosas
estructuras, mientras Tifa mascaba una de sus galletas.
Jimmy se sintió liberado: gracias a la tele y a los rumores tenía
ciertos conocimientos sobre la mentalidad de las chicas, pero era diferente en
primera persona. A chicas duras y orgullosas como Tifa les gustaba llevar la
delantera, fingirse exigentes, comprobar la reacción que tenían sus compañeros
cuando les plantaba cara. Él lo había sentido: la sonrisa velada al criticarle,
la forma en que se relajó cuando la besó. Había sido un todo o nada y,
parándose a pensarlo, si la cita seguía se debía a la suerte. Él, a su modo, le había gustado.
En realidad, la feria fue un acierto. Las camas elásticas, El Tornado Loco, La Caída Libre. Al grito seguían las risas y las manos
entrelazadas, un vaticinio de que estaba siendo un éxito. Lo único que la
empañaba, sin graves consecuencias de momento, eran las constantes miradas de
Tifa al reloj de su muñeca derecha.
En casi media hora habían probado casi todo lo que la feria ofrecía,
llegando el momento de un refrigerio. Una visita a un puesto, del que Jimmy se
proveyó de pipas, palomitas, dulces, refrescos y algodón de azúcar lo
solucionó.
—¿Te apetece?
—Sí. Gracias. —Cogió las pipas y empezó a comer.
—Y… ¿algo de esto… puedes?
Ella le miró sin entender mientras escupía las cáscaras. Luego, por fin,
se dio cuenta de lo poco que sabía él de su situación.
—Ah… gracias. Puede que luego, pero de todos modos… no me apetece dulce
hora.
—Bien.
Él cargaba con las provisiones en cartón mientras ella se metió lo más
pequeño en su bolso. Se pusieron en marcha, viendo qué más podían hacer.
—Bueno, la verdad… es que esto va bien.
—Sí —opinó él—. Pero falta lo mejor.
—¿Cómo?
Se detuvo, señalando un momento al extremo opuesto de la feria.
—¿Qué? Un momento, Jimmy…
Él percibió el temor en su voz; quizás había encontrado el talón de
Aquiles donde asestar el flechazo de gracia.
—¿Pasa algo? —sonrió—. No me digas que le tienes miedo a…
—¡No, qué va! —Le dio un empujón de broma pero que le hizo zozobrar,
amenazando con cubrir el suelo con su última compra.
—¿Entonces?
—Pues… no sé —Bajó la vista, empujando una piedrecilla suelo con el
pie-. Es que… me gusta tener los pies en el suelo.
—Y por eso me has seguido aquí, ¿no?
Ella le miró como si quisiese matarlo; el temblor en sus labios le
asustó, haciéndole pensar por un momento que se había enfadado… Pero, en
realidad, seguía conteniendo la risa.
—Venga, no tengas miedo…
—¿Miedo yo? Me preocupas más tú…
—¿Yo te preocupo?
—Venga… —Tifa le dedicó su cara más maternal—. No vayas a marearte y me
vomites encima. O que te tropieces y lluevan capullos.
—Claro. ¡Soy Supermán!
Tifa se rió. La discusión acabó.
Jimmy pagó los billetes y la pareja ocupó su sitio en la atracción
principal de la feria: la gran noria.
—Bueno. ¿Listo para llegar al cielo?
Claro que estaba listo; para tocarlo y para quedarse en él. Dios, si lo
hubiese sabido… ¿No habría sido mejor llevarla a una discoteca? Podía haber
entrado con él y salir con otro, pero… ¿O irse a un parque oscuro a darse el
lote? No era ni agradable ni romántico, pero habrían seguido con los pies en el
suelo…
El día había pasado, el hambre no. La necesidad de ir al servicio le
había obligado a jugar al hombre-araña otras tres veces más. ¿Cómo podía ser
tan continuo con lo poco que le quedaba por echar?
En el horizonte, que se había ido despejando con el día (sin llover
nada, como no) el azul, salido del gris, había ido dando paso al naranja. El
canario se apoyó con cuidado contra los barrotes, mirando el nunca cambiante
paisaje exterior. El recuerdo de una libertad perdida que, jamás llegaría a
entender, seguía dándole al preso ganas de cantar cada día.
En ese momento Jimmy volvió a la realidad, recuperando el bolso y la
chaqueta y acurrucándose en el asiento. Como cada día, desde que el mundo
existía, se hacía de noche. Sólo que, como cada noche desde hacía una semana,
iban a volver.
Debía prepararse para la noche. Una noche de miedo e incertidumbre desde
la protección de su alta y aislada jaula.
—¡Ay!
—¿No decías que no tenías miedo?
—¡Cállate!
Era la tercera vez que daban la vuelta completa. Después de llegar a lo
más alto tocaba bajar. La cabina parecía coger velocidad, el viento helado les
azotaba como un látigo y el cuerpo entre la cintura y el tórax temblaba presa
del cosquilleo que acompaña a las caídas. Pero siempre, en el último segundo,
la rueda volvía a girar, la cabina se enderezaba… y vuelta a empezar.
Una emoción que, por más que se repitiese, seguía conservando el sabor
del peligro.
Y allí iba la cuarta vez.
—Otra vez. ¿Lista?
Jimmy, sin poder contenerse, la miró frente a él. Con el bolso entre las
piernas, espatarrada y con las manos aferrando los bordes de la cabina como si
fuesen a estrellarse de verdad, Tifa parecía asustada en serio, dedicándole
furiosas miradas cada vez que llegaba la gran bajada. Parecía, casi, que tenía
algún tipo de trauma con las ruedas; habían estado en otras atracciones por el
estilo y no se había puesto así.
—Claro —Sonrió sardónicamente—. Sólo espero que luego se te ocurra algo
bueno para compensarme.
Jimmy sintió ganas de saltar; si no lo hizo fue para no empeorar las
cosas. ¿Podía irle mejor?
La cabina coronó la noria, la pareja volvía a estar suspendida en lo más
alto, a más de quince metros de altura….
En ese momento pararon en seco, se agitaron un par de veces hasta
estabilizarse y comprobaron, asombrados,
que les costaba ver.
—¿Qué…?
La luz se había ido en la noria y el resto de atracciones. A sus pies,
la feria se había convertido en un laberinto de cartón donde un centenar de
ratas ciegas corrían buscando escapatoria, chillando al pisarse, chocar entre
ellas o, simplemente, por puro miedo. Sobre ellos, los cuarenta y cuatro frutos
maduros de aquel árbol humano temblaban en la noche sin viento.
—Joder, lo que faltaba…
Jimmy se tomó un momento para pensar su réplica; más que nerviosa Tifa
parecía fastidiada.
—Bueno, se ha ido la luz; no pasa nada. En un rato…
Se quedó a medias al darse cuenta de que no le prestaba atención. Tifa,
manteniendo el equilibrio, se levantó de su asiento, acercándose a la
portezuela. Bajo ellos, los gritos de los asistentes se habían multiplicado en
número e intensidad.
—Dios, que pelmazos…
—Jimmy, parece… que pasa algo…
—No es nada, ya verás. –Intentaba parecer tranquilo, por encima de la
situación; no en balde él era el hombre allí—. Joder, ni que nunca hubiesen
visto en su vida un corte de luz…
—Oh…
Tifa había conseguido arrimar la cara lo máximo que los barrotes de la
portezuela dejaban.
—Jimmy, tienes que ver esto. —Y añadió, antes de que pudiese decir nada—:
Está pasando algo, en serio.
El suspiró ruidosamente y se levantó. Percibiendo que aquel ventanuco
ofrecía demasiado poco espacio para dos, le dio la espalda, pasando la cabeza
tras su asiento.
—Vale, a ver qué puede ser.
Tuvo que callarse cuando su cabeza quedó enmarcada por el metal. Tenía
razón, pasaba algo.
Los asistentes corrían presas del pánico, hasta el punto de que los que
caían eran pisoteados sin piedad. Mientras las multitudes se dispersaban,
abandonando el recinto, se podían distinguir los cuerpos tirados en el suelo.
La oscuridad impedía ver en detalle cómo habían quedado.
—No jodas… —Jimmy retrocedió, mirando a uno y otro lado—. ¿Dónde está el
fuego?
Tifa no respondió; seguía mirando boquiabierta hacia abajo.
—Tifa, es mejor que no lo veas. —Le puso la mano sobre el hombro-. Ven…
Ella la sujetó con inusitada violencia; al principio parecía que con
rechazo. Al sentir que tiraba de él hasta que rozaron sus cabezas, Jimmy
entendió que quería que viese algo. No hizo falta que se lo señalara.
Había más gente en la feria. Otra gente. O al menos, parecía gente.
Las grandes sombras de las atracciones impedían verlos con claridad,
pero a diferencia de los pocos asistentes que quedaban, ya fuese a pie o
atrapados como ellos, caminaban despacio; con calma… pero ansiosos. Desde su
cabina, la pareja les veía tomar al asalto las atracciones, irrumpir en el Tren
de la Bruja y los Autos de choque, echándose sobre la gente. Tirando al suelo a
los que corrían. Agacharse sobre los cadáveres pisoteados, como queriendo
susurrarles algo al oído.
Los muertos no dijeron nada. Los vivos empezaron a gritar, y los suyos
ya no eran gritos de simple miedo.
—No… —Jimmy negó con la cabeza, retrocediendo—. No puede ser, —señaló—,
eso…
Se apartó, con la intención de que Tifa no le viera. No quería que le
viese asustado.
En ese momento se volvió hacia él; sus ojos estaban desorbitados por el
pánico. Su expresión le decía que callase. Y no tardó en saber por qué.
Los gritos se oían más fuerte, más cerca de ellos. Subían desde la base
de la noria. Al mismo tiempo toda la estructura empezó a agitarse, incluyendo
el agarre de su cabina. Los ocupantes de las cabinas inferiores también estaban
siendo asesinados.
Allí estaban como cada noche, con la puntualidad de un reloj; de un
despertador para vampiros o del bicho que fuesen. En el momento en que los
últimos retazos de sol se escurrían por el horizonte, empezaban a llegar.
Puede, pensaba cada vez más a menudo, que no fuese el sol sino la luz lo que no
les gustaba. Le dio esa impresión porque, esa primera noche, pudo ver en la
ahora gran distancia los postes de señalización en que se habían convertido los
edificios apagándose, anunciando que los invasores tomaban posiciones.
¿Qué hacían y querían? Sin poder verlos era difícil. Mataban a la gente,
seguramente para comer. ¿Cómo? Se los comían a bocados, les chupaban la sangre,
se les enganchaban a los pezones intentando sacar leche. El límite era la
imaginación.
Dentro de lo malo, en realidad Jimmy sabía que había tenido suerte: allí
arriba no podían cogerle, y puestos a ser fatalistas, casi prefería morirse
allí de hambre y frío a que le cogiesen.
Lo peor, desde luego, era que insistiesen tanto. Cada noche igual,
congregándose en torno a la noria, esperando. ¿Qué harían mientras? ¿Mirarle,
relamerse los labios, masturbarse? Le gustaría hacerse una imagen así, algo que
los convirtiese en un chiste, pero no lo lograba.
Acudían porque sabían que estaba allí. Porque, de alguna absurda manera,
esperaban llegar hasta él. O que les dejase cogerle. Algo que, muy en el fondo,
no era tan absurdo.
Jimmy recordó en aquel momento a una mujer con dos niños pequeños. No
sabía qué estaba haciendo, si intentando escapar, asomando a uno para que
hiciese sus necesidades o, simplemente, quería suicidarse. Ese mismo viernes,
con los dos niños en brazos, consiguió abrir la portezuela y se lanzó a sus
brazos. Algo parecido pasó el lunes por la noche, cuando la mayoría de las voces de las jaulas se habían
acallado. Jimmy recordaba a un hombre, dos cabinas por delante; no había
llegado a hablar con él, ni a verle, pero sabía que estaba allí. Al tío le daba
por hablar solo, a su bola, cada vez más alto y más tiempo. Quizás, se dijo, de
haber gritado un poco podría haber establecido contacto, pero en aquellos
momentos estaba distraído, centrado en otra cosa. Al final, oyó el gemido de
una portezuela y un grito. El tío se había tirado en plancha hacia ellos.
Jimmy recordó la tercera noche, cuando ya se dio cuenta de aquella
pauta. Aquel día forzó al máximo su vejiga y sus esfínteres, reservándose para
aquel momento. Aunque fue un esfuerzo, uno de los mejores momentos de la semana
fue cómo se sintió al mearles encima.
¿Y de qué sirvió? Quizás pensase que les daría asco, que se alejarían,
pero el efecto fue el contrario: empezó a oír cómo gemían y berreaban fuera de
sí por la rabia y empezaban a cargar contra la noria, agitándola a ver si algo
caía. No era una idea absurda; él había oído cómo los bultos sin vida de las
cabinas agitadas acababan cayendo al suelo…
—Jimmy… —Tifa se había apartado de la ventana, tendiéndose en el
asiento.
—Vamos… —Él tomó aire; le costaba pensar, usar las palabras adecuadas—.
Vamos a quedarnos quietos. A lo mejor pasan de… —Ella asintió—. Bien. —Redujo
su voz a un susurro, sin atreverse a hablar demasiado alto—. Ya nos
enteraremos. Vendrá la poli o…
Se calló al notar su cabina balancearse. A distintas alturas otras
personas, con menos entereza, empezaron a gritar.
Tifa empezó a encogerse, mirando al suelo como si pudiese ver a través
del metal. Jimmy, impulsivamente, se lanzó hacia adelante, encajonándose en el
hueco que quedaba junto a ella, apoyando su cuerpo junto al suyo, sintiendo su
calor.
—Gracias —le dijo ella.
Él sonrió, limitándose a asentir. Puede que creyera que lo hacía
acudiendo en su auxilio; en realidad, él mismo necesitaba ser rescatado. Estaba
aterrado, muerto de miedo. Quizás, pensaría después, podría haber rematado la maniobra
cogiéndola por la mano, pero no lo hizo. Sencillamente, no había espacio en
aquel asiento para romanticismos.
Tal vez fuera un cliché, exagerado por las comedias americanas, o un
miedo inherente, enraizado en la psique masculina: ¿era el mayor temor de los
jóvenes morir siendo vírgenes? La
sencilla maniobra de escurrir un manojo de piel y nervios por el segundo par de
labios de una mujer convertida en un rito de virilidad, que otorga a los
siempre orgullosos machos el título de alfa entre los suyos. Quizás, por eso,
no era de extrañar que Jimmy sintiese, en un momento, que se le caía el alma a
los pies: la noche después de conseguir ligar con una chica preciosa, de estar
a punto de consumar el rito, había sido el momento elegido para el fin del
mundo. Quizás, Dios sí jugaba a los dados.
Pasó mucho tiempo, un buen rato. La noria dejó de moverse y sus
ocupantes se calmaron. Pero en el suelo, el crujido de pasos y el silbido de
las respiraciones, como el crepitar de un fuego, les recordaba que no podían
bajar. Jimmy se separó de Tifa, volviendo a su asiento, comprobando por su cara
que estaba angustiada.
—Mis padres. —Rebuscó en su bolso hasta encontrar su teléfono-.
Marcó apresuradamente su número y se puso el aparato en la oreja, gimiendo
ansiosa con cada pitido. Finalmente, desistió y colgó. Para Jimmy, parecía una
niña a punto de una rabieta.
Sin otra cosa que hacer, volvió a dejar su asiento (al hacerlo derribó
un refresco) y volvió a su lado, pasándole una mano sobre el hombro. Ella apoyó
su cabeza en el suyo; él esperaba empezar a sentir sus lágrimas de un momento a
otro. Pero no lloró. Se mantuvo quieta, con la vista fija en la noche
iluminada, cosa que él agradeció. Si hubiese comprobado cómo había crecido su
erección, habría muerto de vergüenza.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Tifa al cabo de un rato—. Puede… que nadie
venga. Y no podemos bajar.
—Ssssh, no pienses en eso.
—No puedo hacerlo en otra cosa.
Jimmy no replicó al momento; no tardaría en saber a qué se refería.
—¿Qué… qué eran? ¿Los viste?
—No. No pude. Estamos demasiado alto.
Perdieron las ganas de hablar, manteniéndose uno al lado del otro.
—Es mejor que descanses —dijo Jimmy pasado un rato—. A saber cuánto nos
tiraremos aquí.
Notó un estremecimiento en ella.
—Por Dios, que no sea mucho. Por favor. —Rogaba como la fan de un músico
ante la posibilidad de perderse un concierto-. Qué de tiempo…
—Tenemos los teléfonos. Sabremos qué hora es…
Jimmy se calló, al comprender por fin. No había forma de que Tifa no
supiese que hora era.
Y en efecto, exactamente a la una y diez minutos un pitido, como la
alarma de un despertador, empezó a sonar en el reloj de su muñeca. Era hora de
despertar otra cosa.
—Jodeeer… —masculló Tifa, con una irritación hastiada que hizo dudar a
su cita que hubiese llegado a dormir. En eso al menos habían coincidido.
El móvil volvió a encenderse en su mano, sirviéndole de linterna
mientras volvía a rebuscar en su bolso. Jimmy no necesitaba sentir curiosidad;
sabía qué era y, en realidad, no quería verlo. Pero aun así lo hizo.
El pequeño paquete de papel de aluminio. La jeringuilla pequeña. Y el
gemido de Tifa al clavarse la aguja. ¿Cómo se llamaba? Se lo había dicho una
vez... ¿Humulina regular?
—Tifa… —En el fondo sabía que no tenía derecho; aquello era muy personal
y no le importaba. Pero no era una situación corriente—. ¿Cuánto te…?
Ella exhaló varias veces, parecía una corredora después de una carrera.
Después de pulsar su reloj se volvió hacia él, buscando su voz en la oscuridad.
—Me pongo una inyección cada seis horas —dijo con la sequedad de una
grabadora—. Y eso… era lo único que llevaba.
Echó el brazo hacia atrás, lanzando la jeringuilla vacía al vacío. Y
ahora sí, rompió a llorar, dejándose caer en brazos de Jimmy.
Jimmy se acurrucó en su asiento, colocándose por encima el abrigo de la
que fue (al menos durante doce horas) su novia, colocándose un brazo tras la
nuca a modo de almohada. Las primeras noches le costó, pero se había habituado
rápido. Soñaría, aunque no con los angelitos. ¿Soñaría alguien abajo con él?
Cerró los ojos, mecido por la cabina a quince metros del suelo. Los
volvió a abrir al notar que temblaba.
Dejó caer el abrigo y se sentó. ¿Viento? No, no se oían las ráfagas
silbando, ni sentía la brisa. Sin embargo, sobre y debajo de él, el metal
protestaba. Las cabinas temblaban. Algo movía la noria.
Apoyó las manos sobre los hombros. Ellos otra vez. Aquello era nuevo;
sabía que acudían pero, desde aquel ataque inicial y las esporádicas lluvias de
tributos, no habían vuelto a tocar la noria. Y ahora…
Jimmy se quedó inmóvil, las pupilas dilatadas y el corazón acelerando.
Mientras se mecía adelante y atrás, lo notó. La cabina se había desplazado unos
pocos pasos hacia adelante, hacia el principio del descenso. Lo supo porque, en
la distancia, las efigies de los edificios parecían más altas. Y porque había
sentido la sacudida en el eje.
No podía ser, aunque tampoco era una sorpresa. Nada, por muy monstruo
que fuese, podía durar toda la vida sin hincar el diente. Tarde o temprano
intentarían llegar hasta él. ¿Y cómo? ¿Sacudiendo la atracción hasta echarle
volando por la portezuela? ¿Trepando, apilándose unos sobre otros como en un castell? ¿Trajinando con los mecanismos
hasta volver a poner las luces en marcha y que él solito rodase hasta ellos?
Habían optado por algo más simple y contundente. Estaban arrastrando la
gran rueda hacia abajo, atrayéndolo hacia ellos.
Jimmy, indefenso ante su nuevo ataque, se echó al suelo, encogiéndose
como un cachorrillo bajo el banco.
—No. No, por favor…
—¿Tifa?
Parpadeó; el sol había atravesado las nubes frente a él. A su lado, la
chica seguía dormida.
Jimmy no se atrevió a moverse, no fuese a despertarla. Entonces sintió
el frío, traspasando su chaqueta deportiva, a la altura del hombro derecho.
Se dobló para ver ala. Su cabeza reposaba inerte, con la boca
entreabierta y un rastro de saliva escurriéndose por su boca. El nacimiento de
su pelo, despeinado durante la noche, se le adhería a la frente. Su ropa estaba húmeda y pegajosa
por el sudor.
—¿Tifa? —La apartó con delicadeza, cogiéndola por los hombros—. Escucha.
¿Estás bien?
Jimmy estaba asustado, sin saber muy bien por qué. El pitido en la
muñeca de ella le aclaró las ideas.
—¡Mierda, no me… no!
Se puso en pie, poniéndola de lado con las piernas dobladas sobre el
asiento. La cabina entera se sacudió; en aquel momento se dio cuenta de que se
había olvidado por completo de lo pasado la otra noche. Pero le dio igual.
Olvidando su cautela previa y el fuerte carácter de la chica, le abrió
la chaqueta, hundiéndole el oído entre los senos. ¿Era aquel el corazón de ella
o el suyo, amplificado por el pánico? Gimiendo nervioso, deslizó su índice
hasta su cuello, detectando una leve pulsación bajo el borde derecho de su
mandíbula. De momento seguía viva, aunque se había saltado por completo el
horario impuesto por sus padres. Por algún motivo, se dio cuenta de que también
era culpable. No había llamado a su madre. Se había olvidado por completo.
Jimmy había oído algo del tema. Shock hipoglucémico… Un efecto de la
insulina, un bajón de azúcar en sangre. Se lo había explicado aquella noche,
mientras se tomaba dos chocolatinas al rato de la inyección.
Jimmy volvió a su asiento, hacia el suelo, donde se apilaban los
refrescos y aperitivos que subió a la noria. Primero se hizo con el vaso de
Coca-Cola.
—¿Me oyes, Tifa? Soy yo. Vamos a hacer…
Acercó con delicadeza la pajita a su boca, pero la coló entre sus labios
con la fuerza de una lanza.
—Tienes que beber esto. Te sentará bien.
Inclinó el vaso, parando al ver el líquido negruzco a través del tubo.
La distensión de la garganta en aquel momento le alivió unos segundos, antes de
que el refresco rebosase por sus comisuras.
—No, ¡no! ¡Mal, muy mal!
¿La increpaba a ella o a sí mismo? No podía contenerse; se puso en pie,
llevándose las manos a la cabeza. Luego se agachó, desgarrando un Kit-Kat.
Arrancó la punta de chocolate con galleta, el pedazo más pequeño que pudo, y se
lo metió en la boca.
—Mastica esto —le ordenó con la máxima ternura que pudo—. Es bueno. Es
dulce…
Jimmy se sentía presa del pánico; Tifa no movía la boca. Ni la nariz.
Estaba inmóvil.
No sabía dónde lo vio, el proceso se dibujó automáticamente en su
cabeza. El chico dio un bocado al dulce, lo masticó hasta sentirlo reducido a
una pasta semilíquida y le abrió la boca a Tifa, vertiéndolo en su interior.
—Trágatelo, Tifa. Te lo tienes que tragar…
Su voz se fue apagando a medida que iba acariciando en sentido
descendente el contorno de su cara. Donde sintió antes el pulso sus dedos no
sintieron nada.
Jimmy buscó su corazón sin latidos, presionando con las dos manos sobre
su teta izquierda (¿qué importaba ahora?); siguiendo un mezcla de series de la
tele y la memoria de una feria cultural donde les enseñaron primeros auxilios.
Remató las treinta pulsaciones abriéndole la boca y sumando su aliento a la
mezcla de saliva y chocolate. Repitió la maniobra sin mejoría.
Al final, desanimado y al borde de las lágrimas, volvió a sentar a su
novia como estaba, dejándola como estaría a partir de entonces. Un triste
recuerdo de cómo temieron juntos por sus vidas doce horas antes.
En todo ese tiempo, la alarma no dejó de sonar. Cuando Jimmy se cansó de
su pitido, se la quitó de la muñeca y la tiró. No sabía si se rompió, aplastada
por el impacto, o el suelo le presionó el botón de apagado, pero el silencio
volvió. No volvería a oírlo.
Maldita sea. No. No…
La cruda verdad de la desesperación: el mayor miedo de los vivos es a la
muerte, simplemente, porque no saben lo que les espera. Incluso una existencia
así, víctima del hambre, la suciedad y la soledad, buscaba preservarse. Al fin
y al cabo, Jimmy sólo necesitaba abrir la portezuela y asomarse para acabar con
todo. Seguiría siendo mejor que lo que le esperaba en el suelo.
¿Y cómo evitarlo? Aquel escondite no le serviría de mucho. Y con cada
chirrido, la rueda bajaba un poco más. Había pasado de marcar la hora en punto
al primer cuarto de hora.
¿Y Tifa? Quizás podría salvarle ahora, en su momento de mayor necesidad.
No estaba seguro de si a aquellos cabrones les gustaría la carne putrefacta
tanto como la fresca, pero por probar…
Jimmy la miró; sentada como la dejó con los ojos aún cerrados después
del ataque del cuervo. Con un color más natural, incluso el blanco cal,
parecería dormida. Y feliz con ello, el cadáver de labios desprendidos parecía
sonreírle.
No. Aunque fuese una muerte horrible, no podía rebajarse a aquello. Era
su chica en el fin del mundo; la Eva de aquel desgraciado Adán. Empezaron
aquello juntos y no concebía seguir sin ella, aunque fuese muerta.
Jimmy ocultó la cara tras las rodillas, conteniendo una única lágrima y
reprimiendo un grito. Los chirridos eran cada vez más fuertes, el minutero se
acercaba a la hora fatal. Y veinte. Y veintiuno. Cada vez más abajo, más cerca
del suelo…
Cerró los ojos y, por un momento, los vio: erguidos como caniches,
esperando su pedazo de cena bajo la mesa, con manos extendidas, listas para recogerle
y...
Jimmy contuvo la respiración, confiando en perder el sentido antes de
que se abriese la portezuela.
La rueda volvió a girar. La cabina llegó a los veintitrés minutos. Los
chirridos pararon. La rueda también.
Jimmy esperó, no estando seguro de si se habrían rendido o sería una
broma cruel, una trampa para que se sintiese seguro antes de sentir el hacha
contra su nuca.
En aquellas noches el tiempo no importaba. Cuando empezó a sentir los
miembros cansados, se irguió despacio. Nada. La noria había dejado de
girar.
Apoyando con cuidado las manos entre los barrotes de la puerta, se asomó
fuera de su jaula, ahora separada del cielo, pero todavía lejos del suelo; por
lo menos a seis metros.
A su alrededor, silencio. Las barracas de la feria, más grandes y
sombrías, esperaban el regreso del bullicio. El suelo seguía aplastado por un
millón de pasos, pero ninguno de sus autores le esperaba con la vista fija en
él.
Jimmy suspiró, notando el sudor evaporarse en su frente y su pulso
acelerado por otro tipo de emoción. Quizás se hubiesen cansado, o rendido, u
otra presa escondida y atrincherada había llamado su atención. Pero le habían
dejado en paz, y no creía que volviesen; al menos esa noche.
Sin poder contener su júbilo,
Jimmy se levantó de un salto, abrazando el cuello de Tifa y besando su húmeda
mejilla.
Lo había conseguido. Viviría, por lo menos, un día más. Tiempo
suficiente para que hiciesen planes. Juntos.