lunes, 31 de agosto de 2015

EN SU HABITACIÓN

     Aquel pequeño mundo, pedazo minúsculo de otro mayor, era su refugio, su paraíso. Su baúl de los secretos, su paño de lágrimas, su fábrica de sueños. Una porción privada de un espacio compartido. Pero no le importaba; con eso bastaba.
     Ella conocía el amor. Sabía que sus padres la querían y se preocupaban por ella, compartiendo su dolor en cualquier forma cuando lo necesitaba. Pero eso mismo les volvía desconfiados y metomentodo, queriendo arañar con sus viejas manos su vida, buscando saber cosas que quería mantener privadas. Por eso lo necesitaba, para marcar la frontera entre el interés y el secreto. Dentro estaba el confort de la intimidad. Fuera, la seguridad de la espalda cubierta.
     Era una extensión de su personalidad, la primera cosa (sin contar su nombre) que fue suya y, como ella, había crecido y cambiado con los años. El color de las paredes se maquilló con energía, los muebles aumentaron en número y tamaño y sus adornos más simples reflejaban una madurez progresiva. Ahora la pequeña habitación se había vuelto minúscula, devorada por la cama para dormir, el armario y la cómoda con la ropa, la mesa con el ordenador y la estantería llena de libros. Eso sin contar los detalles: el oso, el elefante de peluche y el almohadón en forma de corazón sobre la almohada; el póster de Auryn (su primer amor, cultivado durante la infancia) al que se había sumado uno de La Oreja de Van Gogh.
     Ahora su vida en casa quedaba confinada casi exclusivamente entre esas cuatro paredes. No comía allí para no ensuciarlo y seguía teniendo que ir al servicio o al sofá, si hacían algo decente en la tele; pero su tiempo libre lo dedicaba a su habitación. Allí estudiaba los libros de texto y leía los libros donde jóvenes como ellas vivían aventuras que difícilmente compartiría (especialmente de J. K. Rowling y Suzanne Collins). Allí dormía, construyendo los sueños futuros, repasando los eventos pasados (especialmente si la habían perjudicado) y enhebrando el íntimo y frágil hilo de las amistades. Donde decidir: quién podía ser una amiga, a qué chico podía gustarle, a quién evitar. Donde pasarse horas repasando el armario y la cómoda, eligiendo cómo engalanarse y coloreando su cara al otro lado del espejo oval sobre la cómoda.
     Pero eso no sería ese día. Era jueves. Eran las cinco y veinte de la tarde. Los niños salían de clase, pero el instituto había acabado hacía horas. Había tenido muy pocos deberes y no tenía ningún examen mañana pero seguía teniendo clase; quedando pospuestos otras veinticuatro horas los planes sobre a dónde ir, quiénes la acompañarían y hasta qué hora estaría fuera. Su padre estaba en el trabajo; no volvería hasta la noche. Su madre también debería estarlo, pero una par de vómitos y algo de diarrea (posibles señales de ataque de un virus estacional) la habían retenido allí. Ahora rellenaba su tiempo paseando el plumero por alguna habitación o viendo una telenovela o concurso en el salón.
     Ella, por su parte, con los altavoces del ordenador a bastante volumen (era pronto para que nadie se quejase) se dedicaba a la actividad más sana que conocía: un pajarito había visto a Cintia, la puta de la clase, besando al novio de Inés, su mejor amiga; una trama que se iba desgranando en mensajes en la pantalla del Messenger.
     Ella cambió de canción, mientras Andrea comentaba que Edu (el susodicho Casanova) era un cerdo. No llegó a oír el timbre en el recibidor, el pasillo de espaldas a su puerta.
     Su madre dio un par de golpes en su puerta y la abrió lo bastante para decir:
     —Haz el favor, baja un momento el volumen. Voy a ver qué quieren.
     —Vale —obedeció a regañadientes, mientras su madre volvía a cerrar y el timbre volvía a sonar.
     Qué fastidio. La preciosa canción se había reducido a un murmullo. Precisamente ahora que Vane, la mejor amiga de Cintia, decía que era un bulo; demasiado importante para oír la puerta abriéndose y su madre diciendo hola. La música describió un pico.
     Vane había estado con ella a la hora en cuestión. Y Edu estaba en el patio jugando al fútbol en ese mismo momento, rodeado de testigos. Por tanto, alguien debía habérselo inventado.
     La cosa se volvía interesante; inconscientemente se incorporó sobre la pantalla. Si alguien entraba sin avisar (cosa infrecuente pero no imposible) quería evitar que la tachasen de cotilla.
     Ahora todos preguntaban ¿quién los vio? Los altavoces emitieron un largo solo de guitarra.  Un ruido traspasó la música; parecían de una mujer. Dentro del piso.
     Retrocedió impulsándose hacia atrás, apagando los altavoces antes de mirar a la puerta. Oyó un golpe sordo, como un martillazo contra una pared, seguido de un impacto más suave.
     Esperó unos segundos, respirando cada vez más deprisa en la habitación iluminada. Luego se levantó despacio de la silla, quedándose inmóvil al llegar al centro de su habitación.
     La puerta de la calle se había cerrado, había oído el chasquido de la llave al girar. Y ahora, un sonido lento y pesado se acercaba; pasos dados por pies grandes pisando con zapatos fuertes, seguramente botas, arrastrando algo. Antes de alcanzar su puerta la sobresaltó un campanazo, algo de metal pequeño golpeando contra un recipiente de cerámica. Al llegar oyó un gruñido, mientras doblaba el pesado fardo hacia el comedor. Aunque la puerta cerrada le impedía verlo, podía imaginarse lo que era.
      Estaba frente al único acceso a su cuarto cuando los pasos, ahora andando decididamente, volvieron desde el salón.
     Sus instintos le gritaron que se escondiese, pero era tarde; si se echaba sobre la alfombra para meterse bajo la cama la vería; si abría la puerta del armario la oiría. Sólo pudo presionar con todo el cuidado que pudo el interruptor de la luz y apartarse, confiando en que el armario serviría de barrera. Sobre la línea de luz que se colaba desde el pasillo, tiñendo la alfombra beige de ámbar, dos cumbres oscuras extendieron sus sombras.
     Se encogió en el suelo, apretándose contra la esquina, mientras la manija empezaba a bajar y la puerta se entreabría. Apretó los dientes, sintiendo su corazón contener un latido; la pantalla de ordenador encendida, el crujiente crepitar del disco duro; restos de su presencia.
     Una segunda línea dorada cortó la habitación en vertical; al cabo de unos segundos el intruso gruñó y volvió al salón, dejando la puerta así.
     Suspiró largamente, poniéndose a cuatro patas para gatear hasta el resquicio. Un ordenador encendido en una habitación de chica vacía; un testamento común de miles de mujeres pasando el angustioso tránsito de la pubertad.
     Debía estar seguro de que su madre estaba sola cuando la abordó. Ahora, si tenía cuidado, podía moverse sin que la pillase.
     El poco delicado sonido de cajones abriéndose y cajas decorativas volcándose indicaba que había empezado su registro, seguramente de habitación en habitación. Primero el salón, luego el dormitorio de sus padres; luego, si era ordenado…
     Sintiéndose ahogada por la presión de su corazón e incapaz de parar el temblor de sus manos, se apartó, empezando a barajar opciones. La ventana, que daba a una pared vertical en un cuarto piso y que como mucho servía para airearse un poco en verano quedaba descartada. Lo mismo pasaba con su teléfono móvil, haciéndole compañía al ratón en su mesa. No se sentía capaz de marcar sin hacer ruido por más que bajara el volumen, de susurrar sin hacerse oír al otro lado de la pared de papel. ¿Y esconderse y rezar para no ser vista? Si salía bien sería un milagro; si la pillaba…
     Apartó la puerta entreabierta con su mano asustada, logrando una panorámica completa del pasillo. Sólo podía salir y correr. Escapar.
     Y una puerta cerrada con llave se interponía en su camino.
     Había ido encendiendo todas las luces de la casa. Ahogó un chillido al pasar, en pijama y descalza, de su confortable alfombra a las baldosas desnudas.
     Apretó manos y dientes frustrada después de cruzar el pasillo con los ojos. El llavero de su madre, un vistoso recuerdo de unas vacaciones en Granada, había desaparecido. Lo tendría él. Y el suyo estaba en el salón, en el bolsillo de su abrigo sobre el respaldo de una silla; otra señal de que había estado…
     Se tapó los labios con la palma de la mano mientras retrocedía hasta su umbral. Cada vez podía hacer menos…
     Podía ser. Aquel ruido más o menos frente a ella, a la altura de la cocina. Algo metálico rebotando con fuerza en algo como el frutero que había sobre la mesa. Un buen sitio para tenerlas a mano si hacían falta y de no perderlas sobre un armario o detrás de una estantería mientras buscaba.
     Sólo era ir y mirar.
     Le costó tres largos pasos, en absoluto silencio. A su izquierda, el tornado removedor seguía.
     Allí estaban, entre las manzanas rojas, las peras verdes y los plátanos amarillos. Sonrió sin reír, llena de felicidad, llegando hasta la sólida mesa. Alargó la mano para cogerlas.
     El ajetreo paró en el salón. Los pasos volvieron, y bastante acelerados.
     Juntó impulsivamente las manos, como si las llaves estuviesen al rojo. Demás de atrapada, ahora estaba expuesta. No había ningún escondite al otro lado del vidrio de la galería, y nada lo bastante voluminoso para cubrirla. Nada… menos la nevera, tras ella, dejando un estrecho recodo en la esquina.
     Se dirigió allí, apretando dientes y puños al dar con su espalda contra el canto de la encimera. Miraba a la entrada de la cocina. Contuvo la respiración. Una mano enorme y peluda la cruzó, arañando la puerta gris de la nevera, seguida de un voluminoso cuerpo…
     Abrió mucho los ojos, agarrándose la cabeza como si fuese a perderla. La puerta se había interpuesto entre ellos. Oía la pesada respiración al otro lado, seguida del chasquido de una lata de cerveza y del glup, glup del líquido bajándole por la garganta. Exhaló, satisfecho, y volvió a sus asuntos.
     Ella se relajó hasta que sus muslos tocaron el frío suelo. Parecía que al hombre le gustaba tomarse un descansito para beber.
     Se levantó, apoyándose lo más posible para no hacer ruido, y volvió a por las llaves. Estiró la mano, tensando el cuerpo como un bastón. Conocía bien el efecto de los dientes de metal sobre el frutero, sutiles uñas arañando una pizarra; no menos agradable igual de…
     Cerró el gancho de feria y subió el premio, con tanta fuerza que, por un momento, temió que saliesen volando.
     Volvió corriendo al pasillo, con largos brincos sobre el suelo brillante. Nada tras ella sugería que el hombre fuese a distraerse y eso era bueno: iba a tener poco tiempo. Oiría seguro la llave entrando en la cerradura y retirando las vueltas, sin importar el cuidado que pusiese.
     Había llegado a la última (o primera) puerta del apartamento cuando un estallido tronó desde su habitación: Happy de Pharrell Williams. Su teléfono móvil; una amiga preocupada por saber qué causa mayor la había dejado callada tanto tiempo.
     Paró en seco, resbalando un par de centímetros. Se aferró a la manija del servicio, bajándola con violencia y metiéndose dentro de espaldas. Retrocedió despacio hasta sentir el roce del borde de la bañera contra sus nalgas; un ejemplar antiguo para meter el cuerpo entero. Confiaba en que la brusca apertura hubiese quedado disimulada por la música en su habitación y los pasos hacia ella.
     Oyó la puerta contra la pared, el puño contra el interruptor, la mano barriendo la mesa. Luego hubo un momento de calma y el teléfono sonó hasta calmarse. Le pareció hasta oír el suspiro de alivio hacer eco en el corredor.
      Ella misma se relajó, agachándose para sentarse en el borde de la bañera y esperar a que se fuese; tantos nervios estaban a punto de paralizarle las piernas.
     Así se quedó cuando, tras un momento de silencio, los pasos aceleraron hacia el cuarto de baño.
     Sólo podía echarse hacia atrás, cada vez más asustada, sin entender qué…
      ¡Mierda! Se dio cuenta de su error en el mismo momento que dejó su cuerpo deslizarse sobre la pulida superficie blanca.
     La puerta del servicio, visible en el recibidor. Debió fijarse en ella mientras arrastraba a su víctima inconsciente al salón. Y en que estaba entreabierta. Ahora, abierta de par en par, era una mancha tan visible como un grafiti. ¿Corriente o persona? Sólo había un modo de salir de dudas.
     La sencilla cortina de plástico quedó inmóvil en el mismo momento que la inmensa figura se perfiló en el marco. Ella no lo vio pero lo sintió; la oscuridad de esa sombra perforar la penumbra del servicio.
     El hombre le dio a la luz, dio dos pasos y se detuvo. Provocó suficiente corriente para mecer la cortina. Ella sólo podía encogerse en el fondo cóncavo, helándose hasta los huesos, preguntándose si se acercaría más y bajaría su mirada hacia la bañera.
     Vete. Vete, empezó a repetir mentalmente, cerrando los ojos en un intento por volverse invisible. No mires abajo
     Pasó un buen rato. Notaba su respiración, el zorro esperando al conejo frente al hueco de la hura. Un par de veces la cortina onduló sutilmente, provocando un único tintinear en los aros del riel antes de volver a callarse, tensándole la garganta.
     Se cansó, se puso nervioso o lo achacó a la imaginación. Apagó la luz y volvió al pasillo, con pasos más lentos y menos enérgicos. Claramente, había dejado sus orejas tras él. Cuando reinició su alboroto, este era más lento y premeditado.
     Respirando con dificultad y con la piel tan erizada que podría lijar madera, se sentó primero para levantarse después; todo sin dejar su refugio. Aún estaba vigilando, le costaría moverse y tendría poco tiempo.
      Volvió al suelo del baño, ascuas al rojo en comparación con aquel sarcófago. Se acercó despacio a la puerta con los brazos doblados sobre el pecho, elevando tímidamente sus tobillos y agitando con cuidado todo el cuerpo. Un sencillo ejercicio para entrar en calor, apretando las llaves en la mano como un corazón que intentase parar. Mientras el hombre no decidiese expulsar aquella cerveza no tendría problemas.
     Los minutos pasaron. Su cuerpo recobró la sensibilidad. El ruido del registro fue volviéndose cada vez más débil; debía estar ya en el dormitorio de sus padres. Era su oportunidad.
     Antes de lanzarse en el sprint a la desesperada, una idea marginada hasta aquel momento centelleó en su cabeza: su madre. Si se iba, quedaría a merced de aquel ladrón psicópata. Podría hacerle de todo, cosas que no quería imaginar, en las que no quería pensar, hasta matarla; especialmente ante la frustración de la presa huida. No podía ayudarla. ¿Pero debía abandonarla?
     La duda, la impotencia, taladraron su cabeza y congestionaron su pecho, obligándola a postrarse para reducir el dolor. Al final, la solución llegó sola: cerraría la puerta al salir. Atrapado, se vería forzado a aferrarse a su rehén (vivo y en buenas condiciones por necesidad) para evitar penas mayores.
     Con el plan en mente hasta el último detalle, salió de puntillas hasta la puerta, viendo de paso, abandonados en el suelo, un papel sujeto a una carpeta y un bolí. La nueva pata blanca que empleaban aquellos lobos.
     Debía ser meticulosa. Insertó con fuerza la llave. En lo profundo de la casa, el jaleo paró.
     Dio dos enérgicos giros hacia su derecha. Los pasos a la carrera fueron acompañados de un par de muebles al volcarse.
     La puerta se abrió; la oscuridad del pasillo, con su oscuro suelo sin brillo y sus arrugadas paredes color mahonesa le parecieron la imagen más bonita del mundo. Un grito airado le ordenó parar.
     Como era de esperar, lo ignoró. Salió, cerrando de un portazo. Volvió a meter la llave, al mismo tiempo que un tren de carga embestía contra ella.
     Giró la llave una vez. Notó el golpe, una fuerza tan salvaje que pensó que atravesaría la puerta y a ella… pero allí se quedó. La puerta tembló un par de veces, primero cuando la manija bajó al otro lado, luego cuando empezó a aporrearla.
     —¡Ábreme! ¡Ábreme, puta! —chilló, olvidando por completo la cautela—. Te juro que cuando salga…
     Podía jurar. Era fuerte, pero la puerta era blindada. Y tardaría mucho en encontrar las otras llaves.

     Dio la segunda vuelta y las dejó dobladas, colgando en la cerradura. Luego, presa de dos emociones tan dispares como la urgencia y el alivio, empezó a correr por los pasillos primero y los pisos después, tocando timbres a su paso entre gritos de auxilio.

lunes, 24 de agosto de 2015

LA JAULA EN EL CIELO
    
     Una suave brisa sacudió el cubil, sacándole del sueño. Bostezó, arrugando la cara lo bastante para separar los párpados al cerrar la boca; apartó el arrugado abrigo oscuro que le servía de manta y se sentó en el estrecho catre, sintiendo las piernas anquilosadas por las largas horas dobladas. Donde mirase veía el universo gris del otoño, con una capa de nubes manteniendo al sol dormido. Una buena señal; si tenía suerte llovería.
     Era curioso, había soñado con el mar. Se había visto a sí mismo tumbado sobre el fondo de una pequeña barca (no se había fijado si de remos como las de los pescadores o con motor a gasolina), empapado y mirando un cielo no muy distinto a aquel. Podía cerrar y abrir los ojos pero no moverse; se sentía demasiado bien para romper su comodidad. La corriente lo alejaba de una colorida costa de arena desde la que risas y chapoteos alzaban el vuelo desde lo que debía ser un bosque de sombrillas, mezclándose con el olor salobre del aire.
     Una visión muy simbólica; flotar perdido a la deriva en el mar no era muy diferente a como estaba ahora. No era el mar, pero otro tipo de olas le mecían, alejándole del mundo y perdiéndole en una inmensidad que, según el hombre del tiempo, podía brillar hasta secarle o apagarse como una chimenea fumando. La única diferencia real era que en el sueño no le asustaba lo que podría pasarle si cerraba los ojos; ni lo que encontraría al abrirlos.
     Sin embargo comprobó para su alivio, que lo último ya no le afectaba. Parpadeó, comprobando que, en efecto, seguía acompañado, y suspiró. Simultáneamente, dos emociones contrapuestas estremecieron su corazón; por un lado se alegraba de que su compañía en el confinamiento hubiese dejado de desagradarle. Después de casi una semana delante suyo, debía haberse acostumbrado. Pero, al mismo tiempo, se sintió asustado, pensando en lo rápido que había pasado del terror absoluto a la indiferencia total. Supuso que se debía a que algo de su forma de ser había muerto, seguramente para siempre.
     —-Buenos días, Tifa —la saludó, levantando la mano como un indio y sonriendo estúpidamente, disfrutando de su readquirido valor—. ¿Has dormido bien?
     Se acercó a ella, tentado de darle un beso, hasta que la realidad le contuvo; tanto tiempo a casi kilómetro y medio del lavabo más cercano dejaba un perfume que echaba atrás. Claro que, al César lo que es del César; él tampoco estaba en ese sentido para dar palmas. La mera idea de acercar la nariz a su propia axila le provocaba arcadas mentales.
     Por fin, tras algo más de cuatro minutos sintiendo su cuerpo reactivarse, Jimmy Hernández  Pávez se levantó, se estiró un poco hasta que su espalda crujió y se acercó a los barrotes de su jaula. Al fondo, al otro lado del mar de la distancia, veía la ciudad, manteniéndose en pie como una formación de colosales soldaditos de plomo (mudos centinelas de su cautiverio). Recordar que, hasta no hacía mucho, uno de esos tótems con ojos de cristal había sido su hogar bastó para quitarle las ganas de seguir mirando.
     Jimmy empezó su día a día habitual, consistente en hacer unos cuantos ejercicios sobre el inestable suelo para, ya entrado en calor, centrarse en su único pasatiempo: recordar.

     —Jaime. ¡Jaime, me oyes!
     Dos golpes de nudillo precedieron a la intrusión de su madre en el dormitorio. La señora Pávez, se quedó boquiabierta al verle.
     —Jaime, es…
     —Sí, mamá, ya lo sé. Ya estoy preparado.
     No daba crédito. La falta de sonido, del ruido de altavoces o de cajones abriéndose y cerrándose le había hecho pensar que su hijo se había olvidado; que estaría viendo algo en el ordenador, ojeando un cómic o, simplemente, se habría quedado dormido. Jaime nunca había destacado por centrarse en lo que debía; sus boletines de notas daban fe de ello.
      Y allí estaba, de pie en el centro de su habitación, con una sencilla camisa blanca a rayas rojas, una chaqueta deportiva de lana azul, vaqueros y deportivas; todo pulcro y planchado, en contraste con la arrugada ropa deportiva que llevaba al instituto.
     —Hijo… —la señora Pávez, sin poder contener la emoción, se tapó la boca—. Estás muy guapo.
     —Venga, mamá. —Jimmy sonrió, empezando a sentir vergüenza.
     —Sí, en serio.
     Se acercó hasta quedar frente a él (la rebasaba en cabeza y media) y rodeó su cintura con los brazos.
     —Venga,  mamá.
     Ella amagó una sonrisa y obedeció, consciente de que estaba sonrojándose. Aunque nunca llegaría a saberlo, aquel momento era también muy importante en la vida de una madre.
     —Te va a ir de maravilla, cariño.
     —Claro, mamá —respondió, alisándose la chaqueta antes de levantar la mano derecha-. Por ciert…
     —Te he dejado algo en el mueble de la entrada.
     —Muchas gracias. —Se agachó para besar a su madre en la frente—.Te llamaré cuando acabe, si no es muy tarde. Hasta luego.
     Dejó a su madre en el umbral de su cuarto para ir al servicio, donde se roció el cuello pulsando dos veces un frasco de colonia. De allí fue a la entrada. Al darle a la luz comprobó, boquiabierto, que su madre le había dejado un billete de cincuenta euros y dos de veinte.
     —Mamá… —Se volvió a buscarla mientras se metía el dinero en el bolsillo trasero del pantalón—. Gracias. Pero no…
     —Llévatelo. Sólo procura que lo paséis bien. Y no gastártelo todo a la primera.
     —Lo haremos —asintió.
     —Y… —La mujer arrastró la mirada por el techo con las manos a la espalda; se notaba que lo que iba a decir la incomodaba—. Acuérdate… que tenéis que usar protección si…
     —¡Mamá!
     Lo había hecho. Su indignado hijo la miraba boquiabierto con las manos extendidas, como exigiendo la causa de un castigo. Ella se limitó a reírse hasta que le saltaron las lágrimas.
     —Te quiero, Jaime.
     —Yo también.
     La dejó apoyada en la entrada mientras bajaba a la calle, donde le esperaba su moto, una Suzuki gris asegurada con un candado.
     Jimmy se puso el casco, la encendió y enfiló la calle frente a su casa, hacia el extremo opuesto de la ciudad. Una distancia muy grande que podía hacerse en poco tiempo.
      Asomada a su balcón, mientras le veía alejarse y agitaba tímidamente la mano como cuando era niño y se iba de excursión en autobús, la señora Pávez sentía la angustia del ave que ve a su polluelo emplumado caer del nido por primera vez, desconociendo si extenderá sus alas a tiempo o se estrellará contra el suelo. Como con todo hijo único, la inquietud de su madre rebasaba la preocupación: la asustaba lo que pudiese pasarle la víspera de su madurez.
     Lo que no sabía Jimmy, ni su madre, ni nadie en el mundo, era que esa noche, la de su primera cita en solitario con una chica, iba a ser también la última vez que iba a ver a su madre. Y la última de su vida en que su madre, además de verle, iba a saber de él.

     No debía llevar ni cinco minutos despierto cuando el peso de una noche entera al aire libre le pasó factura: empezó a sentir un persistente hormigueo en el pene, señal de una vejiga llena.
     Jimmy gruñó desganado; aunque se había acostumbrado, la maniobra seguía siendo muy engorrosa.
     Después de bajarse los pantalones, se situó frente a una de las dos puertas laterales. Se agarró como pudo a los garrotes, notando sus bíceps endurecerse hasta elevarse de puntillas. Con su miembro fuera, sólo quedaba regar el suelo. Por lo menos, seguía siendo más fácil que las deposiciones sólidas, que implicaban algo tan terrible como cagar de pie.
     Por supuesto sería más fácil abrir la puerta o asomarse por la apertura tras el banco, pero tenía contrapartidas: le asustaba caer al vacío y le asqueaba ensuciar su dura cama.
     Con los pantalones subidos otra vez, Jimmy sintió el habitual precio de su acción: el alivio en su polla por el ardor en su garganta; la sensación pastosa y el sabor salado de la deshidratación.
     Se agachó como pudo, alcanzando el pequeño bolso blanco debajo de su asiento. Al sacarlo, un vaso de papel que en su día contuvo Coca-Cola rodó a sus pies, provocándole una maldición; aunque tenía un gemelo a salvo en el bolso, por mucho que su contenido estuviese desbravado y sin sabor, el recuerdo del líquido que ahora le parecía tan valioso derramándose seguía sentándole como un pinchazo en la nuca.
     Sin embargo, su atención en aquel momento no estaba en el refresco, sino en una pequeña botella de plástico, reducida a dos dedos y medio de grosor en el fondo.
     A tu salud, Tifa, pensó mientras bebía.
     El destierro momentáneo de la sed le hizo recordar que gastaba más líquido del que tenía; en aquellos siete días había llovido tres veces, permitiéndole recargar un poco la botella; haciéndole mirar el cielo gris con esperanza. Lo más irónico era que, en situaciones normales, la lluvia resultaba desastrosa para aquel negocio.

     Eran casi las siete y cuarto cuando llegó; un poco pronto en realidad, por más que oscureciese cada vez antes. Pero era perfecto para estirar al máximo el viernes. La noche eran muy joven, y estaba llena de posibilidades.
     Jimmy paró la Suzuki en la acera y sacó de debajo del asiento su ofrenda para la cita; no un ramo de flores y una caja de bombones en forma de corazón, sino, simplemente, un segundo casco como el suyo. La garantía de que podrían moverse juntos sin miedo a que la policía se fijase en ellos.
     Se acercó despacio al timbre y llamó, sintiendo al hacerlo su pulso subir a más revoluciones que las ruedas de su transporte. A los pocos segundos la puerta de madera del adosado, al otro lado de una verja de hierro infranqueable, se abrió, dibujando un rectángulo luminoso en la noche.
     —Umh, has venido muy puntual —observó una voz aguda pero sensual, cargada de júbilo, mientras observaba la pantalla de un móvil al otro lado de la puerta—. ¡Vaya! Qué mono…
     La puerta se abrió por completo, revelando a su acompañante. Jimmy apretó la mano para no dejar caer el casco.
     De diecisiete años como él, Estefanía Olmedo asistía con él al segundo curso de Bachillerato tecnológico desde algo más de un año. Era una chica que imponía; atractiva, de un modo que poco tenía que ver con el ideal de las top-models; no era delgada ni delicada; tenía un verdadero cuerpo de atleta, ni robusto ni grueso, de los que se obtienen sudando durante horas, resaltando sus abundantes curvas. Y su cara, de mentón afilado y ojos grandes y expresivos, rodeada por una corta melena oscura, rebosaba fuerza, no sensualidad o deseo; como diciéndole al mundo que no era una niña de papá (aunque le gustaba tontear en ese plan). No, si alguien pensaba que podía mojarse con ella, debía estar preparado para hundirse hasta lo más hondo y ahogarse.
     En el momento de recibirle vestía una blusa de lana blanca, un abrigo granate, una falda vaquera corta y medias negras, con un pequeño bolso blanco colgando de su hombro por una correa. Sonreía entusiasmada.
     —Yo… —Jimmy tragó saliva al percatarse de que se había quedado sin palabras—. ¿Puedo pasar?
     Ella se rió, provocándole un hiriente escalofrío en la boca del estómago.
     —¡Venga, se supone que vamos a salir! Además… —bajó la voz—…no me gustaría que mis padres te espantasen.
     Los dos rieron al unísono.
     —¿Tienes algún límite de tiempo?
     —Que va. —Ella negó con la cabeza, mientras su cuello bajaba entre sus hombros como una tortuga—. Mientras mañana a la hora de la comida sepan dónde estoy… Así que, como me secuestres…
     —Vale, captado; te devuelvo entera. —Le había tendido el casco cuando recordó algo más—. Y… sobre lo otro…
     —¿Qué? —Le miró sin saber a qué se refería. El casco tapaba sus fieros rasgos; el rostro bajo la visera le recordó a un astronauta—. ¡Ah! —Extendió la mano derecha hacia su mejilla, acariciándola con ánimo tranquilizador—. Tranquilo, he salido preparada. Tengo recambio… y algo para picar dentro de un rato.
     —¿Ah, sí?
     —Ajá. Mientras no esté en ningún sitio donde prohíban llevar comida de casa… —Por un momento, una chispa de inquietud refulgió en sus ojos—. Por cierto, ¿Cuál es el plan? Porque, como pienses en llevarme a un restaurante caro, con camareros elegantes y carta de pijos…
     Jimmy se rió, indicándole que le siguiese a la moto. Mientras la ponía en marcha, esperó a que se sujetase. Al no sentir sus manos en torno a su cintura, supuso que estaría agarrada a la parte trasera.
     —Te va a gustar —aseguró, subiendo la voz sobre el zumbido del motor—. Algo sencillo, para empezar la noche. Y luego… ya veré donde cenamos.
     —Espero que no improvises; eso conmigo no suele acabar bien.
     Jimmy se rió, cobrando poco a poco consciencia de lo que le esperaba: una noche entera programada y dirigida por él, donde un buen o mal final sería sólo culpa suya. Y lo que era mejor: iban a poder disfrutar solo junto a una chica, sin mediación de carabinas.
     —Vas a disfrutar, Estefanía.
     —Va. —Fingió rechazo, y él sabía por qué—. Puedes llamarme Tifa.
     Y mientras aceleraba hacia su destino, no pudo evitar reír para sus adentros. ¿De dónde se habría sacado aquella chica dura un apodo de protagonista de videojuego?[1]

     Era algo más de media mañana cuando Jimmy empezó a sentir las desagradables caricias de un segundo compañero más desagradable que la sed: el hambre. Por algo había cenado poco y desayunado nada. Y, a diferencia de la sed, aquí la solución no iba a caer del cielo… literalmente.
     Jimmy, sin otra cosa, recurrió de nuevo al bolso, bufando de antemano por lo que sabía que le esperaba: hacinado junto al vaso de cartón y la botella de plástico, había un paquete de cartón arrugado con algunas palomitas y un puñado de envoltorios arrugados de chocolatinas. Que no estuviesen aún junto al palo de algodón de azúcar y  las bolsas de pipas del suelo le suponía un misterio.
     Jimmy abrió el cartón; las siete palomitas rancias que quedaban era todo lo que había. Un trago a la botella para ayudarse a tragarlo sólo sirvió para que su estómago protestase. No se sintió con fuerzas para buscar alguna chocolatina superviviente entre el sudario de embalajes.
     Frente a él, Tifa se había librado del problema del hambre. De hecho, según pudo comprobar con repugnancia, estaba ayudando a otros (pero no a él) a combatirlo; su buena acción de la semana. Las últimas moscas del año no habían perdido el tiempo, y a medida que su piel adquiría el bronceado oscuro de la muerte, collares y pulseras de larvas se descolgaban desde su boca a su cuello y brazos. Él, asqueado, intentaba apartarlos a manotazos con la chaqueta, olvidando que no quería tocarla. Servía de poco; sabía que los que anidaban dentro serían más, pero no podía soportar pensarlo: él mismo podría haberse servido de ella, haber intentado aprovecharla para mejorar su situación, al principio. Los reparos primero y su estado después lo impidieron.
     Ahora, sin embargo, podía ayudarle, aunque de otro modo. No era el único que veía la posibilidad de sacar comida a su costa.
     Se dio cuenta el martes, cuarto día de su cautiverio, cuando la piel pálida empezaba a volverse verdosa. Las larvas ya habían empezado a hacer su trabajo y él, cansado y mareado, todavía se resistía a la idea de esa nueva vida. Entonces solía pasar el tiempo (o el día entero, incluso) echado en el asiento con el abrigo de ella por encima. Aunque al principio quiso tratarla como a un templo incorrupto, la dureza de la situación le hizo comprender que lo necesitaba más que ella.
     En su quietud total, los pájaros acudían a la granja de gusanos. Al principio eran sólo gorriones, que picoteaban inocentemente la piel cada vez más blanda, desprendiendo gusanos que colgaban de sus picos como barbas blancas. Luego llegaron los otros pájaros. El miércoles fue cuando vio al primer cuervo. Grande, brillante, terrorífico. El carroñero se dedicó a lo que mejor sabía, ignorando los insignificantes insectos. Su interés era la cara. Empezó a picar los ojos como perlas incrustadas en la roca.
     —¡Para! —le increpó, saliendo de su inmovilismo—. ¡Déjala! Vete, asquero…  
     La reacción del ave, más que de sobresalto, saliendo volando en medio de graznidos, fue de sorpresa: se quedó mirando a la extraña criatura escondida tras el arbusto rojo, allí donde sólo había habido muerte. El cuervo se fue, demasiado indignado para chillar.
     Tras aquel primer encuentro, sin embargo, la perspectiva de Jimmy cambió. Si se podía quedar lo bastante quieto, con el manto sintético relleno de algodón convertido en red…
     La idea, no lo negaba, le causaba náuseas incluso ahora. Aquella piel porosa y colgante, sucia y cubierta de parásitos, totalmente cruda… Aunque, y no era una exageración, sentía  suficiente hambre como para comérselos enteros, llenando su garganta con las ásperas y rasposas plumas, que acariciarían las paredes de su esófago, provocándole tos primero, luego arcadas, luego…
     Una vez tonificado su cuerpo, Jimmy dedicaba al menos hora y media (no estaba seguro del tiempo desde que se quedó sin batería el miércoles) esperando, listo para echarse sobre la próxima comida con plumas que quisiese cebarse con su novia. Pero, después de cinco días, ni una sola avecilla había vuelto al festín, al menos mientras él esperaba; como si supiesen que estaba allí, y lo que les tenía reservado. Jimmy se había convertido en un mago, y su mejor truco ya había sido revelado.

     Con octubre, la llegada del otoño al norte del ecuador quedaba completa. Con los vientos cada vez más fríos muchas cosas se iban, quedando recuerdos dormidos esperando revivir con la próxima estación. El calor de días cada vez más cortos; el color de las flores y las hojas reducido a cuerpos enterrados y cadáveres marchitos arrastrados por las corrientes; las risas de los niños jugando en los parques.
     Por eso, quizás, para compensar la llegada de ese tiempo oscuro y frío, el otoño es la estación más alegre del año; una acumulación de música y energía impuesta por los ancestros para revivir a su comunidad en sus momentos más lúgubres. Había fiestas, propias y extranjeras, donde los estériles camposantos se adornaban con coronas y los niños volvían a correr, acompañados por conos de papel que olían a castañas asadas. El presagio de la Navidad y del cambio de año llenaba los escaparates de adornos alegres. Y otras, más frecuentes y menos oficiales, se dejaban caer por las poblaciones como una cura temporal para el hastío del crepúsculo.
     Una de ellas se había materializado el jueves anterior de la nada; un bosque de altos y finos árboles de acero cubiertos de luces, desde los que criaturas ocultas chillaban con voz de sirena y verbena.
     La feria. ¿Puede haber mejor entretenimiento en el mundo? Una colección de saltos, vueltas y caídas controladas, situaciones de falso peligro controlado por cinturones y correas donde la muerte, en el peor de los casos, acarrearía una demanda contra el encargado. Un sitio para que los niños experimenten por primera vez la emoción de la vida que se pierde, donde los mayores se sienten otra vez jóvenes, donde el buscador de romances sabe que su pareja sentirá la necesidad de ser querida.
     —¿Esta es tu idea para una cita?  ¿Una feria?
     Tifa, brazos en jarra, había visto desde hacía casi diez minutos la hoguera de atracciones crecer frente a la moto, pero esperó a que aparcaran para quejarse.
     —Sí. —Jimmy sonrió satisfecho mientras se quitaba el casco—. ¿Alguna queja?
     —Claro. Mírame. —Se apoyó la mano derecha entre los senos—. ¿Tengo pinta de tener cinco años?
     Jimmy no esperó a que acabase, se volvió y la besó en los labios. Tifa se detuvo; él pudo sentir su corazón acelerarse al otro lado de su caja torácica. Cuando se separó, lo miraba atónita.
     —No vuelvas a hacer eso.
     —Vamos. —Le pasó una mano sobre el hombro—. Seguro que jugar a que tienes cinco años te hace feliz.
     —¿Me estás llamando vieja? —Le amagó un codazo a sus costillas.
     Él se rió; los dos lo hicieron, antes de meterse entre las ruidosas estructuras, mientras Tifa mascaba una de sus galletas.
     Jimmy se sintió liberado: gracias a la tele y a los rumores tenía ciertos conocimientos sobre la mentalidad de las chicas, pero era diferente en primera persona. A chicas duras y orgullosas como Tifa les gustaba llevar la delantera, fingirse exigentes, comprobar la reacción que tenían sus compañeros cuando les plantaba cara. Él lo había sentido: la sonrisa velada al criticarle, la forma en que se relajó cuando la besó. Había sido un todo o nada y, parándose a pensarlo, si la cita seguía se debía a la suerte. Él,  a su modo, le había gustado.
     En realidad, la feria fue un acierto. Las camas elásticas, El Tornado Loco, La Caída Libre. Al grito seguían las risas y las manos entrelazadas, un vaticinio de que estaba siendo un éxito. Lo único que la empañaba, sin graves consecuencias de momento, eran las constantes miradas de Tifa al reloj de su muñeca derecha.
     En casi media hora habían probado casi todo lo que la feria ofrecía, llegando el momento de un refrigerio. Una visita a un puesto, del que Jimmy se proveyó de pipas, palomitas, dulces, refrescos y algodón de azúcar lo solucionó.
     —¿Te apetece?
     —Sí. Gracias. —Cogió las pipas y empezó a comer.
     —Y… ¿algo de esto… puedes?
     Ella le miró sin entender mientras escupía las cáscaras. Luego, por fin, se dio cuenta de lo poco que sabía él de su situación.
     —Ah… gracias. Puede que luego, pero de todos modos… no me apetece dulce hora.
     —Bien.
     Él cargaba con las provisiones en cartón mientras ella se metió lo más pequeño en su bolso. Se pusieron en marcha, viendo qué más podían hacer.
     —Bueno, la verdad… es que esto va bien.
     —Sí —opinó él—. Pero falta lo mejor.
     —¿Cómo?
     Se detuvo, señalando un momento al extremo opuesto de la feria.
      —¿Qué? Un momento, Jimmy…
     Él percibió el temor en su voz; quizás había encontrado el talón de Aquiles donde asestar el flechazo de gracia.
     —¿Pasa algo? —sonrió—. No me digas que le tienes miedo a…
     —¡No, qué va! —Le dio un empujón de broma pero que le hizo zozobrar, amenazando con cubrir el suelo con su última compra.
     —¿Entonces?
     —Pues… no sé —Bajó la vista, empujando una piedrecilla suelo con el pie-. Es que… me gusta tener los pies en el suelo.
     —Y por eso me has seguido aquí, ¿no?
     Ella le miró como si quisiese matarlo; el temblor en sus labios le asustó, haciéndole pensar por un momento que se había enfadado… Pero, en realidad, seguía conteniendo la risa.
     —Venga, no tengas miedo…
     —¿Miedo yo? Me preocupas más tú…
      —¿Yo te preocupo?
     —Venga… —Tifa le dedicó su cara más maternal—. No vayas a marearte y me vomites encima. O que te tropieces y lluevan capullos.
     —Claro. ¡Soy Supermán!
     Tifa se rió. La discusión acabó.
     Jimmy pagó los billetes y la pareja ocupó su sitio en la atracción principal de la feria: la gran noria.
     —Bueno. ¿Listo para llegar al cielo?

     Claro que estaba listo; para tocarlo y para quedarse en él. Dios, si lo hubiese sabido… ¿No habría sido mejor llevarla a una discoteca? Podía haber entrado con él y salir con otro, pero… ¿O irse a un parque oscuro a darse el lote? No era ni agradable ni romántico, pero habrían seguido con los pies en el suelo…
     El día había pasado, el hambre no. La necesidad de ir al servicio le había obligado a jugar al hombre-araña otras tres veces más. ¿Cómo podía ser tan continuo con lo poco que le quedaba por echar?
     En el horizonte, que se había ido despejando con el día (sin llover nada, como no) el azul, salido del gris, había ido dando paso al naranja. El canario se apoyó con cuidado contra los barrotes, mirando el nunca cambiante paisaje exterior. El recuerdo de una libertad perdida que, jamás llegaría a entender, seguía dándole al preso ganas de cantar cada día.
     En ese momento Jimmy volvió a la realidad, recuperando el bolso y la chaqueta y acurrucándose en el asiento. Como cada día, desde que el mundo existía, se hacía de noche. Sólo que, como cada noche desde hacía una semana, iban a volver.
     Debía prepararse para la noche. Una noche de miedo e incertidumbre desde la protección de su alta y aislada jaula.

     —¡Ay!
     —¿No decías que no tenías miedo?
     —¡Cállate!
     Era la tercera vez que daban la vuelta completa. Después de llegar a lo más alto tocaba bajar. La cabina parecía coger velocidad, el viento helado les azotaba como un látigo y el cuerpo entre la cintura y el tórax temblaba presa del cosquilleo que acompaña a las caídas. Pero siempre, en el último segundo, la rueda volvía a girar, la cabina se enderezaba… y vuelta a empezar.
     Una emoción que, por más que se repitiese, seguía conservando el sabor del peligro.
     Y allí iba la cuarta vez.
     —Otra vez. ¿Lista?
     Jimmy, sin poder contenerse, la miró frente a él. Con el bolso entre las piernas, espatarrada y con las manos aferrando los bordes de la cabina como si fuesen a estrellarse de verdad, Tifa parecía asustada en serio, dedicándole furiosas miradas cada vez que llegaba la gran bajada. Parecía, casi, que tenía algún tipo de trauma con las ruedas; habían estado en otras atracciones por el estilo y no se había puesto así.
     —Claro —Sonrió sardónicamente—. Sólo espero que luego se te ocurra algo bueno para compensarme.
     Jimmy sintió ganas de saltar; si no lo hizo fue para no empeorar las cosas. ¿Podía irle mejor?
      La cabina coronó la noria, la pareja volvía a estar suspendida en lo más alto, a más de quince metros de altura….
     En ese momento pararon en seco, se agitaron un par de veces hasta estabilizarse  y comprobaron, asombrados, que les costaba ver.
     —¿Qué…?
     La luz se había ido en la noria y el resto de atracciones. A sus pies, la feria se había convertido en un laberinto de cartón donde un centenar de ratas ciegas corrían buscando escapatoria, chillando al pisarse, chocar entre ellas o, simplemente, por puro miedo. Sobre ellos, los cuarenta y cuatro frutos maduros de aquel árbol humano temblaban en la noche sin viento.
     —Joder, lo que faltaba…
     Jimmy se tomó un momento para pensar su réplica; más que nerviosa Tifa parecía fastidiada.
     —Bueno, se ha ido la luz; no pasa nada. En un rato…
     Se quedó a medias al darse cuenta de que no le prestaba atención. Tifa, manteniendo el equilibrio, se levantó de su asiento, acercándose a la portezuela. Bajo ellos, los gritos de los asistentes se habían multiplicado en número e intensidad.
     —Dios, que pelmazos…
     —Jimmy, parece… que pasa algo…
     —No es nada, ya verás. –Intentaba parecer tranquilo, por encima de la situación; no en balde él era el hombre allí—. Joder, ni que nunca hubiesen visto en su vida un corte de luz…
     —Oh…
     Tifa había conseguido arrimar la cara lo máximo que los barrotes de la portezuela dejaban.
     —Jimmy, tienes que ver esto. —Y añadió, antes de que pudiese decir nada—: Está pasando algo, en serio.
     El suspiró ruidosamente y se levantó. Percibiendo que aquel ventanuco ofrecía demasiado poco espacio para dos, le dio la espalda, pasando la cabeza tras su asiento.
    —Vale, a ver qué puede ser.
     Tuvo que callarse cuando su cabeza quedó enmarcada por el metal. Tenía razón, pasaba algo.
     Los asistentes corrían presas del pánico, hasta el punto de que los que caían eran pisoteados sin piedad. Mientras las multitudes se dispersaban, abandonando el recinto, se podían distinguir los cuerpos tirados en el suelo. La oscuridad impedía ver en detalle cómo habían quedado.
      —No jodas… —Jimmy retrocedió, mirando a uno y otro lado—. ¿Dónde está el fuego?
     Tifa no respondió; seguía mirando boquiabierta hacia abajo.
     —Tifa, es mejor que no lo veas. —Le puso la mano sobre el hombro-. Ven…
     Ella la sujetó con inusitada violencia; al principio parecía que con rechazo. Al sentir que tiraba de él hasta que rozaron sus cabezas, Jimmy entendió que quería que viese algo. No hizo falta que se lo señalara.
     Había más gente en la feria. Otra gente. O al menos, parecía gente.
     Las grandes sombras de las atracciones impedían verlos con claridad, pero a diferencia de los pocos asistentes que quedaban, ya fuese a pie o atrapados como ellos, caminaban despacio; con calma… pero ansiosos. Desde su cabina, la pareja les veía tomar al asalto las atracciones, irrumpir en el Tren de la Bruja y los Autos de choque, echándose sobre la gente. Tirando al suelo a los que corrían. Agacharse sobre los cadáveres pisoteados, como queriendo susurrarles algo al oído.
     Los muertos no dijeron nada. Los vivos empezaron a gritar, y los suyos ya no eran gritos de simple miedo.
     —No… —Jimmy negó con la cabeza, retrocediendo—. No puede ser, —señaló—, eso…
     Se apartó, con la intención de que Tifa no le viera. No quería que le viese asustado.
     En ese momento se volvió hacia él; sus ojos estaban desorbitados por el pánico. Su expresión le decía que callase. Y no tardó en saber por qué.
     Los gritos se oían más fuerte, más cerca de ellos. Subían desde la base de la noria. Al mismo tiempo toda la estructura empezó a agitarse, incluyendo el agarre de su cabina. Los ocupantes de las cabinas inferiores también estaban siendo asesinados.

     Allí estaban como cada noche, con la puntualidad de un reloj; de un despertador para vampiros o del bicho que fuesen. En el momento en que los últimos retazos de sol se escurrían por el horizonte, empezaban a llegar. Puede, pensaba cada vez más a menudo, que no fuese el sol sino la luz lo que no les gustaba. Le dio esa impresión porque, esa primera noche, pudo ver en la ahora gran distancia los postes de señalización en que se habían convertido los edificios apagándose, anunciando que los invasores tomaban posiciones.
     ¿Qué hacían y querían? Sin poder verlos era difícil. Mataban a la gente, seguramente para comer. ¿Cómo? Se los comían a bocados, les chupaban la sangre, se les enganchaban a los pezones intentando sacar leche. El límite era la imaginación.
     Dentro de lo malo, en realidad Jimmy sabía que había tenido suerte: allí arriba no podían cogerle, y puestos a ser fatalistas, casi prefería morirse allí de hambre y frío a que le cogiesen.
     Lo peor, desde luego, era que insistiesen tanto. Cada noche igual, congregándose en torno a la noria, esperando. ¿Qué harían mientras? ¿Mirarle, relamerse los labios, masturbarse? Le gustaría hacerse una imagen así, algo que los convirtiese en un chiste, pero no lo lograba.
     Acudían porque sabían que estaba allí. Porque, de alguna absurda manera, esperaban llegar hasta él. O que les dejase cogerle. Algo que, muy en el fondo, no era tan absurdo.
    Jimmy recordó en aquel momento a una mujer con dos niños pequeños. No sabía qué estaba haciendo, si intentando escapar, asomando a uno para que hiciese sus necesidades o, simplemente, quería suicidarse. Ese mismo viernes, con los dos niños en brazos, consiguió abrir la portezuela y se lanzó a sus brazos. Algo parecido pasó el lunes por la noche, cuando la  mayoría de las voces de las jaulas se habían acallado. Jimmy recordaba a un hombre, dos cabinas por delante; no había llegado a hablar con él, ni a verle, pero sabía que estaba allí. Al tío le daba por hablar solo, a su bola, cada vez más alto y más tiempo. Quizás, se dijo, de haber gritado un poco podría haber establecido contacto, pero en aquellos momentos estaba distraído, centrado en otra cosa. Al final, oyó el gemido de una portezuela y un grito. El tío se había tirado en plancha hacia ellos.
     Jimmy recordó la tercera noche, cuando ya se dio cuenta de aquella pauta. Aquel día forzó al máximo su vejiga y sus esfínteres, reservándose para aquel momento. Aunque fue un esfuerzo, uno de los mejores momentos de la semana fue cómo se sintió al mearles encima.
     ¿Y de qué sirvió? Quizás pensase que les daría asco, que se alejarían, pero el efecto fue el contrario: empezó a oír cómo gemían y berreaban fuera de sí por la rabia y empezaban a cargar contra la noria, agitándola a ver si algo caía. No era una idea absurda; él había oído cómo los bultos sin vida de las cabinas agitadas acababan cayendo al suelo…

     —Jimmy… —Tifa se había apartado de la ventana, tendiéndose en el asiento.
     —Vamos… —Él tomó aire; le costaba pensar, usar las palabras adecuadas—. Vamos a quedarnos quietos. A lo mejor pasan de… —Ella asintió—. Bien. —Redujo su voz a un susurro, sin atreverse a hablar demasiado alto—. Ya nos enteraremos. Vendrá la poli o…
     Se calló al notar su cabina balancearse. A distintas alturas otras personas, con menos entereza, empezaron a gritar.
    Tifa empezó a encogerse, mirando al suelo como si pudiese ver a través del metal. Jimmy, impulsivamente, se lanzó hacia adelante, encajonándose en el hueco que quedaba junto a ella, apoyando su cuerpo junto al suyo, sintiendo su calor.
     —Gracias —le dijo ella.
     Él sonrió, limitándose a asentir. Puede que creyera que lo hacía acudiendo en su auxilio; en realidad, él mismo necesitaba ser rescatado. Estaba aterrado, muerto de miedo. Quizás, pensaría después, podría haber rematado la maniobra cogiéndola por la mano, pero no lo hizo. Sencillamente, no había espacio en aquel asiento para romanticismos.
     Tal vez fuera un cliché, exagerado por las comedias americanas, o un miedo inherente, enraizado en la psique masculina: ¿era el mayor temor de los jóvenes morir siendo vírgenes?  La sencilla maniobra de escurrir un manojo de piel y nervios por el segundo par de labios de una mujer convertida en un rito de virilidad, que otorga a los siempre orgullosos machos el título de alfa entre los suyos. Quizás, por eso, no era de extrañar que Jimmy sintiese, en un momento, que se le caía el alma a los pies: la noche después de conseguir ligar con una chica preciosa, de estar a punto de consumar el rito, había sido el momento elegido para el fin del mundo. Quizás, Dios sí jugaba a los dados.
     Pasó mucho tiempo, un buen rato. La noria dejó de moverse y sus ocupantes se calmaron. Pero en el suelo, el crujido de pasos y el silbido de las respiraciones, como el crepitar de un fuego, les recordaba que no podían bajar. Jimmy se separó de Tifa, volviendo a su asiento, comprobando por su cara que estaba angustiada.
     —Mis padres. —Rebuscó en su bolso hasta encontrar su teléfono-.
     Marcó apresuradamente su número y se puso el aparato en la oreja, gimiendo ansiosa con cada pitido. Finalmente, desistió y colgó. Para Jimmy, parecía una niña a punto de una rabieta.
     Sin otra cosa que hacer, volvió a dejar su asiento (al hacerlo derribó un refresco) y volvió a su lado, pasándole una mano sobre el hombro. Ella apoyó su cabeza en el suyo; él esperaba empezar a sentir sus lágrimas de un momento a otro. Pero no lloró. Se mantuvo quieta, con la vista fija en la noche iluminada, cosa que él agradeció. Si hubiese comprobado cómo había crecido su erección, habría muerto de vergüenza.
     —¿Qué vamos a hacer? —dijo Tifa al cabo de un rato—. Puede… que nadie venga. Y no podemos bajar.
     —Ssssh, no pienses en eso.
     —No puedo hacerlo en otra cosa.
     Jimmy no replicó al momento; no tardaría en saber a qué se refería.
     —¿Qué… qué eran? ¿Los viste?
     —No. No pude. Estamos demasiado alto.
     Perdieron las ganas de hablar, manteniéndose uno al lado del otro.
     —Es mejor que descanses —dijo Jimmy pasado un rato—. A saber cuánto nos tiraremos aquí.
     Notó un estremecimiento en ella.
     —Por Dios, que no sea mucho. Por favor. —Rogaba como la fan de un músico ante la posibilidad de perderse un concierto-. Qué de tiempo…
     —Tenemos los teléfonos. Sabremos qué hora es…
     Jimmy se calló, al comprender por fin. No había forma de que Tifa no supiese que hora era.
       Y en efecto, exactamente a la una y diez minutos un pitido, como la alarma de un despertador, empezó a sonar en el reloj de su muñeca. Era hora de despertar otra cosa.
     —Jodeeer… —masculló Tifa, con una irritación hastiada que hizo dudar a su cita que hubiese llegado a dormir. En eso al menos habían coincidido.
     El móvil volvió a encenderse en su mano, sirviéndole de linterna mientras volvía a rebuscar en su bolso. Jimmy no necesitaba sentir curiosidad; sabía qué era y, en realidad, no quería verlo. Pero aun así lo hizo.
     El pequeño paquete de papel de aluminio. La jeringuilla pequeña. Y el gemido de Tifa al clavarse la aguja. ¿Cómo se llamaba? Se lo había dicho una vez... ¿Humulina regular?
     —Tifa… —En el fondo sabía que no tenía derecho; aquello era muy personal y no le importaba. Pero no era una situación corriente—. ¿Cuánto te…?
     Ella exhaló varias veces, parecía una corredora después de una carrera. Después de pulsar su reloj se volvió hacia él, buscando su voz en la oscuridad.
     —Me pongo una inyección cada seis horas —dijo con la sequedad de una grabadora—. Y eso… era lo único que llevaba.
     Echó el brazo hacia atrás, lanzando la jeringuilla vacía al vacío. Y ahora sí, rompió a llorar, dejándose caer en brazos de Jimmy.

      Jimmy se acurrucó en su asiento, colocándose por encima el abrigo de la que fue (al menos durante doce horas) su novia, colocándose un brazo tras la nuca a modo de almohada. Las primeras noches le costó, pero se había habituado rápido. Soñaría, aunque no con los angelitos. ¿Soñaría alguien abajo con él?
     Cerró los ojos, mecido por la cabina a quince metros del suelo. Los volvió a abrir al notar que temblaba.
     Dejó caer el abrigo y se sentó. ¿Viento? No, no se oían las ráfagas silbando, ni sentía la brisa. Sin embargo, sobre y debajo de él, el metal protestaba. Las cabinas temblaban. Algo movía la noria.
     Apoyó las manos sobre los hombros. Ellos otra vez. Aquello era nuevo; sabía que acudían pero, desde aquel ataque inicial y las esporádicas lluvias de tributos, no habían vuelto a tocar la noria. Y ahora…
     Jimmy se quedó inmóvil, las pupilas dilatadas y el corazón acelerando. Mientras se mecía adelante y atrás, lo notó. La cabina se había desplazado unos pocos pasos hacia adelante, hacia el principio del descenso. Lo supo porque, en la distancia, las efigies de los edificios parecían más altas. Y porque había sentido la sacudida en el eje.
      No podía ser, aunque tampoco era una sorpresa. Nada, por muy monstruo que fuese, podía durar toda la vida sin hincar el diente. Tarde o temprano intentarían llegar hasta él. ¿Y cómo? ¿Sacudiendo la atracción hasta echarle volando por la portezuela? ¿Trepando, apilándose unos sobre otros como en un castell? ¿Trajinando con los mecanismos hasta volver a poner las luces en marcha y que él solito rodase hasta ellos?
     Habían optado por algo más simple y contundente. Estaban arrastrando la gran rueda hacia abajo, atrayéndolo hacia ellos.
      Jimmy, indefenso ante su nuevo ataque, se echó al suelo, encogiéndose como un cachorrillo bajo el banco.
     —No. No, por favor…

     —¿Tifa?
     Parpadeó; el sol había atravesado las nubes frente a él. A su lado, la chica seguía dormida.
      Jimmy no se atrevió a moverse, no fuese a despertarla. Entonces sintió el frío, traspasando su chaqueta deportiva, a la altura del hombro derecho.
     Se dobló para ver ala. Su cabeza reposaba inerte, con la boca entreabierta y un rastro de saliva escurriéndose por su boca. El nacimiento de su pelo, despeinado durante la noche, se le adhería  a la frente. Su ropa estaba húmeda y pegajosa por el sudor.
     —¿Tifa? —La apartó con delicadeza, cogiéndola por los hombros—. Escucha. ¿Estás bien?
     Jimmy estaba asustado, sin saber muy bien por qué. El pitido en la muñeca de ella le aclaró las ideas.
     —¡Mierda, no me… no!
     Se puso en pie, poniéndola de lado con las piernas dobladas sobre el asiento. La cabina entera se sacudió; en aquel momento se dio cuenta de que se había olvidado por completo de lo pasado la otra noche. Pero le dio igual.
     Olvidando su cautela previa y el fuerte carácter de la chica, le abrió la chaqueta, hundiéndole el oído entre los senos. ¿Era aquel el corazón de ella o el suyo, amplificado por el pánico? Gimiendo nervioso, deslizó su índice hasta su cuello, detectando una leve pulsación bajo el borde derecho de su mandíbula. De momento seguía viva, aunque se había saltado por completo el horario impuesto por sus padres. Por algún motivo, se dio cuenta de que también era culpable. No había llamado a su madre. Se había olvidado por completo.
     Jimmy había oído algo del tema. Shock hipoglucémico… Un efecto de la insulina, un bajón de azúcar en sangre. Se lo había explicado aquella noche, mientras se tomaba dos chocolatinas al rato de la inyección.
     Jimmy volvió a su asiento, hacia el suelo, donde se apilaban los refrescos y aperitivos que subió a la noria. Primero se hizo con el vaso de Coca-Cola.
     —¿Me oyes, Tifa? Soy yo. Vamos a hacer…
      Acercó con delicadeza la pajita a su boca, pero la coló entre sus labios con la fuerza de una lanza.
     —Tienes que beber esto. Te sentará bien.
     Inclinó el vaso, parando al ver el líquido negruzco a través del tubo. La distensión de la garganta en aquel momento le alivió unos segundos, antes de que el refresco rebosase por sus comisuras.
     —No, ¡no! ¡Mal, muy mal!
     ¿La increpaba a ella o a sí mismo? No podía contenerse; se puso en pie, llevándose las manos a la cabeza. Luego se agachó, desgarrando un Kit-Kat. Arrancó la punta de chocolate con galleta, el pedazo más pequeño que pudo, y se lo metió en la boca.
     —Mastica esto —le ordenó con la máxima ternura que pudo—. Es bueno. Es dulce…
     Jimmy se sentía presa del pánico; Tifa no movía la boca. Ni la nariz. Estaba inmóvil.
      No sabía dónde lo vio, el proceso se dibujó automáticamente en su cabeza. El chico dio un bocado al dulce, lo masticó hasta sentirlo reducido a una pasta semilíquida y le abrió la boca a Tifa, vertiéndolo en su interior.
     —Trágatelo, Tifa. Te lo tienes que tragar…
     Su voz se fue apagando a medida que iba acariciando en sentido descendente el contorno de su cara. Donde sintió antes el pulso sus dedos no sintieron nada.
     Jimmy buscó su corazón sin latidos, presionando con las dos manos sobre su teta izquierda (¿qué importaba ahora?); siguiendo un mezcla de series de la tele y la memoria de una feria cultural donde les enseñaron primeros auxilios. Remató las treinta pulsaciones abriéndole la boca y sumando su aliento a la mezcla de saliva y chocolate. Repitió la maniobra sin mejoría.
     Al final, desanimado y al borde de las lágrimas, volvió a sentar a su novia como estaba, dejándola como estaría a partir de entonces. Un triste recuerdo de cómo temieron juntos por sus vidas doce horas antes.
     En todo ese tiempo, la alarma no dejó de sonar. Cuando Jimmy se cansó de su pitido, se la quitó de la muñeca y la tiró. No sabía si se rompió, aplastada por el impacto, o el suelo le presionó el botón de apagado, pero el silencio volvió. No volvería a oírlo.

     Maldita sea. No. No…
     La cruda verdad de la desesperación: el mayor miedo de los vivos es a la muerte, simplemente, porque no saben lo que les espera. Incluso una existencia así, víctima del hambre, la suciedad y la soledad, buscaba preservarse. Al fin y al cabo, Jimmy sólo necesitaba abrir la portezuela y asomarse para acabar con todo. Seguiría siendo mejor que lo que le esperaba en el suelo.
      ¿Y cómo evitarlo? Aquel escondite no le serviría de mucho. Y con cada chirrido, la rueda bajaba un poco más. Había pasado de marcar la hora en punto al primer cuarto de hora.
     ¿Y Tifa? Quizás podría salvarle ahora, en su momento de mayor necesidad. No estaba seguro de si a aquellos cabrones les gustaría la carne putrefacta tanto como la fresca, pero por probar…
     Jimmy la miró; sentada como la dejó con los ojos aún cerrados después del ataque del cuervo. Con un color más natural, incluso el blanco cal, parecería dormida. Y feliz con ello, el cadáver de labios desprendidos parecía sonreírle.
     No. Aunque fuese una muerte horrible, no podía rebajarse a aquello. Era su chica en el fin del mundo; la Eva de aquel desgraciado Adán. Empezaron aquello juntos y no concebía seguir sin ella, aunque fuese muerta.
     Jimmy ocultó la cara tras las rodillas, conteniendo una única lágrima y reprimiendo un grito. Los chirridos eran cada vez más fuertes, el minutero se acercaba a la hora fatal. Y veinte. Y veintiuno. Cada vez más abajo, más cerca del suelo…
     Cerró los ojos y, por un momento, los vio: erguidos como caniches, esperando su pedazo de cena bajo la mesa, con manos extendidas, listas para recogerle y...
     Jimmy contuvo la respiración, confiando en perder el sentido antes de que se abriese la portezuela.
     La rueda volvió a girar. La cabina llegó a los veintitrés minutos. Los chirridos pararon. La rueda también.
     Jimmy esperó, no estando seguro de si se habrían rendido o sería una broma cruel, una trampa para que se sintiese seguro antes de sentir el hacha contra su nuca.
     En aquellas noches el tiempo no importaba. Cuando empezó a sentir los miembros cansados, se irguió despacio. Nada. La noria había dejado de girar. 
     Apoyando con cuidado las manos entre los barrotes de la puerta, se asomó fuera de su jaula, ahora separada del cielo, pero todavía lejos del suelo; por lo menos a seis metros.
     A su alrededor, silencio. Las barracas de la feria, más grandes y sombrías, esperaban el regreso del bullicio. El suelo seguía aplastado por un millón de pasos, pero ninguno de sus autores le esperaba con la vista fija en él.
     Jimmy suspiró, notando el sudor evaporarse en su frente y su pulso acelerado por otro tipo de emoción. Quizás se hubiesen cansado, o rendido, u otra presa escondida y atrincherada había llamado su atención. Pero le habían dejado en paz, y no creía que volviesen; al menos esa noche.
     Sin poder contener su júbilo, Jimmy se levantó de un salto, abrazando el cuello de Tifa y besando su húmeda mejilla.
     Lo había conseguido. Viviría, por lo menos, un día más. Tiempo suficiente para que hiciesen planes. Juntos.




[1] Final Fantasy VII