lunes, 29 de febrero de 2016

NINGÚN TESTIGO

     Lucas Gómez era el último pasajero que quedaba cuando la vio. Siendo un jueves a las nueve menos veinte de la tarde, el TRAM lo recogió lleno y se fue vaciando en su trayecto, aunque no se esperaba que acabase tan vacío.
      El chico de diecinueve años leía una novela de Therry Pratcher en la Línea 2 del TRAM, de camino a la parada donde haría trasbordo en la 4. Atravesó Alicante hacia la penúltima estación sin fijarse en quien subía y bajaba, limitándose a mantener sus gafas sobre el arco nasal. Cuando sólo quedaba una parada, se dio cuenta: estaba solo con la chica, de melena castaña con raya en medio hasta el cuello y chaqueta azul, agarrada a un asidero de espaldas a la puerta. Lucas no lo entendía, habiendo sitio más que de sobra. Supuso que había gente dispuesta a hacer ejercicio de cualquier modo. Además, por cómo se asomaba al cristal, debía de estar muy concentrada en algo.
     Una voz femenina anunció la parada. Lucas devolvió el libró a su mochila y se la colgó al hombro mientras se levantaba. Entraban en el iluminado andén. De camino a la puerta la analizó de arriba abajo. A lo mejor era guapa…
     —Oh, mierd….
     Casi se cayó de espaldas, llamando la atención de los dos únicos pasajeros que esperaban fuera.
      La chica, sujetando la barra, no movía ni un musculo. En el suelo, un charco de líquido oscuro rodeaba sus pies, bajando desde un orificio profundo en su espalda. Mientras, un pitido en la chaqueta anunciaba que la muerta acababa de recibir un mensaje.

     El inspector Lorenzo Juanpere llegó a la parada del autobús 24 en la Plaza de Toros a las doce y media del sábado. Los agentes municipales ya habían rodeado el transporte con un cordón de cintas blanca, encomendando a los pasajeros, veinte al menos; más de la mitad mujeres de más de cuarenta con carritos de la compra destino al mercado, a esperarle. Lorenzo las oía despotricar desde fuera, cargando contra el pobre infeliz a cargo de vigilar los testigos.
     Testigos. Le hizo gracia. ¿Cuánta gente habría subido y bajado desde San Vicente hasta allí? Alguien debía haber visto algo porque, si no, sentía lástima de los de la científica. Un autobús público, tapizado por cien huellas sobre las que billetes arrugados crecían como flores no era mejor que un basurero.
     Se acercó con la identificación en alto.
     —Que sepamos, sólo lo ha tocado el que se dio cuenta —le explicó el agente, de unos cuarenta años y afeitado, animándole a subir. La puerta trasera se abrió—. Por lo demás, lo hemos dejado como estaba.
      —¿Seguro? —El inspector le siguió a bordo.
      —Al menos eso dicen los pasajeros —zanjó.
      Lorenzo lo había visto desde fuera, el penúltimo asiento de ventanilla de la derecha. Un hombre con chaqueta verde, escaso pelo moreno y piel arrugada y tostada con la cabeza apoyada sobre el pecho. Tenía toda la pinta de  estar dormido, lo que explicaba la confusión.
      Sobre el fondo oscuro de la chaqueta, al principio costaba ver la mancha en el pecho, sobre el trozo a la vista de su camisa beige. Una puñalada evidente.
     —¿Quién estaba con él? —preguntó el detective, dirigiéndose a la multitud crispada.
     —Yo. —Un chico joven y delgado con camiseta de la selección salió de entre las señoras; seguramente tan ansioso como ellas de acabar con eso y largarse.
     —¿En qué parada te subiste? —preguntó Lorenzo.
      —En la del cruce con la Gran Vía.
      —¿Puede verificarlo?
      La pregunta iba dirigida al conductor; este, al darse por aludido, se dispuso a dejar su asiento.
     —¿Tiene billete? —intentó atajar Lorenzo.
     —Uso bono bus. —El chico sacó su cartera y se lo enseñó. Inútil, sin una máquina para verificarlo.
     El conductor, pobre hombre, se encogió de hombros. Era aquel, desde luego, el último candidato que querría para un reconocimiento. ¿Cuántas caras vería en su trabajo a la semana? ¿Al día? ¿Cuántas personas habían hecho el trasiego esa mañana? ¿Era posible, o simplemente racional, pedirle que reconociese a un desconocido en concreto?
     —Vale. —Lorenzo se cruzó de brazos—. Y, al subir, había sitio y te sentaste.
     —No; yo me senté en la siguiente parada —dijo—. El de al lado se levantó y yo me senté.
     —¿Recuerdas quién era?
     —Creo que una mujer —dijo, rascándose la nuca—. Podría ser mora; me parece que llevaba un pañuelo en el pelo. No estoy seguro. 
     Por supuesto.
     —Y… ¿cómo te diste cuenta de que estaba muero?
     —Pues, estaba oyendo música con el móvil, fui a quitarme el auricular de la oreja y, sin darme cuenta, le roce con el hombro —contó—. Quise pedir perdón y…
     Lorenzo asintió. Lo demás era historia; historia que para su desgracia le tocaba terminar.
     —Muy bien, ¿sigue abordo alguien que se hubiese subido en la primera parada, en San Vicente?
     Un trio de mujeres, dos con el pelo teñido en exceso, se desgajaron del colectivo.
      —¿Alguna vio cuando se subió la víctima? —preguntaría tres veces por separado.
     Tres negaciones sucesivas; estuvieron ocupadas hablando para fijarse en otra cosa.
     —Me parece, —añadiría la tercera—. Que se subió después de la universidad; puede que en la Colonia. Me acuerdo porque me fijé en ese sitio si había asientos libres.
     —¿Y vio a la víctima?
     La mujer negó. Sólo vio un culo que no era el suyo ocupando el sitio.
     Una maravilla de occidente. Un homicidio a pleno día, entre dos docenas de presentes, y ningún testigo. No le extrañaba que los magos se hiciesen ricos.
     Lorenzo dejó a los testigos, dirigiéndose a cadáver con el agente detrás.
     —¿Cree, —susurró mientras Lorenzo se inclinaba—, que puede tener relación con…?
      Lorenzo se detuvo un momento, manteniendo la espalda erguida. Era bueno que lo supiese.
     —Por el momento, sólo se parecen en que las dos víctimas usaban transporte público, y en el mismo trayecto. Ahora bien, si investigando encontrásemos alguna relación…
      Lorenzo cacheó el cuerpo, encontrado su cartera en el bolsillo de sus vaqueros.
     —Bueno, podemos empezar identificándole. —Y añadió, mirando dentro—: Bueno, a falta de futuras averiguaciones… Me parece que no ha sido para robarle.
 
     Arnau Toraño abrió sin miedo la puerta de su casa el primer sábado de octubre. Siendo las once y diez, no le preocupaba despertar a nadie. Inquietar, desde luego; se preguntarían porqué había vuelto tan temprano y, lo que menos quería, que le viesen haciendo pucheros como si tuviese dos años.
     —¿Arnau? —le recibió la voz desconcertada de su madre—. ¿Eres tú? ¿Ha pasado…?
      No esperó a que le vieran; se metió en su habitación, encendió las luces y se echó en la cama. Sus padres sabían que, en esos momentos, querría estar sólo. Ya daría explicaciones cuando se calmase.
      Sin embargo, en una violación tácita de las leyes domésticas, oyó unos golpes en su puerta.
     —¿Arnau? —volvió a preguntar su madre tímidamente—. ¿Puedo pasar?
     El chico de veinte años no contestó, esperando que captase la indirecta. No tardaron en oírse los pasos en el pasillo y los murmullos en el salón. Le dejaban en paz para desahogarse.
     No recordaba cuando se había sentido tan ridículo en su vida; ni siquiera en una excursión en primaria que se le cayó encima una botella de agua, creando la impresión de que se había meado encima.
     Su nombre, Gala Puello; una desconocida en su vida hasta que empezó química hacía dos años. Pasaron el primer curso sin dirigirse la palabra, aunque él no lograba dejar de mirarla. Le gustaba; su figura esbelta sin llegar a delgada, su pelo rizado color miel, la mirada inocente de sus ojos castaños. Una chica mona. Y él, chico tímido de diccionario que aún no había tenido novia, debía limitarse a mirar y a soñar; por más que le diese la impresión de que los vistazos eran mutuos. En segundo, empezaron el curso coincidiendo en un trabajo y lo acabaron siendo amigos.
     Ahora tocaba evolucionar o extinguirse.
     —Me gustas mucho —confesó ella el miércoles, mientras almorzaban sobre el césped de la universidad.
     Arnau enrojeció, asfixiándose casi con un trago de agua.
     —Yo… —Se maldijo; aquel no era momento para dudar—. A mi también me gustas.
     Terminó el día acompañándola a la parada del autobús, cogidos de la mano. Fue el inicio. ¿De qué? Esperaba saberlo el domingo por la mañana, después de acordar una cita formal el sábado. 
     Había quedado con ella en la parada de autobús de Federico Soto para ir de allí a cenar algo, pasear por el puerto; quizás ir a bailar…
     Procuró prepararse. Llevaba una camisa blanca y pantalones negros; elegancia que solía reservar para bodas, bautizos o funerales. Pensó, también, que quedaría bien si le compraba algo; aunque pensaría que era un panoli si la esperaba con un ramo de flores y una caja de bombones. Un frasco pequeño de perfume de una tienda en la acera de enfrente, convenientemente envuelto, bastaría (esperaba). Llegó con mucho tiempo de sobra; estaba allí a las nueve menos cuarto cuando habían quedado para un cuarto de hora después. Por eso no sucumbió a la desesperante tentación de consultar la hora hasta mucho después.
     Gala vivía en Agost. Un tío suyo en San Vicente la acercaría y de allí iría a encontrarse con él. Habría podido ir a recogerla en el Renault de su madre, pero ella prefería ir y volver por su cuenta.
      —Es mi modo de seguir independiente.
      El problema es que no especificó si bajaría en el 24 o en el TRAM; por eso él eligió una posición desde donde controlar la llegada del autocar azul y el ascenso de los que dejaban el metro.
     A su alrededor anochecía. Cuando por fin miró, ya eran las nueve y diez.
     No pasa nada, se dijo. Hay retrasos, paradas imprevistas, paros cardiacos…
     Se quedó esperando frente al paso de peatones, por si la veía llegar. Quince minutos después, un 24 pasó hacia la parada del centro comercial. En la ventanilla trasera reconoció como a Gala a una chica que parecía medio dormida, vestida con una chaqueta distintiva blanca con rallas negras.
     Corrió para recibirla, con el corazón sacudido por una mezcla entre actividad física y nervios; repasando mentalmente por última vez lo que le diría. Llegó mientras las puertas se abrían, dejando a tres pasajeros. La chica no era una de ellos. Con una mueca de decepción, vio al 24 alejarse por Maisonave hacia la Plaza de la Estrella. La chica había vuelto el rostro en dirección contraria.
     No era Gala, después de todo.
     Volvió a su puesto de vigilancia, jurando no volver a dejarse llevar por el entusiasmo. A las diez menos veinte la llamó. Recibió tono pero no respuesta. Al séptimo timbrazo se cansó. Y media hora después, harto de estar en la calle mirando con ojos ansiosos las escaleras y los autobuses, de esperarla, se cambió de acera y abordó el mismo el 24, de vuelta a la Avenida de los Jarales. La segunda vez que usaba el bono de su madre.
     En su habitación tiró sobre la mesa el inútil regalo y esperó media hora antes de salir. Tenía hambre, una necesidad más fuerte que su rechazo a volver a pasar frente a sus padres. Estos, por suerte, se mantuvieron al margen.
      —Hijo. ¿Qué… —preguntó su padre al ver encendida la luz de la cocina—… tal te ha…?
     —Mañana hablamos. Buenas noches —contestó mientras terminaba de prepararse un bocadillo que se tomó allí mismo.
     Le había engañado. Le había dicho lo que quería, deseaba oír, y le había plantado. Seguramente, ahora estaría en algún apartamento contándolo y riendo con algunas amigas o, peor, un novio. Arnau aplastaba el teléfono, deseando tenerla delante para oír su excusa, mandarla al diablo, agarrarla por el cuello y apretar…
     Arnau lloraría esa noche casi una hora más. Lo haría también al día siguiente, pero por razones muy distintas, después de leer el periódico. Al final Gala, su chica, no le había dado esquinazo. La pobre no había podido llegar porque alguien la había matado.
     Según el periódico, la chica de diecinueve años era la sexta víctima confirmada desde septiembre de un asesino en serie que atacaba en el tranvía y la línea 24; el trayecto entre San Vicente y Alicante. Todas sus victimas eran diferentes, sin relación conocida. Todas apuñaladas, por la espalda o en el pecho; siempre con más o menos gente y, sin embargo, ningún testigo. Las dos primeras, una universitaria en el TRAM y un cincuentón que trabajaba en el puerto en el autobús, murieron en el trayecto de ida. La tercera, una profesora de cuarenta y tres años, fue apuñalada por la espalda mientras volvía de comprar ropa en El Corte Inglés. El cuarto, un chico de veinticinco, bajaba el sábado por la noche en el TRAM para reunirse con unos amigos en el barrio. La quinta, una anciana de San Antón, también en el tranvía, iba a ver a su esposo al hospital, ingresado por una rotura de cadera. Las victimas solían descubrirse cuando se quedaban solas al final o alguien las rozaba.
     Y Arnau entendió, arrugando el periódico por los bordes, que no se había equivocado con la chica de la chaqueta. Gala había acudido a la cita, aunque para entonces ya no existía. Plantado, sí; por una muerta. Se había enamorado de una chica que acudía puntual cuando alguien la mató. Y él le deseó la muerte sobre la cama mientras la encontraban así en la estación.
      Salió a dar una vuelta. Necesitaba despejarse. Y pensar. Y, aunque Arnau podría haber podido rehacer su vida sin problemas, tomó otra determinación.

      Nunca había necesitado el transporte público. Desde pequeño, sus padres iban en coche a todas partes y, ahora que él mismo tenía carnet, o tomaba uno de sus coches prestado o se iba en bici a la universidad (además de ser gratis y no tener problemas de aparcamiento, le ahorraba el gimnasio).
      Sin embargo, desde el último un mes, aprovechando el parón de clases en diciembre para preparar los exámenes del primer semestre, se había vuelto un verdadero experto en el trayecto San Vicente-Alicante. Conservando el bono de su madre, subía a la universidad para coger el autobús y volvía en el TRAM, o a la inversa. Lo bueno de la universidad era que concentraba los medios de transporte a sus puertas. Otras veces, simplemente, se quedaba sentado en el 24 o la Línea 2, haciendo la ida y la vuelta sin pisar la acera.
     Y es que a Arnau no le importaba el viaje. No montaba para ir a ninguna parte. Lo que a él le importaban eran los pasajeros.
      En aquellos dos meses, el que ya era conocido como Apuñalador de Alicante había dejado otras tres víctimas: un abogado de cuarenta y siete años, una peluquera de veinticinco y un chico de diecisiete que iba a practicar judo a un gimnasio.
      —Todavía no se ha encontrado ningún vínculo entre las víctimas —repetían los noticiarios después de cada nuevo crimen—. La investigación sigue.
     —Se desconocen por completo las motivaciones de este asesino. Tampoco sigue un patrón de ataque concreto. Todos los ataques parecen aleatorios —expuso el Comisario Jefe de Alicante, antes de concluir—: Recomendamos a los usuarios del transporte público extremar las precauciones.
     La ola de asesinatos no disuadió a los pasajeros, que tampoco se habían vuelto más cautos. Subían y se desperdigaban, buscando asientos o huecos libres. Después se ponían a oír música, leer, teclear mensajes en sus teléfonos, charlar y mirar por la ventana.
     Arnau empezó a pasar días enteros subiendo y bajando, pensando en Gala, a la que no llegó a conocer tanto como quería, y sin estar seguro de lo que buscaba. Por el momento, se aprendía de memoria la mecánica del servicio.
     Tanto el tranvía como el autobús llegaban y salían de sus destinos llenos. La carga podía variar en el trayecto, pero al principio y al final eran constantes. También presentaba, como era lógico, picos de volumen por la mañana, al mediodía y a la salida del trabajo, una amalgama de estudiantes, paseantes, jubilados y gente que iba al trabajo y a comprar componían el escaso pasaje de en medio.
     Arnau, con el paso de los días, comprobó que era capaz de reconocer a viajeros habituales. Había, por ejemplo, un anciano esbelto de cara arrugada, traje marrón y mirada melancólica que siempre bajaba en el autobús a las cuatro y volvía sobre las seis. Un hombre joven con traje elegante se bajaba en la última parada del TRAM a las nueve y las cuatro, sin que estuviese muy seguro de donde subía. Una mujer madura de rostro agradable iba a Alicante a las nueve y no volvía a Sn Vicente hasta pasadas doce horas; en uno u otro.
     Una idea empezó a cuajar en su mente, mientras buscaba un recuerdo reconocible en el desfile de máscaras que cambiaba con cada alto en el camino. Una coincidencia entre los dos transportes, alguien que pudiese reconocer pero, al mismo tiempo, no siguiese un patrón fijo. Alguien descolocado.
     Había, desde luego, gente que subía a lo que podía, como un nigeriano alto y con gafas que se subía en la parada de la Colonia en sentido Alicante sobre las once, se bajaba en Virgen del Remedio y ya no volvía. Un apurado joven con gafas, siempre sudoroso, que se subía sobre las tres y media a uno u otro frente al centro de salud, dependiendo de cuál llegase antes. Y el chico del gorro de lana.
     Arnau se fijó en él por primera vez a la tercera semana de trasiego; un martes en el trayecto de ida en el TRAM. Se bajó en la penúltima parada, el Mercado. No era demasiado llamativo, resultando familiar a base de verse. No tendría más de veintitrés años, era de estatura mediana y moderadamente corpulento, con ragos delicada en contraste, casi de chica; confusión favorecida por su pelo castaño largo y lacio, que le llegaba hasta el cuello; sobresaliendo de debajo de un gorro de lana negro, tipo tuque. Estaba frente a la puerta de su vagón, mirando a través del cristal.
     ¿Cuándo lo vio por primera vez? Había sido en algún momento de la semana pasada… El sábado. Sí, a eso de las siete, en el autobús. Se acordaba, precisamente, porque le confundió con una chica, que iba a comprar algo al FNAC o a irse de juerga…No, fue sido antes. El jueves, en la vuelta del tranvía, en torno al mediodía… o el lunes por la mañana, en el 24. Se acordaba por el gorro; aunque se acercaba el invierno todavía no hacía tanto frio.
     ¿Cuándo y dónde se subía? Cuando lo vio en el tranvía, lo había cogido en la parada de Luceros. No se subió allí, y en La Goteta ya iba. Debía camuflarse con los otros pasajeros. ¿Viviría entonces en Alicante? No. El lunes subió al autobús cerca de su casa, y esa vez estaba seguro de que iba procedía de San Vicente.
     Arnau tragó saliva, sintiendo su corazón acelerar. Por primera vez, había identificado a un pasajero que no sabía ubicar.
      Dio un respingo involuntario, sin saber por qué hasta salir de sus pensamientos, de vuelta a la realidad. El chico le estaba mirando a los ojos, sonriendo con los labios alargados, hasta dejar a la vista todos sus dientes.
     Arnau dejó de mirarlo; no quería buscarle las cosquillas a nadie. Pero, a la vez…
     El chico del gorro empezó a andar, alejándose de la puerta hacia el fondo del vagón, donde estaba Arnau. Él dejó de mirarle definitivamente, intentando disimular, pero su cuerpo le traicionaba: respiraba tan deprisa que su nariz se cerraba, sus manos se cerraban con espasmos…
     No, el chico del gorro no iba hacia él, sino a un espacio entre asientos. Allí había un hombre altísimo, tan alto como un jugador de baloncesto, que charlaba por teléfono, dándole la espalda.
     El tranvía se paró. Una barahúnda de pasajeros de todas las edades y colores entró, rellenando el vagón y tapando al chico. Entre el pitido de bonos en los detectores y gente echando monedas en la máquina de billetes, Arnau se levantó. Veía la cabeza del hombre; había dejado de hablar y ahora miraba por la ventana, con la cabeza baja. Pero no veía al chico; el gorro de lana era otra coronilla en el mar de cabezas.
     El TRAM se puso en marcha hacia Luceros. Arnau miró también al exterior.
     Estaba allí, de pie en mitad del andén, mirándole. Sus ojos le siguieron mientras el tranvía se iba, sonriendo cada vez más satisfecho. Y justo antes de quedar atrás, de despidió de Arnau con la mano.
      Este volvió a mirar adelante; había empezado a sudar y sus manos se habían agarrotado. El hombre alto seguía parado de espaldas a la puerta.
      El tren llegó a la última parada. Arnau se había levantado dos minutos antes en dirección a la puerta más lejos de su asiento. Quería salir rápido, antes de que los pasajeros se amontonasen. Salió el primero
     Antes de subir las escaleras mecánicas, miró una última vez al TRAM. Los pasajeros hacia San Vicente ya subían. Sólo uno de los que había llegado seguía dentro, sin mover ni un músculo.

     Arnau oía los latidos de su corazón sincronizados con la señal del teléfono fijo. Una ventaja del periodo de exámenes era estar en casa mientras sus padres trabajaban; haciendo lo que debía sin contestar preguntas.
     —Cuerpo nacional de policía, dígame —contestó una voz grave, sin atisbos de cordialidad.
     —Ya sé quién es el asesino —contestó apurado, sin especificar.
     —¿Ah, sí? —Escepticismo. Arnau apretó los dientes; disgustado por la reacción, aunque la entendía—. ¿Y podrías decirnos quién es?
     —Es…
     Su corazón, acelerado por la frustración, fue aún más deprisa, hasta provocarle dolor en el pecho.
     No lo sabía. No sabía quién era.
     —Es… un chico, joven. No muy alto, pelo castaño…
     Su oyente gimió, como disimulando que se reía.
     —¿Sabe su nombre? ¿Dónde vive? ¿A qué se dedica?
     Apretó la mano en torno al auricular, cada vez más resbaladizo de sudor.
     —No. Sólo le he visto la cara.
     —Muy bien, señor. ¿Y cómo sabe que era él?
     —Le he visto esta tarde en el tranvía, cuando ha asesinado…
     —Le ha visto. ¿A él y a cuanta gente más?
      Arnau iba a contestar cuando su lengua se bloqueó. Su cerebro estaba en blanco. Ninguna palabra le trepaba a la boca.
     —¿Hola? —–Unos golpecitos—. ¿Sigue…?
     Arnau colgó, dando la charla por perdida.
      Había sido hábil saliendo de la estación antes del descubrimiento del cadáver; tener que contestar a las preguntas de la policía habría sido muy engorroso. La llamada, sin embargo, no había sido mejor.
     ¿Qué tenía que decir él a la policía? Seguramente varios chalados o paranoicos habían llamado ya para decir lo mismo; sin nombre ni dirección sólo ofrecía una cara que podía ser la de cien mil chicos.
      Arnau acabó el jueves furioso, empezando el vienes todavía más cabreado. La nueva víctima del Apuñalador era noticia y, como en el resto, parecía que la única persona en el mundo con ojos era él.
     No había habido ningún testigo.
     Muy bien, decidió Arnau.
     Había perdido mucho tiempo, y en condiciones normales la idea de ir a los exámenes de química sin haber estudiado le daría todavía más miedo que haber mirado a los ojos de un homicida.  
     Tenía que volver a verlo, sacarle una foto y llevársela a la policía, aunque seguramente no le creyesen, conseguirlo dependiese del azar y fuese muy peligroso. Le había visto despedirse. Y como, luego, se llevaba la mano derecha de derecha a izquierda sobre el cuello con la punta del índice.
      Él también le buscaba. Y en esa cacería, Arnau iba a estar solo e indefenso.
      O él o yo.

     El sábado era perfecto para salir. Sus padres pensaban que se había pasado el resto de la semana estudiando y ahora tocaba desconectar. Luego, cuando viesen sus notas les cambiaría la cara, aunque Arnau no creía que eso llegase a quitarle el sueño.
      Empezó subiendo en bicicleta hasta San Vicente sobre las nueve, hasta el centro de salud de donde salía el tranvía. Llevaba el móvil en el bolsillo derecho de la chaqueta, a mano en todo momento para obtener lo que buscaba y poder bajarse enseguida. No iba a quedarse con alguien capaz de obrar el milagro de matar a alguien delante de veinte personas sin que viesen nada.
     Para ir a Alicante se quedó junto a la puerta del último vagón, desde donde podía ver a todo el que subía. Fue una media hora muy larga, sintiendo su boca secarse y su pulso brincar con cada parada. Poco a poco, las veinte mujeres con carrito dieron paso a madres con hijos y hombres delgados con aspecto de parados. Un total de unos cuarenta se mantuvo hasta la estación. Muchos le miraban cuando se ponía de puntillas y pegaba la cara al cristal, pero le daba igual. Que pensasen lo que quisiesen.
     De la parada de Luceros a la estación de autobuses. Estaba dispuesto a saber dónde subía ese tío.
     La vuelta en autobús le erizó los poros más que la ida. Desde su asiento en el fondo comprobó que, siendo temprano, no subían más de tres personas en cada parada, manteniéndose siempre casi vacío. Si aquel tío era letal en medio de la multitud, no quería encontrárselo a solas.
     Arnau hacía ademán de levantarse en cada parada, solicitada o no. Hubo dos que se saltó, incluyendo la de su casa, hasta llegar a San Vicente, a otro centro de salud más antiguo, donde el 24 acababa su ruta. Demasiado lejos para volver en metro.
      Se bajó, volvió a subir, a pasar el Bonobús y a sentarse en el mismo sitio.
     —Creo que me he equivocado de parada —se excusó al conductor cuando se quedó mirándole.
     Pasaron cinco minutos antes de que volviese a ponerse en marcha.
     Era un vaso más lleno a cada minuto, nadie bajaba y cada vez subían más. Una chica joven con una bolsa de deporte, una mora con pañuelo en el pelo y dos niños, tres ancianas con carritos, dos hombres y tres mujeres, cada uno con su propio destino. Arnau tuvo la suerte de ir sentado desde el principio; a la altura del centro comercial, donde se cruzaba con el tranvía, ya no cabía nadie. Los asientos estaban ocupados, los pasajeros pululaban a la espera de su oportunidad de ocuparlos y una gruesa mujer de pelo caoba teñido lo apretaba contra el rincón.
      Arnau comprendió su error en ese momento.
      Se había relajado, vagando por la horda hasta perderse. Si había subido ya, no lo había visto. Si estaba allí, no lo sabía. Se tenía huir, no podría correr.
     Se inclinó apretando el teléfono en la mano; algunos pensarían que acomodándose. En realidad quería ver mejor. No era un interés mutuo; nadie le miraba, demasiado distraídos con sus teléfonos, charlas, libros o el vacío. Por cada pasajero que bajaba, subían dos. A la altura de los Jarales el conductor pasó de largo a tres personas que levantaban los brazos indignados. No había plazas para más.
     Por suerte, a partir de ese momento subían menos y bajaban muchos. Alguno lo hicieron en la parroquia de los Ángeles para rezar, otros en el cruce de Gran Vía y el Mercado para comprar y los demás aquí y allá para seguir sus vidas.
     Arnau, sudado y con la ropa arrugada, fue el último en moverse hacia la salida.
     —Lo siento —se disculpó, mientras se ganaba una mirada disgustada del conductor—. Me he dormido.
      Era mentira, aunque estaba cansado de verdad. Continuó a bordo sólo hasta Federico Soto, para volver en tranvía. Pocos se subieron en esa vuelta, y ya pasaban de las once y cinco. Poco más podía hacerse esa mañana.
      Una mañana perdida, se lamentó para sí.
     Cuando llegó al final de las escaleras, la línea 2 estaba a punto de salir. Tuvo que correr para apretar el botón de la puerta y descontar otro viaje a su maltratado bono.
     Mucha gente volvía de comprar. Los asientos estaban ocupados, con bolsas a los pies o contra los cristales. Unos pocos estaban de pie, junto a la máquina de pagar.
     Arnau, cansado, guardó su teléfono y se retiró al fondo. A su izquierda, una mujer miraba por la ventana mientras su hijo zarandeando un robot de juguete, imitaba el sonido de explosiones con la boca. A su derecha, una canción de heavy metal fue sustituida por una llamada en la mano de un chico.
     —El Mercado.
      El pasillo estaba más lleno. Una chica que hablaba animadamente por teléfono se le puso delante. La gente frente a las maquinas partía el vagón en dos, impidiéndole ver el fondo.
     —Marq-Castillo.
      Un chico sacó emocionado el contenido de una bolsa de plástico. Otros más al fondo reían. Una mujer de pie jugaba con su móvil.
     —La Goteta –Plaza Mar 2. —Las paradas eran anunciadas por una grabación femenina indiferente.
     Los que estaban de pie se movían para hacer sitio. El espacio se convertía en un lujo. Arnau oyó un pitido a su izquierda. Una chica rubia con gafas de sol contestaba a un mensaje de móvil. Se pasó la mano por la frente para quitar el sudor.
     Un pitido en su propio bolsillo le animó a sacar otra vez el móvil. ¿Un mensaje de su madre? Arnau gruñó, al comprobar que era sólo un anuncio que le surgiría cambiarse de compañía.
     Cuando volvió a mirar al vagón allí estaba, en el centro del pasillo. Se movía atravesando un corredor imaginar que los pasajeros parecían abrirle. Sus ojos brillaban con gozo mientras mantenía la sonrisa con un tic en las comisuras. Arnau se dio cuenta también, por primera vez, de que llevaba guantes, y en ese momento se metía la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta.
      Arnau retrocedió lo que pudo, acabando encajonado entre un joven latino y la chica. Bajó la vista a la pantalla de su móvil y empezó a teclear…
       Se paró; era inútil. La policía, su madre; podría decirles sus ultimas palabras. No llegarían a tiempo. Él ni creía que pudiese terminar de marcarlo: su aterrado pulgar pulsaba tres botones a la vez con cada movimiento.
       No podría apartar a la gente para llegar al freno de emergencia. Su garganta estaba demasiado seca para gritar; a lo mucho podría silbar, y no creía que nadie lo oyese.
     Intentó tocarle el hombro al chico latino. En ese momento, Arnau comprendió el secreto de aquel asesino.
     El joven miraba furioso la pantalla de su móvil; aunque todavía funcionaba estaba rota. La chica se había dado la vuelta, riendo mientras intentaba leer algo en privado.
     Mirase donde mirase veía manos sujetando teléfonos, aunque sólo dos, de pie y más allá, hablaban; aislados y aislando a los demás. Nadie imaginaba que podía cometerse un asesinato, que un anciano encorvado con un bastón podía ser arrollado o que podían explotar
      Nadie sabría, de hecho, que se iba a cometer un asesinato.
      Arnau se dejó caer al suelo, empequeñeciendo entre zapatos de tacón y deportivas. Desde abajo le vio llegar, elevado sobre él con su sonrisa.
     —Bulevar del Pla —anunció la voz del TRAM.

      Las puertas se abrieron y el trasiego siguió; unos bajaban, otros subían y la mayoría permanecía dentro, hacia otra parada o el final del trayecto.

lunes, 22 de febrero de 2016

VIAJE A LAS PROFUNDIDADES DEL NEGRO ABISMO

     Hacía frío de verdad esa noche. Ignacio se subió la cremallera del abrigo cuando notó que sus botas se hundían en la arena, para luego frotarse las manos. Los arbustos y el suelo habían quedado atrás. Frente a él, el mar se mecía, tranquilo e indiferente. Eso era bueno. Era una noche perfecta.
     Continuó su camino, viendo crecer la figura del embarcadero contra el negro infinito. Más allá, las luces de la ciudad incendiaban el cielo, haciéndole sin quererlo en paseo más fácil. Como en todo. La ciudad nunca le ayudaba queriendo.
      Era el templo del progreso, el santuario donde lo moderno,  lo nuevo y donde lo fabuloso, grande y ruidoso se concentraba; atrayendo a la gente como las bombillas con los bichos.
     Ignacio era sencillo, modesto, lo que se podía llamar anticuado. Un esclavo de día y una sombra de la memoria de noche. Y él lo entendía. A todo el mundo le gustaban las cosas fáciles y él no era una excepción. ¿Por qué cansarte si puedes trabajar sentado? ¿Por qué usar las manos largas horas manejando piezas pequeñas, delicadas y puntiagudas cuando puedes acariciar un teclado? Él ganaba suficiente vendiendo electrodomésticos para que aquello fuese un simple hobby. Así lo llamaban, eso días.
      —No —se dijo en voz alta—. No es eso.
      Era una tradición, su deber con el pasado. Una forma de homenaje, más aparatoso, pero también más agradable que ir a dejar flores cada semana en un cementerio.
     Lo vio a veinte metros; le habría animado, si no estuviese helado hasta los pulmones, que se llenaban con el olor a salmuera del viento. Ignacio carraspeó y escupió sobre la arena antes de dejarla por el cemento.
      Se giró hacia el mar, sonriendo. Allí estaba su legado, en el triste vertedero de los desposeídos.
     El espigón, en mitad de la playa, era sólo un pedazo grande de hormigón que se prolongaba hacia el agua, cubierto de amarraderos de hierro oxidados a los que se sujetaban las barcas con lacerantes cabos. Por eso prefería ir andando; podía dejar el coche en las afueras y el  autobús le dejaría a cien metros de la playa en quince minutos. Pero tendría que pasar por el puerto deportivo, una serie de elegantes y sofisticadas pasarelas de madera que daban a las lujosas embarcaciones pequeñas; al menos el doble de grandes que la suya y unas cien veces más caras. Juguetes caros exhibidos para el público mientras sus dueños, cansados de navegarlos, se relajaban conduciendo coches a toda pastilla  o empinando el codo en los bares.
     Ignacio odiaba ver esos barcos; la prueba del cambio de los tiempos. Antes el mar era de todos, especialmente de los que vivían de él. Ahora navegarlo parecía cada vez más un lujo. Él mismo la amarraba allí, antes de que se volviese demasiado caro. Y de que le dijeran:
     —Verá señor, su barca —le dijo un responsable, evitando mirarle, —resulta… poco estética.
     Le tocó irse a la vieja roca de pescadores abandonada. Una pena. El viejo bote fue la más valiosa posesión de su abuelo, comprado con esfuerzo y gobernado para comer. Y ahora valía menos que la leña de una hoguera. Seguía amarrándolo con una cuerda porque sabía que nadie iba a cortarlo.
     Ignacio se acarició la crecida barba negra, intentando sensibilizar sus dedos, y atrajo el cabo. La barca blanca y desconchada con el borde ribeteado de azul conservaba dentro los dos remos blancos, la bolsa con la caña y la nevera portátil con los cebos. Sonrió. En semejante escondite, lo único que valía algo estaba a salvo.
     Deshizo el nudo y saltó a su interior. El agua sólo cubría allí medio metro, pero lo que le asustaba era que estaría helada como un muerto. Tras estabilizarse cogió un remo y lo usó para guiarse a través de la corriente hasta la boya que marcaba los cincuenta metros desde la costa. Sólo tenía que echar los cebos y esperar. Lubina, dorada, a veces un lenguado y, si tenía suerte, algunos calamares. Una excusa para hablar, cerveza en mano, con sus amigos.
     Ignacio profundizaba en las aguas con los ojos en el cielo, lo bastante oscuro para poder ver las estrellas. En la era de la publicidad, las constelaciones le parecían anuncios de neón de otra galaxia, un reclamo para la gente de la tierra. Y él, sin poder resistirse, las  seguía, soñando.
     Como tantos otros niños, de pequeño quiso ser astronauta, o piloto; o cualquier cosa que le diese alas para estar donde nadie había estado y ver lo que nadie había visto. Y, puestos a decir la verdad, si no le hubiesen acostumbrado desde pequeño, preferiría estar mil veces en el espacio que en el mar. Una caída desde diez mil metros acaba rápido, casi sin dolor; y te deja dejar  el mundo de manera emocionante. Hundirse en las negras aguas de debajo él; en cambio, le causaba pavor. Una masa negra que te traga hasta lo más hondo, sin poder ver ni respirar, llenándote de agua hasta ahogarte. Gritando para intentar respirar y moviendo los brazos para intentar huir de las tinieblas de las profundidades quedándote ciego antes de morir...
     Por desgracia, sus sueños eran caros y exigían mucha preparación. Y como suele pasar, la realidad no da para tanto. El tiempo pasó, había crecido y seguía viviendo pegado al suelo. Y aunque seguía soñando con el cielo y visitando el mar, el miedo nunca se iba definitivamente.
     Ignacio siguió remando, mirando la inmensidad azul moteada con estrellas como esperando una señal.
     Y la señal llegó.
     Hubo un único estallido, que pudo oír, y un estallido blanco como de castillo de fuegos artificiales se encendió hasta cegarle.
     —¡Agh!
     Cuando sus ojos se recuperaron y pudo apartar el brazo, encontró un resplandor amarillento que se extendía por todo el cielo; no un reflejo lumínico de la ciudad sino una mancha que se extendía sobre las estrellas hasta taparlas con su brillo. Ignacio lo asoció deprisa a varias cosas; al Carro Mayor desbocado y en llamas,  incendiando a su paso el resto del cielo.
     Pero fue una luz breve. En segundos se condensó sobre el pescador, formando una esfera casi perfecta que bajó a velocidad fugaz. Una estrella caída, y entendió que era eso.
     Un meteorito.
     Lo siguió en su caída, perdiendo velocidad y brillo mientras se dirigía… a la playa donde había estado. Aterrizó, pero no con una explosión de arena, sino posándose de forma suave, casi grácil.
     —La leche.
     Ignacio se olvidó de por qué estaba allí y remó con todas sus fuerzas en sentido contrario, ahora mirando a la orilla. No parecía que la vegetación donde nacían las dunas estuviese quemada o ardiendo, ni había ninguna luz.  Pero había algo. Lo veía.
     Siguió, ignorando el dolor del cansancio en sus brazos cansados y pulmones; hasta que un banco de arena lo paró. Ignacio lo ignoró y saltó al agua, apretando los dientes y ahogando un chillido al mojarse, por suerte, sólo hasta la rodillas. Corrió hasta salir como el fantasma de un ahogado,  dejando un rastro de huellas profundas en la arena. Al coronar la primera duna lo vio, sin terminar de creérselo.
     En el centro del mini desierto salpicado de hierba puntiaguda y botellas de plástico chafadas había un cohete.
     Era cilíndrico acabado en punta, como un supositorio gigante, levantado sobre un trípode triangular a medio metro del suelo; metálico y completamente gris menos donde se abrían cuatro gigantescas ventanas circulares como ojos negros. Lo único que le extrañó, por no decir decepcionó, era su tamaño. Mediría como mucho tres metros y era tan ancho como una furgoneta.
Como un modelo portátil; quizás tipo de cápsula de escape, un bote salvavidas del espacio exterior.
     Ignacio se palpó los bolsillos de los pantalones, antes de hacer lo mismo con los de la camisa. Al sentirlos llenos sólo con las llaves del coche, la casa y la cartera, bufó.
     —Mierda.
      Iba allí a estar tranquilo. Para eso no le hacía falta el móvil.
     Un chasquido repentino le hizo olvidarse de su disgusto. Una porción alargada de la porción inferior se desplegó sobre el suelo, extendiéndose frente a una apertura rectangular y oscura.
     Una pasarela para llegar a una puerta abierta.
     La policía, emergencias, Miguel Ángel el del bar… Va, sin móvil da igual.
     El proceso, en tres segundos, dejó a Ignacio paralizado por la curiosidad. Y el miedo. Si iba tripulado y se disponían  a tomar tierra, se lo encontrarían de frente. Él estaba solo y expuesto. Si saltaba al otro lado de la duna le verían igual; sin tener que andar mucho. Iba a ser el primer hombre en tener contacto con ellos. Y, si se parecían a los de la s películas, podía ser lo último que pasaría en su vida.
     Esperó con el corazón en un puño a que pasara algo mientras el frío le laceraba las piernas. Los minutos pasaban, su corazón recobraba la calma. Y nada.  Sólo la puerta seguía abierta, hecho con una única explicación posible. Al entenderlo, la alegría le distorsionó la cara.
     Le estaba invitando. El cohete quería que él se subiese, que viajasen juntos a algún sitio más allá de las estrellas. Su fantasía infantil hecha realidad; un lujo al alcance de pocos, ya fuesen profesionales o millonarios. Más exclusivo, precisamente, que los amarraderos en el puerto.
     Ignacio corrió. La arena era más profunda y consistente; se hundía hasta las pantorrillas y las sacaba recubiertas de partículas, pero no paró hasta llegar a la escalerilla de subida.
      Cuando le quedaban treinta centímetros lo notó. Hacía calor, mucho calor, en torno al cohete; posiblemente un efecto de su entrada en la atmósfera. El vaho de su boca se esfumaba y su cuerpo recobraba la sensibilidad.
     Dudó. La superficie debía estar ardiendo. Pero él iba a estar dentro, y ni siquiera había plantas chamuscadas cerca.
     ¿Venga, a qué esperas?
      Con cuidado, extendió su bota izquierda hasta el primer peldaño. Ni notó ni pasó nada. El soporte era sólido. Aquello dejó atrás el resto de consideraciones. Ignacio subió sus seis peldaños en tres pasos, llegando al rellano. El cuarto paso cruzó el umbral, sumiéndose en tinieblas. Y se hizo la luz.
     Era sorprendente, increíble. E imposible. El interior era blanco por completo, de un tono tan nuclear que no pensaba que existiese en el mundo. Y, a la vez, era muy simple; nada que ver con los sofisticados puestos de mandos de las películas.
     No había pantallas, puertas, ni paneles de mandos. Parecía que sólo había la sala en la que estaba. En el centro había un asiento de respaldo rectangular tan alto como él que, mientras se acercaba respirando más despacio, comprobó que parecía que salía del suelo. Era de un material parecido a un plástico duro, en contraste con la constitución metálica de fuera.
     Ignacio se puso frente al trono, comprobando que sólo tenía dos reposabrazos y un cinturón de seguridad; una simple cinta negra con un enganche metálico no muy diferente al de un coche. Y, en torno a aquel cerebro de la nave, los ojos. Las cuatro grandes, gigantescas ventanas que Ignacio vio desde fuera, colocadas formando un cinturón. Una estaba en el suelo justo a sus pies, seguramente para poder ver lo que pasaba fuera desde cualquier ángulo.
     En ese momento comprobó lo más raro: estaba de pie. El cohete había aterrizado erguido, en vertical, pero por dentro estaba tendido, como si la nave estuviese volcada.
     Ignacio, incapaz de entenderlo, se acogió a la opción más sencilla:
     Bueno, ¿y a mí qué?
     Si era imposible, estaría soñando, y si era un sueño, lo disfrutaría y luego se despertaría. Bordeó el colosal ojo de buey y, con manos temblorosas de impaciencia, cogió las dos partes del cinturón. Puede que no despegase; él no sabía hacerlo al menos, pero podía imaginar lo que era estar en un cohete auténtico.
     Se sentó y lo abrochó alrededor de su cintura. Las piezas hicieron clic, y todo empezó. 
     Una aguda sirena aulló allí dentro, tan fuerte que su pasajero casi tuvo que taparse los oídos; lo que no le habría ahorrado el gemido de la compuerta volviendo a subir, sellándole.
     El cohete inició el despegue sólo, temblando mientras su popa escupía un chorro de fuego que lo propulsó al cielo nocturno.
     Ignacio, pillado por sorpresa por el proceso, sólo pudo cerrar sus manos con todas sus fuerzas, intentando reducir los estertores espasmódicos. Y, cuando dejó el suelo, notó su propio cuerpo inclinarse inclinaba, ahora sí en vertical. Notaba la poderosa gravedad intentando retenerle, tirando de cada una de sus células. El cohete reaccionó con más potencia; Ignacio lo supo porque oyó el rugido de sus motores invisibles; primero despacio, luego temblando como un flan, sin parar.
     Ignacio gritó. Una vez fue a un parque de atracciones, probando su enorme montaña rusa y la caída libre. La sensación era parecida, pero al revés. Respiró hasta límite; sus aletas se aplastaron y su pecho hundió sus pulmones mientras sentía su cara derretirse, como si se la fuesen a arrancar...
     Venga, por Dios, acaba de una…
     No tuvo tiempo de rezar; todo fue muy rápido; dos minutos, tres como mucho.
      La nave acabó parando y su piloto atormentado notaba cómo recuperaba la estabilidad de su cuerpo, atravesado el campo gravitacional terrestre. La sala fue recuperando la horizontal y la cápsula pareció parar por completo.
     Ignacio, sin saber muy bien qué hacer, se desabrochó el cinturón y se levantó. La luz blanca que lo había iluminado todo desde su entrada se apagó.
     Aquel cambio en la iluminación, aparentemente aleatorio, le desconcertó y sobresaltó unos segundos, hasta percatarse de que no estaba del todo a oscuras. Un resplandor, ni blanco ni amarillo, se filtraba desde fuera, a través de las ventanas. Una luz que reconoció, habiéndola visto toda su vida. La luz de las estrellas.
     Lo había hecho. Estaba en el espacio.
     El pescador dio un salto de alegría de camino a las luminosas aperturas, deseando ver el exterior. Y, tras ese único y poderoso salto, se detuvo en seco. Su respiración, desbocada, adquirió aún más ritmo; su corazón galopaba en el pecho con una emoción muy distinta de su euforia inicial y su sonrisa empezó a invertirse hasta borrar todo rastro de triunfo. Libre ya de los nervios y temor iniciales, había comprendido la realidad de su situación.
     Si había un modo de tripular la nave, ni estaba a la vista ni él sabía cómo. El cohete se encendió solo y le llevó hasta allí, por lo que no tenía ni idea de dónde estaba ni de cuánto tiempo duraría el viaje. Ni si podría volver.
      No había comida allí; demonios, ni siquiera váter. Y, ahora que lo pensaba, no parecía que el oxígeno allí dentro fuese eterno.
     Se llevó las manos a las sienes, cerrando los ojos.
     No jodas.
     Electrocutado por escalofríos intermitentes, Ignacio entendió que estaba perdido; irónicamente, de un modo no muy diferente a estar solo con su barca a la deriva y sin remos. Donde estaba nadie le encontraría, le echaría de menos ni iría a buscarle. El tiempo pasaría, cada vez más cansado y nervioso, más débil y rezando para no volverse loco antes de morir en sus momentos finales. Sólo podía intentar disfrutar la vivencia mientras pudiese. Luego…
     ¿Luego? Ya veré. Ya pensaré algo cuando… me toque salir de aquí…
     Animado por sus propias palabras, siguió hasta el ojo de buey a su izquierda, ansioso.
     El brillo le iluminó lo bastante para ver su reflejo en el cristal, una cara bobalicona y sonriente como la de un niño viendo una cabalgata de reyes. Y lo que vio más allá no ayudó a animarle.
     Se imaginaba un brillante e infinito mosaico de luces extendiéndose hasta donde llegase la vista, adornado por algún planeta y, con suerte, por un brillante cometa iluminando la noche eterna a su paso. Y, sin embargo, lo que vio fue una serie de orbes parecidos a globos aerostáticos pero completamente esféricos; gigantescos pese a estar a miles de kilómetros, de los que salía la luz como de farolillos de feria. Y, lo más decepcionante de todo, no eran millones sino doce como mucho, separados entre sí por una distancia equidistante que Ignacio no sabía calcular.
     Como un político cumpliendo promesas después de unas elecciones.
     Lo más llamativo fue ver que no estaba solo. Entre ellos distinguió pequeños vehículos como el suyo circulando en filas adelante y atrás a la vera de  las estrellas, que los iluminaban. Porque, como el suyo, todos tenían la luz apagada.
      Era imposible. Acababa de constatar no sólo la existencia de vida fuera de la Tierra, sino que ésta se movía por la galaxia como un atasco en hora punta. Quiénes serían los trágicos y agobiados conductores, ni idea. Su aspecto, inimaginable. Y qué había enviado esos vehículos a buscarlos al azar le pareció como ganar un premio de lotería muy gordo, aunque sin las mismas ganas. Y lo más curioso, ¿por qué todos iban a oscuras?
     Ignacio suspiró mientras estudiaba la experiencia, haciendo eco en el interior vacío del cohete. Luego, el silencio de la nada infinita.
     Un golpeteo mecánico, débil pero claro, se inició; Ignacio, pillado por sorpresa, se dio la vuelta. Seguía estando sólo en la nave, pero el sonido seguía.
     Parecía una uña rozando una chapa, un dedo tanteando si una cavidad tenía algo. Con los ojos cerrados retrocedió, intentando ubicarlo. Estaba sobre su cabeza. En el techo, fuera de la nave, en el vacío estelar.
     Ignacio miraba allí, retrocediendo hacia la ventana. Nada.
     El ruido seguía, ganando volumen; desplazándose a la derecha. Ignacio se movió también, hasta el otro cristal, mientras el ritmo bajaba hacia el costado de la nave.
     El hombre se quedó pegado al cristal, esperando ver al autor.
     Venga. ¿Qué pasa, eres tímido?
      Se sentía tan emocionado como al subir, expectante, temiendo tener que esperar varios minutos. La idea de una espera larga le hizo bajar la guardia; cuando se asomó desde su lado le asustó.
     —¡Ay, Dios! —gritó mientras retrocedía, tropezando con el borde de la ventana en el suelo y casi cayendo. Ignacio no miraba por donde pisaba; sólo tenía ojos para la ventana.
     Tardó casi cinco segundos en empezar comprenderlo. No podía ser lo que hacía el martilleo. Sí hacía un sonido al moverse,  una especie de silbido, pero no tenia dedos ni apéndices con que tocar.
     Al principio pensó en un fantasma; una masa amplia azul intenso de aspecto etéreo que se hinchaba y desinflaba al ritmo de una respiración mientras subía en el vacío. Luego vio aquel ojo, una esfera violeta en su centro mientras seguía su camino. Al alejarse, vio los cuatro larguísimos  y finos que se enrollaban formando espirales, acabados en pequeños discos de los que asomaban uñas vestigiales.
     Cuando se animó a volver a acercarse pensó que algo, como la falta de aire, le hacía ver cosas; cosas imposibles. Como una medusa gigante en el espacio, o algo vivo muy parecido.
     —No puede ser; aquí pasa algo…
     Pegó la cara al cristal para ver mejor, borrando con las manos el vaho de su aliento. La criatura gelatinosa se alejaba cada vez más, lanzado brillos iridiscentes al reflejar la luz de las estrellas hinchadas. Cuando debía tener el tamaño de un ratón vio  un segundo espécimen, idéntico pero de color más rosado, unírsele. Iniciaron juntos un descenso en paralelo, hacia una caravana de cohetes.
     La respiración de Ignacio volvió a acelerar mientras las dos criaturas quedaban suspendidas sobre las naves. Empezaron a bajar sus tentáculos, enrollándolos en torno a dos transportes sucesivos, casi el doble de grandes que ellos, y los arrastraron, superando sus motores. En apenas unos minutos, las campanas gelatinosas se expandieron sobre ellos, engulléndolos. Las estelas de fuego se apagaron y las naves, idénticas a las suyas,  quedaron enquistadas en sus vientres.
     Ignacio retrocedió hasta el sillón. Su situación había cambiado. Allí fuera había vida, vida peligrosa, capaz de engullir su transporte con él dentro. Y estaba indefenso y tan expuesto como en la playa; sólo podía rezar para que la deriva los mantuviese lejos o que se comiesen a otro.
     —Ahora qué  —empezó a repetir mentalmente, antes de decirlo en voz alta—. Qué, qué, qué…
     Estuvo dando vueltas hasta que le dolieron los pies; entonces, agobiado, se arrodilló para rezar.    
  —Padre nuestro…
      Un impacto le interrumpió. Separó las manos y abrió los ojos, temiendo haberse estrellado contra algo. Pero no, no había sido tan fuerte, y tenía algo de intencionado...
      No era un golpe sino varios; el sonido que ya conocía, aunque cambiado.
     Ahora no golpeaba el metal. Ahora era el cristal; el cristal que tenía detrás.
     Ignacio contuvo el aliento mientras se volvía despacio, preparado para lo que fuese. La mala iluminación le puso difícil reconocerlo; cosa que hizo poco a poco.
     Era algo pequeño, comparado con la medusa, aunque parecía tan alto como él, aunque su delgadez extrema hacía difícil concretar su tamaño. De color marrón cacao, acababa en picos puntiagudos que lo alargaban.
     Un crustáceo, como los cangrejos, especuló Ignacio.
      Aunque delgadas, sus patas, cuatro en total, eran gruesas y parecían rígidas y articuladas acabadas en muñones gruesos y macizos; el derecho de los cuales daba aquellos golpecitos.
     Verlo no le habría causado tanta impresión a Ignacio con la noche que llevaba hasta que se dio cuenta de que tenía cabeza. Y cara. Era pequeña, horizontal y deformada; toda boca, con dientes como agujas de palmera que brillaban por efecto de una saliva espesa y traslúcida.
      No tenía ojos, pero Ignacio sabía que le veía. Sabía que estaba allí.
     Fascinado a la vez que inquieto, sabiendo que el cohete le protegía, Ignacio tardó unos segundos en darse cuenta de que el sonido se reproducía. Una vuelta panorámica del resto de ventanas le reveló otra cosa igual en cada ojo de buey, imitando al primero en su intento de tocarle.
      Y había más. El sonido de la uña contra los cuatro cristales se entremezcló con el que hacían otras contra el metal por toda la nave. Eran muchos.
     Pero están fuera. No pueden cogerme, se dijo.
     Algo sonó como un hueso partiéndose, justo frente a sus narices. A la altura de la uña se estaba formando algo, una fina raya en forma de relámpago sobre el cristal de varios centímetros. Raya que, coincidiendo con una mayor salivación de la cosa, empezó a extenderse por todo el círculo, formando una telaraña en miniatura. La criatura continuó pegando, de modo casi frenético.
     Ignacio se había quedado de piedra, escuchando sólo su corazón. Dudando de que su fuerza la agrandase, volvió hasta el cristal y le dio dos puñetazos.
     —¡Largo! —exigió—. ¡Déjame en paz!
     El monstruo se alejó como un pez asustado al otro lado de un acuario, dejándole ver que tenía alas. Dos prolongaciones membranosas a medio camino entre una mariposa y un murciélago se extendieron desde su espalda, manteniéndole a flote a medio metro de la ventana, como el gato que sabe dónde está el ratón.
     Ignacio retrocedió, pensando lo que podía hacer ahora…
      No, no puede…
       Aquel fue sin embargo, como todos sus intentos de conservar la esperanza, un ruego inútil.
     El monstruo chasqueó una vez los dientes, extendiéndolo por toda la nave a medida que sus congéneres respondían. Luego se alejó unos metros agitando las alas, tomó impulso y se lanzó contra la ventana.
     Ignacio vio, estupefacto, a su repentino salvador pasar frente a sus ojos. Era una criatura alargada y esbelta como una cinta del color del hierro oxidado; con su larga espina dorsal mantenida a flote por dos extensiones laterales parecidas a aletas. La cabeza, una gigantesca calavera achatada de ojos hinchados y opacos, nariz aplastada y una gran boca tan alta como larga de la que emergían docenas de dientes finos como agujas y tan largos como sus brazos, dispuestos en varias hileras.
     El nuevo monstruo engulló al pequeño crustáceo volador y se alejó dando vueltas hacia otra hilera de naves. El monstruoso se lanzó hacia uno de los delicados ingenios y se lo tragó de golpe, se volvió con un veloz viraje y repitió  plato, antes de seguir en línea recta.
     Hacia él. Ignacio casi podía verse reflejado en los enormes globos color gris turquesa, que crecían demasiado.
     La nave se sacudió en ese momento, tirándole de espaldas. Ignacio gruñó, frotándose los riñones mientras se giraban, quedando sobre el hueco del suelo.  Se encontró una gigantesca sima oscura rodeada de estalactitas y estalagmitas lacerantes.
     Ya no pudo reaccionar, ni siquiera para asustarse. Ignacio esperó a que el monstruo le aplastase con la nave.
     La boca retrocedió de improviso, de vuelta al abismo, rodeada de figuras que la rodeaban como moscas. Al parecer el enjambre de crustáceos alados había decidido que él daba para más. Una docena  al menos había rodeado a la serpiente infernal, que se retorcía formando nudos, intentando quitárselos de encima. Mientras, con veloces pasadas, sus púas arrancaban la carne rojiza, lanzando purpúreas gotitas que brillaban como las estrellas que conocía.
     Por fin un respiro. Mientras se mataban entre ellos le dejarían en paz. Y, cuando acabasen, seguro que estaban tan llenos o muertos que le olvidaban.
     Pero Ignacio recordó algo.
      Se volvió. El segundo monstruo de gran boca iba hacia él. Las agujas dieron paso a la oscuridad de la garganta y al sonido de los dientes arañando el fuselaje. Ya no había esperanza.
     Un prolongado gemido, parecido a la canción de una ballena, llenó todo. La bestia alargada soltó la nave y se fue con más prisa que con la que llegó. Una serie de chasquidos se hicieron  escuchar debajo. Al asomarse, el enjambre y el segundo ser alargado se habían ido, cosa que no le calmó.
      No quería imaginarse qué les había ahuyentado. 
     El gemido se repitió con más y una sombra lo dejó ciego. El coloso lo sacudió a su paso como haría a su paso un carguero con un pato de goma. Ignacio salió despedido contra la pared derecha, haciendo crujir su hombro.
     —Mierda…
       Lo presionó con los dientes apretados, esperando estabilizarse. Lo que se inició fue el caos.
     Una luz roja en no sabía dónde empezó a encenderse intermitentemente, acompañada de una sirena de alarma. Ignacio vio horrorizado la grieta cubría ahora toda la ventana. Su rotura era inminente, como su salida al espacio sideral.
     Se incorporó, sin perder los nervios. Antes de ponerse a buscar una escapatoria, la escapatoria le encontró a él.
     Una trampilla se abrió en el techo y una enorme forma ondulada se de desplegó delante. Ignacio, incapaz de más sobresaltos, pensó a primera vista que era un cuerpo, hasta ver la cabeza; grande, redonda y de cristal. Un traje de astronauta. Una forma de prolongar su vida. O su agonía.
     Sin perder más tiempo lo agarró, quitó el casco y se lo enfundó, cerrándolo herméticamente. Pensó un momento en sí quitarse su ropa actuales, incluyendo las botas, todavía húmedas y cubiertas de arena. Pero era mejor ir a lo simple.
      Cuando se ajustó la escafandra, algo en el pesado equipo de la espalda se encendió. El traje pareció hincharse e Ignacio comprobó que podía respirar. Justo a tiempo.
     La ventana estalló y la atmósfera presurizada fue devuelta al vacío sin gravedad.
     Ignacio voló como una hoja, atravesando el ventanal entre cristales rotos. Aquello le asustó, empañando su escafandra.
     El traje, lo harán picadillo…
      Ya fuera, el impulso inicial se perdió. Fuera todo flotaba, incluido él. Seguía intacto.
     Se alejó despacio, abandonando aquella cosa diabólica y traidora que le había condenado a una muerte lenta en el olvido. Y mientras empequeñecía, una ráfaga invisible de radiación estelar y éter le hizo dar vueltas sobre sí mismo. Quedó enfocado en sentido opuesto, con su percepción del universo cambiada.    
     Era una jungla, o al menos se regía por sus mismas leyes.
     Oh, Dios…
     Podía ver al gigante; tan grande como una ballena de mar, aunque más parecido a una babosa negra o sanguijuela gigante, movido por aletas en forma de remos en sus costados. De su vientre colgaban cientos de extremidades tubulares dobladas en gancho, de consistencia gelatinosa. Ignacio lo vio bajar sobre otra hilera de cohetes, recorriéndola en un segundo. Arrastró a la mayoría, enganchados en sus anzuelos. Mientras se perdía en las oscuridad vio que, con uno de ellos, se llevaba uno de los monstruos alargados que le habían atacado; muerte no iba a lamentar.
     Momentos después, otra abominación salió de las sombras. Tan negro como una mancha de crudo, era un verdadero titán entre las esferas, grande como una montaña y con su misma forma, estrechándose en su extremo en un tubo increíble. Y al final, un agujero viscoso que bullía, una boca primitiva hambrienta dispuesta a degustar, también, las indefensas naves. Ignacio vio seis protrusiones larguísimas y finísimas cómo un asterisco rodeando el agujero. Dotadas de vida propia, se estiraban hacia los insectos plateados, enganchándolos como si fuese papel matamoscas, y replegándose hasta meterlos en la boca. Y no era sólo uno. Otro ser igual empezó a alzarse desde abajo hacia otro enjambre de naves, y otro más. Tan grandes y tan cerca.
     Ignacio pensó que podían no ser distintos congéneres sino un mismo ser; una hidra de muchas cabezas que así podía alimentar un cuerpo de su tamaño con presas tan pequeñas y dispersas.
     Ignacio, flotando a la deriva, cobró consciencia no sólo de su final, sino de su insignificancia. Había pasado de pez en un océano infestado de tiburones a una mancha de polvo. Cualquiera de esos monstruos sólo necesitaba abrir la boca y tragar. Ya no tenía protección; ni siquiera podía moverse.
     Salió de la nada, rápido como una flecha hacia él.
     Su color cobrizo lo confundió con otro monstruo serpentiforme, con los que compartía forma, pero mientras llegaba vio que era muy distinto. Su cuerpo era aplanado y extendido con dos alas laterales que movía como un águila; con una larguísima cola acabada en un aguijón de escorpión con dos puntas. A Ignacio le pareció una raya hasta ver su boca: en vez de un agujero filtrador, había una docena de cuchillas rezumantes, enfocadas a su cara.
     Ignacio contuvo la espiración y su esfínter, cerró los ojos esperando el mordisco. Notó la corriente que levantó; entonces miró. Había pasado de largo. Sólo la larga cola seguía a su lado.
     Habría chillado, aullado si pudiese, hasta que el aguijón le golpeó el hombro a cien por hora.
     Le hizo girar como una peonza a una velocidad imposible, evitando el mareo sólo porque tenía los ojos cerrados, lo que no impidió a su estómago subirle a la garganta.  Cuando paró, y abrió los ojos, vio que su sentencia de muerte ya había sido firmada.
     El golpe había desgarrado el traje. El cristal de la escafandra había saltado por los aires, con algunos pedazos color café todavía en el borde. Había quedado desnudo en el espacio.
     Curiosamente, la noticia del final le tranquilizó. Relajó los brazos, como si se tumbase.
     Ya está.
     Ignacio sintió como el tejido se desprendía de su cuerpo. Al final, lo vio. Si no estuviese conteniendo la respiración por última vez, habría abierto la boca.
     Una estrella en el horizonte, más lejos y brillante, con su brillo en forma de cruz. Y por debajo, una esfera azul salpicado de verde, marrón y blanco.
     Sonrió. Por fin una escena familiar. El sol, la estrella de su mundo, le ofrecía su calor y su luz como despedida, mientras la Tierra le recibía en la tumba como en la cuna, con los brazos abiertos. Ignacio sintió que iba hacia ella, atraído en caída libre.
     Ya era inminente, la única duda era cómo. ¿Qué sería antes? ¿El frio glaciar, sus gases abandonando su cuerpo en masa o su propio retorno a su hogar, desintegrándole?
     Daba igual. Por lo menos lo había hecho. Al menos, se iba habiendo visto lo que nadie podía imaginar, secreto que le acompañaría al acabar la vida.
     Y mientras su piel se convertía en hielo, su cuerpo ardió en un segundo, convirtiéndole en polvo. Ignacio dejó de sentir. No sintió ni siquiera la muerte. El miedo había acabado.

     No existe vehículo más poderoso que la imaginación, capaz de trasladar a su dueño a cualquier parte, especialmente cuando la escapatoria es inevitable.
     El incendio en el cielo fue breve, su causa, desconocida; su consecuencia, rápida. El proyectil en llamas, del tamaño de una mandarina y del mismo color, cayó, acertando en su blanco en una muestra antinatural de puntería.
     Ignacio podía sentirse orgulloso; acababa de acceder a una categoría más exclusiva que la de ser dueño de un barco recreativo; una estadística tan ínfima que ni siquiera se registraba: la muerte por meteorito.
     Ni siquiera lo sintió. Sus sentidos quedaron anonadados por la fantasía que le hizo olvidar el calor que se incrustó en su pecho, fundiéndole las costillas. Sus piernas se doblaron, dejándole caer lejos del dolor y la superficie. Mientras su consciencia se apagaba llegó el frío, y con él se fueron el dolor y la vida.
     Mientras el agua fría y salada por su herida, Ignacio retuvo un vestigio de consciencia, en la que sintió las suaves corrientes llevárselo. Su vida se paró con su cuerpo; entonces se hundió. Los pececillos picotearon su carne en su bajada más allá de la luz del sol, donde moraban peces extraños de sonrisas monstruosas que perseguían las luces del abismo, llevadas por presas pequeñas e incautas a las que engullir; más allá de donde ningún hombre ha estado allí donde la presión aplasta y el frio y el ardor se mezclan en la forja del mundo.

     Cuando su cuerpo tocó fondo, Ignacio lo logró. Había dejado atrás el mundo, la tierra y la temida superficie del mar, en su viaje sin retorno a las profundidades del negro abismo.