EN LA TIERRA DEL DOLOR - PARTE FINAL
Fuese cual fuese la combinación posible del género humano, se encontraba allí. Hombres y mujeres, altos y bajos, jóvenes, adultos y viejos.
Cuerpos altos y finos o bajos y gruesos de cabezas peladas, cespitosas,
enmarañadas o tentaculares teñidas del gris de aquel fulgor, que no lograba
camuflar la extremada diversidad racial. Muchos eran blancos, europeos
occidentales, como se les quisiese llamar: su piel sólo cambiaba en la cabeza,
cubierta de pelos castaños, negros, rojos, rubios y blancos. Entre ellos
sobresalían africanos de cuerpos tersos y extremidades largas, con su pelo
corto y rizado o largo y lacio; los esbeltos asiáticos delatados por sus ojos
finos, casi cerrados en sus caras congestionadas por la angustia; diferenciados
de los imperturbables amerindios por sus pequeñas narices y piel más pálida.
Incluso creyó reconocer a algún polinesio, de cuerpo ancho y rostro cubierto de
tatuajes tribales.
Tatuajes. Fue otra cosa que
le llamó la atención de la gente; todos, sin excepción, estaban desnudos,
exponiéndose sin ningún pudor. Los dibujos sobre la piel, ya fuesen nombres o
iniciales en brazos y piernas o dibujos en hombros y cara, se mantenían en su
sitio, reducidos a oscuros borrones no muy distintos a las matas de pelo
pectoral masculino y púbico en ambos sexos.
Un vistazo a su vecino más
cercano, un hombre joven y enjuto a medio metro a su derecha le reveló que los
cautivos de aquella costa llevaban también otro tipo de marcas: sobre el pecho
y entre los pectorales, recorriéndole como un eje geométrico, se apreciaba la
línea de una operación a corazón abierto y una pequeña marca en forma de coma
sobre la ceja izquierda. Por lo visto, las cicatrices también se conservaban
allí; las cicatrices y las…
Al mirar más detenidamente
a cada persona, Raimundo apreciaba detalles que hacían agradecer su impasible
insensibilidad momentánea; el simple temblor que tuvo por instinto, en otras
circunstancias, habría cubierto su frente de sudor frio y su piel de pelos
erizados como agujas.
Lo primero en llamarle la
atención de la joven de pelo largo y pálido una hilera más atrás fue que, a
diferencia de los rostros inmaculados por doquier, estaba manchado; maquillado
por oscuras acumulaciones de mugre en labios, nariz y frente. La atención
minuciosa le hizo entender que no eran manchas, suciedad ni maquillaje.
Lo supo antes incluso de
bajar por su busto, viendo los pechos desgarrados y los brazos destrozados.
Un poco más allá había un
hombre joven de aspecto saludable e indiferente, si no le faltasen los dos
brazos al final, no de limpios muñones, sino de heridas aún abiertas pero que
no sangraban. Más de uno había, de hecho, con el estómago abierto por lo que
parecían profundas puñaladas; en la dirección opuesta un hombre (cosa que supo
viéndole el sexo) grueso y entrado en años tenía el cráneo machacado, un
engrudo de hueso y carne que hacían insignificantes las largas heridas en su
pecho, aunque peor era encontrar, aquí y allá, individuos, sencillamente, sin
cabeza; limpiamente cercenada de sus hombros y esperando como los demás sobre
las olas. Como la habían visto, sentido o sabido, era un misterio.
Y lo peor no era ver de pie
a gente que no podía vivir, sino ver entre ellos niños y niñas también desnudos
y asomándose al mar oscuro. Niños con sus grandes ojos apretados y sus labios
temblando, una reminiscencia de cuando lloraban por cualquier berrinche, ahora
convertido en la máxima expresión de angustia genuina. Y, aún más abajo,
acurrucados entre las empalizadas de piernas adultas, bebés se arrastraban
sobre sus atrofiados brazos, como una cruel parodia de focas preparándose para
un chapuzón, parándose en el borde con labios que succionaban sin llegar a
derramar una sola gota de saliva.
Y eran tantos, tantas
personas. Más que espigas de trigo en un campo, como si aquello fuese una
cosecha humana; más de lo imaginable en un sitio cerrado como aquel; ahora
estaba seguro de que estaba cerrado, sin dejar ni poder ver el cielo. Algunos,
meros fantasmas, esperaban.
¿Esperando… qué?
Raimundo dio un respingo al
ver, entre los estoicos plañideros, movimientos de otro tipo.
Primero oyó pasos, luego
golpes; sobre su hombro derecho. Se giró despacio, sólo porque ya no era tan
ágil. La curiosidad había sustituido por completo al miedo como motor de sus
acciones.
A unos pasos de la primera
fila, dos personas desnudas peleaban a puñetazos; uno, el más joven, era tan
delgado que parecía un esqueleto vestido de músculos, con brazos de pura fibra
y dientes apretados en un supuesto gesto de odio. Su contrincante, una cabeza
más alto y con el doble de edad y anchura, le miraba con aparente asombro y la
boca inclinada mientras encajaba los golpes. Por cada dos golpes del joven, él
propinaba un único puñetazo más lento y contundente en la cabeza, como un palo
de golf contra una bola. Para asombro del testigo, ninguno parecía hacer nada
para defenderse, limitándose a dar y recibir con un entusiasmo demencial, casi
como sí…
Raimundo tragó saliva, o lo
habría hecho si no tuviese la boca tan seca.
Como queriendo sentir dolor.
Dándoles la espalda,
mientras prorrumpían gritos destacados sobre el debilitado murmullo general,
vio que, sobre el borde del agua, no todos estaban quietos. Sentados o a cuatro
patas, con los pies o las manos colgando, se inclinaban para acariciar la
superficie del agua, mojándolos y luego
sacándolos, para verla escurrirse entre sus dedos. Simultáneamente, comprobó
que a su alrededor otras personas avanzaban hasta el borde del agua y se metían
hasta los tobillos en el límite de roca o se agachaban para chapotear con la
curiosidad de niños del desierto al ver por primera vez el mar. Ningún, sin
embargo, llegaba a zambullirse o a dejarse cubrir más por ella. Aquella
frontera ya estaba marcada.
Raimundo se preguntó si la
poca cordura que le transmitía el sitio estaría cayendo ante sus ojos, cada vez
más convencido de que cualquier movimiento sería fatal. Siguió mirando de un
lado a otro, buscando una explicación… o salida. Así se fijó en aquel saliente
en el lado derecho de la ensenada.
Eran dos, un hombre y una
mujer, supuso; echados sobre el suelo, ella de espaldas, el hombre sobre ella.
Las dos cabezas cubiertas de pelo enfocadas hacia él, moviéndose al unísono.
Estaban…
Con un gruñido que quería
ser de asco, Raimundo apartó la vista, sintiéndose incómodo. ¿Quién…. cómo se
podía pensar en eso… y hacerlo en un sitio así, a la vista de todos?
Giró la cabeza en sentido
contrario, encontrando más cerca todavía una escena similar. Ambos estaban de
pie; el de delante parecía una anciana de pelo pálido abultado, cuerpo flácido
y cara de derrota. El hombre, detrás, le sujetaba los hombros mientras
embestía, en un gesto tan carente de pasión que era difícil saber si lo que
quería era herirla, y eso que la señora, por cómo actuaba, o no lo sentía o no
le importaba mucho.
Raimundo agitó la lengua,
pensando en escupir hacia el agua cuando, casi en el vértice izquierdo de la
roca, vio una figura alta y delgada inclinarse. Al levantarse llevaba algo en
las manos; uno de aquellos bebés de cabeza pelada y miembros cortos agolpados
como lemmings sobre el pequeño abismo. Sosteniéndolo frente a su pecho, parecía
sopesarlo, dudando sobre qué hacer con él.
Raimundo reprimió un grito
cuando el adulto lo dejó caer agitándose al agua. No hubo gritos ni llantos;
nada que destacase ni recibiese más atención. El bebé se hundió en las aguas
negras como un ancla.
Sintiéndose de pronto más
que desnudo, frágil y expuesto,
plegó sobre su pecho los dos brazos, formando una X y doblando las rodillas
hacia el suelo, notando los dos puños hundirse en su pecho, más blando que de
costumbre.
El
barco…
El símil del ancla le
devolvió aquel recuerdo; él yendo al puerto para alquilar una pequeña motora,
lo bastante grande sin embargo para llevar a su pequeña familia a pasear No era
un verdadero lobo de mar, claro, pero no tampoco era la primera vez que lo
hacía.
Sí, estaba rememorándolo,
volviendo a vivirlo, como el director de la película de su vida. Les había
dejado en el hotel y había salido, diciendo que iba a por tabaco. Iba a ser una
sorpresa. Había alquilado un coche, un Ferrari rojo, para poder moverse rápido
de un lado a otro con Rebeca y Edgar mientras Carlos hacía lo propio con un
Toyota. Recordó ir conduciendo en segunda, paralelo al mar y ganando velocidad
al ver sobre las aguas los muelles deportivos, frente al club náutico. Y que,
en aquel momento, aceleró por la colorida calle, llena de turistas…
Y lo que siguió. El
violento estallido en la parte trasera del vehículo, que lo hizo volar junto a
su conductor, golpeando contra el borde del paseo marítimo, atravesando el
ladrillo como si fuese cartón y cayendo de cabeza al profundo y frío azul
cristalino del mar…
Sus ojos se abrieron; sus
pupilas dilatadas. Por fin volvía a oír los trémulos latidos de su corazón,
insuflando de vida su cabeza.
No…
no puede…
Era verdad, aquello no
podía ser. No para él al menos, estaba seguro. Recordaba algo más, algo que vio
después del accidente, lo último que recordaba…
Raimundo sintió como si su
consciencia cayese por un pozo más negro que esas aguas, abandonando realidad
de aquel cuerpo perdido mientras visionaba esa última imagen: el techo blanco
surcado de tubos de luz, pasando velozmente sobre él; la sábana blanca tapando
su cara mientras un dispositivo ruidoso y truculento le complicaba ver; una
gran mascara de plástico sobre su nariz y su boca de la que salían varios
cables.
No…
puede… ser…
Su boca se abrió formulando
por fin sus palabras, repitiéndolas mentalmente al no estar seguro de haberlas
pronunciado.
—No puedo estar muerto.
Bajo por un momento las
manos de la cabeza, mirando a sus acompañantes con otros ojos. De pronto, el
imposible gentío tenía lógica. ¿Dónde había habido más gente que en las
crónicas necrológicas de todos los tiempos? No eran simplemente hombres y
mujeres, jóvenes o viejos, blancos, africanos o asiáticos. Eran los legionarios
romanos y los pueblos barbaros a los que conquistaron, los soldados moros y
cristianos de la Reconquista, los soldados de las Guerras Mundiales, la peste,
la gripe española y las epidemias
tercermundista, las victimas de asesinato, los ancianos… Todo el que alguna vez
vivió, reducido al destino final de la humanidad.
La muerte. Ahora entendía
como algunos andaban sin cabeza. ¿Víctimas de la Revolución Francesa quizás? O
que se mantuviesen impertérritos sin brazos. ¿Un accidente de tráfico, un obús,
un coche bomba en Madrid o Bogotá?
Y aquel vacío, aquella
falta de emociones… Un atributo para los vivos, para hacer que merezca la pena
la vida. Sin vida, ¿para qué les hacía falta? Sólo conservaban sus cuerpos, tal
y como los dejaron, junto a lo que llevasen puesto en ellos.
Esa impresión inicial, sin
embargo, dio paso deprisa a un profundo desconcierto. ¿Era eso de verdad la
muerte? Tan diferente a todo lo que hubiese imaginado, a su peor pesadilla. No
había sido un cristiano comulgado perfecto, eso seguro, pero no se imaginaba
que el purgatorio fuese así. Pensó que, de algún modo, aparecería ante San
Pedro y comparecería de su vida terrenal para luego, ya juzgado, cruzar las
puertas de oro suspendidas sobre las nubes.
O, en su defecto, se hundiría en el infierno para sufrir por los siglos
de los siglos, rodeados de humo, llamas y azufre. Un lugar, por lo menos, más
luminoso que aquel.
¿Se habría equivocado,
entonces, la religión sobre la otra vida? Sí, se iba a otro lugar al morir,
pero como ninguno de los que describían. El cielo, el paraíso mahometano, la
reencarnación… ¿tendría razón alguna?
Un movimiento le distrajo
de sus cavilaciones, especialmente significativo. Fue delante suyo, al otro
lado de las aguas bajo la luz plateada.
Perfilándose por la amplia
entrada de la otra orilla, revelada como una caverna por la que salía el
resplandor salía una, figura oscura se acercaba, deslizándose sobre las aguas.
Al acercarse se veía que era humana, altísima (mediría por lo menos dos metros)
y tan delgada como algunos de los que allí parecían haber muerto de inanición.
También se apreciaba que parecía ir sentado sobre una especie de plataforma
flotante, movida por sus brazos, asombrosamente largos, que se agitaban
lentamente como patas de pato.
Con calma pero con
decisión, penetró en la ensenada hasta la orilla, encallado con un sordo
crujido. Así Raimundo vio con más detalle, al final de la tabla rectangular y
negra de dos metros por uno, al asombroso barquero.
Se había equivocado al
pensar que iba sentado en la parte trasera del bote, porque él era la parte trasera del bote. Un torso
esbelto, nudoso y anormalmente largo brotaba del borde de la plataforma,
coronado por un ensanchamiento del que partían, como las grotescas alas de un
ángel caído, dos prolongaciones con forma de guadaña pero muchísimo más anchas
que se hundían en las aguas, permitiéndole avanzar como los remos de una
barcaza. No era, como pensó, sus brazos, finos como palos de escoba y largos
como mangueras contraincendios, plegados sobre su pecho como las garras de una
mantis.
Pero si el cuerpo
sorprendía por aberrante, la cabeza que lo coronaba le habría helado la sangre
si fuese capaz de seguir sintiendo miedo. Estrecha y puntiaguda como la de una
gaviota, parecía a simple vista una máscara con capucha, como las vistas en
bailes de disfraces renacentistas. Pero aquella nariz larga y puntiaguda se
tensaba, revelando las venas sobre su superficie pálida, los dientes en la
pequeña boca de debajo chirriaron y los dos ojos del extremo refulgieron con un
tono dorado emocionado, mientras recorría de un lado a otro la hondonada.
Impulsivamente, Raimundo
dio un paso atrás, percibiendo por la agitación como de viento entre hojas que
todo el mundo hacía lo mismo, percibiendo la amenaza procedente de aquel ente.
La cabeza trazaba un arco
de metrónomo, aspirando con fuerza como siguiendo un olor…
De paró de improviso y el
marchito brazo izquierdo se desplegó, con el índice señalando hacia una hora de
reloj antes con respecto a Raimundo, que siguió su trayectoria.
De entre el grupo de
presentes, más apretado, una figura avanzó con cautela. Era un hombre como él,
mayor pero no anciano, de vientre ancho pero tenso y profundas entradas en la
cabeza.
El barquero pareció
sonreír, invitándole con varios ademanes del dedo a acercarse
El hombre obedeció,
cabizbajo suelo. Entonces, Raimundo comprobó que no estaba sólo; tras él,
siguiéndole a escasa distancia, apareció otra figura, esta femenina, de pelo
caoba abriéndose sobre su cabeza como una paloma aplastada y pecho y abdomen arrugados por el sobrepeso.
El hombre llegó a un paso
de la barca, momento en que se detuvo. El barquero había empezado a replegar su
brazo extendido y, al mismo tiempo, extendía el derecho con los cinco dedos
estirados hacia él. Derechos a su cara.
La victima escogida
presenció el acercamiento con la cabeza a malas penas levantada y la boca
torcida, asqueada, horrorizada, pero sin expresar aquellas reacciones
obsoletas. La mano se puso sobre su cara; Raimundo pensó que ahora tiraría hasta
arrancarle la piel o la cerraría, aplastando el cráneo como una mandarina
madura. Pero no fue así.
Los dedos se deslizaron
hacia la boca del hombre, entrando en ella y hurgando como haría un dentista.
El involuntario paciente, con los ojos muy abiertos, se dejó hacer, sin saber
ni sentir muy bien lo que pasaba.
Por fin, los dedos se
doblaron y toda la cara del hombre se arrugó, cerrándole los ojos. La mano se
retiró, de vuelta a su dueño, dejando tras de sí un rastro de saliva cayéndole
de la boca.
Le había arrancado algo, y
Raimundo vio qué era cuando el esbelto puño se desplegó para que los ojos
ardientes comprobasen su contenido: tres minúsculas piedras angulosas,
relucientes como luciérnagas.
El barquero, con un gesto
que sugería una sonrisa, cerró otra vez la mano y la agitó, indicando al aún
sorprendido hombre que avanzase sobre él. Este, tras parpadear algunas veces y
mirar a su acompañante, obedeció. Caminó seis pasos sobre la barca, antes de
pararse.
Su compañera, en respuesta,
aceleró hacia él para seguirlo; un atisbo de emoción en la cara del pasajero
indicó que eso quería. Pero el barquero se dio cuenta y fue más rápido.
Raimundo, aunque no perdía
detalle, apenas pudo seguir la acción con los ojos. Fue demasiado rápido.
La aleta izquierda que
usaba de remo emergió, dejando una suave lluvia de gotas en el aire, antes de
detener su canto, de aspecto afilado como una guillotina, bajo el cuello de la
mujer, que se detuvo en el acto, respirando ruidosamente y mirando con los ojos
muy abiertos a su compañero, que la imitó con aprensión. A los pocos segundos,
la mujer desistió y retrocedió, el remo volvió a bajar y la barca se despegó de
la orilla, llevándose al único afortunado (o no) elegido sobre ella.
Sin entender muy bien lo
que había pasado, Raimundo los veía perderse. Después de arrancarle tres
dientes postizos, de oro, aquel demonio se lo llevaba con él, sobre las aguas.
A la luz.
El viaje se le antojó
eterno. Por fin, cuando las dos siluetas se fundieron en una única sombra
contra el resplandor, lo entendió… y el terror afloró en su mente.
Conocía aquella historia…
aquel mito. ¿Cómo se llamaba? ¿Quién era el barquero al que había que pagar con
monedas de oro para que llevase a los finados a la otra vida?
Caronte.
El nombre resonó como una
alarma de incendios en su memoria, el más antiguo de los mitos sobre la vida
tras la muerte. La del río a cruzar para ser juzgado, para ir al paraíso o al
averno…
La sombra empequeñeció como
si se hundiese, hasta desaparecer. Se habían metido en la caverna.
Por eso griegos y romanos
ponían monedas de oro en la boca de sus muertos; para poder pagar aquel viaje,
llevando aquel soborno al otro mundo con sus cuerpos.
Raimundo se llevó las manos
a la frente, añorando la caricia del sudor frío y dejándose caer hasta
sentarse. Aunque no sentía cansancio, notaba que desfallecía.
Por supuesto. Ninguno de
ellos tenía oro, nada con lo que pagar al barquero. Sólo algún anciano
afortunado, como aquel caso; como habría unos pocos centenares más como
aquellos, mujeres en su mayoría, amortajadas para la ocasión con algún par de
pendientes para que les alumbrasen en la tumba.
El primero de aquellos
estallidos prorrumpió de nuevo en el horizonte, precedido en menos de un minuto
por el segundo. Y Raimundo no necesitó oír el tercero para saber… o imaginar lo
que era en realidad aquel estruendo.
Tres fuertes descargas,
más truenos que golpes, como expelidos por un estrecho conducto, como una garganta…
Tres fuertes y feroces ladridos emitidos por tres voraces fauces siempre
hambrientas. ¿No decía también el mito que aquel camino estaba guardado por un
perro de tres cabezas? El Cancerbero, un obstáculo más para los turistas en su
viaje final… marcando su llegada con aquellos tres gritos como mazazos, los
golpes del martillo de un juez, anunciando el veredicto antes del juicio.
Aquellos, por lo menos,
tenían esa suerte. Les esperaba algo más. A los demás, aquel limbo eterno,
esperando olvidados en aquella orilla un viaje que nunca harían.
La mujer dio la espalda a
las aguas. No lloraba ni parecía triste, pero podía entender lo que pensaba.
Podían recordar y saber, pero ni siquiera les quedaba el consuelo de sentir.
Sufrían sin dolor. Por eso era por lo que todos, a su modo, lloraban.
Raimundo se mantuvo en
aquella posición mucho tiempo, pensando, planeando, buscando. ¿Qué? ¿El sentido
de aquella tradición absurda hecha realidad? ¿De qué les servía a los señores
de la otra vida el oro? No creía que para gastarlo, eso seguro. ¿Simple y llana
avaricia? ¿O una especie de prueba de valía? Después de todo, la muerte se llevaba
a ricos y pobres por igual, pero incluso el más pobre de los hombres es capaz
de procurarse eso, un mínimo pedazo de metal amarillo para demostrar que
consiguió ese mínimo valor en el mundo, que les preocupaba el porvenir de su
existencia. Y ahora, allí, los más ricos lo dejaban atrás sin remisión, cuando
esa ínfima cuota podría pagar su salvación diez millones de veces.
Pensó, también, en la
compañera del último viajero. El tiempo había pasado, pero el barquero no había
vuelto. Sólo los pocos que pagaban parecían atraer su atención, y había que
darles tiempo para llegar a la orilla. De ella ya sólo quedaba el recuerdo;
hacía días que había vuelto entre las filas interminables de muertos, perdida
para no volver.
¿Quién sería? ¿Su mujer?
Para eso, tendrían que haber muerto junto y llegado hasta allí juntos. ¿Una
curiosa, que vio la ocasión de tener su momento de gloria? Él parecía
conocerla… Quizás se conocieron allí, por casualidad, coincidiendo uno junto a
otro como tantos otros allí. Quizás hubiesen logrado comunicarse, recordado
juntos antes de caminar uno junto al otro… Raimundo aún no lo había hecho; no
había comprobado si podía decir palabras, algo más que esos lamentos que nunca
paraban.
Quizás pudiese buscar a
alguien que hablase su idioma, entablar conversación, iniciar la amistad. Un
modo de no pasar la eternidad sólo entre la mayor de las multitudes…
Apretó los dientes,
frustrado. Aquello era imposible; sabía lo que le esperaba. La agonía
silenciosa. En aquella tierra del dolor no había sentimientos ni emociones,
sólo interminables lamentaciones, por más que se alejase, por más que cerrase
los oídos. Ni había hambre, insomnio o frio, ninguna excusa para moverse,
retroceder para buscar alivio. Sólo un vacío que nada podía llenar. Tarde o
temprano se volvería sordo o loco, y entonces se perdería entre los demás,
vagando a la espera de un final que no llegaría, sin hacer otra cosa que llorar
también, llorar y lamentarse hasta olvidar quien era…
Su familia. ¡Eso era! La
espera podía ser su último consuelo. Esperar y esperar, con el paso de los
años, a que se uniesen a él; Rebeca, primero, sus hijo después; sus nietos;
quizá incluso a aquellas generaciones con las que sería imposible coincidir en
su corto tiempo de vida… ¿Podría reconocerlos, los rostros envejecidos por el
tiempo y desgastados por la memoria? ¿Recordarlos a pesar del cansancio y la
locura? ¿Encontrarlos en aquella legión insondable? Si coincidían sería por
mera suerte, claro que tenía todo el tiempo del mundo.
La espera ya se le hacía larga, esperando que
llegasen cuanto antes para recuperar a su familia pronto…
Gruñó, ahora con ira,
agitando la cabeza mientras se golpeaba la frente, maldiciéndose por lo que
acaba de hacer. ¿Cómo podía llegar a ese extremo? Acababa de desear la muerte a
su familia…. Sólo para ahorrarse sufrir solo una existencia estática y vacía.
No.
Tiene que haber otra solución…
Raimundo, cansado de
contemplar el ondular de la eterna laguna Estigia, se levantó, caminando entre
las almas en pena. A esperar. A que la solución llegara…
La solución, por fin, llegó, después de mucho tiempo; imposible saber
cuánto. De forma totalmente casual, después de un mes o de diez años, mientras
estaba en el ala derecha de la ensenada. Tan simple…
Alguien tropezó, o fue
empujado. O saltó. O simplemente cayó. Vio la sombría forma plateada rebasar el
borde de caliza y caer al mar. Como ya sucediese una vez, se hundió como un
plomo. No volvió a salir.
Y, poco después, la escena
se repitió; otra vez y una docena de veces más. Esta vez, el intervalo entre
caídas fue corto, como si tomasen ejemplo de sus compañeros. Demasiado
coincidentes para ser accidentes o casualidades.
Poner fin a la propia
existencia. En la vida, una solución habitual para abandonar los pesares, sin
saber que se condenaban a una tortura infinitamente peor. Pero ahora no iban a
morir por eso. Estaban muertos. ¿Qué les esperaría entones? ¿La nada? ¿El
olvido infinito?
Raimundo colocó los dos
pies en el borde del escalón.
El olvido. Como volver a
dormir; una sensación que creía haber experimentado por última vez hacía eones
y creía perdía. Hasta ahora. Una oscuridad sin la tortura de estar despierto en
ella. El descanso definitivo.
Raimundo levantó el pie
derecho. Debajo, sólo las oscuras y silenciosas aguas. Sólo tenía que seguirle
el izquierdo.
Su respiración se volvió
pesada, no quería mirar abajo. El menos de medio metro que se le antojaba el
fondo de un rascacielos de ciento veinte pisos. Un paso del que no había vuelta
atrás.
Ahora, como en vida, le
asaltaba la duda; en su forma más elemental e inesperada, al menos allí: el
miedo.
El miedo a la muerte.
Raimundo pensaba, sopesaba
y se debatía. Sólo era un paso.
Y, por suerte para él,
podía permitirse esperar. Tenía todo el tiempo del mundo para darlo.