lunes, 31 de octubre de 2016


EN LA TIERRA DEL DOLOR - PARTE FINAL

Fuese cual fuese la combinación posible del género humano, se encontraba allí. Hombres y mujeres, altos y bajos, jóvenes, adultos y viejos. Cuerpos altos y finos o bajos y gruesos de cabezas peladas, cespitosas, enmarañadas o tentaculares teñidas del gris de aquel fulgor, que no lograba camuflar la extremada diversidad racial. Muchos eran blancos, europeos occidentales, como se les quisiese llamar: su piel sólo cambiaba en la cabeza, cubierta de pelos castaños, negros, rojos, rubios y blancos. Entre ellos sobresalían africanos de cuerpos tersos y extremidades largas, con su pelo corto y rizado o largo y lacio; los esbeltos asiáticos delatados por sus ojos finos, casi cerrados en sus caras congestionadas por la angustia; diferenciados de los imperturbables amerindios por sus pequeñas narices y piel más pálida. Incluso creyó reconocer a algún polinesio, de cuerpo ancho y rostro cubierto de tatuajes tribales.
     Tatuajes. Fue otra cosa que le llamó la atención de la gente; todos, sin excepción, estaban desnudos, exponiéndose sin ningún pudor. Los dibujos sobre la piel, ya fuesen nombres o iniciales en brazos y piernas o dibujos en hombros y cara, se mantenían en su sitio, reducidos a oscuros borrones no muy distintos a las matas de pelo pectoral masculino y púbico en ambos sexos.
     Un vistazo a su vecino más cercano, un hombre joven y enjuto a medio metro a su derecha le reveló que los cautivos de aquella costa llevaban también otro tipo de marcas: sobre el pecho y entre los pectorales, recorriéndole como un eje geométrico, se apreciaba la línea de una operación a corazón abierto y una pequeña marca en forma de coma sobre la ceja izquierda. Por lo visto, las cicatrices también se conservaban allí; las cicatrices y las…
     Al mirar más detenidamente a cada persona, Raimundo apreciaba detalles que hacían agradecer su impasible insensibilidad momentánea; el simple temblor que tuvo por instinto, en otras circunstancias, habría cubierto su frente de sudor frio y su piel de pelos erizados como agujas.
     Lo primero en llamarle la atención de la joven de pelo largo y pálido una hilera más atrás fue que, a diferencia de los rostros inmaculados por doquier, estaba manchado; maquillado por oscuras acumulaciones de mugre en labios, nariz y frente. La atención minuciosa le hizo entender que no eran manchas, suciedad ni maquillaje.
     Lo supo antes incluso de bajar por su busto, viendo los pechos desgarrados y los brazos destrozados.
     Un poco más allá había un hombre joven de aspecto saludable e indiferente, si no le faltasen los dos brazos al final, no de limpios muñones, sino de heridas aún abiertas pero que no sangraban. Más de uno había, de hecho, con el estómago abierto por lo que parecían profundas puñaladas; en la dirección opuesta un hombre (cosa que supo viéndole el sexo) grueso y entrado en años tenía el cráneo machacado, un engrudo de hueso y carne que hacían insignificantes las largas heridas en su pecho, aunque peor era encontrar, aquí y allá, individuos, sencillamente, sin cabeza; limpiamente cercenada de sus hombros y esperando como los demás sobre las olas. Como la habían visto, sentido o sabido, era un misterio.
     Y lo peor no era ver de pie a gente que no podía vivir, sino ver entre ellos niños y niñas también desnudos y asomándose al mar oscuro. Niños con sus grandes ojos apretados y sus labios temblando, una reminiscencia de cuando lloraban por cualquier berrinche, ahora convertido en la máxima expresión de angustia genuina. Y, aún más abajo, acurrucados entre las empalizadas de piernas adultas, bebés se arrastraban sobre sus atrofiados brazos, como una cruel parodia de focas preparándose para un chapuzón, parándose en el borde con labios que succionaban sin llegar a derramar una sola gota de saliva.
     Y eran tantos, tantas personas. Más que espigas de trigo en un campo, como si aquello fuese una cosecha humana; más de lo imaginable en un sitio cerrado como aquel; ahora estaba seguro de que estaba cerrado, sin dejar ni poder ver el cielo. Algunos, meros fantasmas, esperaban.
     ¿Esperando… qué?
     Raimundo dio un respingo al ver, entre los estoicos plañideros, movimientos de otro tipo.
     Primero oyó pasos, luego golpes; sobre su hombro derecho. Se giró despacio, sólo porque ya no era tan ágil. La curiosidad había sustituido por completo al miedo como motor de sus acciones.
     A unos pasos de la primera fila, dos personas desnudas peleaban a puñetazos; uno, el más joven, era tan delgado que parecía un esqueleto vestido de músculos, con brazos de pura fibra y dientes apretados en un supuesto gesto de odio. Su contrincante, una cabeza más alto y con el doble de edad y anchura, le miraba con aparente asombro y la boca inclinada mientras encajaba los golpes. Por cada dos golpes del joven, él propinaba un único puñetazo más lento y contundente en la cabeza, como un palo de golf contra una bola. Para asombro del testigo, ninguno parecía hacer nada para defenderse, limitándose a dar y recibir con un entusiasmo demencial, casi como sí…
     Raimundo tragó saliva, o lo habría hecho si no tuviese la boca tan seca.
     Como queriendo sentir dolor.
     Dándoles la espalda, mientras prorrumpían gritos destacados sobre el debilitado murmullo general, vio que, sobre el borde del agua, no todos estaban quietos. Sentados o a cuatro patas, con los pies o las manos colgando, se inclinaban para acariciar la superficie del agua, mojándolos  y luego sacándolos, para verla escurrirse entre sus dedos. Simultáneamente, comprobó que a su alrededor otras personas avanzaban hasta el borde del agua y se metían hasta los tobillos en el límite de roca o se agachaban para chapotear con la curiosidad de niños del desierto al ver por primera vez el mar. Ningún, sin embargo, llegaba a zambullirse o a dejarse cubrir más por ella. Aquella frontera ya estaba marcada.
     Raimundo se preguntó si la poca cordura que le transmitía el sitio estaría cayendo ante sus ojos, cada vez más convencido de que cualquier movimiento sería fatal. Siguió mirando de un lado a otro, buscando una explicación… o salida. Así se fijó en aquel saliente en el lado derecho de la ensenada.
     Eran dos, un hombre y una mujer, supuso; echados sobre el suelo, ella de espaldas, el hombre sobre ella. Las dos cabezas cubiertas de pelo enfocadas hacia él, moviéndose al unísono. Estaban…
     Con un gruñido que quería ser de asco, Raimundo apartó la vista, sintiéndose incómodo. ¿Quién…. cómo se podía pensar en eso… y hacerlo en un sitio así, a la vista de todos?
     Giró la cabeza en sentido contrario, encontrando más cerca todavía una escena similar. Ambos estaban de pie; el de delante parecía una anciana de pelo pálido abultado, cuerpo flácido y cara de derrota. El hombre, detrás, le sujetaba los hombros mientras embestía, en un gesto tan carente de pasión que era difícil saber si lo que quería era herirla, y eso que la señora, por cómo actuaba, o no lo sentía o no le importaba mucho.
     Raimundo agitó la lengua, pensando en escupir hacia el agua cuando, casi en el vértice izquierdo de la roca, vio una figura alta y delgada inclinarse. Al levantarse llevaba algo en las manos; uno de aquellos bebés de cabeza pelada y miembros cortos agolpados como lemmings sobre el pequeño abismo. Sosteniéndolo frente a su pecho, parecía sopesarlo, dudando sobre qué hacer con él.
     Raimundo reprimió un grito cuando el adulto lo dejó caer agitándose al agua. No hubo gritos ni llantos; nada que destacase ni recibiese más atención. El bebé se hundió en las aguas negras como un ancla.
     Sintiéndose de pronto más que desnudo, frágil y expuesto,
plegó sobre su pecho los dos brazos, formando una X y doblando las rodillas hacia el suelo, notando los dos puños hundirse en su pecho, más blando que de costumbre.
     El barco…
     El símil del ancla le devolvió aquel recuerdo; él yendo al puerto para alquilar una pequeña motora, lo bastante grande sin embargo para llevar a su pequeña familia a pasear No era un verdadero lobo de mar, claro, pero no tampoco era la primera vez que lo hacía.
     Sí, estaba rememorándolo, volviendo a vivirlo, como el director de la película de su vida. Les había dejado en el hotel y había salido, diciendo que iba a por tabaco. Iba a ser una sorpresa. Había alquilado un coche, un Ferrari rojo, para poder moverse rápido de un lado a otro con Rebeca y Edgar mientras Carlos hacía lo propio con un Toyota. Recordó ir conduciendo en segunda, paralelo al mar y ganando velocidad al ver sobre las aguas los muelles deportivos, frente al club náutico. Y que, en aquel momento, aceleró por la colorida calle, llena de turistas…
     Y lo que siguió. El violento estallido en la parte trasera del vehículo, que lo hizo volar junto a su conductor, golpeando contra el borde del paseo marítimo, atravesando el ladrillo como si fuese cartón y cayendo de cabeza al profundo y frío azul cristalino del mar…
     Sus ojos se abrieron; sus pupilas dilatadas. Por fin volvía a oír los trémulos latidos de su corazón, insuflando de vida su cabeza.
     No… no puede…
     Era verdad, aquello no podía ser. No para él al menos, estaba seguro. Recordaba algo más, algo que vio después del accidente, lo último que recordaba…
     Raimundo sintió como si su consciencia cayese por un pozo más negro que esas aguas, abandonando realidad de aquel cuerpo perdido mientras visionaba esa última imagen: el techo blanco surcado de tubos de luz, pasando velozmente sobre él; la sábana blanca tapando su cara mientras un dispositivo ruidoso y truculento le complicaba ver; una gran mascara de plástico sobre su nariz y su boca de la que salían varios cables.
     No… puede… ser…
     Su boca se abrió formulando por fin sus palabras, repitiéndolas mentalmente al no estar seguro de haberlas pronunciado.
     —No puedo estar muerto.
     Bajo por un momento las manos de la cabeza, mirando a sus acompañantes con otros ojos. De pronto, el imposible gentío tenía lógica. ¿Dónde había habido más gente que en las crónicas necrológicas de todos los tiempos? No eran simplemente hombres y mujeres, jóvenes o viejos, blancos, africanos o asiáticos. Eran los legionarios romanos y los pueblos barbaros a los que conquistaron, los soldados moros y cristianos de la Reconquista, los soldados de las Guerras Mundiales, la peste, la gripe española y  las epidemias tercermundista, las victimas de asesinato, los ancianos… Todo el que alguna vez vivió, reducido al destino final de la humanidad.
     La muerte. Ahora entendía como algunos andaban sin cabeza. ¿Víctimas de la Revolución Francesa quizás? O que se mantuviesen impertérritos sin brazos. ¿Un accidente de tráfico, un obús, un coche bomba en Madrid o Bogotá?
     Y aquel vacío, aquella falta de emociones… Un atributo para los vivos, para hacer que merezca la pena la vida. Sin vida, ¿para qué les hacía falta? Sólo conservaban sus cuerpos, tal y como los dejaron, junto a lo que llevasen puesto en ellos.
     Esa impresión inicial, sin embargo, dio paso deprisa a un profundo desconcierto. ¿Era eso de verdad la muerte? Tan diferente a todo lo que hubiese imaginado, a su peor pesadilla. No había sido un cristiano comulgado perfecto, eso seguro, pero no se imaginaba que el purgatorio fuese así. Pensó que, de algún modo, aparecería ante San Pedro y comparecería de su vida terrenal para luego, ya juzgado, cruzar las puertas de oro suspendidas sobre las nubes.  O, en su defecto, se hundiría en el infierno para sufrir por los siglos de los siglos, rodeados de humo, llamas y azufre. Un lugar, por lo menos, más luminoso que aquel.
     ¿Se habría equivocado, entonces, la religión sobre la otra vida? Sí, se iba a otro lugar al morir, pero como ninguno de los que describían. El cielo, el paraíso mahometano, la reencarnación… ¿tendría razón alguna?
     Un movimiento le distrajo de sus cavilaciones, especialmente significativo. Fue delante suyo, al otro lado de las aguas bajo la luz plateada.
     Perfilándose por la amplia entrada de la otra orilla, revelada como una caverna por la que salía el resplandor salía una, figura oscura se acercaba, deslizándose sobre las aguas. Al acercarse se veía que era humana, altísima (mediría por lo menos dos metros) y tan delgada como algunos de los que allí parecían haber muerto de inanición. También se apreciaba que parecía ir sentado sobre una especie de plataforma flotante, movida por sus brazos, asombrosamente largos, que se agitaban lentamente como patas de pato.
     Con calma pero con decisión, penetró en la ensenada hasta la orilla, encallado con un sordo crujido. Así Raimundo vio con más detalle, al final de la tabla rectangular y negra de dos metros por uno, al asombroso barquero.
     Se había equivocado al pensar que iba sentado en la parte trasera del bote, porque él era la parte trasera del bote. Un torso esbelto, nudoso y anormalmente largo brotaba del borde de la plataforma, coronado por un ensanchamiento del que partían, como las grotescas alas de un ángel caído, dos prolongaciones con forma de guadaña pero muchísimo más anchas que se hundían en las aguas, permitiéndole avanzar como los remos de una barcaza. No era, como pensó, sus brazos, finos como palos de escoba y largos como mangueras contraincendios, plegados sobre su pecho como las garras de una mantis.
      Pero si el cuerpo sorprendía por aberrante, la cabeza que lo coronaba le habría helado la sangre si fuese capaz de seguir sintiendo miedo. Estrecha y puntiaguda como la de una gaviota, parecía a simple vista una máscara con capucha, como las vistas en bailes de disfraces renacentistas. Pero aquella nariz larga y puntiaguda se tensaba, revelando las venas sobre su superficie pálida, los dientes en la pequeña boca de debajo chirriaron y los dos ojos del extremo refulgieron con un tono dorado emocionado, mientras recorría de un lado a otro la hondonada.
     Impulsivamente, Raimundo dio un paso atrás, percibiendo por la agitación como de viento entre hojas que todo el mundo hacía lo mismo, percibiendo la amenaza procedente de aquel ente.
     La cabeza trazaba un arco de metrónomo, aspirando con fuerza como siguiendo un olor…
     De paró de improviso y el marchito brazo izquierdo se desplegó, con el índice señalando hacia una hora de reloj antes con respecto a Raimundo, que siguió su trayectoria.
     De entre el grupo de presentes, más apretado, una figura avanzó con cautela. Era un hombre como él, mayor pero no anciano, de vientre ancho pero tenso y profundas entradas en la cabeza.
     El barquero pareció sonreír, invitándole con varios ademanes del dedo a acercarse
     El hombre obedeció, cabizbajo suelo. Entonces, Raimundo comprobó que no estaba sólo; tras él, siguiéndole a escasa distancia, apareció otra figura, esta femenina, de pelo caoba abriéndose sobre su cabeza como una paloma aplastada  y pecho y abdomen arrugados por el sobrepeso.
     El hombre llegó a un paso de la barca, momento en que se detuvo. El barquero había empezado a replegar su brazo extendido y, al mismo tiempo, extendía el derecho con los cinco dedos estirados hacia él. Derechos a su cara.
     La victima escogida presenció el acercamiento con la cabeza a malas penas levantada y la boca torcida, asqueada, horrorizada, pero sin expresar aquellas reacciones obsoletas. La mano se puso sobre su cara; Raimundo pensó que ahora tiraría hasta arrancarle la piel o la cerraría, aplastando el cráneo como una mandarina madura. Pero no fue así.
      Los dedos se deslizaron hacia la boca del hombre, entrando en ella y hurgando como haría un dentista. El involuntario paciente, con los ojos muy abiertos, se dejó hacer, sin saber ni sentir muy bien lo que pasaba.
     Por fin, los dedos se doblaron y toda la cara del hombre se arrugó, cerrándole los ojos. La mano se retiró, de vuelta a su dueño, dejando tras de sí un rastro de saliva cayéndole de la boca.
     Le había arrancado algo, y Raimundo vio qué era cuando el esbelto puño se desplegó para que los ojos ardientes comprobasen su contenido: tres minúsculas piedras angulosas, relucientes como luciérnagas.
     El barquero, con un gesto que sugería una sonrisa, cerró otra vez la mano y la agitó, indicando al aún sorprendido hombre que avanzase sobre él. Este, tras parpadear algunas veces y mirar a su acompañante, obedeció. Caminó seis pasos sobre la barca, antes de pararse.
      Su compañera, en respuesta, aceleró hacia él para seguirlo; un atisbo de emoción en la cara del pasajero indicó que eso quería. Pero el barquero se dio cuenta y fue más rápido.
     Raimundo, aunque no perdía detalle, apenas pudo seguir la acción con los ojos. Fue demasiado rápido.
     La aleta izquierda que usaba de remo emergió, dejando una suave lluvia de gotas en el aire, antes de detener su canto, de aspecto afilado como una guillotina, bajo el cuello de la mujer, que se detuvo en el acto, respirando ruidosamente y mirando con los ojos muy abiertos a su compañero, que la imitó con aprensión. A los pocos segundos, la mujer desistió y retrocedió, el remo volvió a bajar y la barca se despegó de la orilla, llevándose al único afortunado (o no) elegido sobre ella.
     Sin entender muy bien lo que había pasado, Raimundo los veía perderse. Después de arrancarle tres dientes postizos, de oro, aquel demonio se lo llevaba con él, sobre las aguas. A la luz.
     El viaje se le antojó eterno. Por fin, cuando las dos siluetas se fundieron en una única sombra contra el resplandor, lo entendió… y el terror afloró en su mente.
     Conocía aquella historia… aquel mito. ¿Cómo se llamaba? ¿Quién era el barquero al que había que pagar con monedas de oro para que llevase a los finados a la otra vida?
     Caronte.
     El nombre resonó como una alarma de incendios en su memoria, el más antiguo de los mitos sobre la vida tras la muerte. La del río a cruzar para ser juzgado, para ir al paraíso o al averno…
     La sombra empequeñeció como si se hundiese, hasta desaparecer. Se habían metido en la caverna.
     Por eso griegos y romanos ponían monedas de oro en la boca de sus muertos; para poder pagar aquel viaje, llevando aquel soborno al otro mundo con sus cuerpos.
     Raimundo se llevó las manos a la frente, añorando la caricia del sudor frío y dejándose caer hasta sentarse. Aunque no sentía cansancio, notaba que desfallecía.
     Por supuesto. Ninguno de ellos tenía oro, nada con lo que pagar al barquero. Sólo algún anciano afortunado, como aquel caso; como habría unos pocos centenares más como aquellos, mujeres en su mayoría, amortajadas para la ocasión con algún par de pendientes para que les alumbrasen en la tumba.
     El primero de aquellos estallidos prorrumpió de nuevo en el horizonte, precedido en menos de un minuto por el segundo. Y Raimundo no necesitó oír el tercero para saber… o imaginar lo que era en realidad aquel estruendo.
      Tres fuertes descargas, más truenos que golpes, como expelidos por un estrecho conducto, como una garganta… Tres fuertes y feroces ladridos emitidos por tres voraces fauces siempre hambrientas. ¿No decía también el mito que aquel camino estaba guardado por un perro de tres cabezas? El Cancerbero, un obstáculo más para los turistas en su viaje final… marcando su llegada con aquellos tres gritos como mazazos, los golpes del martillo de un juez, anunciando el veredicto antes del juicio.
     Aquellos, por lo menos, tenían esa suerte. Les esperaba algo más. A los demás, aquel limbo eterno, esperando olvidados en aquella orilla un viaje que nunca harían.
     La mujer dio la espalda a las aguas. No lloraba ni parecía triste, pero podía entender lo que pensaba. Podían recordar y saber, pero ni siquiera les quedaba el consuelo de sentir. Sufrían sin dolor. Por eso era por lo que todos, a su modo, lloraban.

     Raimundo se mantuvo en aquella posición mucho tiempo, pensando, planeando, buscando. ¿Qué? ¿El sentido de aquella tradición absurda hecha realidad? ¿De qué les servía a los señores de la otra vida el oro? No creía que para gastarlo, eso seguro. ¿Simple y llana avaricia? ¿O una especie de prueba de valía? Después de todo, la muerte se llevaba a ricos y pobres por igual, pero incluso el más pobre de los hombres es capaz de procurarse eso, un mínimo pedazo de metal amarillo para demostrar que consiguió ese mínimo valor en el mundo, que les preocupaba el porvenir de su existencia. Y ahora, allí, los más ricos lo dejaban atrás sin remisión, cuando esa ínfima cuota podría pagar su salvación diez millones de veces.
     Pensó, también, en la compañera del último viajero. El tiempo había pasado, pero el barquero no había vuelto. Sólo los pocos que pagaban parecían atraer su atención, y había que darles tiempo para llegar a la orilla. De ella ya sólo quedaba el recuerdo; hacía días que había vuelto entre las filas interminables de muertos, perdida para no volver.
     ¿Quién sería? ¿Su mujer? Para eso, tendrían que haber muerto junto y llegado hasta allí juntos. ¿Una curiosa, que vio la ocasión de tener su momento de gloria? Él parecía conocerla… Quizás se conocieron allí, por casualidad, coincidiendo uno junto a otro como tantos otros allí. Quizás hubiesen logrado comunicarse, recordado juntos antes de caminar uno junto al otro… Raimundo aún no lo había hecho; no había comprobado si podía decir palabras, algo más que esos lamentos que nunca paraban.
     Quizás pudiese buscar a alguien que hablase su idioma, entablar conversación, iniciar la amistad. Un modo de no pasar la eternidad sólo entre la mayor de las multitudes…
     Apretó los dientes, frustrado. Aquello era imposible; sabía lo que le esperaba. La agonía silenciosa. En aquella tierra del dolor no había sentimientos ni emociones, sólo interminables lamentaciones, por más que se alejase, por más que cerrase los oídos. Ni había hambre, insomnio o frio, ninguna excusa para moverse, retroceder para buscar alivio. Sólo un vacío que nada podía llenar. Tarde o temprano se volvería sordo o loco, y entonces se perdería entre los demás, vagando a la espera de un final que no llegaría, sin hacer otra cosa que llorar también, llorar y lamentarse hasta olvidar quien era…
     Su familia. ¡Eso era! La espera podía ser su último consuelo. Esperar y esperar, con el paso de los años, a que se uniesen a él; Rebeca, primero, sus hijo después; sus nietos; quizá incluso a aquellas generaciones con las que sería imposible coincidir en su corto tiempo de vida… ¿Podría reconocerlos, los rostros envejecidos por el tiempo y desgastados por la memoria? ¿Recordarlos a pesar del cansancio y la locura? ¿Encontrarlos en aquella legión insondable? Si coincidían sería por mera suerte, claro que tenía todo el tiempo del mundo.
     La  espera ya se le hacía larga, esperando que llegasen cuanto antes para recuperar a su familia pronto…
     Gruñó, ahora con ira, agitando la cabeza mientras se golpeaba la frente, maldiciéndose por lo que acaba de hacer. ¿Cómo podía llegar a ese extremo? Acababa de desear la muerte a su familia…. Sólo para ahorrarse sufrir solo una existencia estática y vacía.
     No. Tiene que haber otra solución…
     Raimundo, cansado de contemplar el ondular de la eterna laguna Estigia, se levantó, caminando entre las almas en pena. A esperar. A que la solución llegara…

La solución, por fin, llegó, después de mucho tiempo; imposible saber cuánto. De forma totalmente casual, después de un mes o de diez años, mientras estaba en el ala derecha de la ensenada. Tan simple…
     Alguien tropezó, o fue empujado. O saltó. O simplemente cayó. Vio la sombría forma plateada rebasar el borde de caliza y caer al mar. Como ya sucediese una vez, se hundió como un plomo. No volvió a salir.
     Y, poco después, la escena se repitió; otra vez y una docena de veces más. Esta vez, el intervalo entre caídas fue corto, como si tomasen ejemplo de sus compañeros. Demasiado coincidentes para ser accidentes o casualidades.
     Poner fin a la propia existencia. En la vida, una solución habitual para abandonar los pesares, sin saber que se condenaban a una tortura infinitamente peor. Pero ahora no iban a morir por eso. Estaban muertos. ¿Qué les esperaría entones? ¿La nada? ¿El olvido infinito?
     Raimundo colocó los dos pies en el borde del escalón.
     El olvido. Como volver a dormir; una sensación que creía haber experimentado por última vez hacía eones y creía perdía. Hasta ahora. Una oscuridad sin la tortura de estar despierto en ella. El descanso definitivo.
     Raimundo levantó el pie derecho. Debajo, sólo las oscuras y silenciosas aguas. Sólo tenía que seguirle el izquierdo.
     Su respiración se volvió pesada, no quería mirar abajo. El menos de medio metro que se le antojaba el fondo de un rascacielos de ciento veinte pisos. Un paso del que no había vuelta atrás.
     Ahora, como en vida, le asaltaba la duda; en su forma más elemental e inesperada, al menos allí: el miedo.
      El miedo a la muerte.
     Raimundo pensaba, sopesaba y se debatía. Sólo era un paso.
     Y, por suerte para él, podía permitirse esperar. Tenía todo el tiempo del mundo para darlo.
    


lunes, 24 de octubre de 2016

EN LA TIERRA DEL DOLOR
     ¿Dó… dó… dónde estoy?
          Aunque ignoraba cuanto tiempo había pasado a oscuras, la primera sensación de Raimundo Tur Rodríguez al recobrar la consciencia fue la de acabarse de despertar de un sueño muy largo; la misma pesadez entumecedora carente de emoción y fatiga que se siente al final de una noche. Así que, con un largo bostezo, apretó los parpados y estiró los brazos, deseando notar la tirantez de su piel al tensarse; el anuncio para su cuerpo de que era hora de revivir. Pero, cuando volvió a abrir los ojos, la visión resultante le obligó a apretar aún más sus parpados, intentando romper definitivamente aquel imposible anclaje a la irrealidad. Al volver a abrirlos y parpadear un par de veces, no le quedó otra que convencerse de que era real.
     Había despertado y estaba de pie, sumido en la más absoluta oscuridad. Frente a él sólo había negrura, tan profunda y pura como sólo la conocen los nacidos ciegos.
     Después de que su enésimo aleteo de parpados despejases sus dudas sobre el control de su cuerpo, se llevó las manos a la cabeza para iniciar el reconocimiento táctil de su cuerpo, temiendo que alguna lesión le hubiese arrancado los sentidos. La suave presión de sus dedos, por lo menos, demostró que, aunque aún adormilado, no era por completo insensible. Y, aunque con dificultad, reconoció sus manos extendidas como mariposas tintadas, convenciéndose de que aún veía. Simplemente, allí estaba demasiado oscuro para ver.
     Los diez dedos bajaron desde el pelo fino y castaño blanqueado ya por las canas que recordaba más corto hasta la nuca; el arrugado rostro y la angulosa cara. De allí descendieron por el largo cuello con su nuez hundida hasta el pecho, reconociendo la pelusilla familiar que crecía entre los pezones pequeños y arrugados y el abultamiento algo mayor del vientre entre las costillas marcadas hasta la cintura…
     Llegado a ese punto, Raimundo se contrajo. Acababa de darse cuenta de que no sólo no tenía idea ni forma de saber dónde estaba. También estaba completamente desnudo, y uno o dos kilos más delgado, por lo que sugería el tacto de sus huesos. Y algo más.
      No estaba sólo.
     Lo había apreciado desde el principio, ganando intensidad a medida que progresaba su exploración, pensando al principio que era el eco en sus oídos de su aún adormilada cabeza encendiéndose; luego el susurro de sus propios pensamientos, pero ahora era indudable. Conservaba el sentido del oído en tan perfecto estado como el tacto, y dicho oído le decía que no estaba sólo; que estaba, de hecho, rodeado.
     Aquel sonido resultaba, sin embargo, difícil de clasificar. Durante los primeros segundos le pareció una mezcla de voces; luego comprobó que había voces, pero no palabras. Su impresión general era la de un prolongado murmullo de muchos labios temblorosos, presagiando el comienzo de un llanto angustioso.  Y, entre dicho murmullo, se extendían gemidos cortos y numerosos, como los emitidos al rozar un hierro ardiente, y algún grito esporádico como un relámpago, ya fuese breve e intenso como el de una película de terror o el prolongado aullido del que llora su pena.
     Una sinfonía de voces humanas, demasiadas para contarse, todas asustadas, angustiosas y sufriendo.
     Raimundo contuvo la respiración, apretando su propio cuerpo con sus brazos para minimizar el movimiento de su cuerpo. No podía evitarlo: estaba aterrado. Aquel despertar le había desconcertado lo bastante para dudar de si estaba despierto, pero el sonido le había convencido de que estaba en una pesadilla. Y, a la vez y pese a todo, ni su pulso era más irregular, ni su respiración más frenética ni se sentía especialmente turbado.
      Estaba tranquilo en medio del caos.
     Dobló las rodillas despacio, queriendo agacharse, hacerse más pequeño y menos notable; lo más parecido a esconderse que ofrecía la bastedad de las tinieblas. Pero cuando se redujo a medio metro de alto, otro sonido, débil y apagado, casi imperceptible, le produjo un escalofrío.
     Los pasos de pies descalzos.
     Un estremecimiento aceleró su corazón y erizó su vello de la nuca a los testículos, y aunque sus tobillos temblaron y su lengua se retorció, amenazando con delatarle, en última instancia se mantuvieron fieles.
     Algo acababa de tocarle, una mano le había acariciado el hombro.
     Raimundo reaccionó tensando sus músculos y bajando al máximo la cabeza hacia lo que debía ser el suelo, mientras aquella extremidad áspera y tibia se separaba de él; rezando en silencio para que su dueño, amigo o enemigo, se largarse, dejándole en paz.  
     Se mantuvo así, convertido en cochinilla; sus manos ocupadas, sus ojos cegados y sus nervios distraídos. Pero su oído seguía informándole del infinito dolor que el rodeaba. Los gemidos y llantos no paraban, acompañados de los pasos ahogados e incesantes de legiones descalzas avanzando hacia el infinito, levantando una ligera corriente que le abanicaba en oleadas y, parecía, ignorándole como si no existiese.
     ¿Pero… qué pasa? ¿Dónde estoy… y está gente…?
     Lentamente empezó a comprender y, cuando lo hizo, se irguió, todavía nervioso, todavía asustado y todavía callado, pero con los brazos bajados y la respiración restablecida.
     Aquellos lloraban, pero le ignoraban. Pasaban por su lado, a veces le tocaban, pero no querían nada de él. Seguramente, como a él mismo, tropezaban con él porque no podían verlo.
     Un ejército de ciegos perdidos en la nada y, lo quisiese o no, era parte de ella. Quedarse quieto le serviría a lo sumo para provocar un tropezón, un alud y su aplastamiento.
     Raimundo tomó aire largamente, Raimundo estiró su larga pierna derecha y dio el primer paso, seguido a los pocos segundos de la izquierda. Siguió a los dos primeros pasos, no tardando en llegar a la docena.
     El gentío a su alrededor, como no tardó en comprobar, era mayor de lo que podía imaginar, aunque no ayudaba para hacerse una idea de las colosales dimensiones de aquel espacio. Su primera impresión era que se movían intentando ir al frente como hacia él, formando ilusorias filas que se convertían en paredes de cuerpos; pasillos llenos de aire que lo encerraban como un armario. Para tocar a los demás bastaba estirar el brazo al frente o inclinarse un poco a un lado, aunque parecía que pocos lo hacían; como eran pocos los que de repente cruzaban la formación ordenada de un lado a otro, entrando entre los demás sin tocarles con suerte, rozarles con frecuencia y, según le pareció, tropezando más de una vez, provocando gruñidos de respuesta.
     Él se limitaba a seguir, no tardando en perder la noción del tiempo y de la distancia recorrida fila. Intentó, por el momento, identificar algo de aquel terreno a través de la única fuente de información disponible (sus pies) mientras hacía memoria de sus últimas horas, días y vida en general previos a ese momento.
     A ver… a ver…
     Sabía quién era; eso al menos lo tenía claro: Raimundo Tur Rodríguez, de cincuenta y cuatro años.
     Vivo…vivo en…
     Añadiendo sus gemidos de frustración a aquel coro de lamentos, intentando dispersar la bruma de su memoria, enumeró a marchas forzadas los recuerdos que conseguía extraer: vivía en Vistahermosa, Alicante; en un chalet pequeño con su piscina y su jardín cercado con su mujer…
     Un espasmo, doloroso como un puñetazo en la sien, le hizo entornar los ojos, al recordar aquel detalle: tenía familia. Su mujer, Rebeca García Mas, cuarenta y ocho años, pelo rubio, aún atractiva pese a la edad. Y sus hijos, tenía…
     Sin pararse a pensar, inmerso en la procesión de ingenuos corderos, continuó, con la vista perdida en la oscuridad de delante.
     Eran tres, pero sólo uno seguía viviendo con ellos, el único que aún no era mayor. Edgar, de doce años…
     Un manotazo se estampó contra su hombro derecho, pero lo sintió porque la fuerza lo inclinó hacia la izquierda y oyó el estampido de la palma. Aunque le habían tocado, no sentía dolor…
     Un gruñido de protesta fue su única objeción a la interrupción de sus pensamientos.
     Edgar sí; doce años. Era el más joven. La mayor, Luisa, de treinta y un años, era pediatra en el hospital Universitario de San Juan. Vivía allí con su marido, José Antonio. Tenía una niña, su nieta pequeña…
     Un dedo se deslizó por su nuca con el sigilo e indiferencia de una gota de sudor; a Raimundo, sin embargo, le molestó tanto como un soplo de aire en la cara. Siguió caminando. Y pensando.
     Y Carlos, por supuesto, su primer varón, nacido cuatro años después que su primogénita. Vivía también en Alicante con su mujer, Verónica, su propio hijo de siete años, Pepe, y una niña de tres, Marta. Y era… era director adjunto del negocio familiar… Su empresa, claro, Piroma S.A., confección y distribución de piezas de carpintería artesanal en toda la provincia y otras cinco comunidades…
     Raimundo se detuvo un momento, sintiendo un temblor de repulsa contraerle la columna. Esta vez la mano perdida había rozado sus genitales, sacudiendo sin fuerza su pene flácido como quien tira un tubo de pasta de dientes vacío a un contenedor. Erguido, con una mezcla de vergüenza y desprecio renaciendo en su confundida mente, Raimundo creyó sentir la mano infractora, ya fuese por vergüenza o la satisfacción del niño que hace una travesura, retirarse entre contorsiones; un caracol de múltiples tentáculos metiéndose en su caparazón.
     Irritado, entreabrió los labios, articulando en su garganta el conjunto de frases; incluida la reprimenda, la exigencia de cuidado, la disculpa consiguiente… Sólo acertó a emitir un gemido flemático, no muy diferente a los que llevaba oyendo tanto tiempo. Notó una ligera presión contra su espalda y el cosquilleo de un aliento perdido sobre su nuca. La simple forma que se tenía allí de decir que siguiese. Su frustración había atascando el tráfico.
     Bueno, era un comienzo. En… ¿Cuánto? ¿Cinco minutos, diez… veinte, cuarenta…?
     Había recordado quién era, dónde vivía y quién era su familia; sin embargo, le decía tanto como la fecha de caducidad de un yogur al quitarle la cubierta. ¿Dónde estaba ahora? ¿Cómo había llegado allí? ¿Y su familia, como le había dejado acabar allí?
     Las dudas se agolpaban en su cabeza, pero estaba casi seguro de una cosa: toda esa gente, fuesen quienes fuesen, no sabían a donde iban; se limitaban a moverse con la esperanza de llegar a cualquier parte, obligando a los que estaban en su camino a unírseles; el impulso lógico al despertar en aquella situación: Ciego, desnudo, perdido…
     Se limitaban a avanzar sin razón, seguramente, torturados por no encontrar una lógica a todo aquello.
     Raimundo paró en seco cuando toda su fila paró en seco y, muy posiblemente, todo el mundo. Acababa de oír algo.
     El sonido volvió; un intenso estallido como el tañido de una campana unido el eco de un trueno, lo bastante fuerte para hacer temblar la tierra… y que sólo se notó en que interrumpió un momento las voces; las cuales se reanudaron al pasar el lapsus.
     Fue, cuando sonó por tercera vez, que Raimundo lo buscó, encontrándose con algo muy distinto a lo que pensó que atisbaría pero que, aún así, le supuso un mazazo lo bastante brusco para sentir dolor en el corazón.
     Frente a él, en el fondo, más allá de las hileras de nómadas desnudos, brillaba una luz; una tenue aura blanquecina embrutecida por la distancia y la interminable multitud. Pero, por lo menos, la había encontrado.
     Sin esperar una nueva señal, se encaminó hacia ella, como parecieron hacer todos a la vez. Las ordenadas líneas que guiaban la marcha se rompieron; ahora sólo eran un sinnúmero de desconocidos sin nada caminando hacia lo desconocido.
     El plop de ventosa de los millares de pies separándose de aquella especie de caliza le acompañó mucho tiempo, si bien Raimundo ya había llegado a la conclusión de que, allí, el tiempo era tan despreciable como la sensibilidad en su cuerpo y el sentido en todo. Y aún con esas, tardó mucho en llegar; mucho más que un paseo, que una simple hora, mucho más que un día… y sin darse cuenta, llegó. No se había cansado ni un ápice, ni había tenido hambre, ni sudado ni una gota, notando su piel completamente seca. Tampoco había sentido la llamada de la naturaleza, que solía tener que cubrir cada hora y media como poco. Todo eso se había ido.
     La distancia no fue un problema tanto como los ocupantes en el camino; a medida que se acercaba no sólo eran más numerosos sino que, por algún motivo que no entendía (y que, en el fondo, no quería saber) se volvían cada vez más lentos, hasta apreciarse que a partir de cierto punto se habían detenido por completo, formando un muro de cuerpos alineados de aspecto infranqueable. Un muro grisáceo de la tonalidad enfermiza de los primeros instantes del alba, que permitía ver las cabezas inclinarse sobre las espaldas.
     Era su segundo gran descubrimiento durante aquella travesía: cuanto más se acercaban a la fuente de luz, mayor era la claridad en la caverna, la prueba no sólo de que era una luz poderosa sino que, además, no estaba perdida en el horizonte como una faro inalcanzable. Aquel camino tenía final, y podía llegarse a él.
     Si estos se apartan, claro.
     Raimundo agitaba sus pies, ajenos al dolor pero presos de impaciencia. Gruñó sobre la almena que formaban dos hombros unidos delante que, por su anchura y la poca longitud de su pelo oscuro, dedujo pertenecían a dos hombres, consiguiendo que los dos moviesen un poco la cabeza y añadiesen sus propios quejidos a aquel coro interminable; haciéndole dudar sobre si se estaban burlando de él o expresando su propia frustración. Ellos tampoco podían seguir.
     Varios golpes llamaron la atención a la derecha, obligándole a levantar el cuello sobre sus dos vecinos inmediatos, de aspecto joven pero escuálido y consumido.
     Vio a una mujer de vientre grueso y pelo alborotado cargando contra el hombre delante de ella, estrellándose contra su espalda una y otra vez como un ciervo afilando sus astas. Unos pasos más allá, una silueta masculina levantaba los puños para aporreador a sus dos predecesores, intento forzar un hueco para pasar. La única reacción de los golpeados era moverse unos milímetros adelante o a los lados para luego recuperar su pose inicial.
     Como ocurría en toda congregación expectante, lo fans deseosos de llegar al concierto a tiempo recurrían a su desesperación como rompehielos; lo que costaba saber era si para los indiferentes parados aquellos golpes se parecían más a una paliza, a una masaje o a nada.
    Pero a Raimundo le ofrecieron una forma de seguir adelante.
    Tomó aire con fuerza, juntó las dos manos y las dirigió a la fina grieta entre los dos cuerpos. Empezó a empujar con todas sus fuerzas, comprobando que le iba a costar: aquellos hombres no hacían fuerza para mantenerse quietos, sino que se veían comprimidos por la presión de la multitud, convirtiendo la labor de separar aquellos dos cuerpos en mover decenas de miles.
     Sin embargo, la idea, por imitación o intuición, había calado. No necesitó mirar para saber que había brazos extendiéndose y cuerpos presionando, empujando, tirando, forzando un paso; los gemidos de esfuerzo alzándose sobre los de desconcierto, frustración y dolor.
     Sintiendo sus brazos a punto de aplastarse, empujó con la potencia de una prensa hidráulica,  consiguió separar a los dos anonadados, formando con la boca un grito ahogado de triunfo. Sin tiempo para alegrarse, demasiado extasiado para reír, dio un paso al frente, caminando alegremente entre las paredes separadas, gimiendo de alivio al comprobar que seguía conservando los brazos.
     Fue, sin embargo, un entusiasmo breve. Un empujón le desequilibró, librándose de caer porque aterrizó entre los costados de dos nuevos retenidos, algo más gruesos y ladeados. Empuje que, sin tiempo para indignarle, se convirtió en la suave y delicada presión de unos dedos masajeándole la columna. Dedos que, no lo dudaba, presionaban y estiraban con la misma intención que lo había hecho él.
     Con su posición invertida, de obstaculizado a obstáculo, Raimundo avanzó, arrastrado adelante contra la espalda de ¿aquella mujer?, parando sólo porque aquel dominó era demasiado compacto para caer, pero no impidiendo que sus brazos, instintivamente, se doblasen mientras su columna se tensaba y los tobillos se levantaban.
     Se había convertido en una forma primigenia y adormecida de pánico; los de atrás querían avanzar y los de delante, simplemente, seguían sin moverse. Ignoraba si aquello le dolería mucho, si podría morir aplastado, pero si no se ponía en marcha se arriesgaba a quedar emparedado entre cuerpos.
      Agitado por un temblor de vergüenza, palpó el contorno de aquel cuerpo, recorriendo sus flácidos y blandos hombros hasta los costados. La mujer temblaba como un flan, quizá riendo para sus adentros en respuesta al torpe masaje. Pero, por fin, las nerviosas manos encontraron un ensanchamiento, justo a la derecha, donde un cuerpo más esbelto y huesudo se había inclinado bastante para dejar hueco.
       Raimundo cambió de táctica; ya no se abriría camino como un gigante derribando murallas. Ahora era una rata atrapada entre pies inamovibles y, como tal, sólo podía escurrirse por los huecos que dejaban.
     Si el anterior avance era penoso, aquello se volvió tortuoso. Con los brazos pegados al cuerpo siempre que podía, ruborizándose (suponía) cuando le tocaba usarlos, tocando los pechos sedosos o colganderos, los vientres blandos o duros, las caras peludos, arrugadas o contraídas, Raimundo se deslizaba, recorriendo los huecos entre la multitud hacia la luz.
     Y, como guía involuntario, aquel eco; dos veces volvió a oírlo desde que cayó en la corriente humana; primero unas horas después de oírlo por última vez; la siguiente cuando ya pensaba que no volvería a oírlo. Siempre tres salvas, ¿pero qué anunciaban?
      Cada vez estaba más cerca, el negro se volvió gris oscuro, luego ceniciento y luego, por fin, del tono de una película de los años treinta.
     Raimundo ignoraba cuanto tardó en recorrer aquellos diez mil o más expectantes, a cuantos tuvo que tocar, la vergüenza y temor de pegar su torso contra las espaldas, notando su pene rozando cinturas y rodillas mientras sus alientos cálidos y mudos llovían sobre su cara y y sus gemidos y ocasionales gritos rebotaban en sus tímpanos. Por fin, la masa se redujo a unas cinco hileras lo bastante separadas para poder caminar entre ellas. Sus componentes, absortos, miraban al frente. Al infinito. A la luz.
     La luz. Por fin podía verla claramente, tan intensa como el sol levantándose hacia el cielo, sólo que no era ni roja ni anaranjada ni amarilla. Era blanca pura, como una linterna de xenón enfocándole a la cara.
     Convertido en polilla entre las ramas de un bosque nocturno, Raimundo dejó atrás la zona de máximo concentración de cuerpos y gritos hacia los espectadores del amanecer, ajenos a su avance y contacto como hipnotizados, sin moverse. A su alrededor oía pies que corrían; supuso que, como él, otros nómadas habían alcanzado la meta de la particular carrera, corriendo deslumbrados a recibir su premio.
     Fue un instante de raciocinio, quizás un chispazo de desconfianza, lo que frenó en seco a Raimundo al pasar la última valla de desconocidos. Sus pies se arrastraron sobre aquella superficie dura que, acababa de darse cuenta, se volvía descendente. Justo a tiempo.
     A apenas dos pasos de donde estaba, el suelo se hundía. Frente a él sólo se veía un gigantesco lago; una masa de agua tan oscura como el petróleo, sólo reconocible por el ondular de sus negras aguas y el reflejo de la luz en el horizonte. Ahora que podía verla, y reconocerla, su adormilado corazón habría sonado con la potencia del motor de una Harley Davidson, mientras pestañeaba para distinguir si era o no una ilusión.
     Aquella luz, a simple vista, era la luna, levantándose por el horizonte. Pero no una luna pequeña, maciza y estática en lo alto del cielo nocturno, remota e inalcanzable como las estrellas, sino una colosal una mancha de luz en forma de disco a medio asomar por el horizonte; un sol de otro color demasiado perezoso para llegar al cielo. Desde su tembloroso e irregular contorno, una lengua plateada surcaba en dos aquel océano, marcando donde acababa el suelo.
     El suelo. Estaban frente a una especie de hondonada. El agua entraba en aquella depresión formando una curva redondeada de casi seis metros de largo por cuatro de ancho, en torno a la que se levantaba de nuevo aquel suelo de roca grisáceo sin la más mínima grieta ni imperfección producto de la erosión. Sólo había un peldaño que apenas se levantaba treinta centímetro sobre el agua.
     Un peldaño lleno de…
     La atención de Raimundo sobre su alrededor se vio momentáneamente interrumpida al notar una ligera y violenta corriente a su lado, recordándole que no estaba sólo en aquella carga a ciegas. Más personas desnudas, al menos seis, se precipitaron hacia el frente. Dos, como él, vieron en el último momento la ondulación de la superficie y frenaron, dos llegaron a notar el roce del agua en las plantas de sus pies, la quinta llegó a empaparse hasta los tobillos…
     Del sexto corredor Raimundo sólo vio la espalda, delgada y de marcados omoplatos, como un ángel dispuesto a alzar el vuelo; algo le dijo que debía ser una chica, seguramente joven, quizás incluso adolescente… pero no pudo comprobarlo.
     Sin pensarlo siquiera, siguió corriendo, zambulléndose las aguas oníricas hasta la cabeza. Se hundió por completo, y no salió; no quedado de la zambullida más que un par de ondulaciones que rápidamente se dispersaron. El agua retomó su aspecto calmado.
     Que no volviese a salir confirmó que, fuese lo que fuese, meterse allí era mala idea; los demás lo entendieron y retrocedieron, agitando los pies como si quisiesen librarlos de todo rastro del líquido. Sin embargo, había algo más curioso en aquel mar: el silencio.
     No había oleaje, al menos nada mayor que una leve turbulencia sobre aquella negra piel, pero algo tan grande, al moverse, debía hacer algún ruido. Ni siquiera se había oído el chapoteo de aquel desgraciado o desgraciada al lanzarse sobre él. Sólo se oía…
     El sonido era el mismo en toda esa extraña dimensión, desde el punto de partida a aquel final. Los murmullos, los quejidos, los llantos, los gritos; sólo que allí parecían más fuertes, saliendo de…
     Libre ya de la distracción momentánea, Raimundo siguió mirando a la línea de costa a su alrededor, con ojos cada vez más temblorosos, húmedos y aterrados. Estaba atestada, como una playa cualquiera de Levante en verano, sólo que a oscuras, sin arena y los asistentes, en vez de tumbarse o bañarse, contemplaban el agua, desnudos, atónitos y quejándose.
     La playa…
     Recordó un nuevo detalle de sus últimas vivencias. Su familia, sí. Estaba con ellos de vacaciones, en la playa. En Mallorca. Habían ido todos los que habían podido; él, Rebeca, Edgar, Carlos con su mujer y sus dos hijos pequeños, a pasar una semana de descanso. Era verano, pleno julio. El cielo era azul y cálido, no cómo allí; el mar era brillante y cristalino, no como allí; la gente pululaba por la playa y las calles, haciendo fotos, comprando recuerdos, visitando discotecas. Desprendían alegría. No como allí.
     Y había más. Recordaba la risa de los jóvenes mientras a su mujer le preocupaba que el sol la quemase. Como habían paseado por los bulevares, haciendo planes para mejorar la estancia. Incluyendo su idea.
     El barco…
     La tristeza de los lamentos le devolvió al presente; respirando con fuerza, una vieja reacción de cuando se ponía nervioso, volvió a mirar a la hilera frente al borde. No le impresionó tanto su número como el tipo de árboles que crecía en aquel bosque.