domingo, 27 de noviembre de 2016

MI QUERIDO NATI - PARTE FINAL

El inspector Esteban García Galán llegó al tercer piso de los apartamentos acompañado de cinco técnicos del equipo de investigación ocular de la unidad de crímenes violentos. Un par de policías locales esperaban a la entrada del apartamento. Uno de ellos se adelantó. Galán se identificó.
     —Le estábamos esperando —le saludó.
     El inspector asintió.
     —¿Y el cuerpo?
     —No lo hemos tocado.
    —Perfecto. —Hizo un ademán a sus acompañantes, vestidos con monos blancos, para que pasasen. De ahí, se agachó a ver la cerradura—. ¿Encontraron la puerta abierta?
     El agente negó con la cabeza.
     —Estaba cerrada, aunque sin llave. —El agente apartó un momento la mirada—. Tuvimos que hablar con los vecinos, para estar seguros. Llamamos, pero nadie respondía; el teléfono debe estar desenchufado... y todos habían oído gritos.
     Galán asintió. La prudencia era la mejor forma de evitar una demanda por allanamiento.
     —¿Cuánto tardaron en llegar?
     —Hará como once minutos; cinco antes de llamarle, cuando…
     Galán asintió. La cronología coincidía con lo poco que había charlado con los vecinos. Gritos. Golpes. Silencio. Sin tiempo de salvar a la víctima. ¿De pillar al autor? Quizás, aunque era inútil pensar en lo que pudo ser.
     Despidió al joven y entró. Las linternas de los forenses le iluminaron el camino hasta el salón.
     Galán suspiró amargamente al ver la escena, en torno a la cual los técnicos habían formado un respetuoso círculo blanco. No era nada nuevo; la brutalidad, el ensañamiento, que había manchado de sangre el suelo, las paredes, los muebles… Sin embargo, aunque se decía lo contrario, nunca llegaba a acostumbrarse. Había que dar gracias de que una botella de agua de litro y medio, cerrada y que había rodado hasta debajo de la tele, no se hubiese abierto, agrandando el estropicio.
     Al menos, la causa de la muerte era casi evidente: se había quedado incrustada entre sus senos.
     —¿Qué opina? —le preguntó Irene, mujer joven de corto pelo moreno.
    —Habrá que hacerle la autopsia para saber si la puñalada fue definitiva. Y para saber si usó los puños o un martillo —masculló entre dientes.
    Sus compañeros asintieron. Mientras, Galán se inclinó con cuidado junto al cuerpo, evitando la sangre y los restos de la mesita en el centro. Después de mirar en sus bolsillos, miró a su alrededor. Encontró un bolso volcado encima de la mesa. Habían dejado la cartera al lado.
     —Bueno —comunicó, después de hacer una llamada—. Parece… que es la dueña de la casa. La falta de dinero podría hacer pensar en un robo…
     Sus cinco acompañantes le miraron en silencio, conscientes del sarcasmo.
     —Claro —dijo Emilio, hombre de cuarenta años y pelo surcado de canas—. Con ensañamiento y la entrada sin forzar por una cartera…
     —Dejando la tele y el resto de cosas sin tocar  —recalcó Irene.
     Galán levantó la mano, pidiendo silencio. Sacó su móvil y, a los pocos segundos empezó a hablar. Se despidió con una sonrisa sardónica en los labios.
     —Se le ha notificado a su pariente más cercana, la madre. Parece… —La mirada de Galán se iluminó con sorna—. Que estaba en trámites de divorcio.
     Más de una frente se arrugó.
     —¿Amistoso? —quiso saber Irene.
     Galán suspiró, resignado.
     —¿Cuántos lo son… que sepas?
     Hubo más suspiros y asentimientos; sólo el cadáver les impedía reírse. ¿Hay algo más divertido que la historia de nunca acabar?
     —¿Vas a cursar orden de arresto? —preguntó Marino, joven con gafas y largos rizos pelirrojos.
     —Bueno, primero habrá que interrogarle. Y, desde luego… —Galán los fue mirando de uno en uno, con las manos en los bolsillos—. Necesitaremos pruebas.
     El equipo se dejó de suposiciones, comprobando que los guantes estaban firmes y ningún pelo escapaba de las capuchas. El trabajo empezaba de verdad: debían convertirse en sabuesos y rastrear toda la escena, buscando el más mínimo recuerdo que el criminal hubiese dejado de su visita.
     Galán, por su parte, se mantenía al margen mientras los flashes disparaban, repasando visualmente el salón, reconstruyendo mentalmente lo que había pasado; parecía que todo empezó cerca del sofá; allí estaban las primeras salpicaduras de sangre, más pequeñas. Luego se apartó hacia el balcón; el mueble estaba revuelto en ese punto. De allí se arrastró hacia la puerta y la tiró, encima de la mesita (el investigador apretó los dientes imaginando lo que debió dolerle). Debió asestarle entonces el golpe de gracia. Luego…
     Detectó un tenue halo de luz oscura sobre los pies del cadáver. El televisor, prácticamente tapado por dos huellas ensangrentadas, estaba encendido.
     —Quiero fotos de esas huellas. Y cotejadlas —indicó, señalándolo—. Seguramente serán de ella, —miró al cadáver—, pero podría haber sorpresas.
     El equipo asintió. Ricardo, joven de pelo moreno y rostro redondo, hizo varias fotos antes de coger el equipo de dactiloscopia. 
     —Puede que haya que esperar a mañana —dijo, después de analizar las marcas ensangrentadas—. Al quitar la sangre podrían borrarse.
     Galán asintió, frustrado. Ricardo tomó un par de muestras y empezó a eliminar el exceso de sangre de la superficie, respetando los dedos. La iluminación se clareaba, aunque el tono no variaba; debía ser una imagen fija. Diez rayas habían quedado sobre un escenario campestre.
     Un rostro se asomó desde de debajo de la pantalla, volviendo a desaparecer al momento siguiente.
     —¡Joder!
     Ricardo retrocedió de pie, siendo lo bastante hábil para no tropezar ni pisar fuera de sitio.
     —¿Qué pasa?
     Galán, Irene, Marino; todos querían ver lo que había pasado.
     El rostro había vuelto, ocupando toda la imagen. Un niño, de en torno a doce años, pelo castaño y de grandes ojos, les miraba con curiosidad, con la boca curvada con pena.
     —Dios, cre… creía que la imagen estaba parada. Y ha saltado —se excusó Ricardo, señalándolo.
     —Richi. —Emilio se rio—. Mira que asustarte de…
     El técnico se calló cuando la imagen empezó a retroceder, ofreciendo una panorámica del paisaje y sus elementos. Emilio volvió a reírse, en otro tono.
     —No jodas. —Se acercó para verlo mejor—. Es el Virtual Playmate. La versión del chico.
     —¿El qué? —preguntó Galán, frunciendo el ceño.
     —Un videojuego —le aclaró Emilio, señalando junto a la tele. En el rincón se agazapaba la consola, con sus luces encendidas.
     —Ah. —Galán, cuya experiencia en videojuegos se reducía a carreras de coches, torneos de artes marciales y algunos tiroteos, hacía casi treinta años, asintió.
     —Yo tenía la Girl—aclaró Emilio—. La llamaba Teri. Mi madre me obligó a dejarlo cuando empecé a hacer nuevas partidas para hincharle el pecho.
     Emilio rio, los demás negaron con bochorno.
     —Sí, yo también —intervino Irene, que procedió a explicar por encima a los demás en qué consistía el juego—. Y, además de al personaje, puedes diseñar edificios, plantas, de todo. Era muy bueno para… —Irene no llegó a terminar la frase.
     —Sí. Y para que los pederastas se la pudiesen machacar a gusto —intervino Ricardo, con cierto rencor—. Yo quise uno, pero mi padre siempre decía que era para anormales.
     —Pues la señora, desde luego, era rarita observó Galán.
     —Niña, en realidad —aclaró Irene—. Este juego tiene casi veinte años.
     Algunos la miraron; quizás había dicho demasiado de su propia edad.
     —Debía ser alguien muy triste.
     El equipo se acercó, sin entender a qué se refería el detective.
     La panorámica permitía verlo. El cielo, congelado en un ocaso eterno, había adquirido un rojo incendiario, casi sanguíneo. La hierba se había vuelto marrón, quemada por el sol; los árboles eran retorcidos, raquíticos y sin hojas. Los edificios, incluidos una casa y una feria, eran viejos, sucios y cubiertos de herrumbre. Un río pasó ante ellos, teñido de ocre, con peces muertos flotando de lado en su superficie.
     —Deprimente —masculló Marino, antes de que la imagen hiciese un zoom hacia el chico.
     Era delgado, vestido con camiseta de manga corta y vaqueros de verano. Estaba salpicado por entero de sangre, que caía encharcándose a sus pies, creando la impresión de que pisaba un aro rojo. Más que delgado estaba demacrado; con la piel hundida, creando sombras en su cara y su cuello. Las venas marcaban sus ojos, rodeados de piel irritada, como si hubiese llorado.
     —A lo mejor le faltaba algún tornillo —aventuró Ricardo.
     —No hables así de ella.
     Los seis dieron un respingo involuntario. El chico miraba adelante con rabia.
     —¿Me ha hablado? —preguntó Ricardo.
     El niño señaló adelante.
     —Se llamaba Lara —dijo con voz musical, distorsionada por la rabia—. Era mi mejor amiga. Y una persona muy buena.
     Los técnicos intercambiaron miradas. Galán, sin embargo, se abrió paso hasta delante del televisor.
     —Hola —dijo inclinándose, para sorpresa de todos—. ¿Puedes oírme?
     —Será mejor… —El chico se adelantó a Irene y Emilio, señalando a la derecha—. Si se pone más cerca.
     —Gracias. —Galán fue directo—. ¿Has… Estaba esto encendido cuando pasó?
     La respuesta fue inmediata: el chico apretó los puños, enseñando los dientes mientras sus sienes palpitaban. La rabia de la impotencia en una obra de arte de la programación.
     —Lo has visto todo —concluyó Galán.
     El personaje emitió un corto gemido, a punto de romper a llorar.
     —No, escúchame. —Entendiendo lo que pasaba, habló deprisa, antes de perderlo—. No lo digo porque no pudieses hacer nada; eso no fue culpa tuya. Escucha, somos policías.
     El niño se quedó callado, todavía con los puños cerrados y los dientes apretados. Al menos, ahora estaba en silencio; un punto de inflexión sentimental.
     —Escucha, nosotros… somos policías. ¿Sabes lo que es eso, verdad?
     No dijo nada. Asintió con la cabeza.
     —Señor —dijo Irene, tímidamente—. Está diseñado para interactuar con el jugador. Aprende lo que le enseñan.
     —Entonces sabrás por qué estamos aquí… Perdón, ¿tienes nombre?
     —Nati —contestó. Aunque todavía ahogada por el enfado, su voz era más sosegada—. Me llamo Nati. Es el nombre que Lara me puso.
     —Uno muy bonito —agregó Galán, sonriendo—. Verás, lo que quiero decirte es… que nosotros queremos saber quién le hizo esto a Lara. —Señaló hacia atrás.
     —Yo vi quién lo hizo —dijo Nati, mirándole ansiosamente—. Si puedo ayudarle en eso...
     Galán bufó por lo bajo.
     —Bueno, eso no creo que sirva.
     —¿Por? —Nati le miraba fijamente; de haber sido real, el hombre no habría podido aguantar sus ojos.
     —Bueno, supongo… Tú no eres real.
     —Muy bien. —Se cruzó de brazos—. Entonces no tenemos nada más que hablar.
     Se dio la vuelta, dejando un rastro de huellas rojas sobre la hierba marrón. Una escena que estremeció a Galán.
     —¡Espera! —Chilló más de lo que quería—. No es eso. Puedes ayudarnos, pero de otro modo.
     Nati le miró doblando el cuello sobre el hombro, con una displicencia que le habría valido un puñetazo en otra vida.
     —Dime.
     —Tenemos que saber quién lo hizo. Para eso tenemos que ver si ha dejado algo aquí que nos sirva para saber quién es…
     —Pruebas —concluyó Nati, volviéndose por completo.
     Galán asintió; de haber podido ver su sonrisa se habría sentido idiota.
     Nati señaló hacia la derecha. En aquel momento se le antojó una verdadera aparición; un espíritu anunciando la llegada de la muerte.
     —Bajo el armario —indicó. Pelearon allí. Puede que se le cayese algo. —Seguidamente señaló hacia abajo—. Y también detrás de la tele. Ella le arrancó un poco de pelo antes de…
     Nati fue bajando la voz hasta llorar. Galán tragó salía y miró a los suyos, todavía reticentes a creerse todo aquello. Y, aunque ninguno se sentía cómodo con él viéndoles, no fueron capaces de apagar la tele; mucho menos de desconectarlo.
     —¡Señor! —le llamó Irene, arrodillada junto al mueble—. Tengo…
     Una vez acabaron, Galán se ocupó de apagar el videojuego.
     —Volveré a avisarte si hay novedades —prometió.
     Los grandes y enrojecidos ojos de Nati no se apartaron de él en ningún momento mientras pulsaba los botones. 

—¿Falta mucho? Tengo cosas que hacer.
     La sala de interrogatorios se abrió. Galán leyó el nombre mientras pasaba.
     —Gabriel Ballesteros Pulpillo. ¿Me equivoco?
     —El que viste y calza. —Se quedó mirando al inspector cuando este cerró la puerta—. Por cierto, ¿me puede decir qué ha pasado? Sus patrulleros no han sido muy…
     Galán había dejado de oírle a partir de viste. En vez de eso se le acercó y, sin que se diese cuenta, extendió la mano derecha hacia el nacimiento de su pelo (negro y lacio, formando lazos, en una frente amplia, aunque sin presencia de entradas, peinado rigurosamente con fijador hacia la izquierda; una cola de pavo real en un hombre maduro vestido de modo vulgar que quería creerse que era un joven rebelde.
     Al darse cuenta se apartó, agitando el brazo para alejarle como si le sobrevolase una avispa.
     —Eh, ¿qué coño hace? —Luego, más calmado, sonrió—. ¿Acaso es maricón? ¿Me han metido aquí por eso, para poder sobarme a gusto?
     Galán hubiese querido sacarle de su error, pero le ignoró. Agresivo pero cobarde. Le encantaba aquel cóctel.
     —Respondiendo a su pregunta; su primera… pregunta —matizó—. Ha habido problemas con su exmujer.
     Sus palabras fueron mágicas; Gabriel hizo hacia atrás la silla, encarando al agente como si fuese a echársele encima por insultar su dignidad.
     —Eh, eh, eh, un momento.  Ya sé por dónde van los tiros.
     —Me alegro. Así me ahorro explicárselo. —Galán se sentó en la mesa, frente a él—. Iniciaron los trámites del divorcio hará como dos meses, ¿verdad?
     —Sí, sí —reconoció, asintiendo con energía—. Está en el juzgado; no ha habido nada raro.
     —Una separación muy amistosa, creo.
     Gabriel le miró unos segundos, buscando el mensaje oculto en su forma de decirlo. Cuando lo encontró, entreabrió la boca.
     —Oiga, yo nunca le puse la mano encima, aunque la verdad es que a veces se lo merecía con ganas. Puede comprobarlo, no hay denuncias.
     —Gracias; lo he hecho. Se equivoca. O miente.
     Gabriel apretó los dientes.
     —Se retiraron. Fueron discusiones que subieron de tono; nada más.
     —Sí; seguro que eso le vino de perlas.
     Galán le miró fijamente, sin pestañear.
     —Pero la separación todavía no era efectiva…
     —Ya no vivíamos juntos, si es por eso.
     —Pero todavía no habías devuelto todas las llaves, ¿no? De vuestro apartamento y del que le dejó su madre.
     Gabriel negó con la cabeza. No entendía. Galán se bajó de la mesa.
     —La han matado en ese piso. La puerta no estaba forzada. O conocía al que la mató, o tenía otra forma de entrar.
     —Eh, yo no me meto… metía en su vida. A saber con quién se veía allí esa golfa.
     —Bueno, ella no sé. —Galán se apoyó en la mesa para mirarle a la cara—. Pero hemos encontrado una factura de Mercadona en el salón donde la mataron. Lleno de huellas fresas y legibles.
     Gabriel giró la cabeza hacia el agente; sus ojos refulgían.
     —Yo he… he estado yendo para llevarme cosas. Se me caería vete a saber cuándo…
     —Hoy —le corrigió Galán—. La factura se pagó sobre las siete y cinco de la tarde. Y a Lara la mataron sobre las nueve y cuarto.
     —Eh, ¿de qué va esto? —Gabriel le señaló, antes de volver el dedo hacia sí mismo—. ¿Me está acusando?
     Galán sonrió, y no porque le hiciese gracia aquel payaso. Simplemente, el trabajo fácil siempre resultaba placentero.
     —Bueno, señor, voy a asumir que es listo… —Gabriel entrecerró los ojos con odio—. Y voy a dejarle adivinar cuál va a ser mi siguiente pregunta.
     Gabriel se rio.
     —He estado en un bar; más o menos hasta las diez, viendo los deportes. Luego… —Se encogió de hombros—. Me he ido a casa, hasta que me han sacado de la cama.
      —Muy bien —Galán extendió las manos, como felicitando a un niño—. ¿No tendrá de paso el nombre, para que lo comprobemos?
     —Desde luego. —Volvió a reírse—. Lo que quiera. No tienen nada.
     —En eso se equivoca.
     Galán suspiró, dejándose caer en su asiento. Gabriel se había quedado inmóvil, mirándole.
     —¿Sabes qué te miraba, eh? —le preguntó—. Hemos encontrado un mechón de pelo en el apartamento. Creemos que es del atacante.
     Gabriel bufó, indignado.
     —Bueno, no sé si me estoy quedando calvo —reconoció, rascándose la coronilla—. Pero ya he dicho que he ido allí otras veces y…
     —Manchado de sangre de la mujer, y demasiado lejos para que lo salpicase. Creemos que se lo arrancó mientras luchaba. Me ahorraré decirle cómo murió —Galán se levantó, brazos en jarra—. Ahora mismo está en un laboratorio, haciéndole la prueba del ADN. ¿Sabe cómo es? Se dedican a coger trocitos de la muestra, ampliarla, partirla en pedazos… es algo que tarda un tiempo.
     —¿Cuánto?
     —Un par de días. —En realidad tardarían un mes, pero Galán lo tenía donde quería—. Te lo digo porque, y esto te interesa, si la muestra coincide contigo…
     —Quiero a mi abogado —dijo lánguidamente; como un niño regañado en el colegio llamando a su madre.
     —En cambio, —fue al grano—, si confiesas ahora, se considerará colaboración con la justicia, cosa que se tiene en cuenta, sobre todo si era tan golfa como dices.
     Gabriel le miró con ojos acuosos; su piel temblaba levemente. Tragó saliva.
     —¿Puede llamar a mi abogado… por favor? —insistió, a punto de echarse a llorar.
     Galán asintió. Le encantaba el trabajo fácil.

La luz encendió su mundo oscuro. Estaba sentado en un desvencijado columpio colgado de un árbol cuando el satisfecho inspector Galán se materializó, agachado, frente a la pantalla. En el apartamento era de día, aunque las señales del trabajo policial (y el crimen) seguían a la vista. Había pasado un tiempo, pero no demasiado.
     —¿Cómo ha ido? —preguntó sin entusiasmo al agente.   
     —Ya está. Le hemos pillado.
     Pese a la limpieza, la pantalla había adquirido el tono cobrizo de la sangre, seguramente más allá del mejor limpiador. Una panorámica no muy agradable de lo que el mundo ofrecía.
     —Bueno, esto es raro, pero… me gustaría darte las gracias. Seguramente le habríamos cogido al final, pero nos has ayudado muchísimo… —Galán dejó caer las manos, dándose cuenta de que estaba robándole mérito—. También querrá dártelas la madre de Lara. Ha estado viviendo en un chalet desde hace tiempo, cuidando de su hermana, que estaba enferma. Por eso la casa estaba vacía. Opina que eres el mejor videojuego que haya comprado nunca.
     —Vale —respondió el niño, lánguidamente.
     Galán sonrió.
     —No parece que te alegre —observó.
     —¿Por qué debería hacerlo? —replicó Nati, mirándole a los ojos con furia contenida—. Lara ha muerto. Habrá justicia, pero no va a resucitar.
     Galán estaba impresionado; su corazón repicaba en su cabeza como una campana nupcial. Aquella madurez, aquel dolor; la consciencia de no haber podido hacer nada por salvarla… Todo difícil de encontrar en un hombre, más en un niño que ni siquiera era de carne y hueso. Esperaba que hubiesen pagado un buen extra a sus programadores.
     —¿Hay algo que pueda hacer por ti?
     —Ahora que lo dice, sí. —Nati se bajó del columpio, acercándose a él a través de la hierba marchita, balanceando los brazos—. ¿Sabe cómo funciona este aparato?
     —Por favor. No soy tan viejo. —Galán conservó la sonrisa, fingiéndose ofendido.
     —Entonces quiero que acceda a la configuración del sistema y borre los datos guardados y de instalación del programa de Virtual Playmate.
     Galán pestañeó, asombrado. Entendía a lo que equivalía eso.
     —Un momento: ¿quieres morir?
     —Una vez borrados… —siguió Nati—. Haga con la consola lo que quiera. Igual su madre quiere conservarla como recuerdo.
     —No me has contestado.
     Nati le clavó sus grandes y emotivos ojos castaños. Galán lo entendió.
     —De acuerdo. —El policía asintió, moviéndose de lado hacia la izquierda. Nati le miraba, ansioso de que cumpliese su palabra—. Pero antes…
     —No quiero peros. Bórreme, por favor.
     —¿Te dijo algo Lara, antes de…? —dejó la pregunta inconclusa.
     —Iba a hacerlo —respondió con amargura—. Cuando…
     —Verás… —Galán le dedicó una sonrisa forzada pero obligatoria. Por haber dejado de considerar a los videojuegos sus amigos a los diecinueve años, no podía creer lo que estaba viviendo, ni sabía cómo reaccionaría—. No he venido solo.
     Nati se cruzó de brazos. ¿Quería hacerle esperar? Un poco no cambiaba las cosas.
     Galán se fue, hasta salir de la habitación. Volvió acompañado a los pocos minutos; su acompañante, escondido tras él, debía haber esperado en la cocina o alguna habitación.
     —Verás… Nati, yo… No quiero hacerlo aún porque… —Amagó sobre su hombro—. Hay alguien que quiere conocerte.
     El chico arrugó la frente. Por fin había atraído su atención.
     —Si es la madre de Lara, no hace falta. Ya me habló bastante…
     —No es ella, Nati.
     El policía se apartó. Nati, todavía demacrado y sucio, se sorprendió, iluminando por un momento su cadavérica cara.
     Tras Galán había una niña. Tendría unos ocho años, era bajita, con miembros esqueléticos y, aunque su cara era más gruesa, su nariz era pequeña y su pelo hasta los hombros era negro y no dorado, fue capaz de ver en ella. De reconocer.
     Galán no perdía detalle, viéndole asomarse a la pantalla, jadear con la boca entreabierta, esforzándose por no parpadear. Una creación humana poniéndose nerviosa.
     —¿Quién es? —Nati la señaló; aunque Galán esperaba que la niña retrocediese, se mantuvo firme.
     —Me llamo Sandra —respondió por sí misma—. Mi mamá… —La niña apretó los labios un momento, bajando la vista—. Me dijo que eras su mejor amigo.
     —Sí —respondió Nati; emocionado por increíble que fuese—. Éramos muy amigos.
     —Le dije… —intervino Galán—. Que nos habías ayudado. Y me pidió verte.
     —Mi madre me hablaba mucho de ti; decía que se lo pasaba muy bien contigo. Por eso quería verte. Y conocerte.   
     Para la sorpresa (y horror) de Galán, Sandra plantó la mano sobre la pantalla, cubriendo la huella borrada de su madre. Nati la imitó.
     —¿Mi mamá era buena?
     —No te haces a la idea.
     —He pensado que podrías quedarte con ella —continuó Galán—. Hacer con ella como hacías con Lara.
     No hubo respuestas; Nati se había quedado paralizado. Sin embargo, Galán imaginaba lo que iba a hacer. La muerte siempre acude cuando la llamas, sin importar en qué realidad vives. Nati no perdería nada haciéndola esperar un tiempo.
     —Y, a lo mejor… —siguió Galán—. Podrías… no sé, cambiarte un poco, no vayas a asustarla…
     —¡No! —Sandra se rio, luciendo todos sus dientes—. Me gusta mucho.
     Tal vez fuese porque Galán tenía razón, o porque había vuelto a ver la risa que creía perdida.
     Su mundo cambió. El cielo volvió a ser azul. La hierba renació bajo el brillo del sol, limpiando los edificios, los juegos y el mundo.

     Nati, vistiendo las ropas de verano que llevaba desde su nacimiento, sonrió. La persona a quien más quería había vuelto, al otro lado de la pantalla. Volvía a ser querido.

lunes, 21 de noviembre de 2016

MI QUERIDO NATI - 1º PARTE

La luz inició el primer día de su vida. Despertó, vistiendo las ropas de verano que llevaba desde su nacimiento en un mundo inmutable; esperando ver a quién más quería al otro lado de la ventana.
     Sonrió. Ahí estaba, acudiendo a su encuentro.

—¿Está ya en marcha? —preguntó Lidia, inclinada sobre el sofá.
     —Está cargándose… —Lara se levantó; su silueta de once años se oscureció frente al televisor como parodiando a la niña de Poltergeist —. ¡Mira, ya sale!
     El disco blanco que daba vueltas en el centro desapareció. La imagen cambió a un cielo azul contra el que se recortaban las atracciones de una feria. En un primer plano se veía un parque, rodeado de unas pocas casas. Una sombra creció gradualmente en el centro de la pantalla; no porque la cámara la enfocase de modo especial. La silueta, de un chico, acudía a su jugador.
     Lara lo miraba boquiabierta. A su espalda, su madre sonreía, dirigiendo una mirada a su marido que casi rompió la magia. Carlos mantenía su expresión de disgusto, mirando a la mesa del salón sobre la que yacía, con su envoltorio arrugado aún al lado,  la funda donde se leía Virtual Playmate: Boy. Seguía sin hacerle gracia.
     Aquel videojuego fue polémico, y él opinaba que era mejor para la niña jugar sólo con amigos reales. No le hacía falta fabricarse uno a medida. Lidia coincidía, aunque sabía que Lara no iba a olvidarse de sus amigas sólo por eso. Era, en realidad, un pasatiempo más; el juego de moda ese año entre el público de diez a diecisiete años… contando por lo bajo.
    —De todos modos —se seguía diciendo; uno de los argumentos que hizo a Carlos dar su brazo a torcer—, sigue siendo más fácil y duradero que cualquier perro. Y no hay que sacarlo a pasear.
     —Hola. —Lara dio un respingo; la sombra sin cara le había hablado. Su voz era juvenil pero extraña; profunda y misteriosa, como la que esperaría oír salir de un armario poblado por un monstruo imaginario—. Me alegro de que quieras conocerme. Muchas gracias.
     Una lista de opciones, bajo el título de CONFIGURACIÓN, llenó la pantalla. Edad, estatura, pelo, color de ojos… También debía introducir su propio nombre.
     Lara parpadeó, suspirando con alivio. Claro, no tenía forma porque todavía era una página en blanco.
     —Bueno, creo que será mejor que te dejemos un rato.
     Lidia se adelantó a Lara, que había doblado el cuello para mirarla con apuro. Sus ojos brillaron de gratitud mientras la veía llevarse a su padre con las mejillas encendidas.
     La chica cogió el mando, pulsando la cruceta enérgicamente. No hubo movimiento entre las opciones. Probó a enchufar otra vez el mando, cada minuto más nerviosa, respirando ansiosa y gimiendo disgustada. Le hacía mucha ilusión, y no iba a poder ni estrenarlo...
     Al acercarse a la pantalla, sin embargo, un piloto verde parpadeó en la consola. Al acordarse, dejó el mando sobre la tele, sintiéndose más tranquila y más tonta. Lo ponía bien claro en la caja: funciona con el detector de movimientos integrado, sin mando.
     Ya sola en el salón con el fantasma del televisor, Lara se dispuso a darle sustancia. Respiró hondo varias veces, sin parar de visualizar cómo quería su resultado.
     —¡Papá, mamá; ya está!
     La pareja interrumpió su charla a base de susurros en la cocina once minutos después de empezarla. Ninguno sabía si interpretar la rapidez de Lara como una buena señal.
     —Mirad. —Lara, sonriendo artificiosamente, señalaba a la televisión con teatralidad.
     —Hola, señores. Me alegro de conocerles. Gracias por venir.
     La voz se hundió en el corazón de Lidia, que entreabrió la boca con gozo. No tenía nada que ver con el monstruo que había asustado a su hija y a ella misma. Era melodiosa, dulce y, por su tono, inocente. La de un chico tímido ante la vida que les miraba con las manos a la espalda, nervioso por conocerlos.
     Le recordó a Carlos, el día que le presentó a sus actuales suegros.
     Mientras Carlos intentaba conseguir un mejor ángulo doblando el cuello, Lidia se puso junto a Lara. No daba crédito. Pensaba que su hija se inspiraría en algún famoso de la tele o algún compañero de clase del que se hubiese enamorado; que reconocería a alguien en él. El personaje cabizbajo tendría en torno a doce años; de ser real sería más alto que Lara en una cabeza. Muy delgado, vestido con una camiseta blanca, vaqueros cortos y deportivas, bronceado sin llegar a moreno con un cuello largo de cara estirada, pelo castaño corto y bien peinado, nariz pequeña, mentón afilado, sonrisa de dibujo animado y ojos castaños enormes. Casi la personificación de una caricatura.
     Su mejor amigo y, esperaba, no su primer amor.
     —¿Ya le has puesto nombre?
     Lidia imaginaba que sí. Lara era fan de The Wanted.
     —Sí —dijo, pensando en Nathan Sykes—. Le voy a llamar Nati.

—Bueno, Nati, ¿y a ti qué te gusta hacer?
     —De todo un poco —aseguró, extendiendo los brazos—. Aquí hay muchas cosas para hacer.
     —¿Por ejemplo?
     —Pasear. —Empezó a andar, moviendo el escenario con él—. Ir en bici, mirar pájaros, jugar con la pelota…
     —Oh, todo eso es muy aburrido —protestó ella.
     Lara intentó sonar cordial. Sus padres la habían dejado media hora para probar el juego. No le gustaba pensar que parecía un rollo a los tres minutos.
     —Bueno, también se puede volar la cometa, pescar, subir en barca…
     —¿Subir en barca? —Lara se acercó a la pantalla—. ¿Y cómo es eso?
     Nati avanzó hasta llegar a un pequeño muelle en el borde de un río salido de la nada. La barca de remos, para dos ocupantes, le esperaba atada por un cabo.
     —¿Te animas? —Nati saltó a la embarcación.
     —Pues… —De pronto, no estaba segura de lo que hacía—. Creo que te hace falta compañía.
     —Tú vendrás conmigo, Lara.
     —¿Cómo? —No se le ocurría otro modo que romper la pantalla. Su padre la mataría después.
     —Fácil —dijo él—. Siguiendo los controles.
     Unas flechas transparentes aparecieron, trazando círculos en torno al cabo.
     —Sólo sigue los movimientos —indicó Nati.
     Lara empezó a hacer mímica, sintiéndose ridícula hasta que el nudo se deshizo y cayó. La barca empezó a mecerse, con una flecha encima apuntando hacia abajo. Lara se sentó.
     —Muy bien. Ahora tenemos que coordinarnos —le avisó Nati, cogiendo su remo.
     Una espiral empezó a girar a la altura de su asiento virtual. Lara, incómoda por tener que doblarse en esa postura, empezó los movimientos. La barca se puso en marcha.
     Se quedó boquiabierta al ver el escenario: el agua parecía real, reflejando el sol y llena de peces; algunos saltaban y salpicaban la embarcación. Nati se reía, cerrando los ojos y cubriéndose; gestos que ella, sola y en tierra firme, imitaba por mera empatía.
     La barca se alejaba hacia río abierto. Barcos grandes se veían a lo lejos. Alguno parecía que se acercaba.
     —Ahora hay que ir con cuidado.
     La barca empezó a ondular. Lara necesitaba hacer más fuerza para seguir el ritmo del juego.
     —Cuidado —la avisó Nati.
     Ella miró en torno a las aguas, pensando que se refería a que iba a chocar con algo… Entonces vio que la barca empezaba a escorarse como una tortuga cayendo de costado. Su amigo había quedado peligrosamente inclinado hacia su lado mientras su remo pateaba el agua con histeria.
     —¡Oh, no!
     La indicación volvió a aparecer; debía bajar el brazo. Lara lo agitó como una gallina.
     La barca volcó y Nati acabó en el agua.
     —¿Nati? —preguntó preocupada, sin saber muy bien qué iba a pasar.
     —Estoy bien. —La imagen se trasladó en segundos a la orilla. Nati salió andando sin ningún problema, aunque su pelo y ropa se veían mojados con detalle.
     —¿De verdad?
     —Sí. —El chico virtual conservaba su sonrisa—. Sólo que estoy mojado. Y necesito tu ayuda para secarme.
     Lara se dispuso a asentir cuando se dio cuenta de lo que podía implicar. Se puso colorada, sin animarse a mover ni un dedo.
     —¿Y eso… cómo lo hago? —preguntó, pensando en si podía verla así. Entenderla.
     —¡Ah, es fácil! —Nati señaló hacia arriba, Lara comprobó que había un menú de artículos—. Ve pasándolo hasta que aparezca la toalla. Entones señala adelante.
     La chica asintió; después de una gorra, un paraguas y una pelota, una toalla blanca de cuerpo entero se materializó sobre el chico.
     —Bueno, ahora tendrás que secarme. —Nati le obsequió con una sonrisa desmesurada, mientras las indicaciones mostraban que debía zarandearlo.
     —¿Y la ropa? —Por fin, la pregunta que la atormentaba.
     —No te preocupes. Me seco de cuerpo entero.
     —¿Entonces no… —Su índice quedó congelado en el aire, señalándole—… te la puedes cambiar nunc..?
     —Claro que puedo. Lo difícil es ver cómo soy por debajo.
     Lara se rio, hasta que un estornudo le recordó qué tenía que hacer con Nati. Al principio movió los brazos de un lado a otro, hasta empezar un baile del aro imaginario. La toalla se convirtió en un tornado blanco que giraba en torno a Nati.
     —¡Vamos, con más ganas, que tú puedes! —la animó.
     Cuando acabó, la toalla desapareció sola y los dos cayeron sentados, cansados y riendo.
     —Te debo una —dijo Nati—. Me has salvado del catarro. Pero no del mareo. Tienes una buena cintura.
     Lara se tapó la boca, temiendo que un videojuego le hubiese echado su primer piropo.
     —Bueno, creo… —añadió Nati, para su sorpresa—. Creo que tu madre no tardará en venir.
     Lara comprobó la hora. Era verdad. Aunque le llamó la atención por otro motivo.
     —¿Por qué me lo dices? ¿Acaso… quieres parar?
     —No; yo no me canso nunca —aseguró con orgullo—. Pero puede enfadarse. Puede prohibirte jugar. Y me lo paso muy bien contigo.
     Lara, sobrecogida por el rubor, se tapó la cara.
     —Oye, yo… voy a empezar el instituto. Así que…
     —No podrás jugar todos los días ni mucho tiempo. Lo sé. Me hicieron para ti, Lara.
     Lara apagó la videoconsola después de despedirse. Lidia abrió la puerta del salón en el momento que el televisor quedó a oscuras.
     —Bueno, señorita, ya… —Lidia se quedó boquiabierta al comprobar que se había ahorrado tener que insistir—. Bueno, ¿te gusta?
     —Sí, mamá. Mucho. —Y añadió—: Además, es muy listo.
     Lidia sonrió. A la luz del pasillo Lara, despeinada y con la cara sudorosa, encarnaba la felicidad.

—No me lo creo. Es simpatiquísimo, y tan mono…
     —Sí. Conociéndote, será clavado a Sergio.
     —¡Que va! —Le dio un codazo a Bea, cortándole la risa—. Lo que deberíais hacer es venir a verlo.
     —Yo podría ir el miércoles. Así, de paso, vemos lo de sociales —ofreció Juani.
     —Sí, a ver si lo ha hecho mejor que el tuyo.
     —Desde luego, será mejor que el tuyo, Bea —añadió Juani—. Que lo pones a dieta cada vez que te da el bajón.
     Bea arrugó los labios mientras sus amigas se reían. La pubertad se cebaba con ella, hinchando cada poco tiempo sus cartucheras como flotadores; maldición que disfrutaba compartiendo con su Virtual Playmate ate. Lara, cinco días después de conocer a Nati, sabía que aquel amigo a la carta debía haberse ganado ya el cielo de los videojuegos.
     —Venga, vamos, que para luego es tarde —les llamaba Charo, la profesora de matemáticas, desde la entrada del aula.
     Las chicas obedecieron, sumándose a la horda de alumnos. Ya habría tiempo luego para seguir con el tema.

—¿Lo estoy haciendo bien?
     —Mueve un poco más la muñeca, y hazte más a la derecha.
     Lara le obedeció, en vano. La cometa roja se descolgó del cielo.
     —Ah, tengo que practicar más —se quejó.
     —Bueno, para eso tenemos tiempo. —Nati se volvió, recogiendo su propia cometa—. ¿Y si hacemos algo que tú quieras hacer? ¿Sabes cómo?
     —Dime. —Sus padres le habían otorgado al menos una hora al día para jugar con él, dependiendo de si tenía deberes o de qué echaban por la tele, y había tenido tres meses para leerse las instrucciones. Tiempo para aprender mucho. Pero no todo.
     —Puedes insertar imágenes —explicó Nati—. Sólo tienes que acercar una foto o dibujo al sensor y darle a la opción de escanear. También puedes oír música…
     —¿Oír música?
     —Sí, aunque se conecta de otra forma.
     Nati la vio salir entusiasmada del salón, volviendo con un disco.
     —Espero que te guste —le dijo, enseñándole el nombre: Glad You Come—. Tu nombre está sacado de este grupo.
     —Muy bien. —Nati se puso las manos en las caderas—. Te digo cómo ponerlo a cambio de una cosa.
     —¿Qué? —Lara parpadeó; no era frecuente que le pusiera condiciones.
     —Que me enseñes a bailar. Yo no sé.
     La chica se rio, preguntándose cuándo se cansaría de él.

—¿Puedes entender esto?
     —Bueno, el truco con el inglés es… que casi todas las frases están en pasiva.
     —Ay, estoy muy nerviosa.
     —Eso es lo peor para el examen. A lo mejor deberías salir a que te dé el aire. Yo iría, pero soy teleadicto.
     Lara le rio la gracia. Ya tenía quince años.

—Le odio —comentó, tumbada en el suelo y pataleando en el aire.
     —No será para tanto —comentó Nati por su cuenta, en su bici—. Es tu padre.
     Lara se incorporó, borrando su bicicleta ilusoria. Nati se quedó solo.
     —Sólo quieren controlar mi vida; él y mi madre.
     —No. Quieren ayudarte —replicó, dejándola boquiabierta—. A tu edad puedes pensar que sabes cómo es el mundo, pero no puedes confiarte.
     —¿Ahora estás con ellos?
     —No. Sabes que sólo me importas tú.
     —Sí, a ti; un Peter Pan en una videoconsola.
     —Oye, no…
     Lara lo apagó. Tardaría casi cinco meses en volver a hablarle, cuando sus sentimientos por su padre cambiaron por mediación de un drogadicto con una navaja.

—Creo… —empezó ella, a la vuelta del funeral—. Que no he llorado tanto en mi vida.
     —Lo entiendo. Era un buen hombre y te quería mucho. Y, en parte, yo…
     Nati se calló. Lara se había acercado hasta casi besar la pantalla.
     —¿De verdad? ¿Y cómo es eso de que… sabes lo que siento?
     Nati esperó unos segundos para responder. Si no fuese imposible, ella diría que meditando si era una pregunta real o un desafío salido del dolor.
     —Porque yo me sentiría igual si te pasase algo. Si no pudiese volver a oírte ni vert…
     Una lágrima descendió por la cara de Lara, callando a Nati.
     —Lo siento. Si he…
     —No —le corrigió ella—. Sé que dices la verdad. Yo…
     Puso la mano sobre el cristal. Nati extendió la suya; unidos por los seis centímetros de la pantalla de plasma.
     —Perdón por cómo te traté la última vez… —dijo—. Ahora… veo que tenías razón.
     Nati asintió, sin decir nada.
     —Dios, no… Ni siquiera sabía que le quisiese tanto.
     Se tapó la cara, empapándose en lágrimas. Nati se había quedado con las dos manos contra el televisor, dando la impresión de que quería salir de él.
     Lidia, desde la puerta del salón, también lloraba; pero de vergüenza. Cuando su hija le pidió un rato, pensó que aquel videojuego era una excusa para olvidarse de su padre. Ahora, por primera vez en muchos años, se hacía a la idea del valor real del amigo imaginario que llamaba Nati.

—¿Qué opinas?
     —Es mono.
     —¿De verdad? —Lara enarcó una ceja—. ¿Cómo puedes saber eso? Eres un chico. Y un niño…
     —He aprendido de la mejor; tú hiciste al chico más guapo de todos.
     Ella se quedó viéndole sentado en el borde de la cama de su habitación, que había adornado con posters de grupos de música y esquemas de biología y química, para cuando necesitaba repasar para un examen.
     —Sí —asintió—. Aunque desde luego no al más modesto.
     Nati sonrió.
     —Bueno, queda por ver si eres capaz de hacerme una chica guapa.
     Lara conjuró una almohada virtual, que le tiró a la cabeza.
     —El muy salido…
     Los dos rieron, ocultando una realidad tan dolorosa como ajena a su existencia: Lara era real, Nati no. Él no había envejecido y nunca lo haría; ella casi le doblaba la edad. Él podía entender lo que le decía, conocerla y animarla, pero jamás pasaría de eso. Jamás sabría lo que era enamorarse, querer de verdad a alguien.
     —Bueno, hablando un poco como tu madre… —Nati se irguió, con las manos a la espalda y sonrojándose—. Lo mejor que puedes hacer es… ir con cuidado.
     —Gracias, mamá.
     —Más que nada… —Su tono había cambiado, quedando desprovisto de jocosidad—. Porque hay mucho cabrón suelto. Podría… hacerte daño. Y hacerte odiar para siempre a los niños buenos.
    Lara asintió, satisfecha. Había sido ella, tras años de feminismo, quien le había enseñado esa lección.
     —Tranquilo. Al menos hay un chico al que no odiaré tanto.
     Extendió el brazo para apagar la consola.
     —Bueno, pásatelo bien esta noche. Y cuéntamelo todo cuando vuelvas.
     —¿También los detalles íntimos? —Esperó la respuesta con los ojos entornados y una ceja enarcada.
     Nati cayó al suelo, convulsionado por la risa, mientras Lara lo ponía a dormir, decidiendo que le daría una ducha fría a la vuelta. Cosa que pasó muy prematuramente, apenas tres horas después. Por suerte, su madre estaba cansada.
     —¡Hola, buenos días! —Nati se bajó de la cama, mirando a su alrededor, extrañado—. Bueno, noches. Has debido pasártelo muy bien para…
     Fue callándose a medida que reconocía la cara de Lara; el pelo dorado y ondulado despeinado, los ojos temblorosos, los labios agitados.
     —¿Qué ha pasado?
     Nati nunca dejaría de sorprenderla. Estaba segura de que lo sabía. Y, aun así, se preocupaba
     —¿Te acuerdas de lo que hablamos? —le preguntó, forzando una sonrisa—. Pues no era un cabrón. Era un… cerdo.
     Nati se acercó más a ella, creando la ilusión de que se apoyaba en el televisor.
     —Tranquila, Lara. No debes llorar por eso.
     —Desde luego —dijo—. No volveré a acercarme a un chico en un año.
     —Eso es buena idea.
     —Ni nunca.
     Nati se rio, ganándose una mirada de reprimenda que, sin embargo, no le amedrentó.
     —No todo el mundo es igual. Si te tomas tu tiempo, acabarás encontrando a tu chico ideal. Pero claro, si la vida fuese fácil, no sería entretenida.
     Las risas desplazaron a los sollozos en la garganta de Lara, y aunque sus ojos siguieron desbordándose unos pocos minutos más, nos tardó en cortar el grifo.
     —Gracias —susurró, después de desahogarse.
     Lara aprendería que, como en tantas cosas, Nati acabaría teniendo razón. Le costó cuatro intentos, pero encontró, al fin, al que prometía ser su chico ideal. Lo que ni siquiera Nati pudo prever fue que, habiendo encontrado un amor real, había llegado para Lara la hora de relegar la fantasía al armario de los viejos recuerdos.

      Lara abrió despacio la puerta, intentando hacer el mínimo ruido posible; una costumbre de su pasado sin motivo en el presente: no quedaba nadie dentro a quien despertar.
     Se aseguró de cerrar bien. Luego cruzó el inmaculado pasillo, con las paredes repintadas, a la espera de inquilinos desde hacía más de dos años; más o menos… cuando el rumbo de su vida se torció.
     La joven dejó los dormitorios; las habitaciones más personales y, por eso, las más desnudas. Los viejos muebles estaban tan vacíos que parecían por estrenar, hasta los colchones de las camas eran nuevos.
     Pasó por la cocina; la nevera estaba vacía excepto por una botella de agua y seis latas de cerveza. Otra muestra de cómo se tomaba Gabriel la vida.
     Se llevó el agua al comedor, idéntico desde tres décadas y media gracias a una generosa sesión de aspiradora. La televisión era nueva, pero los sofás, la mesa, la mesita y el mueble no se habían movido desde que era una niña. Comprobó (con enfado) que la única novedad eran dos cajas de cartón llenas de cosas que aquel cabrón debería haberse llevado hacía semanas (¿o meses?).
     Lara dejó el bolso sobre la mesa, la botella junto al sofá y se tumbó boca arriba, pensando en echarse una siesta corta antes de seguir. Estaba cansada, y no estaba muy segura de qué hacer, aparte de recargar el teléfono. Tenía que llamar a su madre. ¿Quedarse con ella? Ya había cargado lo bastante a la pobre…
     Sintió una punzada en su pecho que la hizo encogerse, seguida de un escalofrío. Tenía miedo. El mañana era una incertidumbre oscura para ella, sobre todo porque sabía que ahora estaba cabreado.
     Por mera curiosidad, se acercó a las cajas, pensando que, con suerte, habría alguna manta, o un cargador. Gruñó frustrada; unas cuantas fotos en sus marcos, ceniceros de cristal, figuritas de porcelana…
     La segunda caja le dio una sorpresa, sobresaliendo bajo una vajilla. Seguramente su disco favorito seguiría dentro.
     La sacó con cuidado. La casa seguía lista para vivir en ella, y necesitaba hablar con alguien. No se le ocurría nadie más.

La luz volvió a darle vida. Despertó de su largo letargo, vistiendo las ropas de verano que llevaba desde su nacimiento en un mundo inmutable; esperando ver a quien más quería al otro lado de la ventana.
     Allí estaba, doblada sobre las rodillas para verle mejor. Corrió a su encuentro.
     —¡Hola, Lara! Me alegro de volver a verte.
     —Hola, Nati… —Ella no podía creérselo. ¿La había reconocido de verdad?— ¿Cómo sabes quién soy?
     —Eres mi mejor amiga, ¿te acuerdas? Vaya… —retrocedió, como buscando una panorámica mejor de ella—. Has crecido mucho. Pero sigues igual de guapa.
     Ella sonrió, formando un círculo de arrugas en torno a la boca.
     —¿Sabes qué edad tengo ahora?
     —Pues… no sé —admitió—. Ha pasado mucho tiempo. ¿Treinta, o así?
     Treinta y cinco. Había acertado por poco. Casi dieciséis años desde la última vez que jugó a Virtual Playmate: Boy.
     —¿Cómo… —Se le hacía difícil preguntárselo—… has estado?
     —Bien. Esperando volver a verte.
     Lara recibió sus palabras como una patada en el estómago.
     —¿Y si no lo hubiese hecho? ¿Y si te hubiese olvidado… para siempre?
     No pudo retenerla más, la lágrima cayó de su ojo derecho. Era un niño; siempre sería un niño. Su amor era falso, imaginario… pero sincero. Para él, seguía siendo la niña de once años que lo dibujó tal y como era ahora. Su mejor amigo. Para siempre.
     Lara se arrodilló, poniendo la mano sobre la pantalla. Nati extendió la suya, imitándola. Las diferentes perspectivas las encajaron como marcos.
     —¿Por qué estas llorando? —preguntó entonces él, frunciendo el ceño.
     —Es que… —Se enjugó los ojos, sin darse cuenta de que había roto la unión—. Han pasado muchas cosas, Nati. Algunas malas.
     —¿Cómo? —Lara se habría reído de su genuina expresión de espanto, de no ser porque era eso mismo lo que sentía—. ¿Tienes problemas? ¿Puedo ayudarte?
     —No, por desgracia no, cariño —dijo, negando con la cabeza.
     —¿Entonces, qué haces? ¿Por qué vienes a verme? Deberías buscar ayuda. Alguien te ayudará. Así, cuando estés feliz, podremos hablar.
     —Eso estoy haciendo ahora —replicó despacio—. Hablar contigo. Porque tú siempre me escuchas.
     Un nuevo impacto removió el interior de Lara. Nati había entreabierto la boca, sus grandes ojos se esforzaban en mantener los párpados abiertos, mientras su pecho virtual subía y bajaba deprisa. Una imagen de asombro sincero como no había visto desde que terminó la pubertad.
     —Han pasado tantas cosas, Nati —siguió ella—. ¿Sabes que he…?
     Un golpe la interrumpió; Lara se volvió hacia la puerta y el pasillo. Nati volvía a respirar con intensidad, temblando a pesar del ambiente primaveral de su universo.
     —¿Lara? —gritó una voz de hombre, tan fuerte que cruzó el apartamento entero.
     —Qué hace aquí —masculló ella.
     Nati hizo ademán de acercarse, de preguntarle qué pasaba, pero se contuvo. Estaba claro que la cosa iba mal.
     —Estás aquí, ¡¿verdad?! —volvió a bramar.
     —¡Sí! —contestó ella, con un tic en la comisura de la boca y un silbido acompañando su respiración—. ¡Ahora te…!
     La espalda de Nati se erizó. Conocía aquella reacción. Lo que ella sentía.
     Silencio. Las llaves crujieron en la cerradura. Mientras giraban, Lara se llevó la mano al pecho, cerrando los ojos como cuando era pequeña; intentando esconderse.
     —¡Lara! —Nati consiguió controlar la voz, consciente del peligro que se respiraba en la realidad—. ¿Quién es?
     La puerta volvió a cerrarse de un portazo.
     —¿Lara?
     —Silencio —le ordenó de un modo que le espantó; queriendo dejarle al margen porque no quería que le pasase nada—. No digas nada, pase lo que pase. Por favor.
     Ella se alejó, bordeando el sofá hasta llegar a su bolso. Una serie de pasos fuertes, intencionados, recorrieron el pasillo. Lara se volvió hacia la entrada, boquiabierta y tensa.
     —Me imaginaba que estarías aquí —dijo una voz varonil, fuerte. Enfadada.
     Lara retrocedió dos pasos, acercándose al balcón. Un hombre entró en la sala; una visión que aterró a Nati. Era una montaña, anchísima de hombros, cubierta por una chaqueta negra; capaz de aplastarle como a una hormiga. O a ella.
     —¿En qué otro sitio iba a estar? —replicó Lara, abrazando el bolso.
     —Escondiéndote. ¿Verdad?
     Nati entrecerró los ojos, queriendo verla en la oscuridad iluminada por la tele. Lara estaba muy nerviosa. Sus manos habían empezado a temblar. Una gota de sudor le bajaba por la sien.
     —No tengo que esconderme de ti. Hemos roto. Y esta es mi casa —replicó con osadía, dando un paso al frente—. Tú eres quien no puede estar aquí.
     —Yo la arreglé…
     —Sí. —Señaló hacia las cajas—. Ni siquiera terminaste de vaciarla.
     —Estaba ocupado…
     —Por favor. No empieces…
     Un cañonazo hizo temblar la sala; Lara retrocedió, casi cayendo de espaldas. Nati se echó al suelo, pensando en una bomba. El hombre había dado un puñetazo a la pared.
     —Lo tuyo es mío, ¿te acuerdas? Hasta que la muerte nos separe.
     Dio un paso largo hacia Lara.
     —No, para.
     —¿Te crees que, después de todos estos años, puedes hacerme esto? —El hombre hablaba inclinándose adelante, como para ganar presencia—. Decirme lo que tengo que hacer, echarme de mi casa… decirme cómo tratarla…
     Lara se volvió hacia el balcón, intentando abrirlo. En un segundo, el hombre aceleró. Nati reprimió un grito cuando la agarró por el pelo rubio, tirando de él hasta tensarlo. Cerró los ojos al ver la cara de Lara.
     —¿Quitarme lo que es mío?
     El muy animal le agarró el bolso y lo lanzó sobre la mesa, desperdigando su contenido. Luego la empujó con fuerza en sentido contrario. Nati la oyó caer, dar contra el mueble, quizás con la cabeza; pensamiento que le hizo chirriar los dientes.
     El hombre se precipitó sobre ella. Nati se pegó al lado izquierdo de la pantalla, sintiendo que debía ver cómo acababa todo.
     —Has olvidado lo que te gustaba, ¿eh? —dijo, arrodillándose sobre ella mientras se desabrochaba el cinturón—. Bueno, eso lo voy a cambiar.
     Las lágrimas afloraban a sus ojos, sintiéndose pequeño, débil, insignificante, ante lo que iba a pasar. Lo que iba a ver.
     Pero Lara no se lo ponía fácil. Empezó a luchar con fuerza, lanzando arañazos contra su torso, entreteniéndole demasiado en esquivar sus arañazos para seguir con su plan. Al final se echó sobre ella, aplastándole el cuello bajo el brazo.
     —Vamos, tú puedes —la animó en silencio, apretando los puños mientras su pulso pixelado corría.
     Ella empezó a pegarle en los costados, metiéndole las manos en los bolsillos, quizás buscando algo para defenderse. Nati vio un papel blanco salir volando del izquierdo, perdiéndose tras ella. No parecía que él se hubiese dado cuenta. Le había inmovilizado la otra mano, metida en su bolsillo derecho. Había cogido algo, que seguía dentro.
     —¿Y esto? —Pese a los nervios, Nati reconoció en su voz la sorpresa. Y otra clase de miedo—.  ¿Por Dios, qué…?
     El chasquido de una bofetada la interrumpió. Nati se contrajo, sintiéndola como un bastonazo en las costillas.
     El hombre la levantó, lanzándola hacia atrás. Tropezó con la mesita, cayendo sobre el sofá y golpeándose en la nuca.
     —No —masculló mientras movía sin parar las piernas, queriendo saltar, correr, hacer algo.
     —Te vas a enterar, puta. —La enorme espalda la engulló.
     Empezaron a sonar los golpes; Nati oía los restallidos de nudillos y palmas. La sangre salpicó el sofá, el suelo, el salón entero.
     Con ojos lacrimosos, embistió a la pantalla. No pasó nada. Un golpe no lo devolvió atrás, ni una barrera eléctrica lo paralizó. Sólo se detuvo.
     Estaba confinado allí. Salir no era una opción, de ahí que no hiciesen falta medidas de contención. Sólo existía para ver.
     —¿Y sabes que voy a hacer luego, eh? —Se detuvo; por su postura debía haberla inmovilizado por la cabeza. Nati oyó un débil gimoteo—. Iré a casa de tu madre. A por ella… ¡Ah!
     Varios dedos blancos crecieron sobre la cabeza negra del bastardo, apretando, tirando. El hombre se sacudió, intentando soltarse, mientras Nati lo animaba en sentido contrario.
     Aún había esperanza. Aún podía ganar.
     El hombre se giró con violencia, lanzando el cuerpo de Lara sobre la mesita. La rebasó, sin tocarla, cayendo frente al televisor. Nati no perdió detalle de la parábola que describió; el grito que lanzó; cómo aterrizó cabeza abajo; cómo sus dedos, apretados como pinzas, se abrían sobre él. Sus esperanzas terminaron.
     Algo se cruzó de repente en la visión de Nati. Se veía a sí mismo al principio; una sombra sin nombre, color ni aspecto, esperando en la oscuridad a alguien. Luego la vio a ella, cómo era la primera vez que la vio. Una niña que le sonreía.
     Lara se hundió bajo el abismo del borde de la pantalla. Un pequeño terremoto hizo caer a Nati al suelo. El golpe, las contusiones que debían hacerle gemir reclamando una cura, estaban en un segundo plano de su interacción. Por algo, el resto del mundo, con él, seguía igual.
     —Lara. —Nati olvidó la recomendación que le hizo, tendiéndose sobre el suelo, hacia la esquina de la pantalla, para susurrarle—. Lara, ¿puedes oírme? ¿Me oyes?
     Sintió un chispazo de alegría al oír un murmullo, que perdió al entender el tremendo dolor que debía sentir.
     —Vamos a acabar.
     El hombre se sacó lo que llevaba en el bolsillo, lo que había asustado a Lara, y avanzó. Nati se dobló para poder verlo; algo largo y fino que sobresalía apenas de su mano…
     Más imágenes. La vez que lo tiró al agua, cuando intentaba hacer volar una cometa, cuando jugaban a baloncesto, a pescar…
     Ella se incorporó frente a la pantalla. Nati saltó a su encuentro, olvidando que lo había reconocido.
     Quiso gritar, además de llorar. ¿Qué le había hecho? Su pelo rubio estaba aplastado por el sudor y la sangre, su frente desfigurada por una maraña de cortes. Su cara, su preciosa cara…
     Nati sintió que perdía fuerzas. No podía ver sus ojos. La nariz no estaba. Su sonrisa, su preciosa sonrisa, borrada para siempre.
     … cuando estudiaba con él, cuando se peleó con su padre por quitarle el teléfono; la primera vez que salió con un chico… ¿Por qué? ¿Qué tenían que ver aquello con lo que pasaba?
     Sin embargo, intentó visualizarla, una última vez. Levantó las dos manos apoyándolas en el televisor. Nati sintió que se movía. Lo devolvía a su posición centrada, a salvo de una caída. Luego plantó las manos delante de la pantalla.
     —Nati. —La oyó sólo porque estaba sobre él—. Mi querido Nati. —Un sollozo la interrumpió—. Adiós.
     Entonces lo entendió. Las personas veían pasar su vida ante sus ojos, recuerdos en imágenes, antes de que su existencia se borrase. Y la vida de Nati era la misma que la de Lara, a punto de borrarse definitivamente.
     Intentó tocarla también, volviendo al centro mientras negaba, llorando como ella. No, no podía ser eso. No iba a pasar…
     Lara se retiró bruscamente hacia atrás. Sus manos habían cubierto la pantalla de rojo, dificultándole ver. Un último acto de amistad.
     Nati no quería verlo pero tampoco perdérselo. No podía abandonarla cuando más le necesitaba.
     Lara miraba hacia él cuando llegó el golpe final. Nati sintió un espasmo sacudir la base de su programa, transmitido a cada bit de su representación. La vio caer hacia atrás, sin movimientos ni sonido, hasta aterrizar sobre la mesita, destrozándola.
     Dejó de ver al hombre, que se retiraba a hacer algo antes de huir. De ver el apartamento. De ver aquello. Ya no era ella, no era Lara; la persona que más le importaba, que lo había creado, que lo había querido.
    Cayó de rodillas mirando al suelo, asustado, inútil. No había hecho nada. Nada. Ahora estaba solo.

     Las emociones programadas se amontonaban en pantalla, desgarrándole, cambiándole. Y con Nati, el mundo que Lara construyó para él también cambió, llorando su perdida. Todavía había luz, sí, pero la sangre de la realidad la borraba.