JUGANDO A LA RULETA RUSA -1º PARTE
El titular de la mañana decía, sencillamente, lo que ella, como el
resto del planeta, ya sabía.
LA ONU DECLARA LA
FORUNCULOSIS MASIVA PANDEMIA GLOBAL.
Por fin, pensó Sally, sólo han necesitado un mes para darse cuenta.
Salió del titular para ver
si otra cosa importante había pasado ese día en el mundo. Los esfuerzos del
gobierno por combatir la crisis, la declaración del estado de excepción en la
mitad del territorio europeo y (este la hizo reír) una protesta en Argentina
por la prohibición de eventos deportivos hasta nueva orden.
Otra prueba del grado de
estupidez al que se había reducido la humanidad.
¿Cómo puede a la gente quedarle ganas de
salir a la calle?
Comprobó su teléfono; los
purificadores de aire ya llevaban un cuarto de hora funcionando, así que se
quitó la incómoda máscara de quirófano pico de pato. Fue andando con sus pantuflas, recién sacadas
de la lavadora, hasta la cocina, donde se quedó unos segundos mirando el
contenido de la nevera, descorazonada.
A lo mejor debería acercarme a la tienda…
Sacó la lata de piña en
almíbar empezada el día anterior y la botella de leche hermética, decidiendo no
añadir a su desayuno cereales de la caja en la alacena. A lo mejor al día
siguiente.
De allí fue al salón, donde
los purificadores ronroneaban como bebés dormidos. Se acercó a una ventana, con
las juntas recubiertas de esparadrapo esterilizado, apartando la cortina blanca
lo bastante para ver la calle. Al momento pensó que debería ir a ver a sus
padres.
Estarán preocupados; llevamos dos días hablando sólo por teléfono…
Un coche pasó, tan deprisa
que no alcanzó a ver el color ni el modelo. Nada más. No había tráfico ni
peatones, ni niños de camino al colegio ni adultos yendo a comprar el
periódico.
Uno de los milagros de Internet.
Eso, curiosamente le hizo
pensar en su propio trabajo. Hacía ya tres días que no se pasaba por la tienda;
ni siquiera había llamado. Y ni siquiera sabía si seguiría abierta o no…
Por favor, con lo roñoso que es el señor
Grosse, ¿va a abrir, sabiendo que no irán clientes?
Además, no dependía de él.
El gobierno había decretado una exención laboral temporal hasta que se
normalizase la situación.
Sally no tenía mucho más
que hacer, aparte de quedarse en el sofá, escuchando música o viendo la tele. Y
era precisamente lo que estaba haciendo cuando empezó el jaleo.
A través del cojín bajo su
cabeza empezaron a filtrarse gemidos, largos, agudos y entrecortados. El sonido
de golpes, de algo cayendo al suelo y haciéndose añicos; de muebles al
arrastrarse como si chocasen con ellos.
Desorientación progresiva, dolor creciente, ceguera…
La lista de síntomas pasó
frente a sus ojos como en un anuncio televisado mientras llegaba al teléfono.
—Unidad médica de crisis,
¿diga?
Dio su nombre, el motivo de
la llamada y que estaba pasando debajo de su apartamento. Nada más. Luego
volvió al sofá y se quedó esperando, encogida con las rodillas dobladas sobre
el sofá.
Si está aquí, si ha llegado al edificio, entonces…
Lo muros no la protegerían,
las paredes no la mantendrían fuera.
Suspiró con increíble
alivio al oír un timbre en alguna parte, el ascensor ponerse en marcha y pasos
subiendo a la carrera las escaleras, llamando a los posibles pisos que entraban
en su descripción. Veinte minutos después de un murmullo inteligible, llamaron
a su puerta.
Sally se levantó,
colocándose la mascarilla y andando de forma ruidosa hasta llegar a veinte
centímetros de aquella única entrada y salida.
—Señora Roeg, ¿nos oye? —La
voz era lo bastante alta para que quien estuviese dentro la oyese y lo bastante
baja para que no se enterasen los vecinos—. No necesitamos que nos abra, sólo
que, si está, nos lo diga.
Sally cerró los ojos,
conteniendo lágrimas de felicidad. Les dijo que sí.
—Ha sido una falsa alarma
—le dijeron—. Era la pareja del segundo derecha, fo… —Pareció que el mensajero,
un hombre, acabase de morderse la lengua—. No ha pasado nada.
—Bien —consiguió decirle
ella—. Lo sient…
—No se preocupe; es bueno
que la gente siga los consejos de seguridad. —Se lo imaginó sonriendo, tras una
máscara de aire y un traje de protección biológico—. Adiós, y que tenga un buen
día.
Se quedó oyéndoles irse por
el ascensor y las escaleras; luego volvió al salón, se quitó la máscara y se
dejó caer en el sofá encogida, temblando, llorando. No recordaba la última vez
que pasó tanto miedo.
No pasa nada; ha sido una falsa alarma.
En ese momento, Sally se
dio cuenta de lo poco que sabía de sus vecinos; sus nombres, cuántos eran, su
sexo siquiera. Del aislamiento por falta de tiempo libre había pasado al
aislamiento sin más.
Pensó que, si los
conociera, ahora se sentiría ridícula. Pero, como siempre decían, es mejor
prevenir que curar.
Y para esto no hay cura, se recordó. De momento.
La sala de prensa era un hervidero; cuando el hombre trajeado se
acercó al atril, los flases de las cámaras centellearon como relámpagos
mientras los periodistas empezaban con sus preguntas antes incluso de que
llegase al micrófono. Hizo falta un llamamiento al orden agitando la mano y
varias miradas fieras del personal de seguridad para que tuviesen lo que
quisiesen: respuestas.
—Muy bien, damas y
caballeros —empezó con modestia Kuo Lan, representante de la OMS—. Esta rueda
de prensa ha sido convocada, como todos saben ya, para aclarar la información
conocida por el momento sobre la forunculosis masiva, que ha adquirido el rango
de pandemia.
Hubo un torrente de manos
alzadas y voces intentando llamar su atención. Kuo se limitó a pasear la vista
por la sala y a elegir a un reportero distinto cada vez; en el otro extremo,
del sexo opuesto.
—Señor Kuo, ¿se sabe ya
cuál es la causa?
El representante tomó aire,
dándose ya del todo cuenta de que no iba a ser una intervención sencilla.
—Por el momento, se están
tomando muestras e investigando a los pacientes aislados…
Hizo una pausa para
sacarse un pañuelo blanco del bolsillo pectoral de su chaqueta, y pasárselo por
la frente. Inadvertidamente, aprovechó el silencio para ordenar sus palabras.
—Por el momento, se ha
detectado… lo que se cree puede ser una nueva especie de microorganismo en las
vendas de los enfermos —reveló—. Se
trata de un bacilo Gram positivo que, a falta de una identificación más veraz,
se cree que puede estar emparentado con las micobacterias, familia a la que
pertenecen, entre otros… los patógenos responsables de la lepra.
Exclamaciones de espanto
brotaron de los periodistas.
—¿Quiere decir que el
superacné está emparentado con la lepra?
—Nadie de mi institución se
refiere a esta enfermedad con ese nombre, inventado por la prensa
sensacionalista —reprendió Kuo al autor de la pregunta—. Por el momento, es
sólo un punto de partida; la… causa más probable que barajamos.
—¿Se tiene ya una idea de dónde
se originó?
—Por el momento… —Kuo bebió
de la botella de agua mineral junto al micrófono—. Se ha confirmado que hubo
brotes casi simultáneos en México, China, Gran Bretaña, India y Turquía que,
viendo su velocidad de propagación, no deja establecer si empezó con un
paciente cero… o son simples nexos en el camino.
—¿Y sobre el contagio, que
se sa…?
—Buena pregunta; antes de
contestar, que nadie piense que el patógeno descubierto se estudia,
simplemente, por estar relacionado con la lepra —advirtió—, ya que esta tiene
una tasa de infección muy baja que, además, requiere el contacto directo con el
enfermo.
»Esto no es igual con la
forunculosis masiva, que además de muy contagiosa, no tiene aún un vector claro
de contagio. El aire, el agua, un lote particular de alimentos contaminados de
distribución global…
Una respuesta muy etérea,
lo bastante para que los periodista refunfuñasen disgustados pero que, a la
vez, les quitaba las ganas de insistir en esa dirección.
—Muy bien, vamos acabando.
—Kuo podía ver en las caras a sus pies que las ganas de perderse de vista era
mutua—. ¿Alguna última pregunta?
—Sí —se atrevió una mujer
joven, castaña y con gafas, que levantó la mano en el centro del grupo—. ¿Qué…
se está haciendo exactamente para curar esta epidemia?
La pregunta del millón, un
coro de síes la acompañó mientras las voces se unían para exigir rigor. Kuo se
limpió más sudor, dio otro trago y respiró profundamente.
—La OMS ha puesto todos
sus recursos en investigar la enfermedad, colaborando con las CDCs de China y
Estados Unidos y la Agencia de Salud Europea. Tan pronto como se obtengan
resultados, se comunicarán. Por lo demás, recemos… para superar pronto esta
crisis.
Je, esta ha tenido gracia.
Kuo se despidió y se fue,
dejando a seguridad lidiando con las fuerzas enemigas mientras se repetía que
se había jurado que, cuando oyese por la tele o la radio a algún chalado
(seguramente americano) pregonando que la enfermedad era un castigo de Dios
para purgar a la humanidad por su corrupción e impureza, se cortaría las venas.
—Ya no hay dudas, señor. —Winsper, investigador médico jefe de Health
Enterprises, le pasó su informe a Victor Hammond, el encargado de financiar los
proyectos—. Es la micobacteria.
—Bien, muy bien; ahora que
esos mamones de la OMS lo han hecho público. —El ejecutivo cogió las hojas y
las fue pasando—. Ahora lo importante es cómo curarlo.
—Desde luego.
Winsper, con su bata de
laboratorio, parecía tan fuera de lugar en el pequeño despacho como un cepillo
de dentista, a la espera de las inevitables preguntas.
—¿Cómo vamos? —preguntó
Hammond, mirándole con una hoja medio levantada, tapándole la cara—. ¿Habéis
probado con antibióticos?
Winsper, tomó aire, resignado.
—Dapsona, rifambicina,
clofamizina, penicilina… De momento ninguno de los usados para tratar
micobacteria está funcionando.
—¿Tanto en los medios de
cultivo… como en los sujetos de prueba?
—El crecimiento bacteriano
no se ha frenado en ninguno, ni se han producido mejorías.
—¿Es seguro que los sujetos
de pruebas están infectados?
—Desde luego. —Winsper
centró los ojos al contestar; claro que estaba seguro.
Era una maldita pesadilla.
Winsper, antes de ser un
adulto guiado enteramente por la ciencia y la razón, había crecido oyendo que
los animales tienen un instinto natural para el peligro, y esa maldita
enfermedad se lo estaba demostrando. Los sacrificios para la salvación de la
humanidad, ratones, ratas y monos, no sólo tenían que aislarse de sus
semejantes una vez contagiados, sino antes de la propia inoculación. Winsper
había aprendido que, si tenían la dudosa suerte de sobrevivir un tiempo como
cobayas, los animales tendían a desconfiar de las agujas. Sin embargo, en este
caso, todos sin excepción enloquecían presas del pánico, no sólo si compartían
la sala con un enfermo de forunculosis masiva (por más que estuviese en una
cámara aislada e insonorizada), sino al enseñarles la jeringuilla maldita, como
los políticos frente a los micrófonos.
Era como si oliesen la
bacteria en su interior. La muerte. Y qué muerte.
—Bueno, lo que imagino,
aunque Dios no lo quiera, es que esto irá para largo —concluyó.
—Muy bien; no escatimaremos
en gastos. Quiero un informe diario con todo lo que haga falta; materiales,
animales, productos —enumeró Hammond, con los ojos pululando en sus órbitas—. Y
que dupliques el trabajo de tu equipo; divídelo por turnos si hace falta.
—¿Qué? —La reacción
sorprendida del responsable pareció irritar al financiador—. Desde el respeto,
señor, están todos muy cansados… A este ritmo, no sé sí…
Hammond se quedó mirándole
unos segundos en silencio, con las manos sobre su sillón, parpadeando sólo una
vez. Luego tomó aire e hizo la inevitable pregunta:
—Winsper, amigo, ¿tienes
idea… de lo que nos estamos jugando con esto?
Claro que sí; por eso, para
reírse un poco, contestó incorrectamente adrede.
—A ver… ¿Salvar millones de
vidas inocentes, quizás incluso a la humanidad entera?
Esperaba que, como
demostraba su propia sonrisa, hiciese reír a Hammond, pero este no varió su
postura ni un ápice, confirmando su creencia personal de que los contables no
tenían hueco para el sentido del humor en sus cerebros saturados de balances.
—Aparte de eso —dijo,
irónico—, nos estamos jugando dinero. Mucho dinero. La madre de todas las
fortunas, el premio gordo definitivo. ¿Sabes por qué?
Desde luego, pero negó,
haciéndose el tonto para darle la satisfacción de explicárselo. Hammond lo
interpretó entrecerrando los ojos, como si no se creyese que aquel hombre fuese
apto para ocupar su cargo.
—Porque, simple y
llanamente, aunque los de la OMS y el resto de organismos de salud mundial
juntando todos sus recursos consiguiesen encontrar una cura para el megaacné,
no darán a basto; hay demasiada población susceptible en todo el mundo. Y eso
significa gente asustada, dispuesta a pagar lo que sea si se le garantiza una
cura eficaz.
»Ya han dejado claro, al
pedir la colaboración de los institutos y empresas privadas, que si alguien
descubre remedio, tendrá los derechos de patente global; que tendrían que
ofertarse si el descubrimiento lo produjesen organismos públicos.
Hammond para para respirar y, de paso, para
que descansasen sus labios, sonriendo con avaricia.
»Esta es la oportunidad de
la Health Enterprises. Johnson & Johnson, Pfizer, Royer, Bayer y Burgess
nos han estado pisando el negocio durante demasiado tiempo. Si ahora
conseguimos esto, la cura para una pandemia mundial, nos pondremos en el mapa
de una vez y para siempre.
Dio un puñetazo en la
mesa, que Winsper secundó asintiendo.
—Bien, pues ¿a qué
esperamos? —preguntó al científico.
—Pondré a todo el mundo a
trabajar —prometió mientras se volvía—. Espero obtener resultados pronto.
Y vaya que si habría
resultados, a juzgar por lo que estaba oyendo.
—Caballeros, me temo… que tenemos un problema.
Julius Grover, jefe del
equipo investigador de la Quent C. Inc, apenas podía mantener la cabeza erguida
frente a los responsables de la junta directiva, que sabía le miraban con odio
desde el final de la larga mesa y sus tronos forrados en cuero. Y no era para
menos. Hacía apenas treinta y seis horas, Grover había anunciado aquello por lo
que cualquiera de ellos mataría por oír. Ahora, sin embargo, resultaba que era
pronto para descorchar el champán.
—Explíquese.
Grover ni siquiera se fijó
en quien le hizo la pregunta; además, ¿qué importaba? Desde su posición todos
parecían iguales; los mismos rostros, los mismos trajes, la misma motivación.
De ellos sólo conocía al presidente, Kesller, y a David Coogan, su supervisor.
—Es sobre… la vacuna
experimental, empleando ejemplares atenuados de la bacteria.
—La que notificó que había
dado buenos resultados con los animales —dijo otra voz—. ¿Qué eran… tres
ratones y dos monos?
Asintió.
—La misma… —Le pareció oír
a alguien tragar saliva—, para la que se solicitaron voluntarios.
Grover apretó los puños.
—Ha fallado.
Las exclamaciones de
espanto sonaron como una sola voz.
—¿Después de casi mes y
medio, cuando estábamos a punto de anunciarlo? —preguntó alguien, más exceptivo
que horrorizado—. ¿Cuál es el periodo de cultivo normal de la enfermedad, dos
días?
—Más bien unas treinta y
seis horas, después de los primeros síntomas… —precisó Grover.
Se callaron. Algo le
decía que si los miraba ahora, estarían todos boquiabiertos, sudando… y
mirándole.
—Se puede presuponer… que
el tratamiento tuvo algún efecto en el microorganismo, afectando a su
viabilidad o capacidad de supervivencia, pero…
Hubo un silencio incómodo,
que debió durar segundos pero se alargó minutos. Por fin, Grover se animó a
mirarles.
—¿Y —reconoció la remota
voz de Kesller, al final de su cara—, cree que con estos resultados… puede
mejorarse?
La esperanza iluminó el
rostro del doctor, que asintió como un juguete eléctrico.
—Me parece —tardó en darse
cuenta de que ahora se dirigía a los otros seis componentes de la junta—, que
todos estaremos de acuerdo… que la única forma de salir adelante será mediante
el ensayo y error.
Quietud total. La mejor
forma de decirlo todo, a veces, es no decir nada.
—Así pues —Grover creyó
verle sonreír mientras se inclinaba hacia adelante—, confiemos en que nuestros
mejores investigadores sean capaces de superar este contratiempo y darnos
resultados deprisa. ¿No está de acuerdo, señor Grover?
Este asintió y volvió hacia los laboratorios
de la planta baja, suspirando; sintiendo que se quitaba un gran peso de encima.
Concretamente el de su cuerpo, colgado por el cuello.
—Señor, tengo una buena y una mala noticia.
Carter Toland, presidente
de Health Enterprises, se quedó mirando a Hammond entrar en su despacho,
cabizbajo, con varios papeles en la mano. Se los tendió, aunque ambos sabían
que Toland iba a estar más que encantado de oír un resumen a viva voz.
—¿Es salgo sobre la forunculosis? —Hammond
asintió—. Buenas noticias, espero.
—Bueno, son —se aflojó un
poco el nudo de la corbata—, dos buenas y una mala.
El presidente se irguió,
esperando una aclaración.
—Primero, como supongo que
sabrá, parece que el resto de compañías están estancadas en la producción de
una vacuna o cura efectivas —informó.
—Sí, desde luego —dijo, sin
bajar ni una sola vez la vista a las hojas—, y, ¿es de suponer que estamos en
el mismo atolladero?
—Para nada, señor. —Hammond
sonrió—. Precisamente, los chicos del laboratorio acaban de decirme que pueden
haber encontrado algo.
Toland parpadeó, su único
movimiento en un minuto entero.
—¿Cómo?
—Es una nueva vacuna
—concretó Hammond—. Los detalles están en el papel.
—¿De qué tipo? —preguntó
Toland, leyendo por fin—. Por lo que sé, las atenuadas y las inactivas acaban
en hinchazón al cabo de un tiempo…
—Es un nuevo tipo de
inactiva —explicó—. En vez de métodos físicos, hemos usado radiaciones
ionizantes. De momento, tenemos ratones que han superado el tiempo de infección
en dos días… y monos sin síntomas de hinchazón a las setenta y dos horas.
Toland tomó aire,
consiguiendo que se le convulsionara la cara.
—Bueno, ¿y cuál es la mala
noticia?
—Que faltan… —decía
Hammond, sin mirarle en ningún momento—...los ensayos con humanos.
—Bueno, pues solicitamos
voluntarios…
—Ya lo hemos hecho.
Su subordinado le miró con
franca aflicción. Todos los indicativos de que tocaba un tema polémico.
—Cual es el problema.
—Nadie quiere ofrecerse —le
informó.
Toland dobló las comisuras
de la boca, como si estuviese oyendo un chiste.
—¿Qué? —Hammond ni se
inmutó—. No pasa nada. Esperemos un tiempo…
—Desde que se supo lo de la
Quent, la gente no quiere arriesgarse. Tienen miedo de que falle.
Toland juntó las manos
sobre la mesa.
—Habrá un modo —insistió,
mirando las hojas como si pudiesen darle la respuesta—. ¡Ya sé! —Chasqueó los
dedos—. Ofreceremos cobertura completa. Seguro económico y médico, compensación
para las familias…
—Eso puede funcionar…
Si incluimos cuidados paliativos.
Hammond dejó la frase a
medias por otro motivo, dejando a su superior darse cuenta de las pegas.
—¿Pero?
—Llevará tiempo, como ha
dicho —puntualizó—, y he oído que, después de su último fallo, la Quent está
preparando otro ensayo.
Toland entrelazó las manos
frente a su rostro, bajando la vista un momento.
—Lo has hecho muy bien, Vic
—dijo por fin—. Ahora, por favor, vuelve con los tuyos y… que tengan una
muestra preparada.
—Ya la tenemos —confesó,
mientras se daba la vuelta—. Sólo hay que necesitarla… o pedirla.
Toland asintió, sonriendo,
antes de descolgar el teléfono a su lado.
—Con Norman, de recursos
humanos—. Esperó, hasta oír unos pasos acercarse al aparato—. Soy yo, Tom.
Escucha, ¿crees que podrías reunirme a los responsables de sección… es unos
cinco minutos?
—Esto es un desastre
—repitió Coogan, con la cabeza inclinada.
—Bueno, ya sabíamos que los
resultados no eran seguros —se defendió Grover—. Y, desde luego, yo ya di mi
opinión sobre lo de hacer público lo de los volunta...
—¡Ya lo sé! —exclamó
Coogan, a punto de reventar los cristales.
—Quizás… —Grover se rascó
la nuca—. Deberíamos despedir al contacto con la prensa.
—Kesller ya se ocupará de
eso —anunció Coogan, pasándose la mano sobre la cara—. A mí lo que me interesa
saber es cómo vamos a arreglarlo.
Grover tomó aire.
—¿Cómo van los estudios
con fármacos, hay algún resultado?
—Negativo. —Sacudió
despacio la cabeza—. Hemos pasado de los de amplio espectro a fármacos y
antibióticos que no se usan en las micobacterias.
Coogan replegó los labios,
exhalando antes de preguntar algo sobre lo que no quería oír.
—¿Y… las vacunas?
—Están dando resultados…
con animales.
Coogan se hizo atrás en su
asiento.
—De momento, hemos
duplicado el tiempo en que aparece la hinchazón…
—¿Duplicado… —Coogan arqueó
una ceja— o eliminado?
Grover frunció los labios,
sintiendo las manos húmedas.
—Creo que, en una semana,
se podría confirmar la inmunidad… definitivamente.
—Bien. —El directivo juntó
las manos—. Respecto al ensayo con humanos…
—En cuanto tengamos voluntarios, podremos
empez…
Coogan reía. Grover no
llegó a terminar la frase.
—¿Qué es tan gracioso?
—preguntó, antes de comprender que, haciéndolo, había quedado como un tonto.
—¿Voluntarios? —Al mirarle,
sus ojos chispeaban con un brillo extraño—. Tu último desastre les ha
espantado.
Grover se quedó
boquiabierto.
—Tiene que…
—Pero tranquilo; si te
consuela, no somos los únicos —anunció, rascándose el labio superior con el
dedo índice—. Nadie quiere arriesgarse, así que el resto de investigadores
también está bloqueado. Si alguno lo ha hecho mejor que nosotros tardará un
tiempo en hacerlo; siéntete orgulloso por eso. En eso, al menos, nos has hecho
un favor
Grover bajó la cabeza, sintiendo que las
fuerzas le dejaban al ritmo de los tiránicos latidos de su corazón.
—Sí la investigación está
parada, entonces… la cura…
Coogan se encogió de
hombros.
—Pero tiene que hacerse
algo. No sé, llegar a acuerdos con los hospitales; ofrecérselo a enfermos
terminales, o a disminuidos…
—Sí, buena idea —asintió
Coogan—. He oído que algunos organismos han pensado algo así. Se lo diré a
Kesller… aunque seguirá llevando un tiempo.
Levantó el teléfono de la
mesa de su escritorio.
—Y… —Grover se presionó las
sienes, señal de que se le acababa de ocurrir algo—, ¿qué me dices de los…
—carraspeó— …condenados a muerte?
Coogan bajó el auricular,
mirándole con intensidad.
—He oído que los chinos ya
lo han hecho —aseguró—. Todas las pruebas fallaron…
—Bueno, si sigue habiendo
rec…
—Y, cuando los reos se
enteraron, prefirieron suicidarse al saber que eran los siguientes.
Claro que sí; no era sólo
el miedo al dolor o la muerte. Aquella enfermedad era aterradora. Y a su lado,
el cloruro potásico, la corriente alterna o hasta la soga de cáñamo, una
terapia física.
—De modo, que tenemos que
apañarnos con lo que tenemos, doctor Grover. —El tono de Coogan dejaba bien
claro que estaba dando la reunión por concluida—. Si quieres voluntarios,
tendrás que buscártelos.
Grover asintió,
sintiéndose extraño de vuelta a su laboratorio. Había sido un rapapolvo, sí,
pero no tan intenso como esperaba. Había reproche, pero también algo parecido
al ánimo…
—Ah, y doctor Grover… —le
llamó Coogan, que por lo visto había olvidado algo.
—¿Sí?
—Si le ayuda a hacer su
trabajo… —Había vuelto a levantar las manos, cubriéndose la boca—. Piense que,
con su trabajo, no sólo nos jugamos una fortuna, sino la supervivencia de la
humanidad. Por eso, en este momento, nadie es imprescindible.
—Entendido —coincidió antes
de perderle de vista, no empezando a correr hasta doblar el pasillo
Nadie es imprescindible.
Puede que la explicación
hubiese sido larga y llena de significado, pero Julius Grover sólo necesitó
entender esa última frase.
—Hola a todos. Señor
Archer, señor Johnson, señor Kurs, señor Shane, señor Rodríguez, señor Golov y
señor Larey.
Los siete responsables, los
eslabones más fuerte de las cadenas más débiles, se reunieron con Toland y
Hammond, deseando saber el motivo de la convocatoria. Y, ahora que se fijaban,
también para saber por qué la reunión era en uno de los laboratorios del cuarto
sótano.
—Caballeros. —Se habían
dispuesto en torno a una pequeña mesa frente a la puerta con Toland en el
extremo opuesto, Hammond a su derecha y un pequeño plato en el centro —. Les he
reunido aquí porque son los miembros más valiosos de nuestro personal, los
responsables del correcto funcionamiento de esta compañía.
Los siete directores le
miraban sin atreverse a asentir o sonreír, percibiendo que aquello era algo más
que un agradecimiento verbal por su compromiso profesional.
—Por eso, es justo que sean
los primeros en ver esto.
Toland levantó la mano
derecha, dejando algo sobre el platillo, justo donde era golpeada con toda la
fuerza de la bombilla del techo.
—¿Qué es? —preguntó
Rodríguez, frunciendo el ceño.
—La vacuna que puede salvar
al mundo —anunció Toland sonriente.
Hubo algunos
asentimientos, Larey aplaudió un poco, y la sensación enrarecida de recelo se
mantuvo.
—Bien, señores, como bien
saben, la enfermedad conocida como forunculosis masiva está golpeando a la humanidad
con una fuerza digna de la peste negra. Ningún país ni persona está a salvo,
padeciendo primero la hinchazón y la conversión posterior al estado conocido
como hombre—ojos u hombre—uva después.
Los directores asintieron
de forma unánime, más de uno añadiendo muecas de asco.
—A menos, por supuesto, que
lo que hay en esta jeringuillita funcione.
—Bueno, ¿y lo habéis
probado? —preguntó Johnson.
—Por el momento, ha sido un
éxito en animales.
Los hombres rieron con
sorna, intercambiando miradas.
—Pues avisadnos cuando lo
haga con humanos —sugirió Shane, cruzándose de brazos.
—Ese es el problema
—intervino Hammond—. No podemos, porque nadie quiere.
Shane parpadeó y miró a
sus compañeros, bajando los brazos.
—A qué se refiere —quiso
saber Archer.
—A que nadie quiere
ofrecerse voluntario, porque les da miedo.
—Normal —opinó Rodríguez,
siendo secundado al momento por los demás.
—Ya, lo entendemos —opinó
Toland—. Es mejor una muerte rápida que padecer megaacné.
El jefe de investigación se
cuadró, irguiéndose.
—Verán, caballeros, les he
reunido… para pedirles algo muy difícil.
Bajó la frente y cerró los
ojos, dejándoles imaginarse qué.
—Verán, sé… que muchos
tenéis familia, o gente que os importa o a la que queréis lo bastante para
desear que esto acabe. Y no lo hará hasta que obtengamos una cura que funcione.
Acto seguido, extendió el
brazo derecho y se lo arremangó.
—No les pido nada a lo que
no esté dispuesto yo mismo —aseguró—. Por eso, tanto yo como el señor Hammond
nos ofreceremos como ustedes.
Su afirmación provocó que
el financiero le mirase con espanto. Por lo visto, esa parte no figuraba en el
guión que se había leído.
—Entonces, ¿por qué no lo
hace sin más? —preguntó Archer.
Toland le miró con frialdad
suficiente para ahorrarse la respuesta.
—Nadie está obligado. Si
sale bien, ya sabremos cómo curar la forunculosis masiva. Si no —suspiró—, otro
de nosotros seguirá su camino.
Toland tendió su brazo
destapado sobre la mesa. A su derecha Hammond, con cierta reticencia, le imitó.
—Y… ¿cómo lo haremos?
—preguntó Kurs, mirándoles sin terminar de creérselo.
—Como en un sorteo
—determinó Toland—. La haremos girar y al que apunte la aguja, le toca.
—¿Cómo en la ruleta de la
suerte? —preguntó Rodríguez, sonriendo.
—O como con la ruleta rusa
—masculló Golov.
—Bueno, ¿vamos o no? —les
animó Toland, mirándolos a todos, de uno en uno—. Como ya he dicho, nadie está
obligado; el que no quiera participar puede irse. Sólo piensen en lo que
significará… si funciona.
Los encargados mantuvieron
la distancia, como rehuyendo la luz durante un minuto entero, respirando
profundamente y tragando saliva.
Golov fue el primero,
conteniendo el aliento, dando un paso al frente y estirando el brazo.
—Muy bien, Alex —asintió
Toland, a lo que Golov sonrió.
Uno a uno, el resto se
unió, formando un círculo en torno al pequeño rectángulo bajo la luz.
—Muy bien. —Cuando
estuvieron todos, Toland tomó aire y tapó la jeringuilla con la mano—. Vamos.
Hizo girar con violencia
el plato, dándole dos giros adicionales para que ganase impulso. La ruleta se
convirtió en una flecha, a punto de señalar a un condenado.
Los dieciocho ojos la
miraban sin desviarse ni un ápice, viendo cómo se transmutaba de una mancha
fugaz a un objeto definido, una aguja, preguntándose si Toland volvería a
moverlo o lo dejaría parar.
Ya acababa. Kurs se
mordisqueaba los labios, Johnson había cerrado los ojos, Hammond y Larey
sudaban copiosamente.
La aguja pasó de
Rodríguez a Hammond, de este a Toland, a Shane, a…
—¡Aaaaah!
No tuvieron tiempo de
identificar al autor del grito antes de que lanzase su mano sobre la
jeringuilla. Con un feroz giro, Shane se volvió, clavándosela en el brazo a
Kurs, que sólo tuvo tiempo de sentir el dolor.
—¡Ah! —chilló el herido,
retrocediendo con el cilindro transparente aún en el brazo.
—¡Shane! —chilló Golov
mientras todos rompían el círculo, separándose de la mesa.
El agresor se había
quedado solo, cabizbajo y con el sudor condensándose en su cara. Parecía
llorar.
—Lo… lo siento —consiguió
articular, mirando al vacío—. No he podido…
Johnson y Rodríguez se
abalanzaron sobre él, inmovilizándole. Nadie se molestó en mirar a Kurs,
todavía conmocionado. Todos sabían lo que aquel suceso implicaba.
Toland ya había sacado su
teléfono para avisar a seguridad.
—Vamos a tener que aislar
al señor Kurs por su propio bien… —avisó—… y el de todos.
A su lado, Hammond se secó
el sudor de la frente con el dorso del brazo, sin disimular su alivio. Veinte
minutos después, se reunió en el despacho de Toland.
—Clovis Kurs ha sido
debidamente aislado, señor; he encargado a Winsper que lo vigile —informó.
—Bien.
—Controlará su evolución en
caso de hinchazón, y vigilará que no intente suicidarse —detalló—. La sala está
acolchada y no hay objetos contundentes o afilados, pero…
—Sí; basta con que intente
estrangularse con la ropa, doblarse el cuello hasta partirlo, desgarrarse la
garganta o dejar de respirar —enumeró Toland con la mano bajo el mentón—. La
verdad, hemos tenido suerte.
—¿Cómo?
Hammond se quedó mirándole,
desconcertado.
—Por cierto, señor,
¿Shane…?
—Hemos tenido suerte
—repitió Toland, antes de suspirar—. Richard… nos ha hecho un favor.
Hammond se mantuvo en
silencio, hasta que Toland le dirigió una mirada.
—Clovis Kurs… —musitó—. Uno
de los pocos hombres en nuestra plantilla sin familia directa y… con una vida
privada muy aburrida…
Hammond, boquiabierto,
todavía miraba la sonrisa exhibida por su jefe.
—¿Sabes en que se parece
esto a un casino? —le preguntaron una vez, a lo que contestó negativamente—. No
importa lo que hagamos. Sigue siendo una empresa.
—No ha costado mucho
conseguir este... voluntario —añadió—. Así que más nos vale que este bien…
hasta que sea lo que deba ser.
—Me ocuparé de ello
—asintió Hammond.
Como financiero, sabía que,
al final, la banca siempre gana.
—Buenos días, doctor Grover.
—Hola, Valery.
La puerta del recinto de
descontaminación se cerró tras él mientras Grover, dentro del traje aislante
amarillo con el logotipo de la Quent Inc. en el pecho, accedía definitivamente
al área de trabajo de su laboratorio de nivel 4.
—¿Cómo vamos?
Se acercó a la zona aislada
de manejo de patógenos. Valery Díaz, una de sus mejores investigadoras junior,
usaba unos guantes aislantes para manejar una probeta.
—Estoy preparando más
muestras, para repetir la prueba de ayer —le informó
—Repetir… —Grover levantó
la mano para rascarse en la coronilla, recordando entonces por qué odiaba ese
traje—. ¿Cuál es el balance de momento?
—Positivo —le comunicó con
una sonrisa.
Grover se quedó mirándola.
—Detalles —pidió.
—Se inyectó la muestra que
estoy preparando en diez ratones y seis monos. Por el momento, no hay ni el
menor síntoma de hinchazón, ni de infección. Fiebres, falta de apetito…
—Los datos…
—Acabo de actualizarlos.
—Señaló al ordenador del laboratorio—. También he iniciado un seguimiento.
Grover no perdió el tiempo
en comprobarlo, obligado a teclear con un solo dedo por culpa del grosor del
recubrimiento.
—¿Qué lleva el nuevo
preparado?
—El microorganismo
eliminado por calor, junto a Etionamida y clofamicina —especificó—. He pensado que puede que la causa no sea la
micobacteria, sino, quizás, algo asociado a ella.
—Podría ser; un toxoide,
una bacteria accesoria…
Grover cerró el informe y
se situó tras ella, viéndola trabajar.
—Esas muestras —señaló tras
el cristal, donde Valery había dejado ya tres jeringuillas preparadas…
—Es la misma concentración
que usamos ayer —informé—. Concentración farmacológica máxima. He pensado… que
deberíamos hacer más pruebas, variando la dosis, antes de pasar a… los ensayos
con humanos.
—Muy bien pensado Valery;
tienes toda la razón —aseguró.
—Gracias —dijo la joven,
dándole la espalda mientras reía débilmente.
Se alejó de ella y del
área de trabajo, acercándose al armario donde guardaban los fármacos
dosificados.
—Sólo hay un problema
—lamentó entones Grover, alejándose de él después de introducirle un código.
—¿Cuál? —Valery miró hacia
atrás, encontrándose a su superior con la mano derecha a la espalda.
—No creo que podamos hacer…
ensayos con humanos.
—¿Por qué? —preguntó
alarmada, antes de que la urgencia del deber la obligara a volver a mirar tras
el cristal—. ¿Lo han prohibido… o algo así después de lo que… pasó?
Grover suspiró, tan fuerte
que se empañó un poco la pantalla de su traje.
—Es más simple —anunció—.
Nadie quiere arriesgarse a coger la enfermedad. Les da miedo hasta la vacuna…
que podría salvarles.
—Vaya… —Tras unos pocos
segundos, Valery negó con la cabeza—. Bueno, no se les puede culpar —anunció
alegremente—. Esta enfermedad es aterradora.
—Sí, tienes razón.
Grover avanzó un paso.
—Todo el mundo tiene miedo
a algo —decía, casi murmurando; audible sólo gracias a los micrófonos del
traje—. Y eso no desaparecerá, como la enfermedad. Alguien debe correr riesgos,
para que todos nos salvemos.
—Sí, como el cuento del
cascabel del gato— asintió Valery, mirando un momento a su izquierda.
Grover se había parado a su
lado, mirando los viales. Luego miró tras él, hacia el reloj sobre la puerta de
acceso, y sonrió.
—¿Sabes? Acabo de darme
cuenta de algo.
—¿Qué? —Valery detuvo sus
manos, mirándole intrigada.
—Hay otra forma de
comprobar la eficacia de la vacuna.
—¿Sí? —Su atractivo rostros
de veintitrés años se arrugó por la sorpresa, dando la impresión de que había
envejecido quince años—. ¿Cuál, doctor?
Na…
—Pues, —Grover frunció un
momento el ceño, como si algo le incomodase—, si esto fuera una película,
llegaría un momento en que los dedicados científicos… nosotros.
La especificación hizo reír
a Vallery.
—Querríamos comprobar la
eficacia de nuestro trabajo… y, de paso, salvar a la humanidad… con nosotros
mismos.
Grover se quedó mirándola
con complicidad.
—Ya. —Valery asintió una
vez, claramente desilusionada, antes de volver al trabajo—. Bueno, hay que
pensar que… Eso, que son películas. Todo lo que pasa es un guion, al final el
mundo se salva y, aparte de que no creo ni que llegue a pincharse el brazo de
verdad, el que lo hace es un actor, seguramente sin ningún tipo de título médico
y al que pagan un buen sueldo por fingirlo.
—Ya. Me lo imaginaba.
Ahora era la cara de Grover
la que se hundía bajo el desengaño.
Na…
—Pero también es verdad
—dijo, dando un paso hacia Valery.
Na…
—Que a veces… pasan
accidentes.
La chica se volvió,
teniendo sólo tiempo de abrir la boca al sentir el pinchazo, y de ver la
jeringuilla clavada en su brazo.
—Hasta a los buenos
—continuó Grover—. O a los mejores.
—Doct…
Valery puso los ojos en
blanco, paso previo a perder el sentido. Sus piernas se doblaron y sus brazos
quedaron colgando de los protectores. Al otro lado del cristal, por suerte, su
último preparado había quedado sobre la mesa, terminado e intacto.
Grover sacó la
jeringuilla y la arrastró hasta la silla rodante frente al ordenador. Luego
ocupó su puesto en los protectores, sacando algo del área aislada.
—Lo siento, Valery.
Valery Díaz se sacudió al
recibir el segundo pinchazo, pero el sedante suave que le había administrado
era lo bastante fuerte para bloquear cualquier otra reacción.
Na…
Grover se aseguró de
enviar los datos del ordenador a un lugar seguro; aunque había tenido la
precaución de sacar el aire de la jeringuilla dentro del traje, ahora tendría
que activar el protocolo de descontaminación. Una vez el desinfectante dejó de
salir en la cámara de acceso, sacó su móvil.
—Seguridad, ha habido un
accidente con una vacuna. De forunculosis masiva —avisó—. Tendremos que aislar
a la víctima en una de nuestras celdas de observación.
—Entendido.
—Ah, y que alguien… avise a
dirección. Vamos a necesitar otra investigadora biológica.
Grover colgó y miró atrás,
a la puerta sellada. Era una pena lo de Valery, pero tenía que hacerse. Había
que salvar a la humanidad.
—Y nadie —pronunció en voz
alta por fin, liberando su cabeza de aquel estribillo torturador—, es
imprescindible…