lunes, 25 de junio de 2018


JUGANDO A LA RULETA RUSA -1º PARTE

El titular de la mañana decía, sencillamente, lo que ella, como el resto del planeta, ya sabía.
     LA ONU DECLARA LA FORUNCULOSIS MASIVA PANDEMIA GLOBAL.
     Por fin, pensó Sally, sólo han necesitado un mes para darse cuenta.
     Salió del titular para ver si otra cosa importante había pasado ese día en el mundo. Los esfuerzos del gobierno por combatir la crisis, la declaración del estado de excepción en la mitad del territorio europeo y (este la hizo reír) una protesta en Argentina por la prohibición de eventos deportivos hasta nueva orden.
     Otra prueba del grado de estupidez al que se había reducido la humanidad.
     ¿Cómo puede a la gente quedarle ganas de salir a la calle?
     Comprobó su teléfono; los purificadores de aire ya llevaban un cuarto de hora funcionando, así que se quitó la incómoda máscara de quirófano pico de pato.  Fue andando con sus pantuflas, recién sacadas de la lavadora, hasta la cocina, donde se quedó unos segundos mirando el contenido de la nevera, descorazonada.
       A lo mejor debería acercarme a la tienda
       Sacó la lata de piña en almíbar empezada el día anterior y la botella de leche hermética, decidiendo no añadir a su desayuno cereales de la caja en la alacena. A lo mejor al día siguiente.
     De allí fue al salón, donde los purificadores ronroneaban como bebés dormidos. Se acercó a una ventana, con las juntas recubiertas de esparadrapo esterilizado, apartando la cortina blanca lo bastante para ver la calle. Al momento pensó que debería ir a ver a sus padres.
     Estarán preocupados; llevamos dos días hablando sólo por teléfono
     Un coche pasó, tan deprisa que no alcanzó a ver el color ni el modelo. Nada más. No había tráfico ni peatones, ni niños de camino al colegio ni adultos yendo a comprar el periódico.
      Uno de los milagros de Internet.
       Eso, curiosamente le hizo pensar en su propio trabajo. Hacía ya tres días que no se pasaba por la tienda; ni siquiera había llamado. Y ni siquiera sabía si seguiría abierta o no…
     Por favor, con lo roñoso que es el señor Grosse, ¿va a abrir, sabiendo que no irán clientes?
      Además, no dependía de él. El gobierno había decretado una exención laboral temporal hasta que se normalizase la situación.
       Sally no tenía mucho más que hacer, aparte de quedarse en el sofá, escuchando música o viendo la tele. Y era precisamente lo que estaba haciendo cuando empezó el jaleo.
     A través del cojín bajo su cabeza empezaron a filtrarse gemidos, largos, agudos y entrecortados. El sonido de golpes, de algo cayendo al suelo y haciéndose añicos; de muebles al arrastrarse como si chocasen con ellos.
     Desorientación progresiva, dolor creciente, ceguera
     La lista de síntomas pasó frente a sus ojos como en un anuncio televisado mientras llegaba al teléfono.
     —Unidad médica de crisis, ¿diga?
     Dio su nombre, el motivo de la llamada y que estaba pasando debajo de su apartamento. Nada más. Luego volvió al sofá y se quedó esperando, encogida con las rodillas dobladas sobre el sofá.
     Si está aquí, si ha llegado al edificio, entonces
     Lo muros no la protegerían, las paredes no la mantendrían fuera.
     Suspiró con increíble alivio al oír un timbre en alguna parte, el ascensor ponerse en marcha y pasos subiendo a la carrera las escaleras, llamando a los posibles pisos que entraban en su descripción. Veinte minutos después de un murmullo inteligible, llamaron a su puerta.
     Sally se levantó, colocándose la mascarilla y andando de forma ruidosa hasta llegar a veinte centímetros de aquella única entrada y salida.
     —Señora Roeg, ¿nos oye? —La voz era lo bastante alta para que quien estuviese dentro la oyese y lo bastante baja para que no se enterasen los vecinos—. No necesitamos que nos abra, sólo que, si está, nos lo diga.
     Sally cerró los ojos, conteniendo lágrimas de felicidad. Les dijo que sí.
     —Ha sido una falsa alarma —le dijeron—. Era la pareja del segundo derecha, fo… —Pareció que el mensajero, un hombre, acabase de morderse la lengua—. No ha pasado nada.
      —Bien —consiguió decirle ella—. Lo sient…
      —No se preocupe; es bueno que la gente siga los consejos de seguridad. —Se lo imaginó sonriendo, tras una máscara de aire y un traje de protección biológico—. Adiós, y que tenga un buen día.
     Se quedó oyéndoles irse por el ascensor y las escaleras; luego volvió al salón, se quitó la máscara y se dejó caer en el sofá encogida, temblando, llorando. No recordaba la última vez que pasó tanto miedo.
     No pasa nada; ha sido una falsa alarma.
     En ese momento, Sally se dio cuenta de lo poco que sabía de sus vecinos; sus nombres, cuántos eran, su sexo siquiera. Del aislamiento por falta de tiempo libre había pasado al aislamiento sin más.
     Pensó que, si los conociera, ahora se sentiría ridícula. Pero, como siempre decían, es mejor prevenir que curar.
      Y para esto no hay cura, se recordó. De momento.

La sala de prensa era un hervidero; cuando el hombre trajeado se acercó al atril, los flases de las cámaras centellearon como relámpagos mientras los periodistas empezaban con sus preguntas antes incluso de que llegase al micrófono. Hizo falta un llamamiento al orden agitando la mano y varias miradas fieras del personal de seguridad para que tuviesen lo que quisiesen: respuestas.
     —Muy bien, damas y caballeros —empezó con modestia Kuo Lan, representante de la OMS—. Esta rueda de prensa ha sido convocada, como todos saben ya, para aclarar la información conocida por el momento sobre la forunculosis masiva, que ha adquirido el rango de pandemia.
     Hubo un torrente de manos alzadas y voces intentando llamar su atención. Kuo se limitó a pasear la vista por la sala y a elegir a un reportero distinto cada vez; en el otro extremo, del sexo opuesto.
     —Señor Kuo, ¿se sabe ya cuál es la causa?
     El representante tomó aire, dándose ya del todo cuenta de que no iba a ser una intervención sencilla.
     —Por el momento, se están tomando muestras e investigando a los pacientes aislados…
       Hizo una pausa para sacarse un pañuelo blanco del bolsillo pectoral de su chaqueta, y pasárselo por la frente. Inadvertidamente, aprovechó el silencio para ordenar sus palabras.
     —Por el momento, se ha detectado… lo que se cree puede ser una nueva especie de microorganismo en las vendas de los enfermos  —reveló—. Se trata de un bacilo Gram positivo que, a falta de una identificación más veraz, se cree que puede estar emparentado con las micobacterias, familia a la que pertenecen, entre otros… los patógenos responsables de la lepra.
      Exclamaciones de espanto brotaron de los periodistas.
     —¿Quiere decir que el superacné está emparentado con la lepra?
     —Nadie de mi institución se refiere a esta enfermedad con ese nombre, inventado por la prensa sensacionalista —reprendió Kuo al autor de la pregunta—. Por el momento, es sólo un punto de partida; la… causa más probable que barajamos.
     —¿Se tiene ya una idea de dónde se originó?
     —Por el momento… —Kuo bebió de la botella de agua mineral junto al micrófono—. Se ha confirmado que hubo brotes casi simultáneos en México, China, Gran Bretaña, India y Turquía que, viendo su velocidad de propagación, no deja establecer si empezó con un paciente cero… o son simples nexos en el camino.
     —¿Y sobre el contagio, que se sa…?
     —Buena pregunta; antes de contestar, que nadie piense que el patógeno descubierto se estudia, simplemente, por estar relacionado con la lepra —advirtió—, ya que esta tiene una tasa de infección muy baja que, además, requiere el contacto directo con el enfermo.
     »Esto no es igual con la forunculosis masiva, que además de muy contagiosa, no tiene aún un vector claro de contagio. El aire, el agua, un lote particular de alimentos contaminados de distribución global…
     Una respuesta muy etérea, lo bastante para que los periodista refunfuñasen disgustados pero que, a la vez, les quitaba las ganas de insistir en esa dirección.
      —Muy bien, vamos acabando. —Kuo podía ver en las caras a sus pies que las ganas de perderse de vista era mutua—. ¿Alguna última pregunta?
      —Sí —se atrevió una mujer joven, castaña y con gafas, que levantó la mano en el centro del grupo—. ¿Qué… se está haciendo exactamente para curar esta epidemia?
     La pregunta del millón, un coro de síes la acompañó mientras las voces se unían para exigir rigor. Kuo se limpió más sudor, dio otro trago y respiró profundamente.
      —La OMS ha puesto todos sus recursos en investigar la enfermedad, colaborando con las CDCs de China y Estados Unidos y la Agencia de Salud Europea. Tan pronto como se obtengan resultados, se comunicarán. Por lo demás, recemos… para superar pronto esta crisis.
      Je, esta ha tenido gracia.
     Kuo se despidió y se fue, dejando a seguridad lidiando con las fuerzas enemigas mientras se repetía que se había jurado que, cuando oyese por la tele o la radio a algún chalado (seguramente americano) pregonando que la enfermedad era un castigo de Dios para purgar a la humanidad por su corrupción e impureza, se cortaría las venas.

—Ya no hay dudas, señor. —Winsper, investigador médico jefe de Health Enterprises, le pasó su informe a Victor Hammond, el encargado de financiar los proyectos—. Es la micobacteria.
     —Bien, muy bien; ahora que esos mamones de la OMS lo han hecho público. —El ejecutivo cogió las hojas y las fue pasando—. Ahora lo importante es cómo curarlo.
     —Desde luego.
     Winsper, con su bata de laboratorio, parecía tan fuera de lugar en el pequeño despacho como un cepillo de dentista, a la espera de las inevitables preguntas.
     —¿Cómo vamos? —preguntó Hammond, mirándole con una hoja medio levantada, tapándole la cara—. ¿Habéis probado con antibióticos?
     Winsper, tomó aire, resignado.
     —Dapsona, rifambicina, clofamizina, penicilina… De momento ninguno de los usados para tratar micobacteria está funcionando.
     —¿Tanto en los medios de cultivo… como en los sujetos de prueba?
     —El crecimiento bacteriano no se ha frenado en ninguno, ni se han producido mejorías.
     —¿Es seguro que los sujetos de pruebas están infectados?
     —Desde luego. —Winsper centró los ojos al contestar; claro que estaba seguro.
      Era una maldita pesadilla.
      Winsper, antes de ser un adulto guiado enteramente por la ciencia y la razón, había crecido oyendo que los animales tienen un instinto natural para el peligro, y esa maldita enfermedad se lo estaba demostrando. Los sacrificios para la salvación de la humanidad, ratones, ratas y monos, no sólo tenían que aislarse de sus semejantes una vez contagiados, sino antes de la propia inoculación. Winsper había aprendido que, si tenían la dudosa suerte de sobrevivir un tiempo como cobayas, los animales tendían a desconfiar de las agujas. Sin embargo, en este caso, todos sin excepción enloquecían presas del pánico, no sólo si compartían la sala con un enfermo de forunculosis masiva (por más que estuviese en una cámara aislada e insonorizada), sino al enseñarles la jeringuilla maldita, como los políticos frente a los micrófonos.
       Era como si oliesen la bacteria en su interior. La muerte. Y qué muerte.
     —Bueno, lo que imagino, aunque Dios no lo quiera, es que esto irá para largo —concluyó.
     —Muy bien; no escatimaremos en gastos. Quiero un informe diario con todo lo que haga falta; materiales, animales, productos —enumeró Hammond, con los ojos pululando en sus órbitas—. Y que dupliques el trabajo de tu equipo; divídelo por turnos si hace falta.
      —¿Qué? —La reacción sorprendida del responsable pareció irritar al financiador—. Desde el respeto, señor, están todos muy cansados… A este ritmo, no sé sí…
      Hammond se quedó mirándole unos segundos en silencio, con las manos sobre su sillón, parpadeando sólo una vez. Luego tomó aire e hizo la inevitable pregunta:
     —Winsper, amigo, ¿tienes idea… de lo que nos estamos jugando con esto?
     Claro que sí; por eso, para reírse un poco, contestó incorrectamente adrede.
     —A ver… ¿Salvar millones de vidas inocentes, quizás incluso a la humanidad entera?
     Esperaba que, como demostraba su propia sonrisa, hiciese reír a Hammond, pero este no varió su postura ni un ápice, confirmando su creencia personal de que los contables no tenían hueco para el sentido del humor en sus cerebros saturados de balances.
      —Aparte de eso —dijo, irónico—, nos estamos jugando dinero. Mucho dinero. La madre de todas las fortunas, el premio gordo definitivo. ¿Sabes por qué?
     Desde luego, pero negó, haciéndose el tonto para darle la satisfacción de explicárselo. Hammond lo interpretó entrecerrando los ojos, como si no se creyese que aquel hombre fuese apto para ocupar su cargo.
      —Porque, simple y llanamente, aunque los de la OMS y el resto de organismos de salud mundial juntando todos sus recursos consiguiesen encontrar una cura para el megaacné, no darán a basto; hay demasiada población susceptible en todo el mundo. Y eso significa gente asustada, dispuesta a pagar lo que sea si se le garantiza una cura eficaz.
     »Ya han dejado claro, al pedir la colaboración de los institutos y empresas privadas, que si alguien descubre remedio, tendrá los derechos de patente global; que tendrían que ofertarse si el descubrimiento lo produjesen organismos públicos.
     Hammond para para respirar y, de paso, para que descansasen sus labios, sonriendo con avaricia.
     »Esta es la oportunidad de la Health Enterprises. Johnson & Johnson, Pfizer, Royer, Bayer y Burgess nos han estado pisando el negocio durante demasiado tiempo. Si ahora conseguimos esto, la cura para una pandemia mundial, nos pondremos en el mapa de una vez y para siempre.
       Dio un puñetazo en la mesa, que Winsper secundó asintiendo.
      —Bien, pues ¿a qué esperamos? —preguntó al científico.
      —Pondré a todo el mundo a trabajar —prometió mientras se volvía—. Espero obtener resultados pronto.
       Y vaya que si habría resultados, a juzgar por lo que estaba oyendo.

—Caballeros, me temo… que tenemos un problema.
     Julius Grover, jefe del equipo investigador de la Quent C. Inc, apenas podía mantener la cabeza erguida frente a los responsables de la junta directiva, que sabía le miraban con odio desde el final de la larga mesa y sus tronos forrados en cuero. Y no era para menos. Hacía apenas treinta y seis horas, Grover había anunciado aquello por lo que cualquiera de ellos mataría por oír. Ahora, sin embargo, resultaba que era pronto para descorchar el champán.
     —Explíquese.
     Grover ni siquiera se fijó en quien le hizo la pregunta; además, ¿qué importaba? Desde su posición todos parecían iguales; los mismos rostros, los mismos trajes, la misma motivación. De ellos sólo conocía al presidente, Kesller, y a David Coogan, su supervisor.
     —Es sobre… la vacuna experimental, empleando ejemplares atenuados de la bacteria.
     —La que notificó que había dado buenos resultados con los animales —dijo otra voz—. ¿Qué eran… tres ratones y dos monos?
     Asintió.
     —La misma… —Le pareció oír a alguien tragar saliva—, para la que se solicitaron voluntarios.
     Grover apretó los puños.
      —Ha fallado.
     Las exclamaciones de espanto sonaron como una sola voz.
      —¿Después de casi mes y medio, cuando estábamos a punto de anunciarlo? —preguntó alguien, más exceptivo que horrorizado—. ¿Cuál es el periodo de cultivo normal de la enfermedad, dos días?
      —Más bien unas treinta y seis horas, después de los primeros síntomas… —precisó Grover.
       Se callaron. Algo le decía que si los miraba ahora, estarían todos boquiabiertos, sudando… y mirándole.
      —Se puede presuponer… que el tratamiento tuvo algún efecto en el microorganismo, afectando a su viabilidad o capacidad de supervivencia, pero…
       Hubo un silencio incómodo, que debió durar segundos pero se alargó minutos. Por fin, Grover se animó a mirarles.
     —¿Y —reconoció la remota voz de Kesller, al final de su cara—, cree que con estos resultados… puede mejorarse?
       La esperanza iluminó el rostro del doctor, que asintió como un juguete eléctrico.
      —Me parece —tardó en darse cuenta de que ahora se dirigía a los otros seis componentes de la junta—, que todos estaremos de acuerdo… que la única forma de salir adelante será mediante el ensayo y error.
       Quietud total. La mejor forma de decirlo todo, a veces, es no decir nada.
      —Así pues —Grover creyó verle sonreír mientras se inclinaba hacia adelante—, confiemos en que nuestros mejores investigadores sean capaces de superar este contratiempo y darnos resultados deprisa. ¿No está de acuerdo, señor Grover?
       Este asintió y volvió hacia los laboratorios de la planta baja, suspirando; sintiendo que se quitaba un gran peso de encima. Concretamente el de su cuerpo, colgado por el cuello.

—Señor, tengo una buena y una mala noticia.
     Carter Toland, presidente de Health Enterprises, se quedó mirando a Hammond entrar en su despacho, cabizbajo, con varios papeles en la mano. Se los tendió, aunque ambos sabían que Toland iba a estar más que encantado de oír un resumen a viva voz.
     —¿Es salgo sobre la forunculosis? —Hammond asintió—. Buenas noticias, espero.
     —Bueno, son —se aflojó un poco el nudo de la corbata—, dos buenas y una mala.
     El presidente se irguió, esperando una aclaración.
     —Primero, como supongo que sabrá, parece que el resto de compañías están estancadas en la producción de una vacuna o cura efectivas —informó.
     —Sí, desde luego —dijo, sin bajar ni una sola vez la vista a las hojas—, y, ¿es de suponer que estamos en el mismo atolladero?
     —Para nada, señor. —Hammond sonrió—. Precisamente, los chicos del laboratorio acaban de decirme que pueden haber encontrado algo.
      Toland parpadeó, su único movimiento en un minuto entero.
      —¿Cómo?
      —Es una nueva vacuna —concretó Hammond—. Los detalles están en el papel.
     —¿De qué tipo? —preguntó Toland, leyendo por fin—. Por lo que sé, las atenuadas y las inactivas acaban en hinchazón al cabo de un tiempo…
      —Es un nuevo tipo de inactiva —explicó—. En vez de métodos físicos, hemos usado radiaciones ionizantes. De momento, tenemos ratones que han superado el tiempo de infección en dos días… y monos sin síntomas de hinchazón a las setenta y dos horas.
     Toland tomó aire, consiguiendo que se le convulsionara la cara.
     —Bueno, ¿y cuál es la mala noticia?
     —Que faltan… —decía Hammond, sin mirarle en ningún momento—...los ensayos con humanos.
     —Bueno, pues solicitamos voluntarios…
     —Ya lo hemos hecho.
     Su subordinado le miró con franca aflicción. Todos los indicativos de que tocaba un tema polémico.
     —Cual es el problema.
     —Nadie quiere ofrecerse —le informó.
      Toland dobló las comisuras de la boca, como si estuviese oyendo un chiste.
     —¿Qué? —Hammond ni se inmutó—. No pasa nada. Esperemos un tiempo…
     —Desde que se supo lo de la Quent, la gente no quiere arriesgarse. Tienen miedo de que falle.
     Toland juntó las manos sobre la mesa.
     —Habrá un modo —insistió, mirando las hojas como si pudiesen darle la respuesta—. ¡Ya sé! —Chasqueó los dedos—. Ofreceremos cobertura completa. Seguro económico y médico, compensación para las familias…
      —Eso puede funcionar…
     Si incluimos cuidados paliativos.
     Hammond dejó la frase a medias por otro motivo, dejando a su superior darse cuenta de las pegas.
     —¿Pero?
     —Llevará tiempo, como ha dicho —puntualizó—, y he oído que, después de su último fallo, la Quent está preparando otro ensayo.
     Toland entrelazó las manos frente a su rostro, bajando la vista un momento.
     —Lo has hecho muy bien, Vic —dijo por fin—. Ahora, por favor, vuelve con los tuyos y… que tengan una muestra preparada.
       —Ya la tenemos —confesó, mientras se daba la vuelta—. Sólo hay que necesitarla… o pedirla.
      Toland asintió, sonriendo, antes de descolgar el teléfono a su lado.
     —Con Norman, de recursos humanos—. Esperó, hasta oír unos pasos acercarse al aparato—. Soy yo, Tom. Escucha, ¿crees que podrías reunirme a los responsables de sección… es unos cinco minutos?

     —Esto es un desastre —repitió Coogan, con la cabeza inclinada.
     —Bueno, ya sabíamos que los resultados no eran seguros —se defendió Grover—. Y, desde luego, yo ya di mi opinión sobre lo de hacer público lo de los volunta...
     —¡Ya lo sé! —exclamó Coogan, a punto de reventar los cristales.
     —Quizás… —Grover se rascó la nuca—. Deberíamos despedir al contacto con la prensa.
     —Kesller ya se ocupará de eso —anunció Coogan, pasándose la mano sobre la cara—. A mí lo que me interesa saber es cómo vamos a arreglarlo.
     Grover tomó aire.
      —¿Cómo van los estudios con fármacos, hay algún resultado?
      —Negativo. —Sacudió despacio la cabeza—. Hemos pasado de los de amplio espectro a fármacos y antibióticos que no se usan en las micobacterias.
     Coogan replegó los labios, exhalando antes de preguntar algo sobre lo que no quería oír.
      —¿Y… las vacunas?
     —Están dando resultados… con animales.
     Coogan se hizo atrás en su asiento.
     —De momento, hemos duplicado el tiempo en que aparece la hinchazón…
     —¿Duplicado… —Coogan arqueó una ceja— o eliminado?
     Grover frunció los labios, sintiendo las manos húmedas.
     —Creo que, en una semana, se podría confirmar la inmunidad… definitivamente.
     —Bien. —El directivo juntó las manos—. Respecto al ensayo con humanos…
     —En cuanto tengamos voluntarios, podremos empez…
     Coogan reía. Grover no llegó a terminar la frase.
     —¿Qué es tan gracioso? —preguntó, antes de comprender que, haciéndolo, había quedado como un tonto.
     —¿Voluntarios? —Al mirarle, sus ojos chispeaban con un brillo extraño—. Tu último desastre les ha espantado.
     Grover se quedó boquiabierto.
     —Tiene que…
     —Pero tranquilo; si te consuela, no somos los únicos —anunció, rascándose el labio superior con el dedo índice—. Nadie quiere arriesgarse, así que el resto de investigadores también está bloqueado. Si alguno lo ha hecho mejor que nosotros tardará un tiempo en hacerlo; siéntete orgulloso por eso. En eso, al menos, nos has hecho un favor
     Grover bajó la cabeza, sintiendo que las fuerzas le dejaban al ritmo de los tiránicos latidos de su corazón.
     —Sí la investigación está parada, entonces… la cura…
     Coogan se encogió de hombros.
     —Pero tiene que hacerse algo. No sé, llegar a acuerdos con los hospitales; ofrecérselo a enfermos terminales, o a disminuidos…
      —Sí, buena idea —asintió Coogan—. He oído que algunos organismos han pensado algo así. Se lo diré a Kesller… aunque seguirá llevando un tiempo.
     Levantó el teléfono de la mesa de su escritorio.
     —Y… —Grover se presionó las sienes, señal de que se le acababa de ocurrir algo—, ¿qué me dices de los… —carraspeó— …condenados a muerte?
      Coogan bajó el auricular, mirándole con intensidad.
     —He oído que los chinos ya lo han hecho —aseguró—. Todas las pruebas fallaron…
     —Bueno, si sigue habiendo rec…
     —Y, cuando los reos se enteraron, prefirieron suicidarse al saber que eran los siguientes.
     Claro que sí; no era sólo el miedo al dolor o la muerte. Aquella enfermedad era aterradora. Y a su lado, el cloruro potásico, la corriente alterna o hasta la soga de cáñamo, una terapia física.
      —De modo, que tenemos que apañarnos con lo que tenemos, doctor Grover. —El tono de Coogan dejaba bien claro que estaba dando la reunión por concluida—. Si quieres voluntarios, tendrás que buscártelos.
      Grover asintió, sintiéndose extraño de vuelta a su laboratorio. Había sido un rapapolvo, sí, pero no tan intenso como esperaba. Había reproche, pero también algo parecido al ánimo…
     —Ah, y doctor Grover… —le llamó Coogan, que por lo visto había olvidado algo.
     —¿Sí?
      —Si le ayuda a hacer su trabajo… —Había vuelto a levantar las manos, cubriéndose la boca—. Piense que, con su trabajo, no sólo nos jugamos una fortuna, sino la supervivencia de la humanidad. Por eso, en este momento, nadie es imprescindible.
     —Entendido —coincidió antes de perderle de vista, no empezando a correr hasta doblar el pasillo
      Nadie es imprescindible.
     Puede que la explicación hubiese sido larga y llena de significado, pero Julius Grover sólo necesitó entender esa última frase.

     —Hola a todos. Señor Archer, señor Johnson, señor Kurs, señor Shane, señor Rodríguez, señor Golov y señor Larey.
     Los siete responsables, los eslabones más fuerte de las cadenas más débiles, se reunieron con Toland y Hammond, deseando saber el motivo de la convocatoria. Y, ahora que se fijaban, también para saber por qué la reunión era en uno de los laboratorios del cuarto sótano.
     —Caballeros. —Se habían dispuesto en torno a una pequeña mesa frente a la puerta con Toland en el extremo opuesto, Hammond a su derecha y un pequeño plato en el centro —. Les he reunido aquí porque son los miembros más valiosos de nuestro personal, los responsables del correcto funcionamiento de esta compañía.
      Los siete directores le miraban sin atreverse a asentir o sonreír, percibiendo que aquello era algo más que un agradecimiento verbal por su compromiso profesional.
     —Por eso, es justo que sean los primeros en ver esto.
     Toland levantó la mano derecha, dejando algo sobre el platillo, justo donde era golpeada con toda la fuerza de la bombilla del techo.
     —¿Qué es? —preguntó Rodríguez, frunciendo el ceño.
     —La vacuna que puede salvar al mundo —anunció Toland sonriente.
      Hubo algunos asentimientos, Larey aplaudió un poco, y la sensación enrarecida de recelo se mantuvo.
     —Bien, señores, como bien saben, la enfermedad conocida como forunculosis masiva está golpeando a la humanidad con una fuerza digna de la peste negra. Ningún país ni persona está a salvo, padeciendo primero la hinchazón y la conversión posterior al estado conocido como hombre—ojos u hombre—uva después.
     Los directores asintieron de forma unánime, más de uno añadiendo muecas de asco.
     —A menos, por supuesto, que lo que hay en esta jeringuillita funcione.
     —Bueno, ¿y lo habéis probado? —preguntó Johnson.
     —Por el momento, ha sido un éxito en animales.
     Los hombres rieron con sorna, intercambiando miradas.
     —Pues avisadnos cuando lo haga con humanos —sugirió Shane, cruzándose de brazos.
      —Ese es el problema —intervino Hammond—. No podemos, porque nadie quiere.
       Shane parpadeó y miró a sus compañeros, bajando los brazos.
     —A qué se refiere —quiso saber Archer.
     —A que nadie quiere ofrecerse voluntario, porque les da miedo.
     —Normal —opinó Rodríguez, siendo secundado al momento por los demás.
     —Ya, lo entendemos —opinó Toland—. Es mejor una muerte rápida que padecer megaacné.
     El jefe de investigación se cuadró, irguiéndose.
     —Verán, caballeros, les he reunido… para pedirles algo muy difícil.
     Bajó la frente y cerró los ojos, dejándoles imaginarse qué.
     —Verán, sé… que muchos tenéis familia, o gente que os importa o a la que queréis lo bastante para desear que esto acabe. Y no lo hará hasta que obtengamos una cura que funcione.
     Acto seguido, extendió el brazo derecho y se lo arremangó.
     —No les pido nada a lo que no esté dispuesto yo mismo —aseguró—. Por eso, tanto yo como el señor Hammond nos ofreceremos como ustedes.
     Su afirmación provocó que el financiero le mirase con espanto. Por lo visto, esa parte no figuraba en el guión que se había leído.
     —Entonces, ¿por qué no lo hace sin más? —preguntó Archer.
     Toland le miró con frialdad suficiente para ahorrarse la respuesta.
     —Nadie está obligado. Si sale bien, ya sabremos cómo curar la forunculosis masiva. Si no —suspiró—, otro de nosotros seguirá su camino.
      Toland tendió su brazo destapado sobre la mesa. A su derecha Hammond, con cierta reticencia, le imitó.
     —Y… ¿cómo lo haremos? —preguntó Kurs, mirándoles sin terminar de creérselo.
     —Como en un sorteo —determinó Toland—. La haremos girar y al que apunte la aguja, le toca.
     —¿Cómo en la ruleta de la suerte? —preguntó Rodríguez, sonriendo.
     —O como con la ruleta rusa —masculló Golov.
     —Bueno, ¿vamos o no? —les animó Toland, mirándolos a todos, de uno en uno—. Como ya he dicho, nadie está obligado; el que no quiera participar puede irse. Sólo piensen en lo que significará… si funciona.
     Los encargados mantuvieron la distancia, como rehuyendo la luz durante un minuto entero, respirando profundamente y tragando saliva.
     Golov fue el primero, conteniendo el aliento, dando un paso al frente y estirando el brazo.
     —Muy bien, Alex —asintió Toland, a lo que Golov sonrió.
      Uno a uno, el resto se unió, formando un círculo en torno al pequeño rectángulo bajo la luz.
     —Muy bien. —Cuando estuvieron todos, Toland tomó aire y tapó la jeringuilla con la mano—. Vamos.
      Hizo girar con violencia el plato, dándole dos giros adicionales para que ganase impulso. La ruleta se convirtió en una flecha, a punto de señalar a un condenado.
      Los dieciocho ojos la miraban sin desviarse ni un ápice, viendo cómo se transmutaba de una mancha fugaz a un objeto definido, una aguja, preguntándose si Toland volvería a moverlo o lo dejaría parar.
      Ya acababa. Kurs se mordisqueaba los labios, Johnson había cerrado los ojos, Hammond y Larey sudaban copiosamente.
       La aguja pasó de Rodríguez a Hammond, de este a Toland, a Shane, a…
       —¡Aaaaah!
      No tuvieron tiempo de identificar al autor del grito antes de que lanzase su mano sobre la jeringuilla. Con un feroz giro, Shane se volvió, clavándosela en el brazo a Kurs, que sólo tuvo tiempo de sentir el dolor.
     —¡Ah! —chilló el herido, retrocediendo con el cilindro transparente aún en el brazo.
     —¡Shane! —chilló Golov mientras todos rompían el círculo, separándose de la mesa.
      El agresor se había quedado solo, cabizbajo y con el sudor condensándose en su cara. Parecía llorar.    
     —Lo… lo siento —consiguió articular, mirando al vacío—. No he podido…
     Johnson y Rodríguez se abalanzaron sobre él, inmovilizándole. Nadie se molestó en mirar a Kurs, todavía conmocionado. Todos sabían lo que aquel suceso implicaba.
      Toland ya había sacado su teléfono para avisar a seguridad.
     —Vamos a tener que aislar al señor Kurs por su propio bien… —avisó—… y el de todos.
     A su lado, Hammond se secó el sudor de la frente con el dorso del brazo, sin disimular su alivio. Veinte minutos después, se reunió en el despacho de Toland.
     —Clovis Kurs ha sido debidamente aislado, señor; he encargado a Winsper que lo vigile —informó.
     —Bien.
     —Controlará su evolución en caso de hinchazón, y vigilará que no intente suicidarse —detalló—. La sala está acolchada y no hay objetos contundentes o afilados, pero…
      —Sí; basta con que intente estrangularse con la ropa, doblarse el cuello hasta partirlo, desgarrarse la garganta o dejar de respirar —enumeró Toland con la mano bajo el mentón—. La verdad, hemos tenido suerte.
     —¿Cómo?
     Hammond se quedó mirándole, desconcertado.
     —Por cierto, señor, ¿Shane…?
     —Hemos tenido suerte —repitió Toland, antes de suspirar—. Richard… nos ha hecho un favor.
     Hammond se mantuvo en silencio, hasta que Toland le dirigió una mirada.
     —Clovis Kurs… —musitó—. Uno de los pocos hombres en nuestra plantilla sin familia directa y… con una vida privada muy aburrida…
     Hammond, boquiabierto, todavía miraba la sonrisa exhibida por su jefe.
     —¿Sabes en que se parece esto a un casino? —le preguntaron una vez, a lo que contestó negativamente—. No importa lo que hagamos. Sigue siendo una empresa.
     —No ha costado mucho conseguir este... voluntario —añadió—. Así que más nos vale que este bien… hasta que sea lo que deba ser.
     —Me ocuparé de ello —asintió Hammond.
     Como financiero, sabía que, al final, la banca siempre gana.

—Buenos días, doctor Grover.
     —Hola, Valery.
     La puerta del recinto de descontaminación se cerró tras él mientras Grover, dentro del traje aislante amarillo con el logotipo de la Quent Inc. en el pecho, accedía definitivamente al área de trabajo de su laboratorio de nivel 4.
      —¿Cómo vamos?
     Se acercó a la zona aislada de manejo de patógenos. Valery Díaz, una de sus mejores investigadoras junior, usaba unos guantes aislantes para manejar una probeta.
     —Estoy preparando más muestras, para repetir la prueba de ayer —le informó
     —Repetir… —Grover levantó la mano para rascarse en la coronilla, recordando entonces por qué odiaba ese traje—. ¿Cuál es el balance de momento?
     —Positivo —le comunicó con una sonrisa.
      Grover se quedó mirándola.
     —Detalles —pidió.
     —Se inyectó la muestra que estoy preparando en diez ratones y seis monos. Por el momento, no hay ni el menor síntoma de hinchazón, ni de infección. Fiebres, falta de apetito…
    —Los datos…
     —Acabo de actualizarlos. —Señaló al ordenador del laboratorio—. También he iniciado un seguimiento.
      Grover no perdió el tiempo en comprobarlo, obligado a teclear con un solo dedo por culpa del grosor del recubrimiento.
     —¿Qué lleva el nuevo preparado?
     —El microorganismo eliminado por calor, junto a Etionamida y clofamicina —especificó—.  He pensado que puede que la causa no sea la micobacteria, sino, quizás, algo asociado a ella.
      —Podría ser; un toxoide, una bacteria accesoria…
     Grover cerró el informe y se situó tras ella, viéndola trabajar.
     —Esas muestras —señaló tras el cristal, donde Valery había dejado ya tres jeringuillas preparadas…
     —Es la misma concentración que usamos ayer —informé—. Concentración farmacológica máxima. He pensado… que deberíamos hacer más pruebas, variando la dosis, antes de pasar a… los ensayos con humanos.
     —Muy bien pensado Valery; tienes toda la razón —aseguró.
     —Gracias —dijo la joven, dándole la espalda mientras reía débilmente.     
      Se alejó de ella y del área de trabajo, acercándose al armario donde guardaban los fármacos dosificados.
     —Sólo hay un problema —lamentó entones Grover, alejándose de él después de introducirle un código.
     —¿Cuál? —Valery miró hacia atrás, encontrándose a su superior con la mano derecha a la espalda.
     —No creo que podamos hacer… ensayos con humanos.
      —¿Por qué? —preguntó alarmada, antes de que la urgencia del deber la obligara a volver a mirar tras el cristal—. ¿Lo han prohibido… o algo así después de lo que… pasó?
     Grover suspiró, tan fuerte que se empañó un poco la pantalla de su traje.
     —Es más simple —anunció—. Nadie quiere arriesgarse a coger la enfermedad. Les da miedo hasta la vacuna… que podría salvarles.
      —Vaya… —Tras unos pocos segundos, Valery negó con la cabeza—. Bueno, no se les puede culpar —anunció alegremente—. Esta enfermedad es aterradora.
       —Sí, tienes razón.
      Grover avanzó un paso.
     —Todo el mundo tiene miedo a algo —decía, casi murmurando; audible sólo gracias a los micrófonos del traje—. Y eso no desaparecerá, como la enfermedad. Alguien debe correr riesgos, para que todos nos salvemos.
     —Sí, como el cuento del cascabel del gato— asintió Valery, mirando un momento a su izquierda.
     Grover se había parado a su lado, mirando los viales. Luego miró tras él, hacia el reloj sobre la puerta de acceso, y sonrió.
     —¿Sabes? Acabo de darme cuenta de algo.
     —¿Qué? —Valery detuvo sus manos, mirándole intrigada.
     —Hay otra forma de comprobar la eficacia de la vacuna.
     —¿Sí? —Su atractivo rostros de veintitrés años se arrugó por la sorpresa, dando la impresión de que había envejecido quince años—. ¿Cuál, doctor?
     Na
     —Pues, —Grover frunció un momento el ceño, como si algo le incomodase—, si esto fuera una película, llegaría un momento en que los dedicados científicos… nosotros.
     La especificación hizo reír a Vallery.
     —Querríamos comprobar la eficacia de nuestro trabajo… y, de paso, salvar a la humanidad… con nosotros mismos.
      Grover se quedó mirándola con complicidad.
      —Ya. —Valery asintió una vez, claramente desilusionada, antes de volver al trabajo—. Bueno, hay que pensar que… Eso, que son películas. Todo lo que pasa es un guion, al final el mundo se salva y, aparte de que no creo ni que llegue a pincharse el brazo de verdad, el que lo hace es un actor, seguramente sin ningún tipo de título médico y al que pagan un buen sueldo por fingirlo.
     —Ya. Me lo imaginaba.
    Ahora era la cara de Grover la que se hundía bajo el desengaño.
    Na
     —Pero también es verdad —dijo, dando un paso hacia Valery.
     Na
     —Que a veces… pasan accidentes.
     La chica se volvió, teniendo sólo tiempo de abrir la boca al sentir el pinchazo, y de ver la jeringuilla clavada en su brazo.
     —Hasta a los buenos —continuó Grover—. O a los mejores.
     —Doct…
     Valery puso los ojos en blanco, paso previo a perder el sentido. Sus piernas se doblaron y sus brazos quedaron colgando de los protectores. Al otro lado del cristal, por suerte, su último preparado había quedado sobre la mesa, terminado e intacto.
       Grover sacó la jeringuilla y la arrastró hasta la silla rodante frente al ordenador. Luego ocupó su puesto en los protectores, sacando algo del área aislada.
     —Lo siento, Valery.
     Valery Díaz se sacudió al recibir el segundo pinchazo, pero el sedante suave que le había administrado era lo bastante fuerte para bloquear cualquier otra reacción.
     Na
      Grover se aseguró de enviar los datos del ordenador a un lugar seguro; aunque había tenido la precaución de sacar el aire de la jeringuilla dentro del traje, ahora tendría que activar el protocolo de descontaminación. Una vez el desinfectante dejó de salir en la cámara de acceso, sacó su móvil.
     —Seguridad, ha habido un accidente con una vacuna. De forunculosis masiva —avisó—. Tendremos que aislar a la víctima en una de nuestras celdas de observación.
     —Entendido.
     —Ah, y que alguien… avise a dirección. Vamos a necesitar otra investigadora biológica.
     Grover colgó y miró atrás, a la puerta sellada. Era una pena lo de Valery, pero tenía que hacerse. Había que salvar a la humanidad.
      —Y nadie —pronunció en voz alta por fin, liberando su cabeza de aquel estribillo torturador—, es imprescindible…