EL DIOS DEL PALACIO SUBTERRÁNEO
Una nación que desconoce lo que le depara el futuro difícilmente se preocupará
por su pasado. Supongo que es el caso del convulso como pocos Norte de África;
sacudido desde el nacimiento de la civilización misma por colonizaciones,
guerras, masacres y pugnas por el poder.
Mi novia Soraya, licenciada en historia y filología árabe, me lo suele
comentar, ya que creo que considera esta franja al sur del mediterráneo su
segundo amor después de mí (o eso quiero creer). Por eso no se me ocurrió mejor
forma de celebrar nuestro compromiso que con un pequeño viaje de cuatro días a
Túnez, visitando los lugares más emblemáticos de esta frontera con el desierto.
El regalo, sin embargo, causó mucho recelo entre nuestros familiares y amigos.
Apenas habían transcurrido diez meses desde la caída de Ben Alí y la situación nacional
era tildada aún de inestable, eufemismo de peligroso.
—No pasara nada, estaremos bien —aseguré.
Así quedó el debate zanjado.
Menos de dos días después, cansados todavía por la fiesta previa a la
partida y la escasa hora de vuelo, llegamos a Tozeur, perfecta muestra del
curioso contraste de los antiguos países musulmanes: los edificios, de viejos
ladrillos color arena exhibían por doquier elaborados barrocos y preciosos remontables
a la época de los califas, daban sombra a los puestos de bazares con toldos
anunciando tiendas de recuerdos y terrazas atestadas de mesitas; las calles
asfaltadas transitadas por vehículos a motor (en su mayoría todoterrenos) eran
compartidas con algún carro de caballos, un anciano montado a un burro o un
grupo de dromedarios guiados.
Allí pasado y presente se miraban cara a cara, con las palmeras como
fondo de postal extendiéndose hasta donde la vida llegaba; cosa no tan rara
cuando recordé que la ciudad se fundó como un oasis. Y, más allá, el desierto,
la frontera entre dos mundos: la ciudad y la vida y la arena y la muerte.
Sin tiempo que perder, nos pusimos en marcha apenas tomar tierra,
empezando por contactar con nuestro hotel, aclaramos el cambio de divisas.
—De momento —concluí —, parece que aquí todo cuesta la mitad que en
España.
—De maravilla entonces, ¿no?
Preguntando en un francés mejor que el mío, Soraya nos llevó hasta Habib,
guía contratado por mediación de nuestra agencia, tan delgado y arrugado qué
costaba creer que tuviese sólo veinticinco años (cosa que atribuí a una vida
breve pero dura e intensa) con un todoterreno. Tomamos posiciones y empezamos
nuestra expedición.
Tras charlar un poco sobre la situación del país y de su persona a nuestro primer alto en el camino: el Chott El Djerid, el lago salado de Túnez,
un liliputiense primo remoto del mar muerto que, por tener, no tenía ni agua;
lo que sin embargo contribuía a darle una belleza especial, como si fuese el
espejo gigantesco de un dios en el cielo, añadiendo un nota de belleza (por no
decir familiaridad) a aquel entorno estéril y hostil donde ya se veía la arena.
Según aseguró Hamid, está así la mayor parte del año, lo que le da su nombre,
frente al que creo más adecuado de “desierto salado”.
De allí nos dirigimos hacia
Douz; la verdadera puerta del desierto; último signo de civilización antes del
dominio de la arena. Hora del inevitable viaje en dromedario, animal
tambaleante y, al menos para mí, tremendamente gruñón, cuyos vaivenes parecían
indicar que llevarme tampoco le hacía gracia. Sin embargo, se mantuvo en
equilibrio sobre el sustrato en continua descomposición, mientras el sol,
estando casi a Octubre, nos abrasaba.
—Eso
es el erg —tradujo Soraya, señalando al frente.
Allí estaban. Las colosales e infinitas dunas del Sahara. No
pudimos resistirnos a pisarlas; llegué a pensar que me hundiría en la arena,
quedando a una momia al cabo de unas décadas. Imposible calcular cuantas fotos
gastamos en esa cordillera quebradiza, que hizo la vuelta a Tozeur más larga y tediosa. Eso y que
comer carne de camello me hizo pensar en el resentimiento de mi montura.
Tras apoquinar un poco para
repostar (el combustible, como me temía, no iba incluido) partimos al este, a
Nefta.
Parecía Tozeur en miniatura,
dividida además por el oasis que daba pie a su propio palmeral; un matojo
silvestre en comparación con lo que dejábamos atrás, pero no menos
impresionante. Había mujeres tapadas con velos que parecían evitarnos a la
sombra de los altos minaretes de la que debía ser una ciudad más sagrada que
Tozeur, aunque carente de aeropuerto.
El plan era dormir allí para visitar
por la mañana las joyas de los oasis de Túnez, Chebilla y Tamerza, en las
montañas del límite más oriental del Atlas. Mientras, podríamos visitar la
calmada y curiosamente sombría población.
Pasamos la tarde deambulando, mientras
el sol por fin se retiraba para luchar un día mas (la idea me hizo gracia). Aunque
parecían taciturnos, los habitantes se entusiasmaban al ver que el mundo exterior
se interesaba por su modesta ciudad. Soraya no perdió el tiempo, enzarzándose
en un animado coloquio con un anciano barrigudo y barbudo de rostro afable y
piel melánica con camisa azul y pantalón marrón. Yo, ajeno a sus palabras, me
quedé mirándoles, mientras algunos hombres más jóvenes se fijaban en mi
prometida.
Por fin, Soraya pronunció
algo que entendí:
—¿Fenicios? —preguntó
en nuestro idioma.
El hombre, que pareció sorprendido por sus conocimientos,
asintió y empezó a explicar algo, gesticulando ansiosamente.
—Merci
beacoup —le despidió; la única cosa que entendí en francés,
antes de mirarme con ojos brillantes—. Ni te imaginas qué me ha dicho.
—Ilústrame —pedí
cruzado de brazos, aburrido.
—Dice que a como nueve kilómetros de aquí, cerca de la frontera
con Argelia —señaló al suroeste—, hay un
monumento cartaginés.
—¿Monumento?
—fruncí el ceño; no me sonaba haber leído nada así en las guías.
—Es pequeño, una
estela. ¡Tenemos que verlo!
Volvió a darle las gracias
y me agarró, arrastrándome casi, mientras los presentes quedaban atrás,
viéndonos partir.
Para mí suponía una alteración
muy fuerte en nuestros planes. Además, allí el término frontera es fácilmente
asociable a peligro.
—¿Qué
tipo de monumento es? —pregunté, de camino a nuestro alojamiento.
—¿Tú que crees? Religioso —contestó, mirándome como si fuese estúpido.
Eso no hizo que me pareciese más atractivo. Yo, siendo químico,
nunca he estado muy interesado en este país y su historia, aunque sí me informé
un poco.
—¿Te
refieres… a los que sacrificaban niños?
En esa ocasión mi novia no
respondió.
Nombres arcaicos y malditos
pasearon por mi cabeza: Baal, Astarte, Dagón y Moloch. Historias de noches sin
estrellas con hogueras enormes ardiendo frente a ídolos de bronce y recién
nacidos primogénitos sacrificados a cuchillo y fuego, con sus llantos ahogados por
tambores y flautas. No estaba seguro de querer visitar un altar así, pero mi
futura mujer lo había dejado bien claro.
Hamid, cumplidor profesional
hasta el momento, se negó en redondo a salirse de la ruta. Aseguró por todas y
por todas que no había sido contratado para ese viaje.
Soraya resopló.
—Dice
—tradujo—, que la frontera puede ser peligrosa.
Ya, lo que yo decía, me felicité a mí mismo.
Por desgracia, cuando ella
insistió, Hamid le dijo que el sitio visitarse antes de anochecer, ida y
vuelta, campo a través. Le ofrecí un extra, pero lo rechazó tajantemente. Sólo
había una conclusión posible.
—Muy bien, entonces tendremos que ir solos.
Me agarró por las muñecas,
casi arrastrándome. No pude evitar mirar sobre mi hombro al negligente guía; parecía
mirarme con una mezcla de deferencia y resignación. No podría culparle; después
de todo, en los rigores misóginos de la cultura islámica, mi forma de proceder
debía verse como poco masculina.
El cielo se volvía naranja mientras
entrabamos en ese secarral lleno de matojos, que no presagiaba el laberinto de
dunas a pocos kilómetros al sur. No es que me preocupase perdernos; el camino
era tan lineal como ir recto y luego dar la vuelta. Además, aunque no
llevábamos agua ni provisiones de ningún tipo, habíamos salido bien servidos y
con los pies por hinchar, lo que no reducía la distancia ni me tranquilizaba.
Éramos dos turistas vagando solos por un país
extranjero, delante de un desierto y junto a una frontera con guardias armados,
y encima, según mi reloj, faltaba muy poco para anochecer.
—Creo
que empieza a hacer frio —noté.
—Bueno, después de tanto sol eso no es malo —replicó.
El mismo escenario, la hamada, presagiaba un cambio: en nuestro
viaje hacia Nafta vimos varios dromedarios silvestres paciendo entre los
arbustos; ahora, sin embargo, no se veía ninguno, ni hormigas por el suelo o
insectos refugiados en las plantas. Nada. Como presagiando la cercanía al
océano de la muerte.
Tras casi media hora recorriendo
ese fondo inalterable, me dispuse a pedirle que razonara. Soraya se me
adelantó, parando un momento y escudriñando la distancia.
—¡Mira! ¡Está allí!
Corrió como a punto de cruzar
una meta conmigo, cansado, harto y desinteresado, procurando seguirla.
No costaba mucho reconocer contra
el horizonte aquel mojón de piedra marronácea. Lo admito, tenía una disposición
curiosa, ya que parecía marcar la separación entre la tierra dura y cubierta de
arbustos y las dunas vacías.
La alcancé sin aliento. Ella también jadeaba, aunque
parecía más bien por una emoción exagerada.
El pequeño túmulo, un pilar
cuadrado que no llegaba al metro veinte de altura, tenía esculpido en su
frontal un jeroglífico en relieve parecido a una cruz egipcia de base
triangular coronada por una media luna de centro giboso. Parecía no tener
soporte, sino estar incrustado en la arena.
—Esto
es —comentó ella, inclinándose para verlo mejor—.
¿Qué te parece?
—Es interesante. —Hubiese querido decir No es para tanto—. ¿Qué es
exactamente? Aparte de religioso, digo.
Soraya sacó la primera foto.
—El
símbolo parece el de Tanit… —Lo rozó con los dedos—.
Una diosa de la guerra y la fertilidad. Lo que no sé es qué hará algo así aquí.
No parece un sitio de culto…
Yo tenía mi atención en el
horizonte. El ocaso hacía brillar las dunas como el oro mientras las sombras se
alargaban hacia nosotros. Parecía que el desierto cobraba vida, un monstruo
colosal que se nos acercaba, hambriento.
Mi respiración se aceleraba de
forma descontrolada pero pueril, mientras Soraya seguía enfrascada en sus
observaciones, con las tinieblas intentando fastidiarla.
Cuando las sombras alcanzaron
la estela pasó lo imposible.
Por algún efecto óptico la negrura pareció volverse solida a unos dos
metros sobre la arena, formando una apertura cuadrada de al menos dos por dos completamente
tridimensional, que refulgía con un resplandor amarillento salido de su
interior.
—Soraya…
Mi llamada coincidió con un aumento del brillo, acompañado de una figura
ondulada que se alzó frente a nosotros.
Un anciano con una antorcha surgió de las profundidades. Su fuego apenas
despejaba las sombras lo bastante para verlo bien. Achaparrad y enjuto, iba
tapado por completo, envuelto en una túnica larga y negra que parecía venirle
grande y con la cabeza enrollada por un turbante del mismo color; lo que recordrba
a un nómada del desierto, aunque más zarrapastroso. Sólo pudo ver un pedazo de su
rostro, arrugado como barro al sol y del mismo color, que casi cubría sus ojos
rasgados y brillantes.
Nos quedamos petrificados, mirándole. El recién llegado extrajo de entre
los pliegues de su ropa la mano derecha, delgada y marchita como la de un mono
embalsamado, con la que nos hizo indicaciones. Nos invitaba a ir con él.
Sin mediar alguna, Soraya avanzó hacia él.
—¿Qué…? —Verla rompió mi propio ensimismamiento—.¿Pero qué haces?
—Tranquilo. —Aunque se movía como en trance, su voz era normal—. Quiere
enseñarnos algo.
La idea no me atrajo; sólo me hizo revivir películas viejas sobre
bandidos en el desierto que atraían a viajeros inexpertos y confiados para quitarles
todo y dejar sus cadáveres apaleados pudrirse entre la arena.
Caminé para detenerla.
—Escucha, no va…
Cuando toqué su hombro, se volvió con violencia.
—Cálmate, ¿vale? —Su mirada no mostraba enfado, sino reprobación—.Por
favor, mírale. Es inofensivo. Y además, lo que haya allá abajo… podríamos salir
en las noticias.
De espaldas al fuego, sus ojos refulgían de entusiasmo. Estaba
hechizada, encantada por el fantasma que nos tentaba. Comprendí que nada la
haría cambiar de idea.
Ando más deprisa, dispuesta a decir algo cuando el anciano se retiró de vuelta
al submundo del que llegó.
Siguiéndole, ella con confianza y
yo con recelo, llegamos al borde del cuadrado. Desde allí vimos los peldaños de
adobe iluminados por el fuego. Sin esperar más, nos adentramos en lo
desconocido.
Bajamos cerca de veintena peldaños hasta llegar a un pasillo entre paredes
de piedra, aislado de la superficie exterior por un techo macizo. No se veía
arena en su interior, aunque estaba perfectamente iluminado por una hilera de antorchas
en la pared derecha. A unos veinte metros, reducido a un punto cada vez más
pequeño, nuestro misterioso guía se perdía en la distancia, a pesar de que iba
muy despacio.
Soraya, como una polilla
siguiendo una vela, le siguió, sorprendiéndome.
Había ignorado por completo la visón a nuestra izquierda.
El descomunal mural ocupaba todo lo largo del pasillo, llegando al
techo. Yo, siguiéndola con pasos lentos, lo recorría con los ojos, cautivado aunque
incapaz de entenderlo.
Parecía lustrar una especie de Génesis evolutivo. Había una ondulada
línea que supuse sería el mar, compartido por informidades que parecían amebas
sobredimensionadas, batracios con rasgos de peces, cefalópodos dibujados para
parecer personas y, flotando sobre ellos, figuras humanas con brazos y piernas
acabadas en aletas. Sobre ellos, el cielo estaba representado surcado por
estrellas de mar y cangrejos alados. El motivo concluía con una línea
ascendente procedente del mar; supuse la tierra, sobre la que se alzaban
figuras antropomórficas pero carentes de rasgos.
Me impresionó; en contraste con la talla superior y con sus proporciones
superiores, su técnica me parecía más burda, primitiva, como líneas trazadas
sobre la piedra en vez de un cincelado verdadero, lo que ofrecía una idea de su
antigüedad y la edad de sus autores.
El sendero acababa en una puerta rectangular por la que primero se
perdió el anciano, luego la cada vez más nerviosa Soraya y, por último, yo. No
me extrañó mucho verla boquiabierta en la penumbra cambiante.
Hecha por completo de piedra, no era una sala muy grande; parecía un salón
de apartamento, pero atestado de pilares. Columnas grises de base circular, al
menos doce en filas de tres, que subían hasta un techo de al menos diez metros.
En las cuatro paredes, sobre las respectivas antorchas, más grabados; estos
representando las mismas figuras humanas, con dos añadidos: una corona circular
(asumí que turbantes, dando fe de su origen norteafricano) y espadas curvas alzadas
en señal de batalla; todos coronados por una especie de esvástica.
—La antigua representación solar del Neolítico —oí murmurar a mi subyugada chica.
Y sobre nosotros, en un hueco circular en el techo entre las columnas,
una representación muy tosca del cielo estrellado. Reconocí el Carro, Orión,
Tauro… y, en el centro de todo, el vacío; lo que debía ser la negrura espacial,
que parecía evocar rituales nocturnos donde demonios danzan al son de flautas.
Tras esta primera impresión, Soraya me cogió la mano con ternura. Yo
dejé que me llevase al fondo, donde se había detenido el anciano. Este dejó la
antorcha en el suelo (se apagó rapidísimo, apenas se separó de sus dedos) y se
acercó a una pequeña plataforma cuadrada no mayor que un sillón, delante de un
grabado diferente. Se postro ante él como si rezase, dejándonos verlo bien.
Se veía a varios de los hombres con turbantes postrados en torno a una
especie de montaña con una imagen en la cima que destacaba por ser más
detallada: un hombre desnudo y asexuado, altísimo y delgadísimo con brazos y
rostro exageradamente largos; este el primero que veía con ojos y boca
representados, en una expresión de suma serenidad. De él parecía irradiar
compasión hacia sus adoradores.
Un dios primitivo, concluí; al menos ahí podía llegar, en lo alto de una
montaña que, al fijarme, vi que estaba marcada por formas embebidas en ella, representadas
con rayas y círculos…
Ajeno a nuestra presencia y cada vez mayor proximidad, el anciano se
puso a murmurar como si rezase. Era algo inteligible, muy distinto al francés o
al árabe que al menos podía reconocer; de hecho aquel galimatías no parecía
siquiera de este planeta. Entonces se levantó de improvisto y toda su ropa cayó
al suelo, quedando su cuerpo apergaminado y moreno completamente desnudo.
—Eh, ¿qué está…?
No llegué a acabar la frase; el hombre se dio la vuelta y un destello lo engulló todo.
Cuando recuperé la vista comprobé que seguíamos en la misma sala
subterránea a la luz de las antorchas. Pero había cambiado.
Ya no estábamos solos.
Delante, tan cerca que podríamos patearlos, varias personas de sexo
indeterminado estaban arrodilladas hasta casi besar el suelo, tapadas por esas
holgadas chilabas ancestrales de las gentes del desierto. Delante tenían cuatro
bultos erguidos, vestidos igual pero envueltos en ellas como fardos, inmóviles.
Supuse que sería algún tipo de ofrenda para el ocupante de la
plataforma.
Donde vimos subir al anciano, ahora estaba sentada una figura cubierta
por una sábana negra parecida a un burka. Pensé que podría ser una mujer hasta
que se levantó, la prenda cayó y me quedé sin aliento.
Era el hombre de la pared, en carne y hueso. Su representación no era
exagerada en absoluto.
Su piel era color ébano y sus ojos, oscuros y ovalados como los de una
avispa. Mediría en torno a dos metros y medio, con un cuerpo fibroso y
estrechísimo de brazos y piernas larguísimos como una mantis religiosa hecha de
palos. Su cintura, lejos de sugerir alguna amputación ritual, no tenía señal de
haber tenido nunca sexo alguno.
Ajeno a nosotros y a sus adoradores por igual, bajó con paso calmado pero
firme de su pedestal hacia las ofrendas, parándose delante de la del extremo
izquierdo. Levantó su mano sobre ella y la tela que la envolvía cayó, provocándome
un escalofrío.
De espaldas a mí, un niño de no más de diez años, pelo oscuro revuelto y
piel morena, ignorando a los adultos tras él miraba inmóvil al ente. Este
pareció sonreír, a la vez que su rostro parecí refulgir.
Seguidamente abrió la boca y se inclinó, cerrándola en torno a la
garganta de la criatura como si la besase. Un espasmo recorrió la fina y
lampiña espalda durante un momento, mientras un sonido silbante y ensordecedor llenaba
la estancia.
Sin atreverse a mirar, me pareció que los adultos temblaban de miedo
mientras aquel sonido de balón deshinchándose se hacía más intenso. Comprobé
que la piel del infante se arrugaba y oscurecía como una fruta madura
pudriéndose por momentos. En minutos el niño fue reducido a una carcasa
arrugada cubierta de ronchas en carne viva. Cuando acabó, el monstruo lo dejó
caer y se dispuso a pasar a la siguiente presa.
Con el segundo sacrificio desnudo, el vampiro volvió a inclinarse,
sellando su cuello con sus labios. Uno a uno, los infantes fueron consumidos frente
a los pasivos adoradores. Yo, paralizado, intenté apartar la vista, cerrar los
ojos, mirar a Soraya. Pero, e algún modo, me sentía cautivado.
Y mientras caminaba con andares pausados hacia su cuarta víctima, me di
cuenta.
Sus ojos brillaban como luces de neón, parpadeaban en colores extraños
disimulados por las antorchas.
Pasó de improviso, uno de los hasta entonces sumisos adultos levantó la
cabeza, contemplando la fila de niños muertos. Luego le miró a él.
El monstruo lanzó un alarido profundo y chirriante que estremeció a todo
al menos tanto como a mí. Quise poder taparme los oídos; era un sonido grave,
chirriante como un jabalí agonizando pero más metálico, profundo y arcaico. Como
castigo para la afrenta…
Fue tan rápido que apenas lo distinguí, y al hacerlo no lo pude creer.
Algo salió de su cuerpo hacia el insumiso, que lanzó un grito ahogado; algo
estirado y fino con vida propia que brillaba y se retorcía. Lo viese como lo
viese, era un tentáculo viscoso de más de
seis metros que le salía directamente del pecho.
El tentáculo se hincó en el pecho del apostata, petrificado por la
imprevista muerte. Su rostro, ladeado tras el impacto, se ponía azul mientras
sus labios entreabiertos gemían y la sangre le dejaba.
Una nota profunda salida de la nada me taladró los tímpanos. Pestañeé…
Al principio no entendí lo que pasaba. Los adultos habían desaparecido,
los restos de los niños también. Lo que tenía delante era un cuerpo consumido
más grande que el de ningún niño, vestido con pantalones largos, una camiseta
de manga corta y pelo castaño, largo y ondulado.
Entonces comprendí.
Negué al reconocerlo, boqueando
con dificultad al entender lo que había pasado durante el espejismo. Soraya
había caído victima del ídolo viviente apropiadamente representado en aquel
mural sobre una montaña de huesos burdamente dibujados.
Sin tiempo de sentir lastima o pena, miré con ojos temblorosos delante.
Allí estaba, el monstruo del mural cobraba vida ante mis ojos. El mismo cuerpo
desnudo y enjuto, las mismas extremidades finas. Pero no estaba completo. Su
cuerpo estaba cubierto de arrugas que se perdían en la oscuridad de su piel.
Cuando se alzó sobre los harapos que seguían a sus pies, lo comprendí. El
anciano que nos guió era en realidad el engendro, adorado por los temerosos e
ignorantes ancestros de los púnicos, que le ofrecían sacrificios en un intento
de aplacarle. Quizás la práctica se extendió como una monstruosa tradición a
sus descendientes, una vez consiguieron desterrarlo a esa tumba subterránea.
Capaz de sobrevivir siglos bajo el desierto, sin más necesidad que sangre para
mantener su cuerpo; joder, ¿qué era? ¿Qué podía ser? ¿Y de dónde ha salido?
Lo que dijo Soraya sobre la
estela de la superficie… ¿Sería una primitiva señal de No pasar?
No sentí odio, sin embargo, sólo un profundo miedo que me forzaba a
seguir mirándole. A pesar de lo visto, eso no era un vampiro; al menos tradicional.
La prueba era más que la fina e inútil cruz de oro que colgaba del cuello
muerto de Soraya, que debería repelerlo. Pero había más.
Ningún vampiro, por truculenta imaginación que lo imaginase, tendría
colmillos así: cuatro apéndices rojos y ondulantes como patas de crustáceo
donde debería tener los caninos, agitándose unos tres centímetros fuera de su
boca. Ni aquellos ojos refulgentes en los que se formaban iridiscentes aureolas
de colores frío; que entendí servían para encantar a su víctima, sumiéndola en
el sueño de los condenados para evitar su resistencia y, posiblemente, también
para ocultarse, disimular lo que era.
Porque ahora, sólo conmigo, su siguiente víctima, empezó a cambiar. Su
cuerpo empezó a crecer su boca se ensanchaba y sus ojos se hinchaban, como si
la mantis se convirtiese en sapo, en una forma tan terrible que por fin reaccioné.
Me di la vuelta y corrí hacia la puerta a la cámara; portal que para mi
consternación se cerró sólo. Un lámina de piedra cayó del techo, sellándolo.
Instintivamente, me lancé a un lado, refugiándome tras la columna más cercana,
mientras la babosa metamorfosis vibraba. Sólo me animé a mirar un momento, en
el culmen del proceso, pero sólo vi sombras; un tembloroso fuego negro agitado
en las paredes por una orgia de pulpos y serpientes, seguido del chapoteo de
los pasos de su dueño.
Lanzó un desgarrador rugido parecido al silbido de mil mosquitos de alas
de acero, levantando un pequeño tornado que consumió las antorchas, apagándolas.
Me quedé tapándome la boca para minimizar el sonido de mi respiración, sin
ninguna luz, con el cadáver de mi novia a mis espaldas y la cosa que la mató
buscándome para hacerme lo mismo. No puedo salir y sé que nadie vendrá a salvarme.
No hay esperanzas.
¿Qué hago? No sé; si correr guiándome por el tacto entre las columnas hasta quedar
cansado y a su merced, o esperarle quieto o, quizás lo mejor, ir directamente a él y acabar deprisa.
Oh, Dios, ya lo oigo. Sus patas se estrellan contra el suelo y las
columnas, palpando, buscándome. Se acerca…