domingo, 29 de julio de 2018


LA LARGA ESPERA -1º PARTE

El 86. Un número sencillo formado por palos rojos sobre una pantalla. Al menos, ya quedaba menos. Sólo tres. Después de casi media hora esperando.
    Javier Hidalgo se retiró a la esquina de la carnicería, a la silla liberada hacía un minuto escaso por una ancianita rechoncha de pelo gris (rígido de laca) que arrastraba un carrito de la compra gastado. Una más entre un millón; reconocible para sus hijos y nietos. Para él, otro número que le retenía. Necesitaba sentarse, descansar de la espera.
     Por fin le llegó el turno. Una pechuga de pollo, dos filetes de cadera, algo de embutido y 250 gramos de salchichón, chorizo, salami, jamón de York y medio queso de bola. En total, menos de diecisiete euros y casi cuarenta y cinco minutos de espera. Tras pagar, fue hasta su vieja Vespa, le quitó los dos candados de las ruedas (una vez vio uno partido limpiamente en dos alrededor de una farola; un cadáver abandonado para humillar a su dueño) y volvió a casa. De momento, la tortura había acabado.
     Desde que se licenció en diseño informático, la vida de Javier se reducía a dos cosas: aburrirse y esperar. Pasaba los días como recadero de sus padres, manteniendo limpia su habitación, los pasillos, la cocina y la galería. Mantenía llenas la nevera y la panera. Y, por supuesto, imprimía y repartía unos cuantos currículos aquí y allá; papel suave y barato perfecto para anotar direcciones, hacer crucigramas y limpiarse el culo.
     El resto de su vida seguía el giro de las agujas de los relojes a través de colas interminables. Colas en la carnicería, la verdulería y la panadería. Colas para sacar cita en el médico o el dentista. Colas para solicitar ofertas de trabajo en el INEM, buscando trabajos inalcanzables: carecía de experiencia en trabajos que, de promedio, requerían, como mínimo, medio cerebro:
     »Buenos días joven; hoy se solicitan cinco encargados de mantenimiento con cinco años de experiencia, tres repartidores y un dependiente con dos y váyase usted con viento fresco a tomar por culo. Adiós.
     Estaba prisionero de grandes números digitales, que lo retenían con minúsculos grilletes de papel a los que se aferraba como a una bendición. Sin dinero para gastar, se dedicaba (sin quererlo) a derrochar el tiempo.
     Su único consuelo lo encontraba al final del día, tumbado de espaldas y descalzo sobre la cama, con el móvil en la oreja y su novia Lorena al otro lado de la línea.
     —Hola, Javi. ¿Has tenido suerte hoy?
     —No —respondía a la pregunta habitual; no cansado o resignado, sino con una sonrisa seca en la boca—. Hoy sólo he tenido el culo pegado en siete asientos.
     Se la imaginaba, poniendo una mueca mientras reía. La distancia y las energías puestas en encontrar cómo subsistir habían limitado su relación a aquellas llamadas y a salidas algunas tardes—noches de los fines de semana. Al principio esto aterraba a Javier; que la poca solvencia y la distancia supusiese una divisoria entre ellos; una línea primero, una grieta después y un cañón al final. Por suerte, no era así. Lorena conocía su situación; estaba viviéndola en aquellos mismos momentos. Quizás las enfermeras estuviesen más solicitadas que los programadores, pero con tanta oferta, su demanda podía quedar demasiado cubierta. Lorena, al menos, se las apañaba dejándose caer por clínicas de distinta índole y cuidando a algún anciano (y, esperaba, sin rebajarse al cliché de llevar cofia y uniforme blanco sobre un conjunto de lencería).

Después de dos meses (reducidos a una semana de camarero en una terraza y un par de trabajos temporales descargando camiones) a Javier le tocó el que prometía ser un día entero en una mañana: comprar el pan, luego el periódico, luego pedirle al médico cita para su madre (convenientemente apuntada en un papel), acercarse en autobús a sellar el paro y, si le sobraba tiempo (lo único que tenía, en realidad) cortarse el pelo.
     De nuevo las filas, unas largas y rápidas, otras cortas pero duras. Desde su entrada en el país de los parados, había intentado pasar el tiempo en las colas de varias maneras. Una de ellas era leer. Había demasiado ruido y, normalmente, pocos asientos. Jugar con el móvil. La batería se gastaba demasiado rápido.  Escuchar música en un MP3. Se arriesgaba a perder su sitio en la cola. Como en un banquete de buitres, el puesto en la mesa lo determinaba cuánta hambre tenía el comensal.
     Pero al final, había encontrado un pasatiempo que daba resultado: echarle un ojo a sus compañeros de fatigas. No a sus conversaciones o diatribas sobre la salud, eso era personal (y según comprobó, a veces muy asqueroso) sino simplemente a la gente.
     La panadería, por ejemplo. Todo el mundo de pie, la mayoría de más de cincuenta. Había dos mujeres canosas con carrito, un hombre moreno con chaqueta vaquera, una anciana y dos hombres mayores más, todos ellos ofreciéndole la espalda en panorámica. Aparte de él, las únicas notas de juventud las ponía la panadera, de unos treinta y bien conservada pese a tener sus kilitos, y una niña, la nieta, supuso, de una mujer de pelo color fuego, contoneando nerviosa su falda al lado del carrito como un metrónomo.
     Otra joven víctima del tiempo, se dijo. Prepárate para sufrir.
     El quiosco, por algún motivo, estaba también inusualmente atestado. Un repartidor de gusanitos y de prensa, cuatro jubilados listos para hacerse con su periódico, un par de cuarentonas desesperadas por atrapar entre sus uñas pintadas el último número de Hola y un chico, no mucho mayor que él, que sólo quería unos chicles. Apartados de ellos, oculta entre los estantes llenos de revistas, una niñita se movía de un lado a otro, desentendida de los asuntos de los mayores. Que su madre, padre o abuela no le echase ni un vistazo era tranquilizador; demostraba que aquel era un sitio de confianza.
     Siguiente parada. Aquí las colas tenían más categoría. Se sacaban de un rollo de números, anunciada por un pitido bajo un cartel. Y, como sabían que iban a retener a mucha gente sin hacer nada, habían dispuesto una treintena o más de asientos donde matar el rato resolviendo la ecuación: veinte personas por delante, a razón de dos minutos y medio por persona hacen un total de… veinticinco minutos. ¿Respuesta correcta? ¡Pues no! Como toda ecuación, estaba sujeta a anomalías. La sencilla cita o trámite podía alargarse en tres, cuatro minutos según el paciente; uno de cada tres o cada dos, sin contar la suerte poco ocasional de que uno perdía la paciencia y se iba (sin tener el detalle de ceder su número).
      Echado en su asiento, sintiendo sus piernas cansadas, desgastadas y prematuramente envejecidas, Javier bostezó. Ver aquellos rostros macilentos, cubiertos por gafas de sol o mirando al vacío le hacía sentirse ingresado en un geriátrico. Mientras los veinte que le precedían se reducían, los que iban tras él (envidiándole u odiándole sin conocerle) no paraban de aumentar; debían ser ya cincuenta sin contar acompañantes. Los asientos vacíos empezaron a escasear y algunos hacían la cola en pie. Lo más desazonador era la impresión de que la juventud se agotaba en la sala de espera. Ya fuesen ancianas octogenarias, jubilados petanqueros o mamás cuarentonas, pocos había que no externalizasen el cansancio y el aburrimiento de su edad. Ya estuviesen sentados o en pie, mirando a las musarañas o consultando el teléfono, quietos, casi sin respirar, la sala tenía la vitalidad de un museo de cera.
       A simple vista, sólo había tres fuentes de movimiento; todas ellas muy jóvenes: en una esquina, tras un hombre de mirada severa, una chica con blusa negra, a juego con su larga melena, charlaba animadamente con su móvil. Dos asientos a su derecha, un bebé de dos años o así hacía cabriolas frente a su sonriente (y joven) madre. Y en el extremo opuesto (irónicamente, cerca del dispensador de números) una madre, esta con más años, movía adelante y atrás un carrito del que subía una risita gorgoteante, mientras ella se limitaba a resoplar para apartarse de la frente un mechón rebelde. Una mancha de existencia en el muerto panorama de la vida.
     Por fin faltaban tres números para ser reclamado; Javier se levantó, tras él oyó un trasero usurpar su puesto antes de tener tiempo de despegar su sombra. Tras un hombre calvo que hablaba con una enfermera detectó, sin embargo, un nuevo movimiento en la sala, acercándose por la derecha.
      Una niña, de entre siete y nueve años, salía a la luz tras las ciclópeas efigies de los adultos. No demasiado alta, llevaba un vestido con volante azul oscuro con rayas blancas, al estilo marinero. Llevaba el pelo castaño oscuro con raya en medio recogido en dos coletas, que le daban pinta de Pipi Calzaslargas formal. Javier quedó impresionado por su forma de andar, alegre y desenfadada, casi trotando, como si aquello fuese un soleado prado primaveral; tanto como la aparente indiferencia del resto de presentes, que parecían ignorarla.
     El timbre sonó, sacándola por completo de su cabeza.
     —Buenos días —empezó a forcejear con su cartera, para sacar la tarjeta sanitaria de su madre—. Quisiera pedir cita médica para…
     La oficina del INEM suponía el arte de hacer cola en su máxima expresión. Allí había una docena de mesas para uno solo de los cuatro posibles motivos de visita, identificados por letras (M en su caso). Al mismo tiempo, había menos asientos, pero estos eran más largos, pintados de blanco, sobre los que los pacientes solicitantes podían esperar preparando sus papeles, leyendo ofertas (cosa mucho más fácil de hacer por Internet o consultando las máquinas de allí, en opinión de Javier bastante inútiles) o, en su caso, ojeando a la gente.
     Pintada en su totalidad de blanco, resultaba más aséptica, más desinfectada que la sala de espera del centro de salud. Tras sus mesas, la media docena de funcionarios puestos allí para atenderles tecleaba mecánicamente a la espera de recibir un nuevo tributo; ya fuese un hombre adulto con barba, una mujer entrada en carnes con gafas o una chica joven con el pelo recogido hacia atrás, su labor les otorgaba la fría indiferencia de máquinas. A su modo, los parados no eran muy distintos; la gama humana en toda su diversidad reducida a labios firmes, cabeza levantada, mirada perdida, brazos cruzados. No importaba si eran un hombre negro de cabeza rapada y ropa arrugada, una chica famélica con extensiones color zanahoria y uñas púrpura o, la mayoría de las caras que llenaban la sala, hombres y mujeres morenos o castaños de expresión ceñuda y vestidos con vaqueros. ¿Sería la inquietud sobre lo que vendría después? Volver a casa; la casa del abuelo, de alquiler, el hueco de un portal.
     Aquella idea siempre le daba a Alejandro ganas de cerrar los ojos, de borrar aquel lugar de su existencia. La miseria tenía el honor de ser de las pocas cosas que igualan a todo el mundo.
     Y sobre ellos, el amo tiránico: el marcador que anunciaba las llamadas. Por efecto de algún maleficio, de alguna fuerza superior, parecía acelerar un par de veces, dándoles esperanzas para luego pararse, detener el tiempo, dejándolo pasar antes de permitir un nuevo avance. Pasito a pasito.
     Su martirio, en la esquina del banco junto a la puerta, duró treinta y cinco minutos exactos, momento en el que fue requerido por la mesa 12. Mientras acudía al encuentro de un hombre de pelo corto, cara cuadrada y gafas, comprobó que, al contrario que en su anterior parada, la quietud en el INEM era total. Los pocos niños que había (sólo vio uno, en realidad, de en torno a tres años) estaban sentados junto a sus padres; imágenes a las que parecían haberles quitado el volumen. Casi como si la gente allí se supiese condenada.
     Cuando ya giraba hacia las mesas a la izquierda, una niña estuvo a punto de tropezar con él. Se detuvo un momento, inclinándose para verla, incapaz de entender cómo no la había visto antes. La pequeña, de unos ocho años, estiró el cuello hacia arriba, imitándole.
     Bastante delgada, iba vestida con un traje de tirantes rojo con volante, adornado con puntos blancos. El pelo, color rubio ceniza, le caía en dos coletas sobre los hombros, enmarcando un ancho rostro con forma de pera invertida. Unos pequeños ojos azules almendrados, una minúscula nariz respingona adornada con unas pocas pecas y unos labios finos tan oscuros que parecían repasados a lápiz dieron paso a una sonrisa muy larga; una especie de disculpa de la chiquilla por el casi atropello. La imagen animada de una muñeca de porcelana.
     Alejandro quiso hablar, disculparse, pero no tuvo ocasión. La niña soltó una risita y se fue corriendo al bosque de gente a la espera. Sin más distracciones, sólo le quedó sentarse frente a la mesa 12.
     —Buenos días. ¿Qué desea?
     Mientras el funcionario le sonreía, Alejandro desplegó frente a él el contenido de una pequeña carpeta.
     —Venía a renovar mi cartilla –dijo—. Y ver si hubiese alguna oferta…
     El hombre le miró secamente; por un momento se le borró la sonrisa. Javier no necesitó decir más.
     Por último, la peluquería; de todas sus paradas la única en la que tuvo suerte: era la única con cita previa. Javier llamó nada más salir de la oficina y, veinticinco minutos después, a la una y diez, se mantenía rígido mientras una navaja acariciaba su nuca. A su alrededor, pedazos de pelo llovían como testimonio de su juventud gastada. El joven retoño era ahora todo un árbol. Y, con la llegada del otoño, las hojas muertas caían deslizándose por su arrugada corteza.

      El jueves por la mañana, la visita matutina fue a un supermercado, a por unas cuantas cosas que su madre olvidó poner en su última lista de la compra. En una vuelta a la infancia, Javier sentía ganas de gemir, patear y chillarle a su madre, pero se limitó a tragarse su frustración y obedecer.
     Llegó pronto, a eso de las diez y diez, lo que no le libró de esperar. Tenía el 75 y el marcador de la vez iba por el 52. Mucho tiempo entre jubiladas con carritos de la compra y media docena de mujeres con los suyos ocupados por bebés. Y, por si fuese poco, en aquel laberinto de cuerpos no había ninguna silla. Un alto en su vida donde meditó sobre todo lo que podía hacerse con ese tiempo gastado: diseñar una página web, escribir un libro, aprender mandarín.
     La cola había alcanzado el 68; cuarenta minutos después y al borde del síncope, Javier, con la lista arrugada en la mano, esperaba tras una mujer que no decidía qué tipo de mortadela quería. Fue en ese momento cuando, en la quietud de la fila sin fin, la vio.
     Una niña de uno ocho años pululaba entre las mujeres de la cola. Al principio se prendió de la parte trasera de la falda de una anciana de pelo azulado, que Javier supuso sería su abuela, pero a los pocos segundos la dejó, brincando hasta una mujer morena de unos cuarenta años.
     Javier no daba crédito, tanto por la insolencia de la criatura, que no paraba de plantarse frente a sus mayores y a mirarlos como si estuviese en una exposición de estatuas, como por la aparente indiferencia de estos. ¿Y su madre, o su abuela? ¿Cómo podía pasar de aquel modo?
     El joven gruñó con desdén; la fila había avanzado hasta el 72. Ya faltaba poco. Fue en aquel momento cuando la niña se le acercó.
     Su primer impulso fue un escalofrío, que le hizo cruzar los brazos sobre el pecho y encogerse. El segundo, en medio de jadeos azorados, fue de desconcierto. Algo le había asustado de esa niña, aunque no imaginaba…
     Lo entendió cuando estaba a dos pasos (o saltos) de él. Había reconocido su forma de moverse.
     La niña llevaba un vestido rojo con puntos blancos, con tirantes y volante. Su pelo era castaño oscuro y su tez muy morena, pero fue capaz de reconocer el peinado con raya en medio y las dos coletas. Igual que la frente amplia, los ojos almendrados, la naricita respingona y los labios finos, extendidos en una amplia sonrisa dedicada a él.
     Él ya había visto a esa niña parecida a una muñeca, aunque entonces era diferente. La misma que ahora se dirigía hacia él.
     Tras él, el marcador de los números sonó. Él no le prestó atención, retrocediendo hasta notar su espalda contra el cristal del mostrador.
     La niña pareció percibir su rechazo. Se detuvo frente a él sin dejar de reír. El marcador volvió a pitar.
     —¡Numero 75! –llamó el charcutero—. ¿Está aquí el 75?
     —¿Eh?
     Aturdido, sintiendo un poco de vergüenza, Javier se volvió, con el número colgando de sus dedos.
     —Sí, soy yo…
     Sin poder evitarlo, miró tras él. La niña no estaba. Recorrió con la mirada la cola que se perdía hacia el principio de la tienda. La quietud reinaba entre las señoras. Parecía que lo había imaginado, que había sido una ensoñación, un efecto secundario del cansancio.
     Mientras se volvía para afrontar al charcutero (un hombre grande que le miraba con el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el delantal), sin embargo, fue capaz de detectar la cabecita morena que asomaba para tomar aire fuera del mar de mujeres.
     —Pe… perdón —–Javi se pasó el dorso de la mano por la frente al notar el sudor y empezó a leer la lista sobre el pedazo de papel arrugado.
     Con la lista en una bolsa transparente y un carro de plástico con un paquete de Coca-colas, pañuelos y un par de pizzas, Javier pasó a la cola de la caja registradora. Ocho cajas, sólo dos abiertas. Dos filas de reses esperando a que les llegase la hora.
     La espera fue más corta, aunque no necesitó consultar el reloj para saber que habían pasado sus buenos quince minutos antes de empezar a descargar sobre la cinta transportadora.
     Javier se sentía mal. Tenía las piernas agarrotadas y le dolía la espalda. Sólo quería volver a su casa. Y, sin embargo, se olvidó de todo eso al mirar por casualidad a la fila de al lado, irguiéndose con las mandíbulas apretadas.
     Estaba demasiado lejos para apreciar los detalles, pero se dio cuenta. Esta llevaba un vestidito verde, con estampado de flores blancas, era de piel anaranjada y pelo castaño. Pero lo demás ya lo había visto: su modo de moverse saltando con felicidad, el pelo recogido en dos coletas. Parecía ir de una persona a otra, como buscando algo que no acababa de encontrar.
      Se quedó quieto, dejando que los clientes de delante pagasen, preguntándose si estaría padeciendo alguna especie de alucinación que implicaba niñas. De momento, hasta que le llegase su turno en la cola, no perdió detalle de ella.
     Su forma de actuar era simple: iba con sus ridículos saltitos a lo largo de la cola haciendo altos momentáneos, en los que se quedaba mirando a algunas personas. Una anciana aquí, un hombre de aspecto hosco con dos barras de pan en el brazo… La mayoría de las veces se limitaba a mirarlas.
     Fue en la tercera parada, al lado de una mujer, cuando Javier se dio cuenta. La niña había estirado los brazos, agarrándose al brazo de la mujer. Esta hizo ademán de mirarla, antes de seguir con la atención en la cola. Después, la niña siguió su camino perdiéndose en la multitud.
     Javier volvió la vista al frente mientras su compra pitaba sobre el escáner y una cajera le daba el “muchas gracias” de rigor junto con su cambio. El joven se afanó en llenar su mochila y salir a la entrada del supermercado, todavía mirando a la fila.
     Ya no veía a la niña, pero, al menos, podía sacar en claro dos cosas de la experiencia: esas niñas, que parecían fotocopias y aparecían en las colas largas, querían algo de ciertas personas; por eso pululaban entre ellas para tocar a las elegidas. Y, según le pareció, aunque la ignorasen, el resto de la gente también podía verlas.

domingo, 22 de julio de 2018


DELITO MENOR

El joven inspiró con fuerza, intentando relajarse, dejar de oír su corazón martilleándole los oídos. Estaba nervioso, sabiendo que estaba a punto, listo, para cometer el delito.
     La chica se hizo otra vez hacia atrás, sin llegar a volverse, sin verle. Sin bajar ni un centímetro el teléfono.
     Se le acercó un poco más, sin dejar de mirarla. Era guapa, y debía saberlo, con ese pelo castaño claro brillante, hombros estrechos y cintura ancha. La clase de chica que debía ser muy popular, con toneladas de amigos, pretendientes y aduladores, y que lo sabía.
     Cuando se acercó tres pasos más, ahora así, se giró del todo y se quedó mirándolo un momento, con unas gafas de sol tapándole los ojos. Luego volvió a ponerse de lado, la máxima intimidad que la calle ofrecía.
     Cleme mantuvo las manos en los bolsillos y la vista baja, su disfraz salvador. La chica debía pensar que era otro perdedor más catándola imaginariamente, lo bastante para luego poder cascársela con su imagen mental. Además, se notaba que estaba ocupada.
       Hablaba de forma frenética, aunque sin llegar a nerviosa.
     —Escucha, ya te he dicho que no podemos seguir así. Por favor, entiéndelo…
     Parecía una discusión, aunque calmada; supuso que con su novio. Una pelea que intentaban solucionar, aunque con bastante torpeza.
    —No, no; escucha, podemos hablar, vernos los fines…
    O una rotura.
     Mejor para Cleme; la mantendría distraída y, a su modo, lo convertía en un favor.
    Llegó a su lado andando con pasos largos. Ella se había encogido con los dientes apretados, parecía que había llegado a una parte de la charla especialmente espinosa. Se había llevado la mano izquierda al pecho, acariciando un colgante plateado, algún tipo de flor.
     Cleme sacó la mano izquierda y apresó el móvil, con la agilidad y precisión que le enseñó el tío Mauro. Luego corrió, deprisa y sin problemas, aunque llevase tejanos.
     —¡Oye!
    La reacción de ella, como siempre, fue adelantarse, intentar envolver el objeto con las manos, aunque ya estaba lejos, doblando la esquina. En su estudio previo, había visto que llevaba zapatos descubiertos de suela alta, por lo que no iba a poder correr tras él demasiado.
       Al doblar el rincón siguió andando deprisa, pero ya sin correr. Si la chica gritaba Ladrón, sería como llevar un cartel anunciador al cuello, y con su ropa informal y su gorra era otro chico que volvía del instituto ese día soleado y tórrido de mayo. Dos calles más y estaría a salvo.
     Cleme se apoyó en una pared y examinó su captura. Un Samsung, le dio la impresión que un Galaxy J5 o J6, de lo mejor y de lo último. Y sin un arañazo, ni una sobrecubierta cursi. Bien. En cuanto Antonio lo liberase, podría colocarlo por setenta y cinco u ochenta, mínimo. Sólo de pensarlo se rió, y el día todavía era joven…
     —¡¿Qué… ha… pasado…?! —gritó una voz distorsionada e histérica, que le puso el vello de punta.
     Se miró la mano, sonriendo. Con el subidón del hurto (era hurto, sin emplear fuerza ni violencia; una falta, delito menor a lo sumo, considerando que era extrarreincidente), se había olvidado del tío que estaba hablando. Sus resuellos le habían cortado la voz, y había confundido la vibración del móvil con su pálpito natural.
      Miró un momento la pantalla, casi ahogándose de pura impresión; no era raro que la chica tuviese la guardia baja. Llevaban veinte minutos, once segundos y contando. En mitad de la calle. Debía ser alguien muy paciente.
     Pues mira, deja de gastarte saldo para nada.
     Colgó el teléfono y se lo metió en el bolsillo, mirando atrás un momento. El ir y venir de personas se había despejado lo justo para ver la vuelta de la calle. Nadie le perseguía… ni siquiera la chica, a la que vio brazos en jarra mirando hacia él; con tanta claridad que hasta podía ver su particular medalla.
     Se retiró en el acto, ocultándose contra la misma pared en la que se apoyaba. Era raro, parecía frustrada, era lógico; como cualquier víctima de robo… pero no nerviosa, ni enfadada. Dios, casi parecía feliz...
       Lo dicho. Un pelmazo.
      Cleme continuó la media mañana hasta las tres, haciéndose con un bolso y dos carteras; nada mal. Eso sí, tuvo que volver a comprobar el Galaxy al minuto, para ponerlo en silencio. No era una llamada, sólo un WhatsApp. Y mientras lo callaba para el resto del día, llegó otro.
      Lo que me pensaba. Una chica muy popular.
     No lo iba a volver a comprobar hasta después de comer.

—Ya estoy aquí —anunció su vuelta a casa. Primero pasó por la cocina, a saludar a su madre, que acababa de colar unos macarrones. De ahí fue al salón, lleno de fotos familiares, casi todas de sus tres hermanos mayores y de él mismo, a saludar a su padre, en ese momento leyendo El Marca en calzoncillos.
     —¿Cómo te ha ido el día? —le preguntó al adulto, que ya tenía en la mano una lata de Amstel.
     —Bien. —Le dedicó una sonrisa mordaz, y Cleme temió que condescendiente—. ¿Y a ti?
     —Aún tengo que revisar unos apuntes y ya está —aseguró mientras le devolvía la mueca, colocando frente a sí la mochila como si fuese un escudo.
     —Me alegro. No tardes mucho, que hay que comer.
     Cleme fue a cambiarse rápido, repitiendo en su cabeza la sección de la última oración que iba antes de la coma.
    Nada más cerrar la puerta, echó la mochila a la cama, se descalzó, quitó los vaqueros y la camiseta y se dejó caer en la cama. Hora de revisar las ganancias.
      Tú no necesitas seguir estudiando, recordaba las palabras de su padre, nada más acabar la ESO. Sabes leer y escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir, y eres listo. Con eso sobra. Todos esos libros, poesía y filosofía sólo son para comerte la cabeza y perder el tiempo.
     Empezó por la primera cartera, de cuero marrón claro, aunque barata. Varias fotos de dos niños que no llegarían a los tres años y cuarenta y siete con cincuenta y dos, lo que no estaba nada mal. La segunda, en cambio, sólo tenía diez con cuarenta y dos.
     Suspiró, consciente de que sólo vería ese dinero como comida en la mesa o el techo de esa habitación. Claro que, en cuanto pensó en la alternativa, se llevó la mano derecha a la nuca, entre estremecimientos.
     El bolso, contrariamente a lo esperado, fue menos productivo; sólo había algunos papeles, una funda vacía para gafas de sol y un monedero con una tarjeta de socio del Hiperber y cinco con sesenta y siete.
     Una que sabía lo que le esperaba.
      Ya sólo quedaba el móvil, debidamente tasado y evaluado. La parte más fácil.
      Pero
     Pulsó el botón derecho, resoplando por la comisura derecha de la boca. No había contraseña ni patrón de desbloqueo, ni siquiera deslizamiento táctil de pantalla. O su dueña tenía muchas prisas por contestar, o consideraba imposible lo que le había pasado esa mañana.
     Su desdén por su soberbia dio paso a un silbido asombrado, al ver las notificaciones.
     —Joder…
      En las apenas dos horas pasadas desde el hurto, había recibido cuatro mensajes y muchos WhatsApp, ni más ni menos que treinta y uno; todos del mismo número. El tío debía haber batido un récord.
     ¿Tío? Le sorprendió su propio razonamiento, mientras los comprobaba. Primero vio que sí, todos eran del mismo número, precedido del inevitable +34. Y que no tenía nombre, por lo que o era un desconocido o alguien con un número nuevo que no había podido apuntar todavía.
     Cleme tensó la mano, sintiéndose mal de golpe. ¿Quién podía preocuparse tanto por decir algo en tan poco tiempo? Pensó en un familiar ingresado en el hospital del que esperase noticias, como su abuelo cuando tuvo una hernia; una oferta de trabajo que necesitase para no acabar en la calle…
    No, comprendió. Si fuese algo de eso la habrían llamado, en vez de enviar tantos mensajes.
    Lo más rápido para salir de dudas era el WhatsApp; apenas lo abrió, notó su inquietud desvanecerse.
     Jo, macho
     Un simple Como estas?, el último de una serie de mensajes que se iban acortando y simplificando. Cielo, qué es lo que ha pasado? Estás bien?
     Puedes contestarme dime sólo que sí, si puedes.
     Has tenido algun problema? Empiezo a ponerme nervioso.
     Sólo quiero saber si estás bien.
     Los SMS eran del mismo estilo, mandado cada uno con media hora de diferencia.
     Claro que sí. Era el que estaba hablando con ella, haciéndolo todo aún más raro.
     Aparte de que el número no estuviese en la memoria, Cleme se fijó en su icono. Una flor, de lirio.
     Será una chica, se dijo, antes de acordarse del colgante de la dueña. ¿Una especie de símbolo de amor? Lo tradicional eran las rosas. Los lirios eran para los muertos…
     Justo en ese momento, seguramente delatado por el indicador de En línea, llegó otro.
     Viqui, estás ahí? Puedes hablar ya?
     Viqui. Supuso que sería una abreviatura de Victoria. La dueña del móvil.
     ¿Debería decirle algo, aunque fuese para calmarlo? A este ritmo va a darle un paro cardiaco. O a quedarse sin saldo.
     —¡A comer, Clemente! —le llamó su madre.
    Suspiró, apagando la pantalla y dejándolo sobre la cama. Apartó el resto de cosas, dejándolas caer al suelo; ya se ocuparía de colocarlas a la tarde. Sólo cogió el dinero, los sesenta y tres con sesenta y uno, que dejó en la mesa, al alcance de la mano de su padre, para que les sacase el máximo provecho (seguramente, líquido) posibles.

Cleme volvió en calzoncillos a su habitación después de comer, para echarse la siesta. Hacía calor, y se sentía pegajoso.
     Pero antes
     Se tumbó de espaldas sobre la sábana, con la cabeza apoyada en la almohada y la mano derecha sujetando el móvil. Lo activó.
     Joder, qué pesado.
     Once avisos más, separados por apenas dos o tres minutos. Y sólo lo había dejado veintidós minutos.
     Iba a volver a dejar a Número Desconocido con su angustia cuando tuvo una idea.
     Hola, le contestó. Perdona, se me ha estropeado la batería.
     Esperó unos momentos.
     Sí? Uff, menos mal. El texto fue acompañado por tres emoticonos soplando con alivio.
     Cleme sonrió con malicia.
     Me alegro de que sólo sea eso.
     Y otra cosa, se le ocurrió. Esta tarde me gustaría quedar contigo.
     No le contestó al minuto siguiente, ni al sexto. Parecía que, por fin, se había quedado sin palabras que teclear, seguramente mientras esperaba que se le pasase el conato de infarto.
     Dónde. Y cuando, envió en dos mensajes separados.
     Cleme pensó un momento.
     La heladería Borgoñesa, en la calle Núñez, a las 5.
     Vale, ahí estaré.
     Se despidió con tres emoticonos lanzándole besos, que le dieron a Cleme la idea para la puntilla.
     Igualmente. Te quiero mucho.                                                                                                                         
    Se contorsionó sobre la cama entre risas, antes de dejar el teléfono en la mesita a su derecha, bajar un poco la persiana y tumbarse de lado. Faltaba una hora y media para la hora de la cita, dándole tiempo para una buena siesta antes de volver a ganar dinero.

El bolso y la cartera, incluido su contenido (menos unos pocos papeles de facturas y sobre ofertas de trabajo) acabaron sin problemas en la tienda de Borja, que además, se sintió generoso: veintiún euros.
     —Porque te lo curras —le aseguró, sonriendo feliz mientras le dejaba el efectivo en la mano.
     Cleme consideró que se merecía un refrigerio; de camino, al pasar por un quiosco, usó los euros extra para comprarse un flash de naranja, a los que era adicto desde los seis años. El frescor le recordó que tenía que pasarse por casa, a saber cómo había ido la cita. Ya eran las seis y un minuto. No se lo había llevado para resistir la tentación de ver cómo Número Desconocido se desangraba de los nervios; además, era algo íntimo y privado, para ver en casa.
     Entró, dejó lo que había ganado sobre la mesita de la cocina (donde su padre lo tenía más fácil para verlo) y se lanzó sobre la cama, recuperando el Galaxy de la mesita.
     Siete llamadas y casi veinte mensajes. No le extrañó nada. Empezaban con el típico Hola y Ya estoy aquí, que se repetía en fórmulas cada vez más cortas y simplificadas de Te falta mucho? o Te estás retrasando por algo para el último, hacía sólo tres minutos, Me tengo que ir ya, lo siento. Ya hablamos.
     Cleme se rió hasta que le dolieron las vértebras; justo entonces recibió otro WhatsApp.
     Ya puedes hablar, Viqui?
     , le escribió él. Lo siento, me ha surgido otra cosa.
     Se le acababa de ocurrir cómo sacarle el máximo partido a la situación,
     Ocupada en otra cosa? Lo confirmó. Y por qué no me lo has dicho?
     Porque no me daba la gana, aseguró. Estoy con un chico, más guapo y más listo, mejor que tú en todo.
     Hubo otra pausa larga. Cleme oyó mentalmente una copa de cristal rompiéndose, el sonido del corazón de su amigo desgraciado al romperse.
     En serio? Otro Sí. No me lo creo. Estás de coña.
     Se le ocurrió que podía ahondar en la herida de aquel fracasado bajándose los pantalones, haciéndose una foto y diciéndole, Mira, es mucho más grande que la tuya.
     Se rio con ganas, sabiendo que no se iba a atrever a algo así (y no porque fuese a faltar a la verdad).
     Así que déjame en paz, y sal a buscarte una novia, a cascártela por ahí o algo.
     Es mentira, aseguró. Antes me has dicho que no estabas con nadie.
     Era mentira. Me lo paso de mido riéndome de ti.
     Entró una llamada. Era él.
     Cleme la cortó, añadía realismo y dramatismo a su actuación. Además, se habría descubierto.
     Es mentira. Tú me quieres, insistió.
    Ya, ya, pensó Cleme. Empezaba a respetar a aquel tío; debía reconocerlo: no era de los que se rendían.
     ¿Dónde estás ahora?
     Con él, tecleó.
     ¿Qué haces ahí?
     Chupándosela, Se rió, a sabiendas de que su madre, si le oyese, le daría un tirón de orejas por la vulgaridad.
     No, replicó. Digo tan lejos de casa.
     La sonrisa de Cleme quedó paralizada, desconcertado por lo absurdo de la respuesta.
     ¿Qué?
    En el 12 de Finestrat; el que tiene ROQUE escrito en negro a la izquierda de la puerta.
    A Cleme le dolieron los ojos por lo fuerte y  rápido que los abrió, deslizando el pulgar con tanta fuerza que casi lo soltó.
    Cómo sabes eso? escribió, sin pensarlo.
    Podía haberle dicho que con su novio imaginario, echándole sal en la herida, si no fuese porque acababa de decir exactamente el número de su bloque de pisos.
    Hubo otra pausa momentánea.
    Conoces una aplicación llamada Creepy?
     Negó.
      Claro que no. Ahora es ilegal. Pero me la bajé de Internet. Sirve para triangular un móvil y tenerlo localizado. Funciona con Windows, Linux y Android.
     Cleme se sacudió, como si el teléfono se hubiese convertido en un montón de mierda de perro.
     Supuse que algo así podía pasar, y quería estar preparado.
    Cleme tomó aire, ruidosamente.
    Entonces, ahora estás ahí fuera?
    Sí. Muy cerca.
    Se lanzó a la ventana, sin pensarlo. Había un parque, rodeado de tipas que hacían llover sus hojas y flores amarillas. Enfrente, una calle usada de parking. La gente iba de un lado a otro, los niños jugaban en un parque al fondo, vigilados por algunos adultos que le daban a él la espalda.
     Puedo esperarte aquí, si quieres.
    Pues hártate de esperar, le maldijo Cleme, retirándose de vuelta a la seguridad de su habitación, antes de realizar un terrible hallazgo: Numero desconocido no podía quedarse esperándole ahí fuera para siempre. Ni él podía quedarse dentro.
    Se fijó en el móvil. La culpa de todo era suya; sólo tenía que deshacerse de él y todo acabaría.
    Lo agarró, sopesándolo en la mano. No podía limitarse a romperlo y tirarlo a la basura; podía detectar el cese de emisión y quedarse esperando, rebuscar la basura e ir a por el que la hubiese dejado…
     Se estremeció con asco. Ya estaba seguro: estaba tratando con un loco, y los locos son impredecibles.
     Debía librarse de él fuera de su casa. La buena noticia era que, aunque le estuviese vigilando, estaba claro que no sabía ni su aspecto ni el piso donde estaba. Claro que, si salía…
     Mejor darme prisa.
     Cleme bajó, mirando en todas direcciones al pisar la calle. ¿Alguien le observaba desde algún lado?
      Le pareció que un hombre joven, o chico mayor, con gafas de sol, mirando en su dirección desde uno de los bancos de madera del parque…
     Se volvió y empezó a andar deprisa hacia la tienda de Antonio, así apenas tardaría diez minutos. Procuraba, eso sí, que no se le notase ansioso, yendo con las manos en los bolsillos y aparentando calma, aunque llevase las orejas orientadas al viento y los ojos atentos a cualquier movimiento, como un lobo. Un niño huyendo de un adulto, una pareja cogida de la mano, una mujer con una bolsa de una tienda de ropa…
     Miró atrás, había perdido al tío del parque, que se había quedado allí.
     Resolló, dándose cuenta de que compartían desventaja: no tenía ni idea del aspecto de Número desconocido.
     A lo mejor en el móvil
     Si llamaba tanto a Victoria, Viqui, o como fuese, a lo mejor tenía alguna foto…
    Empezó viendo el resto de contactos del WhatsApp, descartando a Papá y Mamá. Miguel, Paqui, Rosa, Angi… Todos con su respectiva foto, más de uno posando con un amigo, en los que siempre estaba incluida la propia Viqui, la chica del colgante. Aunque guapa, Cleme no pensó que se acordaría tan bien de su cara.
    Luego fue alternando entre sus contactos y las fotos, identificando entre ellas a siete chicas y seis chicos, más algún espontáneo que no se repetía en más de tres fotos de la misma fiesta, evento musical o cena en un local. Suspiró.
    Aquello empezaba a darle miedo de verdad, ¿qué chica conoce a alguien, habla con esa persona y recibe docenas de mensajes… y no tiene ningún número suyo ni foto guardada?
     Una chica que lo conoce, contestó su cabeza por él, pero no como él quiere, y que quiere… que la deje en paz.
     Se detuvo, con la piel erizada y los sentidos enfocados hacia su espalda.
     Uno de esos chalados que se enamoran de una chica a primera vista… No, si fuese eso, no tendría su número; ella no se lo habría dado. Un amigo, o algo así, que se ha pensado lo que no es, se ha obsesionado y…
      Cleme inspiró y dobló el cuello a la derecha; tres calles más allá, tapada por los bloques de pisos de seis plantas, había un puesto de la policía nacional. Podía ir y denunciarlo.
     , se rió, reconoce que lo has robado; con tus antecedentes te pueden mandar una temporada a una celda.
     Bajó la vista a la pantalla, aquel único ojo cuadrado que sólo le daba disgustos. Se le ocurrió encenderla.
     Dos mensajes más.
     Joder, no me lo merezco. Sólo le he quitado a la chica el móvil. Es una falta, a lo mucho un delito menor
     ¿Q haces ahora?, rezaba el último texto.
     Aceleró hacia la tienda de Antonio, decidido a acabar de una vez. Cuando el pequeño local de informática estuvo frente a él, se detuvo y accedió una última vez.
     Escucha, yo no soy Viqui, escribió.
     Número desconocido se puso a escribir. Cleme le ignoró, centrado en su propio mensaje, respirando por la boca en un intento de centrarse; de que sus dedos no saltasen por error a la letra de al lado, como siempre hacía cuando escribía con prisas.
      Esta mañana le he robado el móvil a la chica. Ni siquiera la conozco, decidió reconocer. Lo de la heladería fue para reírme un poco, al ver lo colado que estás con ella. Perdón tío, he sido un gilipollas. Si vas a verla, verás cómo te lo dice.
     Las letras Escribiendo… bajo el número, habían desaparecido, aunque seguía en línea. No había llegado a enviar su último mensaje.
      Ahora voy a deshacerme del móvil, a venderlo. Puedes ver dónde está y venir por él, si te hace feliz; a lo mejor hasta te pide salir de verdad. Pero déjame ya.
       Otro minuto de pausa. La mano de Cleme empezó a temblar; no se había dado cuenta de toda la tensión con que sujetaba el Galaxy.
     ¿De verdad?, preguntó por fin.
      Suspiró, soplando como sólo hacía para apagar las velas de una tarta.
      Sí. Es verdad.
     Me estás mintiendo, replicó en el siguiente WhatsApp. Llevas haciéndolo mucho tiempo.
     Cleme entornó los ojos y gimió, como cuando era pequeño y se echaba a llorar por cualquier disgusto, normalmente no tener o que no le compraran algo que quería.
    Me he cansado de oír tus mentiras. Es hora de que sufras por esto, puta.
    Cleme continuó su camino, andando, atento al texto.
     Podías haberme dicho que no, sin más, hace mucho, en vez de tenerme así. Ahora te vas a enterar.
     Se dio cuenta, subrepticiamente, que iba como uno de esos pringados desprevenidos que le parecían tan lucrativos, condenados por el móvil a ser atropellados, arrollados por un tren o a perderlo de un tirón.
     Podría venir alguien ahora y llevárselo, me haría un favor, comprendió.
    ¿Sabes que voy a hacer?
     Miró al frente. Ya veía el rótulo de su destino; precisamente ahora. El hombre detrás del número desconocido descargaba su rabia sobre el teclado táctil.
     Primero iré a por ti. Te haré algo que saldrá en todas las noticias, pero que no se atreverán a describirlo.
     Cleme juntó los dientes, intentando que dejaran de temblar. Dios, al menos en eso tenía algo de normal: todos los capullos celosos que conocía pensaban lo mismo y decían cosas parecidas.
     Aunque con menos sutileza, claro. Ellos sólo dicen TE VOY A MATAR.
     Llegó al umbral, momento en que el Samsung volvió a temblar en su mano. Volvió a leerlo; total, para él era el final del camino. La curiosidad, a esas alturas, no podía hacerle daño.
    Y luego, iré a por el de la calle Finestrat número 12, con ROQUE escrito en la entrada. Y le haré lo mismo.
    Cleme apretó la mano, oyendo crujir el Galaxy, sintiendo ganas de estamparlo contra el suelo y silenciarlo por fin y para siempre. Se contuvo al recordarse que necesitaba el dinero, y que estaba a dos pasos de acabar con aquel episodio.
     —Hola, Cleme, chaval —le saludó Antonio, dándole la mano como a un amigo, a pesar de que él tenía más de treinta y cinco años y Cleme sólo dieciséis—. ¿Qué me traes?
     —Esto —le dijo, pasándole el móvil.
    —Vaya. —Lo cogió entre las manos, sopesándolo y analizándolo como un joyero con un reloj de oro—. ¿De cuándo es?
      —De hace un rato —mintió—. Ni siquiera lo he apagado todavía.
     Antonio cambió la expresión, mirando tras Cleme con la boca convexa. Si alguien le pillaba en una transacción así, sabía que lo peor no sería que le cerrasen el negocio.
       —Tranqui —le entendió el chico—. Ha sido lejos, casi en Carolinas. Ni lo han notado.
      Lo apagó manualmente, para anular cuanto antes posibles dispositivos de GPS. Algo que, al pensarlo Cleme, le hizo resollar con furia.
        —Lo que sí que he visto es que no paraban de llegarle mensajes y llamadas… —lo señaló cuando volvió a estar sobre el mostrador.
       Antonio le miró, ahora sin expresión.
      —No jodas, ya sabes que eso no es problema.
     Abrió la carcasa con las manos, sin ayuda de destornillador ni otra herramienta y le sacó la tarjeta SIM y la de memoria como haría un buscador de perlas.
     —Ten, si así estás más tranquilo.
     Las dejó frente a Cleme, supuso que por si las quería de recuerdo. El chico se limitó a suspirar.
     —¿Te pasa algo? —le miró, ceñudo—. Te veo raro.
     —No, nada.
     —Bien, pues… —Antonio cruzó las manos y carraspeó—. Por este modelo, y en este estado…
     —¿Pueden ser cincuenta? Con eso me conformo.
     Antonio había dejado la boca a medio abrir. Parpadeó.
    —¿Qué cojones te ha pasado, Cleme?
    —Nada —repitió.
    —No jodas. Por uno que sabes que cojo por al menos sesenta y cinco así, sin regatear ni…
    —Sólo es… —Se rascó la sien derecha—. Que tengo un poco de prisa por volver. Quiero ayudar a mi madre a ordenar la casa; mi padre… opina que debo…
     Antonio suspiró.
     —Ya, te entiendo.
    Se llevó el Samsung y abrió la caja. Sacó sesenta.
    —Ten, y no te quejes. Tú eres honrado, y yo no pienso ser menos.
     Se puso el puño cerrado sobre el pecho.
    —Gracias tío.
     Otro apretón de manos terminó el negocio.
    —De nada. Vuelve cuando sea.
     Cleme salió tomando aire, ajeno al olor a tubo de escape, sintiendo el débil viento de la tarde secándole el sudor. Ya estaba. Ya no era para nada asunto suyo.
     Lo que necesito ahora es llegar a casa y ducharme.
     Cinco minutos de vuelta, algo menos que la ida, y se quedó con la llave en la mano, arrugando la nariz. Algo había cambiado desde que se había ido, algo que podía ser sutil… hasta que miraba abajo.
     —Mierda. Qué asco.
     Alguien había dejado una cagada de perro aplastada sobre el peldaño de entrada a su casa. A las exhalaciones por la boca, siguió un repelús momentáneo. Miró tras él.
     Los ocupantes de la calle y el parque habían cambiado. No reconoció a ninguno.
     Por Dios, puede no tener nada que ver. Habrá sido sólo un cerco, o un gracioso, o
     Iré a por el de la calle Finestrat número 12, con ROQUE escrito en la puerta. Y le haré lo mismo.
     Subió corriendo. Nunca ninguna amenaza o insulto le había parecido tan terrible como aquel WhatsApp.
     —Algún cerdo ha dejado que su perro se nos cague en la puerta —anunció su padre al llegar esa tarde—. No lo cogerán y le cortaran los huevos.
      Su madre se sorprendió al oírlo.
     —¿Sabes si es de ahora?
     Debía estar pensando en doña Merce y la pareja del tercero, los únicos del bloque con perro.
     —No. A la tarde ya estaba —reconoció Cleme, que alegó que se le había pasado para no sacar el tema antes. Lo primero que había hecho al llegar fue ducharse.
      Antes de acostarse y dar aquel día asqueroso por acabado, llamó a Quique, su colega en el edificio de enfrente. Quería saber si estaba al tanto de algo.
     —No, lo siento, tío. No he visto nada.
     —Ya… gracias.
     Mejor así. No era nada. Nada
  
 Algo cambió desde ese día. Cleme empezó a incorporar al hogar un gasto adicional: la prensa local.
      Su padre estaba contento, porque podía leer los deportes y la lotería. Su madre, para saber qué hacían en la tele. Él estaba más atento a la sección de sucesos.
      Le impresionó; no dejaba de oír en la tele (y mientras fue, en el instituto), lo mala que era la violencia de genero. Pero no se esperaba algo así. Chicas apuñaladas, mujeres apalizadas, niños muertos…
      Fue tres días después. Después de dos casos, uno en Albacete y otro en Girona, pasó allí, decían que era una chica joven, sin decir el nombre. Sólo que sus iniciales eran V. G. M. y que sospechaban de un ex novio que seguía desaparecido y del que no pusieron foto. Y los detalles, siempre los detalles, cruciales en la prensa, ahí… no estaban.
     Cleme arrugó la hoja al cerrar el diario. Y suspiró.
     Puede haber sido otra…
     Saldrá en todas las noticias, pero que no se atreverán a describirlo.   
     Esa noche le costó dormir, aunque dos días después se le había pasado. Otro caso de violencia machista, nada más. No sería el último.
      Pero lo recordó cuando su madre llegó de comprar a la una, muy agitada.
     —Joder…
      —¿Qué pasa? —acudió corriendo a ayudarla.
    La mujer tenía su cara arrugada y enrojecida cubierta de sudor. Asustada. Sólo le faltaba llorar.
    —Algún gracioso… —dijo con furia—… nos ha roto el buzón y ha dejado dentro una rata muerta. Además, ha manchado los demás con… —Hizo una mueca de asco—…creo que sangre.
    Cleme se retiró con las manos bajadas, sintiendo que se quedaba sin fuerzas. La antítesis de la rabia de su padre cuando se enteró.
      Fue un cambio definitivo en su actitud, que los progenitores no dejaban de señalar. Siempre que salía a la calle lo hacía despacio, andando con calma, con un ojo delante y otro detrás. No sabía si estaba a salvo, si le buscaban. Y no sabía de quién debía tener miedo.
       ¿Pero lo peor? No saber si habían sido simples coincidencias, si aquellos incidentes habían sido los únicos… y hasta cuándo iba a tener que mantenerse en guardia. ¿Acabaría algún día? No tenía ni idea.