LA LARGA ESPERA -1º PARTE
El 86. Un número sencillo formado por palos rojos sobre una pantalla. Al menos, ya quedaba menos. Sólo tres. Después
de casi media hora esperando.
Javier Hidalgo se retiró a la esquina de la carnicería, a la silla
liberada hacía un minuto escaso por una ancianita rechoncha de pelo gris
(rígido de laca) que arrastraba un carrito de la compra gastado. Una más entre
un millón; reconocible para sus hijos y nietos. Para él, otro número que le
retenía. Necesitaba sentarse, descansar de la espera.
Por fin le llegó el turno. Una pechuga de pollo, dos filetes de cadera,
algo de embutido y 250 gramos de salchichón, chorizo, salami, jamón de York y
medio queso de bola. En total, menos de diecisiete euros y casi cuarenta y
cinco minutos de espera. Tras pagar, fue hasta su vieja Vespa, le quitó los dos
candados de las ruedas (una vez vio uno partido limpiamente en dos alrededor de
una farola; un cadáver abandonado para humillar a su dueño) y volvió a casa. De
momento, la tortura había acabado.
Desde que se licenció en diseño informático, la vida de Javier se
reducía a dos cosas: aburrirse y esperar. Pasaba los días como recadero de sus
padres, manteniendo limpia su habitación, los pasillos, la cocina y la galería.
Mantenía llenas la nevera y la panera. Y, por supuesto, imprimía y repartía
unos cuantos currículos aquí y allá; papel suave y barato perfecto para anotar
direcciones, hacer crucigramas y limpiarse el culo.
El resto de su vida seguía el giro de las agujas de los relojes a través
de colas interminables. Colas en la carnicería, la verdulería y la panadería.
Colas para sacar cita en el médico o el dentista. Colas para solicitar ofertas
de trabajo en el INEM, buscando trabajos inalcanzables: carecía de experiencia
en trabajos que, de promedio, requerían, como mínimo, medio cerebro:
»Buenos días joven; hoy se solicitan cinco encargados de mantenimiento
con cinco años de experiencia, tres repartidores y un dependiente con dos y
váyase usted con viento fresco a tomar por culo. Adiós.
Estaba prisionero de grandes números digitales, que lo retenían con
minúsculos grilletes de papel a los que se aferraba como a una bendición. Sin
dinero para gastar, se dedicaba (sin quererlo) a derrochar el tiempo.
Su único consuelo lo encontraba al final del día, tumbado de espaldas y
descalzo sobre la cama, con el móvil en la oreja y su novia Lorena al otro lado
de la línea.
—Hola, Javi. ¿Has tenido suerte hoy?
—No —respondía a la pregunta habitual; no cansado o resignado, sino con
una sonrisa seca en la boca—. Hoy sólo he tenido el culo pegado en siete
asientos.
Se la imaginaba, poniendo una mueca mientras reía. La distancia y las
energías puestas en encontrar cómo subsistir habían limitado su relación a
aquellas llamadas y a salidas algunas tardes—noches de los fines de semana. Al
principio esto aterraba a Javier; que la poca solvencia y la distancia
supusiese una divisoria entre ellos; una línea primero, una grieta después y un
cañón al final. Por suerte, no era así. Lorena conocía su situación; estaba
viviéndola en aquellos mismos momentos. Quizás las enfermeras estuviesen más
solicitadas que los programadores, pero con tanta oferta, su demanda podía
quedar demasiado cubierta. Lorena, al menos, se las apañaba dejándose caer por
clínicas de distinta índole y cuidando a algún anciano (y, esperaba, sin rebajarse
al cliché de llevar cofia y uniforme blanco sobre un conjunto de lencería).
Después de dos meses (reducidos a una
semana de camarero en una terraza y un par de trabajos temporales descargando
camiones) a Javier le tocó el que prometía ser un día entero en una mañana:
comprar el pan, luego el periódico, luego pedirle al médico cita para su madre
(convenientemente apuntada en un papel), acercarse en autobús a sellar el paro
y, si le sobraba tiempo (lo único que tenía, en realidad) cortarse el pelo.
De nuevo las filas, unas largas y rápidas, otras cortas pero duras.
Desde su entrada en el país de los parados, había intentado pasar el tiempo en
las colas de varias maneras. Una de ellas era leer. Había demasiado ruido y,
normalmente, pocos asientos. Jugar con el móvil. La batería se gastaba demasiado rápido. Escuchar música en un MP3. Se arriesgaba a
perder su sitio en la cola. Como en un banquete de buitres, el puesto en la
mesa lo determinaba cuánta hambre tenía el comensal.
Pero al final, había encontrado un pasatiempo que daba resultado:
echarle un ojo a sus compañeros de fatigas. No a sus conversaciones o diatribas
sobre la salud, eso era personal (y según comprobó, a veces muy asqueroso) sino
simplemente a la gente.
La panadería, por ejemplo. Todo el mundo de pie, la mayoría de más de
cincuenta. Había dos mujeres canosas con carrito, un hombre moreno con chaqueta
vaquera, una anciana y dos hombres mayores más, todos ellos ofreciéndole la
espalda en panorámica. Aparte de él, las únicas notas de juventud las ponía la
panadera, de unos treinta y bien conservada pese a tener sus kilitos, y una
niña, la nieta, supuso, de una mujer de pelo color fuego, contoneando nerviosa
su falda al lado del carrito como un metrónomo.
Otra joven víctima del tiempo, se dijo. Prepárate para sufrir.
El quiosco, por algún motivo, estaba también inusualmente atestado. Un
repartidor de gusanitos y de prensa, cuatro jubilados listos para hacerse con
su periódico, un par de cuarentonas desesperadas por atrapar entre sus uñas
pintadas el último número de Hola y
un chico, no mucho mayor que él, que sólo quería unos chicles. Apartados de
ellos, oculta entre los estantes llenos de revistas, una niñita se movía de un
lado a otro, desentendida de los asuntos de los mayores. Que su madre, padre o
abuela no le echase ni un vistazo era tranquilizador; demostraba que aquel era
un sitio de confianza.
Siguiente parada. Aquí las colas tenían más categoría. Se sacaban de un
rollo de números, anunciada por un pitido bajo un cartel. Y, como sabían que
iban a retener a mucha gente sin hacer nada, habían dispuesto una treintena o
más de asientos donde matar el rato resolviendo la ecuación: veinte personas
por delante, a razón de dos minutos y medio por persona hacen un total de…
veinticinco minutos. ¿Respuesta correcta? ¡Pues no! Como toda ecuación, estaba
sujeta a anomalías. La sencilla cita o trámite podía alargarse en tres, cuatro
minutos según el paciente; uno de cada tres o cada dos, sin contar la suerte
poco ocasional de que uno perdía la paciencia y se iba (sin tener el detalle de
ceder su número).
Echado en su asiento, sintiendo sus piernas cansadas, desgastadas y
prematuramente envejecidas, Javier bostezó. Ver aquellos rostros macilentos,
cubiertos por gafas de sol o mirando al vacío le hacía sentirse ingresado en un
geriátrico. Mientras los veinte que le precedían se reducían, los que iban tras
él (envidiándole u odiándole sin conocerle) no paraban de aumentar; debían ser
ya cincuenta sin contar acompañantes. Los asientos vacíos empezaron a escasear
y algunos hacían la cola en pie. Lo más desazonador era la impresión de que la
juventud se agotaba en la sala de espera. Ya fuesen ancianas octogenarias,
jubilados petanqueros o mamás cuarentonas, pocos había que no externalizasen el
cansancio y el aburrimiento de su edad. Ya estuviesen sentados o en pie,
mirando a las musarañas o consultando el teléfono, quietos, casi sin respirar,
la sala tenía la vitalidad de un museo de cera.
A simple vista, sólo había tres fuentes de movimiento; todas ellas muy
jóvenes: en una esquina, tras un hombre de mirada severa, una chica con blusa
negra, a juego con su larga melena, charlaba animadamente con su móvil. Dos
asientos a su derecha, un bebé de dos años o así hacía cabriolas frente a su
sonriente (y joven) madre. Y en el extremo opuesto (irónicamente, cerca del
dispensador de números) una madre, esta con más años, movía adelante y atrás un
carrito del que subía una risita gorgoteante, mientras ella se limitaba a
resoplar para apartarse de la frente un mechón rebelde. Una mancha de
existencia en el muerto panorama de la vida.
Por fin faltaban tres números para ser reclamado; Javier se levantó,
tras él oyó un trasero usurpar su puesto antes de tener tiempo de despegar su
sombra. Tras un hombre calvo que hablaba con una enfermera detectó, sin
embargo, un nuevo movimiento en la sala, acercándose por la derecha.
Una niña, de entre siete y nueve años, salía a la luz tras las ciclópeas
efigies de los adultos. No demasiado alta, llevaba un vestido con volante azul
oscuro con rayas blancas, al estilo marinero. Llevaba el pelo castaño oscuro
con raya en medio recogido en dos coletas, que le daban pinta de Pipi
Calzaslargas formal. Javier quedó impresionado por su forma de andar, alegre y
desenfadada, casi trotando, como si aquello fuese un soleado prado primaveral;
tanto como la aparente indiferencia del resto de presentes, que parecían
ignorarla.
El timbre sonó, sacándola por completo de su cabeza.
—Buenos días —empezó a forcejear con su cartera, para sacar la tarjeta
sanitaria de su madre—. Quisiera pedir cita médica para…
La oficina del INEM suponía el arte de hacer cola en su máxima
expresión. Allí había una docena de mesas para uno solo de los cuatro posibles
motivos de visita, identificados por letras (M en su caso). Al mismo tiempo,
había menos asientos, pero estos eran más largos, pintados de blanco, sobre los
que los pacientes solicitantes podían esperar preparando sus papeles, leyendo
ofertas (cosa mucho más fácil de hacer por Internet o consultando las máquinas
de allí, en opinión de Javier bastante inútiles) o, en su caso, ojeando a la
gente.
Pintada en su totalidad de blanco, resultaba más aséptica, más
desinfectada que la sala de espera del centro de salud. Tras sus mesas, la
media docena de funcionarios puestos allí para atenderles tecleaba
mecánicamente a la espera de recibir un nuevo tributo; ya fuese un hombre
adulto con barba, una mujer entrada en carnes con gafas o una chica joven con
el pelo recogido hacia atrás, su labor les otorgaba la fría indiferencia de
máquinas. A su modo, los parados no eran muy distintos; la gama humana en toda
su diversidad reducida a labios firmes, cabeza levantada, mirada perdida,
brazos cruzados. No importaba si eran un hombre negro de cabeza rapada y ropa
arrugada, una chica famélica con extensiones color zanahoria y uñas púrpura o,
la mayoría de las caras que llenaban la sala, hombres y mujeres morenos o
castaños de expresión ceñuda y vestidos con vaqueros. ¿Sería la inquietud sobre
lo que vendría después? Volver a casa; la casa del abuelo, de alquiler, el
hueco de un portal.
Aquella idea siempre le daba a Alejandro ganas de cerrar los ojos, de
borrar aquel lugar de su existencia. La miseria tenía el honor de ser de las
pocas cosas que igualan a todo el mundo.
Y sobre ellos, el amo tiránico: el marcador que anunciaba las llamadas.
Por efecto de algún maleficio, de alguna fuerza superior, parecía acelerar un
par de veces, dándoles esperanzas para luego pararse, detener el tiempo,
dejándolo pasar antes de permitir un nuevo avance. Pasito a pasito.
Su martirio, en la esquina del banco junto a la puerta, duró treinta y
cinco minutos exactos, momento en el que fue requerido por la mesa 12. Mientras
acudía al encuentro de un hombre de pelo corto, cara cuadrada y gafas, comprobó
que, al contrario que en su anterior parada, la quietud en el INEM era total.
Los pocos niños que había (sólo vio uno, en realidad, de en torno a tres años)
estaban sentados junto a sus padres; imágenes a las que parecían haberles
quitado el volumen. Casi como si la gente allí se supiese condenada.
Cuando ya giraba hacia las mesas a la izquierda, una niña estuvo a punto
de tropezar con él. Se detuvo un momento, inclinándose para verla, incapaz de
entender cómo no la había visto antes. La pequeña, de unos ocho años, estiró el
cuello hacia arriba, imitándole.
Bastante delgada, iba vestida con un traje de tirantes rojo con volante,
adornado con puntos blancos. El pelo, color rubio ceniza, le caía en dos
coletas sobre los hombros, enmarcando un ancho rostro con forma de pera
invertida. Unos pequeños ojos azules almendrados, una minúscula nariz
respingona adornada con unas pocas pecas y unos labios finos tan oscuros que
parecían repasados a lápiz dieron paso a una sonrisa muy larga; una especie de
disculpa de la chiquilla por el casi atropello. La imagen animada de una muñeca
de porcelana.
Alejandro quiso hablar, disculparse, pero no tuvo ocasión. La niña soltó
una risita y se fue corriendo al bosque de gente a la espera. Sin más
distracciones, sólo le quedó sentarse frente a la mesa 12.
—Buenos días. ¿Qué desea?
Mientras el funcionario le sonreía, Alejandro desplegó frente a él el
contenido de una pequeña carpeta.
—Venía a renovar mi cartilla –dijo—. Y ver si hubiese alguna oferta…
El hombre le miró secamente; por un momento se le borró la sonrisa.
Javier no necesitó decir más.
Por último, la peluquería; de todas sus paradas la única en la que tuvo
suerte: era la única con cita previa. Javier llamó nada más salir de la oficina
y, veinticinco minutos después, a la una y diez, se mantenía rígido mientras
una navaja acariciaba su nuca. A su alrededor, pedazos de pelo llovían como
testimonio de su juventud gastada. El joven retoño era ahora todo un árbol. Y,
con la llegada del otoño, las hojas muertas caían deslizándose por su arrugada
corteza.
El jueves por la mañana, la visita matutina fue a un supermercado, a por
unas cuantas cosas que su madre olvidó poner en su última lista de la compra.
En una vuelta a la infancia, Javier sentía ganas de gemir, patear y chillarle a
su madre, pero se limitó a tragarse su frustración y obedecer.
Llegó pronto, a eso de las diez y diez, lo que no le libró de esperar.
Tenía el 75 y el marcador de la vez iba por el 52. Mucho tiempo entre jubiladas
con carritos de la compra y media docena de mujeres con los suyos ocupados por
bebés. Y, por si fuese poco, en aquel laberinto de cuerpos no había ninguna
silla. Un alto en su vida donde meditó sobre todo lo que podía hacerse con ese
tiempo gastado: diseñar una página web, escribir un libro, aprender mandarín.
La cola había alcanzado el 68; cuarenta minutos después y al borde del
síncope, Javier, con la lista arrugada en la mano, esperaba tras una mujer que
no decidía qué tipo de mortadela quería. Fue en ese momento cuando, en la
quietud de la fila sin fin, la vio.
Una niña de uno ocho años pululaba entre las mujeres de la cola. Al
principio se prendió de la parte trasera de la falda de una anciana de pelo
azulado, que Javier supuso sería su abuela, pero a los pocos segundos la dejó,
brincando hasta una mujer morena de unos cuarenta años.
Javier no daba crédito, tanto por la insolencia de la criatura, que no
paraba de plantarse frente a sus mayores y a mirarlos como si estuviese en una
exposición de estatuas, como por la aparente indiferencia de estos. ¿Y su
madre, o su abuela? ¿Cómo podía pasar de aquel modo?
El joven gruñó con desdén; la fila había avanzado hasta el 72. Ya
faltaba poco. Fue en aquel momento cuando la niña se le acercó.
Su primer impulso fue un escalofrío, que le hizo cruzar los brazos sobre
el pecho y encogerse. El segundo, en medio de jadeos azorados, fue de
desconcierto. Algo le había asustado de esa niña, aunque no imaginaba…
Lo entendió cuando estaba a dos pasos (o saltos) de él. Había reconocido
su forma de moverse.
La niña llevaba un vestido rojo con puntos blancos, con tirantes y
volante. Su pelo era castaño oscuro y su tez muy morena, pero fue capaz de
reconocer el peinado con raya en medio y las dos coletas. Igual que la frente
amplia, los ojos almendrados, la naricita respingona y los labios finos,
extendidos en una amplia sonrisa dedicada a él.
Él ya había visto a esa niña parecida a una muñeca, aunque entonces era
diferente. La misma que ahora se dirigía hacia él.
Tras él, el marcador de los números sonó. Él no le prestó atención,
retrocediendo hasta notar su espalda contra el cristal del mostrador.
La niña pareció percibir su rechazo. Se detuvo frente a él sin dejar de
reír. El marcador volvió a pitar.
—¡Numero 75! –llamó el charcutero—. ¿Está aquí el 75?
—¿Eh?
Aturdido, sintiendo un poco de vergüenza, Javier se volvió, con el
número colgando de sus dedos.
—Sí, soy yo…
Sin poder evitarlo, miró tras él. La niña no estaba. Recorrió con la
mirada la cola que se perdía hacia el principio de la tienda. La quietud
reinaba entre las señoras. Parecía que lo había imaginado, que había sido una
ensoñación, un efecto secundario del cansancio.
Mientras se volvía para afrontar al charcutero (un hombre grande que le
miraba con el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el delantal), sin
embargo, fue capaz de detectar la cabecita morena que asomaba para tomar aire
fuera del mar de mujeres.
—Pe… perdón —–Javi se pasó el dorso de la mano por la frente al notar el
sudor y empezó a leer la lista sobre el pedazo de papel arrugado.
Con la lista en una bolsa transparente y un carro de plástico con un
paquete de Coca-colas, pañuelos y un par de pizzas, Javier pasó a la cola de la
caja registradora. Ocho cajas, sólo dos abiertas. Dos filas de reses esperando
a que les llegase la hora.
La espera fue más corta, aunque no necesitó consultar el reloj para
saber que habían pasado sus buenos quince minutos antes de empezar a descargar
sobre la cinta transportadora.
Javier se sentía mal. Tenía las piernas agarrotadas y le dolía la
espalda. Sólo quería volver a su casa. Y, sin embargo, se olvidó de todo eso al
mirar por casualidad a la fila de al lado, irguiéndose con las mandíbulas
apretadas.
Estaba demasiado lejos para apreciar los detalles, pero se dio cuenta.
Esta llevaba un vestidito verde, con estampado de flores blancas, era de piel
anaranjada y pelo castaño. Pero lo demás ya lo había visto: su modo de moverse
saltando con felicidad, el pelo recogido en dos coletas. Parecía ir de una
persona a otra, como buscando algo que no acababa de encontrar.
Se quedó quieto, dejando que los clientes de delante pagasen,
preguntándose si estaría padeciendo alguna especie de alucinación que implicaba
niñas. De momento, hasta que le llegase su turno en la cola, no perdió detalle
de ella.
Su forma de actuar era simple: iba con sus ridículos saltitos a lo largo
de la cola haciendo altos momentáneos, en los que se quedaba mirando a algunas
personas. Una anciana aquí, un hombre de aspecto hosco con dos barras de pan en
el brazo… La mayoría de las veces se limitaba a mirarlas.
Fue en la tercera parada, al lado de una mujer, cuando Javier se dio
cuenta. La niña había estirado los brazos, agarrándose al brazo de la mujer.
Esta hizo ademán de mirarla, antes de seguir con la atención en la cola.
Después, la niña siguió su camino perdiéndose en la multitud.
Javier volvió la vista al frente mientras su compra pitaba sobre el
escáner y una cajera le daba el “muchas gracias” de rigor junto con su cambio.
El joven se afanó en llenar su mochila y salir a la entrada del supermercado,
todavía mirando a la fila.
Ya no veía a la niña, pero, al menos, podía sacar en claro dos cosas de
la experiencia: esas niñas, que parecían fotocopias y aparecían en las colas
largas, querían algo de ciertas personas; por eso pululaban entre ellas para
tocar a las elegidas. Y, según le pareció, aunque la ignorasen, el resto de la
gente también podía verlas.