LAS SOMBRAS JUNTO AL CEMENTERIO – PARTE FINAL
—Tú ya estuviste aquí, ¿no? Otra vez, hace muchos años.
Tendría entre siete y ocho años, delgado y
algo más alto que la mayoría. Vestía una camiseta color salmón completamente
abotonada y pantalones oscuros, aunque no parecía tener calor. Miraba a Gonzalo
con las manos en los bolsillos y la cabeza algo inclinada, provocando que un
tirabuzón que remataba su pelo castaño oscuro colgase sobre sus ojos.
Quizás, más que el que le hubiese
reconocido, lo que más le sorprendió fue su expresión. Era el único que no
sonreía, pero tampoco expresaba desagrado, sino curiosidad. E incluso interés.
—Hola… —Se acercó a devolver el saludo,
levantando la mano derecha—. Sí, soy yo.
El niño se sacudió, riéndose.
—Lo sabía. No te pareces tanto pero… es
raro que los mayores vengan por aquí. Sobre todo si no han venido nunca antes.
Gonzalo asintió, por mera inercia, antes
de empezar a encontrarle sentido a las palabras.
—¿Qué… qué es lo que pasa? ¿Qué hacen?
Señaló a los demás, comprobando que el
chico seguía siendo el único que le prestaba atención.
—¿A ti que te parece? Juegan. Se lo pasan
bien.
—¿Y por qué?
El chico se encogió de hombros.
—Porque estamos contentos.
Era lo más lógico, en cualquier otro
sitio. Allí, seguía costándole entenderlo.
—¿Cómo podéis estar felices… estando
muertos?
Volvió a reírse, seguramente por
considerar sus preguntas predecibles. De hecho, su respuesta no lo fue.
—No estamos muertos.
El visitante parpadeó un par de veces.
—¿Cómo…?
—Por favor, tú mismo deberías saberlo.
Tantos niños, en un pueblo tan pequeño, en un cementerio así…
Gonzalo tuvo la tentación de apretar los
puños con furia, sintiendo que se burlaba de él. Parecía que aquel crio le
leyese el pensamiento, cuando un nuevo estallido en su pecho volvió a
encenderle las alarmas.
—Un momento, decías que te acuerdas de mí
de hace…
—Sí, claro —asintió, bajando los parpados.
—Eso fue hace diez años —recalcó, aportando
un atisbo de fortaleza a su sobrecogió rostro—. ¿Eres… tan mayor?
Para su asombro, le miró con naturalidad.
Y asintió.
—Sí. Soy eso y más. Llevo aquí mucho
tiempo.
Gonzalo tuvo una idea.
—¿Y cómo te llamas?
Por un momento, el chico abrió ojos y
boca, mientras succionaba la carne de sus mejillas hacia adentro. Su piel color
perla enrojeció.
—Perdón, me he olvidado —pidió antes de
sacarse las manos de los bolsillos y hacer una improvisada reverencia—.
Alejandro Soler Díaz. Hijo de Martín Soler Martínez y Susana Díaz García. Ese
es mi nombre.
-¿Hijo? —Gonzalo arqueó una ceja,
sintiendo un repunte en sus palpitaciones.
—Sí —asintió,
con cierta tristeza. Luego señaló a su derecha—. Mis padres… ellos sí que están
allí.
Apuntaba a la pared blanca del cementerio.
Gonzalo se disponía a seguir la
conversación cuando, de improviso, el resplandor que envolvía toda la escena
aumentó de intensidad, deslumbrándole hasta que tuvo que entrecerrar los ojos.
A la vez, comprobó que las risas y carreras de los niños habían parado,
sustituidas por un prolongado y agudo gemido de protesta. Luego, para su
sorpresa, los espíritus, cabizbajos, empezaron a desvanecerse lentamente.
—Alejandro, ¿qué…?
Su interlocutor, brazos en jarra, se había
dado la vuelta, viendo cómo se quedaba progresivamente solo.
—Vaya… Se ha terminado el tiempo.
Gonzalo no tuvo ocasión de preguntar; Alejandro,
adelantándose a su pregunta, señaló al cielo. Las nubes se habían retirado aún
más, convirtiendo el primer chorro de luz lunar en una auténtica cascada.
—La luna. No podemos estar aquí cuando
brilla.
Después, le dio la espalda y empezó a
alejarse.
—Yo también tengo que irme. Hasta la
próxima.
Con cada paso, su forma se hacía más
etérea, desapareciendo por completo antes de recorrer un metro. Pero Gonzalo ya
no le prestaba atención; su atención estaba en otra figura. También se
desvanecía progresivamente, pero lo hacía inmóvil, de pie en el centro de la antes
atestada plaza.
Ella. La sombra que le asaltó de niño, que
había vuelto a fijar su atención en él. Una sombra humana que, ahora lo sabía, ocultaba
un ser humano que, ahora, después de conseguir que le viese por primera vez, se
iba, quizás para siempre.
Apenas fue un segundo, pero verla bastó
para hacerle olvidar todos sus temores previos salvo uno, ajeno a cualquier
tipo de amenaza y cuya naturaleza no era capaz de precisar.
Sobre su cabeza, la luna teñía de azulado
la noche. Volvía a estar solo. Las sombras del cementerio se habían ido.
Con
aquel encuentro, Gonzalo obtuvo una excusa para posponer un poco más su
partida. Por suerte, en un pueblo tan pequeño los servicios eran accesibles y
las trabas burocráticas meros tramites, lo que no hizo su tarea más sencilla.
Primero pasó cuatro días recorriendo los
pasillos entre sepulcros y tumbas viejas, revisando nombres. Cuando lo dejó por
imposible, optó por el registro municipal. No encontró a ningún niño, fallecido
o tan sólo nacido en el municipio, llamado Alejandro Soler Díaz.
Si consiguió, en cambio, encontrar a sus padres,
proeza que, lejos de animarle, cubrió de nueva dudas su experiencia: Martín
Soler Martínez, nacido en 1914, había muerto a los veintitrés años, sí, en 1937
luchando en la Guerra Civil. Y Susana Díaz García, nacida en 1954, murió en
1976, a la edad de veintidós años, cuando el Fiat 600 de su novio se salió del
camino y volcó.
Dos muertos jóvenes de edad parecida y
nacidos en el mismo pueblo, separados en el tiempo por la muerte por casi
veinte años. ¿Cómo podía ser, entonces, que aquella pareja se hubiese conocido
y consumado su amor en la forma de su amigo, el niño fantasma?
Y la
nueva experiencia se convirtió en otro recuerdo a medida que el tiempo pasaba,
de la facultad a la empresa, del estudio al trabajo, de la juventud a la
madurez. Gonzalo Llanos tenía treinta y seis años y empleo fijo como técnico
informático cuando conoció a Vanesa Cepeda, enfermera, oriunda de la Vall
d´Uxo, Castellón. El flechazo fue rápido, la relación algo más larga. Dos años
después llegó la boda, un episodio de fastos que le hizo volver a soñar. El
capítulo se prolongó durante un año entero, sin pausa entre proyectos. Después,
como toda serie por buena que sea, terminó, dejando como despedida algo más que
el adiós de los créditos de cierre. Tras la alegría llegó la desolación y, con
ella, el dolor, el mismo cruel lazarillo que ahora le conducía a cumplir la
segunda tradición fija de Alcín.
Estaba cansado, con manos y frente igual
de húmedos y una molesta película neblinosa desplegada sobre su vista desde hacía
algo más de una hora. Por suerte, consiguió su objetivo sin matarse en la
autopista ni llevarse a nadie por delante.
A menos de cuatro horas del amanecer,
Alcín dormía en paz. Aunque muchas estuviesen más vacías, las casitas de
colores seguían siendo las mismas, sin asomo de pérdida o abandono. Su propia
madre, ahora de sesenta y cuatro años, aún vivía en el pueblo, velando por su
marido desde hacía casi cuatro años. Setenta y ocho años, más de diez kilos de
más y un triste legado familiar se lo habían llevado a algo más que la otra
acera. Pensó que podía acercarse a saludarla, aunque le llamase loco por
trasnochar de aquel modo, pero tenía otros motivos para preferir no hacerlo.
Sabía que ella no se lo perdonaría, pero no importaba.
Sobre él, la luna casi llena con restos de
un cuarto creciente era la única luz que seguía encendida, sólo velada por dos estiradas
nubes grises. Y quería aprovecharla mientras pudiese.
Cruzo el pueblo a menos de veinte por
hora; quería hacerlo con tanta discreción como las otras veces. Sin
inconvenientes, escaló la pendiente que le llevaría fuera del pueblo o al
cementerio.
Nada más coronar la cuesta apagó el motor,
dejando puestos las llaves en el contacto y el freno de mano, y se volvió para
sacar algo de su equipaje. Salió del coche sin molestarse en cerrar la puerta, yendo
derecho sin mirar atrás. Sobre el asiento del copiloto había quedado la pequeña
maleta abierta, con su escueto contenido desparramando: el anillo de oro con un
minúsculo diamante abierto como un ojo, reliquia de su abuela que, aunque
debería haberlo hecho, tenía demasiada carga emocional para él como para dejarlo
pudrirse sobre el dedo de Vanesa en el nicho. Sobre él, separados como las dos
secciones del mismo mapa del dolor, la primera ecografía de su mujer, hecha dos
días antes de que aquel borracho se saltase el semáforo. Y frente a él, su
último informe médico, confirmando la metástasis.
Aunque la
luna se notaba sobre la noche, junto al cementerio nada brillaba. Mientras
reducía la distancia con su arma ilegal en la mano, sintió sus dientes rozar,
chirriando unos contra otros; el sudor volver a salir y los espasmos variables de
su pecho y manos incrementarse. Con cada paso, más nervios; ya no de temor,
sino de furia; su salida personal a la frustración.
Estaba vacío. Y en silencio. Ni siquiera
cantaban los grillos. No había nada.
Despacio, inclinando la cabeza para que la
visión dejase de hundírsele en las retinas, Gonzalo llegó al borde del
descampado, deseando oír las risas, las pisadas, la maleza al crujir. Pero no
había nada. Los muertos le daban la espalda en su hora final. Había ido buscando
un consuelo que no iba a encontrar.
Apretando la culata como queriendo
aplastarla, levantó dos ojos castaños de los que empezaban a caer lágrimas, dando
el primer paso sobre el alambre de hierba.
La espontaneidad, otra vez, le golpeó la
cabeza como un martillo; el grito de sorpresa que anuncia que puede amozar la
fiesta. Un destello le cegó, haciéndole pensar por un momento si aquello fue lo
último que vio su mujer y lo último que sintió: hipnotizada como un erizo
frente a unos faros, paralizándola e impidiéndole comprender que algo grande iba
hacia ella. Sin embargo, ya dentro del claro, la luz intensidad se reducía, a
medida que el aire se llenaba de voces. Gonzalo gimoteó, incapaz de reprimir
alegría nueva y repentina. Pensó que la misma magia que les permitía
manifestarse también debía de aislarles de todo, de algún modo. Quizás, por eso
se iban cuando la luna brillaba, reflejándose en ellos con tanta fuerza que
amenazaba con delatarlos.
Allí estaban. Aunque tenía poco tiempo.
Mientras se enjugaba las lágrimas, intentó
analizarlos más detenidamente, intentando reconocer a alguien en la vorágine de
caras infantiles que iba de un lado a otro, llevados por el vendaval que ellos
mismos levantaban. Se le ocurrió también que podía gritar, llamar a su padre o
a otro rostro conocido…
Pero su padre no estaba allí, como ninguno
de los rostros arrugados que habían paseado frente a él, en las calles o en la
panadería, durante su infancia. De hecho, aunque había algunos adultos, como la
otra vez, la mayoría seguían siendo niños y jóvenes, de los que extrajo una
nueva electrizante: le parecía recordar a algunos, de su segunda visita hacía
más de dieciocho años. Y, aunque no habían cambiado, la mayoría de los niños
eran nuevos. Sus rostros redondeos de hinchadas mejillas, sus pelos cortos y
desordenados, sus reducidos y tensos puños… Niños nuevos en el viejo cementerio;
más, de hecho, de los que creía que viviesen en Alcín en aquel momento.
Suficientes para repoblar aquel pueblo agónico.
—Vaya, hola. Que sorpresa.
No reconoció la voz, enérgica y profunda
de adolescente, que sonó a su derecha, hacia la pared. Al volverse, se topó con
una figura alta y esbelta a apenas un palmo de él.
Era, en efecto, un muchacho, de dieciséis
o diecisiete años, vestido con una cazadora vaquera, camisa blanca y tejanos
claros. Un joven al que fue capaz de reconocer antes de fijarse como sonreía,
en como metía las manos en los bolsillos de su chaqueta y en como la punta de
su pelo, peinado con un aire a Andrés Pajares, se retorcía en un tirabuzón
colgante.
—Alejandro.
—Vaya, te acuerdas —le dedicó una
sonrisa.
Ya fuese por cortesía o instinto, le
tendió la mano; su cara se contrajo sorprendida cuando Gonzalo se precipitó
sobre ella y la estrechó entusiasmado. El hombre no pareció fijarse en que era
tan tangible como él.
—Has cambiado mucho, colega —comentó el
chico cuando le soltó-. ¿Cómo es que has vuel…?
—Alejandro —le interrumpió—. ¿Qué cojones
pasa aquí? Has crecido…
—Sí, Gonzalo —asintió, entornando los ojos—.
Pensaba que ya me iba llegando la hora.
Sin esperar a entender qué quería decir,
señaló a la siempre agitada multitud.
—Y todos esos niños, tan pequeños. Y nuevos…
—Sí, hemos tenido muchas incorporaciones —aseguró
Alejandro, asintiendo con una sonrisa—. Ha estado entrando últimamente mucha gente
en el cementerio.
Si aún le quedasen fuerzas para
asustarse, Gonzalo estaba seguro de que ahora estaría blanco. Acababa de
confirmarle lo que quería oír.
—Entonces… sois fantasmas.
Con otra sonrisa, Alejandro negó
vehementemente.
-No; ya te lo dije. No estamos muertos.
Claro que… —Dobló el cuello, le pareció que con apatía—. En realidad, tampoco
estamos vivos.
Gonzalo enarcó una ceja, esperando a
entender. Alejandro, comprendiendo que se había perdido, se decidió a ayudarle.
—Mis
padres, creo que te hable de ellos.
—Sí. —Era verdad—. Pero no es posible. No
puedes tener padres, no esos. Los dos murieron; lo vi, en épocas distintas. Ya
estaban…
—Por supuesto. Se conocieron y me
tuvieron… ahí.
Dio una sacudida con la cabeza hacia la
derecha.
—Al cementerio —asintió Gonzalo.
—No es un cementerio. Es más bien… —Encogió
el cuello—. Es una especie… de sitio de encuentro.
—¿Para quién?
—Para los destinados a ello.
Gonzalo bajó los hombros, derrotado. No
era capaz de entender lo que le decía.
—¿Qué quieres decir?
—¿La verdad? No lo sé; ni yo ni nadie.
Simplemente pasa. —Se le puso enfrente—Creo que es el terreno. El cementerio,
simplemente, está encima.
Volvió a girarse y se inclinó; Gonzalo
pensó que para dejarle ver a la multitud. En realidad, miraba hacia al resalto
de tierra que lo levantaba.
—Explícame, por favor —insistió el hombre,
con una mezcla entre súplica y orden.
—Cuando traen a alguien aquí —explicó
calmadamente —su cuerpo se pudre, como en cualquier otro cementerio. Pero su
ser, su esencia, su alma… como quieras llamarlo; lo que fue… de algún modo, algo
de eso queda; pudiendo interactuar con los otras almas, crear … y posibilidades.
—¿Posi…bili…dades? —Gonzalo repitió la palabra lentamente; su
pronunciación, de pronto, le pareció extraña.
—Sí, posibilidades. Qué habría pasado si, en
vez de morir, este hombre hubiese conocido a esta mujer… Si ese chico, que se
casó con tal chica, lo hubiese hecho con esa otra, que murió…
Alejandro volvió a mirar sobre su hombro,
esta vez sí, hacia sus congéneres.
—Y el resultado de esas relaciones…. Hijos,
descendientes, es lo que ves; lo que se… manifiesta.
Al volver a mirar a Gonzalo, se encontró
sus desorbitados ojos y su boca recta. Empezaba a comprender, pero no era
suficiente.
—Entonces, vosotros… existís.
Alejandro volvió a negarlo.
-No exactamente. Digamos que somos… pero
no existimos… porque, en realidad, nunca nacimos; al contrario que tú.
—Por eso —los ojos de Gonzalo se iluminaron—... dijiste que no erais fantasmas…
—Porque no estamos muertos. Ni vivos… en esta
realidad, al menos.
—Pero entonces, lo que hacéis… —señaló a los demás.
—No estamos vivos, pero nos sentimos como si sí
—aclaró, perdiendo su vista en el vaivén de
niños que jugaban—. Tenemos la oportunidad de existir como si lo estuviésemos. Y
aprovechamos esa oportunidad. Podemos jugar como niño todo lo que queramos y
luego crecer… Experimentar el crecimiento, la madurez, el amor… y establecer
nuevos vínculos y nuevas posibilidades.
Una risita enérgica escapó por las
comisuras de sus labios.
—Entonces, vuestros pa… los muertos, en el
cementerio. ¿Ellos no pueden manifestarse…?
—Oh, sí; claro que pueden —aseguró, asintiendo con entusiasmo—. Pero ellos ya han vivido, y prefieren
descansar. La mayoría, al menos. De vez en cuando, salen a ver cómo les va a
sus descendientes, reales… o posibles.
Gonzalo tomó aire, sintiendo una ansiedad
repentina crecer en su pecho.
—Entonces, si me enterrasen en este cementerio…
—Puedes descansar para siempre; es como estar
dormido, sin interrupciones para ir al servicio —se rio—. Y cuando quieras…
Gonzalo evitó su mirada, sintiéndose
avergonzado. Pensó en Vanesa, trasladada a su pueblo para ser enterrada allí,
lejos de él, aprisionada para siempre en soledad en su minúscula gruta.
Mientras él…
—Si te preocupa algo, tranquilo, no todo es
así. La mayoría, a su modo, encuentran la felicidad. Aunque a algunos les
cuesta. Como a ella.
Aquellas palabras le alertaron; como si le
hubiesen aplicado un trozo de hielo en la nuca.
—¿Qué dices?
—¿Crees en el destino? —preguntó entonces Alejandro—. Aquí solemos hacerlo. Creemos que, los que
deciden… probar posibilidades es porque estaban destinados a estar juntos, si
hubiesen coincidido. Y hay algunos que aun buscan a su pareja, esperando años,
y hasta siglos, a que llegue.
Entonces le dio la espalda, señalando
hacia la multitud.
—Como esa mujer de allí. Es un buen ejemplo.
Gonzalo miró sobre su hombro, siguiendo el
dedo con los ojos hasta el punto exacto. Sintió un nuevo pinchazo en el
corazón, experiencia que se estaba volviendo familiar en sus visitas allí.
Estaba sola y cabizbaja, alejada unos
pasos de donde los niños jugaban. Tendría unos treinta y pocos años, una
constitución robusta y bien proporcionada, aunque su abundante y ondulada
melena castaña le tapaba la cara como un velo. Llamaba la atención su ropa, un
traje de una sola pieza de tela fina verde lima y con volante, que dejaba
asomar sus largas piernas, y que Gonzalo no fue capaz de asociar a una fecha
concreta.
—¿Quién es… y que le pasa?
—No lo sé. —Alejandro sacudió la cabeza—. No sé cuánto lleva aquí, pero sé que es
mucho. Ya estaba antes de mis padres, creo. Creo que, como ellos, busca una
pareja con la que probar la existencia, sólo que... de momento no ha encontrado
al adecuado.
Una vibración recorrió la cortina. La
mujer empezaba despacio a levantar la cabeza.
—Algunos dicen —que cuando el que la ame aparezca, lo
reconocerá… así de simple.
Por fin, el velo se retiró, revelando su
cara. Gonzalo se quedó mirándola directamente, sin más distracciones ni
escondites. Por un momento, dejó de respirar, incapaz de creer.
Era una verdadera belleza. Sus rasgos
delicados sobre su piel color canela destacaban por el brillo de esmeralda de
sus ojos, fijos en él.
Sus carnosos labios, entonces, se
entreabrieron, como si fuese a decir algo, pero se mantuvo callada.
Gonzalo se sintió caer, perdido en un descenso
que terminaría en un brusco aterrizaje y su cuerpo roto. Cuando no llegaron, recordó
que aún era dueño de su vida y su mente. El destino, lo había llamado
Alejandro. ¿Pero podía existir… desde hacía tanto? ¿Qué se le hubiese revelado
el verdadero amor de su vida siendo un niño… y que hubiese sido capaz de
reconocerlo antes de que él, inocente y asustado, supiese que existía?
—Por cierto, eso que llevas… ¿qué vas a…?
Alejandro señalaba a su mano derecha; al
bajar la vista vio que se refería al Euskaro.
—¿Quieres unirte a nosotros? —preguntó
ahora, animado
—Eso haré, Alejandro —reconoció—.Antes o después. Sólo quería saber era… si
había algo después.
El chico prorrumpió en carcajadas,
perdidas deprisa entre el incesante jolgorio.
—Pues has tenido suerte. Aquí sí, pero en otra
parte, no sé…
Si, tenía suerte. Su pasado estaba
enterrado lejos de él, en una tierra extraña. Su futuro quedó sellado por una
simple prueba médica. Y, a pesar de todo, había alguien esperándole; que le
había esperado siempre y hubiese seguido esperándole sí…
Aferrando el revólver con fuerza, con la
vista yendo de la mujer desconocida a la miríada de niños y adultos
no-existentes, Gonzalo Llanos tomó su decisión. Era el momento de cumplir el
viaje obligatorio que todos los nacidos en Alcín cumplían: había vuelto a su
hogar para quedarse, simplemente, cambiando barrio y vecinos.