lunes, 28 de diciembre de 2015

EL DIOS DEL PALACIO SUBTERRÁNEO

     Una nación que desconoce lo que le depara el futuro difícilmente se preocupará por su pasado. Supongo que es el caso del convulso como pocos Norte de África; sacudido desde el nacimiento de la civilización misma por colonizaciones, guerras, masacres y pugnas por el poder.
     Mi novia Soraya, licenciada en historia y filología árabe, me lo suele comentar, ya que creo que considera esta franja al sur del mediterráneo su segundo amor después de mí (o eso quiero creer). Por eso no se me ocurrió mejor forma de celebrar nuestro compromiso que con un pequeño viaje de cuatro días a Túnez, visitando los lugares más emblemáticos de esta frontera con el desierto. El regalo, sin embargo, causó mucho recelo entre nuestros familiares y amigos. Apenas habían transcurrido diez meses desde la caída de Ben Alí y la situación nacional era tildada aún de inestable, eufemismo de peligroso.
     —No pasara nada, estaremos bien —aseguré.
     Así quedó el debate zanjado.
     Menos de dos días después, cansados todavía por la fiesta previa a la partida y la escasa hora de vuelo, llegamos a Tozeur, perfecta muestra del curioso contraste de los antiguos países musulmanes: los edificios, de viejos ladrillos color arena exhibían por doquier elaborados barrocos y preciosos remontables a la época de los califas, daban sombra a los puestos de bazares con toldos anunciando tiendas de recuerdos y terrazas atestadas de mesitas; las calles asfaltadas transitadas por vehículos a motor (en su mayoría todoterrenos) eran compartidas con algún carro de caballos, un anciano montado a un burro o un grupo de dromedarios guiados.
      Allí pasado y presente se miraban cara a cara, con las palmeras como fondo de postal extendiéndose hasta donde la vida llegaba; cosa no tan rara cuando recordé que la ciudad se fundó como un oasis. Y, más allá, el desierto, la frontera entre dos mundos: la ciudad y la vida y la arena y la muerte.
     Sin tiempo que perder, nos pusimos en marcha apenas tomar tierra, empezando por contactar con nuestro hotel, aclaramos el cambio de divisas.
    —De momento —concluí —, parece que aquí todo cuesta la mitad que en España.
    —De maravilla entonces, ¿no?
     Preguntando en un francés mejor que el mío, Soraya nos llevó hasta Habib, guía contratado por mediación de nuestra agencia, tan delgado y arrugado qué costaba creer que tuviese sólo veinticinco años (cosa que atribuí a una vida breve pero dura e intensa) con un todoterreno. Tomamos posiciones y empezamos nuestra expedición.
     Tras charlar un poco sobre la situación del país y de su persona a  nuestro primer alto en el camino: el Chott El Djerid, el lago salado de Túnez, un liliputiense primo remoto del mar muerto que, por tener, no tenía ni agua; lo que sin embargo contribuía a darle una belleza especial, como si fuese el espejo gigantesco de un dios en el cielo, añadiendo un nota de belleza (por no decir familiaridad) a aquel entorno estéril y hostil donde ya se veía la arena. Según aseguró Hamid, está así la mayor parte del año, lo que le da su nombre, frente al que creo más adecuado de “desierto salado”.
     De allí nos dirigimos hacia Douz; la verdadera puerta del desierto; último signo de civilización antes del dominio de la arena. Hora del inevitable viaje en dromedario, animal tambaleante y, al menos para mí, tremendamente gruñón, cuyos vaivenes parecían indicar que llevarme tampoco le hacía gracia. Sin embargo, se mantuvo en equilibrio sobre el sustrato en continua descomposición, mientras el sol, estando casi a Octubre, nos abrasaba.
     —Eso es el erg  —tradujo Soraya, señalando al frente.
      Allí estaban. Las colosales e infinitas dunas del Sahara. No pudimos resistirnos a pisarlas; llegué a pensar que me hundiría en la arena, quedando a una momia al cabo de unas décadas. Imposible calcular cuantas fotos gastamos en esa cordillera quebradiza, que hizo la  vuelta a Tozeur más larga y tediosa. Eso y que comer carne de camello me hizo pensar en el resentimiento de mi montura.
     Tras apoquinar un poco para repostar (el combustible, como me temía, no iba incluido) partimos al este, a Nefta.
     Parecía Tozeur en miniatura, dividida además por el oasis que daba pie a su propio palmeral; un matojo silvestre en comparación con lo que dejábamos atrás, pero no menos impresionante. Había mujeres tapadas con velos que parecían evitarnos a la sombra de los altos minaretes de la que debía ser una ciudad más sagrada que Tozeur, aunque carente de aeropuerto.
     El plan era dormir allí para visitar por la mañana las joyas de los oasis de Túnez, Chebilla y Tamerza, en las montañas del límite más oriental del Atlas. Mientras, podríamos visitar la calmada y curiosamente sombría población.
     Pasamos la tarde deambulando, mientras el sol por fin se retiraba para luchar un día mas (la idea me hizo gracia). Aunque parecían taciturnos, los habitantes se entusiasmaban al ver que el mundo exterior se interesaba por su modesta ciudad. Soraya no perdió el tiempo, enzarzándose en un animado coloquio con un anciano barrigudo y barbudo de rostro afable y piel melánica con camisa azul y pantalón marrón. Yo, ajeno a sus palabras, me quedé mirándoles, mientras algunos hombres más jóvenes se fijaban en mi prometida.
       Por fin, Soraya pronunció algo que entendí:
      —¿Fenicios? —preguntó en nuestro idioma.
     El hombre, que pareció sorprendido por sus conocimientos, asintió y empezó a explicar algo, gesticulando ansiosamente.
       Merci beacoup —le despidió; la única cosa que entendí en francés, antes de mirarme con ojos brillantes—. Ni te imaginas qué me ha dicho.
      —Ilústrame —pedí cruzado de brazos, aburrido.
     —Dice que a como nueve kilómetros de aquí, cerca de la frontera con Argelia —señaló al suroeste—, hay un monumento cartaginés.
      —¿Monumento? —fruncí el ceño; no me sonaba haber leído nada así en las guías.
       —Es pequeño, una estela. ¡Tenemos que verlo!
        Volvió a darle las gracias y me agarró, arrastrándome casi, mientras los presentes quedaban atrás, viéndonos partir.
     Para mí suponía una alteración muy fuerte en nuestros planes. Además, allí el término frontera es fácilmente asociable a peligro.
      —¿Qué tipo de monumento es? —pregunté, de camino a nuestro alojamiento.
      —¿Tú que crees? Religioso —contestó, mirándome como si fuese estúpido.
       Eso no hizo que me pareciese más atractivo. Yo, siendo químico, nunca he estado muy interesado en este país y su historia, aunque sí me informé un poco.
      —¿Te refieres… a los que sacrificaban niños?
     En esa ocasión mi novia no respondió.
      Nombres arcaicos y malditos pasearon por mi cabeza: Baal, Astarte, Dagón y Moloch. Historias de noches sin estrellas con hogueras enormes ardiendo frente a ídolos de bronce y recién nacidos primogénitos sacrificados a cuchillo y fuego, con sus llantos ahogados por tambores y flautas. No estaba seguro de querer visitar un altar así, pero mi futura mujer lo había dejado bien claro.
     Hamid, cumplidor profesional hasta el momento, se negó en redondo a salirse de la ruta. Aseguró por todas y por todas que no había sido contratado para ese viaje.
      Soraya resopló.
      —Dice —tradujo—, que la frontera puede ser peligrosa.
       Ya, lo que yo decía, me felicité a mí mismo.
      Por desgracia, cuando ella insistió, Hamid le dijo que el sitio visitarse antes de anochecer, ida y vuelta, campo a través. Le ofrecí un extra, pero lo rechazó tajantemente. Sólo había una conclusión posible.
     —Muy bien, entonces tendremos que ir solos.
     Me agarró por las muñecas, casi arrastrándome. No pude evitar mirar sobre mi hombro al negligente guía; parecía mirarme con una mezcla de deferencia y resignación. No podría culparle; después de todo, en los rigores misóginos de la cultura islámica, mi forma de proceder debía verse como poco masculina.
     El cielo se volvía naranja mientras entrabamos en ese secarral lleno de matojos, que no presagiaba el laberinto de dunas a pocos kilómetros al sur. No es que me preocupase perdernos; el camino era tan lineal como ir recto y luego dar la vuelta. Además, aunque no llevábamos agua ni provisiones de ningún tipo, habíamos salido bien servidos y con los pies por hinchar, lo que no reducía la distancia ni me tranquilizaba.
       Éramos dos turistas vagando solos por un país extranjero, delante de un desierto y junto a una frontera con guardias armados, y encima, según mi reloj, faltaba muy poco para anochecer.
      —Creo que empieza a hacer frio —noté.
      —Bueno, después de tanto sol eso no es malo —replicó.
      El mismo escenario, la hamada, presagiaba un cambio: en nuestro viaje hacia Nafta vimos varios dromedarios silvestres paciendo entre los arbustos; ahora, sin embargo, no se veía ninguno, ni hormigas por el suelo o insectos refugiados en las plantas. Nada. Como presagiando la cercanía al océano de la muerte.
     Tras casi media hora recorriendo ese fondo inalterable, me dispuse a pedirle que razonara. Soraya se me adelantó, parando un momento y escudriñando la distancia.
     —¡Mira! ¡Está allí!
     Corrió como a punto de cruzar una meta conmigo, cansado, harto y desinteresado, procurando seguirla.
     No costaba mucho reconocer contra el horizonte aquel mojón de piedra marronácea. Lo admito, tenía una disposición curiosa, ya que parecía marcar la separación entre la tierra dura y cubierta de arbustos y las dunas vacías.
      La alcancé sin aliento. Ella también jadeaba, aunque parecía más bien por una emoción exagerada.
     El pequeño túmulo, un pilar cuadrado que no llegaba al metro veinte de altura, tenía esculpido en su frontal un jeroglífico en relieve parecido a una cruz egipcia de base triangular coronada por una media luna de centro giboso. Parecía no tener soporte, sino estar incrustado en la arena.
     Esto es comentó ella, inclinándose para verlo mejor. ¿Qué te parece?
     —Es interesante. —Hubiese querido decir No es para tanto. ¿Qué es exactamente? Aparte de religioso, digo.
     Soraya sacó la  primera foto.
     El símbolo parece el de Tanit… —Lo rozó con los dedos. Una diosa de la guerra y la fertilidad. Lo que no sé es qué hará algo así aquí. No parece un sitio de culto…
     Yo tenía mi atención en el horizonte. El ocaso hacía brillar las dunas como el oro mientras las sombras se alargaban hacia nosotros. Parecía que el desierto cobraba vida, un monstruo colosal que se nos acercaba, hambriento.
     Mi respiración se aceleraba de forma descontrolada pero pueril, mientras Soraya seguía enfrascada en sus observaciones, con las tinieblas intentando fastidiarla.
       Cuando las sombras alcanzaron la estela pasó lo imposible.
     Por algún efecto óptico la negrura pareció volverse solida a unos dos metros sobre la arena, formando una apertura cuadrada de al menos dos por dos completamente tridimensional, que refulgía con un resplandor amarillento salido de su interior.
     —Soraya…
     Mi llamada coincidió con un aumento del brillo, acompañado de una figura ondulada que se alzó frente a nosotros.
     Un anciano con una antorcha surgió de las profundidades. Su fuego apenas despejaba las sombras lo bastante para verlo bien. Achaparrad y enjuto, iba tapado por completo, envuelto en una túnica larga y negra que parecía venirle grande y con la cabeza enrollada por un turbante del mismo color; lo que recordrba a un nómada del desierto, aunque más zarrapastroso. Sólo pudo ver un pedazo de su rostro, arrugado como barro al sol y del mismo color, que casi cubría sus ojos rasgados y brillantes.
    Nos quedamos petrificados, mirándole. El recién llegado extrajo de entre los pliegues de su ropa la mano derecha, delgada y marchita como la de un mono embalsamado, con la que nos hizo indicaciones. Nos invitaba a ir con él.
     Sin mediar alguna, Soraya avanzó hacia él.
      —¿Qué…? —Verla rompió mi propio ensimismamiento—.¿Pero qué haces?
     —Tranquilo. —Aunque se movía como en trance, su voz era normal—. Quiere enseñarnos algo.
     La idea no me atrajo; sólo me hizo revivir películas viejas sobre bandidos en el desierto que atraían a viajeros inexpertos y confiados para quitarles todo y dejar sus cadáveres apaleados pudrirse entre la arena.
     Caminé para detenerla.
     —Escucha, no va…
     Cuando toqué su hombro, se volvió con violencia.
     —Cálmate, ¿vale? —Su mirada no mostraba enfado, sino reprobación—.Por favor, mírale. Es inofensivo. Y además, lo que haya allá abajo… podríamos salir en las noticias.
     De espaldas al fuego, sus ojos refulgían de entusiasmo. Estaba hechizada, encantada por el fantasma que nos tentaba. Comprendí que nada la haría cambiar de idea.
     Ando más deprisa, dispuesta a decir algo cuando el anciano se retiró de vuelta al submundo del que llegó.
      Siguiéndole, ella con confianza y yo con recelo, llegamos al borde del cuadrado. Desde allí vimos los peldaños de adobe iluminados por el fuego. Sin esperar más, nos adentramos en lo desconocido.
     Bajamos cerca de veintena peldaños hasta llegar a un pasillo entre paredes de piedra, aislado de la superficie exterior por un techo macizo. No se veía arena en su interior, aunque estaba perfectamente iluminado por una hilera de antorchas en la pared derecha. A unos veinte metros, reducido a un punto cada vez más pequeño, nuestro misterioso guía se perdía en la distancia, a pesar de que iba muy despacio.
      Soraya, como una polilla siguiendo una vela, le siguió, sorprendiéndome.
      Había ignorado por completo la visón a nuestra izquierda.
     El descomunal mural ocupaba todo lo largo del pasillo, llegando al techo. Yo, siguiéndola con pasos lentos, lo recorría con los ojos, cautivado aunque incapaz de entenderlo.
     Parecía lustrar una especie de Génesis evolutivo. Había una ondulada línea que supuse sería el mar, compartido por informidades que parecían amebas sobredimensionadas, batracios con rasgos de peces, cefalópodos dibujados para parecer personas y, flotando sobre ellos, figuras humanas con brazos y piernas acabadas en aletas. Sobre ellos, el cielo estaba representado surcado por estrellas de mar y cangrejos alados. El motivo concluía con una línea ascendente procedente del mar; supuse la tierra, sobre la que se alzaban figuras antropomórficas pero carentes de rasgos.
     Me impresionó; en contraste con la talla superior y con sus proporciones superiores, su técnica me parecía más burda, primitiva, como líneas trazadas sobre la piedra en vez de un cincelado verdadero, lo que ofrecía una idea de su antigüedad y la edad de sus autores.
     El sendero acababa en una puerta rectangular por la que primero se perdió el anciano, luego la cada vez más nerviosa Soraya y, por último, yo. No me extrañó mucho verla boquiabierta en la penumbra cambiante.
     Hecha por completo de piedra, no era una sala muy grande; parecía un salón de apartamento, pero atestado de pilares. Columnas grises de base circular, al menos doce en filas de tres, que subían hasta un techo de al menos diez metros. En las cuatro paredes, sobre las respectivas antorchas, más grabados; estos representando las mismas figuras humanas, con dos añadidos: una corona circular (asumí que turbantes, dando fe de su origen norteafricano) y espadas curvas alzadas en señal de batalla; todos coronados por una especie de esvástica.
     —La antigua representación solar del Neolítico  —oí murmurar a mi subyugada chica.
     Y sobre nosotros, en un hueco circular en el techo entre las columnas, una representación muy tosca del cielo estrellado. Reconocí el Carro, Orión, Tauro… y, en el centro de todo, el vacío; lo que debía ser la negrura espacial, que parecía evocar rituales nocturnos donde demonios danzan al son de flautas.
     Tras esta primera impresión, Soraya me cogió la mano con ternura. Yo dejé que me llevase al fondo, donde se había detenido el anciano. Este dejó la antorcha en el suelo (se apagó rapidísimo, apenas se separó de sus dedos) y se acercó a una pequeña plataforma cuadrada no mayor que un sillón, delante de un grabado diferente. Se postro ante él como si rezase, dejándonos verlo bien.
     Se veía a varios de los hombres con turbantes postrados en torno a una especie de montaña con una imagen en la cima que destacaba por ser más detallada: un hombre desnudo y asexuado, altísimo y delgadísimo con brazos y rostro exageradamente largos; este el primero que veía con ojos y boca representados, en una expresión de suma serenidad. De él parecía irradiar compasión hacia sus adoradores.
     Un dios primitivo, concluí; al menos ahí podía llegar, en lo alto de una montaña que, al fijarme, vi que estaba marcada  por formas embebidas en ella, representadas con rayas y círculos…
    Ajeno a nuestra presencia y cada vez mayor proximidad, el anciano se puso a murmurar como si rezase. Era algo inteligible, muy distinto al francés o al árabe que al menos podía reconocer; de hecho aquel galimatías no parecía siquiera de este planeta. Entonces se levantó de improvisto y toda su ropa cayó al suelo, quedando su cuerpo apergaminado y moreno completamente desnudo.
     —Eh, ¿qué está…?
     No llegué a acabar la frase; el hombre se dio la vuelta  y un destello lo engulló todo.
     Cuando recuperé la vista comprobé que seguíamos en la misma sala subterránea a la luz de las antorchas. Pero había cambiado.
     Ya no estábamos solos.
     Delante, tan cerca que podríamos patearlos, varias personas de sexo indeterminado estaban arrodilladas hasta casi besar el suelo, tapadas por esas holgadas chilabas ancestrales de las gentes del desierto. Delante tenían cuatro bultos erguidos, vestidos igual pero envueltos en ellas como fardos, inmóviles.
     Supuse que sería algún tipo de ofrenda para el ocupante de la plataforma.
     Donde vimos subir al anciano, ahora estaba sentada una figura cubierta por una sábana negra parecida a un burka. Pensé que podría ser una mujer hasta que se levantó, la prenda cayó y me quedé sin aliento.
     Era el hombre de la pared, en carne y hueso. Su representación no era exagerada en absoluto.
     Su piel era color ébano y sus ojos, oscuros y ovalados como los de una avispa. Mediría en torno a dos metros y medio, con un cuerpo fibroso y estrechísimo de brazos y piernas larguísimos como una mantis religiosa hecha de palos. Su cintura, lejos de sugerir alguna amputación ritual, no tenía señal de haber tenido nunca sexo alguno.
     Ajeno a nosotros y a sus adoradores por igual, bajó con paso calmado pero firme de su pedestal hacia las ofrendas, parándose delante de la del extremo izquierdo. Levantó su mano sobre ella y la tela que la envolvía cayó, provocándome un escalofrío.
     De espaldas a mí, un niño de no más de diez años, pelo oscuro revuelto y piel morena, ignorando a los adultos tras él miraba inmóvil al ente. Este pareció sonreír, a la vez que su rostro parecí refulgir.
     Seguidamente abrió la boca y se inclinó, cerrándola en torno a la garganta de la criatura como si la besase. Un espasmo recorrió la fina y lampiña espalda durante un momento, mientras un sonido silbante y ensordecedor llenaba la estancia.
     Sin atreverse a mirar, me pareció que los adultos temblaban de miedo mientras aquel sonido de balón deshinchándose se hacía más intenso. Comprobé que la piel del infante se arrugaba y oscurecía como una fruta madura pudriéndose por momentos. En minutos el niño fue reducido a una carcasa arrugada cubierta de ronchas en carne viva. Cuando acabó, el monstruo lo dejó caer y se dispuso a pasar a la siguiente presa.
     Con el segundo sacrificio desnudo, el vampiro volvió a inclinarse, sellando su cuello con sus labios. Uno a uno, los infantes fueron consumidos frente a los pasivos adoradores. Yo, paralizado, intenté apartar la vista, cerrar los ojos, mirar a Soraya. Pero, e algún modo, me sentía cautivado.
     Y mientras caminaba con andares pausados hacia su cuarta víctima, me di cuenta.
     Sus ojos brillaban como luces de neón, parpadeaban en colores extraños disimulados por las antorchas.
     Pasó de improviso, uno de los hasta entonces sumisos adultos levantó la cabeza, contemplando la fila de niños muertos. Luego le miró a él.
     El monstruo lanzó un alarido profundo y chirriante que estremeció a todo al menos tanto como a mí. Quise poder taparme los oídos; era un sonido grave, chirriante como un jabalí agonizando pero más metálico, profundo y arcaico. Como castigo para la afrenta…
     Fue tan rápido que apenas lo distinguí, y al hacerlo no lo pude creer.
     Algo salió de su cuerpo hacia el insumiso, que lanzó un grito ahogado; algo estirado y fino con vida propia que brillaba y se retorcía. Lo viese como lo viese, era un tentáculo viscoso de más de seis metros que le salía directamente del pecho.
     El tentáculo se hincó en el pecho del apostata, petrificado por la imprevista muerte. Su rostro, ladeado tras el impacto, se ponía azul mientras sus labios entreabiertos gemían y la sangre le dejaba.
     Una nota profunda salida de la nada me taladró los tímpanos. Pestañeé…
     Al principio no entendí lo que pasaba. Los adultos habían desaparecido, los restos de los niños también. Lo que tenía delante era un cuerpo consumido más grande que el de ningún niño, vestido con pantalones largos, una camiseta de manga corta y pelo castaño, largo y ondulado.
      Entonces comprendí.
      Negué al reconocerlo, boqueando con dificultad al entender lo que había pasado durante el espejismo. Soraya había caído victima del ídolo viviente apropiadamente representado en aquel mural sobre una montaña de huesos burdamente dibujados.
     Sin tiempo de sentir lastima o pena, miré con ojos temblorosos delante. Allí estaba, el monstruo del mural cobraba vida ante mis ojos. El mismo cuerpo desnudo y enjuto, las mismas extremidades finas. Pero no estaba completo. Su cuerpo estaba cubierto de arrugas que se perdían en la oscuridad de su piel.
     Cuando se alzó sobre los harapos que seguían a sus pies, lo comprendí. El anciano que nos guió era en realidad el engendro, adorado por los temerosos e ignorantes ancestros de los púnicos, que le ofrecían sacrificios en un intento de aplacarle. Quizás la práctica se extendió como una monstruosa tradición a sus descendientes, una vez consiguieron desterrarlo a esa tumba subterránea. Capaz de sobrevivir siglos bajo el desierto, sin más necesidad que sangre para mantener su cuerpo; joder, ¿qué era? ¿Qué podía ser? ¿Y de dónde ha salido?
      Lo que dijo Soraya sobre la estela de la superficie… ¿Sería una primitiva señal de No pasar?
     No sentí odio, sin embargo, sólo un profundo miedo que me forzaba a seguir mirándole. A pesar de lo visto, eso no era un vampiro; al menos tradicional. La prueba era más que la fina e inútil cruz de oro que colgaba del cuello muerto de Soraya, que debería repelerlo. Pero había más.
     Ningún vampiro, por truculenta imaginación que lo imaginase, tendría colmillos así: cuatro apéndices rojos y ondulantes como patas de crustáceo donde debería tener los caninos, agitándose unos tres centímetros fuera de su boca. Ni aquellos ojos refulgentes en los que se formaban iridiscentes aureolas de colores frío; que entendí servían para encantar a su víctima, sumiéndola en el sueño de los condenados para evitar su resistencia y, posiblemente, también para ocultarse, disimular lo que era.
     Porque ahora, sólo conmigo, su siguiente víctima, empezó a cambiar. Su cuerpo empezó a crecer su boca se ensanchaba y sus ojos se hinchaban, como si la mantis se convirtiese en sapo, en una forma tan terrible que por fin reaccioné.
      Me di la vuelta y corrí hacia la puerta a la cámara; portal que para mi consternación se cerró sólo. Un lámina de piedra cayó del techo, sellándolo. Instintivamente, me lancé a un lado, refugiándome tras la columna más cercana, mientras la babosa metamorfosis vibraba. Sólo me animé a mirar un momento, en el culmen del proceso, pero sólo vi sombras; un tembloroso fuego negro agitado en las paredes por una orgia de pulpos y serpientes, seguido del chapoteo de los pasos de su dueño.
      Lanzó un desgarrador rugido parecido al silbido de mil mosquitos de alas de acero, levantando un pequeño tornado que consumió las antorchas, apagándolas.
     Me quedé tapándome la boca para minimizar el sonido de mi respiración, sin ninguna luz, con el cadáver de mi novia a mis espaldas y la cosa que la mató buscándome para hacerme lo mismo. No puedo salir y sé que nadie vendrá a salvarme. No hay esperanzas.
     ¿Qué hago? No sé; si correr guiándome por el tacto entre las columnas hasta quedar cansado y a su merced, o esperarle quieto o,  quizás lo mejor, ir directamente a él  y acabar deprisa.

     Oh, Dios, ya lo oigo. Sus patas se estrellan contra el suelo y las columnas, palpando, buscándome. Se acerca…

lunes, 21 de diciembre de 2015

SU PEOR ENEMIGO

     A Max se le heló la sangre. Acababa de oír su risa, cruzando los pasillos.
     Estaba allí, ya llegaba. Iba a por él.
      —Max —decía su voz, rasposa, metálica e inconfundible—, ya estoy aquí
      Se levantó sin pensarlo; el escritorio tembló, haciendo bailar la pantalla, el teclado y el resto de elementos menores de su habitáculo en la oficina. Un bolígrafo cayó sobre su asiento y un vaso vacío de plástico rodó hasta el suelo, manchando las baldosas rosadas de café.
      Se asomó con timidez al pasillo. Por todos lados se oían los dedos sobre las teclas, los teléfonos sonando y las voces contestándoles. Tomó aire, aferrándose al borde del panel que hacía de pared con los ojos cerrados. Una gota de sudor se deslizó por su cara, dándole ganas de dejarse caer con ella. Pero no, aquel no era el sitio; tenía trabajo…
      —¿Max?
     Al abrir los ojos vio a Soraya, con su pelo rubio recogido en un moño y sus ojos agrandados por las gafas mirándole con una mezcla de curiosidad y preocupación.
       —¿Estás bien?
      —Sí, tranquila —aseguró, sonriendo—. Creo que me he mareado un poco; no sé, puede ser verti…
      El teléfono sonó tras él, recordándole para qué le pagaban. Separó su mano pegajosa del borde…
     Hora de jugaaaaar.
      —¿Ah, sí? —Soraya miró hacia la derecha, a la pared del aire acondicionado—. Puede ser el choque térmico. Dios, si entras de la calle y esto parece una nevera…
      Cuando volvió a mirarle curvó la boca, dejando de hablar. Max estaba definitivamente pálido. El sudor le regaba las sienes. Además, sus piernas amagaban movimientos a los lados, como si fuese a salir corriendo o a desmayarse.
       —Oye…
       —Tengo que ir un momento al servicio. —Lo dijo deprisa, sin mirarla, antes de añadir—: Si alguien me busca, ¿puedes…?
      —Claro. Tran...
      Se quedó boquiabierta: Max corría ya hacia la pared occidental de la oficina, haciendo un quiebro para esquivar a un compañero que ojeaba unos papeles.
      —¡Perdón! —le gritó, alcanzando la puerta con la  placa de la efigie masculina. Desde allí se volvió a mirar atrás. Quería asegurarse.
      Sí, allí estaba; justo en el centro de la oficina. Y como cada vez, por más que hubiese tenido toda su vida para acostumbrarse y saber qué medidas tomar, su pulso alcanzó proporciones dolorosas, el sudor le empapó y sus dientes rozaban entre sí.
         Qué, pequeñín, ¿ya vas a encerrarte en algún agujero?
      Se rió mientras le miraba, lo que más odiaba Max de él: que quedasen fijos sobre él esos ojos que no parpadeaban, que se riese de él con esa boca inmóvil. Allí, en mitad de su trabajo, disfrutando de su pánico. Max era el único que podía verlo; los dos lo sabían. Eso le hacía disfrutar más.
       Lo llamaba, desde hacía mucho (no se atrevía a decir que desde niño), el hombre de humo. En realidad, parecía más bien una sombra; una figura en dos dimensiones, negra y nebulosa, con cara; un sol blanco sobre la negrura que podía quemar los ojos si se le miraba demasiado. La viva estampa de un hombre tras un arbusto un día de viento, el desconocido que espía a los niños con las peores intenciones.
       A este, sin embargo, le interesó primero el niño, luego el muchacho y ahora el hombre.
       Inició el acercamiento levitando a unos cinco centímetros del suelo, atravesando cubículos, a sus ocupantes y a lo que se le ponía por delante. Para ellos no era nada. Sólo pasaba algo si tocaba a Max.
       Este entró en el servicio. Intentó cerrar la puerta con delicadeza pero acabó estampándola con brutalidad. Fuera, más de una cara debía de haberse quedado mirando hacia allí extrañada.
      La sala de losas azul marino iluminada por tubos estaba vacía. Tanto mejor para él.
     Corrió hacia la puerta roja más alejada, empujándola con fuerza. El váter blanco y un rollo de papel eran sus únicos ocupantes. Si tenía vecinos, ya no podía hacer nada.
      Pasó el pestillo y se sentó en el váter, agarrando un pedazo de papel que se pasó por la frente.
     —Max, ¿dónde estás? —bostezó—. Ya sabes que buscar me da pereza.
     Clavó los talones en el suelo, con la intención de mantenerse firme. Encerrarse no iba a salvarle; sólo haría las cosas menos peores. Cuanta menos gente tuviese cerca, mejor.
      Su risa metálica, como navajas de afeitar entrechocando, sacudió la puerta.
       —¡Te encontré!
      Max tomó aire; sus dedos resbalaron al intentar aferrar la cerámica. Una mancha oscura se formó sobre la madera roja, sin que se quemase o se astillase, creciendo a medida que el cuerpo entraba.
       Max cerró los ojos y dobló el cuello. Ya estaba. Pasaría dentro de un rato. Lo que no debía hacer era mirarle; no quería ver esa cara blanca. Esa…
      —¿Me has echado de menos? —se burló, casi rozando su piel—. Yo sí, mucho. Por eso me lo voy a pasar tan bieeeen…
      Max tensó los músculos, consciente de que se estaba inclinando con la cabeza, el torso, las manos, para tocarle, sólo eso.
      Lo malo empezaría después.
      Un escalofrío violento le puso en pie de un salto. Abrió los ojos. Ya no estaba. Ya lo había hecho. ¿Cómo? ¿Una mano sobre el hombro, un beso en la frente? Nunca sentía el toque, sólo la reacción.
       Ahora lo tenía dentro y podía pasar cualquier cosa.
      Empezaba siempre en los oídos. Primero un pitido que cambiaba para parecerse a un susurro sin voz; una cacofonía que le insultaba y hacía burla. Hablaba tan deprisa que no llegaba a entenderlo pero lo sabía, simplemente porque ya lo conocía.
       Su mano subió, arañando la madera intentando llegar al pestillo. Por suerte le costaba; era torpe, descoordinada. Lo sabía porque no era él quien había levantado el brazo.
     Para acabar los ojos. Empezaba a parpadear sin motivo mientras la luz a su alrededor cambiaba, se oscurecía. Luego los colores cobraban vida. Las paredes se volvían púrpura, el techo oscuro, el suelo brillaba. Su textura también cambiaba, derritiéndose, moldeando formas imposibles. Sus pies quedaban pegados mientras sentía que se hundía en melaza…
      Para entonces estaba perdido, gritando mientras caía por un oscuro agujero como le pasaba desde… Desde…

      —Mirad —dijo una voz de pito, señalando.
      —Ssssh, que no te oiga —susurró otra.
       —Es muy raro…
      —Está chalado.
       —Mi mami dice…
     El niño de cuatro años, con su babi azul, cruzó el pequeño patio de arena con su tobogán adornado de columpios hacia la esquina del muro, lejos de las risas, las carreras y los murmullos. Se sentó, repelando su bocadillo de salchichón y haciendo una pelota con el papel de plata.
       —Max, no te olvi…
      Antes de que la profesora terminase la frase, fue hasta la papelera y la tiró, antes de volver a su exilio.
      Max odiaba el colegio. Los otros niños le miraban raro, hablaban de él. A veces le decían cosas malas.
      Y él sabía por qué. A esa edad, reconocía que, en su lugar, haría lo mismo.
      El niño miraba al cielo y a sus compañeros, confiando en volver a clase pronto. Acabar, volver a casa…
      Una caricia de viento le dio frío. Comprobó que el sol brillaba. Su pelo no se había movido.
      Se abrazó a sí mismo, cerrando los ojos. Empezó a oírlo; una mezcla entre un pito y pan tostado crujiendo en una boca.
      —No, por favor…
      —Max, ¿estás bien?
      La profesora ya corría; había sido instruida para su caso. Y él también.
      —Tienes que aguantar —le decía su padre, inexacto, incapaz de tratar una situación que no entendía—. Si te resistes lo bastante se te pasará.
      Se equivocaba, o sobreestimaba la fortaleza mental de un niño tan pequeño.
      Max temblaba. Le faltaba aire. Se movía adelante y atrás, intentando boquear.
      —Eh, ¡al loco le está pasando! —chilló alguien; quizás Rafa, el gamberro de su curso. Zapatillas corrieron sobre la arena. Se había hecho el silencio de pronto.
      —¡Rafa, no…!
      Entonces pasó. Todo se oscureció, perdió su color y su forma. Max chilló, sintiendo que lo arrancaban de su cuerpo.
       —Hola, chico.
      Se sobresaltó. Seguía oscuro. La mezcla de crujidos, silbidos y susurros era ahora una voz. Eso era nuevo.
      —¿Te lo pasas bien? Espero que sí.
      No, intentó protestar Max, comprobando angustiado que no podía hablar. Por…
     —Tranquilo, ya te acostumbrarás. O espero que lo hagas. Por tu bien.
      No, no, no…
      —No, Max, no. Para. ¡Para!
      Despertó en medio de un grito que no recordaba haber dado, colgando del costado de su maestra. Le giraba la cabeza y sentía su entrepierna caliente; luego sabría que porque se había meado encima. Le dolía la mano derecha; al mirarla vio los nudillos desollados y la sangre cubriendo las uñas.
       Tras él, gritos de dolor volaban desde el patio.

      Parpadeó. Su visión seguía borrosa, como si fuese un día nublado dentro del lavabo. Lo primero en sentir fue el intenso dolor en la uña del índice derecho.
      —Agh.
        Un olor horrible salía de debajo de él, de la tapa cerrada del retrete. Al tomar aire, sintió sabor a sangre en su boca.
      Se levantó. Le costaba mantener el equilibrio, como si hubiese estado dando vueltas, y sintió un dolor punzante en el talón derecho.
      Se apoyó en la puerta, comprobando que la madera en torno al pestillo estaba raspada, formando una cifra imposible a base de líneas verticales y horizontales.
      Ya fuera, comprobó su reloj. Se quedó boquiabierto. Quince minutos. No duraba tanto desde…
       Bufó, apretando los dientes en un intento por no llorar. ¿Por qué ahora; por qué después de tanto tiempo tenía que volver? Precisamente ahí…
      Se palpó los bolsillos, sintiendo con asco que estaban apelmazados e impregnados de esa peste. Casi chilló al darse cuenta que no estaba. Claro, estaba sobre la mesa, al lado del fijo, para tenerlo a mano si…
      Max fue despacio hasta la puerta. Recuperaba equilibrio por segundos, pero todavía no estaba repuesto. No quería tener que pasar por delante de todos. Su jefe lo sabía, desde luego; habría sido una idiotez ocultárselo.
      —Mientras no nos cause a nosotros problemas… —le avisó.
      Bueno, un poco tarde, igual que para mantener las formas. Ya fuese en línea recta hasta el cubículo o a la izquierda para salir de la oficina, la ropa arrugada y sudada, la cara colorada, el olor…
      Max gimió mientras bajaba la manija, como si estuviese al rojo.
      Por un momento, la reacción de los demás no debió ser muy diferente a ver entrar a un enmascarado con un rifle. Pasos que paraban, voces que callaban. Todas las caras se movían en la misma dirección.
      —Eh, Max…
       Los ignorós; miraba al suelo mientras iba lo más deprisa que le dejaba su pierna dolorida.
      —¿Qué le ha…?
       —Mirad su cara.
      —¡Dios, que…!
      Casi podía reírse: le hacían sentirse joven. Era tan parecido a cuando iba al colegio…
     Dejó de hacerle gracia, sentía ganas de llorar. Se acordaba de cuando estaba en primero, del canario que había en clase.
      —Mira al pajarito, Max. Mira al pajarito.
      Su profesora, más descuidada que la de infantil, se había ido con su compañeros al patio, dejándole un ultimo minuto para guardar su estuche. Un grave error
     —¿Te gusta? ¿Te gusta?
     Recordó los chasquidos, el pitido que nada tenia que ver con la canción habitual del animal.
     —Jajajajajaja
      Despertó por completo en ese momento. Lo que quedaba en la jaula, lo que tenía en la mano, casi le costó la expulsión.
     Por fin, los siete metros más largos de su vida acabaron. Se agarró a la mesa; al estirar el brazo hacia el móvil casi arrastró con él al resto de su cuerpo.
      —Rosi, Soraya… —Subió la voz sin mirarlas ni ver si estaban, deseando que  la luz del techo le dejase ciego antes de ver ninguna cara. Empezó  a jadear. Tenía calor-. Por favor, si el… Tengo que salir un momento. Decidle al jefe que volveré.
      De haberlas mirado las habría visto boquiabiertas y apuradas; pronunció las últimas palabras tan deprisa como una sola, dificultándoles entenderlas.
       Hora de rematar la situación, y cuanto más deprisa menos sufriría. Que pensasen lo que quisiesen.
       Echó a correr por los estrechos pasillos hacia la salida de las oficinas. Sus compañeros en los cubículos le seguían con la mirada mientras los que estaban en su camino se apartaban respetuosamente con antelación.
       Se echó escaleras abajo; no se arriesgaría a quedarse encerrado en el ascensor, con alguien. Bajó saltando peldaños de dos en dos hasta cuatro pisos más abajo; si salió del onceavo debía estar ya en el séptimo. Allí, en el rellano frío y duro, lejos de las voces y los sonidos de arriba y abajo, se apretó contra la esquina, se dejó caer hasta sentarse y, por fin, miró la pantalla del teléfono, gimiendo nervioso y frustrado cuando su confuso pulgar se pasó de la tecla correcta.
       Por fin. Ese número. Su número.
       DOCTRA EG.
       La sonrisa era inevitable. Lo guardaba pensando que podía volver a necesitarlo. Había llegado esa hora.
       Activó la llamada con una falange que se retorcía como la cabeza de una lombriz. Dio el primer tono.
       —Vamos, venga…
       Apretaba el móvil con tanta fuerza que tenía miedo de abrirle la carcasa.
       —Contesta.
       Estaba a salvo, humillado pero a salvo. Después de cada vez, pasaba un tiempo hasta la siguiente.
       ¿O podía cambiar? Si podía volver, podía hacer otras cosas. Lo imaginó saliendo de la nada, riéndose al verlo así, arrinconado y sin protección.
       Cinco tonos, seis.
       —Por fa…
       —Buenos días, clíni…
       —¿Está la doctora Gracia? ¿Esther Gracia?
       —Sí, clar…
       —¿Puede ponerse un momento? Por favor.
       Silencio. Un momento de duda en la recepcionista.
       —¿Puedo saber con quién hablo?
       Claro.
       —Max Torregrosa. Máximo Torregrosa.
       —La doctora ahora está con un paciente; si quiere pedir…
       —No, tengo que hablar con ella, por…
       —Señor, no pue…
       —¡Sólo un momento!
       —¿Qué…?
       —¡Por favor, si no lo…!
       Max se contuvo, pensando en la impresión le estaría dándole a la joven. Casi se rio al pensarlo. ¿Pensaría que estaba loco? Bueno, era lo que se esperaba en su trabajo.
       —Un momento, por favor pidió con frialdad, antes de que oyese el teléfono posarse en el mostardor y pasos alejándose por un pasillo.
       Recibió respuesta a los dos minutos.
       —¿Diga? —Era una voz diferente, más adulta, madura y cordial. Y prudente.
       —¿Doctora? —Max se incorporó, emocionado—. Soy yo, Max.
       —¿Max? —Debía estar haciendo memoria—. ¡Ah! ¡Ha pasado tanto tiem…!
       —Ha vuelto —le dijo—. Ha vuelto a pasarm…
       —Pásate a eso de la una y media.
       No hacía falta decir más, cosa que agradecía.
       Al cortarse la comunicación, rompió a llorar por fin.

       Max fue muy puntual, lo que no le libró de esperar nueve minutos en el pasillo, con las manos cruzadas en el regazo y echando miradas a los folletos sobre el centro. No se atrevía a mirar a las dos jóvenes con bata blanca de la recepción ante las que se había identificado.
      —La doctora Gracia le atenderá enseguida.
      Se lo había dicho con una sonrisa, pero percibía indiferencia, incluso desprecio, en su cara. ¿Un hábito de su trabajo, o es que lo había reconocido de esa mañana?
      Lo mismo daba. Max miraba a uno y a otro lado, a las paredes blancas, los azulejos gris frío y los cuadros de colores alegres en las paredes, dándose cuenta de lo poco que había cambiado el sitio en veinte años. ¿Seguiría igual por dentro?
      El pensamiento le deprimió, haciéndole agachar la cabeza mientras sus sienes palpitaban. Acababa de recordar lo mucho que le asustó cuando estuvo allí por primera vez y tuvo que…
      —¿Max?
      Se levantó, buscando la voz frente a él saliendo de una puerta entreabierta.
      Allí estaba ella, vestida con una blusa rosa y vaqueros; no muy distinta a como la recordaba. Su pelo negro abultado lucía alguna cana, llevaba gafas y se habían formado círculos de vejez en torno a su boca, pero era la misma.
      Primero le tendió la mano, que él estrechó con suavidad; luego le ofreció la mejilla e intercambiaron dos besos y, por último, se fundieron en un abrazo. Podían aprovecharse de que en ese momento no hubiese más pacientes a la espera, claro que, más allá de su relación médica, eran también viejos amigos que llevaban mucho sin verse.
      —Cuánto has crecido —dijo ella, antes de soltarlo.
      —Tú en cambio no has cambiado nada —replicó, provocándole una carcajada.
      —Muchas gracias. —Le obsequió con una palmada en el hombro, antes de pasar con él al despacho—. Hay pocos chicos que sepan tratar bien a las mujeres.
      Él asintió. Para qué negarlo.
      La sala, en cambio, había cambiado conservando su forma. Seguían estando las estanterías llenas de libros en torno al escritorio con el ordenador pegado al amplio ventanal que la llenaba de luz solar (cosa que no le impedía tener encendidas las luces). En la mitad posterior, más cerca de la puerta, las paredes estaban igual de llenas de dibujos hechos con Plastidecor y ceras, igual que entonces, aunque estos parecían más nuevos. Igual que el cajón lleno de juguetes y las sillas y mesas en miniatura y coloridas del rincón.
      Aquello le hizo sentirse incómodo por un momento; aunque ella le ayudó en su momento ahora se salía bastante de la edad media de sus pacientes.
      Ester, sin embargo, se sentó como si nada, igual… que hizo con su padre ese día.
      —Bueno, háblame de ti —le pidió—. ¿Qué ha sido de tu vida?
      —Pues… bien. —Entrelazó las manos. Pese a la inseguridad en su voz, era la verdad—. Terminé el instituto y estudié empresariales. Terminé hace dos años.
      —Muy bien. ¿Y tienes trabajo?
      —Sí. Estoy en una oficina, vendiendo seguros. —Especificó el nombre y la dirección—. Si quieres…
      —A lo mejor luego —evitó los detalles, levantando la mano derecha—. ¿Y vives con alguien?
      —Bueno, ahora estoy solo. Primero estuve con dos compañeros de piso. Luego… estuve a punto de casarme…
      —¿Ah, sí? —Los ojos de la doctora Gracia se iluminaron con lo que parecía alegría genuina.
      —Pero al final… —Se encogió de hombros, no hacían falta más detalles—. Tuve que hipotecarme para vivir solo. Puede que lo alquile y vuelva con mis padres, si no…
      —Me alegro de que te vaya… —Suspiró—. Oh lo haría si… no hubieses venido por…
      —Sí. —Max, apenado, asintió, dándole la razón.
     Ester abrió un cajón de su escritorio y sacó una carpeta de cuero roja. La abrió y empezó a rozar su interior con un boli azul de su escritorio.
      —¿Te pasa con la misma frecuencia?
      —No. Hace años me pasó un par de veces, pero acabó enseguida; antes de… nada.
      —¿Has estado tomando algo?
      Max suspiró. Volvió a negar.
      —Desde que acabé a los diecinueve con el… —Hizo memoria para decir el nombre—. Lo estuve tomando un tiempo. Luego fui al médico y… lo dejé.
      »Estuve bien bastante tiempo, sin que pasase. Supuse… que me había curado.
      La doctora asintió.
      —¿Tuvo algo que ver… con lo de tu novia?
      —No, creo que no… —reconoció, nervioso. Habían pasado sólo tres años y le costaba acordarse—. La verdad es que empezamos a discutir y ella decía que yo había cambiado…
      Ella tenía su carácter, eso lo recordaba. ¿Y lo demás? Los vacíos de memoria eran un síntoma. Pudo pasar…
      —No lo sé —admitió por fin. No se atrevió a añadir quiero creer que no.
      —¿Y… por qué has venido a verme hoy, Max? —Se inclinó adelante, bajando la voz—. Me… han dicho que estabas muy…
      Él se sonrojó, sin poder evitarlo.
      —Volvió a pasarme hace cosa de mes y medio. Dos veces.
      —¿Los mismos síntomas?
      —Todos. Alucinaciones visuales, táctiles. Y él. Dios…
      Se llevó la mano derecha a la frente.
      —¿Cuándo pasó?
      —Un viernes y un sábado. Las dos veces en mi casa, por la noche. Cuando acabó… —Enumeró lo que se encontró después del trance; ella asentía con ojos espantados y una mueca de repulsa—. Claro que, como estaba solo… Supongo que pensé que pudo ser una pesadilla.
       —Y has venido porque ha segui…
       —Acaba de pasarme, hará dos horas. En el trabajo. —Bajó la cara y la hundió en sus manos—. ¡Dios! He tenido que encerrarme en el aseo y aun así…
       Ester asintió. Se había dado cuenta de que tenía una tirita en la punta del índice derecho. La sangre pegada a ella parecía fresca.
       Anotó algo en el papel y suspiró.
       —Creo que lo mejor… será recetarte algo —dijo, evitando mirarle al decirlo.
       Max sí la miró; no con desagrado o miedo sino con derrota.
       —¿Como el último? ¿Cómo se llamaba?, Clor… Clorproma…
       —No, ese es muy viejo —aseguró, intentando calmarle—. Este es más moderno. Funciona… de otro…
       Tecleó un par de veces frente a la pantalla, y la impresora, bajo el ventanal, se puso en marcha. Ella remató la receta con su firma.
      —Ten —dijo, tendiéndosela—. Una pastilla al día, si ves que te pasa.
      Max miraba el papel con ojos vidriosos, dudando si cogerlo.
      —¿Una al día… si pasa? —Parecían indicaciones contradictorias, con una explicación conocida de antemano—. Tiene efectos…
      —Algunos. Pero son más suaves que los de la anterior, y no afecta igual a todo el mundo.
      Él asintió, tragando saliva mientas le sostenía la mirada; aquellos ojos brillantes de color miel en los que ya confió para su bien.
      —¿Más suaves? —repitió.
      —Sólo te diré… —Bajó un poco el mentón—. Que si hubiese salido antes, te lo habría recomendado entonces.
      Max agarró la hoja por fin; comprobar que no le quemaba ni le hacía sangrar los dedos fue un verdadero aliciente.
    
      —Bueno, Max, ¿por qué crees que estás aquí?
      El niño dobló el cuello hacia atrás, buscando a su padre. ¿Por protección o por vergüenza?
     Sin embargo, como aseguró la doctora, ya no estaba. Lo que hablasen allí sería secreto entre ellos.
      —Porque estoy loco.
      La doctora forzó una sonrisa.
      —En absoluto, Max —aseguró, garabateando algo sobre un papel tapado por una carpeta—. No creo para nada que estés loco. Además, me pareces un chico muy interesante.
      —¿Ah, sí? —Desconfiaba. Con siete años se es ingenuo pero no necesariamente inocente. Ni tonto.
      —Sí, en serio.
      A continuación alargó la mano hacia el dibujo que le había pedido que hiciera. Él vio cómo lo tendía ante sus ojos, sin permiso alguno.
      —¿Esto es lo que te gusta? ¿Jugar a fútbol con tus amigos?
      —Sí —asintió, contento de que fuese capaz de interpretar su burdo arte.
      —Dibujas muy bien. ¿Lo sabias?
      Él asintió; sus gruesos carrillos enrojecieron un poco.
      —Sólo hay una cosa que no tengo clara.
      Le dio la vuelta a la imagen pintada con ceras, un campo de césped verde con las gradas llenas de gente, tan distinto a la pista de cemento donde jugaban en el patio.
      —¿Este eres tú? —Puso el dedo sobre el borde superior derecho, señalando a la figura en la esquina de la grada.
      Max miró al suelo.
      —Sí.
      —¿Y por qué no juegas tú también?
      —Porque los demás no quieren —aseguró, sintiéndose cada vez más incómodo—. Me tienen miedo.
      —¿Por qué, Max?
      La doctora dejó el folio. Max podía ver la pelota de rayas negras de la que salían líneas amarillas, como rastros de hedor.
      —De lo que me pasa a veces —contestó,  a punto de llorar de puro coraje—. Las cosas se ponen de un color raro, empiezo a oír ruido… y sale él.
      —¿Él?
      —El hombre de humo. Primero oigo su voz. Luego dice que se me mete dentro y por eso…
      La doctora Gracia dejó el bolígrafo junto a la carpeta.
      —¿Lo has oído siempre, esa voz?
      —N… no. Al principio, las primeras veces no.
      —¿Y lo has visto?
      Ningún movimiento ni respuesta. La doctora tuvo que insistir.
      —No quiero. Tengo miedo.
      —Vale. Muy bien.
      Ester hizo atrás su silla. Le tendió la mano.
      —¿Vienes conmigo, Max?
      La miró con ojos implorantes.
      —¿Adónde vamos?
      —A tu habitación.
      Se le quedó abierta la boca. La doctora Gracia dilucidaba las contracciones de sus arterias en las sienes.
      —Pero… yo no vivo aquí —exclamó Max, saltando de su asiento—. Yo vivo en mi casa.
      —Sí —confirmó ella—. Tus papás te van a dejar aquí unos días, para que veamos cómo…
      —¿Se han ido? —Se ponía más blanco por momentos—. ¿Se han ido y… me han dejado aquí?
      La doctora tragó saliva. Cautela. Según cómo lo dijese, su efecto podía ser peor.
      —No —mintió en parte—. Vendrán a la tarde a verte. Y mañana…
      —¿Dormiré aquí?.
      —Depende de lo que tardemos en saber lo que te pasa.
      El niño, derrumbado, sin fuerzas para seguir resistiendo, asintió, bajó el mentón y se quedó inmóvil. Esther le tendió la mano y Max la aceptó.
      Le llevó por un pasillo de la primera planta hasta una habitación totalmente blanca, el doble de grande que la suya. Había dos camas. Muchos peluches. Un asiento hinchable sobre una alfombra circular en el suelo.
      —Aquí es —le mostró la doctora con una sonrisa.
      La analizó con más detenimiento. Había mesa, pero nada encima. La cama estaba hecha, pero no había armario. La ventana tenía reja.
      —¿Es para mí solo? —preguntó, alternando sus ojos cada vez más rojos entre ella y la otra cama.
      —Sí, tranquilo. ¡Juan! —A su voz un hombre enorme, de pelo rubio ceniza y barba corta vestido de blanco, se presentó—. Este es el vigilante, Max. 
      —Hola, chaval. Encantado de conocerte. —Le tendió una mano, dejando que el esmirriado brazo de Max lo agitase arriba y abajo.
      —Estará fuera, vigilando. Si pasa algo, llámale.
      —¿Me vais a encerrar? —preguntó, juntando las manos como para iniciar un rezo.
      —¡No, tranquilo! —La sonrisa de la doctora fue tan explosiva como si acabase de oír un chiste—. Es que yo me vuelvo abajo. Es con él con quien tienes que hablar para pedir cualquier cosa.
      —Ah, ah —asintió.
      —Comeremos a la una, en media hora —comunicó, antes de despedirse—. Creo que hoy hay sopa.
      —Vale.
      Cerraron la puerta. El niño de siete años se quedó solo en la sala faraónica. Fue hasta la cama de la derecha, con una colcha con diseño de rayas de colores y se tumbó sobre ella, suspirando.
      Estaba cansado. Demasiadas sorpresas seguidas un mismo día.
      Por lo menos estaba a salvo.
      —Hola, Max.
      Dio un respingo, conteniendo la respiración. Su columna se tensó. Sus ojos no parpadeaban.
      —Sí, soy yo. ¿De verdad creías que te iba a dejar solo?
      Se levantó, mirando a un lado y a otro. Todo seguía blanco o colorido; no había señal de sombras…
      —Vete —exigió con una voz tan pusilánime que no habría asustado ni a un gazapo—. No puedes aquí estar.
      —Oh, yo puedo estar en cualquier parte, chiquitín.
      —No, no puedes —protestó, dando vueltas con violencia—. Aquí me van a prote…
      —Nadie puede protegerte. Porque nadie te quiere menos yo.
      Max torció la boca con sorna.
      —¿Qué dices?
      —Tus padres se han ido porque no te aguantan.
      Las pupilas del niño se dilataron.
      —No te quieren. Por eso te dejan aquí, para que te encierren. Para estar solo conmigo. Para que nadie nos moleste.
       —No —negó, retrocediendo—. ¡No!
       —Yo soy el único que siempre estará contigo. Ahora lo verás.
       —¡No!
       —¿Dices algo? —preguntó desde fuera el vigilante.
       Max corrió a la puerta, tropezando al pisar la alfombra. Rebotó sobre su costado derecho, haciéndose un daño terrible en las costillas. Nada comparado con lo que vio sobre él.
       Nada se había movido en las paredes o el suelo, porque no era ahí donde estaba. Ninguna sombra, brisa o caída anunció su llegada.
       Su cuerpo negro cubría el techo como una carpa de circo invertida. Por primera vez se fijó en que tenía cara, un óvalo blanco que crecía como la luna a medida que se le acercaba.
      Max quiso apartar la vista, pero el miedo, el dolor y la sorpresa se lo impidieron. Se paró a un palmo de su cara, sonriendo; el niño dejó la boca abierta, como ofreciéndole un hueco por el que entrar. Sin embargo, tuvo el detalle de esperar.
      —¿Qu… quién eres tú? —preguntó mientras los sonidos que le acompañaban llenaban sus oídos y el caos cromático cubría sus pupilas.
      Contestó con una boca que no se movía, en una cara blanca y distorsionada llena de bultos y ángulos, donde Max se reconoció. Su cara… que no lo era.     
      —Soy tú. Soy tu locura. Soy tu peor enemigo.
      Lo siguiente que recordó era que chillaba en manos de un hombre fuerte, mientras la doctora Gracia intentaba tranquilizarle.
      —Habrá —decidió en ese momento—, que darle algo.

      Ya estaba hecho. Max llamó por teléfono a su jefe.
      —Ya está solucionado… Sí… Gracias por todo, como siempre.
        No se animó, en cambio, a llamar a sus padres y decirles nada del asunto.
      De momento estaba solo en su comedor, sentado frente a la mesa con su nuevo mejor amigo delante.
      Alargó los dedos para sacar la primera pastilla del bote. Ovalada, color verde oliváceo. Una esmeralda en bruto.
      Max suspiró, le pareció que derramó una lágrima. Ahora sabía que nunca sería dueño pleno de su vida, pero sí podía decidir de quién sería la otra mitad. De su peor enemigo. O de las pastillas.
      ¿Y qué le haría su nuevo amigo, como regalo de inicio de su relación tóxica? La doctora no llegó a decirle los efectos adversos, seguramente porque, como dijo, era nuevo. Seguramente eran casi desconocidos.
      Max cerró los ojos, recordando su anterior medicina. Cuando la tomaba él no venía; a veces su voz se cortaba a los pocos segundos de empezar a oírse. El precio era su alma: se convertía en una consciencia prisionera en un idiota.
      Sentía sueño, le costaba mantener abiertos los párpados y, al mismo tiempo, no podía dormir. Sus músculos se endurecían como si se convirtiese en una estatua, haciendo muy difícil moverse. Su boca, demasiado aturdida para hablar, se entreabría, generando una baba en cascada que inundaba su cuello, su pecho, su camisa…
      Perdía el control de su cuerpo. Pero era la prisión que él elegía. Apretó los párpados y los dientes, sin mostrar el menor atisbo de alegría o gratitud a su carcelero.
      —Max, ¿estás ahí?
      Abrió los ojos. Su corazón rebotaba en su cabeza.
      —¿Tan pronto te has cansado de mí? ¿Quieres que te deje en paz otra temporada?
      Max se relajó. No se movió de su asiento, no le buscó. Empezó a recorrer su boca con la lengua, generando torrentes de saliva.
      Acéptalo. Estaré contigo mientras vivas. Hasta que tu muerte nos separe. Es inevitable.
      —Bueno —se encogió de hombros, con una sonrisa sardónica—, si es inevitable no pasa nada por intentarlo, ¿verdad?
      ¡Oye…!

      Max deslizó la pastilla entre sus labios y la tragó. De allí fue a la cocina, donde llenó un vaso de agua.