miércoles, 15 de marzo de 2017

GRITOS DESDE ABAJO – PARTE FINAL

Se acercó a la puerta, con un viejo picaporte redondo sobre un bombín de cerradura. Llevó hasta él la mano, conteniendo la respiración. Si estaba cerrado…
     Bajo su mano, el metal empezó a temblar, seguido del resto de la puerta. Otro gemido subía.
     —Sergio, creo que ya…
     Ignorando a Aitor, lo giró. La puerta se abrió sin resistencia. Al hacerlo, el ruido paró.
     Se asomó, enfocando su luz hacia abajo. El cierre había ayudado a preservarla; las paredes estaban descuidadas pero en mucho mejor estado. El único daño de relevancia era la firma en letras finas de medio metro en la pared que tenía enfrente.  
      —Oye, ten cuidado —le recomendó Héctor, que se había quedado en el cruce.
      Sergio lo ignoró, traspasando el umbral. Había oído algo, y no era uno de esos gritos. Se asomó, iluminando el fondo de las escaleras.
      —¿Has visto algo? —preguntó Aitor.
      Esta vez no necesitó pedir silencio, la larga pausa le dejó oírlo claramente.
      —Vamos. —Sergio bajó, ignorando las quejas.
      Mientras bajaba los dos tramos de escalones que lo separaban del fondo, comprobó que los adictos habían dejado su huella en el descenso; cuanto más abajo, el suelo estaba más sucio y las paredes más estropeadas, desgarradas por grafitis, firmas y dibujos, la mayoría grotescas representaciones sexuales. Su propio descenso al infierno.
      Las escaleras acababan en un pasillo, por suerte libre de obstáculos. La puerta de acceso estaba abierta, los restos del interruptor colgaban arrancados de la pared, las lámparas colgaban oxidadas en fila.
     Allí los gimoteos se oían mejor.
     Héctor y Aitor le alcanzaron.
     —¿Qué pasa, has visto algo? —preguntó el primero.
     Sergio se volvió, enfocándole con la linterna, cegándole.
     —¿No lo oís?
     Héctor y Aitor se quedaron mirándole. El segundo negó.
     —¿No oír qué?
     —Vamos.
     Agitó el brazo con la linterna y siguió.
     No era un sótano como se lo habría imaginado, lleno de humedades y de grietas. Estaba bastante seco y en buen estado, aunque el aire estaba muy enrarecido.
     El pasillo era estrecho, apenas dejaba un hueco central para poner los dos pies y diez centímetros de margen. Mediría doce metros y estaba ocupado por diez celdas, cinco a cada lado.
      Su aspecto era terrible. Eran amplias, sí, pero sin ventanas, y si las paredes tuvieron alguna vez acolchado u otra medida para proteger de la autolesión a sus ocupantes, fueron retiradas hacía tiempo. Ahora estaban desnudas, cubiertas de arañazos, marcas y grandes desconchones. Había cuatro somieres metálicos sin colchón, dos por pared, lo que hacía pensar que en su tiempo como prisión se usaron de forma colectiva y, quizás, antes y después.
      Precisamente, por más que fuese un hospital, a Sergio le recordaba a un calabozo.
      Dejó atrás las tres primeras, después de echarles un vistazo. El haz de la linterna iba de un lado a otro, buscando al autor del llanto.
      —Sergio, ahora en serio, si no me dices lo que…
      —¿De verdad no lo oyes? —preguntó, volviéndose—. Alguien está llorando; parece un niño…
      —¿Qué dices? —exclamó Aitor—. Tú alucinas.
      —Oye —Héctor se adentró más, con Aitor detrás—, ¿vas a decirme lo que quieres?
      —Ya lo he dicho, yo… —Sergio miró a su alrededor—. Sólo quería ver lo que hacía ese…
      —Pues no hay nada. Vámonos.
      Los llantos estaban cerca, quizás en la siguiente…
      Un sonido los interrumpió, haciéndose oír sobre ellos. El entrechocar de dientes castañeteando.
      Sergio se quedó quieto, intentando ubicarlo, y consiguiendo verlo. Frente a él, Héctor y Aitor habían girado la cabeza hacia su izquierda, a la tercera celda, de donde parecía salir. También lo oían.
      —¿Qué ha sido…? —Aitor se arrimó a los barrotes, iluminándola por dentro.
      —Una rata o un gato. Joder —protestó Héctor.
      Se puso a su lado, poniendo a bailar su haz por la celda. A los pocos segundos Héctor, tras él, hizo lo mismo.
      —¿Qué pasa? —Sergio llegó hasta ellos.
      Héctor describió un círculo completo, apretando su mano libre y jadeando.
      —No lo entiendo; he oído algo ahí dentro, pero no veo nada…
      Los tres miraron al interior desde detrás de los barrotes; las linternas lo deformaban, llenándolo con las sombras de los barrotes mientras buscaban, en el techo o bajo las camas.
      Sergio rozó la puerta, haciéndola chirriar.
      —¡Ah! —Aitor dio un pequeño brinco hacia atrás.
      La puerta retrocedió, como invitándoles a pasar.
      —¿Qué coño es esto, una cámara oculta? —Héctor rebufó—. ¡Aparta! Ya me estoy cansando de esto.
      Apartó a Sergio y entró en la celda. Aitor le siguió al trote.
      Héctor se había arrodillado para mirar el suelo, luego intentó separar los lechos de la pared. En vano: estaban atornillados.
      —Puede que haya un agujero y haya salido.
     Héctor miraba a la pared del fondo. Rio.
     —¿Sí? —Alumbró a Aitor—. Entonces, ¿tú ves algo que yo no?
     Sergio dio un paso adelante, listo para entrar también. Miró hacia la derecha. Ya no oía el lloro…      
     Se detuvo justo frente al umbral.
     El interior había cambiado. Ahora estaba iluminado, los somieres tenían colchón y las paredes estaban enteras.
     Héctor y Aitor seguían dentro, de espaldas a la pared del fondo, pero ahora estaban de rodillas, sin poderle ver. Tenían las manos a la espalda, con un collar metálico sujeto por una cadena a la base del muro. Tenían la cabeza gacha, cubierta por una capucha negra, y temblaban levemente, como si tuviesen frío. Parecían reos listos para una ejecución…
     Retrocedió hasta chocar contra la celda de detrás.
     —¡Joder! —Aitor se volvió, sobresaltado—. ¡¿Pero qué coño te pasa?!
     Sergio no supo contestarle. Estaban de pie otra vez, libres y con las linternas.
     —Yo… —Negó con la cabeza—. No sé…
     Aitor enfadado salió de la celda y fue hacia él. Héctor hizo lo mismo, seguramente temiendo que intentase pegarle.
     —¿Sabes qué? —preguntó a Sergio, agitando su linterna—. Me largo; no sé para qué coño nos has traído aquí, pero…
     —Sí,  la verdad es que esto…
      Héctor se calló, como los otros dos.
      Sobre ellos, las lámparas se agitaban, empujadas por el viento. Ellos mismos sentían el frío erizar su vello.
     Pero nada de viento había soplado dentro del pasillo.
     Aitor soltó su linterna, que rodó sobre el suelo.
     —¡Me largo! —Corrió hacia las escaleras, sin darles tiempo a decir nada.
     —¡Espera! —Héctor habló tarde, sus pasos ya subían las escaleras. 
     Sergio recogió la linterna, uniendo los dos haces a los de Héctor, que seguían la trayectoria de los cables colgantes. No había nada.
     —¿Sabes? Creo que me voy a hacerle compañía. Además, hace ya rato que dejamos las bici…
     —Sssh.
     Sergio le había tendido la mano derecha, mientras apuntaba la linterna de la izquierda hacia delante.
     —¿Qué pasa? —susurró Héctor—. ¿Oyes algo?
     Sí. Los sollozos habían vuelto, ahora claramente enfrente.
     Sergio avanzó, registrando las celdas. Parecían estar a la izquierda…
     Allí estaba; en la esquina derecha de la cuarta, al fondo.
     —Hola —susurró, intentando no asustar a su ocupante—. Hola, ¿me oyes?
      Ni se movió. Era una figura pequeña, quizás un niño, aunque no podía verlo. Estaba totalmente tapado por una manta de tela basta, como un saco cortado.
      —Sergio, ¿qué haces? —Héctor se asomó tras él, sumándose al escrutinio.
      —Ahí está —dijo Sergio con orgullo.
      —¿Quién?
      Sergio parpadeó.
      —¿Qué dices? —Señaló con el dedo—. Mira, ahí en el rincón.
      —Oye, ahí no hay nada.
      Sergio apretó los dientes, sintiendo que se burlaba de él, aunque, bien pensado, era lógico. El preso había dejado de llorar y de moverse, y siendo tan pequeño, debía costarle verle.
      —No sé qué estarás viendo tú, pero…
      Sergio le miró, no le había gustado cómo lo había dicho. Vio a Héctor retroceder.
      —Una noche inolvidable. Tranquilo, guardaré el secreto.
      Cuando acabó la frase ya había llegado casi a la puerta.     
      Las lámparas se agitaron sobre ellos, algo de polvo cayó del techo. A su alrededor, los barrotes parecieron tiritar.
      Héctor lo ignoró, casi había salido. Sergio, en cambio, miró a su alrededor. La combinación de movimiento en el techo y vibración en las celdas se repitió, ahora más fuerte, seguida de otra réplica a los pocos segundos.
      Sergio tragó saliva. Parecían pasos, dados por alguien muy grande, que se acercaba. Pero no sonaban.
      —Oye ¡Aitor! —Sergio no pudo ver a Héctor; ya debía estar en la escalera.   
      Los llantos en la celda se volvieron más fuertes.
      Las  puertas de las dos del fondo se abrieron. Los pasos de Héctor resonaron en los escalones.
     Sergio alumbró al fondo, intentando ver algo.
     —¡Joder, Sergio ¿vienes?! —le llamó.
     Otro seísmo, que sacudió sus zapatillas.
     No había nada más que hacer, Sergio salió corriendo tras ellos.
     Las bicicletas seguían donde las habían dejado, aunque no la de Aitor ni su dueño. El lunes siguiente, en clase, Héctor le devolvió su linterna.
      —Ten. —La entregó casi como si el objeto fuese tóxico.
      Ninguno de los tres sacó el tema esa semana, en la que casi no hablaron. Era un tema prohibido, una pesadilla que querían olvidar, fingir que no había pasado.
      Sólo Sergio seguía devanándose los sesos con la experiencia; lo que había visto, lo que había oído, ¿fue real o no?
      No necesitaba preguntarles a Aitor y Héctor; sabía que no volverían a acompañarle. Dudaba de que lo hubiesen hablado con nadie, pero desde luego no sería para motivar a posibles nuevos voluntarios. Era incluso posible que la experiencia hubiese dañado su amistad de modo irreparable.
      Si quería salir de dudas, tendría que hacerlo él solo. Eligió el miércoles, a media semana, porque era otro de los días que solía coger la bicicleta. Esperó a la oscuridad, no a los gritos, para volver al hospital en ruinas. Las puertas, abiertas como las dejaron, parecían darle la bienvenida.
      Bajó las escaleras hasta el pasillo de las celdas, siguiendo a la linterna. Cuando llegó al umbral lo oyó, claramente.
      Los mismos llantos, a lo sumo más infantiles que antes.
      Apretó el paso hacia ello, de nuevo en la cuarta celda de la izquierda. Tuvo que abrir la boca; respirar le costaba más que la otra vez.
      Había llegado a la altura de la tercera cuando se cayó hacia delante. No había resbalado, ni tropezado con nada, simplemente cayó, como si le hubiesen empujado. Pero no había sentido que nada le tocase.
      Juntó las manos frente a la cara para amortiguar el golpe; cuando estuvo boca abajo empezó.
      Un vendaval cayó sobre él, descargando una batería de golpes de viento contra su cuerpo, mientras sus oídos se llenaban con una mezcla odiosa de palmadas, pisotones y, sobre todo, risas.
      Sergio se encogió, protegiendo la cabeza y la entrepierna como en cualquier paliza. Sentía los impactos centrados en su espalda, piernas y las zonas protegidas; las carcajadas parecían acercarse al éxtasis.
      En cuestión de segundos, como empezó, paró. Ya no se oía nada, ni sentía que le pegaran. Sí le pareció que tiraban de él, cogiéndole de las piernas y separándolas; su estómago se retorció entonces, provocándole un ardiente dolor interior…
      Se volvió con violencia, dando patadas antes de alargar la mano derecha, recuperar la linterna y apuntarla a su alrededor.
      ¿Qué ha ido eso?; ¿qué me ha pasado?
      Se levantó, resollando, antes de comprobar los daños. Las rodillas de los vaqueros y el pecho de la camiseta se habían manchado de polvo gris, nada más. Seguía solo, y no sentía ningún dolor interno o externo, como si todo hubiese estado en su cabeza.
      Sergio suspiró, angustiado. ¿Había sentido lo mismo que María García Norato?
      Los llantos se intensificaron, atrayéndole como una sirena.
      Sergio apretó la linterna, decidido; miraría lo que era y saldría.
      Iluminó la celda. Ahí seguía, pequeño y arrinconado, tapado por completo.
      —Eh, hola —le llamó—. Tú, ¿me oyes?
      Seguía reticente a entrar, a tocar siquiera nada de la celda. Su ocupante le ignoró en todo momento.
      —He venido a  ayudarte —insistió—. Mírame. ¿Puedes oírme?
      Sin respuesta. Podía ser sordo, pero tenía que ver la luz. ¿Por qué, entonces, no le hacía caso?
      Sergio esperó, dudando, tres minutos más. Luego tiró de la puerta, abriendo la celda.
      Caminó despacio, hasta estar a medio metro de él. La linterna hacía brillar el bulto como una hoguera.
      —¿Puedes oírme ahora? —preguntó, casi gritando, mientras se inclinaba sobre él—. ¿Oye?
      Sergio dio dos pasos más; luego no pudo seguir aguantando. Alargó la mano derecha, la cerró sobre la sábana y tiró.
      Un grito parecido a un graznido resonó con la fuerza de un bólido de carreras; Sergio se lanzó hacia atrás, aterrizando sobre uno de los camastros, todavía alumbrando el rincón.
      No había nada. Instintivamente, miró a su mano derecha, y luego a su lado. La sábana que había cogido no estaba. Tampoco se había caído, extendida sobre el suelo.
      Respirando agitadamente, miró a su alrededor. Entonces vio que algo había cambiado en la celda.
      Las paredes parecían mejor conservadas, la atmósfera estaba menos cargada. Del centro de la pared, a su izquierda, sobresalía una gruesa alcayata circular. 
      Parpadeó. Fue hacia ella.
      Esto no estaba aquí antes, estoy seguro…
      La rozó con la mano, para comprobar que no era una ilusión.
      Apenas lo hizo sintió sus piernas cansadas, dobladas sobre el suelo, a casi medio metro de la alcayata, de la que ahora sobresalía una cadena de hierro…
      Sergio intentó moverse, sintiendo un dolor profundo hincarse en sus muñecas. Al mirarlas, las vio rodeadas por estrechos grilletes que atenazaban su carne, unidos al ojo de la escarpia…
      Sintió un fogonazo; quiso retroceder, huir del cautiverio…
      Respiraba por la boca. Volvía a estar de pie, y libre. La pieza no estaba en la pared; pudo estarlo en otro tiempo, a juzgar por la abundancia de grietas y agujeros en su superficie, pero no ahora. No había ninguna marca en sus brazos.
     ¿Qué he visto?
     Apartó el haz de esa pared, hasta situarla entre los dos somieres a su derecha. Aquella pared también había cambiado, ¿o no se había fijado antes en aquel patrón…?
     Se acercó a ella. Estaba cubierta de arañazos verticales, cortos e irregulares, que se extendían por los extremos, el suelo y casi llegaban al techo.
      Sergio se sintió aún más nervioso por momentos; sabía qué eran esas marcas.
      ¿Cuántos días pasó allí dentro su autor? Las rozó con la punta de los dedos…
      Lo siguiente que sintió fue su mano izquierda subiendo y bajando por la pared, aunque él no la había movido. Al mirarla, vio la uña del índice hundirse con fuerza en la pared y deslizarse hacia abajo para dejar la marca.
      Sergio apretó los dientes al oír el chirrido que hacía, al sentir la punta partirse. En ese instante comprobó que lágrimas saladas caían por sus ojos.
      Con un chasquido húmedo, la uña se desprendió del dedo, quedando colgando de la falange, bajo el último día del calendario. Tras él, sonaron disparos.
      Su mano los ignoró, repitiendo la acción, dejando una nueva línea, ahora con sangre.
      Sergio consiguió retroceder hasta el centro de la sala, con la linterna aún en su mano. La uña seguía en su sitio, y aunque muy asustado, no había derramado ni una lágrima.
      Todo eran alucinaciones, ¿o recuerdos de los viejos ocupantes?
      ¿Qué pasó en esas celdas, qué les hicieron a sus ocupantes?
      A su derecha, la puerta se cerró; al girarse hacia ella vio una gruesa serpiente enrollándose a su alrededor.
      Sergio se quedó inmóvil, luego fue hacia ella agitando la linterna para espantarla. La momentánea repulsa que le causó el reptil desapareció a dos metros de él.
      Había desaparecido. En su lugar, una gruesa cadena aseguraba la puerta.
      Venga ya…
      Corrió hasta ella, se agachó para dejar la linterna en el suelo y la agarró, forcejeando para intentar quitarla. Casi la soltó tras el primer contacto; el metal estaba viscoso, como cubierto de baba. Pero lo que le hizo mirarlo sin entender era otra cosa: el cierre consistía en dos vueltas de cadena, sin un candado que las asegurase y sin que pudiese distinguir los extremos de los círculos.
     No puede ser, no puede ser, no puede…
     Retrocedió dos pasos, sacando su móvil del bolsillo. Seleccionó el número de su madre y se lo llevó a la oreja.
     —Lo sentimos, el número marcado está apagado o…
     Oh, no me…
     Lo intentó otras cuatro veces con otros dos números, antes de comprender que ahí abajo no tenía cobertura.
     Se acercó a la celda, asomando las manos al exterior.
     ¿Y ahora?
      Sonrió. Sólo podía esperar que llegase la ayuda…
      Palideció. ¿Ayudarle? ¿A él, allí? Donde de normal nadie se acercaba y cuando nadie sabía dónde había ido ni para qué.
      Bueno, hablé con mi padre y mi abuelo, y mis amigos lo saben. Sumarán dos y dos…
     —¡Eh! ¡Eeeeeh! —chilló con fuerza.
      Se rindió al segundo, ¿cómo iban a oírle si…?
      Sergio irguió la espalda; un escalofrío le agarrotó las vértebras.
      Las celdas no tenían ventanas, estaban en un sótano y su único acceso estaba cerrado. Entonces, ¿cómo pudo oír los supuestos gritos desde fuera?
      La luz del suelo arrojaba sombras fuera; así pudo ver un movimiento delante de él. Al instante retrocedió, buscando protección dentro de su celda y empujando la linterna, que rodó a su lado, impidiéndole ver a su autor. El movimiento fue acompañado de un chirrido que parecía metálico.
      Sergio recuperó la linterna y poco a poco volvió hasta los barrotes, asomándose al máximo para ver qué pasaba.
      Delante de él y a los lados, las puertas de las celdas se movían. Solas.
      Boquiabierto, las veía abrirse despacio hacia el pasillo y luego salir despedidas como para cerrarse, sin llegar a hacerlo. No había portazo, sólo aquel quejido cada vez más ensordecedor.
      Sintiéndose ansioso, Sergio retrocedió aún más, viendo de soslayo las paredes de su encierro. Reflejaban la luz de la linterna, brillando por efecto de un fluido espeso que parecían exudar.
      Ya sabía lo que eran esos gritos, que ya no le parecían un bebé quejándose, ni un gato llorando.
      Ahora parecían, más bien, gemidos de hambre.

domingo, 5 de marzo de 2017

GRITOS DESDE ABAJO – PARTE 1

Esa noche pasaba algo en las ruinas, como se había pasado viendo toda la semana pasada.
     Era domingo tarde, casi de noche, cuando se dio cuenta. Sergio Medel necesitaba hacer ejercicio, después de pasarse toda la tarde en casa de su compañera Sheila, recopilando información para un trabajo. Por eso fue hasta el límite del pueblo en bicicleta, una duradera mountain bike que no le había fallado hasta ese día: cuando tocaba volver, se le pinchó una rueda.
     —Muy bien, ¿ahora nos vas a decir a qué hemos venido? —quiso saber Aitor, mirando su reloj.
     —Sh. —Sergio, por delante de ellos, con un pie fuera de la carretera, insistió en que estuviesen callados.
     Su amigo rebufó; Sergio sabía que les pedía mucho a cambio de casi nada.
     —Si al menos nos dijeses para qué…
     Aunque Héctor se hacía el indiferente, Sergio sabía que estaba más disgustado que Aitor. Álex daba una fiesta esa noche y, si acababan deprisa, podría presentarse. Y Sergio ni siquiera estaba seguro de lo que buscaba.
     Él también comprobó su reloj. Las seis y media y ya era casi completamente de noche; sólo unas ultimas manchas naranjas chorreaban sobre el horizonte. La carretera salía de la población principal, cruzando un amplio descampado hacia Luzdecielo, una urbanización. El tramo donde habían parado estaba lo bastante lejos de las dos farolas más cercanas, en sus respectivas aceras, para que no se les pudiese ver.
     Como esa tarde, hacía cinco días, Sergio había llegado hasta donde la oscuridad se volvía total, con la diferencia de que ahora iba acompañado. El silencio total de esas horas le ayudó a oírlo.
     —Espero —empezó Aitor—, que esto no sea por el hospital. ¿No estarás pensando ir allí y volver, eh?   Ya somos mayorcitos para…
     —Nh, nh —negó Sergio sin hablar.
     Héctor se cruzó de brazos.
     Sergio sospechaba dónde era, pero no estaba tan loco como para ir allí solo de noche. De su círculo de compañeros y amistades, Aitor y Héctor eran de los pocos con los que, además de haber tenido buena relación en el instituto, había coincidido en la carrera. Uno era más racional y antisocial; el otro se creía capaz de comerse el mundo pero les gustaban los misterios y, lo mejor de todo, tenían, como él, bicicleta; la única forma segura de llegar al sitio.
     Héctor bostezó ruidosamente.
     —¡Calla! —le espetó Sergio con rudeza.
      Se ganó una risa de sus amigos y sabía por qué: estando como estaba tan concentrado, debían creer que el sonido le había asustado, cosa fácil siendo ese un terreno maldito. 
      Tanto silencio era, en realidad, innecesario. Desde que llegaron allí sólo habían pasado dos coches, hacía casi media hora. Hacía demasiado frío para los grillos y otros insectos, que se mantenían lejos del erial de hierba y piedras de casi cincuenta metros que había antes del muro.
      —¿Esto no será porque crees en fantasmas, verdad? Porque crees que aquí vamos a oír a María García Norato ponerse a gri…
      —No —volvió a negar con insistencia, sin dar nuevos detalles.
      Héctor apretó los labios, al borde de la rabieta.
      Claro que no. Todos conocían esa historia, y lo que le pasó a Sergio no era tan simple.
      Pero, ¿Cuándo fue? Se acercó un par de veces más, el miércoles y el jueves, para comprobarlo, y volvió a pasar, aunque entonces no comprobó la hora. Había elegido ese día porque tenía compañía. Pero…
      Miró su reloj. Ya llevaban media hora. Miró al cielo, cada vez más oscuro.
      —Escuchadme —anunció, resignado—, seguimos un poco más; sólo un poco. Si no, nos vamos…
      —¡Hombre, por fin! —exclamó Héctor, dándose la vuelta.
      Sergio abrió mucho los ojos. Su corazón se aceleró, provocándole una punzada.
      —Por fin —dijo Aitor—, el tío vuelv…
      —¡Sssssh!
      Sergio consiguió callarlos, y esta vez ninguno de los dos replicó. Habían dejado de reírse.
      Había empezado. Su memoria se trasladó al domingo noche de la semana pasada.
      Sergio agarró su bicicleta por el manillar y la levantó del suelo.
      —Vamos —les animó.
      —¿Estás seguro? —preguntó Aitor, dudando—. Oye, ¿tú sabes lo que es…?
      —¿No querrás dejarlas aquí, verdad?
      Sus amigos dudaron; la idea de quedarse allí no era tan mala como acercarse, sobre todo ahora que también lo oían. Ver a Sergio avanzar en completa oscuridad, haciendo crujir la hierba mientras la bici traqueteaba les animó; no tanto por miedo a parecer cobardes como a quedarse solos.
      Ese domingo Sergio gemía; le dolían los brazos de cargarla, intentando minimizar el peso sobre la rueda trasera deshinchada. Tenía un kit de recambio, en su casa, a casi tres kilómetros…
      Se paró a respirar, entonces se dio cuenta. Sin mover un músculo y con ojos y boca abiertos, conteniendo la respiración, lo buscó, a su izquierda.
      La silueta oscura del muro se alzaba frente a ellos.
      —¿No irás a meterte, verdad? —preguntó Héctor, ya sin atisbos de su anterior orgullo—. Allí, sin luz…
     Sergio se había parado, soltando la bici y dejándola caer; sus amigos le alcanzaron e imitaron. Dejarlas así allí, sin asideros, sin vigilancia. Daba igual. Ni Aitor ni Héctor pensaban que nadie pudiese verlas, ni mucho menos meterse hasta allí a ciegas para llevárselas.
     Sergio se había movido casi tres metros a su derecha, donde había una brecha en la muralla de ladrillo, todavía coronada por los postes oxidados que sobresalían de su interior.
     La primera vez lo pensó, pero no se atrevió a comprobarlo. En vez de eso, se alejó corriendo con la bici hasta que la carretera volvía a ser una cuesta, oyéndolos perderse en la distancia hasta desaparecer.
     Ya no había dudas. De dentro del hospital abandonado salían gritos, que, como una manivela vieja, sonaban más alto con cada giro.
     El cabecilla se descolgó la mochila del hombro; era hora de que sus amigos supiesen para qué la había llevado.   
     —Mirad.
     Sacó la primera linterna de tubo, pequeña, y se la pasó a Héctor. Le dio la segunda a Aitor y, ya equipado él mismo, pasó por el hueco del muro.
     —¿Pero qué es lo que quieres? —preguntó Aitor, como si no fuese evidente.
     Héctor se asomó, viendo el haz de luz empequeñecer de camino al edificio central. Con un gemido, saltó tras su amigo.
     —Héctor, ¿estás chalado? —Aitor se asomó al hueco con la linterna bajo el pecho, iluminándole la cara—. ¡Eh, no me dejéis…!
     Miró a derecha e izquierda. Si quería irse debía ser ahora, aunque sus amigos luego se lo reprocharan.
     —Joder, no me lo creo…
     Dos minutos después, los tres estaban frente a la fachada del edificio abandonado. Lo que fue en su tiempo un hospital constaba de una torre cuadrada de seis plantas en el centro, con dos extensiones laterales de cinco pisos. El enyesado beige estaba agrietado y desprendido en varias partes, los nidos de avión se acumulaban bajo los alerones como racimos de acné y, aunque debía tener como mínimo treinta ventanas, ninguna tenía cristal, lo que facilitaba a los gritos salir.
     Sergio no pudo quitarse de la cabeza lo que le pasó ese domingo, sobre todo porque se convirtió en una visita nocturna esa semana, borrando las imágenes de los sueños hasta que sólo quedó la pesadilla para despertarle.
     Miró atrás, comprobando que seguían con él.
     —Venga, adentro. —Se dirigió a la entrada.
     No hubo pasos tras él.
     —¿Estás de coña? —protestó Héctor—. A saber lo que hay ahí, y qué es eso. Podría derrumbarse.
     —Quiero saberlo. —Sergio movió el brazo, su luz recorrió la pared ruinosa.
     —Oye, si pasa algo ahí —razonó Aitor—, lo que hay que hacer es llamar a la poli…
     Sergio se rio, ganándose malas miradas.
     —¿A vosotros os parece de una persona? —replicó—. ¿Una voz?
     No. Era algo animal, como un bebé quejándose, como un gato llorando, pero que no podían identificar. Y eso lo hacía peor
     —Será algún bicho —le dio la razón Aitor, ansioso por irse.
     —Quiero comprobarlo —insistió Sergio—. ¿Venís?
     Tras su primera experiencia, a Sergio se le ocurrió documentarse un poco. En Internet no decían mucho sobre el edificio, cosa de esperar de un trozo pequeño de una población que había crecido sobre su propio pasado.
     Una cosa vieja…
     Se propuso demostrar que no eran imaginaciones suyas. Tenía la ventaja de llevar allí, como su familia, toda la vida. Empezó preguntándole a su padre.
     —¿Qué sabes del hospital abandonado que hay por Luzdecielo?
     Antonio arrugó el entrecejo y se rascó lo coronilla, la parte más despoblada de su cabeza gris.
     —¿Por qué lo preguntas?
     —No sé… —Sergio se encogió de hombros, mientras intentaba sacarse una excusa de la manga—. Es que he pasado muchas veces por allí y…
     El hombre asintió.
     —Bueno, era un hospital. Estuvo funcionando hasta que yo era pequeño.
     —¿Te atendieron allí alguna vez?
     —No, no llegué —aseguró, parecía que aliviado—. Y me alegro. Antes fue una cárcel.
     Sergio separó al máximo sus párpados.
     —¿Una cárcel?
     —Sí, durante la guerra. Metían a la gente allí y… —No acabó la frase—. Cuando yo —agitó la mano derecha hacia los lados—, era un poco más joven que tú, a mis amigos y a mí nos gustaba acercarnos, aunque nunca pasábamos del muro.
     —¿Por qué? —Sergio estaba más interesado por momentos.
     —Porque nos daba miedo —admitió—. Decían… Algunos decían que estaba encantado, que por las noches se oían los gritos de los antiguos presos.
     Antonio negó, sin haberse dado cuenta de la expresión adoptada por su hijo.
     —Claro que, la verdad, lo que nos daba miedo era que se nos cayese encima, al menos al principio —añadió—. Nuestros padres nos decían que no nos acercáramos por eso. Y luego por…
     —¿Sí? —Sergio se inclinó, interesado.
      —Pues que empezó a frecuentarlo mala gente. Ya sabes, drogadictos y tal. Y cuando pasó lo de María García  Norato, ya, directamente, nos lo prohibieron.
      Sergio asintió. Él, como todos, conocía ese equivalente local del hombre del saco.
      La chica tenía diecisiete años cuando pasó y por lo visto era una belleza: piel morena, ojos verdes, pelo largo y castaño. Una tarde fue andando a ver a una amiga que vivía en Luzdecielo y no llegó. Desapareció.
      Fue encontrada esa misma noche por un coche que pasaba, vagando medio desnuda por el campo frente al muro, en estado de shock, incapaz de decir palabra. El conductor que la vio primero y los médicos y el periódico después, relatarían que iba casi desnuda, apenas cubierta por los restos arrancados de su ropa, y que tenía marcas de arañazos y golpes. Que no llevase nada de ropa interior cuando fue encontrada no dejaba imaginar mucho sobre lo que le pasó.
      Lógicamente, el viejo refugio de drogadictos fue lo primero que se registró y, en efecto, encontraron la ropa destrozada de María junto a otros restos de presencia reciente, como jeringuillas, colillas pisadas y olor fresco a orina, pero del responsable y otros ocupas, ni rastro.
      —Eso sí, si quieres saber más —recomendó Antonio, sonriendo—, deberías ir a ver al abuelo. Así, de paso, le das una alegría.

La recepción, enorme, conservaba el mostrador y buena parte del mobiliario. El suelo estaba cubierto de pequeñas baldosas blancas y negras sin brillo; del techo colgaban lámparas sin bombillas. Los asientos estaban desgarrados, dejando caer lo poco que les quedaba de relleno. Más que destripados por animales, sería más correcto decir que se habían podrido.
     El eco de otro grito retumbó en la sala.
     —¿Hola? —gritó Sergio.
     Esta vez fueron sus acompañantes los que le chistaron. Él avanzó, buscando el origen. Los haces de las otras dos linternas le seguían de cerca.
     —¿De dónde viene? —preguntó Aitor—. Esto es muy grande.
     Aitor había llegado a una intersección, pasada la sala de espera. Al fondo había una puerta doble, a derecha e izquierda se llegaba a las escaleras, que sólo subían. A su izquierda había una puerta vieja de madera con pinta sólida; a la derecha del ascensor, junto a un viejo tablón con la distribución de las plantas.
     Sergio lo iluminó, intentando entender algo de los arañados nombres.
     —¿Sabéis de lo que me acuerdo? —Héctor volvió a reír, por primera vez desde que entraron—. Al programa ese, Cazadores de fantasmas
     —No es mi estilo —replicó Aitor, todavía en el hall.
     —¿Sabes? —Héctor siguió riéndose, mientras alcanzaba a Sergio—. Si de verdad aquí hay algo raro… podríamos llamarles, y salir en el programa.
     Aitor suspiró, avanzando, al darse cuenta que se arriesgaba a quedarse atrás.
     —No creo que se vengan tan lejos. Seguro que en Estados Unidos, o Reino Unido, o donde sea, ya tienen casas encantadas para aburrir.
     —Pues a Iker Jiménez, que es lo mismo pero de aquí…
     El sonido volvió a, más parecido a un chirrido que antes, cruzando los corredores en todas direcciones. Los jóvenes se callaron.
     Sergio movió a la izquierda su linterna. La luz se paró sobre la puerta, que daba a otras escaleras, las que bajaban a las celdas. Como dijo el abuelo Arsenio.

—Hola, abuelo.
     —¿Sergio?—Arsenio, de setenta y ocho años, dio un respingo en el sillón de la sala de visitas—. ¡Ah, hola!
     Una sonrisa arrugó la cara del anciano, con su grueso bigote amenazando con tragarse sus dientes. Sergio se agachó y le besó.
     —Qué, abuelo, ¿te siguen tratando bien?
     —Sí. —Se arrebujó en su asiento, riendo con picardía—. Preferiría tener una tele para mí solo, pero… —Miró al rincón, donde varias señoras veían una telenovela.
     Arsenio residía desde hacía tres años en una residencia privada a las faldas de un monte; un sitio precioso pero al que costaba llegar, motivo por el que Sergio iba a verle las pocas veces que uno de sus padres le prestaba un coche. En ese caso, el martes.
     —Y las enfermeras, ¿cómo se portan?
     La risa que sacudió a Arsenio supuso una respuesta en sí misma.
     —Verás, me gustaría… —Sergio entrelazó las manos—. Que me dijeras si sabes algo de un tema.
     —Pregunta. —Arsenio se irguió, vigorizado ante la idea de resultar útil.
     —Es sobre el hospital abandonado que hay cerca de Luzdecielo —dijo—. Querría saber lo que sabes.
     —Ah, sí. —Arsenio arrugó la frente, concentrándose.
     —Papá me ha dicho que, antes de hospital, fue una cárcel.
     Su abuelo se rio.
     —Al contrario. Eso ya era un hospital antes de la guerra, cuando yo era pequeño. Bueno, la verdad es que de antes de que naciese.
     —Vaya. —Sergio parpadeó—. ¿Tan antiguo es?
     Arsenio cerró los ojos y asintió.
     —Ni yo sé de cuándo —aseguró—. Estuvo funcionando también durante la guerra. Los republicanos usaban la parte de arriba como siempre, sólo que, como tenía celdas, metían ahí a sus presos.
     —¿Celdas?
     —Luego, cuando ganó Franco, metieron a todos los rojos allí —continuó—. Los metían allí abajo, encerrados, antes de sacarlos a pegarles un tiro frente al muro.
     —¿Celdas? —repitió Sergio.
     —Sí. Estaban… o siguen en el sótano, si el sitio no se ha derrumbado —y añadió—: Allí es donde metían a los que estaban locos.
     Arsenio volvió a reír, aunque esta vez su nieto detectó una nota de amargura.
     —Así era antes. Cuando empezabas a chochear, en vez de en una de estas, te metían ahí abajo hasta que morías. —Suspiró—. Y la verdad, no solían tardar mucho.
     —¿Estuviste alguna vez allí?
     —No —admitió Arsenio, negándolo.
     —Entonces… —Sergio sonrió—, ¿cómo sabes que era verdad? ¿No sería una histo…?
     —¿Para asustarnos? —Arsenio negó—. No, eso era verdad. Lo sé porque los oía. Los gritos.
     Sergio asintió, intentando disimular que estaba dejando de sonreír.
     —Allí no había ventanas, pero desde la recepción se les oía gritar. Había una puerta enorme, siempre cerrada, pero los oías desde que llegabas hasta que salías.
     Arsenio suspiró.
     —Pobres desgraciados. Todos decían que si te metían allí, no salías. —Levantó los ojos hacia su nieto—. Entonces a los locos no los trataban como ahora, ¿sabes? No querías ni pensar en lo que podían hacerte ahí abajo.
     Se rascó la frente.
     —De pequeño, tu padre y sus amigos se acercaban muchas veces, y no sólo de chicos, sino cuando ya tenían unos años —aseguró—. Decían… que, a veces, allí, se oían como gritos por la noche. Y, luego, con lo de la chica esa…