lunes, 25 de abril de 2016


LA MALDICIÓN DE LOS HUESOS – PARTE 6

Tim se encontraba sólo en la cocina de su casa de Queens, bebiendo una vieja botella de Laird´s que compró poco después de casarse y rodeado por el penetrante humo de un puro cubano; recuerdo que su padre se trajo de La Habana antes de los embargos y que él heredó íntegros. Se dijo a sí mismo que no gastaría esos recuerdos hasta que llegase una ocasión en que los disfrutase como nunca. ¿Y qué mejor ocasión que la de irse a lo grande?
      Era un prisionero encerrado en un cuarto pequeño e iluminado, vigilado por ojos invisibles y a la espera de que una voz fantasmal le dijese “tu hora ha llegado”.
     En el salón, tras él, el teléfono estaba desconectado. Había podido atar todos sus cabos salvo uno y ahora le apetecía estar en paz. Primero habló con Mike, que se había trasladado con su familia, su mujer Emma y sus dos hijas, Janet de quince años y Rose de once a un pueblecito costero de Maine, de donde le visitaban aprovechando los altos en su trabajo de representante de una fábrica de fertilizantes. Había tenido la suerte de pillarles en casa. La charla fue fría, teniendo como tenía su propia familia a la que atender, pero lo había notado. Después de que Tim hablase con su nuera y sus nietas, se lo preguntó.
     —Papá, ¿pasa algo? Te noto raro, como… si estuvieses triste por algo.
     —No, hijo, no… mintió. Es que hoy ha sido un día duro. Han muerto varios viejos amigos.
     —Umh, umh…lo siento. —Hizo una pausa. Oye, ¿qué te parece… si nos pasamos a verte la semana que viene? Un día entero, las chicas y…
     —Ya veré, hijo. La respuesta fue instantánea, fría y dura como una lápida. Esta semana tengo… algunos asuntos que atender. Según cómo vaya…
     —Papá, ¿seguro que estás bien?
     Sí, Mike. De verdad.
     —Vale. Para el viernes creo que habré cubierto la semana. Te llamaré entonces… para verlo.
     —Muy bien. Hasta pronto. Te quiero.
     —Yo también, papá. ¿Te vuelvo a pasar con las niñas?
     —No, ya está. Ya me he… despedido de ellas… antes.
     —Bueno… pues adiós. Buenas noches.
     Bajó el auricular, con su corazón entonando su canto de cisne y las lágrimas quemándole los ojos. Despedirse le hacía comprender lo mucho que temía a la muerte; necesitando casi cinco minutos para tranquilizarse y volver a llamar.
     Natalie se fue al medio oeste hacia cinco años, a algún lugar de Arizona que ni siquiera recordaba que saliese en los mapas. Según aseguró, le apetecía algo más de sol en su vida. Allí abrió un pequeño hotel y conoció a su marido, Wallace Toger. Su primer hijo, Nicholas, había nacido hacía apenas seis meses, un acontecimiento que le hizo olvidar a Tim todas sus penas… hasta ahora. Temía hacer aquella llamada; Natie podía estar ocupada con su trabajo, quedando en el aire.
     Sin embargo, contestó el teléfono.
     —Vaya, hola papá. ¿Cómo van las cosas por Nueva York?
     Tim tuvo que aplicarse para cubrir su farol; dejando claro que llamaba sólo para saber cómo estaba ella. El negocio iba bien, dijo, hasta habían ampliado plantilla, un recepcionista y otras tres limpiadoras. Wallace estaba en ese momento trabajando, por lo que tendría que conformarse con ella y el bebé.
     —Vamos, Nick. Dile hola al abuelo.
     Fue una charla breve aunque emotiva; por primera vez en mucho tiempo unas palabras le saltaron las lágrimas, sin importar que fuesen los murmullos y chillidos de un bebé.
     —Ya ves aseguró Nathie al volver al aparato—, se alegra de saber de ti.
     Un doloroso legado; morir sin que su último nieto llegase a conocerle.
     Natie sugirió que, cuando tuviese un hueco, se pasase por el hotel, donde le reservarían la mejor habitación -se rió al decir aquello- o que, en su defecto, cuando él quisiese, y si podían, irían a verle. Tim se despidió, recordándole que la quería, tras lo cual dirigió un dedo curvo y tembloroso hacia el teclado, antes de perder el valor para hacerlo.
     Ben fue el último era el único que quedaba en Nueva York, el tenía más cerca y, mal que le pesase, el más emocional de todos. Vivía en un apartamento en Brooklyn con su mujer, Ethel, y sus tres hijos, Joseph de once años, Gabriel de ocho y Carol de cuatro. El que más se había aproximado a los pasos de su padre, su interés por las máquinas le llevó a estudiar ingeniería, especializándose en audiovisuales, frente a las numerosas voces que le recomendaban aspirar más alto. A día de hoy, era uno de los orgullosos cámaras de la CBS en Nueva York, trabajo que le había habituado a ciertas situaciones límite. Por eso, Tim lo tenía claro, con él debía sonar más calmado. Sólo quería saber cómo estaba, o se arriesgaba a tenerlo en una hora aporreando en su puerta.
     El teléfono sonó cuatro veces. Tim sabía que el horario de Ben era flexible, pero creía recordar que esa tarde libraba. Al menos, debería haber alguien…
     —¿Hola? respondió al sexto tono la dulce y firme voz de Ethel, oyéndose sobre los dibujos animados.
     —Hola, Ethel. Soy… yo.
     —¡Ah, Timothy! ¡Buenas noches! ¿Ya has vuelto o…?
     —Sí, acabo de llegar.
     —¿Cómo… ha ido el vuelo?
     —Bastante bien y rápido, la verdad…
     —¿Quieres hablar con Ben?
      —Sí, Ethel. —Retorció su lengua, sabiendo lo que le quedaba—. Por cierto, ¿qué tal va todo por allí?
     Un día duro en la tienda de ropa. Además, creía que Gabriel, que se había constipado a finales de marzo, estaba sufriendo un repunte. Por lo demás, estaba a punto de preparar la cena.
     —Me alegro mucho, Ethel. Será mejor que no te entretenga.
     —Gracias…—La duda en su voz le disparó varias alarmas señales. Bueno, te paso con Ben.
     La transacción verbal apenas duró un segundo, lo que le supuso un alivio.
     —Buenas noches, papá. ¿Ha ido bien el funeral?
     —No, hijo… Tim suspiró, reuniendo fuerzas para las explicaciones.
     —¿Qué ha pasado?
     Tim fue breve sobre la muerte de Jeff. Después de todo, ahora eso no importaba.
     —¿Vas a volver a volar, entonces?
     Sí hijo. A la derecha del Señor y con tu madre, si esos demonios tienen un poco de compasión.
     Gimió, conteniendo un sollozo.
     —No, hijo; quiero decir… —Se apresuró a cubrirse, mientras se rascaba el cuello—.¿Puedo hablar… un poco con los chicos?
     La respuesta no fue inmediata; Ben debía estar intentando encontrarle un significado a su petición.
     —¿Por algo? —Le pareció detectar suspicacia en la pregunta
     —No, sólo me apetece… saber… que tal le va a mis nietos. 
     Ninguna de las entrevistas duró más de un minuto. Joseph había ganado un partido de baseball esa mañana y ahora estudiaba para un examen de historia. Gabriel, encerrado en su casa como él, veía los Looney Toons. Y Carol consiguió decirle que se había pasado el día ayudando a su madre y que ahora veía la tele con ella y su hermano. Frente a la intrascendente pero emotiva charla con Nick, los tres hijos de Ben fueron más breves, aunque no menos cariñosos… y curiosos. Todos se despidieron con la misma frase:
     —¿Pasa algo, abuelo?
     No, sólo… es curiosidad siguió la misma respuesta.
     El regreso de Ben al auricular le aceleró el pulso, temiendo que empezase a oler el humo.
     —¿Estás bien papá? Parece como…
    —No, Ben; ya te he dicho que no es nada.
     —¿Sólo qué…?
     Pues que… —Tim buscó a marchas forzadas una coartada fácil y creíble. Varios de mis amigos han muerto de golpe. Por eso… he pensado que nada me impide ser el siguiente…
     ¡Papá…!
     —Y, por si acaso… Quiero irme a dormir… sabiendo que todo está bien.
     Hubo un minuto de silencio; Tim supuso que Ben estaría mordiéndose un nudillo. Solía hacerlo cuando algo le inquietaba.
     —Papá, ¿seguro que no pasa nada?
     —Sí, Ben.
     —Si quieres, puedo ir…
     No, quédate en tu casa, con los tuyos. Son sólo… achaques de un viejo.
     Ben suspiró.
     —Papá, no hables así. Aun tienes salud para muchos años.
     —Gracias, hijo, aunque sabes que es mentira. Perdí la mayoría cuando naciste.
     Ben se rió, fingiéndose ofendido.
     —¿Seguro…?
     —No, estaré bien —mintió descaradamente—. Quédate ahí y… ayuda a Ethel con la cena. Es buena… una buena mujer. Me recuerda a tu madre cuando la conocí…
     Hubo un momento de silencio, Tim supuso que alguien debía haberse ruborizado.
     —Ben, escucha. Tengo que hacer otra llamada. Lamento haberte interump…
     —¿Qué dices? ¡Si sabes que aquí puedes llamar cuando quieras!
     Tim se rio.
     —Me alegra saberlo. Adiós hijo. Os quiero.
     —Yo también, papá…
     Tim colgó, quizás precipitadamente, cosa de la que se arrepintió al momento. Pero ya no había marcha atrás. Si volvía a llamar, Ben se pondría en lo peor y, aunque al día siguiente le odiaría por haberle mentido en todo, lo prefería antes que arruinarles la noche a él y a su familia.
     De los números conocidos pasó a rebuscar en una vieja agenda, repleta de tarjetas y anotaciones a mano. La suerte quiso que, entre sus papeles, encontrase un viejo número de teléfono de Bill, que le facilitó hacía más de veinte años en una reunión. Tim llamó tres veces, hasta que saltó el contestador, voz que le entristeció profundamente, al pensar que muy posiblemente ya le había llegado la hora. Y, en caso contrario, sólo podía confiar en la habilidad del sargento para cuidarse sólo. Aquello marcó su ruptura definitiva con el teléfono; no quería que nadie le interrumpiese cuando llegase.
     Su única compañía era su reloj de pulsera, que le recordaba que el mismo tiempo que se le agotaba pasaba para los demás sin males mayores. Llegó al JFK sobre las diez y dos minutos, a su casa a las diez y veinte y había terminado de hablar a las once menos diez. Dudo sobre si cenar algo; todos los condenados tenían derecho a la última cena. Pero la idea de derretirse o reventar con un filete colgándole de la boca le sentó peor que una indigestión; y de todos modos comió (poco pero suficiente) en el velatorio de Ernie.
     Pasaban de las once y cuarto. El cigarro se convertía en ceniza en sus labios y la botella se vaciaba. Tim la restringió al sexto vaso: si se embriagaba podía dormirse, y quería recibir a su invitado lo más lúcido posible, por más que le pesasen los párpados.
     Era, hasta cierto punto, una idea divertida. ¿Cómo se presentaría el dios de la muerte para llevarle al infierno? Si pensase en el demonio de su propia religión, seguramente un círculo llameante se abriría en el centro de su cocina y se convertiría en un pozo por el que caería, yendo a parar frente a un sonriente un hombrecillo rojo con patas de cabra, cola triangular y un tridente. En cambio, lo de Travis fue más discreto y silencioso…
     Quizás forzasen la puerta o rompiesen una ventana, cosa que, cuando su alma recobrase la consciencia, le parecería un chiste terrible. Esperar a la muerte para que un par de rateros te rajen la garganta por detrás. No, lo más posible era que hiciese como los fantasmas, atravesando las paredes sin hacer ruido y, en un parpadeo, materializársele delante. Se sentaría a su mesa, bebería con él y le pediría fuego para su propio tabaco; seguramente una pipa como las que usaban los chinos para fumar opio…
     Pensar en ello le provocó la imperiosa necesidad de salir a buscar un cura. Nunca había sido muy religioso; no después de lo que había vivido. Dejó de pisar la iglesia al volver a casa de la guerra, y sólo había vuelto a ella cinco veces más: para darle a Steph el “Sí quiero” y para darles el “Adiós eterno” a ella, a sus padres y a un viejo amigo, ese mismo día. Siendo como era protestante no practicante, suponía que, estando en paz consigo mismo, arrepintiéndose de todo, Dios perdonaría sus pecados. Ahora, en cambio, iba a tener que tratar con un Dios muy distinto.
     Tim volvió a consultar la hora. Las once y veintidós. No sabía cómo medirían los dioses de la muerte el tiempo, pero supuso que todo terminaría en veinticuatro horas desde que liquidaron a Jared. De todos modos, estaba seguro de algo: la vida estaba sobre la superstición. Si aquel malparido no se presentaba en media hora, tendría que subir a su dormitorio a darle la extremaunción, y matarle no le costaría tanto como sacarlo de la cama. Siempre podía amanecer comprobando que todo seguía igual, y que podría terminar con su vida.
     Los cristales de todas las ventanas temblaron al unísono. La casa entera gimió, tiritando de frio. Fuera, el viento movió también los setos y árboles.
      Creyó oír un gemido, como si la puerta principal se abriese, empujada por el viento y llenándole el recibidor de hojas y ramas correteando como cucarachas. Pero no, lo que oyó en otras circunstancias le habría erizado la nuca y puesto en alerta, pero ahora que lo esperaba, apenas le cambió la cara. La muerte final de la esperanza.
     Chasquidos se acercaron sobre el linóleo, andares delicados pero nada discretos, provocados por largas uñas contra el suelo. Él había tenido un perro a los doce años, un Cocker Spaniel llamado Wilson, y sabía cómo sonaba. Estuvo tentado de girarse sobre la silla y mirar sobre su hombro, pero se contuvo. En su lugar agachó la cabeza y cerró los ojos, sintiendo como la cosa con uñas se ponía tras él, en el umbral de la cocina, y paraba.
     —Has venido por fin. ¿Verdad?
     Tim reprimió una carcajada que disimulaba un sollozo, recordando que, muy posiblemente, no le entendería; ya fuese por no ser humano o porque era japonés.
     —Igual que has venido a por los otros…
     No sabía si era porque le había entendido y era su forma de decir que sí o, simplemente, seguía ejecutando la maldición, pero volvió a moverse. Se le acercó por detrás; Tim sintió, casi esperó, que le tirase la cabeza hacia tras y el cortase la garganta con una uña afilada. Aquello sería rápido, sin sufrimiento.
     Pero no se paró tras él. Empezó a moverse a su lado, rodeándole a él y a la mesa.
     —Mira, no sé si me entenderás… Mi idioma me refiero. Pero…
     A Tim le costaba hablar; olía a azufre y putrefacción como si se lo echare en frascos de esencia de diez litros, pero no era nada comparado con saber que le miraba. Él no le correspondía; no estaba seguro de soportarlo, mirar a su juez, jurado y verdugo a la cara. Continuó con la cabeza agachada, dejándole hacer.
     —Sólo quiero decir, aparte de que sé que te han enviado para ejecutar mi castigo… que yo… siento mucho lo que pasó en… esa isla. Lo que hicieron Keller… y Jackson y Bill… y lo que hice yo. Me asusté. Por eso… pido perdón. Si las almas de los muertos pueden oírme… espero que si no, les digas que lo siento.
     Se detuvo por un momento, frente a él. Luego Tim sintió una débil corriente, como si le abanicasen.
     La mesa tembló, la botella se sacudió, el vaso vacío se volcó, tintineando como aquel maldito cascabel y Tim dejó caer lo poco que quedaba del puro. Entendía qué pasaba.
      Como un gato, se había subido a la mesa de un salto.
     —Bueno —abrió los ojos pero mantuvo la cabeza baja—, por lo menos… espero que sea rápido.
     Tim lo olía, lo sentía, pero nada más; como si fuese el león dormido del cuento, no reaccionaba. Ya fuese por la tensión, por el deseo de acabar o por mero hábito, Tim miró su muñeca izquierda. Pasaron dos minutos.
     Dibujó una sonrisa extraña.
     —Bueno, decir esto puede ser raro masculló, reprochándole—, pero, ¿no deberías hacer… lo que tengas que hacer?
     La cosa seguía sin reaccionar, seguramente divertida con su visión, con su miedo. Tim, de improviso, ya no pudo más; levantó la cabeza y miró sobre la mesa.
     —¿A qué demonios esperas? Si tienes…
     Su voz se fue consumiendo mientras miraba con ojos cada vez más abiertos al imposible mensajero del infierno.
     Por el sonido cuadrúpedo de uñas largas esperaba ver algún tipo de gato; sin embargo lo que tenía delante, de gran cabeza y aspecto humanoide, se parecía más a un mono, del tamaño de un niño de cinco años. De hecho, tenía el aspecto de un niño, sólo que deformado hasta extremos que helaban la sangre, como una parodia cruel hecha por un caricaturista enfermo.
      De cuerpo esbelto y encorvado, sus brazos resultaban desproporcionadamente largos, permitiéndole andar a cuatro patas. De piel amarillenta y tatuada por desiguales cortes, producidos todos por el desprendimiento de la piel, parecía desnudo salvo por una especie de toalla, que resultó ser una cabellera de mujer arrancada de pelos negros y brillantes, enrollada a su cintura. Las uñas de pies y manos, como supuso, eran muy largas; de al menos cuatro centímetros, aunque empequeñecía al ver los brazos y piernas. La carne de las rodillas se había perdido, dejando las dos rótulas a la vista, y los antebrazos estaban completamente podridos, dejando dos agujeros oscuros y putrefactos separando la muñeca del codo.
     Pero lo más llamativo y enfermizo era la cabeza. Redonda y grande como el casco de un motorista, estaba cubierta de una especie de pelaje marrón y coronada por una pequeña cresta punk que, más que a pelo, a Tim le pareció una serie de púas reptiliana. En cambio, en la parte inferior de la cara, desde la papada a las mejillas, aquel mismo pelaje era blanco, juntándose con su variante oscura en el centro como el mar y el cielo de la tarde. Allí había una nariz chata y estrecha de color carbón hundida en la cara, parecida al pico de un búho. Y los ojos, del tamaño de copas para vino, estaban a sus lados pero abriéndose hacia los lados como los de un camaleón; amarillos y con una retina negra y ovalada de sapo, tapados esporádicamente por parpados grises y rugosos que los enceraban.
     La manera más simple y llana de describirlo era como un niño mutante con cabeza de búho. Y Tim, respirando con la boca, dio gracias al alcohol por ralentizarle y al tabaco por llenarle las fosas nasales, impidiéndole olerlo a bocajarro. Si no, habría vomitado sobre la mesa y se habría meado en los pantalones.
     —Bueno se cansó de sostener su viscosa mirada a los pocos minutos, como decía… Estoy listo.
     Agachó la cabeza.
     La cosa levantó la mano derecha; Tim la siguió instintivamente, esperando la maldición final. Pero, en su lugar, se rascó la nuca.
     —Mira, miré… aunque no me entiendas. Por favor, no quiero seguir…
     Soy afortunado. Resulta usted muy interesante, mucho más que los otros.
     La presión en el pecho que sintió Tim le obligó a cerrarle un puño encima, temeroso de un ataque cardiaco. Aquella voz era formidable, cargada de fuerza y nobleza, como la de un curtido senador, triunfante en el envenenado mundo de la política. No tenía nada de infantil, y menos aún de animal; nada que pudiese esperarse de algo como…
     —Tú… has sido tú…
     Por supuesto. La cosa se inclinó hacia adelante, parpadeando sin parar, como si la luz de la cocina le molestase. Con nosotros no hay nadie más.
     Lo que más le sorprendió, más que poder comunicarse con aquella pesadilla de carne y hueso, fue comprobar que no había ninguna boca u otro orificio en su cara o cuello que moviese al pronunciar las palabras, de lo que Tim dedujo que debía comunicarse directamente con su cabeza. Telepatía o algo así, creía que lo llamaban.
     —Hablas… —Tragó saliva. Puedes hablar mi idioma.
      Asintió con la cabeza con los ojos cerrados, impulsando a Tim a pegarse contra su respaldo.
     Por supuesto. No olvide que está ante un dios. Nuestras capacidades van mucho más allá de lo que pueda atreverse a imaginar.
     Si. Tim se apoyó sobre las manos. Entonces… es verdad. Has venido ha…
     El dios de la muerte volvió a extender su mano derecha de largas uñas, indicándole que callase.
     ¿Sabe? Nuestra misión no es llevarnos a los vivos, sino prepararles para el final de la vida. Nos llevamos sus pensamientos de miedo o duda, el recuerdo que les liga a seguir existiendo. Así pueden afrontar la muerte en paz y dirigirse sin temor a afrontar el juicio de las almas por su propio pie.
     —Y aun así —Tim se inclinó, olvidando por un momento a su acompañante—, habéis matado a mis compañeros. A todos…
     En casos excepcionales, en que se haya cometido una afrenta lo bastante terrible, se puede convocar un maleficio lo suficientemente fuerte para que nosotros, que trascendemos la mera existencia, nos veamos impulsados a llevarlo a cabo. Eso es lo que ha sucedido en este caso. Cumplimos una labor a la que nos vincula nuestro poder.
     Tim asintió.
     De modo… que soy el siguiente.
     Verá, debe entender esto: nosotros no castigamos al criminal en sí, sino al acto. No al general o al verdugo, sino a todo el ejército que propagó la ruina. Quizás usted no fuese tan culpable como los otros, pero siguió estando con ellos. Es el destino.
     —Un destino de mierda, desde luego.
     Tim cerró la mano derecha en torno a la botella, el asidero que le anclaba a la realidad.
     —¿Puedo? preguntó, entornando los ojos.
     Por supuesto.
     Para su sorpresa, en una inusual muestra de cortesía, la criatura arrastró hacia él el vaso con su zarpa derecha. Y, aunque la idea de tocar aquel vaso le asqueó, lo agarró sin pensar más en sus escrúpulos.
     —Gracias.
     Volvió a llenarlo, lo levantó como si brindase por su invitado y, a diferencia de sus demás consumiciones, lo apuró en un trago. Luego lo dejó, viendo las estrellas mientras sentía arder su esófago.
     Otra cosa, señor… No estaba seguro de como llamarle; al menos no protestó. Esto no acabo de entenderlo. Si puedes entender mi idioma… habrás entendido todo lo que te he dicho desde que has entrado.
     Por supuesto. El dios meneó la cabeza.
     —Entonces… ¿por qué esperas? ¿A qué? Ahora… que estoy preparado…
     Espero, señor, simplemente… porque le estoy evaluando.
     Tim cruzó los brazos sobre el tablero, mirando sus ojos saltones y desiguales; un alivio en comparación con los podridos y supurantes antebrazos.
     —¿Me evalúas? ¿El qué… y por…?
     Entienda esto: no soy simplemente el que ejecuta el castigo. También decido como se va a ejecutar. Todos nosotros lo hemos hecho así en este caso.
     —Sí, eso lo…
     En ese caso, como sin duda recordará, le he dicho que nuestra misión habitual no es castigar, sino preparar a aquellos que deben afrontar la muerte.
     Tim asintió.
     Sepa entonces que es el único de los malditos que se ha resignado a su destino. Los demás lo habían olvidado, desterrándolo de su memoria hasta que llegó la hora de ejecutarlo. Y aun así, lo negaron. Intentaron luchar, huir, suplicar por su vida… Sólo usted está listo para partir. ¿Por qué?
     Tim alejó la botella, mirando el fondo vacío del vaso. El resto de la bebida en el fondo, color tostado, daba vueltas en un sinfín de motivos abstracto; un caleidoscopio liquido en el que esperaba encontrar un oráculo incierto.
     —La verdad… no lo sé. —Volvió a mirarlo a los ojos. No ha sido nada especial. Supongo… que es porque lo sabía. Me he enterado casi al final, mientras a los demás les pilló desprevenidos. Por eso… he podido asimilarlo
     Se equivoca. Todos lo sabían. Se les advirtió a todos por igual hace cuarenta y cinco años.
      Tim rio por lo bajo. Había que admitirlo, era feo pero no se le escapaba una.
     —Bueno…hizo atrás la silla, separándola de la mesa. He tenido esos… cuarenta y cinco años para vivir. He visto como es el mundo, como cambiaba… Supongo que esto no importará mucho ahora miró al dios sobre su mesa—, pero he visto muchas guerras, aunque sólo participase en una. Guerras horribles, aún peores que esa. Yo… —Se cubrió los ojos con una mano. Entonces pensé… que sólo eran el enemigo. Matábamos a los soldados que nos salían al paso con sus rifles, sus metralletas y sus espadas. Pero lo que pasó allí…
     Tim empezó a entrecruzar los pulgares, oscilando como un metrónomo.
     —Después de todo, sí que nos merecíamos un castigo. Nunca lo recibimos… aparte de la maldición. Supongo… que he entendido que es justo.
     La cosa hizo ademán de inclinarse, como si supiese que había más. Aquellos ojos, pensó Tim. Debían poder ver a través de él, leer sus pensamientos o algo así.
      —Por lo demás… he podido aprovechar el tiempo que me, que nos disteis. He tenido esposa e hijos. Ahora tengo nietos. Les veo menos de lo que querría, pero sé que están bien…
     Se levantó, extendiendo los brazos frente al dios podrido, como un fugitivo entregándose.
     Ahora… mírame, lo que soy. Un viejo. Mi vida está hecha. He visto morir a mis padres y a mi mujer…
     Bajó la vista, conteniendo las lágrimas.
     Por supuesto se obligó a sonreír—, si supiese que me reuniré con ellos en el otro lado, en vez de ir a pudrirme en tu infierno… No lo niego, sería mejor. Es lo único que me asusta, que me hace dudar. Pero…
     ¿Pero?
     Había curiosidad en la solemne voz del Dios. Tim sonrió de oreja a oreja.
     Sé que… me llegara la hora, antes o después. Y saber cuándo será es un lujo. Hoy… he podido dejar las cosas en orden. Me he despedido de los míos, sabiendo que están bien. Hubiese preferido que fuese en persona… quizás en mi cama, con ellos alrededor…
     Se pasó el brazo, cubierto por la misma chaqueta negra que llevaba en el entierro de Ernie, por la cara.
     Estoy preparado. La duda dejó su voz. Cuanto antes lo hagamos mejor. Si no, me arrepentiré… y será peor.
     El dios se irguió, pareciendo más humano que nunca.
     Sabe, si intenta conmoverme, sepa que es imposible. Ni yo ni ninguno de nosotros es capaz de apreciar el efecto de las emociones expresadas con palabras. Por eso, si pretende contenerme
     No lo hagoaseguró, mirándole-. Y sé que lo sabes. A ti… No sé qué eres, pero algo me dice que mentirte es imposible.
     La cosa cerró los ojos durante unos segundos. Tim se preguntó si sería su manera de sonreír satisfecha.
     Y así es, tiene razón.
     De un salto grácil y elegante, volvió al suelo sobre sus cuatro patas. Acto seguido sacudió hacia atrás la mano izquierda y, para asombro de Tim, la mesa y las sillas salieron despedidas sobre el linóleo hasta dar contra las alacenas de las tres paredes. En el caso de la silla de Tim, la oyó rebotar contra el marco que unía al recibidor con la cocina. Sin embargo, pese a la violencia del choque, los muebles siguieron en pie, incluidos la botella, el vaso y el cenicero donde había acumulado los restos del habano.
     Entiéndalo: no va a librarse de su castigo. Su condena se efectuará, como en todos los demás casos.
     Tim asintió, entrecerrando los ojos, listo para recibir el golpe final.
     Sin embargo, lo que si puede cambiar es la forma de aplicar dicho castigo.
     Tim levantó los parpados, mirando aquellos otros ojos, pestañeando con tanta intensidad como si emitiesen en código morse.
     —¿Qué…?
     Le voy a dar una oportunidad, la de afrontar su castigo y consumar la maldición sin ir al Jigoku.
     Tim respiró hondo, notando el sudor colarse entre las arrugas de su piel.
     —¿Y eso? ¿Por qué?
     Somos dioses, señor. Tenemos esa capacidad. La de ser compasivos o misericordiosos, según la estrella que guíe a los mortales. Además… existen otras muchas clases de infierno. Quizás el nuestro no sea, después de todo, el peor para usted. Quizás, librarse de él, le suponga a la larga… un castigo peor.
     El dios volvió a su posición cuadrúpeda, avanzando dos pasos hacia él.
     Le diré cuál va a ser su castigo, señor, un privilegio que no ha conocido ninguno de sus compañeros. Considérese honrado por ello.
      Tim asintió, mientras su cabeza y pecho eran desgarrados por emociones contradictorias, que le mareaban y punzaban. Por un lado quería reírse, saltar, chillar de alegría por su segunda oportunidad. Pero la parte más recóndita y racional de su ser le exigía cautela: estaba seguro de que no iba a ser fácil. Ni agradable. Ni, mucho menos, exento de dolor.
     Tendrá que poner a prueba su voluntad luchando por vivir. Luchará frente a mí con un oponente que he elegido para la ocasión. Si consigue vencerle, la maldición que arrastra terminará para siempre. Pero si es usted el vencido, afrontará las consecuencias como todos los demás.
     Tim apretó los puños, insuflando fuerza a sus cansados brazos, mientras hincaba sus pies en un suelo demasiado duro, decidido a mantenerse firme. Él nunca había sido excesivamente fuerte ni atlético, se le habían dado bien el baseball y los trabajos manuales, pero aparte del entrenamiento en los marines, nunca había practicado boxeo, lucha u otro tipo de combate con las manos desnudas. Tenía que compensar la falta de técnica con la desbordante motivación, la certeza de que no era un combate sino su combate.
     Toda una vida decidida en un único asalto.
    De acuerdo, me parece bien. Tim hinchó los pulmones, intentando forzar los músculos. Y, ¿qué clase de oponente…?
     Sin dejarle acabar la pregunta, levantó su mano derecha, apuntándole con el índice estirado. Tim lo veía sintiendo su corazón desacelerar. Pensó que, lo que quiera que fuese, ya estaría allí, detrás de él, y que el dios se lo indicaba. Bajó unos milímetros el cuello, temiendo un fulminante golpe por sorpresa en la nuca… Pero, en vez de eso, la muerte descompuesta volvió a hablar.
     Kaiho shimasu
     Tim contuvo la respiración, sin terminar de entender. Había dicho la palabra en japonés, la había oído en japonés, pero aun así, la había comprendido. Claramente:
     Libérate.
     A la comprensión mental, siguió el sentimiento físico. Tim se sintió como un cachorro agarrado por el pescuezo, su piel arrastrada por un anzuelo gigante que le hendía la espalda, abriendo una profunda herida que ardía como salpicada por chorros de desinfectante. Instintivamente intentó agarrarse a algo para, al ver que el Dios le había privado de esa opción, agarrase la cabeza para intentar mantenerla en su sitio.
     Al empezar su visión se nubló, luego se emborronó y, ahora, se deformaba a medida que su campo visual se alargaba y estrechaba, convirtiéndose en una incierta mancha blanca que lo absorbía todo, mientras sus oídos silbaban, temblando hasta el estallido...
     Cuando el dolor alcanzó su límite, muy reducido por los años, Tim consiguió gritar, una exclamación soprana y aguda de castrado que se escurrió entre sus labios. Entonces, todo acabó.
     Tim volvía a ver y, aunque al principio algunas estrellas rutilantes continuaron empañándole los ojos, se desvanecieron al mover la cabeza. Veía la cocina, su suelo de linóleo, la luz blanquecina, su ventana, la mesa…
     Tragó saliva. El dios de la muerte había vuelto subirse a la mesa, agazapándose como una gárgola. Al bajar la cabeza en un suspiro, encontró la primera visión perturbadora tras el trance. Toda su ropa; chaqueta, camisa, pantalones, zapatos, hasta los calzoncillos y calcetines, estaba en el suelo.
     —¿Qué… qué me has…?
     Levantó el brazo derecho hacia el niño deforme para exigir explicaciones. Entonces lo sintió.
     Su cuerpo, antes pesado y firme, era ahora ligero e inestable, sacudido por una fuerte vibración interna que hacía eco como las olas en el mar y que, al mismo tiempo, le lastraba, impidiendo que saliese flotando. Como…
     Como un globo de agua.
     Tim miró su mano, anormalmente rolliza y redondeada; más tronco que rama. Aturdido, intentó dar un paso atrás. Su pie apenas se separó del suelo unos centímetros, amenazando con desequilibrarle y hacerle zozobrar. Tuvo que inclinarse, sintiendo en su interior el líquido ir de un lado a otro rebotando contra las paredes de su cuerpo.
     —Qué —consiguió articular, viendo esas manos hinchadas y ajenas—. Que me…
      El dios volvió a levantar la mano derecha y a señalarle.
     Ahí… está tu oponente.
     Tim se equivocaba; no señalaba hacia él sino tras él. Arrastrando sus nuevos pies de hinchable, rotó hacia atrás. Lo vio perfilado contra el umbral, destacado por la oscuridad del pasillo. El aire que aspiró por efecto de la sorpresa casi tumbó su cuerpo relleno de líquido y gas. Estaba de espaldas, ligeramente ladeado a la izquierda. En aquellos momentos examinaba sus brazos, levantándolos como si quisiese leer un tatuaje impreso en sus antebrazos… o, mejor dicho, en sus radios.