LA AMANTE DE EDUARDO NACHER
Pobre perdedor. Nadie lo decía, pero él
sabía qué lo que pensaban; no necesitaban palabras mientras sus miradas
pudiesen hablar. Así había sido siempre. Así había sido en el colegio, cuando
era marginado por su torpeza en el deporte y su lentitud en los estudios. En el
instituto, durante el que se supone es el período en que florece la madurez de
la condición humana. Su incapacidad para adaptarse le había costado envejecer.
Tres años cambiando de compañeros, tres años viendo lo mismo. Tres años
perdidos. Cuando por fin consiguió acabar, era obvio que su futuro en el
estudio estaba tan acabado como las pocas esperanzas que pudo albergar de
conseguir el éxito en la vida, de ser admirado y respetado por sus semejantes.
De hecho, fue peor. Su torpeza se hizo patente en mecánica, fontanería,
electricidad y jardinería. Sus pocas ganas de afrontar otro fracaso le hicieron
abandonar definitivamente el instituto a la edad de veintiún años. Sus padres,
ampliamente contrariados con el fracaso de su hijo, le urgieron a ganarse la
vida como fuera. Buscarse un empleo, meterse en el ejército, actuar como
voluntario, lo que fuera… En su fuero interno, lo que deseaban era echarle de
la casa, pero no tenían valor para manifestárselo. En realidad, no fur
necesario; él no sabría mucho de ciencias, letras, números o habilidades, pero
sabía mucho de personas. Más de veinte años contemplándolas de continuo; sus
deseos, sus ilusiones, sus alegrías, sus pesares, sus enfados, sus malicias… le
habían dotado de aquello que crédulos y amantes de fantasías ultraterrenas
llamarían telepatía: saber qué
pensaba la gente con sólo mirarla. Después de todo por lo que había pasado,
saber que no era amado en su propio hogar supuso un golpe más duro aún de lo
que podía encajar, al menos en condiciones normales. Un bache más en la
accidentada y destartalada carretera que constituía su vida no le suponía un disgusto particularmente
inasumible. Quizás, incluso, un período solo le vendría bien. Una posibilidad
de encauzar su vida, de encontrarse a sí mismo, de recordar qué hace que la
vida valga la pena. Con el conocimiento de que tenía acceso a una cuenta de
ahorros para estudios en un banco que había quedado obsoleta, un amplio
vestidor lo bastante versátil como para poder transporte en dos sencillas
maletas y una buena memoria para la distribución de los barrios, edificios y
hoteles de su ciudad, bastaron una nota de despedida, un equipaje hecho en
menos de treinta minutos, una billetera llena y un teléfono móvil apagado para
despedirse. Abandonó su hogar en la Gran Vía y abordó uno de los largos
autobuses azules que cruzaban su hogar hacia Alicante, para alojarse en un
hotel de su centro.
Así fue como
transcurrió la primera noche de la vida en solitario de Eduardo Nacher. Y lo
cierto es que no le fue nada mal. Por sesenta euros tuvo cama y desayuno con el
que empezar el día. Una hora después,
abandonó una copistería en la que le elaboraron unos cuantos currículums con
los que, una hora después, consiguió un empleo de camarero en uno de los
concurridos bares de terrazas que rodeaban la Plaza de los Luceros; un trabajo
no demasiado remunerado pero que le daba suficiente para vivir y en el que sus
limitadas capacidades eran más que suficientes. Además, le dijeron que no
tendría que empezar su turno hasta las seis de la tarde, dándole toda la mañana
y buena parte de la tarde para encontrar residencia, confiando en una suerte
innata para encontrar lo que necesitaba. No tardó más que hora y media en
encontrarlo, a pocas calles de distancia, concretamente en la denominada Pintor
Lorenzo Casanova; un pequeño piso de alquiler en una calle amplia y accesible
pero apartada; encajonada entre altos edificios de ladrillo de viviendas elevadas sobre los comercios a sus
pies. Sala de estar, dos dormitorios, un cuarto de baño y cocina; no muy
acogedor pero perfecto para un hombre como él y barato por cuatrocientos
cincuenta euros al mes. Ya con residencia, pudo completar su mudanza y, de
allí, iniciar su jornada laboral; siete días a la semana en principio, con
posibilidad de rotar con sus compañeros; un trabajo duro pero simple en el que
encajaba, en el que la gente le miraba con desdén pero sin fijarse. Un cambio
agradable respecto a su vida anterior.
Con el tiempo,
Eduardo se adaptó bien a su nueva vida. Visitaba a sus padres con frecuencia,
felices de que su hijo hubiese logrado algo por sí mismo, aunque fuese poco.
Sin problemas económicos, ganaba lo suficiente para cubrir sus gastos en ropa,
comida y atención sanitaria, no por más esporádica menos vital. Y aún le
sobraba bastante para el ocio: revistas de cine y deportes, películas de
reciente estreno, música de la últimas estrellas y de las inmortales e
imperecederas. Y aún más para su vida social. Con el tiempo, había conseguido
rodearse de un pequeño pero selecto círculo de amigos, viejos y nuevos, con los
que hacía vida común. Roberto Beltrán, antiguo compañero del instituto, uno de
los pocos alumnos que, sin llegar a ser su amigo, le mostraba simpatía; un día
entró casualmente en el bar y, desde entonces, mantenían cierto contacto para
entretenerse los fines de semana o recrearse fingiendo que echaban de menos tiempos
pasados. Jesús Rico, camarero en el mismo local; hombre inteligente y perspicaz
incomprensiblemente incapaz de encontrar empleo fuera de los fregaderos y las
mesas, motivado quizás por su carácter extrovertido pero extremadamente
inseguro, lo que podía explicar que se complementara con el taciturno pero
firme Eduardo. Y por último, Juan Llorca, empleado de una tienda de telefonía
de las inmediaciones que solía acudir a su local a tomarse un café y a
almorzar, vinculándose poco a poco como amigo a Eduardo a través del contacto
diario. Los cuatro solían quedar para salir a divertirse algún fin de semana,
acudiendo los sábados por la noche a los bares del Barrio; a menudo en compañía
de Pilar, novia de Jesús; Alicia, la de Roberto y de la última conquista de
Juan, quien mostraba una asombrosa facilidad para atrapar chicas jóvenes y
atractivas en redes que ya quisieran para sí las arañas que cazan moscas o los
pescadores de calamares que amarraban sus barcas en el puerto. Era, a su vez,
la verdadera gran diferencia que mostraba Eduardo Nacher respecto al resto de
sus amigos y, posiblemente, con la mayoría de hombres de su edad.
Y es que a Eduardo
Nacher le resultaba extremadamente difícil encontrar pareja. Tal vez fuese su
aspecto, aunque muchos afirmaban que su cabello moreno y mate, su rostro
cuadrado y su amplio y corpulento cuerpo le hacían imponente pero no
amenazador, a la vez que “atractivo sin ser hermoso”. Quizás fuese eso lo que
le gustaría creer, que no podía atraer a las mujeres, especialmente a las que
le gustaban. Pero en su interior, Eduardo sabía bien que los motivos de su
escaso éxito eran otros. Era un hombre demasiado conformista, demasiado
desentendido de cuanto le rodeaba, aunque no carente de la capacidad de sentir
cariño. Lo que él necesitaba era una mujer sensible y capaz de comprenderle, de
ponerse en el lugar de aquel ser amargado e inadaptado, de sentir el dolor que
él sentía cada vez que se veía entre gente con ropa de colores chillones y
falsas sonrisas a juego con incontables complementos, proclamando a los cuatro
vientos que con dinero suficiente y unos cuantos descerebrados de igual calibre
a los que llamar cínicamente “amigos” se podían comer el mundo. Él sabía bien
que la realidad no era así. Como sabía que las chicas de su edad, atractivas o
normales, ricas o sencillas, cultas o simples, vivían en una dimensión propia, demasiado
compleja como para interesarse por gente como él, y mucho menos para poder
comprenderle. Lo más a lo que solía aspirar cuando lograba dejar atrás las
istriónicas y estridentes discotecas atrás era a un simple revolcón, que en la
mayoría de las veces no podía evitar pensar se hacía más por compasión que por interés
verdadero. Y una vez se acababa, con el orgasmo concluía la relación. Sin
tiempo para el descanso, sin tiempo para dormir, su pareja le dejaba, preocupada por ser devorada por el frenético ritmo del mundo, comprobar si su última
solicitud para trabajar de cajera había sido aceptada, si alguna amiga habría
comentado en una red social su conquista, estaba perdiendo el color de su
pintalabios, sus uñas o el tinte de su pelo. O, quizás la más grave, si aquel
pobre perdedor la habría dejado embarazada… Muchas eran las opciones del
abanico de las preocupaciones que podían requerir su atención. Y, obviamente,
Eduardo Nacher no movía esos vientos.
Obviamente, a un
hombre curtido, aunque fuese a su modo, como lo era él, un asunto como aquel no
iba a quitarle el sueño, y para él cada desengaño era sólo una experiencia más
para el recuerdo. Pero, con el paso del tiempo, la soledad empezó a dejarle su
amarga y profunda huella. De taciturno empezó a volverse hermético, y de
hermético se tornó frígido, lo que no les pasó desapercibidos ni a sus amigos
en los locales nocturnos ni a sus padres los días en que iba a comer con ellos,
que fueron raudos en aconsejarle.
Su padre decía:
—Estas encauzando tu vida; si
sigues así, tarde o temprano encontrarás la felicidad.
De sus amigos,
quizás el consejo más útil para su moral fue el de Juan :
—No te preocupes, cuando menos
la busques puedes encontrarte a la tía que te conviene.
Seguramente ni él
se imaginaba la razón que iba a tener. Ocurrió casi tres meses después, bajo el
calor del verano, uno de los múltiples sábados en los que el grupo de amigos
quedaba para ir al Barrio; con el oscurecido Eduardo, más apartado del resto que
de costumbre, solo en su asiento, bebiendo un mojito tras otro. Debió ser en
torno a las tres de la mañana cuando, afirmando sentirse mal, seguramente por
beber tanto, se retiró de vuelta a su apartamento, dejando solo el local ante
la preocupación de sus amigos. Amigos que, al telefonear a la mañana siguiente
recibieron, entre los gemidos y dolores propios de las resacas mañaneras, una
noticia como poco impactante, por su fuerte contraste con su estado de la pasada
noche:
—Ahora mismo estoy
con una chica, tíos. La conocí de vuelta a casa. Si eso ya hablaremos mañana,
que ahora estamos demasiado ocupados. Adiós.
El anuncio de
Eduardo bastó para animar a los tres expectantes, tanto por considerar que era
lo que necesitaba como por su rápido efecto, al constatar que el modo de hablar
de Eduardo se había vuelto más alegre y enérgico que el habitual. A ello se
añadía el misterio de desconocer quién y cómo era, ya que, como el propio
Eduardo dijo, no era del entorno del local y no sabían donde la conoció. Así
fue como, en su habitual convalecencia post-étílica, Jesús y Juan contaban las
horas para el lunes, en que el propio Eduardo podría ponerles al día, mientras
Roberto se preguntaba si podría pasar por el bar o sería mejor esperar a que
sus dos amigos le informasen.
Jesús, a quien le
tocaba abrir esa mañana, no pudo por menos que quedarse estupefacto cuando,
apenas dos minutos después de levantar la reja, Eduardo se presentó. Lucía
particularmente bien; muy aseado, peinado y afeitado con esmero y con los
vapores de una colonia pululando desde su cuello. Y lo más llamativo, llegó
sonriendo y caminando con energía. Se preguntó casi en el acto cómo debía ser la
muchacha para producir un efecto tan balsámico en su alicaído compadre.
El turno de la
mañana transcurrió con normalidad, con Eduardo trabajando con un entusiasmo que
no pasó desapercibido ni a sus compañeros ni a su jefe, que no pasó por alto el
preguntarle al también asombrado Jesús:
—Tú ¿sabes que le ha dado?
Fue en torno a las
once cuando Juan, aprovechando sus quince minutos de descanso, se
presentó, aprovechando el servicio para
ponerse al corriente, momento que Jesús aprovechó también para, desde la barra,
no perder detalle. Así, el sonriente Eduardo les contó una historia que les
impactó con fuerza.
—Pues sí. El
sábado por la noche me sentía como mareado, supongo que porque algo me sentó
mal. Así que me fui hacia el puerto, por si el aire del mar me sentaba bien.
Poco a poco empecé a notar que se me pasaba y, como ya había llegado casi a la
altura de Canalejas, me fui hacia Gadea para llegar a mi casa.
»Pues bien.
Estaba subiendo por la avenida cuando, de repente, la vi. Me pareció muy raro.
Supongo que era porque, a esa hora, no había demasiada gente en la calle,
porque si no, no creo que estuviese allí.
—¿Qué quieres
decir? —preguntó Juan, sin entender la explicación del todo—. ¿Es que dónde
estaba?
—Al lado de un
contenedor, tirada entre las bolsas de basura.
El hombre que le escuchaba
rn la mesa y el que atendía desde la barra le miraban igual de atónitos, lo
mismo que algunos clientes desconocidos y ajenos al asunto a los que la, en principio,
imposible combinación de palabras había llamado la atención.
—Estás de coña.
—No, lo digo en
serio —aseguró Eduardo—. Al principio no me di cuenta porque estaba tumbada,
medio inconsciente. Puede que estuviese borracha o colocada. Pero luego me dí
cuenta de que era una mujer; una chica joven, guapísima. Y lo más alucinante: estaba
totalmente desnuda. Tuve que arrastrarla fuera de allí, porque casi no podía
moverse. Llegué a pensar que podía estar muerta, pero al fijarme vi que
respiraba. Como en aquel momento no tenía batería, pensé que lo mejor que podía
hacer era llevarla a casa. Hasta puede que le hiciese un favor, porque como
hubiese llegado el camión y los basureros no se diesen cuenta, igual habría
acabado saliendo en las necrológicas.
—Entonces… ¿La has
tenido en tu casa… desde el sábado?
—Bueno, pensándolo
bien creo que ya era domingo… pero sí. Lo primero que hice fue meterla en mi
bañera y ducharla. La pobre, no tenía fuerzas ni para tenerse en pie mientras
le frotaba la piel. Es tan dócil. Y tan guapa. Para entonces ya había recobrado
parte de su sentido pero… me dejó lavarla, quitarle toda la mugre que tenía.
Dios mío… es tan blanca como la leche. Y su pelo… corto y rubio, brilla como si
le diesen con un foco. Cuando acabé le puse encima un albornoz y… la llevé
hasta el salón.
—Y… qué has hecho ¿No has llamado a la
policía?
—Al principio lo
pensé. Se lo dije. Si le había pasado algo y si quería que llamara a la
policía, por si su familia o alguien… pero me dijo que no con la cabeza. Me
parece que le pasa algo en la garganta. Le cuesta mucho hablar. Pero… la
entiendo. No sé cómo, pero sólo mirándola la entiendo. Me indicó con gestos…
que quería estar conmigo. Se quedó en mi apartamento. Desde ayer ha estado en
mi cama, durmiendo. Debe haberle pasado algo terrible, porque está rendida. Yo
he tenido que dormir en el sofá.
—Y… ¿Ya está? ¿No
piensas hacer nada? —preguntó Juan, sin dar crédito a lo que oía.
Eduardo se encogió
de hombros.
—¿Qué quieres que
haga? Es mayor de edad, eso lo puedo asegurar. Si no quiere hablar con la
policía ni buscar a su familia será por algo. Si fuese una fugitiva o una
demente… Bueno, estoy atento a los periódicos. Si preguntaran sobre su
desaparición, hablaré con quien deba. Mientras… quien sabe.
Juan le miró a los
ojos, queriendo saber a qué se refería.
—Como dijiste…
esta podría ser la chica que me conviene.
—Eduardo…
—Ya hemos hablado
de sobra, Juan. Debo seguir trabajando o el jefe se enfadará. En otra ocasión.
Eduardo se separó
de su amigo, de vuelta a la barra. Se equivocaba en una cosa: su trabajo no era
tan necesario en aquel momento, pues todas las bocas guardaban silencio, todos
los ojos fingían no mirarle y todos los oídos maldecían en silencio por haberse
quedado sin más.
El resto del día
fue largo y duro; no por el trabajo, nada excepcional en un lunes, último día
de julio y hasta algo inferior a lo habitual; ni por las presiones de algunos
de su compañeros, Jesús en particular, por saber más sobre su nueva amiga; sino
por la espera, pues aquel día en concreto tenía jornada completa. Eduardo
sentía que la necesitaba, que quería estar con ella, y cuanto antes. Casi
agradeció la llegada de la noche y el fin de su extenuante turno, corriendo
apresuradamente calle abajo por la avenida hasta su bocacalle, clavando su
llave en el portal y subiendo al galope las escaleras de dos en dos. Aunque no
lo había admitido en ningún momento, ni siquiera a sí mismo, evitando pensarlo,
estaba muy preocupado. Fuera lo que fuera lo que tenía ella, ya fuese físico o
mental, estaba claro que no era normal. Le preocupaba que no hubiese comido, que
siguiese en la cama y se fuese consumiendo poco a poco en su apartamento hasta
la muerte. Tendría que dar muchas explicaciones, comprometedoras e incómodas.
Por no mencionar que aquella criatura… no pensaba que su especie pudiese
producir una hembra igual ni en un millar de años y generaciones. La mirase
como la mirase, era un diosa. La diosa que había rescatado de la basura.
Se peleó con
ansiedad con su puerta, logrando entrar finalmente.
—Hola ¿Estás aquí?
Sin respuesta. No
es que le sorprendiese; ya tenía asumido que aquella chica no iba a poder
hablarle, al menos con facilidad. Y, sin embargo, silencio y oscuridad. Muy
mala señal. No sabía dónde podría estar ni qué estaría haciendo. Tenía un
segundo juego de llaves de aquel piso. De modo un tanto inconsciente, se lo
había dejado a su nueva compañera, al lado dela cama. Quizás, después de todo,
sí que era un tonto ¿Habría sido todo una compleja y elaborada interpretación
para seducirle y que bajase la guardia? ¿Habría aprovechado su ausencia para robarle las escasas posesiones que atesoraba en su escueto apartamento y
desaparecer para siempre?
Eduardo encendió
las luces del recibidor y luego las del salón. Todo estaba como siempre; de
hecho, estaba más ordenado que de costumbre. Tal vez su huésped hubiese agradecido
así su confianza y generosidad. Lo que
no despejaba dudas sobre su ausencia. Quizás se hubiese marchado,
considerándose una carga para su salvador. Y, en el peor de los casos, llevada
por algún tipo inclasificable de trastorno, le esperaría su cadáver en alguna
sala, víctima de un suicidio…
—Ya he vuelto.
¿Estás aquí?
Eduardo repitió su
llamada a la entrada del salón, a fin de que recorriera los pasillos hasta el resto
de habitaciones, traspasando paredes y puertas. Esta vez recibió respuesta, en
forma de dos débiles gemidos procedentes de la cocina. El joven no esperó a
cruzar el umbral de la habitación a oscuras.
Encendió las luces
y se encontró una escena que consiguió hacerle sonreír; calmado, satisfecho. Sentada a su pequeña mesa, frente
la vitrocerámica, el fregadero y la
nevera, estaba su amiga, vestida con una camisa blanca y unos pantalones cortos
de pijama que él le había dejado a los pies de la cama. La chica terminaba de
beber un vaso de agua y lo dejó sobre un plato blanco cubierto por minúsculas
migas de pan, señal de que acababa de comer y de que se estaba recuperando su
estado anímico.
—¿Qué pasaba? ¿Por
qué no me respondías?
La chica cerró la
boca, hinchó y deshinchó alternativamente los carrillos y se sujetó con las
manos la garganta; señal inequívoca de que tardó por tener la boca llena.
Eduardo, avergonzado por su falta de tacto ante lo lógico y simple de la
respuesta, desvió la vista.
—La luz
—reaccionó, extrañado por la penumbra previa a su entrada—. ¿Por qué estabas a
oscuras?
La joven se
encogió de hombros, mientras señalaba un
estrecho ventanuco en la pared tras ella, por la que se colaba el débil brillo
de las farolas callejeras. Debía de ser su modo de indicarle que no necesitaba
demasiada luz.
—De acuerdo…
—aceptó Eduardo, mientras se acercaba a la mesa—. Dime, ¿puedes decirme tu
nombre?
Para su sorpresa,
la chica se encogió de hombros y negó con tristeza.
—¿Qué quiere decir
eso? ¿No te acuerdas… o no lo sabes?
La mujer repitió
su maniobra, lo que inintencionadamente concluyó con su interés por profundizar
en el tema, mientras se sentaba frente a ella.
—De acuerdo…
entonces, supongo que tendré que pensar en cómo llamarte…
Su nueva amiga
asintió afirmativamente, aunque sin demasiado entusiasmo, según le pareció. Aunque
volviese a dar señales de vida, estaba tan pálida… su piel era tan blanca…
—Blanca —se limitó
a decir, sin querer devanarse mucho los sesos.
Para su asombro,
sonrió ampliamente, revelando dos hileras de perlas como sólo se espera
encontrar en modelos o estrellas de cine, mientras asentía un par de veces.
Parecía que le gustaba su nuevo nombre.
—De acuerdo,
Blanca… —se decidió a abordar Eduardo el tema definitivamente—. ¿Sabes ya… qué
vas a hacer?
Con su burdo y
limitado lenguaje de signos, la joven estiró los brazos, agarrándole las
muñecas con suavidad mientras le miraba con ternura y sonreía. Quería estar con
él. Se notaba.
El respondió
sonriendo también.
—Muy bien —dijo
mientras se levantaba—. Ahora voy a cenar algo y luego iré a dormir. Sé que has
comido hace poco, pero… ¿Te apetece cenar… conmigo?
Con cierta
decepción, Eduardo vio como negaba con la cabeza… para afirmar que sí a
continuación. No tardó mucho en entenderlo. Ella no cenó, pero se mantuvo en la
cocina con él en todo momento, viendo sentada como preparaba la comida, se lo
comía y fregaba su plato y sus cubiertos, así como los que ella había empleado.
Cansado por las
largas horas de pie en el trabajo y los nervios infundados que había sentido,
Eduardo dio el día por acabado. Se despidió de Blanca cuando terminó de fregar
y fue a su dormitorio para desvestirse, antes de retornar al sofá.
—Ya sabes donde
estoy. Si me necesitas para algo…
Para su sorpresa,
Blanca le cogió por la muñeca y tiró de él, dirigiéndole a la cama. Acto
seguido apartó las sábanas y le indicó que se tumbara en un lado, para imitarlo
ella a continuación en el otro. Una vez lo hizo, se recostó hacia la pared, en
señal de que quería dormir.
El mensaje estaba
claro. Ella quería que durmiesen juntos… aun sin necesidad de ir más lejos. Y
Eduardo, naturalmente, se sentía a gusto. Mientras la pasase, era su casa. Sólo
tuvo que apagar el resto de luces, dar la doble vuelta a la llave y volver a la
cama, junto a aquella misteriosa y
preciosa mujer que encontró en la basura.
Eduardo no sabría
decir si lo que pasó aquella noche fue un sueño. Lo indudable era que su final lo
era… lo que no sabía era si lo recordaba del principio fue real, antes de
sumirse en lo imposible. Al principio, tumbado cómodamente junto a aquel cuerpo
de, asombrosamente tibio para su aspecto enfermizo y gélido, notó los rápidos
efectos del cansancio, perdiendo la noción de lo que sentía hasta dormirse.
Pero era verano y el verano es caluroso, tanto en el día como en la noche,
especialmente en las ciudades, en las que temperaturas aumentadas sufridas en
apartamentos pequeños y mal ventilados parecía un peaje más por todas las
comodidades y privilegios ofrecidos. Incapaz de aguantar más, Eduardo se
levantó y terminó de abrir por completo la única ventana de su dormitorio,
garantizándole el paso al poco aire que pudiese fluir. Una vez cedió a la
necesidad de frescor frente a la luz y el ruido que enviase la calle como
retribución, volvió a acostarse sobre la sábana empapada en sudor, donde Blanca
todavía dormía plácidamente. Vio que ella también sufría el calor; se había
quitado la camisa, permaneciendo aun de espaldas a él con el torso
completamente desnudo y su piel como el marfil brillando de un modo casi divino
en la habitación llena de sombras. Como una invitación a probar nuevos saberes.
Eduardo intentó
contenerse. Sabía que no debía hacerlo, pero la tentación resultó demasiado fuerte
para él. Alargó su mano con cuidado hasta su cadera. Blanca se sacudió
levemente, pero no dijo nada. Debía seguir dormida.
Su tacto era
asombroso. Su piel estaba fresca, no fría, como si tuviese un sistema propio
para contrarrestar el calor reinante. Y sin embargo, la sensación que
transmitió a su brazo fue, precisamente, de calidez. Eduardo había estado con
muchas chicas, pero jamás con una que le hiciese sentir así con tan poco, con
un simple roce. Acuciado por una imperiosa necesidad de más, se acercó más a
ella, acariciando su pelo rubio casi blanco con los labios hasta besarlo,
maniobra que fue repitiendo mientras descendía desde su coronilla hasta su
nuca. Blanca se estremeció nuevamente, como si su tacto le hubiese producido
escalofríos. La señal de que, por el momento, debía parar. Se apartó de ella y volvió
a su lado de la cama, a la espera de dormirse.
No sabía la hora
ni cuánto tiempo había pasado; ni siquiera si había llegado a dormirse. Sólo
recordaba estar boca arriba en la cama, empapado en sudor, con la oscuridad del
dormitorio rota por la luz de la calle. Inmóvil, Eduardo esperaba poder
descansar. Entonces notó que, a su izquierda Blanca se movía. Querría cambiar
su postura, quizás; o tendría ganas de ir al servicio e iba a levantarse. Sin
embargo, lo que hizo fue volverse hacia él.
Con asombro, conteniendo la respiración,
Eduardo sintió sus largos y finos dedos de cuidada manicura posarse sobre su
vientre, recorriéndolo con suavidad en sentido ascendente, llenando de placer
cada milímetro de su ser bajo su presión, hasta llegar a su cuello, a su
rostro, a su pelo. Mientras una mano le hacía bucles en el pelo, otra le
recorría con el índice las lineas de su nariz, sus ojos, sus labios, su mentón;
para luego invertir el trayecto contrario, masajeándole el pecho, el estómago,
la cintura…
Llegado a ese
punto, Blanca se incorporó sobre él, con una sonrisa en los labios y una mirada
avieza en sus pálidos ojos grises. Le deseaba. Era obvio. Eduardo sonrió a su
vez, y entonces todo se desató.
Una forma oscura
salió de un rincón del dormitorio y, con la velocidad de un felino, se lanzó
sobre la cama, agarrando a su amante por las muñecas. La asombrada Blanca sólo
pudo emitir un débil gemido antes de el misterioso asaltante, con una fuerza hiperfísica,
estirara de ella, levantándola en el aire por los brazos, para luego saltar con
ella por la ventana. Eduardo, asombrado, permaneció inmóvil, mirando, viendo a
la asustada chica debatirse, sacudiéndose como un conejo, incapaz de escapar ni de hacer frente. Quién era y cómo había entrado, imposible saberlo. En cualquier caso, debía moverse. No estaba dispuesto a perderla.
Vestido sólo con
su ropa interior, Eduardo bajó de la cama y corrió, siguiendo los gemidos de la
chica y las brutales pisadas de su captor, a través de su puerta abierta de par
en par, de los peldaños a oscuras que conectaban su apartamento con la calle,
del umbral de su casa. Ya fuera, su gran temor era perderles el rastro. Pero no
fue así. Los vio, alejándose por la iluminada pero desierta calle nocturna; la
figura negra, alta y fuertes como un armario, con la pálida y semidesnuda joven
colgando de sus fuertes manos.
Sin perder tiempo, Eduardo corrió hacia
ellos, notando la dura acera bajo sus pies descalzos. Sin pensarlo, se arrojó
sobre aquello, consiguiendo desequilibrarlo y que soltase su presa. La
gimoteante Blanca cayó al suelo. Aquellas manos negras, que parecían, como todo
su cuerpo, envuelto por un misterioso tejido negro, más parecido a una segunda
piel que a algún tipo de ropa, se lanzaron contra él, rodeando su cuello con
furia, por haber osado arrebatarle su presa. Mientras sus uñas, ocultas bajo aquel
ante se le hincaban en el cuello,
Eduardo comprobó que aquello ni siquiera tenía rostro. Ni ojos, ni boca, ni
siquiera el cráneo se perfilaba bajo aquella envoltura, protegiendo
perfectamente su identidad.
Notando como sus
fuerzas se le escapaban, Eduardo levantó sus propias manos, cerrándolas en
torno a las opresivas muñecas y apretando con todas su fuerzas; buscando
apartarlas, herirlas, romperlas; que le soltase, en tres palabras. Y, sin
entender muy bien cómo, ocurrió. Oyó un crujido atroz y las dos manos de
aquello quedaron colgando inertes de su cuello, mientras dos sanguinolentos
antebrazos pendían frente a él como banderas sin viento. De algún
incomprensible modo, le había arrancado los brazos a su enemigo, que profirió
un alarido desde su negro rostro sin boca… que de improviso se desgarró,
revelando un rostro tan imposible que Eduardo tuvo que ahogar un grito, no
tanto de horror como de asombro.
Aquel ser, de
cuerpo y musculatura masculina, tenía la cabeza, el rostro de una demacrada
anciana; de cuencas hundidas, piel marrón surcada de profundas arrugas y largos
y finos cabellos blancos que se desprendían desde su coronilla en desorden.
Tras clavarle sus ojos blanquecinos por las cataratas, que parecían mirarle
horrorizado, sus decrépitos labios se separaron, revelando una boca desdentada
que emitió un agudo e interminable chillido, tan potente que Eduardo tuvo que
cubrirse los oídos. Después, la extraña mujer, manteniendo en alto los sangrantes
muñones, se alejó calle abajo,
perdiéndose en las callejuelas de la ciudad sin dejar su lastimera proclama
que, misteriosamente, no pareció despertar a nadie desde los balcones. Tanto
mejor para él.
Cuando aquella
demoníaca bruja se hubo marchado, Eduardo se volvió hacia Blanca, tirada boca
abajo en el suelo. La joven lloraba amargamente, mientras se frotaba sus propais
y lastimadas muñecas.
—Ya se ha marchado
—dijo para tranquilizarla, mientras se agachaba junto a ella—. ¿Estás bien?
¿Sabes… qué era eso?
Por toda
respuesta, la joven se tió contra su cuello, llorando sin consuelo mientras le
abrazaba con fuerza. Él también la abrazo, en un intento por cubrirla,
consciente de que estaba más desnuda que él.
—Vamos, cálmate.
Será mejor… vovler a casa.
Arriba, Eduardo
comprobó que la fuerza brutal de aquel demonio había amoratado las preciosas y
blancas extremidades de su protegida. Incluso leves gotas de sangre brotaban de
su piel. Un poco de agua oxigenada y un vendaje lo solucionaron esoSeguidamente
le preguntó sobre si sabía quién era y por qué la había atacado. No logró
respuestas; Blanca sólo negaba con la cabeza mientras gimoteaba para luego,
como hizo antes, abrazarse a su cuello. Así fue durante unos quince minutos,
tras los cuales, Eduardo volvió con la chica al dormitorio. Blanca lloró un
rato más, pero acabó por sucumbir al sueño. Él, por su parte, decidió que, de
haber pasado algo, lo vería en las noticias. Entonces, en caso de que Blanca
necesitase protección, lo hablaría con la policía.
—Tío, hoy pareces
cansado. ¿Estás bien?
—Sí, es sólo que…
Ya te lo dije, el lunes tuve un sueño muy raro. Y ayer tuve mucho trajín.
El martes, con
turno de mañana tan solo, Eduardo pudo volver pronto a casa para estar con
Blanca. Para su sorpresa, constató que había experimentado una recuperación
milagrosa. Se había quitado las vendas y sus muñecas habían recuperado su tono
original; quizás hasta un poco más vivo. Eso sí, el episodio la había marcado.
Se mostraba tímida y recelosa, quedándose sentada en el sillón, la cama o la
cocina con las manos cruzadas y mirando al suelo; mostrando cierta confianza sólo
cuando Eduardo, su protector personal, estaba cerca.
Respecto a la
imposible experiencia de la noche anterior, ni prensa ni televisión se hicieron
eco sobre el ente gigante con cara de vieja que intentó llevarse a rastras a la
hermosa Blanca. Si hubo, al parecer, otro tipo de incidente en su barrio.
Cuando se fue a trabajar por la mañana, vio dos coches de la policía acordonar
la zona un par de barrios más allá, sin saber muy bien por qué. Según oyó decir
en el bar, se había encontrado un rastro de sangre. Eduardo, nervioso por saber
lo que implicaba, sintió la tentación de confesar… aunque, si el cuerpo del
monstruo no llegaba a aparecer, lo que menos le convenía era meterse en líos.
Pensando en lo que
más le convenía a su amiga (que aunque seguía comiendo antes que él ahora
colaboraba en la casa, fregando los platos y haciendo la cama), aprovechó el
resto de la tarde en comprar un pestillo para su dormitorio, tornillos y todo
el set de herramientas imaginables que le pudiese servir para tal propósito;
así como algo de lencería para que Blanca tuviese con qué vestirse mientras viviese
allí. La tarea era sencilla pero, siendo, como era, novato en carpintería, la
tarea resultó compleja y dura. Acabó rendido cuando se fue a dormir, con el
cuerpo semidesnudo de Blanca, esta vez un poco más asomada al borde, a su lado.
A la mañana siguiente, miércoles, aquel cansancio seguía pegado a su piel. Y
aunque se presentó en el trabajo como los dos días anteriores, sonriente y
animado, no podía evitar torcer el gesto y arrugar la cara cada vez que le
rozaba la luz del sol.
—¿Seguro… que
estás bien? —insistió Jesús, viendo a Eduardo esforzándose en mantener
levantados los párpados mientras fregaba unas copas.
—Sí, tranquilo. Ya
te he dicho que estoy bien.
Más tarde, esa
misma mañana, le llegó a Juan el turno de pasarse por allí. El estado de
Eduardo tampoco le pasó desapercibido.
—Tienes pinta de
haber estado toda una noche de guardia —apuntó, rememorando los distantes días en que sirvió en el ejército—. ¿Es que… no has dormido bien?
—No, es sólo que…
desde que Blanca vino a vivir conmigo he estado… ocupado.
Una sonrisa irónica
se dibujó en el rostro de Eduardo.
—¡Ah! Entonces es
eso. Os lo habéis montado tan a lo grande que no te queda tiempo para dormir —intentó
hacerse el gracioso—. Sabes, cuando acabes con esa tía deberías presentármela.
Parece que tiene…
Eduardo lanzó una
sonora risotada artificial, que cortó en seco a su amigo.
—Tío, quizás te
parezca raro, pero no hemos hecho nada —replicó—.
Si, no hemos hecho nada. Esa chica… está bastante jodida. No sé por qué… pero
estoy intentando ayudarla. Y, por si te haces ilusiones, me limitaré a decirte
que no es de esas. Y como ya llevas aquí un buen rato, por muy parroquiano que
seas, dime, ¿qué va a tomar, señor?
Así terminaron por
aquel día las charlas sobre ese tema.
Cuando Eduardo volvió,
se encontró sorprendido con que Blanca había echado mano de la nevera,
preparando una cena para ambos, consistente en filete con un poco de ensalada. Ella,
vistiendo un batín blanco de él, bajo el que se apreciaba un sujetador y unas
bragas blancas de las que le había comprado, esperó sonriente junto a la mesa
puesto, antes de ocupar su sitio. Agradecido por la grata sorpresa, la acompañó,
cortando la carne y mascándola sin dejar de mirar a su cocinera.
Parecía aún más
guapa que la primera vez que la vio. Su pelo corto, libre de la suciedad y la
tensión, parecía más largo, bajando en forma de pálidos y brillantes mechones
que enmarcaban su cara, resaltando sus delicadas facciones; todo embellecido por
su sonrisa, señal de que la extraña pesadilla que compartieron hacía dos días
había sido limpiada de ella completo. Una vez concluyeron, Blanca se ocupó de
recoger platos y cubiertos y llevarlos al fregadero, indicando a Eduardo por
señas que ella se ocuparía de lavarlos.
—Muchas gracias —le
aseguró sinceramente. El peso del cansancio le producía verdadera adicción por irse a la cama.
Se lo comunicó y
se despidió de ella con un amistoso beso en la nuca, para irse a desvestirse.
Para su sorpresa, tal y como venía ocurriendo otras noches, ella le siguió,
redujo su vestimenta a las bragas blancas que llevaba y ocupó su lado en la
cama, al que él se unió poco después, mirando al techo sombrío salpicado de
luces callejeras, hasta dormirse.
Debían ser en
torno a las tres o más; noche cerrada en cualquier caso, cuando se despertó de
improviso, ya fuera por el calor irredento o por la repentina sacudida en la
cama. Eduardo se mantuvo unos instantes espectante, temiendo que fuera otra
pesadilla, cuando, para su asombro, una pálida y cálida figura que destacaba en
la noche, se le acercó. Blanca, con su pelo rubio, sus pálidos ojos brillando
como los de un gato y sus labios rosados y carnosos cerrados en un corazón, le
miraba desde arriba, segundos antes de empezar a descender hacia él. Eduardo se
limitó a permanecer quieto y dejarla hacer. Notó las cosquillas que los largos
mechones le producían al rozarle la frente y la nariz, haciéndole reir antes de
que llegase lo que más esperaba. Los besos, procedentes de aquellas piezas de
arte tan suaves y delicadas. Primero notó cómo se hundían con delicadeza en su
frente, estremeciendo su cuerpo como algún concentrado de estimulante. Notó
como todo su cuerpo ardía de emoción, a medida que ambos labios cerrados bajaron
hasta encontrarse con los suyos, con los que se unieron larga, cálida,
apasionadamente. Eduardo cerró los ojos mientras Blanca le besaba efusivamente,
notando como su lengua se abría hueco hasta encontrarse con la suya, rodeándola
en un efusivo y ofidio abrazo, como dos serpientes copulando.
Aquel momento de
emoción fue como la explosión de una bomba, breve pero intenso. Cuando acabó,
Eduardo abrió los ojos, encontrándose con la hermosa y sonriente cara de
Blanca. Cara que, de improviso cambió por completo. Los ojos se abrieron mucho
y la boca descendió, en una expresión de preocupación y temor. El sorprendido
hombre no podía ni imaginar qué podía haber producido ese efecto, hasta que se
precipitó al abismo.
Vio como Blanca se
elevaba a gran velocidad, separándose de él mientras se sumía en un torbellino
de oscuridad, en el que las sombras de todos los rincones y cosas se unían en
una, desdibujando los muebles y objetos de su habitación en una masa confusa y
cambiante que le rodeaba, mareándole, hasta que, por fin, pararon. Y Eduardo
Nacher, sin explicación racional para ello, se encontró de pie, semidesnudo y
en plena calle.
Las luces de las
farolas lo alcanzaban todo. Reconoció a su lado el paseo marítimo, lo que
significaba que estaba cerca de la playa; tan vacía, tan desierta pese al calor,
tan distinta de noche a como lo era de día, incluso cuando la iluminación
artificial no tenía nada que envidiar a la del sol.
Sin saber cómo ni
por qué, había acabado allí; Eduardo se limitaba a mirar nervioso a un lado y a
otro, intentando comprender qué pasaba… hasta que lo vio, a un par de metros
ante él. La figura alta, corpulenta y totalmente cubierta de negro de la cabeza
a los pies, dándole la espalda mientras se alejaba. Y en su mano derecha, como
un verdugo medieval exhibiendo su último trabajo, la rubia y escueta cabellera
de una chica, firmemente asida entre sus gruesos dedos, siendo arrastrada junto
a la cabeza de la que nacía y el cuerpo al que la unía el cuello. Blanca,
angelical y desnuda, apretando los dientes y con los ojos cubiertos de
lágrimas, hacía esfuerzos por retener sus gritos frente al brutal
desplazamiento a base de tirones.
Insuflado por el
vigor surgido del deber de protegerla, de la necesidad de salvarla, Eduardo
corrió descalzo, hasta abalanzarse sobre aquel tipo que, sin embargo, resultó
ser duro como una piedra y fuerte como el acero. Su carga rebotó contra su
espalda como si fuese algún tipo de trampolín y Eduardo cayó al suelo de
espaldas.
Se dispuso a
incorporarse para contraatacar, pero su enemigo, aunque indemne, había sentido el
ataque. Aún sujetando a Blanca con su garra derecha, se volvió y se inclinó
sobre él. Pudo apreciar Eduardo que, aunque en principio idéntico al ser de
pesadilla con el que luchó el lunes, éste presentaba una gran diferencia: tenía
pelo; una enorme melena negra de gruesos y musculosos cabellos que brotaban
como tentáculos desde cada rincón de su cabeza. Y, como serpientes, animados
por una voluntad propia, aquellas sogas empezaron a dirigirse hacia él,
rodeando su cuello, estrángulandolo con un tacto áspero y duro que cortaba su
respiración. Estaba claro que pretendía ahogarle hasta quitarle la vida.
Confuso ante
aquella imposible pero vivida situación, Eduardo empezó su defensa sacudiendo
inútilmente sus manos frente a aquello, intentando apartar el agitado mar de zarcillos
plantado ante él; bloqueando su visión de la cabeza del enemigo, de Blanca, de
los que apretaban su cuello pero no el dolor en el cuello, el sabor de la
sangre en la boca, el mareo. Debía hacer algo, cuanto antes.
Sin pensarlo más,
Eduardo sumergió ambas manos en el pastizal, acertando a localizar con suerte sus raíces, lo que debía ser el cuero cabelludo de su atacante. Cerró sus dedos en
torno a él, imitando el modo en que él había hecho con Blanca, y estiró.
Aquellos apéndices negros y secos percibieron la agresión, rodeándole los
brazos, envolviéndolo en capa de fibras largas y gruesas como cables de
conducción. Pero Eduardo siguió tirando con todas sus fuerzas, tirando y
tirando. Y, finalmente, con un chasquido, la mata fue arrancada de su tiesto
con un rojo y sangrante estallido. Eduardo notó como la presión en su cuello y
sus brazos disminuía, a medida que aquella gorgónica melena decapitada iba
perdiendo su vida. Finalmente, agotado el poco vigor que le quedaba, ésta se
vio privada de movimiento, cayendo inerte al suelo cuando Eduardo lo soltó, despejando
su campo visual.
Ante él, el mismo
rostro arrugado y marchito de sus pesadillas, exactamente igual. Los mismos
ojos blanquecinos, la misma boca desdentada profiriendo un alarido desgarrador.
Sólo cambiaba la parte arrancada de su ser. En la cabeza se había abierto un
rojo y hueco orificio que devoraba toda la cubierta del cráneo, escupiendo algunas
débiles gotas de sangre que empezaron a resbalar como un sudor rojo sobre la
frente de su dueño. Y sin embargo, se veía hueco. Ni carne, ni hueso, ni
cerebro… si bien a Eduardo ni le importaba demasiado ni tenía grandes deseos de
mirar. Había logrado deshacerse de su oponente. Había salvado a Blanca. Eso era
lo que le importaba.
Blanca. La ansiosa
lucha para salvar la propia vida había hecho que la olvidase por completo
¿Dónde estaba? ¿La habría soltado el monstruo durante la lucha? ¿Habría
intentado huir, alejarse de él mientras luchaban? ¿Dónde estaba ahora? ¿Acaso
la habría perdido… para siempre?
Unos gritos,
procedentes de uno de los barrios al otro lado del vacío Paseo de la Explanada
y la desierta carretera llamaron su atención. Gritos femeninos entrecortados,
deformados, como si su autora tuviese problemas para hablar. Cuanto necesitaba
Eduardo para saber adonde dirigirse.
Corrió. Rebasó el
asfalto y el enlosado sin mirar siquiera, ajeno a todo y a todos, dando gracias
para sus adentros de que no hubiese ningún testigo de su extraña experiencia
nocturna. No tardó en localizar el origen de los gritos. Una bocacalle al otro
lado de los parterres llenos de arbustos y palmeras, en aquella alegre zona
llena por el día de turistas y paseantes, caminando o tomando un refresco o un
helado, en pie, o sentados en los bancos o las terrazas, mientras oteaban
discretamente a manteros y artistas callejeros. Sin embargo, ahora sólo veía a
Blanca, levantada en el aire por otra de aquellas manos hercúleas, cerrada
firmemente en torno a su boca, añadiendo a su misteriosa dolencia laríngea otro
impedimento para pedir ayuda. Manos pertenecientes a un gigante con cara de vieja,
con el cuerpo cubierto por una segunda piel de terciopelo negro y que, pese a
su fuerza sobrehumana, se podía partir como el yeso. Eduardo no lo entendía. No
era lógico para él. Pero no cambiaba el hecho de que estaba pasando.
De nuevo cargó,
dispuesto a golpearle en un intento de liberar a la indefensa y misteriosa
Blanca, por la que mostraban tanta fijación. Esta vez, quizás por el restallido
de sus pies desnudos contra el suelo, el ente le detectó antes de que él
llegase a su altura. Como si fuese un trapo viejo, arrojó a Blanca hacia la
derecha. La chica voló como si no pesase nada, se golpeó de lado contra la
pared blanca de un edificio y cayó al suelo, quedando tendida sobre su costado
izquierdo, inconsciente. Aquello avivó la ira de Eduardo, que se dispuso a arroyar
a aquel desalmado que ya era seguro que no era humano. Sin embargo, éste fue
más rápido, dándose la vuelta y encarándose hacia él, con la suficiente
antelación para que Eduardo pudiese a verlo; viendo algo que le hizo frenar en seco,
golpeando con sus plantas desnudas el desigual trazado de la calle, antes de
darse de lleno sin remisión contra… aquello.
Al igual que el
monstruo de pelos vivientes que había neutralizado hacía escasos minutos, la
cosa ante él tenía un particularidad que destacaba en su negra y hermética
superficie. Tenía labios. Unos labios enormes y largos, tan largos que se
abrían más allá de donde deberían estar las orejas, como las sonrisas pintadas
que lucen los payasos. Uno labios provocativamente pintados de rojo que se
retiraron en una sonrisa, como si se alegraran de verle, revelando los dientes;
grandes como vasos, rectos como hojas de afeitar y, a su parecer, igual de afilados.
Éste, un último detalle que cobró relevancia los instantes posteriores a que
Eduardo consiguiese parar su enloquecida carga.
Por asombroso, por
imposible que fuera; aquella ristra de cuchillos blancos encajados entre dos
rojas baldas se desencajaron del negro estante que los sostenía. Dotada de una
elasticidad prodigiosa, la gran sonrisa empezó a acercarse a él, a medida que
aquella boca se estiraba, alargando la negra piel que la rodeaba. Una negra
serpiente estirando un cuello terminado en una cabeza que no era más que labio
y diente. Labios que, a menos de un metro del paralizado rescatador, se abrieron hacia arriba exageradamente, permitiéndole contemplar la verdadera inmensidad
de los dientes, que empezaron a separarse también, ofreciéndole una perspectiva
de lo qué había tras ellos. Una lengua, plana y rosa, como una sanguijuela
gigante, reptaba de un lado a otro de modo trémulo, como temerosa de perderse
al final de la estrecha y negra gruta abierta tras ella, en la que podía acabar
Eduardo si bajaba la guardia, como le demostró el nuevo engendro. Aquella boca
imposible se abrió aún más, formando una apertura estrecha y larga casi tan alta
como él, limitada por sus dientes blancos. Entonces, como un tiburón blanco,
aquellas fauces se lanzaron a por él.
En una fracción de
segundo la boca se cerró en seco, teniendo Eduardo los reflejos suficientes
para retirar su cuerpo hacia atrás, justo cuando los dientes, como dos hojas de
guillotinas opuestas, se cerrasen, chocando hilera contra hilera con un
estallido de gong. Aquella boca podía alargarse lo bastante como para abarcar
su cuerpo entero, ya lo había visto. Y aquellos incisivos, desproporcionados y
cortantes, podrían traspasar su cuerpo como si fuese mantequilla; también era
evidente. Si no se movía con cuidado, podría cerrarse sobre sus hombros y
decapitarle, deslizarse hasta un brazo y arrancarlo o extenderse sobre el
suelo, abrirse lo bastante para rodear sus dos piernas con sus labios y
cerrarse, mutilándole para siempre. Era aquel un engendro peligroso. Pero
Eduardo estaba decidido. Y ya había
tratado con otros de su especie antes.
Con toda la
velocidad que sus extenuadas y desnudas piernas permitieron, se desplazó hacia
su derecha. La sonriente cobra negra empezó a elevarse cautelosamente,
permaneciendo en equilibrio lista para atacar, mientras su rojo capuchón se
ensanchaba aún más en respuesta al desafío. Su forma de comunicarle que no le
intimidaba. Y entonces, atacó.
Los labios se
separaron a la vez que aquel cuello larguísimo, negro y flexible, se lanzaba
hacia él, preparado para asestarle un mordisco mortal en la cabeza. Justo hacia
donde Eduardo esperaba.
Eduardo la apartó
de la trayectoria de los dientes, que aún así se cerraron a un centímetro de
él; de hecho, cuando se separó notó una ligera resistencia, seguida de un
ligero dolor a la altura de la frente. Con asombroso y nítido detalle, acertó a
ver los tres o cuatro pelos de su corto flequillo que habían quedado atrapados
entre las blancas segadoras; cuchillos cuadrados que ya volvían a separarse,
listos para la próxima y letal dentellada…
Pero Eduardo no
les dio la oportunidad. Mientras aquel cuello largo y flexible se revolvía para
preparar su próximo movimiento, consiguió agarrar por debajo la abominable
boca, notando aquella piel imposible, blanda y fina como la seda, hundirse bajo
sus dedos. La reacción de las fauces fue brutal, sacudiéndose como una manguera
a plena presión mientras sus piezas masticadoras chasqueaban sin parar, en un
intento ciego por alcanzar de un mordisco a su oponente. Uno le rozó el hombro
izquierdo, levantando unos milímetros de piel, pero ocasionando un dolor más
que palpable que terminó de encender los ánimos de Eduardo. Con toda la fuerza
de la que fue capaz tiró y tiró hacia arriba. Y aquel mismo sonido de carne y
hueso partiéndose como uno, el movimiento de aquel ser de pesadilla cesó, al
igual que su imposible vida. Con su sonrisa congelada en una flácida mueca de
tristeza, aquel pedazo de tejido cayó al suelo, en donde se arrugó y marchitó
hasta convertirse sólo en humo; para asombro de Eduardo, quien, de nuevo en
silencio, detectó los gemidos de dolor. O, mejor dicho, los intentos por gemir
de dolor.
Como era de
esperar, aún en su puesto, de donde no se había desplazado ni medio paso, el
gigante negro se alzaba con su rostro al descubierto; en cierto sentido, el negativo de su anterior
semejante. La misma piel arrugada y consumida, los mismos ojos blanquecinos.
Pero éste tenía la cabeza coronada por desordenados y solitarios mechones de
pelo canoso, que daban la sensación de ir a desprenderse y caer de un momento a
otro como las hojas de un árbol en otoño; en contraste con el rojo agujero,
perfilado por irregulares y rectos trazos de cerámica rota que empezaban en sus
carrillos y acababan en su garganta, cubriendo la franja donde debería tener el
mentón y la boca, emitiendo aún sonidos; señales lastimeras de su derrota.
El monstruo, sin
nada más que hacer, le dio la espalda a Eduardo y se alejó por la calle,
dejando a su paso un rastro de gruesas gotas de sangre que caían de su herida
abierta. En pocos minutos el débil sonido de sus gruñidos se perdió, dejando al
joven luchador con su principal preocupación.
Recordando el
motivo por el que se había jugado el cuello, corrió hacia la derecha, hacia la
aún tirada en el suelo Blanca.
—Blanca… —la llamó
mientras la alcanzaba—. Cielo ¿Estás bien?
Eduardo se agachó
sobre su cuerpo semidesnudo, con la intención de cogerla en brazos, llevándola así
hasta su piso si hacía falta. Extendió con ese propósito los brazos,
colocándolos con delicadeza sobre sus hombros cálidos. Y, justo cuando se
disponía a levantarla, Blanca, de improviso, abrió los ojos y recobró la
consciencia, incorporándose tan rápido que no le dio tiempo a reaccionar;
estirando sus manos en torno a su cuello y atrayéndolo para estamparle sus
labios en los suyos, dándole un fuerte y enconado beso que se prolongó varios
minutos, en los que Eduardo, con los ojos abiertos, presenció como ambos
parecían quedar inmóviles mientras el mundo iniciaba su marcha al margen de
ellos. Vio las luces que les rodeaban empezar a moverse, alejándose hacia un
fondo incierto, como si la fuerza absorbente de un agujero negro las succionase.
Con Blanca aún sujeta a él, vio como aquel torrente amarillo y punteado era
desplazado a increíble velocidad en torno a ellos, como si formase un pasaje a
la eternidad para que pudiesen disfrutar del momento; mientras las luces, como
escamas de peces en movimiento, se fundían poco a poco en una, que dio paso a
la oscuridad… y las paredes.
Volvía a estar en
su dormitorio, sobre su cama, mirando al oscuro techo mientras su pecho
respiraba agitada y pesadamente, su corazón latía con fuerza y el sudor le
pegaba las sábanas a la piel. Una pesadilla. Tenía que haber sido eso sólo.
Sólo…
Eduardo lanzó un
vistazo a su lado. La pacífica y silenciosa Blanca yacía fielmente junto a él,
durmiendo como las otras noches, ajena a la trepidante y atroz experiencia
onírica de su anfitrión. Estaba con él, y estaba bien. Con eso bastaba. Y sin
embargo… sería mejor que se lavara la cara. Quizás le refrescara lo suficiente
para poder superar dormido la tórrida noche.
Con sumo cuidado,
Eduardo se separó de su lecho y se dirigió al pasillo, caminando descalzo hasta
el cuarto de baño. Allí, haciendo el mínimo ruido posible, encendió las luces y
se plantó ante el espejo sobre el lavabo, dispuesto a abrir el grifo, cuando
una visión le detuvo. La de las líneas escarlata que le surcaban el hombro, más
grandes de lo que recordaba.
—Buenas. No veo a
Eduardo por aquí. ¿Ha faltado hoy?
—No, tío. Vino
esta mañana, pero… Joder, yo puedo decir que llevo por lo menos una semana sin
dormir tranquilo por culpa del calor, pero ha traído la peor cara que te puedas
imaginar. Unas ojeras que parecía un panda, la cara colgando, respirando como
un buzo y andando sin ver por donde iba. El jefe le ha preguntado si estaba
bien… y ha dicho que simplemente anoche se puso un poco enfermo y durmió poco.
Dijo que podía trabajar… pero el jefe ha preferido no arriesgarse y le ha dicho
que, si quiere, hoy se tomase el día libre.
—Vaya gracia. Si
al final va a ser verdad que esa novia misteriosa que tiene le está cambiando
la vida.
-Chupándosela, más
bien. Habrá que ver si sale de día, por si es una vampira.
Juan rió la gracia
antes de sentarse en la barra del bar, facilitando a Jesús el servicio de un
vaso de café y una tostada, su aperitivo de media mañana. Por suerte, en aquel
momento no había demasiado trabajo, pudiendo hablar sin inconvenientes.
—¿Y ha dicho qué
le pasa exactamente?
Jesús negó con la
cabeza.
—Ni idea. Aunque
dice que seguramente sólo sea cansancio. Dice que se acostará un rato e
intentará no hacer esfuerzos… y mañana ya estará bien.
—A ver si es
verdad. Por cierto, ¿has hablado con Roberto del tema?
—Sí. La verdad es
que le quemó bastante que Eduardo no le contara lo de su nueva chica. Claro
que, cuando le conté que nosotros dos sólo sabemos de ella por oídas, se le
pasó enseguida.
—Es verdad. Me
pregunto si estará tan buena como dice.
—Como Eduardo ha
estado tan raro estos últimos días, con esa fijación que tiene con ella,
siempre en el piso, Roberto ha pensado… que si el viernes te viene bien,
podríamos invitarles a los dos a ir al Barrio. Así, de paso, nos enteramos
nosotros también de cómo es.
—Estaría bien.
Tanto dárselas… Oye, ¿te imaginas que en realidad tenga setenta años? ¿O ni
siquiera exista? ¿Que sea sólo, no sé, un truco para hacerse el interesante?
Jesús se rió de su
imaginación, y Juan, de su propia ocurrencia.
—Bueno, habrá que
esperar a mañana. Estando como estaba hoy, creo que será mejor esperar para
proponérselo.
Juan, consciente
de que el tiempo volaba, acertó a dar dos grandes bocados a su tostada.
—Tiempo hay, es
verdad. Mientras la poli no ponga controles ni nada por el estilo…
—¿La poli? ¿A qué
te refieres?
Juan dio un sorbo
de su taza, antes de despejar el desconcierto de Jesús.
—¿No te has enterado?
El camarero negó
con la cabeza.
—Bueno, la verdad
es que hoy temprano he visto dos coches de policía yendo a todo trapo a la
Explanada… y algunos de los clientes parecían nerviosos, pero, claro, no iba a
ponerme a preguntarles que…
—Han aparecido dos
cadáveres cerca de la Explanada.
—¿Qué…?
Jesús se
sorprendió de su propio sobresalto. Era una noticia curiosa, aunque tampoco
asombrosa.
—¿Te refieres… a
lo de la sangre que encontraron cerca de Gadea con Pintor Casanova?
Juan sonrió, antes
de dar otro bocado a su almuerzo y engullirlo con avidez.
—Esa es otra
historia. Ya dan algunos datos al respecto. No, lo que yo digo lo he oído esta
mañana por la radio.
»Por lo que he
oído, uno de los cadáveres estaba en el Postiguet. Creen… que la mataron en
alguna parte entre el puerto y la playa y alguna… corriente o algo acabó
llevándola a la orilla. La otra estaba en un callejón cerca de Gabriel Miró,
pero se ha encontrado sangre en la calle que une la plaza con la Explanada, así
que están investigándolo.
Jesús miró a su
amigo con atención, al percatarse de algo.
—Has dicho la. ¿Acaso…
eran mujeres?
Juan terminó con
el pan, antes de asentir.
—Sí. Por lo visto
chicas jóvenes, aunque, hasta que las identifiquen
no se sabe nada.
—¿Identificar? ¿Es
que hace falta saber quiénes eran para saber qué son?
Juan lanzó una
sonrisa mordaz y apuró su taza de café ante de responder.
—No lo has
entendido. La duda está en que… a los dos cadáveres les falta la cabeza.
Jesús se quedó boquiabierto.
—¿Quieres decir… que las decapitaron?
—Sí. Puede que sea algún tipo de
psicópata, por lo que dicen.
Se hizo el silencio en el bar durante un
par de minutos.
—Bueno, tengo que irme —señaló Juan,
lanzándole un vistazo al reloj de su muñeca izquierda—. Como llegue tarde, mi
jefe me va a echar una bronca.
—Antes de que te vayas… —acertó a decir
Jesús, mientras Juan se dirigía a la salida del local—. ¿Qué decíais antes… que decían los periódicos sobre lo de Pintor Casanova?
La respuesta le llegó desde el umbral
abierto del establecimiento.
—Parece … que
también era una mujer. Ahora mismo están registrando las alcantarillas allí.
Encontraron sangre cerca de una boca. Creen que… pudieron despedazarla y
tirarla.
Viernes por fin.
La mejor notícia que pudieron darle a
Eduardo esa mañana era que no sólo se mantenía su turno anterior, por lo que
podría librar durante el resto del fin de semana, sino que no tendría que
recuperar el día que se había tomado como baja. Por lo tanto podría descansar,
ya que, contrariamente a lo que su jefe y compañeros debían esperar al mandarle
a casa, había tenido una tarde muy ajetreada.
Tras repasar la
instalación del nuevo pestillo en su dormitorio, pensó en revisar las
cerraduras de su apartamento. No era que dudase de que lo de la noche pasada
era imposible… pero, al mismo tiempo, sentía, sabía que había tenido una parte
de real. Y a ello se añadía otro problema de mantenimiento doméstico: una
filtración, procedente de un piso superior o incluso de sus propias cañerías,
había dibujado una mancha oscura de humedad que cubría buena parte de la base
de la pared junto a la bañera, extendiendo un rancio y descompuesto hedor por
todo el servicio y más allá. Temiendo que la atmósfera en el apartamento se
volviese tan viciada que ni él ni Blanca pudiesen comer sin sentir arcadas,
dormir sin asfixiarse o, simplemente, respirar sin ahogarse, intentó encontrar
el origen de la fuga. Habló con la gente del resto de apartamentos, pero todos
se habían ido de vacaciones y no habían dejado a nadie para responder por
incidentes como aquel. Le tocó llamar a su casero, también ausente, quien le
aseguró que llamaría a un fontanero del seguro para realizar una inspección,
siendo el principal problema que, según dijo con pesar no del todo genuino,
seguramente con los horarios de agosto, no llegaría hasta la mañana siguiente,
obligándoles a aguantar al menos dos días aquella peste. Eduardo se despidió
con fingida gratitud, pensando en buscar algún servicio independiente o, como
último recurso, intentar dar con la fuente de aquella humedad asquerosa. Sin
embargo, para su sorpresa, Blanca le hizo abandonar la idea.
Blanca, pura y
hermosa como siempre, paseándose con la escueta ropa que él le había comprado;
moviendo delicadamente los brazos y contoneando las piernas como símbolos de su
salud restaurada. Dado que aún mostraba reticencia a salir y, a la vez, debía
afrontar el calor del apartamento, la chica demostró una gran resistencia a la
situación, asfixiante e insoportable para la mayoría, incluido el propio
Eduardo. Motivado por el vigor del que hacía gala la en apariencia frágil
muchacha, optó por afrontar el imprevisto para, poco a poco, habituarse a él hasta soportarlo al final del
día; logro que le llenó de felicidad y, en apariencia, también a ella.
Blanca. Al
contrario que en la pesadilla original, esta vez parecía haberse mantenido al
margen en todo momento de las acciones de Eduardo para ponerla a salvo. Con una
nueva y perenne sonrisa en sus rosados labios, revelando la perfección de sus
blanquísimos dientes, y su corta melena en crecimiento, adquiriendo un nuevo
tono intenso que hacía pensar en hilos de oro mezclados con marfil, la chica se
mantuvo animada todo el día, cuidándole. Le hizo la comida, le planchó la ropa
y le barrió los suelos y le acompañó mientras estudiaba la mancha, masajeándole
el cuello con dedos delicados en un intento de aliviarle; sin pedírselo y sin
mediar palabra alguna. Seguramente era una muestra de gratitud, por acogerla… y
lo demás. Eduardo no sabía por qué, pero sentía que ella sabía algo en relación
a aquellas viejas que se le aparecían en sueños, aquellas a las que ya se había
enfrentado dos veces con dificultad. Por lo menos, ese jueves el cansancio fue
más fuerte que el calor y el olor. Y, con la aún sonriente Blanca con él, Eduardo
Nacher consiguió pasar de tirón esa noche. Todo para encontrarse a la mañana
siguiente, tras un reparador paseo de camino al trabajo, con la sorpresiva
invitación de Jesús una vez se incorporó a su puesto.
—Buenos días, tío.
¿Estás ya mejor?
—Si, ya estoy
bien. Debió de sentarme algo mal. Con este calor…
Su amigo se rió
tímidamente ante la afirmación.
—Oye, escucha.
Roberto, Juan y yo vamos a salir esta noche. Hemos pensado que podrías venir tú
también… y traerte a tu nueva amiga. Así de paso, nosotros podríamos conocerla.
Eduardo evitó
mirarle a los ojos, mientras paseaba su mirada de un rincón a otro del bar. Por
una vez en su vida, no estaba seguro de cómo debía contestar a esa petición.
—Pues… no lo sé,
de verdad. Tengo muchas cosas que hacer en mi apartamento. Fíjate que creo que
desde ayer tengo algún tipo de filtración. Blanca… ella no sale del
apartamento, creo que tiene miedo. Especialmente cada vez que…
—¿Cada vez que… qué? —Jesús se interesó por su descuidado—.
Eduardo, ¿te ha… os ha pasado algo malo?
En ese momento, la
puerta del local se abrió. Era el primer cliente de la mañana. El salvador de
Eduardo.
—Mira, Jesús. Esta
tarde lo hablaré con ella y, dependiendo de lo que diga… os pego un toque.
Se alejó hacia el
recién llegado, un hombre de mediana edad vestido con camisa y pantalones
largos, confiando en que, con suerte, su jornada pasaría volando.
Eran pasadas las
cuatro. Pese a haber sido un día tranquilo, sin más ocupación que servir una
decena de desayunos y almuerzos y fregar cerca de una docena de platos y el
doble de vasos y cubiertos, estaba agotado. La vuelta a casa hacía casi una
hora le habría animado, si no fuera porque sabía que volvía al pegajoso calor
del apartamento y al inmundo hedor que, desde el servicio, había terminado
conquistándolo todo. Sólo la visión de Blanca, sonriente como de costumbre, con
su piel pálida pero llena de vida, que parecía brillar aunque no solía sudar
(al menos delante suyo), consiguió animarle. Le había esperado para comer
juntos sopa de sobre y ensalada, la comida ligera que su maltrecho cuerpo podía
digerir para reponer fuerzas. Cuando terminaron, ella se llevó los restos al
fregadero mientras él, abatido por el sopor, se retiraba al salón a echarse una
siesta.
De camino, sin embargo, comprobó que la humedad había traído un nuevo problema: las moscas se colaban por las ventanas abiertas, traídas por la promesa de escoria, formando
una zumbante neblina al pasar frente al lavabo que más parecía el sonido de un
avispero gigante. Al pasar por delante, una se escapó, trepándole por la nariz
y los párpados con sus patas pegajosas.
—Bichos asquerosos —masculló, agitando la mano para espantarlo.
Tuvo que retroceder a la cocina, volviendo al lavabo armado con un bote de insecticida. Una larga
rociada, que bajó su volumen en más de la mitad, y volvió el silencio.
Mientras se tumbaba
sobre el sofá, notando sus párpados empezar a cerrarse, la oyó acercarse por el
pasillo y sentarse en el sillón a su lado, todavía sonriendo. Con suerte, esa
visión le garantizaría el descanso. Cuando, de pronto, ante el temor de que el
olvido le jugase una mala pasada, decidió aprovechar el momento.
—Escúchame, Blanca
—la llamó, incorporándose—. Escucha.
Unos amigos míos van a salir de fiesta esta noche. Ellos… y yo hemos pensado
que podríamos… ir los dos. Juntos.
Para su asombro,
en el que se entremezclaban el miedo y la preocupación, la sonrisa de la joven
se borró y empezó a negar enérgicamente con la cabeza.
—¿Por qué no?
—quiso saber Eduardo—. ¿Por qué no quieres salir de aquí nunca?
Por toda respuesta
se le acercó y le agarró con ternura la muñeca derecha, mientras abría la
izquierda como un abanico y recorría con ella toda la sala. El mensaje era
evidente: para estar con él.
—Pero… Blanca.
Saliendo de aquí no vas a perderte —aseguró, cogiéndola por las manos con aire
tranquilizador—. Sólo vamos a tomar un poco el aire, a que mis amigos te
conozcan y tú a ellos… Te caerán bien, seguro. Luego estamos un rato en un bar
y cuando no tengamos más ganas…
Mientras hablaba,
Blanca se levantó y se dirigió hacia el mueble bajo el televisor, empezando a
abrir sus cajones, rebuscando en su interior. El sorprendido Eduardo estuvo tentado
de preguntarle qué hacía cuando le vio sacar un bolígrafo y un bloc de notas.
Seguidamente, en pie, empezó a dibujar algo con frenesí, rayando con ansia
sobre el papel. Cuando terminó, con aprensión en el rostro, se le acercó,
tendiéndoselo. Éste contempló con asombro lo que había escrito. No, lo que
había dibujado: con trazos descolocados, más propios de un niño haciendo
rayajos, pero con precisión, había plasmado una figura corpulenta, alta y
amenazante, a pesar de carecer de rasgos. Lo único que faltaba para que fuese
una imagen exacta era que el boli hubiese sido negro y no azul.
—Comprendo —musitó
Eduardo con asombro—. Entonces, tú también los has visto.
Blanca, aún sin
sonreír, asintió.
—Esta… gente va a
por ti.
La chica volvió a
asentir, con aún más urgencia.
—¿Quiénes son? ¿Y
por qué van a por ti?
Esta vez Blanca se
encogió de hombros, para luego agachar la cabeza y negar con tristeza.
—Por eso no
quieres salir. Por eso quieres estar conmigo. Tienes miedo de que si sales te
cojan…
Mientras hablaba,
la muchacha se le acercó lentamente. Esta vez no hacía falta ninguna
confirmación.
—Bien —concluyó
Eduardo, apartando la vista del papel y dirigiéndola hacia la mesita, en la que
había dejado su móvil—. Llamaré a Roberto ahora… Le daré una excusa cualquiera;
que he recaído y no puedo salir. Así…
Para nuevo asombro
de Eduardo, Blanca, que se había sentado junto a él, recuperó el cuaderno. Pasó
la hoja con el dibujo y empezó a escribir algo. Cuando terminó, Eduardo pudo
ver el mensaje en grandes letras:
VE TÚ. PUEDES ESTAR
CON TUS AMIGOS. YO ESTARÉ BIEN AQUÍ MIENTRAS TÚ ESTÉS BIEN.
Con una sonrisa en
el rostro, el joven alcanzó su teléfono.
—De acuerdo
—concluyó—. Por cierto, un día de estos deberíamos ver por qué no puedes
hablar.
Blanca volvió a
negar con la cabeza, pero esta vez habiendo recuperado su sonrisa de felicidad.
—De modo… que tu
chica no se encuentra bien y la has dejado descansando en casa ¿Correcto? Desde
luego, mucho tacto con las mujeres no tienes…
Eduardo asintió.
—Sí, pero ten dos
cosas claras. Primera, no es mi chica. Es simplemente… una amiga con la que
conecto muy bien. Y segundo, si estoy aquí es porque ella me lo ha pedido.
Roberto se rió exagerada y falsamente,
mientras se abrazaba a Alicia. Los cinco esperaban, en una de las calles de acceso al casco antiguo, la llegada de
Juan. Considerando que casi eran las nueve, no debía tardar mucho. Entonces
empezaría la noche.
—De modo que conectáis bien… ¿Eso quiere decir
que al final te la has tirado?
Eduardo sonrió.
—Alicia, ¿podrías
irte un ratito a dar una vuelta? No creo que pueda partirle la cara al capullo
de tu novio si te agarras así a su pescuezo.
—Venga, tengamos
la fiesta en paz —intervino Pilar, abandonando el peldaño que compartía con
Jesús a modo de asiento—. Seguro que es una buena chica y Eduardo lo está
haciendo bien…
—Por favor, Pilar.
Que va a parecer que me defiendes y tu novio está ahí delante.
—Por mí, tranquilo
—aseguró Jesús.
—Quiero decir…
—intervino de nuevo Pilar—. Seguramente lo que pasa es que tenéis muchas cosas
en común…
—Por ahora, que
compartimos los sueños.
Eduardo apretó el
rostro. Se arrepintió en el acto de haber hecho dicho eso.
—¿Compartís
sueños? —reaccionó Pilar, dirigiéndole una mirada pícara—. ¿De qué clase?
—¡Húmedos, por
supuesto!
La respuesta vino de Alicia, claramente con palabras de Roberto. En el acto sus cuatro
acompañantes rompieron a reír. Con gran esfuerzo, Eduardo trató de imitarlos.
Eso, que pensaran que era una broma, algo que alejase la verdad que ahora
intentaba reprimir. Intentó pensar en una réplica ingeniosa y en el mismo tono,
a fin de asegurar la jugada. Por desgracia, no fue antes de que la ansiedad se
reflejase en su rostro; el tiempo suficiente para que alguien la descubriera.
De repente, Jesús dejó de reírse y se dirigió hacia él, uniéndose a su chica.
—Eduardo, ¿pasa
algo? —preguntó, mientras rodeaba la nuca de Pilar con un brazo—. Esto… ¿Tiene
algo que ver con lo que ibas a decirme esta mañana?
La chica se dispuso
a preguntar a qué se refería, cuando una solitaria afirmación y una indicación
con la cabeza le indicó que hablaría con
menos público.
—Ella puede venir
también… si quiere.
Tras indicarle que
sí y decir a la otra pareja alguna excusa para dejarles un momento, Eduardo
retrocedió hacia la Rambla, seguido por sus dos amigos, no hablando hasta haber
perdido a Roberto y Alicia de vista por completo.
—Esos sueños que
digo, que los tengo día sí y día no… en ellos aparecen una… especie de
monstruos que tratan de llevarse a Blanca con ellos. Yo lucho con ellos para
defenderla… y, cuando acabo, estoy otra vez en mi piso, tirado en la cama con ella al lado. Sí, sé que es imposible,
pero… todo es tan intenso y tan real… Por eso he estado yendo estos últimos
días a trabajar reventado. Por esas pesadillas.
La sorprendida
pareja escuchó boquiabierta y sin reírse, los detalles de sus extrañas
vivencias.
—Joder —musitó
Jesús cuando acabó—. ¿Y dices que las tienes… desde que la encontraste el
sábado?
—Sí. Tuve una el
lunes y otra este miércoles. Al principio pensé que las tenía yo sólo y que
ella sólo salía. Pero… me ha dicho que ella también ve a esos…
—Una cosa, Eduardo
—apuntó Pilar, que había seguido con gran interés su narración—. Esos
superhombres con cara de viejas, que dices que se rompen en pedazos… ¿Dices que
son iguales… y que sólo cambia alguna parte de su cuerpo?
Eduardo se dispuso
a responder cuando vio que los dos desviaban la mirada sobre él. Al volverse, vio
a Juan caminando alegremente hacia ellos. Por ello, se limitó a asentir con la
cabeza.
—Tío, tiene pinta
de ser cosa mala —aseguró Jesús, no muy seguro de qué debía decir—. A lo mejor…
deberías buscar ayuda.
Eduardo sonrió con
tristeza.
—Ya habrá tiempo
para eso. Ahora que estamos todos… es mejor disfrutar un poco.
Seguidamente se dio
la vuelta, corriendo suavemente hacia el recién llegado.
—Vaya, veo
que es verdad que tu amiga no ha podido
venir —observó, mientras se chocaban los cinco.
—Si, una lástima.
Me hubiese gustado que os conociera —observó Eduardo mientras le miraba
sonriente—. Lo que sí es, en cambio, rarísimo, es que tú vengas solo.
Juan sonrió,
dándole una palmada en el hombro a la vez que caminaban hacia el resto del
grupo.
—Cabrón, ¿qué te
has creído? ¿Qué sólo sé salir si lo tengo todo preparado?¡Vamos, la noche es
joven! Será más divertida si intento pescar algo improvisando sobre la marcha… —Hizo
una pausa, enarcando una ceja—. Por cierto, ¿cómo puedes venir así? Habiendo
estad malo.
Señalaba a la
cazadora vaquera que Eduardo llevaba sobre la camisa y los pantalones.
—Pues porque si
vuelvo a sudar y luego se enfría, por ejemplo, si tienen el aire muy fuerte
donde vamos… -Señaló hacia el principio del barrio, hacia ninguna parte-. Hablé
con un médico y me dijo que es mejor cocerme y darme una ducha al llegar a
casa; si no podría ponerme peor —mintió.
—Bueno, —Juan se
encogió de hombros—, tú mismo.
Era una noche
animada porque, por algo, aquel era un sitio animado. El Barrio siempre lo era,
especialmente los fines de semana. Entraron a un local animado, quizás no
frenético, como atestiguaba que la música pop que sonaba tenía más de ambiental
que de invitación al baile; pero animado al fin y al cabo, pues estaba lleno de
gente. Y era gente animada, en pie y
sentada, hablando, bebiendo y riendo; felices, ansiosos, deseosos de aquel
lugar, de lo que pudiese ofrecer o de lo que ya les daba.
Roberto bebía
animadamente al lado de Alicia. En aquellos momentos, se había ido a la barra a
por otra ronda. Juan, por su parte, ya llevaba en ella un buen rato,
entreteniendo con algún sugestivo juego de palabras a dos chicas que se reían
con él en la esquina. Jesús y Pilar se limitaban a tomar algo mientras
esperaban a que el ambiente se animase un poco más. Sólo Eduardo parecía
desentonar. Sentado en la mesa que compartían, su rostro, lejos de mostrar la
vital energía y deseo de vivir de la juventud, era un reflejo perfecto, casi
aterrador, de hasta qué extremo puede llegar el cansancio en un hombre. La
música, placentera para el resto de oídos, a él le taladraba los tímpanos como
una rata chillándole al oído. La luz, escueta y agradable, le quemaba los ojos
como metal al rojo. La bebida, lejos de animarle, le revolvía el estómago como
si fuese un caldo tóxico y no una sustancia espirituosa. Era como una mezcla
entre resaca y dos noches de insomnio. Él intentaba disimularlo, bajando la
mirada y tocándose la frente. Pero no lo podía evitar. Además, el sudor
afloraba en su frente y axilas.
—Edu, ¿estás bien?
—le preguntó Jesús, al ver como se retorcía—. ¿Te ha sentado algo mal?
Eduardo levantó la
cabeza, sonriendo con desgana.
—No lo sé. De
verdad, no lo sé. De repente…
Era demasiado
fuerte para expresarlo con palabras. Había estado enfermo otras veces;
recordaba como su cuerpo tiritaba y su cabeza ardía durante la gripe. Como la
indigestión le atenazaba el estómago. Como la primera resaca le obligó a pasar
casi un día entero a oscuras, con la cabeza agitada como un mar tempestuoso.
Pero nada igual; demasiado grande… y a la vez, demasiado insignificante, en un
mundo pequeño de por sí para prestar atención a temas ajenos. Un rápido vistazo
le demostró que nadie fuera de esa mesa le prestaba la más mínima atención, a
pesar de su manifiesto malestar. Los camareros atendían y servían, al igual que
algún joven queriendo lucirse ante una chica. Roberto había conseguido recoger
las dos cervezas, servidas en jarras, cada una en una mano. Juan, por su parte,
aprovechó que rompía el hielo con aquellas dos bellezas para señalar a sus
acompañantes, quizás en una extraña estratagema para resaltar sus propios
atractivos, especialmente ante el maltrecho Eduardo. La maniobra pareció
funcionar, si bien una de las chicas, alta, de larga melena rubia, cuerpo
proporcionado y suaves facciones, se quedó mirándole fijamente, seguramente reconociendo
en él el dolor.
—Creo que será
mejor… que me vuelva a casa —apuntó Eduardo, apoyándose sobre el borde de la
mesa—. No tendría que haber venido.
Jesús reaccionó
levantándose también.
—Te llevo —se
ofreció—. Como pretendas irte hasta allí andando…
—No seas capullo
—le reprochó su amigo, levantándose—. Es sólo que necesito tomar un poco de
aire. Me acercaré al puerto. El olor del mar… Dios, huele a rayos… pero me
despeja la cabeza.
La pareja no pudo
evitar soltar una risita.
—Además —concluyó
Eduardo—. Me apetece… ver como está Blanca. Eso seguro que sí me anima.
—¿Estás de guasa?
—observó Jesús—. Para eso deberías haberla traído.
Eduardo negó con la
cabeza.
—Ella lo quiso
así. Y no me apetece… estropearlo —explicó, mientras se incorporaba por
completo—. Dios. Nunca había estado tanto tiempo con una chica. Y… puede
parecer raro, pero… es perfecta para mí. Es como… mi mujer ideal. Y por cómo la
encontré… no parece real. Pero lo es. Y quiero disfrutarlo lo máximo que pueda.
Disculpadme con los demás… cuando vuelvan.
Se despidió
definitivamente y se abrió paso entre las mesas y la clientela, hasta alcanzar
la puerta.
—¿Qué ha pasado?
—señaló Roberto, una vez ocupó su puesto en la mesa—. ¿Eduardo…?
—Se ha tenido que
ir —le dijo Jesús—. Se sentía mal. Y además… estaba preocupado por su amiga.
Roberto le pasó
una jarra a Alicia, dio un sorbo a su propio vaso e intentó sonreír.
—Lo entiendo. La
verdad es que, mientras venía hacia aquí, no estaba poniendo buena cara. ¿Pero
irse por una chica que tiene de ocupa? Joder. Le conozco desde hace años.
Bueno, a lo mejor sería mejor decir que sé que existe desde hace años. Pero… la
verdad es que jamás imaginé que alguien como él pudiese tener un lado tan…
romántico.
Pilar,
apretujándose contra Jesús, se rió de su observación.
—La verdad, no se
le puede culpar. Y creo que no deberíais haberle dejado irse solo.
—¿Por alguna razón
en concreto? —se interesó Alicia.
—¿No habéis visto
las noticias… ni leído los periódicos?
La pareja negó con
la cabeza.
—Cariño, créeme
que como el día que ellos han tenido se haya parecido lo más mínimo al mío…
—les apoyó Jesús, en un intento de justificar su propia ignorancia.
—Parece que han
hecho avances… en lo de las tres muertes. La policía cree… que es un asesino en
serie.
Un silencio
sepulcral se precipitó sobre aquel minúsculo espacio entre sillas, roto sólo
por el estrépito del gigantesco mundo que lo englobaba.
—Todas eran
mujeres jóvenes. Una vecina de Doctor Gadea, una turista y una estudiante. La
primera fue la que dicen que podía estar en las alcantarillas. He… oído que ya
han dado con sus restos. Estaban destrozados. Parece que el asesino… la troceó
por completo con algo y fue tirando los trozos a las alcantarillas. Todavía…
faltan piezas por encontrar.
—¡Dios! —estalló
Alicia, horrorizada por la narración—. ¿Te parece tema para tocar en una mesa?
—Y Eduardo… —observó
Pilar—. Esos sueños que tiene… y esa chica que dice…
—Dice que está
preocupado por ella. Seguramente sea por lo de los asesinatos. Pero… —Jesús fue
cauto, consciente de que pisaba terreno resbaladizo—. Cariño, ¿crees que él
podría… tener algo que ver?
Pilar inclinó la
cabeza.
—No es eso. Es que
ese sueño… hace tiempo estuve saliendo con un tío… que creía que los sueño
simbolizan… cosas profundas de nuestra mente o algo así. Deseos y cosas por el
estilo. Y por lo que ha contado… Su chica ideal, perseguida por viejas
todopoderosas y monstruosas. Y él intentando alejarlas.
—Sí, ¿qué crees
que puede significar?
—Un momento ¿De
qué estáis hablando? —intervino Roberto, siendo ignorado.
—No lo sé. Pero…
es como la vejez intentando llevarse la juventud. O la muerte intentando
llevarse a la vida. A la mujer ideal de Eduardo. A la que defiende sea como
sea…
— Pues… no sé
—apuntó Jesús—. Habría que ver ese tema. Pero antes, dime, ¿ese tío con el que
salías… cómo era?
El oportuno enfoque
celoso de Jesús, fue, por otro lado, bienvenido por Pilar, pues le permitió
abandonar tan complejo y siniestro tema. No así por Roberto, que se sintió
ignorado deliberadamente, incluso por Alicia, que prefería degustar con calma
su bebida. Especialmente momentos después, cuando Juan, bailoteando con una de
las chicas de la barra, una preciosa pelirroja de esbelto cuerpo, se les acercó.
—Bueno tropa, me
parece que podéis iros despidiendo de mí
dentro de poco —les comunicó mientras su conquista le mordisqueaba la
oreja.
—Enhorabuena
—señaló con sarcasmo Roberto—. Porque si supieras la que te has perdido…
—Por cierto,
—observó—, ¿dónde está Eduardo? ¿Se ha ido también?
Las viejas calles
enladrilladas en gris, emparedadas entre decadentes edificios de ladrillo y
piedra y débilmente iluminadas por farolas individuales, tenían la que, en su
opinión, era la mayor ventaja que se les podía pedir: siempre iban cuesta
abajo. Por ello, aunque la ida, que se hacía con las fuerzas intactas, fuese
cuesta arriba, el abandono de las zona de abastecimiento, trastocados por el
sueño, el cansancio y el alcohol, era mucho más placentera. Bastaba con dejarse
llevar por las pendientes.
Eduardo ya lo notaba. En la calle hacía más
calor que en el local, pero no tanto como en su apartamento; lo que consiguió,
de algún modo que no entendía, aliviar parte de su sufrimiento. El dolor de su
estómago amainaba. Su cabeza se calmaba. Sus pulmones se despejaban. Se
encontraba, curiosamente, fresco como una rosa. Podría incluso volver con sus
amigos. Pero se contuvo. Una idea extraña le rondaba la mente. Aquella
aflicción extraña se había manifestado cuando empezaba a disfrutar con la
salida pactada, desvaneciéndose cuando se disponía a dejarlos para volver con
ella. Su amada. Blanca. Como venía pasando desde que la encontró agonizante en
la basura, su mera presencia bastaba para que toda su debilidad se tornara en
fuerza y su malestar en salud. Debía volver con ella. Era lo correcto.
Estando donde
estaba, no tardaría mucho en alcanzar la línea de costa. Podría recorrer aquel
Mediterráneo que tan maravillosamente le influía hasta el desvío que le
conduciría hasta ella. Y era más, no tendría ninguna clase de estorbo. La
calle, aún siendo relativamente pronto, estaba desierta. A sus espaldas y desde
los barrios que le rodeaban, le llegaban las voces, risas y jaleo de los
múltiples locales nocturnos de esa zona de la ciudad. Y, sin embargo, por donde
él caminaba no había nada ni nadie. Totalmente vacío por delante y por detrás.
O eso pensó, hasta que, cerca de la salida del Casco Antiguo, coincidiendo con
una repentina disminución en los decibelios que el placer expulsaba a los
cuatro vientos, le llegó otro sonido. Pasos, fuertes y marcados, como tacones
de cierta altura; de no ser porque estaba seguro de que ninguna mujer podría
caminar por esa cuesta con ese calzado y a la velocidad que las pisadas
sugerían. Extrañado, se volvió, notando un mundo entero de temores e
incomprensión precipitarse sobre él como una avalancha.
Estaba despierto y
esta vez sí, más allá de toda duda, en la calle. Y sin embargo, allí estaba. No
tenía tacones. Sólo los mismos zapatos grandes y negros, ocultos bajo la capa
de tejido que lo envolvía de pies a cabeza como un sudario, como si fuese
verdadera piel. Había parado para mirarle fijamente. Alarmado, Eduardo miró a
su alrededor; tras él, más allá de aquel ser, incluso hacia las altas ventanas
y verticales paredes. En cierto sentido, era un consuelo. Blanca no estaba. No
había rastro de ella por ningún lado. No tendría que preocuparse de que
sufriera daños a manos de sus perseguidores, demonios de pesadilla que ahora se
presentaban ante él y, sin duda, en la realidad. Lo que implicaba que, pasase
lo que pasase y acabase como acabase, muy difícilmente amanecería en plena
noche en su cama, empapado en sudor y con Blanca durmiendo. A no ser que
hubiese perdido completamente la cabeza.
Su primer impulso
fue correr… pero un repentino temor le atenazó, dificultándole iniciar la
huída: la idea de que esta vez no luchaba para proteger a otra persona. Esta
vez, el ataque iba dirigido a él. Toda la atención de aquel prodigioso
engendro, sin distraerse en la aterrada y débil muchacha; seguramente como
venganza por inmiscuirse en sus misteriosas intenciones.
Mientras Eduardo
dudaba entre luchar o huir, el ser negro se arrodilló, a la vez que retiraba
hacia su espalda brazo, piernas y cabeza, hasta dejar únicamente su torso,
negro y liso, a la vista. Eduardo quedó momentáneamente paralizado, extrañado
por la curiosa maniobra que el nuevo demonio llevaba a cabo. Un grave error que
le hizo perder unos segundos vitales.
Ante su asombro,
con movimientos espasmódicos de vejiga distendiéndose, aquel torso adoptó una
conformación completamente redonda, mientras largos y gruesos pelos brotaban en
torno suyo. En cuestión de segundos, lo que contemplaba era una bola de cerdas
negras tan alta y ancha como él. La cual, para su asombro, emitió un leve
gemido mientras, como una sonrisa dibujándose en un rostro, una línea
horizontal surgía exactamente en el centro de su ecuador, empezando a
extenderse hacia arriba y abajo como dos párpados separándose para mostrar unos
ojos. O dos labios preparados para dejar salir una lengua. Eduardo no sabía muy
bien por qué, pero le daba la sensación de que, nuevamente, le tocaba lidiar
con unas fauces voraces. Aun cuando éstas se abrieron, revelando que su aspecto
no era, en absoluto, el de una boca, o al menos, en su sentido tradicional. Una
vez la gruesa superficie peluda se separó, reveló un par de amplios aunque estrechos
labios internos de intenso color carne, que se abrieron a su vez, casi
cubriendo por completo la longitud de aquella esfera de carne y pelo para
revelar su interior: un extraño anillo de carne grisácea y arrugada como una
boca de sanguijuela, pero sin dientes. Cosa que no le impedía plegarse sobre sí
mismo con sonidos de succión, ansioso por probar la carne de su contendiente.
Eduardo no dudó más. Se dio la vuelta y
corrió. Pero aquello, a pesar de ser esférico y no poder realizar ningún
movimiento que no fuera de rotación sin dar con aquella asombrosa estructura
contra el suelo, se lanzó contra él, embistiéndole por la espalda con la fuerza
de un toro bravo. Eduardo se vio lanzado por los aires, cayendo un par de
metros más allá, a lo que debían sumarse las varias vueltas que dio calle
abajo, casi al final de la cuesta. Con gran dolor por todo su cuerpo, desde sus
rodillas a su cabeza pasando por cuerpo y codos, Eduardo se dio la vuelta, sólo
para ver al carnoso y peludo horror alzarse sobre él, triunfante. Oyó un
viscoso y rasposo sonido, procedente de su interior y que no presagiaba nada
bueno, momentos antes de ver como dos formas individuales, dos lenguas largas y
brillantes, del mismo color gris pero completamente lisas, se alargaban desde
el anillo central hacia él. Se enrollaron el torno a sus pies y empezaron a
tirar, atrayéndolo hacia la sima carnosa de la que habían salido. El muchacho,
aún medio impedido por el dolor, acertó a darse la vuelta por completo, listo
para plantar cara, en el mismo momento en que el anillo se cerró en torno a sus
pies, produciendo un húmedo sonido de succión, como un bebé al mamar del pecho
de su madre, a la vez que él notaba un cosquilleo, hasta cierto punto
placentero, mientras sus piernas empezaban a ser succionadas por el engendro,
cuya obvia intención era engullirle entero. Y vivo.
Desesperado,
Eduardo lanzó con todas sus fuerzas un puñetazo hacia aquellos labios
circulares, con el pensamiento de que, quizás, podría hacerle daño suficiente
para soltarse. Con horror, un leve movimiento permitió que su puño acabase
junto a sus piernas, como comprobó al sentir una viscosa y repelente baba adherirse
a su piel. Aterrado, y consciente de que estaba perdido, lo último que hizo
Eduardo Nacher fue gritar, antes de ser absorbido por completo dentro del
monstruo. Instantes después, sólo hubo oscuridad.
Debía de estar muerto;
sólo así podía explicarse el lugar en el que se hallaba, el estado en que se sentía. Silencio
absoluto. Oscuridad absoluta. La boca seca. El cuerpo entumecido. Incapacidad
de moverse, imposibilidad de sentir. La nada absoluta.
Entonces lo sintió.
Su pecho se movía, el leve silbido del aire al dejar su nariz le llegaba a los
oídos. Y, repentinamente, Eduardo se dio cuenta de que seguía consciente. De
modo intuitivo, se puso en pie, levantó la mano derecha y la estiró hacia
adelante; buscando algo, lo que fuera, que le sirviese para ubicarse. Lo
encontró después de dar dos pasos, una especie de muro, sólido pero que se
hundió un poco bajo su mano; similar a una colchoneta, pero más blando.
Entonces recordó lo sucedido… y se percató de que, contrariamente a lo que
esperaba, el interior de aquel ser era más seco de lo que esperaba. Casi
recordaba a la piel curtida.
Y fue instantes
después, al establecer el primer contacto con aquel funesto estómago, que notó
las paredes estremecerse tenuemente, a la vez que un sordo gruñido, un eco
procedente de una gran distancia, reverberaba en torno a él. Instantes después,
el extraño temblor cobró intensidad y, sin tener tiempo de reaccionar, el
universo se plegó sobre él.
La forma más
aproximada que halló para describirlo fue una mezcla de una mano cerrando en
torno a él sus cinco dedos y un pulpo de colosales dimensiones anudando con
todas sus fuerzas sus ocho brazos. Ya fuese consecuencia de su contacto o del
inexplicable proceso de digestión que aquel imposible experimentase, Eduardo
notó toda la carne que le envolvía, kilos, toneladas, docenas de toneladas, colapsar;
oprimiéndole desde todos lados: cabeza, hombros, brazos, pies, cadera, con una
fuerza asombrosa, como si fuesen dos palmas presionando a una insignificante
hormiga. Notaba el dolor recorrerle el cuerpo, la falta de oxígeno en sus
pulmones vacíos, la incapacidad de su agotado y simple cuerpo de carne y hueso
para afrontar el embite de aquella fuerza de cien gigantes. Y, pese a todo, se
dio cuenta de una cosa: aquella fuerza le inmovilizaba, le oprimía, le dañaba.
Era indudable que podría aplastarlo sin problemas cuando le viniese en gana…
pero aún no lo había conseguido. De hecho, cada vez presionaba más, pero él no
notaba grandes cambios en su estado.
Fue la respueta
desesperada de un hombre desesperado. Un acto de valor, de negar la resignación
ante lo inevitable; similar al del hombre que cubre su cabeza con sus brazos
ante la llegada del alud o del bombero resignado que intenta combatir el muro
de fuego que se mueve desde todas las esquinas con una simple manguera. Con un
grito que se ahogó en sus paralizados pulmones, Eduardo Nacher empujó, con las
pocas fuerzas que le quedaban, empleando todo su cuerpo: sus manos, brazos,
rodillas, pies, caderas, pecho, hombros y cuello. Todo sus ser plantó cara. Y,
por increíble que fuera, consiguió contener aquel aplastamiento titánico.
Incluso notó como aquel mundo mullido y blando se retiraba unos centímetros,
dándole el espacio que necesitaba para resollar; dejando atrás, por completo,
las fauces de la muerte, al menos de momento. Entonces, aquel estómago
constrictivo volvió a intentar cerrarse. Y él volvió a contraatacar. Volvió a
retroceder, unos centímetros más que antes. Luego volvió a atacar y él
contraatacó, superando aquel poder ultraterreno. Era un pulso de voluntades,
lento y milimétricamente calculado, en el que sólo se podía vencer agotando al
oponente, consumiendo sus fuerzas poco a poco. Eduardo pronto perdió la cuenta;
cuántas veces lo había hecho retroceder, cuánta distancia se habría alejado ya
antes de regresar. Por enésima vez, la carne cargó, por otras tantas Eduarlo la
combatió… y esta vez, con su retroceso llegó la luz.
Eduardo se encontró
en pie a duras penas y respirando profundamente, de nuevo en el exterior. Sobre
él, el cielo oscuro y la luz amarilla de las farolas. A su alrededor, los
acechantes edificios que daban pie a los apretados callejones del casco
antiguo. Y a sus pies, el gris enladrillado de la acera, sobre el que se
desparramaban los restos de su atacante.
Pudo ver a sus
pies; nuevamente el rostro arrugado y marchito de cabellos y ojos blancos y
boca desdentada; esta vez completo, realizando esfuerzos por respirar,
incorporado sobre sus antebrazos, lo único que quedaba de sus extremidades;
intentando mantener en alto su torso, que desaparecía aproximadamente a la
altura del pecho…
Por asombroso que
fuera, el esfuerzo desesperado de Eduardo había terminado por hacerlo reventar,
desparramando aquel extraño tejido negro, que al parecer era constitutivo
también de sus entrañas, por el suelo, a la vez que le devolvía su apariencia
verdadera. Señal de que aquel nuevo monstruo había sido vencido. Con un
doloroso y lastimoso gemido, se desplomó sobre su espalda con su mirada perdida
en el cielo y, muy lentamente, su cuerpo y sus restos, grandes y pequeños, algunos
sobre el propio cuerpo de Eduardo, se evaporaron, convirtiéndose en humo. En
cuestión de segundos no quedaba nada de él.
Y Eduardo, notando
como el dolor se desvanecía y su fuerzas se restauraban, sintió la imperiosa
necesidad de irse de allí. No podía perder más tiempo. Habían llegado hasta él.
Así que, ¿qué le garantizaba que Blanca estuviese segura?
El estallido de sus
zapatillas contra el asfalto se grabó en su oídos mientras acortaba la
distancia que le separaba de Doctor Gadea. De allí sólo le quedó alcanzar su
bocacalle y abrir su portal. Llegó exhausto e incapaz de dar un paso más, pero
eso no le impidió lanzarse sobre los escalones y subirlos al trote de dos en
dos hasta la tercera planta, en la que tuvo que dar gracias de tener llaves,
pues habría reventado en caso de tener que tirar la puerta a patadas.
Le recibieron la
oscuridad y el hedor. La primera era comprensible, ya que, sencillamente, no
había encendida ninguna luz en la casa; atribuible a la calmada y esquiva
naturaleza de Blanca. El segundo, para asombro del inquilino del apartamento,
había disminuido bastante en relación a los dos días anteriores. Quizás, por
fin, el fontanero había llegado… No, eso era imposible, él había estado allí
toda la tarde. No tardó en calmarse, al ver la causa: todas las ventanas estaban
abiertas, permitiendo que buena parte del olor acumulado se perdiese,
disminuyendo su intensidad hasta volver a hacer el apartamento agradable. Cosa
que le calmaría si no fuese porque, a pesar del evidente inconveniente de la
altura, aquellas ventanas abiertas podían emplearse como entradas,
especialmente por aquellos que no eran humanos.
Desesperado,
Eduardo corrió al interior del pasillo, mientras tomaba aire suficiente y
juntaba saliva para gritar, con las fuerzas le quedaban, el nombre de Blanca.
Su intención, en cambio, se vio bruscamente abortada al apreciar, iluminada por
la luz exterior, como una silueta femenina, curvada y perfecta, se enmarcaba en
el umbral del dormitorio. Se dirigió a ella, sin separar su vista.
Se encontró a
Blanca de espaldas a él, vestida con su ropa interior y mirando por la ventana.
Si le había oído entrar, lo ignoraba, a pesar de que había hecho bastante ruido
al entrar y ahora, jadeando
enérgicamente. Empezó a caminar hacia ella, listo para ponerla sobre aviso,
para decirle que corrían peligro. Y nuevamente se vio detenido. Cuando estaba a
medio camino, se dio la vuelta y, con rapidez felina, le colocó un dedo sobre
los labios, callándolos.
—No te preocupes,
Eduardo. Ese era el que faltaba. Todo ha acabado ya.
Su voz, dulce y
melodiosa, transmitía confianza y sensualidad, a la par que sorpresa, por la
repentina y cuasi mágica recuperación de su dueña.
El asombrado y
confundido Eduardo, no tanto porque Blanca pudiese hablar como porque supiese
lo que había pasado a más de doce calles de distancia, se dispuso a hablar.
Pero, nuevamente, la chica le frenó… a la vez que ponía interés por sus
acciones.
Blanca separó el
dedo de sus labios y le rodeó el cuello con los brazos, atrayendo su rostro
hacia el suyo. Le besó en los labios, lenta, cuidadosamente, embriagándole con
la placentera pasión que emanaba de cada rincón de su divino cuerpo. Seguidamente,
le llevó los labios a la oreja, en la que susurró cuatro sencillas palabras:
—Ahora podemos
estar juntos.
Era la esperada
señal del milagro. El momento que Eduardo había sabido esperar con fe y
dignidad.
Aún unidos por el
abrazo de ella, que fue haciéndose cada vez más cerrado, uniendo sus cuerpos hasta
que se tocaron, se fueron acercando a la cama, dejándose caer como un árbol
talado. Una vez sobre el lecho, Eduardo, incapaz de hablar o moverse, hechizado
por la trascendencia del momento, permaneció inmóvil, dejando que Blanca le
desabrochara la camisa, le arrancara los zapatos y le quitara los pantalones y
los calzoncillos, dejándole desnudo y tendido sobre la cama. Mientras, ella se
bajó del colchón para, más cómodamente, desabrocharse el sujetador y dejar caer
la bragas. Una vez tan desnuda como él, como una milagrosa pantera albina, se
situó a cuatro patas sobre las sábanas, gateando con lentitud y cautela hasta situársele
encima. Ansioso y eufórico, con el sudor regando cada poro de su piel y su
corazón dando brincos de emoción, Eduardo aguardó a que sus labios se juntaran
de nuevo, larga, efusiva, profundamente, llenándole la boca de una extraña
mezcla de sabor a miel y fragancia de menta, a la vez que su cuerpo reaccionaba
al pasional estímulo. Cosa que ella sabía. Con una sonrisa, deslizó sus muslos
sobre él, retrocediendo hasta el principio de la cama. Una vez llegó a su
destino, no tuvo mucho que hacer; sólo elevarse, dejarse caer… y Eduardo sintió,
con los ojos cerrados y al son de un débil y acotado gruñido, como sus dos
cuerpos se unían.
Blanca empezó a
moverse despacio, primero hacia adelante, luego hacia atrás; adelante, atrás,
adelante atrás, emitiendo débiles muestras verbales de placer con cada vaivén.
Eduardo, cerrando los ojos para hundirse más en la experiencia, como no creía
volviese a experimentar otra igual, notaba como su cuerpo agitarse, feliz y
contento, por haber acabado el horror que le atormentaba, por haber logrado
alcanzar el cuerpo de aquella mujer perfecta, que no quería dejar ir jamás.
Alargaba las manos, intentando alcanzar sus pechos, redondos y delicados como
manzanas de pecado; quedando siempre retenido por la elasticidad, la suavidad
de sus caderas. Deseando que aquel precioso instante se prolongase hasta el
infinito, por los siglos de los siglos mientras se aproximaban juntos al clímax
de la experiencia, notó como, entre sus exclamaciones de placer, Blanca
descendía, hasta taparle la cara bajo su pelo rubio y volver a entrelazar sus
labios. Era la culminación del placer prohibido, una pasión seguramente reservada
sólo para dioses y demonios. Notaba el tacto de cada curva de su cuerpo, de
cada zona de su brillante piel sobre él, inundándole de aquella misteriosa
pócima de éxtasis que le inoculaba con cada torsión. Y así, perdida hacia rato
la noción del tiempo, llegó el clímax. Eduardo apretó los dientes, reprimiendo
así un aullido que tenía más de animal que de humano, mientras su amazona se erguía,
profiriendo un alarido final que concluía la unión entre los dos amantes.
Blanca se inclinó
sobre Eduardo, besándole tiernamente sobre la frente, los ojos y los labios
para luego, quedarse sobre él; aún vinculados por sus sexos.
—Te quiero —musitó
él, agradecido al destino que le había ofrecido semejante prodigio a cambio de
su buena voluntad.
Eduardo no sabría
por qué lo hizo, seguramente para poder apreciar mejor la belleza de la mujer
que había tomado. De forma casi ajena a su voluntad, su mano se extendió hacia
el interruptor a su derecha, que encendió las luces del techo, desterrando por
completo la noche del dormitorio. La noche, campo abonado en el que florecen
los sueños. Pues aquello había sido, sin duda, una experiencia digna de un
sueño. Y, como tal, se desvaneció con la luz; cediendo su terreno a la
realidad.
Muy despacio,
milímetro a milímetro, la sonrisa de placer y alegría de Eduardo se borró de su
rostro, mientras intentaba comprender qué
tenía sobre él. Al principio pensó que era un efecto óptico, producido por el
cambio de luz. Pero no era así. Y no había duda. Blanca se había ido; de vuelta
al misterioso mundo en el que los ángeles y seres sobrehumanos existen
placenteramente, después de hacer su regalo a aquel hombre. Lo que había
quedado era un sustituto del mundo real. Un sustituto abominable.
Con cuidado,
Eduardo alargó sus manos y lo tocó. Notó su tacto frío y pegajoso en sus dedos.
Y su olor, nauseabundo, saliendo de los mismos rincones que había acariciado y
besado. Y sus detalles, incluyendo el lugar donde mantenía metido el pene. No
era posible, no podía ser, no podía haberle
hecho a eso el amor. Pero no
había error, ilusión o pesadilla esta vez. Por insoportable que fuera, era tan
real... como la unión que había realizado con él.
Incapaz de
aceptarlo, Eduardo lo apartó con horror, quedando tendido boca arriba sobre su
cama, mientras él se arrastraba a toda prisa fuera del mar de blancas sábanas.
Para su horror, pudo apreciar mejor sus rasgos. Dónde había metido su boca,
dónde había puesto sus manos, dónde…
Los dulces sabores
de su boca también cambiaron, acordes a la situación. Ya no había miel y menta.
Ahora era algo metálico, amargo y picante; dibujando círculos en su garganta
como las juguetonas manos de su anterior dueña.
Fueron unos
segundos de silencio, de calma antes de la tormenta. Tormenta que llegó con un
verdadero chaparrón, el del hombre arrojando todo lo que su estómago contenía y
lo que no, incapaz de contener la náusea y el asco. Lluvia breve pero intensa,
precedida de un estrepitoso y apocalíptico tronar de gritos, que se hicieron
notar no sólo entre los escasos residentes que quedaban en la calle Pintor
Lorenzo Casanova, , ni entre los pocos transeúntes que circulaban sus calles,
sino por todo ser racional a casi dos manzanas a la redonda.
La fuente de
aquellos gritos debía de ser sobrehumana; sólo así se explicaba que, veinte
minutos después, no se hubiese quedado aún afónico, mientras un par de agentes
de la policía se adentraban en el umbral de su número y subían hasta su puerta.
La alerta de los gritos cobró prontamente un carácter más siniestro cuando
supieron hacia quién se dirigían: el inquilino del apartamento, según
comunicaron escasos minutos antes un grupo de conocidos suyos en el Barrio,
había sido visto cerca de una joven que, al parecer, preocupada por el malestar
que había ocasionado su salida, había sido encontrada unas calles más allá… o
mejor dicho, se encontró lo que quedaba de ella, en un portal inundado en
sangre. Un rastro de migas de pan rojas que, comprobaron seguía allí, subiendo
por las escaleras en manchas cada vez más pequeñas. Y coaguladas.
Como temieron los
agentes, sus llamadas no ocasionaron ningún cambio en la actitud del residente,
ni que dejase de gritar. Era obvio que pasaba algo y que no iba a abrirles.
Llegaron un par de coches patrullas con refuerzos y pudieron forzar la entrada.
Lo que les esperaba
sería conocido como “El infierno de Agosto”. Dentro del tórrido y mal ventilado
apartamento, envuelto en oscuridad, lo primero que percibieron era aquel olor
que tan bien conocían, si bien unos mejor que otros. Olor a descomposición.
Olor a muerto.
Sin perder tiempo,
empezaron a encender luces en busca de la fuente del esperpéntico escándalo, no
tardando en comprender que procedía del final del apartamento, el dormitorio;
la única sala de la casa de la que salía luz. Sin embargo, antes de llegar a
él, uno de los agentes en cabeza, un patrullero veterano, sin saber muy bien
por qué, hizo un pausa en el servicio.
—Parece que el
olor viene de aquí —señaló a la puerta entreabierta.
Terminó de abrirla,
encendió su luz… y retrocedió; por suerte para él, ya que el segundo hombre en
mirar dentro, incapaz de soportar el horror, se desplomó sin sentido en el
suelo.
Era una visión
irracional. La pequeña estancia carecía de ventilación o ventanas, con la taza
de su váter levantada, un rollo de papel rallado y una chaqueta vaquera
arrugada, todavía oliendo a sudor fresco, cubierta de salpicaduras. Al moverla,
comprobaron que el suelo estaba cubierto por una capa negra de puntos;
cadáveres de moscas. Sobre el bidé descansaban una sierra de carpintero, un par
de cuchillos de gran tamaño muy afilados y otras herramientas mal lavadas, con
restos de manchas rojas todavía frescas sobre su superficie de metal. Y la
bañera, con la cortina descorrida para dejar ver su interior rojo, recubierto
de sangre reseca y coagulada con algún solitario charco, más reciente
condensado en su irregular superficie, mientras una solitaria mosca, superviviente del exterminio bajo sus botas, revoloteaba sobre el foso, en cuyo fondo
se apreciaban restos destrozados de lo que fueron dos cabezas humanas.
Pero como ya se ha
dicho, el origen de los gritos estaba más adelante, en el dormitorio, y su
contenido no era peor. Era, sencillamente, lo peor. Un novato que entró en
cabeza acabó perdiendo el sentido. Tres agentes más, incluido un duro y
reputado subcomisario, no pudieron evitarlo, abandonando la sala para vomitar,
consiguiendo uno de ellos alcanzar el lavabo; cuyo contenido empequeñecía en
comparación con aquella sala, mientras los otros dos vaciaban sus conmocionados
estómagos sobre el suelo del pasillo. Un tiempo después algún idiota les
acusaría de “contaminar el escenario de un crimen”. Poco importó, especialmente
considerando que estropearon el pasillo. Lo importante estaba en el dormitorio.
Y su calibre no sólo era irrefutable como prueba, sino que no les valió
reproche alguno a los pobres hombres que no pudieran aguantarse.
En una esquina,
Eduardo Nacher, inquilino del apartamento, totalmente desnudo y acurrucado en
un rincón, hecho un ovillo y con la mirada perdida, se sujetaba la cabeza
mientras aún gritaba, algó más lento pero igual de fuerte. Aquella imagen le
valió cierta compasión por parte de la justicia. No sólo por el evidente
remordimiento que mostró, sino por las secuelas, anteriores y posteriores, que
dejó en su mente. Pues, después de todo, alguien capaz de hacer eso y espantarse
después, no podía estar del todo en sus cabales.
Aún descansaba
sobre aquellas sábanas ensuciadas de sangre y vómito, con su hedor se
incrementaba por el efecto del calor. Bajo las luces del techo, parecía brillar
con luz propia. Incuso parecía que sus facciones sonreían.
Posando hacia los
agentes y mirando hacia el infinito, se hallaba el torso blanco y desconchado,
cubierto de arañazos, de un viejo maniquí femenino de una tienda de ropa,
brutalmente mutilado para permitir las imposibles incorporaciones practicadas
por su dueño. Le había cortado los brazos, como intentando crear una Venus de
Milo. Pero debió arrepentirse, porque les buscó sustitutos: dos brazos humanos, serrados burdamente por debajo del hombro con alguna herramienta improvisada,
que ya mostraban los primeros signos visuales y olorosos de la descomposición
iniciada; anclados burdamente a su portadora por una mezcla de cinta aislante,
superglue y algunos alfileres. El rostro, en cambio, había sufrido un cambio
más severo: la parte superior de la cabeza, así como la parte inferior que
comprendía la boca y la barbilla también habían sido serrados; a fin de, por
medio de potentes grapas de carpintería, fijar burdamente la parte superior de
un cráneo del que caían tristemente mechones rubios ondulados y ensangrentados
y lo que quedaba de una boca humana de labios grisáceos e hinchados, cuya
corrupción debía haber empezado hacía poco, como probaba los restos de sangre
reseca que brotaba de las comisuras de las juntas.
Y, sin duda el peor
rasgo de todos, el muñeco había sido cortado en dos por debajo de la cintura, a
fin de ensartar el último botín del demente carnicero que había construido esa
abominable obra de arte: la cintura de amplias caderas envuelta en sangre de la
que brotaban dos inertes piernas abiertas, revelando la vagina, el mudo y ciego
testigo de la consumación de aquella maravillosa y atroz fantasía.
Fantasía cuyo
responsable, incapaz de soportar la realidad en torno a cómo cruzó su destino
con su mujer ideal y cómo hizo por fin hacer el amor con ella,
siguió castigando los oídos de los presentes con sus atormentados gritos, los
que, sin que nadie se percatase, marcaban su abrupto descenso por el abismo de
la demencia, de donde ya nadie nunca jamás sería capaz de rescatarle.