MIS PADRES ME QUERÍAN
Lo sabría una noche después de que el carro partiese con sus tres hermanos mayores, despidiéndose con la mano.
Todos, sus padres, sus tres niñas y los ocho
niños los despidieron con entusiasmo hasta que sólo fueron un punto distante. Y
de ellos, Jorge, el más pequeño, lo hacía con sentimientos más encontrados. Con
cinco años, estaba triste por perder esos rostros familiares, pero también
contento. Pensaba que ahora, que eran menos, sus padres le querrían más.
—Papá, mamá, ¿me queréis?
—Sí, cielo, claro.
Sería pequeño e ignorante, pero no tonto.
Sabía que cuando respondían, sin mirarle y con voz cansada, sólo querían que se
callase.
—¿Por qué papá y mamá no me quieren?
Solía pedir respuestas a Ramón, su octavo
hermano; lo bastante joven para parecerle un niño y mayor para parecerle sabio.
—Sí que nos quieren, tonto.
—Pues
mí me parece que siempre están serios.
—Eso es porque están cansados —replicó,
antes de aclarar—: Somos muchos. Nos tienen que querer a todos igual; por eso
son tan serios. Para que no parezca que quieren a unos más y nos pongamos
celosos.
—¿Y por qué nos tuvieron a todos?
—Tonto. ¡Pues porque se quieren! Y además,
ganaron un concurso por tener muchos hijos. Y si no, tú no hubieses nacido.
Jorge sabía que su hermano tenía razón
porque sabía lo del concurso. Siendo el más pequeño, el colegio era muy nuevo
para él y estaba exento de las labores más duras del campo. Más vital y menos
cansado, podía permitirse dejar la cama y vagar por su casa, tan distinta por
la noche. Dijeren lo que dijesen, no había encontrado aún motivos para
asustarse de cocos u hombres del saco. Sólo oía algún ratón en el tejado y a
sus padres, voces tras una puerta. Como hacía tres días:
—¿Qué vamos a hacer, Juan? Cada vez
sacamos menos…
—Lo sé, Rosa, lo sé…
—Ese premio a la natalidad… Era mentira.
—No lo era. Sacamos muchos…
—Muy poco para tantas bocas. No debimos
tenerlos tan seguidos. Los más pequeños no pueden ayudarnos.
—Lo sé. Pero Juan, Luis y Ramiro van a
irse a trabajar al pueblo…
—Y seguiremos con once niños. Pasaran hambre…
—No, eso nunca. Ya sabes…
—No; sabes que son demasiado mayores…
—Por eso, Rosa. Tendremos que sac…
En aquel punto las voces empezaban a
bajar. Jorge se asustaba, pensando que pasaría algo malo. Pero volvía a la cama
y despertaba al día siguiente. Seguían teniendo comida. Seguían jugando por las
tardes. Y sus padres volvían a hablar por la noche.
Esa noche fue temprano, pensando que
estarían más contentos. Pero hablaban tan bajo que tuvo que pegar la oreja al
quicio.
—Ahora que se han ido será más fácil…
—¿De verdad… De verdad tenemos qué…?
—Sí, Rosa. Sabes que no podemos…
La nueva alegría, por pensar que sería más
querido, se fue ahogando bajo su sábana. Estaba seguro de haber oído a su madre
ponerse a llorar.
Y como la gripe, el malestar se contagió a
todos esa noche; lo supo porque todos sus hermanos, antes de desaparecer,
tuvieron pesadillas.
Él mismo no estaba seguro de haber soñado,
pero recordaba los gruñidos en las literas junto a la puerta; la de Joaquín, de
diez años. Se retorcía como si le hubiesen tapado la boca. Luego, se calló de
golpe.
Jorge, despierto, se tapó por completo,
intentando aislarse de todo. La habitación se había llenado de respiraciones.
Luego de Joaquín, Álvaro de once años, en la litera de encima; Guillermo, de
doce, y Lorenzo, de trece, a la derecha de la puerta; Carlos de nueve y Ramón.
Enrique, de seis, dormía sobre él cuando empezó a agitarse, agitando la cama mientras
intentaba gritar sin lograrlo.
Jorge, intrigado por primera vez en su
vida, apartó la sabana lo bastante para ver una vela apagarse. Sobre él, su
hermano se quedó quieto. Le pareció ver una mancha oscura formarse bajo el colchón
blanco. Y sintió un cuerpo grande agacharse hacia él.
—No,
a él no —susurró una voz con violencia.
Paralizado por completo, sintió un húmedo
beso en su sien y una mano pegajosa rozarle mientras le volvía a tapar. Llegar
al día siguiente seco fue para él un milagro.
Lo levantaron a las siete, como era
habitual, pero no para ir al colegio, ni a la iglesia; era sábado. Su padre lo
llevó volando al comedor, todavía dormido.
—Venga, a desayunar —ordenó, severo,
sirviéndole la leche.
—¿Y mamá?
—Limpiando la casa.
—¿Y los otros?
—Fuera, trabajando.
—¿También las chicas? —María, Ana y Marta,
además de mujeres, eran demasiado delicadas para el azadón y el capazo. Y no se
ocupaban de la ropa sin su madre delante.
—Venga, que se enfría. —Su padre no estaba
enfadado, pero se portaba como si lo estuviese.
Jorge, nervioso, obedeció. Luego, al
intentar entrar en la habitación de los chicos pequeños, donde atisbó a su
madre amontonando sabanas, su padre le dio una bofetada.
Salieron juntos a trabajar al huerto.
Derritiéndose en lágrimas, no le importó no haber visto a sus hermanos en toda
la mañana, mientras imitaba a su padre entre las matas.
—Ha habido un accidente. —Después de
limpiarse, se encontró a su madre llorando en la cocina y a su padre tras
ella—. Tus hermanos y hermanas… fueron esta mañana a ver a Juan, Luis y Ramiro
al pueblo. La carreta se volcó… y se han ido al cielo.
Jorge lloró como sus padres, vistiendo el
luto un año entero. No le importó que, esa mañana, sus hermanos se hubiesen ido
sin él, aunque no les hubiese visto.
Después del periodo de dolor, Jorge se
sintió feliz. Ahora se decía sólo estoy yo para que me quieran. Pero ni su
padre ni su madre volvieron a jugar ni a reír con él. Habían gastado, pensó,
demasiado de su cariño con sus hermanos.
Ese pensamiento le acompañó hasta la
adultez. Cuando conoció la verdad, en el lecho de muerte de su padre, descubrió
que el amor no lleva necesariamente a la felicidad.