martes, 28 de junio de 2016

MIS PADRES ME QUERÍAN

     Lo sabría una noche después de que el carro partiese con sus tres hermanos mayores, despidiéndose con la mano.
      Todos, sus padres, sus tres niñas y los ocho niños los despidieron con entusiasmo hasta que sólo fueron un punto distante. Y de ellos, Jorge, el más pequeño, lo hacía con sentimientos más encontrados. Con cinco años, estaba triste por perder esos rostros familiares, pero también contento. Pensaba que ahora, que eran menos, sus padres le querrían más.
     —Papá, mamá, ¿me queréis?
     —Sí, cielo, claro.
     Sería pequeño e ignorante, pero no tonto. Sabía que cuando respondían, sin mirarle y con voz cansada, sólo querían que se callase.
     —¿Por qué papá y mamá no me quieren?
     Solía pedir respuestas a Ramón, su octavo hermano; lo bastante joven para parecerle un niño y mayor para parecerle sabio.
     —Sí que nos quieren, tonto.
     —Pues  mí me parece que siempre están serios.
     —Eso es porque están cansados —replicó, antes de aclarar—: Somos muchos. Nos tienen que querer a todos igual; por eso son tan serios. Para que no parezca que quieren a unos más y nos pongamos celosos.
     —¿Y por qué nos tuvieron a todos?
     —Tonto. ¡Pues porque se quieren! Y además, ganaron un concurso por tener muchos hijos. Y si no, tú no hubieses nacido.
     Jorge sabía que su hermano tenía razón porque sabía lo del concurso. Siendo el más pequeño, el colegio era muy nuevo para él y estaba exento de las labores más duras del campo. Más vital y menos cansado, podía permitirse dejar la cama y vagar por su casa, tan distinta por la noche. Dijeren lo que dijesen, no había encontrado aún motivos para asustarse de cocos u hombres del saco. Sólo oía algún ratón en el tejado y a sus padres, voces tras una puerta. Como hacía tres días:
     —¿Qué vamos a hacer, Juan? Cada vez sacamos menos…
     —Lo sé, Rosa, lo sé…
     —Ese premio a la natalidad… Era mentira.
     —No lo era. Sacamos muchos…
     —Muy poco para tantas bocas. No debimos tenerlos tan seguidos. Los más pequeños no pueden ayudarnos.
     —Lo sé. Pero Juan, Luis y Ramiro van a irse a trabajar al pueblo…
     —Y seguiremos con once niños. Pasaran hambre…
     —No, eso nunca. Ya sabes…
     —No; sabes que son demasiado mayores…
     —Por eso, Rosa. Tendremos que sac…
     En aquel punto las voces empezaban a bajar. Jorge se asustaba, pensando que pasaría algo malo. Pero volvía a la cama y despertaba al día siguiente. Seguían teniendo comida. Seguían jugando por las tardes. Y sus padres volvían a hablar por la noche.
     Esa noche fue temprano, pensando que estarían más contentos. Pero hablaban tan bajo que tuvo que pegar la oreja al quicio.
     —Ahora que se han ido será más fácil…
     —¿De verdad… De verdad tenemos qué…?
     —Sí, Rosa. Sabes que no podemos…
     La nueva alegría, por pensar que sería más querido, se fue ahogando bajo su sábana. Estaba seguro de haber oído a su madre ponerse a llorar.
     Y como la gripe, el malestar se contagió a todos esa noche; lo supo porque todos sus hermanos, antes de desaparecer, tuvieron pesadillas.
     Él mismo no estaba seguro de haber soñado, pero recordaba los gruñidos en las literas junto a la puerta; la de Joaquín, de diez años. Se retorcía como si le hubiesen tapado la boca. Luego, se calló de golpe.
     Jorge, despierto, se tapó por completo, intentando aislarse de todo. La habitación se había llenado de respiraciones. Luego de Joaquín, Álvaro de once años, en la litera de encima; Guillermo, de doce, y Lorenzo, de trece, a la derecha de la puerta; Carlos de nueve y Ramón. Enrique, de seis, dormía sobre él cuando empezó a agitarse, agitando la cama mientras intentaba gritar sin lograrlo.
     Jorge, intrigado por primera vez en su vida, apartó la sabana lo bastante para ver una vela apagarse. Sobre él, su hermano se quedó quieto. Le pareció ver una mancha oscura formarse bajo el colchón blanco. Y sintió un cuerpo grande agacharse hacia él.
     —No, a él no —susurró una voz con violencia.
     Paralizado por completo, sintió un húmedo beso en su sien y una mano pegajosa rozarle mientras le volvía a tapar. Llegar al día siguiente seco fue para él un milagro.
    
     Lo levantaron a las siete, como era habitual, pero no para ir al colegio, ni a la iglesia; era sábado. Su padre lo llevó volando al comedor, todavía dormido.
      —Venga, a desayunar —ordenó, severo, sirviéndole la leche.
     —¿Y mamá?
     —Limpiando la casa.
     —¿Y los otros?
     —Fuera, trabajando.
     —¿También las chicas? —María, Ana y Marta, además de mujeres, eran demasiado delicadas para el azadón y el capazo. Y no se ocupaban de la ropa sin su madre delante.
     —Venga, que se enfría. —Su padre no estaba enfadado, pero se portaba como si lo estuviese.
     Jorge, nervioso, obedeció. Luego, al intentar entrar en la habitación de los chicos pequeños, donde atisbó a su madre amontonando sabanas, su padre le dio una bofetada.
     Salieron juntos a trabajar al huerto. Derritiéndose en lágrimas, no le importó no haber visto a sus hermanos en toda la mañana, mientras imitaba a su padre entre las matas.
     —Ha habido un accidente. —Después de limpiarse, se encontró a su madre llorando en la cocina y a su padre tras ella—. Tus hermanos y hermanas… fueron esta mañana a ver a Juan, Luis y Ramiro al pueblo. La carreta se volcó… y se han ido al cielo.
     Jorge lloró como sus padres, vistiendo el luto un año entero. No le importó que, esa mañana, sus hermanos se hubiesen ido sin él, aunque no les  hubiese visto.
     Después del periodo de dolor, Jorge se sintió feliz. Ahora se decía sólo estoy yo para que me quieran. Pero ni su padre ni su madre volvieron a jugar ni a reír con él. Habían gastado, pensó, demasiado de su cariño con sus hermanos.

     Ese pensamiento le acompañó hasta la adultez. Cuando conoció la verdad, en el lecho de muerte de su padre, descubrió que el amor no lleva necesariamente a la felicidad.