lunes, 28 de septiembre de 2015

EL DEDO VERDE Y BLANCO

     Había un pueblo entre el Vinalopó medio y el Campo de Alicante, en su tiempo ubicado en el corazón de la Sierra del Maigmó. Hoy desaparecido, no pasó nunca de veinticinco casas y su nombre se ha olvidado; el progresivo abandono del monte y de las labores en la zona fueron llevandolo poco a poco al abandono. En menos de cien años, sólo quedaron algunas ruina aisladas y cubiertas de maleza de la plaza y sus casas, mientras sus habitantes emigraban, por no decir huían, instalándose en Aspe, Novelda, Monforte del Cid y Petrer por el oeste; en Tibi, Castalla e Ibi por el norte y en Agost y Alicante por el sur y el este, olvidando con el tiempo y el paso de las generaciones que alguna vez pertenecieron allí.
     Sin embargo, recordaban que allí se originó una cancioncilla infantil, de origen perdido en su memoria:
Juan Bermejo era un niño muy travieso.
No paraba de hacer el gamberro, el muy trasto.
Un día  desobedeció a sus padres y fue al Ditverd corriendo solo
Y ya no se supo nunca más que fue del pobre Juan Bermejo

     Quizás nadie supiese quien fue su autor o si llegó a existir Juan Bermejo, pero sí sabían por qué se cantaba.
     No era un refrán, villancico, ni rima, sino una advertencia; sobre un peligro real.
     En aquel montañoso límite comarcal sembrado de pinos y abruptos valles, existía una formación, pequeña e insignificante; invisible al lado del resto de macizos;  conocida sólo por los que vivían cerca. La llamaban el Dedo verde, por la forma en que el estrecho cerro señalaba hacia el cielo, si bien el uso extendido entre los vecinos del valenciano lo lo tradujo como el Dit Verd, enquistándose definitivamente como Ditverd.
     Una colina ridícula de apenas quince metros, con una plataforma que permitía estar en lo alto con una tienda y poco más. Costaba creer que mereciese nombre propio. Sin embargo, destacaba por ser una anomalía en el paisaje. Aparte de cómo sobresalía del terreno, frente a los incontables lentiscos, jaras, aliagas y espinos que crecían en los alrededores a la sombra de los carrascos, en aquel punto, de superficie curiosamente plana y regular, sólo crecía algo de hierba que asomaba entre el musgo. A aquello le debía su nombre. Un musgo curioso, aplanado y ancho que hacía parecer que ese suelo estaba tapizado por miles de hojas minúsculas, que se extendían desde la cima plana hasta el pie de sus laderas, sin dejar destapado un mísero milímetro de la tierra marrón y húmeda de debajo. Sólo desaparecían al llegar al suelo.
      Tambien era insólito por su reducida fauna. Los que pasaban cerca ya fueran residentes cercanos o paseantes accidentales, coincidían en que en torno al Ditverd no se oía el canto de los pájaros, ni se veían huellas de jabalíes, ni pasaban moscas, abejas, mosquitos o tábanos aleteando a su lado o entre la maleza inmediatamente contigua. Incluso los bolsones de procesionaria, verdadera plaga allí, parecían rehuir su periferia. La única criatura que constaba que frecuentara el Ditverd eran los conejos. Presumiblemente criaban allí; no porque se los viese correteando o se encontrasen sus excrementos sobre el suelo verde, sino porque sus madrigueras se encontraban a distintas alturas del cerro, hoyos pequeños e irregulares que, curiosamente, solían coincidir con los puntos donde brotaba la escasa pero siempre verde hierba. En realidad, no  constaba que nadie hubiese visto nunca nada vivo en el Ditverd. Aparte de la vegetación a ras de suelo, eso sí, lo que habia a puñados eran piedras, alargadas y redondeadas, parecían huevos, no muy distintas de las de los alrededores. Estaban dispersas por su superficie, aisladas como islotes en un mar verde o acantonadas en algún saliente de sus bordes, constituyendo la única e ínfima nota discordante con el color del Ditverd.
     Era, sin embargo, por buenos accesos en el monte y su estado de penumbra continuado, un lugar de descanso muy valorado por los excursionistas, que podían coronarlo sin demasiado esfuerzo para sentarse un poco, almorzar o dejar a sus niños sueltos un rato sin mucho peligro mientras sentían la apacible brisa en la cara. Y, en cambio, era evitado por los oriundos de la región, alguno de los que conocían la cancioncilla y había entendido su significado: evitar que los niños se acercaran al Ditverd, especialmente si iban solos.
     Pues que Juan Bermejo fuese un simple cuento sin más relevancia que el del Sacamantecas. Pero estaba probado con nombres y fechas, olvidado por la mayoría pero recordado fuertemente por unos pocos implicados.
     Y era que muchos se habían acercado solos al Ditverd y habían desparecido.
      Sin contra lugareños anónimos quese fueron para no volver, existían casos con nombres y apellidos registrados en los periódico. Pedro Ferrer López, natural de Tibi, era pastor ovejero. Se había instalado en una cabaña en unos terrenos adquiridos cerca de los restos del pueblo perdido, a finales de septiembre del treinta y uno. En una de las ocasionales visitas que realizaba a sus parientes, les comentó que se disponía a prolongar su ruta de trasiego hasta aquella zona de la arboleda, comentando explícitamente entre risas a sus padres, sus dos hermanos y su hermana:
     —Se supone que hay una montañita donde dicen que no hay que acercarse.
      Aquello denotaba que no era del todo desconocedor de esa oscura leyenda, si bien era obvio que la ignoró. Dos días después algo más de una docena de ovejas, que serían posteriormente identificadas como parte de su rebaño de más de cincuenta y cinco ejemplares, fueron localizadas vagando por los caminos que iban a las poblaciones del norte. Del resto del rebaño y de su conductor no se volvió a saber. Informados por la familia, la Guardia Civil peinó la zona hasta la cúspide misma de la pequeña montaña prohibida pero, si bien las huellas y los excrementos recientes indicaban la presencia del rebaño en sus alrededores, en su cima no se encontró ninguna señal del pastor. Sin otra información o pista que el saber que el buen hombre había llegado hasta allí, las autoridades concluyeron que Pedro Ferrer López debía haberse extraviado en el monte y muerto al precipitarse por una sima oculta en el suelo; fue muerto y asaltado por bandidos gitanos, que deshicieron del cuerpo o se marchó porque había encontrado novia o un trabajo mejor en alguna parte. Intentos por responder a una pregunta sin respuesta.
     Décadas después, en mayo del setenta y cinco, Rafael Garrido Verdú, industrial de Alicante muy aficionado a la caza, caminaba con un par de amigos por un coto del Maigmó buscando perdices al vuelo o un conejo a la carrera, cuando uno de sus perros se extravió. Salió tras él, internándose bajo los altos pinos y entre la densa maleza. Sus amigos, al perderle de la vista, intentaron seguirle, extenuandose a los pocos minutos y prefiriendo esperarle. No se sabe hasta donde llegó;  lo seguro es que salió del coto, ya que se encontró al perro quince minutos después rondando un camino privado. Cuando su dueño y los dos cazadores se reunieron, oyeron el eco de los disparos; cosa no tan inusual que les preocupó: en lugar de uno o dos disparos, lo habitual en la caza menor, a la primera detonación siguió una docena más, que paró tan de repente como empezó.
      Uno de los acompañantes del señor Garrido, incluso, dijo que le pareció oír gritos entremezclados con los dos últimos, antes de que el silencio volviese a los montes.
     Los dos hombres, nerviosos, siguieron en línea recta los pasos de su amigo perdido hacia el sonido. A casi un kilómetro llegaron a la elevación, testigo mudo de lo acontecido en la que no encontraron ningún rastro. La búsqueda, más esmerada por disponer de mejores medios y equipos y estar la víctima mejor posicionada, tuvo a varios agentes de la benemérita y de los servicios forestales rastreando el coto y sus límites palmo a palmo una semana entera.
     —La búsqueda ha resultado infructuosa —anunció un responsable la suspensión de las labores, sin dar más explicaciones.
     Únicamente se realizaron dos observaciones. Los rastreadores con perros, aunque no encontraron nada, afirmaron que al llegar al límite del Ditverd, los animales empezaron a ladrar y a tirar de sus correas intentando huir.
       —¿Qué os pasa?
      A base de fuerza los arrimaron a sus faldas, cambiando su actitud radicalmente: bajaron la cabeza y empezaron a gemir como si llorasen.
     Por su lado, aunque nadie se atrevió a expresarlo a viva voz, los pequeños hombres de campo y residentes más antiguos de la zona, invocando la cancioncilla de Juan Bermejo y el episodio de Pedro Ferrer, resultaba evidente que lo único que ambos tenían en común era haberse cruzado con ese cerro. Y, aunque la explicación fuese otra, se decía que fueron tragados por la montaña.
     Desde entonces el temor a ir solo por allí pasó de simple mito folclórico a un verdadero tabú. Por fortuna, estaba lo bastante aislado para que la mayoría de excursionistas, senderistas y cazadores lo encontrasen, mientras los vecinos podían evitar sin problemas a la que mentaban, por segundo nombre, como la Muntanya Mentidera. El nuevo título de “Montaña Mentirosa”, se debió a un curioso fenómeno que los residentes comprobaron: tapado como estaba entre árboles, no era fácil verlo, pero muchos distinguían su cima plana entre los pinos. Este, para asombro de los tranquilos sexagenarios concurrentes de bares y tabernas próximas al Maigmó, parecía diferente, no sólo entre persona y persona, sino para la misma en días distintos. Algunos la describían como estrecha y puntiaguda; imposible de mantenerse encima si no era en equilibrio. Otros la vieron como un conjunto de picos romos, abriéndose como el cráter típico de un volcán. Pero la mayoría, incluyendo a muchos de los que cambiaron de versión, lo definían como plana y amplia, casi el doble de una casa, como si hubiese multiplicado por dos su anchura.
     —Crece porque come gente —diría alguién en un bar, consiguiendo muchas miradas de disgusto y ningún comentario.
      Fue la prueba que necesitaban. Aquella montañita, seguramente por obra del Diablo, sólo podía traer mal a quien fuese lo bastante loco o ignorante para acercarse a ella.
     Pasaron los años, los ancianos murieron, los que eran jóvenes entonces ocuparon su lugar a la cabeza de las mesas y en las mecedoras frente a los fuegos. El miedo, desterrado por el racionalismo, relegó la historia al plano de los cuentos para viejas que ya no asustaban ni a los niños. Evitaban el Ditverd, pero con un buena justificacion.
        —¿Ahí, qué se me ha perdido?
     Daniel Cano Poveda, natural de Alicante, era hijo de un conocido fabricante de cerámica aficionado a los paseos por la naturaleza. Por aquel entonces empezó a fijarse en Carmen Alonso Perelló, un año más joven que él, a la que conoció en la facultad de derecho; una urbanita de verdad para la que los bosques de pinos eran tan familiares como un paseo por Marte.
     —¿De verdad nunca has estado en el Maigmó? —le preguntó, medio divertido, una tarde que salió el tema—. Es un sitio precioso, con sombra y muchas plantas…
      —No —negó ella, para la que un callejon oscuro seguía siendo más familiar que la naturaleza salvaje.
       Él aprovechó para rodearle el hombro con el brazo.
      —Bueno, —el susurró al oído, —eso se puede arreglar.
      Dos meses después, una tarde de junio del dos mil, para celebrar con un poco de “romanticismo e intimidad” el final de sus estudios, el joven de veintitrés años decidió llevarla donde nadie les molestase.
      —Aquí todo es paz. Nadie se mete a ver qué haces —comentaba, con otras cosas que un paseo en mente.
     Condujo por caminos secundarios y sin asfaltar, consiguió aparcar a duras penas en un margen atiborrado de piedras y hierbas altas, lejos de cualquier presencia humana. Pasearon cogidos de la mano un poco entre los pinos de cerca, sin alejarse mucho del coche.
       —Más que nada… para asegurarnos de que no había nadie.
       Cuando la soledad fue una certeza, pasaron al asiento trasero del Mercedes negro de sus padres, se desnudaron, tomaron cada uno una dosis de LSD e hicieron el amo. Debían ser las siete; todavía había luz. Según él, claro.
      Una vez acabaron, el rodó sobre el asiento, apretujándose contra el respaldo. Le parecía que se hundía en una catarata de arenas movedizas; todavía en pleno viaje.
     —Eh, Dani. —Antes de separarse de la realidad por completo, le pareció sentir que le tocaban el hombro—. Voy fuera un momento, para… vestirme.
      —Vae— articuló.
      Carmen, por desgraciado, no estaba libre de pecado; se alejó persiguiendo o huyendo de algo en los restos del bosque, vestida sólo con su piel y su melena rizada y castaña. Daniel Cano perdió la noción del tiempo durante la duermevela en la que cayó; cuando se recuperó había pasado más de una hora y era casi de noche. Su novia todavía no había vuelto.
     —Me vestí deprisa; me puse los pantalones fuera y ni me abroché la camisa. Cogí una linterna de la guantera y busqué donde pareció que la hierba estaba más removida.. No se lo que tarde; las aliagas casi me descuartizan y no podía pisar sin hundirme en la pinaza. La llamaba, pero sólo oía a los grillos y algún búho…
      Aseguró que avanzó hasta encontrar una prenda verde brillante, que reconoció como la blusa de Carmen. Le extrañó, entendiendo que podía haber recorrido todo ese trecho desnuda, o al menos en parte. En aquel punto se fijó que los únicos sonidos los hacía él. Aún oía a los insectos y pájaros de la noche, pero en la distancia. Sintiendo un mal presentimiento, avanzó un par de metros más, antes de volver al vehículo por miedo a perderse.
     —Entonces lo encontró, delante de mí.
     La elevación verde, gigantesca ante su insignificante y diminuto cuerpo, salpicada por la incontables piedras blancas que adornaban sus bordes. Él no pudo evitar asociarlo con los castillos de arena que levantaba en la playa de niño, que embellecía con piedrecillas y conchas. Hasta que vio algo azul, unos pantalones vaqueros cortos, tirados a los pies del cerro. También eran de Carmen.
     Los recogió; al verlos a la luz se puso en alerta. Habían sido desgarrados por algo, parecido a los dientes y uñas de un gato, pero todavía más pequeño.
    —Trepé hasta la cima. Pensé que, desde arriba, a lo mejor…
      Lo hizo a cuatro patas, desprendiéndose casi al pisar una madriguera de conejo en lo más alto. Ante él, una extensión bastante más grande de lo que sugería la vista desde el suelo. Un amplio solar verde con agujeros aquí y allá, con piedras durmiendo sobre su superficie. Pero ni rastro de Carmen. Su novia había desparecido. 
     Temiendo perderse, volvió. No era tan terrible; la pobre estaría vagando desnuda en trance como una bruja en un aquelarre, hasta que se le pasara. Entonces buscaría desesperada ayuda en alguna de las casas dispersas por los terraplenes y bancales semiabandonados, o, mucho mejor, daría un susto a algún paseante o residente. Habría un susto inicial, una explicación que le dejaría mal, la promesa de no volver a tomar drogas e, inevitablemente, una llamada a las autoridades.
      Mejor pasar esa parte del mal trago cuanto antes. Llamó el a la Guardia Civil.
     Casi cuarenta minutos y un par más de llamadas más necesitaron para localizarle. Les contó el motivo de su llamada y, por la falta de organización, lo difícil del terreno y por ser plena noche, se limitaron a peinar la zona.. Media hora después lo escoltaron hasta el cuartel de San Vicente, donde hizo una declaración completa, quedando libertad bajo custodia paterna.
     Al día siguiente se inició la búsqueda. Se coordinaron los cuerpos de Alicante, Ibi, Castalla, Agost y demás municipios de la zona, así como los servicios forestales y un buen número de voluntarios. Durante casi una semana entera, los helicópteros sobrevolaron los claros y valles entre los pinos; los perros recorrieron palmo a palmo los caminos y los voluntarios registraron cada gruta, sima, madriguera y arbusto. El Ditverd fue circundado y coronado varias veces. Para nada.
     De Carmen Alonso sólo quedaba la ropa que Daniel encontró. Los encargados, con dolor y pese a la oposición de amigos y familiares, tuvieron que suspender la búsqueda; abriendo la veda de las hipótesis variopintas.
      Cayó por una grieta del suelo, la devoró hasta los huesos una jauría silvestre mientras alucinaba desnuda, incluso no faltaron a la cita las sectas esotéricas, los adoradores de Satán y la abducción extraterrestre.
      Y por supuesto, la opcion más lógica y probable: Daniel Cano, el desconsolado novio, quiso dejarla por otra y ella le impuso una condicion:
      —Por encima de mi cadáver.
     También que podía estar embarazada y que Daniel, apegado a su estilo de vida actual, quiso librarse de ella. Que, premeditadamente, la llevó a esa región remota y espesa, la drogó y la estranguló; luego ocultó el cuerpo, quizás despedazado, bajo las agujas de pino y las cicatrices del monte.
     Por suerte para Daniel, esas hipótesis fueron rotundamente rechazadas por investigadores y allegados de ambos. No existía un móvil fiable para las conjeturas, y él quedó demasiado aturdido tras su propia sesión de sexo y drogas como para reducirla sin que se resistiese. Por otro lado, se notaba que su pena y preocupación eran genuinos. Se supo, aunque ni él ni su familia lo reconocieron nunca, que lloraba en solitario en su habitación desde entonces. Los propios padres de Carmen sólo le reprocharon sumir a su hija en semejante estado en un sitio así. Finalmente, participó activamente en las labores de búsqueda, ignorando el calor y el hambre hasta casi reventar por el esfuerzo cada mañana y tarde.
     Debió ser así como se enteró, primero de la rima, luego de la  historia.
     —¿Quién era el tal Juan Bermejo?
      —Un niño que se perdió en el Ditverd.
       Le hablaron del montículo cubierto de musgo verde piedras blancas, evitada por todo ser vivo.     Y, aunque no obtuvo lo que más quería (una explicación lógica) la conclusión fue suficiente:
     —Hijo, a tu chica se la comió la montaña.
     Con la suspensión de la búsqueda, llegó la depresión; se encerró en su habitación por dos días sin comer ni dormir, sólo llorando. Luego le tocó el turno al remordimiento, la idea de que su romántica escapada era lo que había matado a Carmen.
     Dos semanas después, un viernes por la mañana, su madre encontró su cuarto vacío, con una nota sobre la almohada:
     Papá, mamá:
     Me voy de acampada todo el fin de semana. No me llaméis porque no me llevo el móvil. Os quiero. Adiós
     Un vistazo rápido reveló que no mentía. Faltaban una mochila, un saco de dormir, una tienda de lona y ropa y calzado de montaña en su armario, así como comida y bebida de la nevera. Y en cuanto al móvil, tampoco mintió; apagado encima de su mesita.
     La única mentira de Daniel era sobre a qué iba, en el mismo Mercedes negro que les condujo a aquella noche fatídica, a buscar una explicación para lo imposible.
     Esta vez, lo dejó en el aparcamiento de un pequeño restaurante junto a una carretera que llevaba a las poblaciones occidentales de la provincia; un punto casi obligado para camioneros, transportistas y familias de paso. Aprovechó para comer allí; no un desayuno sino una comida, puede que la última hehca a fuego que probase esa semana. Comió, pagó y fue más allá del establecimiento, de donde ya partían algunos caminos rurales y los pinos y arbustos apretaban filas. Iba a ser una larga marcha, pero no iba a necesitar el coche para llegar. Era incapaz de situar el lugar exacto donde paró esa noche, difícil de diferenciar de otros por el estilo. No importaba. Allí no encontraría nada y, dejando el coche allí, si sus padres se preocupaban, no tendrían modo de localizarle ni frustarle.
     Notaba el peso de su mochila y un pequeño rocío de sudor cubrir frente. Sin embargo, tenía que agradecer, que los pinos, como figuras de cera deformadas bajo el el sol sobre sus copas, proporcionasen al camino tanta sombra de sus ramas tendidas sin orden ni concierto que ni siquiera tuvo que sacar su gorra. Una dosis de cal frente a una de arena; el sendero resultó más difícil de lo que pensaba, ya que bastas grietas, algunas verdaderos barrancos, partían la tierra a su paso, obligándole a rodearlas, saltarlas o hasta usar de asidero las hojas frágiles pero hirientes de algún esparto, jara o espino. Siguió por el desierto de árboles retorcidos y grises hasta su objetivo: una zona cerrada por un corro de árboles.  Entró sin miedo en el círculo, llegando a la plazoleta interior ahogada por las sombras.
     Era la única cosa segura: en su camino a la perdición, Carmen se había topado con aquel cerro verde cubierto de piedras que señalaba al cielo, como sabía ahora hicieron otros con idéntico final. No había hablado con nadie porque le habrían tomado por loco o, como poco, tratado de impedírselo. Estaba decidido. Pasaría allí el fin de semana; todo el verano si hacía falta, aunque se le acabase la comida. No se movería de allí hasta saber qué le había pasado a Carmen.
     —Muy bien; a ver qué encuentro —se animó a sí mismo, dando una palmada.
     Se arrimó a la base de la montañita. Curioso, sus bordes parecían más inclinados, practicables, que aquella noche. Como si le invitase a subir…
     Desechó esa posibilidad; fue la falta de luz lo que le confundió. Más confiado, inició el ascenso por la ladera.
     Pisaba con miedo a que el desequilibrio entre su peso y la tierra particularmente blanda le derribasen. Se sorprendió al notar cómo su pie se hundía hundía en las pequeñas hojas verdes, quedando anclado con la firmeza de un mástil. Colocó el segundo y empezó a caminar, notando su cuerpo doblarse hacia atrás, pero sin caer. Siguió, comprobando que no tenía que temer; estaba imantado a la elevación, ajena a la gravedad tradicional.
      Pudo comprobarlo también por las piedras, óvalos blancos perfectos a su alrededor. No se cruzó directamente con ninguna, pero las que habían caído, en vez de seguir rodando cuesta abajo hasta, se mantenían como pegadas. Y, entre ellas, dos o tres madrigueras no más grandes que su cabeza, como los de los conejos, con la diferencia de que estaban en la ladera misma, cuando lo lógico era que estuviesen en suelo plano. Daniel temió por momentos que se debiese a un lento pero continuo proceso de derrumbe geológico, capaz de perturbar la vida (o no-vida) del cerro; posible explicación racional para su legendaria ausencia de presencia animal.  Pero al final, cuando llegó a la cima, acabó no dándole importancia.
     La cúspide resultaba engañosa de verdad. Aplanada, se hundía cóncava unos cuantos centímetros en su zona central, como un plato anormalmente alargado. La superficie que cubría dicha cima sí resultaba impresionante, pues aunque desde abajo parecía que se estrechaba como un pico del grosor de un brazo, Daniel comprobó que en realidad tendría por lo menos cien metros cuadrados, con espacio suficiente para instalarse y pasear circundando su límite incontables veces. El único obstáculo volvían a ser las piedras, que parecían crecer como setas; un mínimo de cincuenta a simple vista. Y más madrigueras. Era curioso, con las pocas que había visto subiendo, pensó que habrían más en la cima. Sin embargo, sólo descubrió seis o siete; tres en lo que podría considerarse el centro y otras tres cerca del borde. Lugares extraños para que los animales se instalasen. Sin embargo, él no había ido a molestarles.
     Daniel, con mucho tiempo y ninguna gana de perderlo, empezó a instalar su hogar durante los próximos tres días. O más. Eligió el centro por miedo a un derrumbe en los extremos, ensambló los tres soportes de metal de la caseta de lona azul, un acogedor hogar frente al raso; tan grande como un dormitorio en aquella esa cumbre. Acabó muy rápido; sólo eran las doce y veinte en su reloj. El sol estaba alto, pero parecía que el Ditverd era dominio de las sombras.
     Sin nada qué hacer y todo un día por delante, esperó. El qué, lo ignoraba. Por suerte, aunque largo, no tenía por qué ser un fin de semana aburrido. Llevaba dos libros, uno de derecho para no olvidar su profesión, y una novela barata histórica de bolsillo, precisamente regalo de Carmen. Llevaba además un reproductor MP3 con varias de sus canciones favoritas.
     Con el estómago aún lleno, Daniel se sentó a un par de pasos del borde y empezó el libro. Tenía en total trescientas cincuenta y pico páginas. Al cabo de las horas, cuando ya iba por la setenta y seis, paró. Era una historia interesante, pero no le apetecía acabar con su único entretenimiento novedoso tan deprisa. Además, allí se estaba de muerte, a pesar del calor. Y el silencio… había oído algo durante las labores de búsqueda. Pero era peor de lo que pensaba. El crujir de la hierba, el silbido de los pájaros, el canto de las cigarras… llegaba desde metros de distancia más allá del círculo de arboles, en forma de un rumor irreconocible. Si llegaba. Era demasiado tranquilo. La naturaleza nunca es tan esquiva. Y tumbado un rat, mirando al cielo, comprobó que algunos pájaros pasaban volando, pero nunca sobre el círculo de pinos. Ningún mosquito o tábano le molestó. Hasta parecía que las nubes pasaban de largo.
     Daniel negó, no quería que se le fuera la cabeza en pensamientos delirantes. En cualquier caso, estaba bien. Cuando el cielo se tiñó de naranja, tuvo que comer, empezando por plátano, una bolsa de patatas fritas y una chocolatina. Luego repasó la teoría del derecho su profesión, cosa positiva; hcía correr el tiempo. Ya con las estrellas empezando a asomar, bajó de la cima para hacer sus necesidades, para refugiarse luego en la tienda. Una manzana y un bocadillo envuelto en papel de plata le quitarían el hambre hasta el día siguiente; luego recogió las sobras en una bolsa. Desenvolvió su saco y se tumbó sobre él, cerrando los ojos, a ver qué se sentía.
     Entonces lo oyó, muy leve, distorsionado. No sabía desde cuando; si empezó antes no se había dado cuenta. Un crujido, como de pie pisando grava, pero más delicado y lejano, incluso subterráneo.
     —Conejos.
     Fue lo único que se le ocurrió. Que las pequeñas criaturas no dejaran rastro de su presencia allí de día no significaba que no la orasen de noche, profundizando su hogares. Quizás, incluso, evitaban esas señales delatoras para evitar atraer a depredadores y cazadores, aunque semejante posibilidad sólo podía concebirla en una de esas películas infantiles de animales parlantes. El sonido, de todos modos, se fue alejando, disminuyendo, hundiéndose.
     Ya iluminado sólo por su linterna, se metió en el saco, sacando su reproductor y escuchando al azar un par de títulos que siempre le ayudaban a relajarse. Cuando empezó a dormirse, después del largo y tedioso día, apagó el aparato y la luz.
     Daniel estaba nervioso; era la primera vez que dormía fuera de una casa con muros de ladrillo. Y estaba sólo, protegido por la lona con una puerta de cremallera y un cuchillo grande y un piolet en su mochila. Sabía que esa zona se llevaba a la gente, que desaparecía sin dejar rastro.
     Sus recuerdos le abrieron la puerta a los sueños, concretamente los de ella. Carmen. Una chica guapa y simpática; la conoció su segundo año, compartiendo lazona de estudios de la facultad. Se hicieron amigos, pero nada más. No se atrevía a intentar ir más lejos. Al año siguiente, cuando coincidieron en una asignatura que repetía, les tocó buscar juntos información para un proyecto. Podía decirse que el destino intervino. Entonces se sintió un triunfador; ahora sufrái por eso. La había perdido; y al contraste de sus dientes blancos entre sus rosados labios, el tacto suave de su piel, su aliento en sus orejas, sus tiernos senos. Su risa mientras se abrazaban…
     Se despertó de pronto. Había conseguido dormirse, pero el ruido repentino le despertó.
     Fuera se oía silbar al viento; no la brisa sutil  de todo el día sino ráfagas poderosas.
      Daniel se puso en alerta. Sin ser un verdadero hombre de montaña, sabía que no era normal; podía ser hasta una tormenta veraniega. En cualquier caso, le asustó; si hacía tanto ruido podría arrancar la tienda, con él incluido. Agarró la linterna y se dirigió a la salida. Alcanzó la cremallera y la bajó al son de lo sucesivos silbidos.
     Entonces se dio cuenta. Oía el sonido pero no había viento. La tienda tendría que moverse, temblar. Y estaba quieta.
     Separó la puerta meramente presencial y se asomó.  Los silbidos habían parado. Afuera refrescaba, como en toda zona de montaña de umbría en cualquier estación. Un leve soplo le erizó el bello de brazos y nuca. Pero aquello no era viento. No podía silbar con tanta fuerza ni de lejos. Estaba seguro de haberlo oído, pero estaba en calma, y su linterna sólo iluminó el suelo verde y sus inseparables piedras.
     Habría sido su imaginación. Un sueño no; lo oyó mientras corría la cremallera. Quizás fuese el cambio de altitud sobre el nivel del mar o algún efecto de embudo que producía la montaña…
      Igual daba. Necesitaba sus fuerzas para la siguiente mañana.
     Volvió a cerrar la cremallera, apagó la linterna y cerró sus ojos. El viento no tardó en levantarse otra vez, aunque parecía que con menos intensidad; no la suficiente para preocuparse. Y, con él, el extraño sonido de antes, el de un pequeño animal socavando los cimientos del suelo.
     Daniel no le dio demasiada importancia hasta que cambió. Eran rasguño ssobre una superficie de lona. No lo oía tan claramente porque estuviese en un rincón, sino fuera, en todo el exterior. Estaba rodeado por algo que intentaba llegar hasta él, tropezando con su barrera de tejido.
     Daniel se precipitó aceleradamente fuera del saco. Las paredes de la tienda eran lo bastante finas como para apreciar si había algo al otro lado, aunque el juego de sombras de la noche veraniega disimulaba cualquier silueta. Eso sí, ahora la tienda se movía. Y estaba seguro de que los silbidos de fuera tenían poco que ver con el viento
     Agarró la linterna y la enfocó a los cuatro lados. Nada, humano ni animal, ni grande ni pequeño, ni a ras de suelo ni sobre él. El ondular y los rasguños habían parado. Y con ellos, también aquellos silbidos, que asociaba con el viento. Lo único que corría allí dentro era su propio aliento.
     Daniel volvió a salir, linterna en mano.
     No entendía al principio lo que veía. Pero al acercarse al borde, evitando las madrigueras, comprobó que era.
      Había cambiado; era más alto, aunque podía saltarse sin tener que levantar demasiado los pies. La ladera no parecía haber cambiado, presentando la misma inclinación y misma capacidad de sujeción. Las piedras seguían allí.
     Era evidente que el Ditverd había cambiado respecto al día anterior, aunque muy poco. Daniel, en su fuero interno, no pudo evitar decirse que podía ser una especie de señal, un indicio de que iba por el buen camino y que no debía dejarlo ahora. Además, aquel cambio había sido para bien. Ahora podía asomarse sin caer.
      Por lo demás, lo que fuera que estuviese allí fuera debía haberse ido.
     Notando su respiración atenuarse y su sudor secarse, volvió a acostarse por tercera vez esa noche. Se metió en el saco sin muchas expectativas de poder dormirse, dejando junto a él la linterna y el cuchillo, aunque empezaba a dudar de que sirviese para protegerle.
     Daniel pasó el resto de la noche luchando consigo mismo para no dormirse, momento en que no sólo era más vulnerable, sino en el que parecía que aquellos sonidos volvían fuera. Realizando esfuerzos titánicos por mantener sus párpados levantados, contemplaba la oscuridad al otro lado de la azulada tienda, esperando al alba.
     Era como ver el infinito. Todo su ser, su mente y su cuerpo hundiéndose en aquel embudo oscuro como un reloj de arenas negras, absorbiéndole lejos de su cuerpo. Debía haberse quedado dormido, recuperando su visión hacía escasos minutos. No debía faltar mucho para que el Sol despuntase. Ya parecía que todo a su alrededor se volvía más claro. Y, sin embargo, lo que le había devuelto a la realidad fue otra cosa.
     El ruido de tierra arañada bajo él; de algún animalillo del subsuelo abriéndose paso. Sonido que empezó a desvanecerse, pero no porque profundizase sino porque otro sonido lo reemplazaba, más intenso, fuerte, dando paso al estrépito en segundos; tan notorio que Daniel notó como su vivienda se movía, junto a todo lo que había en su interior.
      La montaña temblaba.
     Paralizado por un repentino miedo, el de hundirse en aquel sudario de una tienda deportiva bajo una pila de tierra reblandecida hasta dejarle incapaz de sentir, se arrastró fuera del saco, asombrado por la firmeza conque el engañosamente blando suelo del Ditverd resistía el temblor, preguntándose cuánto duraría. En cuclillas y tapándose  la cabeza con las manos, esperó un minuto, dos, tres; hasta perder la cuenta. El terremoto paró. El cerró recobró definitivamente la calma. Y seguía vivo.
      Fuera, las primeras luces iluminaban definitivamente el cielo.
     Cansado por la larga duermevela y nervioso por lo que acababa de pasar, Daniel se mantuvo sentado; respirando con dificultad a la espera de algo. Temía salir; se imaginaba que afuera le esperaba algo terrible. Al menos, había podido darse cuenta de algo: lo que fuese que ese minúsculo pedazo de mundo era demasiado grande para él. Había sido un tonto por ir con tanto secretismo; estando solo y sin poder pedir ayuda. Tenía que salir del Ditverd. Ya tendría tiempo de buscar ayuda y volver.
     Descorrió la cremallera y salió a enfrentarse a lo que le esperaba..
     —Dios mío —masculló, antes de gritar—. La madre que lo parió.
     Era imposible. Pero, tal y como temía, el temblor se debió a que la montaña se había movido, intentando engullirlo. Pese a lo que podía parecer en un principio, el nivel de la cúspide no había disminuido. No. La pequeña barrera de tierra que había salido del borde esa noche había crecido, subiendo al menos cinco metros; una barrera verde en torno al plato central donde estaba. No iba a ser fácil saltarla.
     Daniel fue hacia la porción frente a él. Como parecía, era vertical por completo y tenía la misma constitución blanda del resto del Ditverd. Hizo un primer intento por trepar con manos y pies pero, como era predecible, fue incapaz de lograr la sujeción del día anterior, deslizándose hasta el suelo. Además de ser un obstáculo difícil, tenía otro problema; había pasado la noche en vela y estaba cansado. Se sentía muy débil. Volvió a la tienda, a desayunar las galletas que le quedaban, un bocadillo y el café que quedaba en el termo con la avidez de un perro. Así, con fuerzas recobradas, recogió su mochila y fue a buscar un modo de salir de la trampa.
     Dio una vuelta completa por el perímetro. Era anormalmente perfecta, con la misma altura en todas partes, ningún saliente en su superficie plana cubierta de escamas verdes.
      No iba a ser fácil. Se tomó un tiempo pensando opciones, mientras echaba de menos su móvil.
     Empezó hincándole los dedos todo lo pudo, presionando la tierra blanda, increíblemente resistente. Apretaba los dientes mientras notaba la presión dolorosa en sus falanges. Cuando lo consiguió, cerró la mano. Daniel suspiró aliviado y sonrió, mientras recuperaba aliento. Era un comienzo. Aunque le llevase un tiempo, podía salir escalando. Como pudo, apoyó la punta del pie derecho donde suelo y barrera se unían, repitiendo la maniobra de clavarlo en esa tierra. Como era lógico, la punta de su bota apenas la horadó, quedando apoyada a duras penas. Debía hacer casi toda la fuerza con las manos. Así que, incorporándose como pudo, subió la izquierda y la colocó sobre el musgo, empezando a empujar, hundiendo los dedos…
     Ahogó un grito al notar los cinco dígitos escurrirse fuera de sus agujeros, su pie caer y su mano derecha arrancar el pedazo de monte que sujetaba. Cayó de espaldas, sin hacerse demasiado daño. Rechinó los dientes al apoyar el pie izquierdo, emitiendo un chasquido que envió oleadas de dolor desde su pierna a su cintura.
     Daniel gimió mientras se lo sujetaba. No creía que fuera una rotura; más bien parecía que se lo había torcido. 
        Tampoco cambiaba mucho las cosas. Sólo podía curarse con una botella de whisky que les robó a sus padres; multiusos para desinfectar, hacer fuegos y ahogar penas. Quizás, más tarde, le pegaría un trago; anestesiándose un rato. De momento, Daniel consiguió levantarse. Podía seguir moviéndose, si tenía cuidado, pero la escalada, como ruta de huida, había quedado descartada.
     Cinco minutos después, cambió de plan. En su equipaje había un piolet; previsto al pensar que por baja que fuera, era una montaña.  Había sido diseñado para agarrar, no para cavar, por lo que tardaría mucho; claro que tenía mucho tiempo y pocas opciones más. Daniel volvió frente la pared verde a la pata coja y lo clavó como queriendo matar a un animal enorme. Su intención, construirse una hilera asecendente de peldaños… O improvisar un tunel; como un preso fugándose de una cárcel, que era en lo que se había convertido. Si los conejos podían…
     Se dispuso a acabar rendido. Clavó el piolet, esperando sentir que se hundía en tierra húmeda y blanda.
      Más bien parecía la goma de una rueda de camión, sólo que menos dura. Cuando intentó retirarlo, notó que se movía sin problemas, pero no podía arrancar aquel suelo. Pensó que podía ser por el musgo, que podía haber trazado una red milenaria de raíces tan densa como una red de pesca. Pero aún así, sólo podría limitarse a los primeros centímetros de suelo, y el piolet se había hundido mucho más...
     Cinco minutos de forcejeo después, Daniel se desplomó con su herramienta en la mano. Había conseguido levantar unos cuantos centímetros de la superficie. Una cicatriz marrón en el Ditverd bajo la que se veía aquella tierra maleable, compacta, inseparable. Excavarla iba a ser más difícil de lo que pensaba. Quizás demasiado…
     Respirando pesadamente en el suelo, miró a su alrededor. Las piedras blancas seguían salpicando el suelo tierra esmeralda. Comprobó que no parecían desplazadas hacia el centro, al menos quince centímetros; no rodando por el temblor sino hundidas un poco, como estaban en las laderas.
     Aquellas piedras. La única presencia indiscutible, al contrario que los conejos, que sólo dejaban sus madrigueras  de recuerdo. Y que no le tranquilizaron. Ignoraba cuántos de aquellos grandes guijarros cubrirían la montañita,  y él había retirado varios el día antes, dejando secciones de al menos cinco metros cuadrados vacías. Ahora volvían a cubrirlo todo, rincón a rincón. Incluso parecía que había más que el día anterior…
     Desesperado, optó por su único recurso; desesperado y el menos probable.
     —¡Ayuda! ¡Por favor! ¿Hay alguien ahí? ¡Estoy atrapado! ¡Socorro! Por favor…
     Tan útil como esperar que llegase un helicóptero a sacarlo con una cuerda. Sabía que lo característico del sitio era su aislamiento. Los lugareños lo evitaban por superstición, los paseantes lo encontraban por casualidad. Sólo él había ido intencionadamente.  Y era un domingo; día de salir al campo, de estar con la familia en sitos seguros, conocidos. No de perderse en la espesura.
     Nadie iría a salvarle. Sus padres, como muy pronto, notarían su ausencia pasado el plazo que dijo; eso si no pesaban que era verano, estaba de vacaciones y, después de todo lo que había pasado, quisiese prolongarla hasta el lunes.  Para cuando encontraran el coche, pensarían que se perdió, o sufrió un accidente buscando por su cuenta a Carmen. O, por que no, que no pudo soportar más el remordimiento y se suicidó. Sería el colmo, morir como el malo de su propia película.
     Daniel, sin más fuerzas que perder, guardó el piolet, se colgó la mochila al hombro y se arrastró pesadamente hasta la tienda. Se tumbó sobre el saco, con la linterna a mano. Podía ser pleno día  pero estaba oscuro; las sombras del circulo de pinos se quedaban pequeñas frente a las del propio borde. Y estaba cansado. Ya no aguantaba más. Tenía que dormir…
     Calor, nervios, hambre; no sabía qué le despertó. Cuánto durmió sí, comprobó pasmado que eran casi las seis de la tarde. Había dormido casi todo el día. Aunque más reconfortado, seguía cansadoy con hambre. Era mejor tomar algo.
     Soltó la mochila al oírlo. Los silbidos habian vuelto, impensable en aquella depresión hundida y vallada. La lona crujía, arañada por uñas minúsculas. Y otro crepitar ganaba fuerza, ya fuese en su cabeza o dentro de la tienda.
     Daniel cogió la linterna y la encendió, con suerte logrando definitivamente pillar a los responsables de aquel acoso. Pero cuando el haz circular se posó sobre la cremallera, el corazón le dio un vuelco.
     Sus murallas habían caído. Un corte había atravesado la tela, de un extremo a otro del cierre, abriendo un orificio al nivel del suelo, desde el que se colaban los silbidos. Silbidos que de pronto cesaron, como una especie de mensaje en otra lengua.
     Daniel esperó; con el silencio los chasquidos interiores crecieron. Bajó la vista al reconocerlos. Tierra siendo removida…
     Daniel contrajo el gemelo derecho dentro del saco; acababa de sentir una punzada.
     —Au…
     La exclamación se convirtió en grito; un pellizco le arrugó la piel y el músculo de debajo; hundiéndose en su pierna hasta convertirse en muchos cortes, pequeños pero profundos.
     Daniel apretó dientes, ojos y cara al unísono, mientras la docena o más de cuchillas cortaban su carne a través del saco.
     Soltó la linterna y empezó a agitar los brazos como queriendo volar, arrastrándose fuera del saco. Nada más libre del capillo, Daniel rodó por el suelo, agitando las piernas, intentando que la picadora carne que se le había adherido se soltara. Pero no lo consiguió.
     Pegado al suelo, reconoció el cuchillo; agarrándolo con tanta fuerza que se cortó entre el indice y el pulgar, antes de volverse y lanzar una cuchillada a ciegas por debajo de su pantorrilla.
     Oyó un rebote metálico. El cuchillo había rebotado. Era algo duro, tanto que tres golpes después Daniel, desconcertado; tanto que por un momento se olvidó del dolor, replegó el brazo para rozar la punta del arma.
       La punta estaba melada. El filo se había ondulado, de forma discontinua.
     Trituraba como una piraña y partía el metal. ¿Qué era? Daniel no pensaba perder tiempo pensándolo, si implicaba perder su pierna.
     Con lo único que podía arriesgarse a usar, plegó como pudo su pierna y alargó la mano derecha hacia el lugar donde la cosa seguía devorándole. Lo tocó, sin entender. Era algún tipo de animal, desde luego, pero no cilíndrico, ni peludo…
     Era ancho, liso y muy duro. Debía sujetarse con patas que no tocó, ya que al tirar notó una presión en forma de anillo en torno al gemelo, sin relajar su afán carnívoro.
     Consciente de que sí podía arrancarle la pierna, o hacerle una herida lo bastante grave como para desangrarse, Daniel grito  mientras tiraba con las dos manos. Le soltó junto a lo que le pareció un pedazo de carne, causándole otro grito.
     En contraste con su forma de comer pasiva pero activa, empezó a sacudirse con violencia en sus manos, haciendo girar su cuerpo liso como un caparazón de tortuga mientras, ahora sí, Daniel sentía sus patas duras y terminadas en punta batir el aire bajo él.
     Daniel recorrió con su mirada el interior invadido; apenas iluminado por la linterna perdida . La mochila, junto a él, se había volcado durante el forcejeo. El piolet estaba en el suelo. Sin saber si seria eficaz contra algo capaz de partir un cuchillo, lo agarró con la mano izquierda y lo elevó; estampándolo con todas sus fuerzas contra su entrecerrada mano izquierda.
      Notó el acero rozar su mano. El pico lo había atravesado. Las sacudidas paraban progresivamente mientras terminaba el aullido agónico de increible agudeza que lanzó al ser alcanzado. Un sonido que,variando algunas notas, podía confundirse con el viento.
     Daniel, empezando a sentir la pérdida de sangre mareando su organismo, fue a trompicones hacia la linterna, estando a punto de caerse al inclinarse para recogerla. Llevó la luz a su muslo herido
     Sólo verlo le saltó las lágrimas. Había llegado hasta el hueso, arrancado una porción de su piel morena del tamaño de la palma de su mano, revelando un irregular agujero rosado que terminaba en el blanco astillado del peroné.
     Sin poder seguir aguantando el dolor ni la visión de la herida abierta, Daniel se arrojó hacia la mochila, removiendo su interior hasta notar la botella de vidrio. Sin pensarlo, para que el miedo al dolor no le acobardarse, arrancó el tapón de rosca y la volcó.
      —¡Aaaaaaah…!
     El grito se quedó sin voz; el alcohol abrasó la carne desnuda, haciendo temblar de nuevo  las paredes de lona de su tienda.
     Con lágrimas en los ojos, mientras comprobaba que se volvía por segundos incapaz de andar, otro sonido, también en la pirámide de campaña pero ajeno a él, el que atrajo su atención. Gemidos rítmicos y entrecortados, como un hipo pero gorgoteante, procedentes del extremo desplomado del piolet. De lo que estaba ser ensartado en su extremo.
      Daniel dirigió allí la luz. Luego, sin entender lo que veía, lo levantó para llevarlo hasta sus ojos, apartando la cara al olerlo.
      —¿Qué eres? —preguntó a la criatura empalada en el metal.
     Un charco espeso y fétido de líquido amarillo verdoso se había formado sobre el suelo verde, todabía goteando del duro abdomen resquebrajado. Era del tamaño aproximado de un puño, con un cuerpo sólido y pesado color blanco grisáceo. Un caparazón con la forma, dureza, consistencia y color que las piedras de la montañita maldita.
      Era, de hecho, una de esas innumerables piedras; al menos visto desde arriba.
     Por debajo de su protección mimética, Daniel encontró cuatro patas del grueso de sus pulgares, alargadas y articuladas, acabadas en punta con las de un insecto; colgaban inertes en el centro, por donde la afilada punta de acero lo había atravesado. En el extremos estaba la cabeza. Una cabeza pequeña, del tamaño aproximado de una pelota de golf pero cuadrangular, en la que se apreciaban los minúsculos ojos, hocico y la boca, ocupando al menos dos tercios del total. Dos mandíbulas enormes parecidas a la concha abierta de un berberecho, cubiertas de dientes blancos y brillantes, del tamaño de agujas y afilados como cuchillas.
     En sus estertores finales, emitió un último silbido. Recibió respuesta, primero en un atronador coro de los mismos procedente de fuera, seguido de otro seísmo.
     Incapaz de sostenerse sobre sus dos piernas, Daniel se derrumbó de bruces, cubriéndose la cabeza mientras saltaba con la tienda sobre la tierra. Aunque no sabía cuanto duró, no debieron ser más de cinco minutos. También vio que, al parar, había oscurecido aún más.
     Intrigado, aunque comprobando que no iba a poder levantarse, recuperó la linterna y empezó a arrastrarse hacia la brecha; comprobando que podía ver por ella  perfectamente el exterior.
     Y qué exterior. Lo que vio le cortó el aliento, desterrando cualquier posible esperanza de escapatoria.
     La pared de tierra gomosa que circundaba la cima se había elevado; por lo menos mediría ya quince metros. También vio que seguía siendo de día, pero el sol quedaba limitado a una improvisada ventana en forma de círculo perfecto sobre él, donde confluía sin llegar a cerrarse.
     Una escena desasosegadora. Pero lo que le aterró lo vio después.
     Las piedras, blancas y ovaladas, rodeaban por completo la tienda. A cientos, a miles, sobre el suelo o descansando sobre la muralla vertical e infranqueable.
     Piedras que no eran piedras, como aquello no era una montaña.
     Daniel respiraba con pesadez. Ahora todo encajaba. Todos los desaparecidos en todos los tiempos, incluido el niño de la rima popular, habían ido hasta allí solos, sin nadie que estorbase. Aquella montaña que todos los que podían evitaban por su propio bien. Un pastor, un hombre adinerado aficionado a la caza, una joven aturdida por las drogas… Presas fáciles de subyugar con su gran número que luego hacían desaparecer bajo su colmena monolítica; enterrados en madrigueras asociadas a conejos inofensivos.
      En realidad, las puertas de entrada y salida a la red de túneles que permitían que operase su gigantesca trampa; alfombra bajo la quebarrer los restos y foso a la vez.
     Sobre Daniel, el azul anaranjado de la tarde se volvía rosa purpúreo. No debían quedar ni tres horas para la noche. Él estaba cansado, herido y claramente incapacitado. No podía huir ni luchar en condiciones, sin otras armas que el cuchillo sin punta y el piolet.  Podían entrar en su refugio por las paredes o el suelo. Eran demasiados para contarlos. Y uno solo le había dejado sin piernas.
     El viento volvió a silbar en el espacio cerrado, vibrando desde cada rincón del cráter. Daniel empezó a retroceder como pudo mientras su respiración y su pulso se aceleraban, dejando un rastro de sudor tras él como un caracol gigante.
     Lo había conseguido. Había descubierto el secreto del Ditverd. Lo que le preocupaba era si lograría compartirlo. No tenía claro que llegara siquiera a volver a ver salir el sol.
    



lunes, 21 de septiembre de 2015

LAS ENTRAÑAS DE LA BESTIA

     —Buenos días, señor Romero Gil. ¿Ha tenido… problemas para encontrar este sitio?
     El aludido, alisándose a manotazos la ropa, se alejó de su coche hacia su guía.
     —No, no he tenido. Encantado de verle, señor… Díaz, ¿verdad?
     —Llámeme Pau -simplificó, sonriendo mientras se metía las manos en los bolsillos-. Bueno… ¿Vamos a ello?
     El visitante asintió; ¿si no, para que he movido hasta aquí el culo?, pensó, antes de seguir al agente inmobiliario por el estrecho camino de tierra hacia la cima. En el horizonte, a una distancia engañosa, el cielo azul oscurecía a media altura por montañas de cúspide prominente y dimensiones ridículas. El conjunto parecía el paisaje de un cuadro de museo, lo que, supuso, suponía un atractivo adicional a aquel terreno.
     —Sólo una cosa -preguntó Alberto, mientras apretaban el paso hacia la verja-. ¿Por qué llaman a esto… el Valle de los Franceses?
     Pau se encogió de hombros, antes de arrastrar la puerta con él.
     —Ni idea –reconoció-. Puede que por alguna guerra… Aquí desde la antigüedad ha habido muchas guerras… O por Pepe Botella o porque está tomado por jubilados gabachos.
     Le indicó que le siguiese, parándose ante la boca cuadrada abierta en el muro de ladrillos.
     —Bueno, aquí la tiene. ¿Qué le parece, más o menos como pensaba?
     —Vaya.
      No era, ni remotamente, lo que esperaba. Comparado con las urbanizaciones visibles desde esa altura, con sus piscinas azules y su césped verde, aquella parcela resultaba más sencilla, rústica… e íntima. Su diseño poco o nada tenía que ver con los jardines floridos mayoritarios en la fachada mediterránea. Era, dicho de forma simple, un escenario de árboles, como el refugio privado de algún poeta romántico.
     —Supongo que eso es que le gusta.
     Alberto siguió a Pau al interior, sobre un sendero de losas blancas para pies y ruedas; una de las pocas concesiones de pavimento al duro suelo grisáceo del patio, pelado y maquillado con millones de piedrecillas y ramitas. En torno a la entrada, dos filas de álamos blancos, altos y estirados, formaban un pasillo hasta la fachada principal. Una hilera de cipreses, en otro momento perfectamente rasurados a la misma altura, se apostaban contra el muro exterior, como una defensa tras la poco disuasoria muralla.
     La casa en sí era un chalet de dos pisos recubierto de arenisca gris, resaltada con tonos oscuros en torno a las ventanas y a juego con las tejas alargadas del tejado. El conjunto daba la apariencia de una cabeza triste,  flácida y ojerosa. Un estado de ánimo que, paradójicamente, no difería mucho del de su posible comprador, idea que provocó un estremecimiento en la nuca de Alberto, y no debido precisamente a la fresca brisa entre esos árboles.
     Las baldosas fluían como leche derramada hacia la puerta del garaje, color gris azulado (una caseta del mismo material pero sólo de una planta a la derecha de la vivienda). Eso daba la apariencia de una segunda cabeza, bocazas y atrofiada; un siamés deforme que ayudaba a dar envergadura a su hermano mejor formado. Flanqueando la casa, dos falsas pimientas pudorosas, tapadas con sus velos de hojas verdes y racimos rosas oscilaban como ancianas durmiendo en mecedoras, mientras en la parte trasera varios pinos carrascos abrían sus melenas erizadas como tapasoles desproporcionados.
     Precioso sí. En otoño, debe de ser muy divertido.
     —Hay muchos árboles… -observó Alberto.
     —Sí. El… propietario original hizo que hiciesen todo según sus gustos.
     —Supongo que tendría criada. O le gustaba barrer.
     —Sí. -Pau se rió por lo bajo-. Pero, la verdad, a esta altura no…
     —Y otra cosa. -Alberto, como un semental marcando la frontera de su territorio, coceó el suelo-. Este paseo es tan blanco… Con un ir y venir de coches, ¿no acabará hecho un asco?
     —Bueno, son losas de un granito especialmente resistente, así que soportan cualquier tratamiento… aunque, la verdad, ninguno de los dueños anteriores se quejó.-Pau levantó la mano derecha, haciendo tintinear una pequeña campanilla de acero-. ¿Quiere… verla por dentro?
    Alberto asintió, mientras Pau subía los tres escalones color ocre del porche hacia la puerta de roble blindada, comprobando de paso que el juego de llaves no tenía llavero.
     —Y aquí está. Completamente amueblado, como le dije.
     Alberto asintió, no encontrando palabras para expresar la emoción que recibieron sus ojos. Aún recordaba la conversación; el todo incluido. Pero aquello era mejor.
     El salón, abovedado, era espacioso, con chimenea y una cristalera cubierta por cortinas blancas. Había un sofá y un sillón voluminosos, tapizados en imitación de cuero rojizo, con una alfombra desplegada con motivos de viñas y frutales bordados en dorado sobre un fondo verde oscuro, apenas disimulado por el polvo acumulado. Había también una mesita de metacrilato entre los muebles principales, oportunamente situada delante de un enchufe. Por lo demás, la primera planta tenía cocina, significativamente más pequeña, con una mesa de acero inoxidable con un juego completo de seis sillas y una vitrocerámica en perfecto estado. Sólo faltarían la nevera y provisiones para la despensa para que estuviese completo. Respecto al servicio… Ni apestaba a fosa séptica ni estaba lleno de moscas muertas; sólo cubierto de polvo sobre el excusado, el lavamanos y la mampara de la ducha. Al menos, pasando uno o dos días limpiando, estaba seguro que no iba a aburrirse.
     En el piso superior había cuatro habitaciones sin contar el segundo baño, idéntico al de abajo; cada una con una ventana, una lámpara con bombillas en el techo y un armario empotrado más limpio que los cristales. Además, una seguía teniendo una cama, individual. Aparentemente, los anteriores residentes tuvieron tiempo suficiente para recoger sus cosas e irse… aunque no lo bastante para vaciarla por completo.
     Terminado el tour, los dos se reunieron en el exterior.
     —De modo… que todo lo de dentro sería mío.
     —Todo -asintió Pau-. Ya sea para usarlo o tirarlo.
     —Y la seguridad…
     —Aparte de las dos puertas de la casa y la entrada, todas las ventanas tienen reja. —Pau señaló hacia la izquierda, antes de levantar su otro brazo-. Y hay servicio de alarma. Los anteriores dueños lo anularon porque no… se ajustaba a sus necesidades, pero un par de llamadas….
     —¿No se ajustaba? -Alberto arqueó una ceja, antes de cruzarse de brazos-. Creía que este barrio era tranquilo.
     —Quiero decir, era demasiado delicado… cada vez que zumbaba una mosca cerca del sensor, saltaba.
     —Aaaah… -Alberto entendió-. Y el precio…
     —El que dije.
     —Es muy barato.
     —Sí.
      Alberto se frotó el mentón durante un par de segundos, mirando inquisitivamente al vendedor, entre afable y apurado. ¿Intentaba venderle… o colarle la moto?
     —¿Y cuál es la pega? -quiso saber.
     —¿Cómo? -Pau no pareció entender la pregunta.
     —¿Murió alguien aquí? ¿Uno de los dueños se suicidó… o hubo una masacre? -sonrió, de forma provocativa y sardónica-. ¿No me dirás que está encantada, verdad? Porque, la verdad, me lo creería.
     —Señor Romero, no entiendo…
     —Quiero decir… -Alberto levantó la mano en son de paz-. Todo esto, tan barato, en un… espacio tan tranquilo; no me lo creo. Tiene que haber alguna pega.
     Pau suspiró, cerrando los ojos un momento.
     —Pues… tenga esto en cuenta, es un sitio muy apartado… Está bien situado, pero el núcleo urbano está lejos y los accesos no son del todo fáciles. A unos les daba miedo que les pasase algo estando solos… Y claro, no todo el mundo está hecho para la vida rústica. La prueban y se largan despotricando, diciendo lo malo que es… Y claro, nos obliga a bajar los precios.
     —Entendido. Y digamos que, si después de una temporada, me arrepiento…
     —Su fianza le será devuelta íntegra; todo está en el contrato.
     Alberto sonrió.
     —Me alegra oírlo.
     —Honradez ante todo.
     Pau se golpeó el pecho con el puño y los dos rieron al unísono durante casi un minuto entero. Luego Alberto se rascó la sien derecha.
     Tan barato…
     —Pau… si quisiese traer mis cosas…
     —Bueno, creo… -Pau se metió la mano derecha en uno de los hinchados bolsillos de su chaqueta y sacó una pequeña libreta negra-. Creo… que era de Madrid…
     —Exacto.
     —En tal caso, me temo que el transporte del mobiliario dependería de usted.
     —Eso ya está arreglado. Ahora lo tengo almacenado a la espera… -Alberto inclinó un poco la cabeza-… de instalarme.
     —Bueno. -Pau sonrió a boca entera-. En tal caso, una vez adquirida… Nosotros nos encargamos. Conocemos una empresa de transportes con la que colaboramos para eso.
     —¿Cobrando a comisión? -preguntó Alberto.
     —Por supuesto.
      Ambos rieron otra vez.
     —Bueno, en tal caso creo… que me la quedo.
     Las dos manos se juntaron y se exprimieron, manteniendo aquel duelo de fuerza como si el primero en notar que sus huesos se quebraban perdiese.
     —¿Cuándo podré mudarme?
     —Bueno… -Pau consultó el reloj de su muñeca izquierda-. Ahora habrá que volver a mi despacho a firmar unos papeles… y mañana por la mañana, a la hora que prefiera…

     Eran las once y siete cuando el Citroën azul se paró frente a la puerta negra, de aspecto macizo pero adornado con barras en relieve, y la abrió de par en par. Lanzó un vistazo abajo, indicando a sus acompañantes que podían seguir. Mientras, Alberto condujo su vehículo al interior de su nuevo retiro, aparcando frente al aún cerrado garaje, dejando espacio para que el camión de la mudanza se situase. Suspiró aliviado al comprobar que el coloso, una furgoneta bastante mayor que cualquier otra que recordase, era capaz de coronar la empinada ladera hasta el camino de baldosas que llevaba a la casa.
     De color marrón naranjado con el logotipo TRANSPORTES CASTRO en mayúsculas azul oscuro, fue derecha a la puerta como dispuesta a estrellarse y, a apenas dos metros, paró; sin duda con la intención de reducir la distancia entre la carga y el interior.
     —Buenos días -saludó Alberto, acercándose a la cabina del conductor-. Me alegro… de que hayan encontrado esto sin…
     Las puertas del piloto y el copiloto se abrieron al unísono y los dos encargados, enfundados en camisetas de cuello abotonado azul con el logotipo sobre el bolsillo del pecho y vaqueros, bajaron. El conductor era un hombre joven y muy alto, de veinticinco años o incluso menos, si bien su constitución engañosamente escuálida y piel extremadamente morena, abrasada por el sol, creaban la ilusión de que era mayor; de pequeña cabeza cuadrada y ojos grandes, casi cómicos, asomando debajo la gorra a juego con el resto de ropa. Bajo el brazo derecho, llevaba un papel, prendido en una carpeta negra. Su acompañante, una cabeza más bajo pero el doble de corpulento, con brazos como troncos de almendro, era, irónicamente, un verdadero anciano, de abundante pelo blanco y una barba rala manchándole la boca como el solaje de un capuchino. Tenía los ojos entrecerrados, como si le costase ver, y una expresión que sugería que era hombre de pocas palabras… y pocos amigos.
     —Sí, Pau nos dijo el sitio. Además, ya lo conocíamos; no es la primera… -El conductor, por lo visto el miembro alfa del dúo, paseó la mirada por el suelo, temiendo haberse ido de la lengua, antes de tenderle la mano—. Soy Chimo.
     —Encantado. -Alberto la estrechó efusivamente, sintiendo cómo se le contagiaba su casi idiotesca sonrisa.
     —Y este… -levantó el pulgar izquierdo sobre su hombro- es Pascual.
     —Un plaer. -El anciano levantó la mano a modo de saludo.
     Alberto sintió un nudo en el estómago. Valenciano, la lengua propia de la región. Era la primera vez que lo oía y, si bien no era tan cerrado o incomprensible como temía, le intimidó. Como tuviese que valerse de él con frecuencia…
     —Muy bien, al tema. -Chimo le soltó la mano y repasó el papel en la carpeta-. Son un par de lámparas, una nevera, un sillón, una cómoda, un televisor, una mesa-escritorio, un ordenador, una mesita, somier, cabezal y colchón… y siete cajas grandes de cosas personales.
     —Sí, exacto -confirmó el propietario al terminar la lista.
     —Y esto va… -Chimo apartó los ojos del papel, encontrándose con los suyos.
     —Pues… -Aunque se había hecho una idea de donde quería cada cosa, no había visto lo suficiente el interior como para decidir qué sería cada habitación (cosa que, en realidad, le traía sin cuidado)-. La nevera a la cocina, que está a la izquierda, el sillón y la tele al salón, a la derecha… y todo lo demás arriba. La cama…  la cómoda y la mesita pueden ir en la primera habitación de la izquierda (había recordado que en la derecha estaba el recuerdo de los anteriores propietarios) y el escritorio en la siguiente. Las cajas… se pueden dejar en el piso de arriba; ya me ocuparé yo de ver dónde va cada…
     Por un segundo, Chimo le miró con suspicacia.
     —Para cualquier cosa, la que sea, que quiera cambiar… coméntemelo -le dijo por lo bajo.
     Alberto asintió, sintiéndose extrañado por el comentario.
     —Bueno, perfecto. Ahora nos ponemos en marcha. -Se volvió a su compañero-. Vinga, don Pascual, es l´hora del treball.
     Con un estampido de platillos, la rampa bajó y los dos hombres se pusieron manos a la obra con gratificante velocidad y eficiencia, pese a la delgadez de uno y la edad del otro. La descarga no debió durar más de catorce minutos. Y, mientras les veía subir y bajar con el rostro enrojecido y respirando con pesadez, Alberto sintió ganas de ayudarles. Pero les oía conversar entre ellos y se percató, sin duda, de un detalle: Pascual, aparte de que parecía que sólo entendía el valenciano, era bastante arisco. Por suerte, su joven compañero parecía saber manejarlo.
     Una vez terminaron, Chimo, con el sudor bajándole por la frente y la boca abierta, recuperó la carpeta.
     —Firme aquí, por favor.
     —Muchas gracias -expresó Alberto, ensuciando un espacio en blanco con un rayajo que sólo tenía significado para él-. Respecto al pago…
     —El señ… Pau se ocupa de todo, tranquilo -aseguró, volviendo a su puerta en el camión-. Está incluido en la compra de la casa.
     Con la puerta abierta, dispuesto a subir, Alberto le alcanzó, ofreciéndole la mano.
     —Muchas gracias. -Se metió dos dedos de la mano izquierda en el bolsillo trasero del pantalón-. Tened, por las molestias. Así… podréis tomaros algo en vuestro siguiente descanso.
     Chimo, con los ojos exultantes, desplegó la propina de diez euros.
     —Vaya… muchas gracias.
     Pascual sonrió también y los dos subieron al furgón. Mientras Chimo encendía el motor, Alberto logró captar algunas frases entre ellos.
     — Que et sembla? -preguntó Pascual.
     —Bon home. No sé que fa ací.
     —Quan de temps penses que durarà a la casa dels grillats?
     —Qui sap. Es estiu; encara es prompte. Encara falta com una setmana per a la tardor…
     Alberto esperó en el patio a que la furgoneta se alejase entre los álamos hasta salir. Sobre su cabeza, el sol del septiembre temprano pegaba con fuerza, mientras un par de nubes marginadas pasaba por allí.
     Subió los escalones del porche dándole vueltas a las palabras del anciano. “La casa de los grillos”… No tenía ni idea de valenciano, pero estaba seguro de qué significaba eso. Un coro ensordecedor de insectos negros cada noche, regresando como vampiros. Con ese nombre, ¿sería la pega que el señor Díaz eludió comentar con tanto entusiasmo?
     Bueno, habrá que esperar a la noche para saberlo.
     Cruzó el umbral, dispuesto a estrenarla de una vez.

     El resto del día transcurrió muy despacio para Alberto. Lo primero que tuvo que desempaquetar fue el recogedor, la escoba, la bayeta y el limpiacristales. Se pasó el resto de la mañana y toda la tarde recorriendo los pasillos de paredes blancas y apagado suelo, acumulando escoria gris que, apilada, llegaría fácilmente a los quince centímetros de alto. Cuando acabó, cansado como estaba, lo único que hizo fue estrenar la ducha y enchufar la nevera. Un presagio más que una necesidad; aún no había comida en la casa, cosa que remedió acercándose al pueblo, a veinte minutos en coche (y a la insignificante distancia de cuarenta kilómetros) para cenar dos montaditos y una cerveza en una terraza, mientras la gente caminaba cabizbaja, víctima del asfixiante calor.
     Al día siguiente, invirtió toda la mañana en el mercado municipal, abierto aquel sábado en el centro. Entre carne y embutido, pescado y conservas, verduras y frutas, salió bien servido, haciendo una última parada en una panadería, de donde salió con pan y huevos. Así pudo estrenar la vitrocerámica. Y tuvo la tarde libre para desempaquetar el resto de cosas, instalando por completo en cuatro horas el dormitorio con la cama y el estudio con el ordenador. Acabado el día, sólo quería descansar.
     Por la noche, sin embargo, comprobó el verdadero valor de la propiedad. La brisa corría entre las ventanas entreabiertas, enfriando al durmiente semidesnudo en la cama como un aire acondicionado particular y silencioso. Todo rodeado de nada, con su oscuridad, su silencio y sin la barbarie del falso civismo urbano.
     Alberto pensó en lo que dijeron los trabajadores dos días antes. No tenía sentido. En las tinieblas, lo más parecido al canto de los grillos que oyó era un murmullo como de viento a través de cañas, que se perdía en los matorrales bajo su montaña, tan lejano como los coches en las carreteras y las voces en las casas. Si esa era la casa de los grillos, debió ser desahuciada a golpe de insecticida. Y si no, no le importaba: el fin de aquella reubicación era descansar e intentar olvidar.

     A las tres semanas, Alberto ya se sentía como si llevase allí toda la vida. Se levantaba por la mañana e intentaba trabajar un rato; a su ritmo, ya que tenía todos los encargos muy adelantados. Los clientes de la capital recibían periódicamente sus encargos, y estaba pensando en empezar a anunciarse allí…
     Cuando no trabajaba, oía la radio o veía la tele o, si el día era bueno (el implacable sol decidía echarse una siesta tras una nube) salía a pasear por el paisaje medio agreste y medio urbano. Los vecinos, tan perfectos desconocidos como él para ellos, le saludaban, levantando una mano al verle pasar. Empezaba a pensar también en comprar una bicicleta. Y un perro. Y hasta en ir a conocer gente… Pero al final siempre pasaba lo mismo.
     Tarde o temprano, acababa en su cama, durmiendo o intentando dormir, arropado por la brisa. Por suerte, aprendió a contener las lágrimas hacía tiempo. A la mañana siguiente, como la resaca, aquel dolor volvía, enfriándole la nuca y provocándole pinchazos en el tórax. Por eso, si podía, prefería no beber. Le recordaba aún más a ella.
     Se llamaba Verónica. Dios, era una preciosidad. Una diosa. Alta, de rasgos delicados, con una melena morena y brillante como el mar en movimiento. Parecía una verdadera supermodelo y, sin embargo… La conoció en la facultad, estudiando publicidad.
     Al principio, sólo eran amigos. Y, aunque consciente de su propio atractivo y de sus opciones, jamás hubiese esperado tener oportunidades del tipo que fuese con ella. Y sin embargo, en el último año de carrera (hacía dos) y con un poco de tiempo, empezaron a coincidir; en esta fiesta aquí o en aquella quedada allá. Eventualmente, se pasó a la amistad establecida. Y un día, en que se decidió a invitarla a salir solos…
     Fue muy rápido a partir de ahí. Ella encontró trabajo en un supermercado cerca de Somosaguas, mientras los primeros bocetos de Alberto volaban de aquí a allá, de una agencia a otra. Todos quedaban encantados con él… pero nadie se comprometía; más allá que para ofrecerle trabajos menores. Pero prosperaron. Y, cuatro meses después, encontraron un piso y obtuvieron el ansiado crédito para pagarlo. Y, por supuesto, luego llegó la proposición, con una bonita sortija de oro con el nombre de ella y la fecha del inicio de la relación grabados dentro. Ella, boquiabierta, le abrazó, llorando de emoción; lo recordaba bien.
     Todo lo contrario que dos meses después, cuando ya había fecha para el enlace, local reservado para el convite y los sentimientos de ella cambiaron de la noche a la mañana. Al menos, tuvo el detalle de presentarle a su sustituto: se llamaba Gerardo (aunque aseguraba que prefería Gerard) con gafas de pasta que Alberto juraría que no tenían cristales, pelo cortísimo encrespado con gomina e impecable camiseta blanca de una marca muy cara. Un pijo hijo de su padre, pensó al momento, lo bastante ancho de cuerpo y músculos además para que Alberto no pusiese en duda que, en caso de trabajar, lo alternaría con al menos cuatro horas de gimnasio.
     El compromiso roto, el anillo devuelto y, por azares de un avalista dudoso, el apartamento en manos de Verónica… y Gerard. Sin embargo, más que el sonido de su corazón al hacerse añicos, lo que más le dolió a Alberto fue aquella imagen: los dos juntos, sonriendo como idiotas; posando para la instantánea imperecedera en su memoria que tomó su cerebro. La prueba imborrable de que la felicidad alcanzada sólo es un intermedio en la vida.
    Se animó a dejar todo aquello lo más lejos posible. Esas calles, esas gentes, esa ciudad abrasadora y ruidosa. Se decidió por Levante, muy posiblemente por verlo como un punto intermedio entre el universo alienígena del norte y la homogeneidad que caía en cascada desde Madrid hasta el estrecho.

     La estación avanzó, los días se volvieron más fríos y las hojas amarillas. Alberto pasaba las mañanas sentado delante del ordenador, ilustrando la escena de alguna nueva campaña. Por suerte, otra cosa que Pau olvidó fue mencionar que la conexión Wifi también iba incluida. Ese día de mediados de septiembre le tocaba a una bebida alcohólica; espirituosa en el sentido más sensitivo de la palabra; penetrante, incitante. Algo que debía transmitir atracción, deseo…
     Todos los demonios que deseaba exorcizar frente a él, con él decidiendo cómo de largos serían sus cuernos y si podrían usar la punta del rabo como palillo. Se pasó desde las ocho y media a las once mordisqueándose las uñas y vaciando un vaso de agua, con la botella del producto alzándose sobre un fondo en negro, como el monumento tumulario a su dignidad. Eso sí, había que agradecer que el día era particularmente fresco. Todas las ventanas del piso superior y muchas de la baja estaban abiertas para que la brisa circulase.
     Mientras el sudor seguía bajo su piel, Alberto pensaba. Sensualidad, una curiosa palabra. ¿Cómo ilustrarla? ¿El encuentro entre dos rostros, de hombre y mujer, como Jano mirándose al espejo? Muy manido… ¿El trasfondo de la sombra de un cuerpo desnudo, preferentemente femenino? Se rió. Las feministas pedirían su sangre y sus partes. Puede que algo a medio camino; un rostro indeterminado con los labios entreabiertos, cubriéndolo todo.
     La brisa sopló y oyó el roce seco y prolongado de metales rozando, como un gong que no vibraba y, desde luego, sin música. Alberto no le hizo mucho caso y siguió dando forma a su idea en la pantalla. Lo volvió a oír; la misma fricción metálica, procedente de dentro de la casa. Un sonido que conocía bien: había una puerta mal cerrada movida por el viento, con el pestillo rozando el borde de la cerradura sin llegar a encajar, rebotando y volviendo a aquel quiero y no puedo…
    Alberto siguió tecleando, pero el sonido no paraba; sus dedos no podían competir con su acompasado vaivén, que hacía temblar las ideas ordenadas con cuidado en su cabeza, amenazando con descolocarlas. Otra vez, y a los pocos segundos otra…
    Él, que siempre había sido paciente, con un soplido de resignación, no pudo más. Salió al pasillo y comprobó las otras cuatro puertas; todas abiertas de par en par y quietas. El eco volvió, remontando las escaleras. Estaba abajo.
    Miró primero a la izquierda, al cuarto de baño, una de las dos únicas puertas que podían estar abiertas en esa planta. Abierto de par en par. Se volvió a la cocina. Sonrió. Esa era. Pegado al dintel, el pequeño diente se separaba y volvía como una boca desdentada roncando. Tomando aire para aplacar sus nervios, Alberto estiró la mano y empujó, notando el crujido del cierre al encajar.
     Alberto se volvió hacia  las escaleras y se encontró con el hombre de cara.
     Dio un respingo y un grito ahogado a la vez, aterrizando con sigilo sobre sus pies descalzos mientras analizaba al desconocido surgido de la nada. El hombre, que le miraba desde el final del recibidor, parecía, sin embargo, tan sorprendido como él. Alberto analizó poco a poco su pelo moreno y algo crecido, rasgos largos y aguileños, piel bronceada, un mentón que exhibía una barba ligeramente afilada y una constitución normal tirando a delgada, además de la llamativa circunstancia de ir desnudo de cintura para arriba y de que no tenía entrepierna, piernas ni pies. Flotaba literalmente en el aire…
     Le llevó casi un minuto de escrutinio silencioso con el corazón latiendo desbocado comprender y, al hacerlo, se rió. Fue decidido, aun con sus pálpitos desatados por el susto, al servicio, cerrando de un manotazo la puerta del armarito, quiando de su vista el amplio espejo para lavarse. La ventana del servicio estaba también entornada; debió cerrarla mal y la misma brisa que movía la puerta debió abrirla.
     Alberto oyó un portazo y notó un violento empujón, seguido de un aullido estridente.
       —¿Qué…?
       El sudor le cubrió como recién salido de una ducha; al mirar atrás se topó con una escena tan simple como sobrecogedora.
     Acababa de levantarse viento o, al menos, una galerna había salido de una trompeta muda. Fuera, los álamos, teñidos de amarillo pálido, se bamboleaban como banderines y las falsas pimientas barrían el suelo con su millón de frágiles dedos. El viento había abierto en seco la puerta, escupiendo un puñado pequeño de hojas amarillas al pasillo. Pero, cómo…
     La  fría lógica llegó como otro manotazo, esta vez a su orgullo. Esa mañana había bajado andando al pie del promontorio a dejar una bolsa de basura en el contenedor, al principio de la urbanización. Y sabía que a la vuelta había cerrado, sin llave.
     Con una mueca incómoda torciéndole la boca, Alberto corrigió su error y volvió al trabajo, mirando afuera antes de dejarse caer en su asiento. Varias hojas abandonaban su árbol como mariposas, mientras un polvo fino y dorado subía desde los cipreses. Sin embargo, el movimiento en las plantas amainaba. El fenómeno, seguramente, duraría poco.
    Alberto volvió al trabajo, tecleando con ganas, recuperando en apenas diez minutos más de una hora de duda. Y, tras pulsar el botón para guardar el trabajo, volvió a oírlo.
     El pestillo pegaba y retrocedía para volver, como si la puerta se llamase a sí misma. Ahora, la del cuarto de baño. Y para Alberto, habituado como estaba esas últimas semanas a una calma casi continua, semejante intromisión suponía algo más que una molestia.
    Dos, tres. Alberto se levantó. Cuatro. Se dio la vuelta. Cinco, seis. Salió al pasillo.
     El violento estallido le hizo cubrirse, instintivamente, antes de mirar a su alrededor. La casa seguía en su sitio; los cristales en las ventanas, los muebles sobre sus patas. Nada había explotado. Comprendió, entonces, que a diferencia de su vecina, la puerta del baño había conseguido dar el paso de baile por parejas a agarrado.
     Y, con aquella labor ya cumplida, Alberto, con el corazón más excitado de lo que recordaba en mucho tiempo y una expresión de pasmo en el rostro, volvió a continuar con lo suyo.

    Esa misma noche, en la cama, Alberto se agitaba con los pies sobre las sábanas. Hacía calor; demasiado para taparse. Pero, a la vez, sentía frío, mucho más de lo que su cuerpo (como si fuera el de un neonato) podía resistir. Así que, por primera vez desde que llegó, las ventanas estaban cerradas, manteniendo a raya la brisa, que pasó de bienvenido consuelo bajo el calor a fría lengua que se le hundía en la sangre.
     Le iba a costar dormir, lo presentía. Le costaba acomodarse, con la almohada bajo la nuca o la oreja, arrugando el colchón mientras buscaba un equilibrio entre posición y forma de encarar las oscilaciones térmicas.
      No sabía qué hora era, cuando empezó, aparte de noche cerrada. Un golpe apagado, parecido a un manotazo contra una ventana. Llevaba horas con los párpados cerrados. Los abrió al instante.
     Unos segundos después, el sonido de un cristal saltando en pedazos. Con la vista en la puerta, Alberto, muy despacio, bajó los pies al suelo.
    Tras otro par de segundos, un impacto sobre una superficie, tal que el suelo. Y, tras un margen parecido, el mismo ruido. Y otra vez. Cuatro, cinco, ocho veces. Cada vez más cerca, en el pasillo, en las escaleras, fuera del dormitorio…
     Alberto tragó saliva. Era imposible… pero había pasado.
     Había un ladrón en la casa. Había entrado rompiendo una ventana y ahora, de forma deliberada, le provocaba con sus pisadas. Seguramente no sabía cuánta gente había, cuánta resistencia le esperaba. Por eso actuaba así, quería que supiesen que estaba, que le temiesen. Así no podían saber si iba armado…
     Alberto aguardó unos segundos, esperando ver la negra figura con pasamontañas aparecer bajo el umbral. El sonido seguía, se oía más alto, pero no daba la cara.
    Se calzó arrastrando los pies, desenchufó como pudo la lámpara de cerámica de la mesita y la levantó. No es que fuese el arma ideal, pero era lo único en el dormitorio que tenía cuerpo.
    Se acercó a la puerta, con aquellas pisadas moviendo su corazón como el tambor de una galera. Se asomó al pasillo. Nada. No estaba allí, ni parecía que en las habitaciones…
     No. Aquel cabrón estaba abajo y seguía abajo.
     Se acercó a las escaleras y bajó escalón tras escalón hasta el recibidor. Lo sentía cerca. El servicio estaba cerrado. Nadie armando jaleo en el salón. La puerta principal, cerrada. La cocina…
     La puerta estaba cerrada. El sonido estaba, sin duda, al otro lado.
     Maldiciendo el haber dejado la alarma tan callada como la encontró, Alberto apretó los labios, conservando la sangre fría mientras bajaba su tensa mano izquierda hacia el tirador.
     Se asomó con violencia; la lámpara temblaba en su mano mientas escudriñaba la negrura, rota por la nevera. No había nadie pero aquel ritmo seguía.
     Encendió la luz.
     —No me jodas… ¡mierda!
     No pudo contenerse; se sentía inabarcablemente estúpido.
    Atascada entre los barrotes de la ventana abierta, una rama seca de las falsas pimientas había tocado la fregaza, tirando un vaso de la encimera al suelo. Sus pedazos se extendían ante sus inútiles pantuflas como un aviso de que la tontería podía haberle dolido de verdad. Como una serpiente enroscada, el criminal seguía ahí, haciendo vibrar el marco de la ventana mientras el viento la movía.
     Quince minutos después, Alberto intentaba volver a dormirse. Había recogido y tirado los trozos del vaso y cerrado la ventana. Respecto a la rama que tan mal se lo hizo pasar, tiró de ella hasta meterla, la partió en tres pedazos y la envió con el vaso en la mortaja de plástico de la basura.

     Aquel torpe episodio, que sirvió de carta de presentación para el viento otoñal (entumecedor anticipo del invierno) sólo anticipó el principio de una escalada en la adversidad climatológica que ponía los pelos de punta.
    Durante los cuatro días siguientes, Alberto disfrutó de relativa paz, haciendo su trabajo, enviándolo y limpiando su hogar. A sus tareas había añadido periódicas barridas al paseo principal, retirando las hojas de los álamos, cada vez más oscuras y muertas,  las de la falsa pimienta, siempre verdes, y algunas agujas marchitas de pino.
     Sí, soplaba más viento en su cima, despeinándole fuera y visitándole de manga larga antes de lo que esperaba. Cada día era más frío que el anterior; de forma mesurable. Desde el incidente del domingo, dormía con las ventanas cerradas.
     El viernes, tras una noche plácida de sueño, algo pasó. Faltarían pocas horas para las ocho, y Alberto comprobó que sudaba bajo sus sábanas. En un último coletazo de vida, el verano parecía haber querido compartir su cama. No sólo ya no hacía frío. Hacía calor.
     Alberto se desprendió de las prendas pegajosas y salió del dormitorio, pensando en refrescarse en el fregadero. Pero prefirió el viento. Viró a babor, a su estudio, y se lanzó a su ventana.
    Al descorrerla, una masa amarillo intenso con tonos carmesís se lanzó a por él. La ventana tembló como el resto de la sala.
      Alberto estaba petrificado. Ante él, una llamarada tan alta como su casa crepitaba. No había humo ni calor, pero la casa y el patio ardían; un infierno de torres áureas temblando en remolinos, agitando sus oídos con crujidos de madera al partirse, robándole el oxígeno y secando su garganta.
     Demasiado conmocionado, asustado (y seco) para moverse, Alberto vio aquel millón de manos amarillas rozar su ventana, queriendo cogerle… Entornó los ojos al apreciar qué pasaba. Volvió a reírse; no una sencilla risita de complicidad por su propia ignorancia, sino la demencial de quien repite una y otra vez el mismo error.
     —Otra vez -observó, asintiendo brazos en jarra-. Tengo que estar volviéndome idiota.
     La naturaleza volvía a burlarse de él. Un viento fuerte aunque anómalamente callado removía el jardín de arriba  a abajo. Los álamos, que llegaban hasta la misma puerta, se sacudían víctimas de una flexibilidad impensable, mientras sus hojas pululaban de aquí para allá; al final, prisioneras del suelo.
     Con un silbido, el viento atravesó la ventana, desterrando el calor que le había acompañado desde su despertar. Aquello fue lo más curioso: no sólo le refrescó, parecía que aquel calor imprevisto se había esfumado, barrido de la casa.
     Concluyó que tardaría mucho en dejar el patio medio decente.
      —La próxima vez los talo —se prometió.

     Esa misma tarde, acabadas las manzanas, mandarinas y plátanos y con sólo cuatro huevos y algo de companaje en la nevera, Alberto fue a comprar. Llevó el Citroën entre los álamos, aún espasmódicos tras la visita del viento, que había dejado todo en calma pero definitivamente desastrado. Lo puso en punto muerto para abrir la puerta.
      —Algún día me instalaré una automática.
     La salida estaba despejada. Alberto volvía al coche cuando una suave brisa le rozó la cabeza, agitándole el pelo. Se rió, agradeciendo el gesto. Hasta que su sonrisa se congeló en su cara, demasiado lenta para reaccionar.
     El viento pasó de suave murmullo a un aullido ultraterreno, levantando una ventisca amarilla contra él. Como un enjambre de mariposas, un millón de formas insustanciales pasaron a través de él, cabalgando en la corriente. Alberto, víctima de la emboscada, cerró los ojos e interpuso su hombro derecho contra la lluvia de paja. Notaba sus cantos crujientes y frágiles; si no fuesen inofensivas podrían parecer cristales, minúsculas y finas hojas de afeitar lanzadas para descuartizarle, tiñéndole de rojo de pies a cabeza. Sin embargo, apenas las sentía, disimuladas por el propio viento. Aquello era lo más turbador; sentirlo y que no pasase nada…
     Por fin, el último componente de la bandada se perdió y las hojas otoñales se posaron en el suelo, formando un abstracto collage áureo y ocre.
     Alberto, que sólo debió quitarse una hoja del pelo y otra del cinturón, resopló con furia mientras se manoseaba la cabeza. No había sido nada y, sin embargo, su sangre helada se arrastraba por sus venas mientras sudaba.
       Aquellas hojas caídas le habían hecho sentirse amenazado.
     Los árboles del paseo, como esqueletos a la intemperie, se levantaban escuálidos, blancos y pelados, salvo por alguna hoja rezagada aferrada por el clavo ardiente de su rabillo. Una ráfaga solitaria contrajo sus oídos y, aunque demasiado lenta y suave para hacer ningún sonido, Alberto sintió que alguien se reía de él. El otoño celebraba su broma pesada.

     Fue el sábado cuando se dio cuenta de que pasaba algo raro. Eran las cuatro de la tarde. Estaba tirado en su sofá, esperando recuperar fuerzas o dormirse de una vez. Se había tomado el día libre para retirar con calma el desorden amarillo de su entrada. Tras una mañana larga y una comida ligera, necesitaba descansar. La temperatura, sin ser cálida, era agradable, lo que le ayudaría a dormir. Y, como evidencia de que las cosas nunca estaban cuando las necesita, aunque tenía todos los ventanales del salón abiertos, ni la más débil galerna le auxiliaba. El viento parecía decidido a aparecer sólo para amargarle.
      Se recostó con los ojos cerrados, notando como el sudor se perdía y el sueño llegaba…
     Notó los pelos erizársele en brazos y nuca; un invisible y retorcido remolino se había colado como un pájaro extraviado, trazando espirales sobre él. Con una sonrisa de complacencia, Alberto esperó, mientras el viento se volvía más pesado y denso, recorriéndole como los dedos de una mujer. Oyó también el susurro, una serie incomprensible de palabras sin sexo.
     Sorprendido, abrió los ojos. Por un momento, pensó que había sido un sueño, que tenía una mujer a su lado, acariciándole como hizo en otro tiempo la perra traidora de Verónica…
     El sonido regresó, subiendo el tono como un demente en pleno descenso al desenfreno.
      Todas las ventanas se cerraron de golpe. Alberto se cubrió, temiendo que los cristales saltasen sobre él. Mientras asomaba los ojos entre sus brazos, pudo ver que, al menos en apariencia, ninguna grieta había deformado los cristales. Las ventanas, como ropa tendida, seguía moviéndose al son del viento, esta vez con más tranquilidad. Desde fuera, el aullido de la corriente arreciando parecía presagiar la llegada de un desastre
     Se levantó con un gruñido, totalmente desvelado, y las fue cerrando bien una por una. Prefería asarse a que otro susto le parase el corazón.
     Por la noche Alberto se puso a apretar la almohada como si exprimiéndola pudiese dormirse más rápido. Volvía a sentirlo: palabras profundas y distantes filtrándose en su oído, mientras la sábana era arrastrada sobre él suavemente. Al son de aquella nana, empezó a perderse definitivamente, sintiendo que flotaba en el abismo negro mientras manos agradables le practicaban por todo el cuerpo un masaje. Volvía a ser un bebé en brazos de su madre, buscando con sus labios el gusto del pezón en la negrura. Y una vez lo enganchó, el pandemonio se desató.
       Las palabras de sueño se distorsionaron, prolongándose y trinando. La voz se convirtió en la uña arañando el metal, perdiendo su filo mientras levantaba chispas. Los oídos se resintieron ante la agresión, los dientes se apretaron y un grito de dolor lo devolvió.
     Alberto tenía los ojos abiertos. Su piel chorreaba y sus dientes mordían con fuerza el pico de la almohada. Respiraba con la ansiedad de haber tenido los pulmones demasiado tiempo sumergidos y cada latido de su corazón parecía un trueno. Se sentía, sin poder evitarlo, como si hubiese estado sostenido por una mano, inmaterial pero sólida, gigantesca pero delicada que, aburrida de su juguete, lo hubiese dejado caer bruscamente.
     Tras dar una última vuelta lo oyó, colándose desde fuera. El viento aullaba, proclamando que la montañita era suya. Lo último que acertó a ver fue  la brisa hipócrita cerrar su habitación de un portazo, aprovechando el camino que le había dejado para pasar.
      Alberto quedó despierto, exhausto, aterrado y, lo peor, ajeno a que aquello empezaba.

     La semana siguiente fue una prueba para su paciencia. El rugido inicial, que interpretó como flor de un día, no sólo no se había marchitado, sino que creció exponencialmente. También lo hizo en duración. Su aroma era el ruido.
     Era como la arcilla fresca entre los dedos de un alfarero; insignificante, indiferente, inescrutable. Había que darle forma para entenderla; ya fuese  un botijo barrigón o un plato finísimo; un pájaro, una vaca o una bailarina haciendo cabriolas. Aquel viento adoptaba mil voces, todas horribles.
     Lo más habitual eran murmullos en sus momento de menor fuerza para luego, a medida que aumentaba, transmutarse. Podía parecer la risa de un niño, agradable al principio pero cada vez más alta y más larga, pasando de divertida a demencial para luego ser un llanto hiriente, profundo, desgarrador. Podía pasar del rugido del león a los maullidos de mil gatos luchando, desgarrando sus pieles, o gatitos recién nacidos llorando por falta de aire mientras se hundían en las aguas.
     Desde que se despertaba hasta que volvía a acostarse, sólo paraba para volver a tomar fuerzas; la boca infernal que soplaba sobre su casa no dormía ni descansaba. Era como una inundación que lo arrasaba todo, colándose por los más pequeños resquicios y convirtiendo grietas invisibles en nuevas puertas; mil veces peor que vivir sobre una discoteca.
     Al menos, le quedaba el consuelo de vivir en la casa del tercer cerdito: puro ladrillo. El lobo podía soplar hasta sufrir un ataque de asma, que no la echaría abajo.

      Alberto empezó a pasar el menor tiempo posible en casa. Se iba con el coche a la ciudad, a comprar comida, ropa o ver escaparates, convirtiendo sus paseos iniciales de cuartos y medias en horas. Pero al final había que volver, y siempre encontraba a su enemigo invisible esperando. Volvía. Cerraba todas las ventanas todo el día, llegando a revestir alguna con cinta aislante. Se compró tapones para los oídos, que le escocían el cartílago cada noche cuando los enterraba en sus orejas para aplastar los silbos.
     El acoso le pasaba factura: estaba débil por la falta de sueño, perdía peso, su piel estaba perdiendo el color y su pelo crecía, desordenado y caótico, a juego con las cerdas en torno a su boca y los oscuros anillos que circundaban sus ojos. Sus ingresos menguaban. Su trabajo iba mal, muy atrasado. Más de uno de sus clientes le solicitaba (o exigía) saber cómo iba su encargo. Muchos más amenazaban con pedírselo a otro diseñador. Alberto sólo pensaba en decir una y otra vez: de acuerdo. Igual debería tomarse vacaciones completas, un período de calma chica para recuperarse.
     Y, lo peor, mientras, la fuerza del viento parecía crecer cuando estaba en su casa, llegando al extremo de sentirla temblar bajo él; a punto de volar como Dorothy  una vez pisaba el patio, sentía la brisa en la cara, su roce en la piel y un silencio digno de una pantera hambrienta.
     Las semanas pasaron, llevándose el tiempo y las hojas ahora marrones, mientras el viento seguía anidado sobre el “Valle de los Franceses”. El primer sábado de octubre, mientras prolongaba su paseo matutino vistiendo jersey de licra azul oscuro y pantalones cortos, llegó a un destino imprevisto.
     “Los Girasoles” era el nombre de la urbanización de sus vecinos; un abrupto solape entre las hileras de casas que salían de la base de su cuesta. Y era, también, el nombre de un mesón-restaurante-bar en la frontera inmediata entre ambas, donde caminantes extraviados, trabajadores de paso y simples parroquianos sedientos de un tercio y un partido de pago podían aparcar el culo un rato. En aquel momento Alberto, cansado por el ejercicio y con el sudor cubriéndole como escarcha, sintió un gruñido de su estómago. Hora de desayunar.
     —Buenos días.
     —¡Buenas!
     Ya había estado allí alguna vez, aunque nunca tan temprano ni en fin de semana. El salón comedor, lleno de mesas redondas bajo manteles de papel, daba paso a la barra, tras la que Jero, el propietario, atendía a sus habituales, que bebían café y ojeaban periódicos.
     —¿Qué va a ser? -dijo mientras frotaba un vaso con una bayeta.
     —Un café con leche, un zumo de naranja y una tostada con mantequilla, por favor-enumeró el sudoroso Alberto mientras se apoyaba en el mármol.
     —Marchando.
      Mientras Jero le atendía, Alberto examinó al resto de la clientela. Cuatro hombres; tres barbudos, gruesos y de cierta edad; casi fotocopias distinguibles por el tono de sus barbas, las ropas y el patrón de sus arrugas. El tercero, más joven y delgado, engullía un bocadillo untado con tomate. Su camisa y vaqueros le dificultaron la identificación al principio.
     —¿C… Chimo? -preguntó Alberto con duda, entornando la vista-. ¿Eres tú, no?
     Al oír su nombre, bajó el pan y le miró. También necesitó su tiempo para reconocerlo.
     —¡Ah, hola señor…! -Le tendió la mano mientras se esforzaba en recordar el nombre.
     —Alberto -indicó, devolviéndole el saludo-. Llámame así.
     —Sí, el del “Valle de los Franceses”… -Su sonrisa jovial se redujo mientras le examinaba-. ¿Estás bien? No tienes buena cara.
     —No es nada, he estado corriendo.
     —Ya, eso parece. Yo, como entro al curro en una hora … -dio un trago a una taza, a la vez que Jero le llevaba a Alberto su café-. Lo decía porque pareces…
     —Bueno… la verdad es que estoy ocupado y… últimamente me cuesta dormir.
     Por un momento, la expresión de Chimo se volvió sombría.
     —Bueno, Alberto, ¿y qué tal… tu nueva casa? ¿Como esperabas?
     —La verdad… dio un sorbo corto, sin esta seguro en entrar en detalles sobre su miedo al aire-. Bueno, está bien; tiene sus cosas… aunque…
     —¿Sí?
     —No he llegado a entender el nombre. -Mientras apuraba la taza, le llegó el zumo-. Lo de casa de los grillos.
     Para el asombro de Alberto, Chimo se quedó mirándole pasmado, con una media sonrisa en la cara. Y, más aún, comprobó que el resto de testigos, incluido el barman, le miraban también.
     —¿Cómo? -Chimo dobló el cuello, sin comprender-. ¿De dónde sacas… eso de casa de los grillos?
     —Se lo oí decir a tu compañero, ese… Pascual. -Sustituyó la taza por el vaso, mientras le servían el pan con dos raciones de mantequilla-. Algo de… como era… casa dels “grillats”.
     Un estruendo recorrió la barra; los tres comensales se reían. Chimo también había alargado la comisura de los labios, mientras Jero les miraba con los brazos en jarra y gesto de desaprobación, seguramente por armar alboroto.
     —¿Qué pasa? -Alberto se sintió intimidado. No entendía qué pasaba.
     —Es que… -Chimo se limpió las comisuras-. Eso no quiere decir casa de los grillos.
     Alberto asintió sumisamente, mientras empezaba a extender la mantequilla.
     —De acuerdo. -Le echó sal antes de llevársela a la boca-. ¿Y qué significa?
     —Casa de los locos.
     Las palabras alcanzaron sus oídos mientras hundía los dientes en el pan. Alberto lo mascó deprisa, listo para replicar, notando como en su boca el crujiente se volvía amargo.
     —¿Y eso?
     —Es que… -Chimo se encogió de hombros-. Esa casa está maldita. Todo el que vive allí o se va… o se vuelve loco.
     Alberto tragó, sintiendo la comida como un corcho reseco en su garganta. Estaba seguro de que se estaban quedando con él. Pero…
     —¿Y eso… tiene algún historia o algo? -preguntó antes de dar otro bocado, fingiendo indiferencia.
     —Sí. Hace muchísimos años… había una mujer y esa mujer tenía un amante. La dejó embarazada y se fugaron. Pero… a última hora el cabrón la plantó y ella se quedó sola. Así que se iba allí  a llorar, día tras día, como si lo estuviese llamando para que volviese, sin librarse del dolor. Hasta que al final... desapareció. Dicen… que su dolor la chupó hasta no dejar nada. Y, desde entonces, se la oye llorar hasta que vuelve a los demás tan locos de dolor como ella.
     —Umh,umh -Alberto asintió, volviendo a tragar.
     Tal y como esperaba. Muy creíble...
     El pensamiento de Alberto se interrumpió; después de todo muchas veces había creído oír llorar a alguien, presa de la mayor y más contagiosa pena…
     —Eh, esa es sólo una versión -interrumpió uno de los barbudos, dando un largo sorbo a su taza-. Lo que pasa es por el monstruo.
     —Exactamente, muy bien -señaló Chimo, volviéndose hacia el hombre y sonriéndole con gratitud, antes de volver con Alberto-. Otros dicen que, hace mucho tiempo, uno de los caballeros de Rey Jaime, que liberó a esta tierra de los moros, luchó contra un monstruo… un dragón. Le clavó su espada y lo mató, pero era tan grande y horrible que lo enterraron debajo de aquella montañita.
     Alberto redujo en más de la mitad el tamaño del pan.
     —Pero… dicen que el monstruo no estaba muerto, sino sólo herido, y que intenta levantarse. Salir de bajo tierra. Y al respirar y rugir… hace que todo tiemble.
     La seriedad del exponente consiguió que Alberto considerase por unos momentos aquel cuento de viejas; sólo hasta que Chimo prorrumpió en sonoras carcajadas, acompañado del resto de parroquianos, mientras Jero les contemplaba con la compasión del adulto que tolera las gamberradas de niños inocentes.
     —¡Vamos, es broma!  -admitió Chimo, a la vez que apartaba su plato lleno de migas-. Sólo me estoy quedando contigo.
     —Ya me lo parecía -añadió Alberto, con una media sonrisa más cómica de lo que pretendía.
     —¿La verdad? Ni fantasmas, ni monstruos ni chorradas -dijo Chimo-. No sé qué pasa y no creo que nadie lo sepa. Parece que tiene que ver con las montañas que hay al lado. Se forma… No sé el nombre, pero es como si todo el viento coincidiese en el mismo punto.
     Alberto acompañó el trozo de pan con un rápido sorbo de zumo para poder tragar.
     —Ya hubo problemas con eso cuando la construyeron. Me acuerdo del primer dueño. -Sacó su cartera, pero la retuvo en las manos para entrarse en su historia-. Era una especie de artista romántico o algo así. -Chimo contuvo la risa-. Un gilipollas con pasta. Pagó ese terreno a precio de nada y luego hizo que construyesen la casa. Los trabajadores se quejaban porque el viento no dejaba de levantar polvo. Manu, por ejemplo…
     Señaló a uno de los tres barbudos, el del centro, que asintió.
     —Pascual y yo le llevamos sus cosas. Era un creído de mierda. Y después… hemos llevado las cosas a todos sus demás dueños.
     —¿Ha habido más?  -Recordó Alberto que Pau lo había comentado, muy de pasada-. ¿Y cuántos han sido en total?
     Chimo apretó los dientes, tomando aire.
     —Pues, después de ese… hubo un matrimonio con hijos, una pareja y… un par de tíos solos. Como tú ahora.
     —¿Y qué pasó? -se interesó, convencido de que ya no había trampa ni cartón-. ¿Por qué… todos se fueron tan de repente?
     —Ya te lo he dicho, se volvían locos. -Dejó un billete gris y arrugado y un par de monedas amarillas en la barra, que Jero retiró en el acto-. El matrimonio duró unas semanas, al ver que los críos no aguantaban el ruido. Pensaban que podrían durar, que se pasaría con el tiempo, pero… -negó con la cabeza-. La pareja duró un poco más; de octubre hasta principios de diciembre. Luego, los últimos, fueron más duros… o tontos. Claro que les pilló en verano, que es más suave.
     Ignorando la calderilla de las vueltas, Chimo se levantó.
     —El primero murió de sobredosis. Pastillas para dormir. Supongo… que el viento soplaba demasiado fuerte. Y el segundo… Sólo sé que lo encontraron tieso. Me parece que dijeron algo de que se suicidó. O que se cayó intentando cerrar una ventana y se cortó el cuello.
     Alberto trató de tragar saliva; sentía la boca seca y pastosa. Chimo pasó por su lado, poniéndole una mano en el hombro.
     —Sabes, Alberto, me caes bien. Sólo por eso, te digo esto: lo peor es ahora, de otoño a invierno. Pero, si no estás seguro de que puedes aguantarlo sí o sí… Yo le prendía fuego y me largaba. Que pases buen día; yo tengo que irme. Encantado de verte.
     Dio un saludo genérico con la mano extendida y fue hacia la puerta.
     —¿Y qué pasó con el primer dueño? -le gritó Alberto antes de que saliese.
     —Se mató. Su coche volcó bajando de la casa.
     Alberto sacó un par de monedas, las más gruesas que sus dedos sintieron, y las lanzó junto al plato, donde quedó un último bocado con mantequilla fundida. No lo terminó; se le había ido el apetito. Ni esperó al cambio. Necesitaba aire fresco.

     El sol se ponía tras el horizonte, dibujando la silueta de las cimas, responsables indirectas de su martirio. Mientras veía los días hacerse más cortos Alberto, sentado en el sofá de su casa, en silencio rodeada de escándalo, meditaba sobre esa mañana. El lento regreso tras hablar con Chimo le aclaró las ideas.
     Otros habían pasado por lo mismo. Ahora conocía las consecuencias de quedarse, pero le habían quedado claras dos cosas no menos importantes: había conseguido una explicación. Era, simplemente, un fenómeno natural. El viento soplaba. Y segundo, aquello parecía estacional. Si se sobreponía, si aguantaba cinco meses más, ya no tendría que preocuparse. Podría buscarse una vivienda más céntrica, y dejar esa jaula de grillos (la expresión le hizo reír) como casa de verano.

     El día fue laborioso pero calmado. Nada más llegar aprovechó para retirar del patio gris las incontables hojas de pino y falsa pimienta que el viento había esparcido, así como algunas ramas caídas de los álamos. Después, una comida ligera y a descansar. Mientras echaba la siesta, el viento soplaba, haciéndose eco en las incontables grietas de la casa.
      Sabía que cerró los ojos a las tres menos veinte y al abrirlos eran las cinco y veintiséis. Se sentía como si hubiese hibernado una década. De allí al ordenador; debía recuperar el tiempo perdido. Tuvo la suerte de que la conexión aún funcionaba. La música de la red contrarrestaba el aullido de las furiosas corrientes en un duelo de volúmenes. Para cuando paró, había enviado tres proyectos, acabado otros cuatro y aclarado casi todas las dudas y exigencias. Volvía a estar en marcha, como al principio, pero con el sol poniéndose. Sus oídos le dolían como recién salido de un concierto, pero, al menos, en esa ocasión los había castigado su música.
     El recuerdo de la tarde perduró en su cabeza, manteniendo distante la realidad de fuera. Con la noche, cenó y subió a su habitación. Era el turno de los tapones de gomaespuma. Antes pasó por el estudio, cumpliendo con el rito de cerrar las puertas. Fuera, el viento crecía. Alberto sonrió. Podía seguir todo lo que quisiese. Había ganado.
     Entonces detectó un movimiento en la ventana y, en la fracción de segundo en que se volvía, una garra monstruosa cayó sobre él, traspasando la barrera de cristal y traspasando su cuerpo con sus negros dedos, abriendo un corte frío y profundo que llegó hasta su corazón…
          El violento golpe, que agitó la ventana como una campana, sacó a Alberto del aturdimiento causado por la impresión, dando un grito y un brinco. Tras unos segundos de espera con los pulmones colapsados y temiendo perder el control de sus esfínteres, comprobó que las monstruosas y esbeltas uñas arañaban la ventana. Con su corazón cada vez  más rápido, suspiró aliviado.
     —Voy a tener que empezar a tomar tila —decidió, mirando al monstruo.
     Una rama de álamo enganchada entre los barrotes destinados a mantener a los cacos fuera. Con desgana, abrió el ventanal lo justo para derribar el tronco, que se estrelló contra el suelo.
     Ya en su habitación, con los tapones tan sellados como todos los umbrales, comprobó satisfecho que los gritos del cielo habían quedado reducidos al murmullo del agua fluyente; lo bastante relajante para dormir tranquilo. Lo hizo con la primera idea lúcida que había tenido desde que llegó: había que reformar el jardín. Los árboles ensuciaban demasiado y le ponían de los nervios. Los cortaría todos, arrancaría los tocones y los cambiaría por flores; rosas, jazmines, madreselvas, plantas de olores dulces. Sí. Decidió empezar a la mañana siguiente. Y los primeros en convertirse en leña serían los álamos.

     Alberto se incorporó inquieto; irónicamente, por la falta de sonido, hasta que recordó que tenía los oídos taponados. Se arrancó los dos tubos amarillos, siendo recibido con furor por el viento. Con todo, le reconfortó. Había vuelto a la realidad.
     Acababa de tener un sueño. Sabía que era un sueño; eso no podía ser real. Pero lo había sentido tan plenamente…
     Estaba, como entonces, tumbado en la cama, lo más cerca de un sueño tranquilo que recordaba en mucho tiempo. Y, de repente, el murmullo de viento amordazado se extinguía, yéndose por donde vino. Muy despacio, conteniendo la respiración, se sacó los tapones, como ahora. Y, en efecto, el sonido había parado. Se rió, lleno de gozo.
     Instantes después una fuerza tremenda golpeó la casa, que onduló como  una barca movida por las olas, tirándole al suelo. Aterrizó de costado, retorciéndose de dolor mientras la casa se movía como si no hubiese suelo.
     Pensando que el viento la había colgado, convirtiéndola en una nueva y liliputiense luna, corrió por las escaleras, manteniendo el equilibrio entre vaivenes hasta la planta baja. Sólo pensaba en salir de allí, aunque fuese lanzándose al vacío. Si el viento quería tanto aquella casa podía quedársela, pero él no iría con ella. Sin embargo, al pasar por el salón, algo atrajo su atención.
     Sombras grandes y gruesas como columnas griegas entraban por las ventanas. Se acercó y comprobó que varias formas negras, anchas y largas, de forma tan imprecisa como su naturaleza, recorrían la casa de arriba a  abajo. Por un momento, pensó que algunos árboles se habían desprendido de sus raíces y se iban a empotrar. Así que se tiró a por las llaves y abrió la puerta.
     La visión era tan pesadillesca como la experiencia misma. Al perder pie se agarró a los dinteles con las manos mientras hincaba como podía sus pies en el suelo.
     Su casa no volaba, no. Estaba suspendida en el aire. Y se inclinaba cada vez más.
     Por debajo pasó una forma grisácea y rugosa, parecida a la corteza de los árboles que había aprendido a odiar. Sólo que esa terminaba en cinco apéndices en su parte superior que crecían desde su centro, ligeramente curvados adelante. Una mano, gigantesca, colosal; tanto que no necesitó ver aquellas extensiones aferrando su casa como si fuese un juguete que cabía en un puño. En vez de eso miró abajo, hacia la vasta oscuridad que las conectaba, perdiéndose en el abismo.
     Lo vio. Allí abajo había algo. La noche tapaba su forma y detalles, pero apreciaba su silueta, sus movimientos… y lo oía. Lanzaba pesadas y largas exhalaciones que le despeinaban. Parecía mirarle con curiosidad, como si no supiese qué hacer con el minúsculo intruso.
      Un silbido repentino surcó el aire y una fuerza huracanada los sacudió a él y a la casa de ladrillo. Alberto, que no podía soltarse para taparse los oídos, temió por un momento que su cabeza explotase, visualizando la sangre caer de sus tímpanos. Al parar aquel rugido furioso y hambriento lo vio. El final del abismo.
    A una profundidad de fácilmente quinientos metros, una amplia línea rojiza tan larga como podría serlo el Ebro se extendía, zigzagueando entre puntas triangulares como peñascos que la surcaban como una cremallera. Cuando empezó a ensancharse, entendió qué le esperaba.
      Volvió adentro y cerró de un portazo, consciente de lo poco que le protegería el tablón de madera. No podía correr; la inclinación era demasiada, hasta notó su espalda chocar contra la puerta, que resistió. Luego las grandes sombras del salón se retiraron y notó su vientre y entrepierna recorridos por el hormigueo que acompaña a las caídas en vacío desde mucha altura.
     Se hizo la oscuridad y los crujidos empezaron.
     En un alarde de poder digestivo, los dientes empezaron a masticar, aplastando esa cáscara de cemento y adoquines, reducida a grandes cascotes con toneladas de peso, que se cerraban cada vez más en torno a su aterrorizada semilla, que se arrugaba para encajar entre los restos de su inútil protección, sepultándolo mientras cada vez había menos que masticar…

     Sólo un sueño. Le habían influido las historias de “Los Girasoles”; sólo eso; nada cambiaba. Al día siguiente, aprovechando las treguas del exterior, seguiría su plan. Mientras, el viento seguía aullando, como preguntándole si estaba mejor despierto. Y, aunque Alberto intentó volver a dormirse, lo cierto fue que el crujir de persianas y ramas no le dejaron.

    Exhausto tras esa noche, tuvo la suerte de encontrar, entre un variado surtido de herramientas, legadas en el garaje de la casa abandonada junto a todo lo demás, una sierra de mano y una escalera plegable. Notando la rigidez en sus articulaciones y el insomnio oscilar en su cabeza como una bola de metal rodando, abrió esa puerta por primera vez, listo para desfogarse.
      La escena que le recibió le sentó, y nunca mejor dicho, como un jarro de agua fría.
     En contraste con el azul salpicado de blanco aún veraniego de los días pasados, el cielo era gris. El patio estaba oscuro, con la luz tapada por las nubes gruesas. Una galerna furtiva le alcanzó, helándole hasta los huesos. Otro recuerdo de que el invierno llegaba.
     No importa; tengo tiempo hasta que llueva.
     Alberto pisó al otro lado de la puerta. Entonces el color marfil de las losas del suelo se oscureció, salpicado por minúsculas manchas que se multiplicaban con velocidad microbiana. La lluvia había llegado.
     Decidido a no dar su brazo a torcer, apoyó la sierra contra el tronco del primer ramo de palos grises. Apenas tardó unos segundos, menos de lo que necesitó el cielo para cubrirle de los pies a la cabeza con aquel caldo congelante, que le apelmazaba la ropa mientras le traspasaba la piel. Con la vista borrosa, Alberto escupió, antes de dar el primer tajo…
     Un trueno estalló sobre su cabeza, haciendo temblar el suelo, acompañado por una intensa ráfaga que sus huesos sintieron como flores con pétalos de alfileres floreciendo.
    Sin nada que hacer, dejó las herramientas y se refugió en la casa, mientras el viento proclamaba su victoria.
     Desde la puerta del cuarto de baño, frotándose aún su cuerpo duchado con el batín, Alberto vio las ventanas, borrosas como en un túnel de lavado. Debía ser un simple aguacero otoñal, que duraría unas horas. Aunque había oído hablar de lluvias diluvianas, llamadas gota fría, que podían durar días, lo inundaban todo y arrasaban con cuanto estuviese a su paso…
     Subió al estudio; si no podía ocuparse del jardín trabajaría. Estuvo tres horas, hasta que tuvo hambre, preparando sus modelos, con el agua salpicando tanto que se sentía en un camarote. Fue, sin embargo, cuando se dispuso a enviar un encargo, cuya fecha límite vencía esa tarde, cuando comprobó, horrorizado, que el mensaje fallaba.
      —Dios, -masculló-, ¿ahora qué?
     La conexión a Internet se había cortado.
     —Perfecto.
     Probó a abrir las páginas web. Nada. Solicitó reparar la conexión. Nada. Desconectó y volvió a encender su modem. Nada. Debía ser algo zonal, por culpa de la lluvia.
     Se fue a buscar el teléfono del cliente; sabía que lo tenía en alguna parte. Podía pedir una demora o, in extremis, ir al pueblo a buscar… Alberto apretó los dientes con furia. Era domingo y ninguna copistería, cibercafé, locutorio o biblioteca abriría por él. Por no hablar de que, sin necesidad de permisos municipales ni de cavar nada, ya tenía una piscina en su patio…
     Marcó el número. Pero no había señal. Miró con los ojos entrecruzados la pantalla, apreciando que la batería estaba cargada y el móvil encendido. Casi gritó al ver que no tenía cobertura.
     Se contuvo de arrojar el teléfono por la habitación y fue a comer; así comprobó que la tele sólo daba un fondo negro que vibraba de forma estática.
     Cuando acabó, casi a las tres de la tarde, el chaparrón no había disminuido lo más mínimo y, estando como estaba el patio y la bajada, tenía muy claro que no cogería el coche. Estaba solo con la lluvia y, por supuesto, con el viento, que la movía en una enérgica y devastadora danza.

     Pasaron dos días. Las gotas de lluvia, estampadas como cagadas de pájaros contra las persianas, le impedían dormir. Al menos, la casa  resistía. Pero no pegaba ojo. Y pensar en la entrada, con lo que debía ser una verdadera cascada deslizándose desde cada lado del cono de la cima…
     Al tercero se fue la luz. Puede que algún poste de la línea hubiese caído, arrancado por las aguas en crecida. Alberto caminaba despacio por la casa sombría y fría, hasta acurrucarse en el sofá. No tenía libros ni nada para entretenerse. Y sin luz, no podía poner música; lo único capaz de competir con aquel inflexible concierto.
     Cinco días. La comida de la nevera ya no estaba fría. Empezaba a oler raro, muy fuerte. Por suerte, aún tenía conservas, y latas, y bolsas de aperitivos…
     Alberto pasaba las horas en el sofá frotándose la frente y arañándose los ojos, deseoso de que la lluvia se fuese, de que el viento callase, de dormir, de salir de allí. Algo pasaba con el agua de los grifos; sólo salía tan fría como la que caía del cielo.
     Por fin, en el limbo que suponía la puesta del sol (o debía serlo; había perdido la cuenta del tiempo hacía… algún tiempo) de esa tarde, el hombre tirado en su cama con la ropa arrugada, rostro ovejuno y rugoso y pelo desordenado, vio las gotas perder fuerza y las cortinas de agua abrirse. Muy lentamente, bajó al salón. Miró al patio; aún oscuro y cubierto de charcos, pero la lluvia había acabado por fin. Y, con ella, el viento, cansado al fin de tanto soplar, se había ido. Todo estaba inmóvil allá fuera.
   Suspirando con pesadez, retrocedió hacia el sofá, notándose tan cansado como si tuviese ochenta años. Por fin había acabado. Aquel monstruoso dios de la montaña había terminado de asediarle. Aunque estaba demasiado cansado para salir, podía echarse, descansar un poco y, al día siguiente, irse al pueblo. Vaciaría su cuenta, compraría comida, arreglaría la luz y el agua, pondría la casa en orden, hablaría con sus clientes…
     Abrió sus pesados párpados despacio. Quería asegurarse de que lo que había notado en el hombro era real.
     Lo era. La mancha todavía estaba fresca en el pijama de invierno. Y allí estaba, en el techo, la oscuridad desde la que se desprendía.
     —No jodas… -refunfuñaba.
      Aquello era el “no va más”. Pero se contuvo, al percatarse de que allí había una habitación. Y, más llamativo, el hombro derecho sobre el que había caído la filtración empezaba a picarle. Y a escocerle. Al mirar, sus ojos se dilataron ante el ancho del agujero en el tejido.
     Subió al segundo piso sin perder tiempo, haciendo equilibrios durante su desgarbada carrera escaleras arriba. Se paró en el último peldaño, admirando cómo, mientras el cielo se oscurecía, los pasillos brillaban. No era una gotera. Parecía que el techo fuese de cartón. Y el líquido parecía más espeso que el agua, más denso… Y, además todo  había sido demasiado rápido para la puesta de sol.
     Llegó hasta su dormitorio, que estaba abierto, y miró hacia la ventana.
      Su pulso se aceleró. Negrura, pero fuera no era de noche. Distinguió algo parecido a un castillo hinchable, rojizo y carnoso, llegar hasta esa altura y más, envolviendo toda la casa. Una estructura que se dilataba y contraía y, con cada movimiento, el viento volvía a silbar. Pudo ver en la oscuridad cómo brillaba; recorrida por gruesos chorros de un líquido…
     Alberto retrocedió, convencido de que la falta de sueño le afectaba. Y, sin darse cuenta, pisó uno de los charcos que caían del techo. Gritó con todas sus fuerzas antes de salir de aquel cepo viscoso; al verse el pie se encontró la piel enrojecida y cuarteada.
     Respirando forzadamente mientras su cuerpo se sacudía, buscó en su caótica y destartalada mente una explicación. Sólo se le ocurrió una, y era… era… ¿y todos los días que llevaba viendo el jardín por la ventana? ¿Una ilusión de su mente escondiendo la realidad?
     Como queriendo darle la razón, aquello se contrajo, el viento ejecutó un crescendo… y Alberto sintió como un vendaval estrellarse contra la casa, reventando todas sus ventanas.
     Corrió al pasillo, saltando sobre los charcos hacia la escalera. Tenía que salir a la calle, verlo con sus propios ojos.
     Al alcanzar el tobogán dentado, una visión le distrajo. El pasillo que daba a la entrada se estaba encharcando; inundando. De eso.
     Bastó para que Alberto pisase con fuerza y se dejase llevar. Y, para su propia sorpresa, voló. Se elevó sobre los peldaños, hasta rozar el techo, y voló, como una cometa atrapada por el viento.

     —Eh, Ximo. Has vist això?
     El aludido interrumpió su almuerzo y, aún masticando, alcanzó el periódico que le pasó Pascual. Lo miró, ansioso por volver a lo importante. No le costó ver a qué se refería.
     —Dios mío -musitó, con la boca tan abierta como sus ojos.
     —¿Qué pasa? -se interesó Jero al otro lado de la barra.
     —Alberto, el hombre ese que estuvo aquí la semana pasada. Ha muerto.
     El dueño se apoyó en la barra un momento, imitando el semblante del transportista.
     —El de la casa esa… -masculló por lo bajo-. ¿Pone… cómo ha sido?
     —Parece… que se cayó por las escaleras y se dislocó la nuca. Como hacía algún tiempo que no daba señales de vida…
      Jero suspiró.
     —Una pena, de verdad. Parecía un hombre simpático.
     —Coses ací haurien de prohibir-se -intervino Pascual, apurando su lata de Mahou-. Amb aquest son al menys quatre morts. Que faran ara?
     —Lo que hicieron la última vez, supongo -señaló el barman.
     —Sí. -Chimo asintió-. Bajarle aún más el precio. Creo que con el último lo dejaron en menos de veinticinco mil.
     —Y con este ahora, si reducen por muerto… lo dejarán casi tirado -opinó Jero.
     —Si. A veure si algú borinot pica -sentenció Pascual.
    Los dos encargados de mudanzas apuraron su almuerzo con un ojo puesto en sus relojes. Les quedaban apenas veinte minutos para reunirse con el siguiente cliente. Y, cuando acabasen, habían quedado con Pau Díaz. Tenían que ayudarle a hacer un inventario.