EL DEDO VERDE Y BLANCO
Había un pueblo entre el Vinalopó medio y el Campo de Alicante, en su tiempo ubicado en
el corazón de la Sierra del Maigmó. Hoy desaparecido, no pasó nunca de
veinticinco casas y su nombre se ha olvidado; el progresivo abandono del monte
y de las labores en la zona fueron llevandolo poco a poco al abandono. En menos
de cien años, sólo quedaron algunas ruina aisladas y cubiertas de maleza de la
plaza y sus casas, mientras sus habitantes emigraban, por no decir
huían, instalándose en Aspe, Novelda, Monforte del Cid y Petrer por
el oeste; en Tibi, Castalla e Ibi por el norte y en Agost y Alicante
por el sur y el este, olvidando con el tiempo y el paso de las generaciones que
alguna vez pertenecieron allí.
Sin embargo,
recordaban que allí se originó una cancioncilla infantil, de origen perdido en
su memoria:
Juan Bermejo era un niño muy travieso.
No paraba de hacer el gamberro, el muy
trasto.
Un día desobedeció a sus padres
y fue al Ditverd corriendo solo
Y ya no se supo nunca más que fue del
pobre Juan Bermejo
Quizás nadie
supiese quien fue su autor o si llegó a existir Juan Bermejo, pero sí sabían
por qué se cantaba.
No era un refrán, villancico, ni rima, sino una advertencia; sobre un
peligro real.
En aquel
montañoso límite comarcal sembrado de pinos y abruptos valles, existía una
formación, pequeña e insignificante; invisible al lado del resto de
macizos; conocida sólo por los que vivían cerca. La llamaban el
Dedo verde, por la forma en que el estrecho cerro señalaba hacia el cielo,
si bien el uso extendido entre los vecinos del valenciano lo lo tradujo
como el Dit Verd, enquistándose definitivamente como Ditverd.
Una colina
ridícula de apenas quince metros, con una plataforma que permitía estar en lo
alto con una tienda y poco más. Costaba creer que mereciese nombre propio. Sin
embargo, destacaba por ser una anomalía en el paisaje. Aparte de cómo
sobresalía del terreno, frente a los incontables lentiscos, jaras, aliagas y
espinos que crecían en los alrededores a la sombra de los carrascos, en aquel
punto, de superficie curiosamente plana y regular, sólo crecía algo de hierba
que asomaba entre el musgo. A aquello le debía su nombre. Un musgo curioso,
aplanado y ancho que hacía parecer que ese suelo estaba tapizado por miles de
hojas minúsculas, que se extendían desde la cima plana hasta el pie de sus
laderas, sin dejar destapado un mísero milímetro de la tierra marrón y húmeda
de debajo. Sólo desaparecían al llegar al suelo.
Tambien era
insólito por su reducida fauna. Los que pasaban cerca ya fueran residentes
cercanos o paseantes accidentales, coincidían en que en torno al Ditverd no se
oía el canto de los pájaros, ni se veían huellas de jabalíes, ni pasaban
moscas, abejas, mosquitos o tábanos aleteando a su lado o entre la maleza
inmediatamente contigua. Incluso los bolsones de procesionaria, verdadera plaga
allí, parecían rehuir su periferia. La única criatura que constaba que
frecuentara el Ditverd eran los conejos. Presumiblemente criaban allí; no
porque se los viese correteando o se encontrasen sus excrementos
sobre el suelo verde, sino porque sus madrigueras se encontraban a
distintas alturas del cerro, hoyos pequeños e irregulares que, curiosamente,
solían coincidir con los puntos donde brotaba la escasa pero siempre verde
hierba. En realidad, no constaba que nadie hubiese visto nunca nada
vivo en el Ditverd. Aparte de la vegetación a ras de suelo, eso sí, lo que
habia a puñados eran piedras, alargadas y redondeadas, parecían huevos, no muy
distintas de las de los alrededores. Estaban dispersas por su superficie,
aisladas como islotes en un mar verde o acantonadas en algún saliente de sus
bordes, constituyendo la única e ínfima nota discordante con el color del
Ditverd.
Era, sin embargo,
por buenos accesos en el monte y su estado de penumbra continuado, un lugar de
descanso muy valorado por los excursionistas, que podían coronarlo
sin demasiado esfuerzo para sentarse un poco, almorzar o dejar a sus niños
sueltos un rato sin mucho peligro mientras sentían la
apacible brisa en la cara. Y, en cambio, era evitado por los oriundos de
la región, alguno de los que conocían la cancioncilla y había entendido su
significado: evitar que los niños se acercaran al Ditverd, especialmente si
iban solos.
Pues que Juan
Bermejo fuese un simple cuento sin más relevancia que el del Sacamantecas. Pero
estaba probado con nombres y fechas, olvidado por la mayoría pero recordado
fuertemente por unos pocos implicados.
Y era que
muchos se habían acercado solos al Ditverd y habían desparecido.
Sin
contra lugareños anónimos quese fueron para no volver, existían casos con
nombres y apellidos registrados en los periódico. Pedro Ferrer López,
natural de Tibi, era pastor ovejero. Se había instalado en una cabaña en
unos terrenos adquiridos cerca de los restos del pueblo perdido, a finales de
septiembre del treinta y uno. En una de las ocasionales visitas que realizaba a
sus parientes, les comentó que se disponía a prolongar su ruta de trasiego
hasta aquella zona de la arboleda, comentando explícitamente entre risas a sus
padres, sus dos hermanos y su hermana:
—Se supone
que hay una montañita donde dicen que no hay que acercarse.
Aquello
denotaba que no era del todo desconocedor de esa oscura leyenda, si bien era obvio
que la ignoró. Dos días después algo más de una docena de ovejas, que serían
posteriormente identificadas como parte de su rebaño de más de cincuenta y
cinco ejemplares, fueron localizadas vagando por los caminos que iban a las
poblaciones del norte. Del resto del rebaño y de su conductor no se volvió a
saber. Informados por la familia, la Guardia Civil peinó la zona hasta la
cúspide misma de la pequeña montaña prohibida pero, si bien las huellas y los
excrementos recientes indicaban la presencia del rebaño en sus alrededores, en
su cima no se encontró ninguna señal del pastor. Sin otra información o pista
que el saber que el buen hombre había llegado hasta allí, las autoridades
concluyeron que Pedro Ferrer López debía haberse extraviado en el monte y muerto
al precipitarse por una sima oculta en el suelo; fue muerto y asaltado por
bandidos gitanos, que deshicieron del cuerpo o se marchó porque había
encontrado novia o un trabajo mejor en alguna parte. Intentos por responder a
una pregunta sin respuesta.
Décadas
después, en mayo del setenta y cinco, Rafael Garrido Verdú, industrial de
Alicante muy aficionado a la caza, caminaba con un par de amigos por un coto
del Maigmó buscando perdices al vuelo o un conejo a la carrera, cuando uno de
sus perros se extravió. Salió tras él, internándose bajo los altos pinos y
entre la densa maleza. Sus amigos, al perderle de la vista, intentaron
seguirle, extenuandose a los pocos minutos y prefiriendo esperarle. No se sabe
hasta donde llegó; lo seguro es que salió del coto, ya que se encontró al
perro quince minutos después rondando un camino privado. Cuando su dueño y los
dos cazadores se reunieron, oyeron el eco de los disparos; cosa no tan inusual
que les preocupó: en lugar de uno o dos disparos, lo habitual en la caza menor,
a la primera detonación siguió una docena más, que paró tan de
repente como empezó.
Uno de los
acompañantes del señor Garrido, incluso, dijo que le
pareció oír gritos entremezclados con los dos últimos,
antes de que el silencio volviese a los montes.
Los dos hombres,
nerviosos, siguieron en línea recta los pasos de su amigo perdido hacia el
sonido. A casi un kilómetro llegaron a la elevación, testigo mudo de lo
acontecido en la que no encontraron ningún rastro. La búsqueda, más
esmerada por disponer de mejores medios y equipos y estar la víctima mejor
posicionada, tuvo a varios agentes de la benemérita y de los servicios
forestales rastreando el coto y sus límites palmo a palmo una semana entera.
—La búsqueda ha
resultado infructuosa —anunció un responsable la suspensión de las
labores, sin dar más explicaciones.
Únicamente
se realizaron dos observaciones. Los rastreadores con perros, aunque no
encontraron nada, afirmaron que al llegar al límite del Ditverd, los animales
empezaron a ladrar y a tirar de sus correas intentando huir.
—¿Qué
os pasa?
A base
de fuerza los arrimaron a sus faldas, cambiando su actitud radicalmente:
bajaron la cabeza y empezaron a gemir como si llorasen.
Por su lado,
aunque nadie se atrevió a expresarlo a viva voz, los pequeños hombres de campo
y residentes más antiguos de la zona, invocando la cancioncilla de
Juan Bermejo y el episodio de Pedro Ferrer, resultaba evidente que lo
único que ambos tenían en común era haberse cruzado con ese cerro. Y, aunque la
explicación fuese otra, se decía que fueron tragados por la montaña.
Desde
entonces el temor a ir solo por allí pasó de simple mito folclórico a un
verdadero tabú. Por fortuna, estaba lo bastante aislado para que la mayoría de excursionistas,
senderistas y cazadores lo encontrasen, mientras los vecinos podían evitar sin
problemas a la que mentaban, por segundo nombre, como la Muntanya
Mentidera. El nuevo título de “Montaña Mentirosa”, se debió a un
curioso fenómeno que los residentes comprobaron: tapado como estaba entre
árboles, no era fácil verlo, pero muchos distinguían su cima plana
entre los pinos. Este, para asombro de los tranquilos
sexagenarios concurrentes de bares y tabernas próximas al Maigmó, parecía diferente,
no sólo entre persona y persona, sino para la misma en días distintos. Algunos
la describían como estrecha y puntiaguda; imposible de mantenerse encima si no
era en equilibrio. Otros la vieron como un conjunto de picos romos, abriéndose
como el cráter típico de un volcán. Pero la mayoría, incluyendo
a muchos de los que cambiaron de versión, lo definían como plana
y amplia, casi el doble de una casa, como si hubiese multiplicado por dos
su anchura.
—Crece
porque come gente —diría alguién en un bar, consiguiendo muchas miradas de
disgusto y ningún comentario.
Fue la
prueba que necesitaban. Aquella montañita, seguramente por obra del Diablo,
sólo podía traer mal a quien fuese lo bastante loco o ignorante para acercarse
a ella.
Pasaron los
años, los ancianos murieron, los que eran jóvenes entonces ocuparon su lugar a
la cabeza de las mesas y en las mecedoras frente a los fuegos. El miedo,
desterrado por el racionalismo, relegó la historia al plano de los cuentos para
viejas que ya no asustaban ni a los niños. Evitaban el Ditverd, pero con un
buena justificacion.
—¿Ahí,
qué se me ha perdido?
Daniel Cano
Poveda, natural de Alicante, era hijo de un conocido fabricante de cerámica
aficionado a los paseos por la naturaleza. Por aquel entonces empezó a fijarse
en Carmen Alonso Perelló, un año más joven que él, a la que conoció en la
facultad de derecho; una urbanita de verdad para la que los bosques de pinos
eran tan familiares como un paseo por Marte.
—¿De verdad
nunca has estado en el Maigmó? —le preguntó, medio divertido, una tarde que
salió el tema—. Es un sitio precioso, con sombra y muchas plantas…
—No
—negó ella, para la que un callejon oscuro seguía siendo más familiar que la
naturaleza salvaje.
Él
aprovechó para rodearle el hombro con el brazo.
—Bueno, —el
susurró al oído, —eso se puede arreglar.
Dos
meses después, una tarde de junio del dos mil, para celebrar con un poco de
“romanticismo e intimidad” el final de sus estudios, el joven de veintitrés
años decidió llevarla donde nadie les molestase.
—Aquí
todo es paz. Nadie se mete a ver qué haces —comentaba, con otras cosas que un
paseo en mente.
Condujo por
caminos secundarios y sin asfaltar, consiguió aparcar a duras penas en un
margen atiborrado de piedras y hierbas altas, lejos de cualquier
presencia humana. Pasearon cogidos de la mano un poco entre los pinos de cerca,
sin alejarse mucho del coche.
—Más
que nada… para asegurarnos de que no había nadie.
Cuando la soledad fue una certeza, pasaron al asiento trasero del
Mercedes negro de sus padres, se desnudaron, tomaron cada uno una dosis de
LSD e hicieron el amo. Debían ser las siete; todavía había luz. Según él,
claro.
Una vez
acabaron, el rodó sobre el asiento, apretujándose contra el respaldo.
Le parecía que se hundía en una catarata de arenas movedizas; todavía en
pleno viaje.
—Eh, Dani.
—Antes de separarse de la realidad por completo, le pareció sentir que le
tocaban el hombro—. Voy fuera un momento, para… vestirme.
—Vae—
articuló.
Carmen, por
desgraciado, no estaba libre de pecado; se alejó persiguiendo o huyendo
de algo en los restos del bosque, vestida sólo con su piel y su
melena rizada y castaña. Daniel Cano perdió la noción del tiempo durante la
duermevela en la que cayó; cuando se recuperó había pasado más de una hora y
era casi de noche. Su novia todavía no había vuelto.
—Me vestí
deprisa; me puse los pantalones fuera y ni me abroché la camisa. Cogí una
linterna de la guantera y busqué donde pareció que la hierba estaba
más removida.. No se lo que tarde; las aliagas casi me descuartizan y no
podía pisar sin hundirme en la pinaza. La llamaba, pero sólo oía a los grillos
y algún búho…
Aseguró que
avanzó hasta encontrar una prenda verde brillante, que reconoció como la blusa
de Carmen. Le extrañó, entendiendo que podía haber recorrido todo ese trecho
desnuda, o al menos en parte. En aquel punto se fijó que
los únicos sonidos los hacía él. Aún oía a los insectos y pájaros de
la noche, pero en la distancia. Sintiendo un mal presentimiento, avanzó un
par de metros más, antes de volver al vehículo por miedo a perderse.
—Entonces lo
encontró, delante de mí.
La elevación
verde, gigantesca ante su insignificante y diminuto cuerpo, salpicada por la
incontables piedras blancas que adornaban sus bordes. Él no pudo evitar
asociarlo con los castillos de arena que levantaba en la playa de niño, que
embellecía con piedrecillas y conchas. Hasta que vio algo azul, unos pantalones
vaqueros cortos, tirados a los pies del cerro. También eran de Carmen.
Los recogió;
al verlos a la luz se puso en alerta. Habían sido desgarrados por algo,
parecido a los dientes y uñas de un gato, pero todavía más pequeño.
—Trepé hasta la
cima. Pensé que, desde arriba, a lo mejor…
Lo
hizo a cuatro patas, desprendiéndose casi al pisar una madriguera de conejo en
lo más alto. Ante él, una extensión bastante más grande de lo que sugería la
vista desde el suelo. Un amplio solar verde con agujeros aquí y allá, con
piedras durmiendo sobre su superficie. Pero ni rastro de Carmen. Su novia había
desparecido.
Temiendo
perderse, volvió. No era tan terrible; la pobre estaría vagando desnuda en
trance como una bruja en un aquelarre, hasta que se le pasara. Entonces
buscaría desesperada ayuda en alguna de las casas dispersas por los terraplenes
y bancales semiabandonados, o, mucho mejor, daría un susto a algún paseante o
residente. Habría un susto inicial, una explicación que le dejaría mal, la
promesa de no volver a tomar drogas e, inevitablemente, una llamada a las
autoridades.
Mejor
pasar esa parte del mal trago cuanto antes. Llamó el a la Guardia Civil.
Casi cuarenta
minutos y un par más de llamadas más necesitaron para localizarle. Les contó el
motivo de su llamada y, por la falta de organización, lo difícil del
terreno y por ser plena noche, se limitaron a peinar la zona.. Media hora
después lo escoltaron hasta el cuartel de San Vicente, donde hizo una
declaración completa, quedando libertad bajo custodia paterna.
Al día
siguiente se inició la búsqueda. Se coordinaron los cuerpos de Alicante, Ibi,
Castalla, Agost y demás municipios de la zona, así como los servicios
forestales y un buen número de voluntarios. Durante casi una semana entera, los
helicópteros sobrevolaron los claros y valles entre los pinos; los perros
recorrieron palmo a palmo los caminos y los voluntarios registraron cada gruta,
sima, madriguera y arbusto. El Ditverd fue circundado y coronado varias veces.
Para nada.
De Carmen
Alonso sólo quedaba la ropa que Daniel encontró. Los encargados, con dolor y
pese a la oposición de amigos y familiares, tuvieron que suspender la búsqueda;
abriendo la veda de las hipótesis variopintas.
Cayó por
una grieta del suelo, la devoró hasta los huesos una jauría
silvestre mientras alucinaba desnuda, incluso no faltaron a la
cita las sectas esotéricas, los adoradores de Satán y la abducción
extraterrestre.
Y por
supuesto, la opcion más lógica y probable: Daniel Cano, el desconsolado novio,
quiso dejarla por otra y ella le impuso una condicion:
—Por
encima de mi cadáver.
También que
podía estar embarazada y que Daniel, apegado a su estilo de vida actual, quiso
librarse de ella. Que, premeditadamente, la llevó a esa región remota y espesa,
la drogó y la estranguló; luego ocultó el cuerpo, quizás despedazado, bajo las
agujas de pino y las cicatrices del monte.
Por suerte
para Daniel, esas hipótesis fueron rotundamente rechazadas por investigadores y
allegados de ambos. No existía un móvil fiable para las conjeturas, y él quedó
demasiado aturdido tras su propia sesión de sexo y drogas como para reducirla
sin que se resistiese. Por otro lado, se notaba que su pena y preocupación eran
genuinos. Se supo, aunque ni él ni su familia lo reconocieron nunca, que
lloraba en solitario en su habitación desde entonces. Los propios padres de
Carmen sólo le reprocharon sumir a su hija en semejante estado en un sitio así.
Finalmente, participó activamente en las labores de búsqueda, ignorando el calor
y el hambre hasta casi reventar por el esfuerzo cada mañana y tarde.
Debió ser
así como se enteró, primero de la rima, luego de la historia.
—¿Quién era
el tal Juan Bermejo?
—Un
niño que se perdió en el Ditverd.
Le
hablaron del montículo cubierto de musgo verde piedras blancas, evitada por
todo ser vivo. Y, aunque no obtuvo lo que más
quería (una explicación lógica) la conclusión fue suficiente:
—Hijo, a tu
chica se la comió la montaña.
Con la
suspensión de la búsqueda, llegó la depresión; se encerró en su habitación por
dos días sin comer ni dormir, sólo llorando. Luego le tocó el turno al
remordimiento, la idea de que su romántica escapada era lo que había matado a
Carmen.
Dos semanas
después, un viernes por la mañana, su madre encontró su cuarto vacío, con una
nota sobre la almohada:
Papá, mamá:
Me voy de acampada
todo el fin de semana. No me llaméis porque no me llevo el móvil. Os quiero.
Adiós
Un vistazo
rápido reveló que no mentía. Faltaban una mochila, un saco de dormir, una
tienda de lona y ropa y calzado de montaña en su armario, así como comida y
bebida de la nevera. Y en cuanto al móvil, tampoco mintió; apagado encima de su
mesita.
La única mentira
de Daniel era sobre a qué iba, en el mismo Mercedes negro que les condujo a
aquella noche fatídica, a buscar una explicación para lo imposible.
Esta vez, lo dejó
en el aparcamiento de un pequeño restaurante junto a
una carretera que llevaba a las poblaciones occidentales de la
provincia; un punto casi obligado para camioneros, transportistas y familias de
paso. Aprovechó para comer allí; no un desayuno sino una comida, puede que la
última hehca a fuego que probase esa semana. Comió, pagó y fue más allá del
establecimiento, de donde ya partían algunos caminos rurales y los pinos y
arbustos apretaban filas. Iba a ser una larga marcha, pero no iba a necesitar
el coche para llegar. Era incapaz de situar el lugar exacto donde paró esa
noche, difícil de diferenciar de otros por el estilo. No importaba. Allí no
encontraría nada y, dejando el coche allí, si sus padres se preocupaban, no
tendrían modo de localizarle ni frustarle.
Notaba el peso de
su mochila y un pequeño rocío de sudor cubrir frente. Sin embargo, tenía que
agradecer, que los pinos, como figuras de cera deformadas bajo el el sol sobre
sus copas, proporcionasen al camino tanta sombra de sus ramas tendidas sin
orden ni concierto que ni siquiera tuvo que sacar su gorra. Una
dosis de cal frente a una de arena; el sendero resultó más difícil de lo que
pensaba, ya que bastas grietas, algunas verdaderos barrancos, partían
la tierra a su paso, obligándole a rodearlas, saltarlas o hasta usar de
asidero las hojas frágiles pero hirientes de algún esparto, jara o espino. Siguió
por el desierto de árboles retorcidos y grises hasta su objetivo: una zona
cerrada por un corro de árboles. Entró sin miedo en el círculo,
llegando a la plazoleta interior ahogada por las sombras.
Era la única
cosa segura: en su camino a la perdición, Carmen se había topado con aquel
cerro verde cubierto de piedras que señalaba al cielo, como sabía ahora
hicieron otros con idéntico final. No había hablado con nadie porque le habrían
tomado por loco o, como poco, tratado de impedírselo. Estaba decidido. Pasaría allí
el fin de semana; todo el verano si hacía falta, aunque se le acabase la
comida. No se movería de allí hasta saber qué le había pasado a Carmen.
—Muy bien; a
ver qué encuentro —se animó a sí mismo, dando una palmada.
Se arrimó a
la base de la montañita. Curioso, sus bordes parecían más inclinados,
practicables, que aquella noche. Como si le invitase a subir…
Desechó esa
posibilidad; fue la falta de luz lo que le confundió. Más confiado, inició el
ascenso por la ladera.
Pisaba con
miedo a que el desequilibrio entre su peso y la tierra particularmente blanda
le derribasen. Se sorprendió al notar cómo su pie se hundía hundía en las
pequeñas hojas verdes, quedando anclado con la firmeza de un mástil. Colocó el
segundo y empezó a caminar, notando su cuerpo doblarse hacia atrás, pero sin
caer. Siguió, comprobando que no tenía que temer; estaba imantado a la
elevación, ajena a la gravedad tradicional.
Pudo
comprobarlo también por las piedras, óvalos blancos
perfectos a su alrededor. No se cruzó directamente con ninguna, pero
las que habían caído, en vez de seguir rodando cuesta abajo hasta,
se mantenían como pegadas. Y, entre ellas, dos o tres madrigueras no
más grandes que su cabeza, como los de los conejos, con la diferencia de
que estaban en la ladera misma, cuando lo lógico era que estuviesen en suelo
plano. Daniel temió por momentos que se debiese a un lento pero continuo
proceso de derrumbe geológico, capaz de perturbar la vida (o no-vida) del
cerro; posible explicación racional para su legendaria ausencia de presencia
animal. Pero al final, cuando llegó a la cima, acabó no dándole
importancia.
La cúspide
resultaba engañosa de verdad. Aplanada, se hundía cóncava unos cuantos
centímetros en su zona central, como un plato anormalmente alargado. La
superficie que cubría dicha cima sí resultaba impresionante, pues aunque desde
abajo parecía que se estrechaba como un pico del grosor de un brazo, Daniel
comprobó que en realidad tendría por lo menos cien metros cuadrados, con
espacio suficiente para instalarse y pasear circundando su límite incontables
veces. El único obstáculo volvían a ser las piedras, que parecían crecer
como setas; un mínimo de cincuenta a simple vista. Y más madrigueras. Era
curioso, con las pocas que había visto subiendo, pensó que habrían más en la
cima. Sin embargo, sólo descubrió seis o siete; tres en lo que podría
considerarse el centro y otras tres cerca del borde. Lugares extraños para
que los animales se instalasen. Sin embargo, él no había ido a molestarles.
Daniel, con
mucho tiempo y ninguna gana de perderlo, empezó a instalar su hogar durante los
próximos tres días. O más. Eligió el centro por miedo a un derrumbe en los
extremos, ensambló los tres soportes de metal de la caseta de lona azul, un acogedor
hogar frente al raso; tan grande como un dormitorio en aquella esa cumbre.
Acabó muy rápido; sólo eran las doce y veinte en su reloj. El sol estaba alto,
pero parecía que el Ditverd era dominio de las sombras.
Sin nada qué
hacer y todo un día por delante, esperó. El qué, lo ignoraba. Por suerte,
aunque largo, no tenía por qué ser un fin de semana aburrido. Llevaba
dos libros, uno de derecho para no olvidar su profesión, y una novela barata
histórica de bolsillo, precisamente regalo de Carmen. Llevaba además un
reproductor MP3 con varias de sus canciones favoritas.
Con el
estómago aún lleno, Daniel se sentó a un par de pasos del borde y empezó el
libro. Tenía en total trescientas cincuenta y pico páginas. Al cabo de las
horas, cuando ya iba por la setenta y seis, paró. Era una historia interesante,
pero no le apetecía acabar con su único entretenimiento novedoso tan deprisa.
Además, allí se estaba de muerte, a pesar del calor. Y el silencio… había oído
algo durante las labores de búsqueda. Pero era peor de lo que pensaba. El
crujir de la hierba, el silbido de los pájaros, el canto de las cigarras…
llegaba desde metros de distancia más allá del círculo de arboles, en forma de
un rumor irreconocible. Si llegaba. Era demasiado tranquilo. La naturaleza
nunca es tan esquiva. Y tumbado un rat, mirando al cielo, comprobó que algunos
pájaros pasaban volando, pero nunca sobre el círculo de pinos. Ningún mosquito
o tábano le molestó. Hasta parecía que las nubes pasaban de largo.
Daniel negó, no
quería que se le fuera la cabeza en pensamientos delirantes. En cualquier caso,
estaba bien. Cuando el cielo se tiñó de naranja, tuvo que comer, empezando por
plátano, una bolsa de patatas fritas y una chocolatina. Luego repasó
la teoría del derecho su profesión, cosa positiva; hcía correr el tiempo.
Ya con las estrellas empezando a asomar, bajó de la cima para hacer sus
necesidades, para refugiarse luego en la tienda. Una manzana y un
bocadillo envuelto en papel de plata le quitarían el hambre hasta el día
siguiente; luego recogió las sobras en una bolsa. Desenvolvió su saco y se
tumbó sobre él, cerrando los ojos, a ver qué se sentía.
Entonces lo
oyó, muy leve, distorsionado. No sabía desde cuando; si empezó antes no se
había dado cuenta. Un crujido, como de pie pisando grava, pero más delicado y
lejano, incluso subterráneo.
—Conejos.
Fue lo único
que se le ocurrió. Que las pequeñas criaturas no dejaran rastro de su presencia
allí de día no significaba que no la orasen de noche, profundizando su hogares.
Quizás, incluso, evitaban esas señales delatoras para evitar atraer a
depredadores y cazadores, aunque semejante posibilidad sólo podía concebirla en
una de esas películas infantiles de animales parlantes. El sonido, de todos
modos, se fue alejando, disminuyendo, hundiéndose.
Ya iluminado
sólo por su linterna, se metió en el saco, sacando su reproductor y escuchando
al azar un par de títulos que siempre le ayudaban a relajarse. Cuando empezó a
dormirse, después del largo y tedioso día, apagó el aparato y la luz.
Daniel
estaba nervioso; era la primera vez que dormía fuera de una casa con muros de ladrillo.
Y estaba sólo, protegido por la lona con una puerta de cremallera y un cuchillo
grande y un piolet en su mochila. Sabía que esa zona se llevaba a la gente, que
desaparecía sin dejar rastro.
Sus
recuerdos le abrieron la puerta a los sueños, concretamente los de ella.
Carmen. Una chica guapa y simpática; la conoció su segundo año, compartiendo
lazona de estudios de la facultad. Se hicieron amigos, pero nada más. No se
atrevía a intentar ir más lejos. Al año siguiente, cuando coincidieron en una
asignatura que repetía, les tocó buscar juntos información para un proyecto.
Podía decirse que el destino intervino. Entonces se sintió un triunfador; ahora
sufrái por eso. La había perdido; y al contraste de sus dientes blancos entre
sus rosados labios, el tacto suave de su piel, su aliento en sus orejas, sus
tiernos senos. Su risa mientras se abrazaban…
Se despertó
de pronto. Había conseguido dormirse, pero el ruido repentino le despertó.
Fuera se oía
silbar al viento; no la brisa sutil de todo el día sino ráfagas
poderosas.
Daniel
se puso en alerta. Sin ser un verdadero hombre de montaña, sabía que no era
normal; podía ser hasta una tormenta veraniega. En cualquier caso, le asustó;
si hacía tanto ruido podría arrancar la tienda, con él incluido. Agarró la
linterna y se dirigió a la salida. Alcanzó la cremallera y la bajó al son de lo
sucesivos silbidos.
Entonces se dio
cuenta. Oía el sonido pero no había viento. La tienda tendría que moverse,
temblar. Y estaba quieta.
Separó la
puerta meramente presencial y se asomó. Los silbidos habían parado.
Afuera refrescaba, como en toda zona de montaña de umbría en cualquier estación.
Un leve soplo le erizó el bello de brazos y nuca. Pero aquello no era viento.
No podía silbar con tanta fuerza ni de lejos. Estaba seguro de haberlo oído, pero
estaba en calma, y su linterna sólo iluminó el suelo verde y sus inseparables
piedras.
Habría sido
su imaginación. Un sueño no; lo oyó mientras corría la cremallera. Quizás fuese
el cambio de altitud sobre el nivel del mar o algún efecto de embudo que
producía la montaña…
Igual daba. Necesitaba sus
fuerzas para la siguiente mañana.
Volvió a
cerrar la cremallera, apagó la linterna y cerró sus ojos. El viento no tardó en
levantarse otra vez, aunque parecía que con menos intensidad; no la suficiente
para preocuparse. Y, con él, el extraño sonido de antes, el de un pequeño
animal socavando los cimientos del suelo.
Daniel no le
dio demasiada importancia hasta que cambió. Eran rasguño ssobre una superficie
de lona. No lo oía tan claramente porque estuviese en un rincón, sino fuera, en
todo el exterior. Estaba rodeado por algo que intentaba llegar hasta él, tropezando
con su barrera de tejido.
Daniel se
precipitó aceleradamente fuera del saco. Las paredes de la tienda eran lo
bastante finas como para apreciar si había algo al otro lado, aunque el juego
de sombras de la noche veraniega disimulaba cualquier silueta. Eso sí, ahora la
tienda se movía. Y estaba seguro de que los silbidos de fuera
tenían poco que ver con el viento
Agarró la
linterna y la enfocó a los cuatro lados. Nada, humano ni animal, ni grande ni
pequeño, ni a ras de suelo ni sobre él. El ondular y los rasguños habían
parado. Y con ellos, también aquellos silbidos, que asociaba con el viento. Lo
único que corría allí dentro era su propio aliento.
Daniel
volvió a salir, linterna en mano.
No entendía al
principio lo que veía. Pero al acercarse al borde, evitando las madrigueras,
comprobó que era.
Había cambiado; era más alto, aunque podía saltarse sin tener
que levantar demasiado los pies. La ladera no parecía haber cambiado,
presentando la misma inclinación y misma capacidad de sujeción. Las piedras
seguían allí.
Era evidente
que el Ditverd había cambiado respecto al día anterior, aunque muy poco. Daniel,
en su fuero interno, no pudo evitar decirse que podía ser una especie de señal,
un indicio de que iba por el buen camino y que no debía dejarlo ahora. Además,
aquel cambio había sido para bien. Ahora podía asomarse sin caer.
Por lo
demás, lo que fuera que estuviese allí fuera debía haberse ido.
Notando su
respiración atenuarse y su sudor secarse, volvió a acostarse por tercera vez
esa noche. Se metió en el saco sin muchas expectativas de poder
dormirse, dejando junto a él la linterna y el cuchillo, aunque empezaba a
dudar de que sirviese para protegerle.
Daniel pasó
el resto de la noche luchando consigo mismo para no dormirse, momento en que no
sólo era más vulnerable, sino en el que parecía que aquellos sonidos volvían
fuera. Realizando esfuerzos titánicos por mantener sus párpados levantados,
contemplaba la oscuridad al otro lado de la azulada tienda, esperando al alba.
Era como ver
el infinito. Todo su ser, su mente y su cuerpo hundiéndose en aquel embudo
oscuro como un reloj de arenas negras, absorbiéndole lejos de su cuerpo. Debía
haberse quedado dormido, recuperando su visión hacía escasos minutos. No debía
faltar mucho para que el Sol despuntase. Ya parecía que todo a su alrededor se
volvía más claro. Y, sin embargo, lo que le había devuelto a la realidad fue
otra cosa.
El ruido de
tierra arañada bajo él; de algún animalillo del subsuelo abriéndose paso.
Sonido que empezó a desvanecerse, pero no porque profundizase sino porque otro
sonido lo reemplazaba, más intenso, fuerte, dando paso al estrépito en
segundos; tan notorio que Daniel notó como su vivienda se movía, junto a todo
lo que había en su interior.
La montaña
temblaba.
Paralizado por un
repentino miedo, el de hundirse en aquel sudario de una tienda deportiva bajo
una pila de tierra reblandecida hasta dejarle incapaz de sentir,
se arrastró fuera del saco, asombrado por la firmeza conque el
engañosamente blando suelo del Ditverd resistía el temblor, preguntándose
cuánto duraría. En cuclillas y tapándose la cabeza con las
manos, esperó un minuto, dos, tres; hasta perder la cuenta. El terremoto paró.
El cerró recobró definitivamente la calma. Y seguía vivo.
Fuera,
las primeras luces iluminaban definitivamente el cielo.
Cansado por
la larga duermevela y nervioso por lo que acababa de pasar, Daniel se mantuvo
sentado; respirando con dificultad a la espera de algo. Temía salir; se
imaginaba que afuera le esperaba algo terrible. Al menos, había podido darse
cuenta de algo: lo que fuese que ese minúsculo pedazo de mundo era demasiado
grande para él. Había sido un tonto por ir con tanto secretismo; estando solo y
sin poder pedir ayuda. Tenía que salir del Ditverd. Ya tendría tiempo de buscar
ayuda y volver.
Descorrió la
cremallera y salió a enfrentarse a lo que le esperaba..
—Dios mío —masculló,
antes de gritar—. La madre que lo parió.
Era imposible.
Pero, tal y como temía, el temblor se debió a que la montaña se había movido,
intentando engullirlo. Pese a lo que podía parecer en un principio, el nivel de
la cúspide no había disminuido. No. La pequeña barrera de tierra que había
salido del borde esa noche había crecido, subiendo al menos cinco metros; una
barrera verde en torno al plato central donde estaba. No iba a
ser fácil saltarla.
Daniel fue
hacia la porción frente a él. Como parecía, era vertical por completo y tenía
la misma constitución blanda del resto del Ditverd. Hizo un primer intento por
trepar con manos y pies pero, como era predecible, fue incapaz de lograr la
sujeción del día anterior, deslizándose hasta el suelo. Además de ser un obstáculo
difícil, tenía otro problema; había pasado la noche en vela y estaba cansado.
Se sentía muy débil. Volvió a la tienda, a desayunar las galletas que le
quedaban, un bocadillo y el café que quedaba en el termo con la avidez de un
perro. Así, con fuerzas recobradas, recogió su mochila y fue a buscar un modo
de salir de la trampa.
Dio una vuelta
completa por el perímetro. Era anormalmente perfecta, con la misma altura en
todas partes, ningún saliente en su superficie plana cubierta de
escamas verdes.
No iba a
ser fácil. Se tomó un tiempo pensando opciones, mientras echaba de
menos su móvil.
Empezó hincándole
los dedos todo lo pudo, presionando la tierra blanda, increíblemente
resistente. Apretaba los dientes mientras notaba la presión dolorosa en sus
falanges. Cuando lo consiguió, cerró la mano. Daniel suspiró aliviado y sonrió,
mientras recuperaba aliento. Era un comienzo. Aunque le llevase un tiempo,
podía salir escalando. Como pudo, apoyó la punta del pie derecho donde suelo y
barrera se unían, repitiendo la maniobra de clavarlo en esa tierra. Como era
lógico, la punta de su bota apenas la horadó, quedando apoyada a duras penas.
Debía hacer casi toda la fuerza con las manos. Así que, incorporándose como
pudo, subió la izquierda y la colocó sobre el musgo, empezando a
empujar, hundiendo los dedos…
Ahogó un
grito al notar los cinco dígitos escurrirse fuera de sus agujeros, su pie caer
y su mano derecha arrancar el pedazo de monte que sujetaba. Cayó de espaldas,
sin hacerse demasiado daño. Rechinó los dientes al apoyar el pie izquierdo,
emitiendo un chasquido que envió oleadas de dolor desde su pierna a su cintura.
Daniel gimió
mientras se lo sujetaba. No creía que fuera una rotura; más bien parecía que se
lo había torcido.
Tampoco
cambiaba mucho las cosas. Sólo podía curarse con una botella de whisky que les
robó a sus padres; multiusos para desinfectar, hacer fuegos y ahogar penas.
Quizás, más tarde, le pegaría un trago; anestesiándose un rato. De momento,
Daniel consiguió levantarse. Podía seguir moviéndose, si tenía cuidado, pero la
escalada, como ruta de huida, había quedado descartada.
Cinco
minutos después, cambió de plan. En su equipaje había un piolet; previsto al
pensar que por baja que fuera, era una montaña. Había sido diseñado
para agarrar, no para cavar, por lo que tardaría mucho; claro que tenía mucho
tiempo y pocas opciones más. Daniel volvió frente la pared verde a la pata coja
y lo clavó como queriendo matar a un animal enorme. Su intención, construirse
una hilera asecendente de peldaños… O improvisar un tunel; como un preso
fugándose de una cárcel, que era en lo que se había convertido. Si los conejos
podían…
Se dispuso a acabar rendido. Clavó el piolet, esperando sentir que se
hundía en tierra húmeda y blanda.
Más
bien parecía la goma de una rueda de camión, sólo que menos dura. Cuando
intentó retirarlo, notó que se movía sin problemas, pero no podía arrancar
aquel suelo. Pensó que podía ser por el musgo, que podía haber trazado una red
milenaria de raíces tan densa como una red de pesca. Pero aún
así, sólo podría limitarse a los primeros centímetros de suelo, y el
piolet se había hundido mucho más...
Cinco minutos de
forcejeo después, Daniel se desplomó con su herramienta en la mano. Había
conseguido levantar unos cuantos centímetros de la superficie. Una cicatriz
marrón en el Ditverd bajo la que se veía aquella tierra maleable, compacta,
inseparable. Excavarla iba a ser más difícil de lo que pensaba.
Quizás demasiado…
Respirando
pesadamente en el suelo, miró a su alrededor. Las piedras blancas seguían
salpicando el suelo tierra esmeralda. Comprobó que no parecían desplazadas hacia
el centro, al menos quince centímetros; no rodando por el temblor sino hundidas
un poco, como estaban en las laderas.
Aquellas piedras.
La única presencia indiscutible, al contrario que los conejos, que sólo
dejaban sus madrigueras de recuerdo. Y que no le tranquilizaron. Ignoraba
cuántos de aquellos grandes guijarros cubrirían la montañita, y él
había retirado varios el día antes, dejando secciones de al menos cinco metros
cuadrados vacías. Ahora volvían a cubrirlo todo, rincón a rincón. Incluso
parecía que había más que el día anterior…
Desesperado,
optó por su único recurso; desesperado y el menos probable.
—¡Ayuda!
¡Por favor! ¿Hay alguien ahí? ¡Estoy atrapado! ¡Socorro! Por favor…
Tan útil como
esperar que llegase un helicóptero a sacarlo con una cuerda. Sabía que lo
característico del sitio era su aislamiento. Los lugareños lo evitaban por
superstición, los paseantes lo encontraban por casualidad. Sólo él había
ido intencionadamente. Y era un domingo; día de salir al campo, de
estar con la familia en sitos seguros, conocidos. No de perderse en
la espesura.
Nadie iría a
salvarle. Sus padres, como muy pronto, notarían su ausencia pasado el plazo que
dijo; eso si no pesaban que era verano, estaba de vacaciones y,
después de todo lo que había pasado, quisiese prolongarla hasta el
lunes. Para cuando encontraran el coche, pensarían que se perdió, o
sufrió un accidente buscando por su cuenta a Carmen. O, por que no, que no pudo
soportar más el remordimiento y se suicidó. Sería el colmo, morir como el malo
de su propia película.
Daniel,
sin más fuerzas que perder, guardó el piolet, se colgó la mochila al
hombro y se arrastró pesadamente hasta la tienda. Se tumbó sobre el saco,
con la linterna a mano. Podía ser pleno día pero estaba oscuro; las
sombras del circulo de pinos se quedaban pequeñas frente a las del propio
borde. Y estaba cansado. Ya no aguantaba más. Tenía que dormir…
Calor,
nervios, hambre; no sabía qué le despertó. Cuánto durmió sí, comprobó pasmado
que eran casi las seis de la tarde. Había dormido casi todo el día. Aunque más
reconfortado, seguía cansadoy con hambre. Era mejor tomar algo.
Soltó la
mochila al oírlo. Los silbidos habian vuelto, impensable en aquella depresión
hundida y vallada. La lona crujía, arañada por uñas minúsculas. Y otro crepitar
ganaba fuerza, ya fuese en su cabeza o dentro de la tienda.
Daniel cogió
la linterna y la encendió, con suerte logrando definitivamente pillar a los
responsables de aquel acoso. Pero cuando el haz circular se posó sobre la
cremallera, el corazón le dio un vuelco.
Sus murallas
habían caído. Un corte había atravesado la tela, de un extremo a otro del
cierre, abriendo un orificio al nivel del suelo, desde el que se colaban los
silbidos. Silbidos que de pronto cesaron, como una especie de mensaje en otra
lengua.
Daniel esperó; con el silencio los
chasquidos interiores crecieron. Bajó la vista
al reconocerlos. Tierra siendo removida…
Daniel contrajo el gemelo derecho dentro del saco; acababa de sentir una
punzada.
—Au…
La exclamación se convirtió en grito; un pellizco le arrugó la
piel y el músculo de debajo; hundiéndose en
su pierna hasta convertirse en muchos cortes, pequeños pero profundos.
Daniel
apretó dientes, ojos y cara al unísono, mientras la docena o más de cuchillas
cortaban su carne a través del saco.
Soltó la
linterna y empezó a agitar los brazos como queriendo volar, arrastrándose fuera
del saco. Nada más libre del capillo, Daniel rodó por el suelo, agitando las
piernas, intentando que la picadora carne que se le había adherido se soltara.
Pero no lo consiguió.
Pegado al suelo,
reconoció el cuchillo; agarrándolo con tanta fuerza que se cortó
entre el indice y el pulgar, antes de volverse y lanzar una
cuchillada a ciegas por debajo de su pantorrilla.
Oyó un
rebote metálico. El cuchillo había rebotado. Era algo duro, tanto que tres
golpes después Daniel, desconcertado; tanto que por un momento se olvidó del
dolor, replegó el brazo para rozar la punta del arma.
La
punta estaba melada. El filo se había ondulado, de forma discontinua.
Trituraba
como una piraña y partía el metal. ¿Qué era? Daniel no pensaba perder tiempo
pensándolo, si implicaba perder su pierna.
Con lo único que
podía arriesgarse a usar, plegó como pudo su pierna y alargó la mano derecha
hacia el lugar donde la cosa seguía devorándole. Lo tocó, sin
entender. Era algún tipo de animal, desde luego, pero no cilíndrico, ni
peludo…
Era ancho,
liso y muy duro. Debía sujetarse con patas que no tocó, ya que al tirar notó
una presión en forma de anillo en torno al gemelo, sin relajar su afán
carnívoro.
Consciente de que
sí podía arrancarle la pierna, o hacerle una herida lo bastante grave
como para desangrarse, Daniel grito mientras tiraba con las dos
manos. Le soltó junto a lo que le pareció un pedazo de carne, causándole otro
grito.
En contraste con
su forma de comer pasiva pero activa, empezó a sacudirse con violencia en sus
manos, haciendo girar su cuerpo liso como un caparazón de tortuga mientras, ahora
sí, Daniel sentía sus patas duras y terminadas en punta batir el aire
bajo él.
Daniel recorrió
con su mirada el interior invadido; apenas iluminado por
la linterna perdida . La mochila, junto a él, se había
volcado durante el forcejeo. El piolet estaba en el suelo. Sin saber si seria
eficaz contra algo capaz de partir un cuchillo, lo agarró con la mano izquierda
y lo elevó; estampándolo con todas sus fuerzas contra su entrecerrada mano
izquierda.
Notó el
acero rozar su mano. El pico lo había atravesado. Las sacudidas paraban
progresivamente mientras terminaba el aullido agónico de increible agudeza que
lanzó al ser alcanzado. Un sonido que,variando algunas
notas, podía confundirse con el viento.
Daniel,
empezando a sentir la pérdida de sangre mareando su organismo, fue a
trompicones hacia la linterna, estando a punto de caerse al inclinarse para
recogerla. Llevó la luz a su muslo herido
Sólo verlo
le saltó las lágrimas. Había llegado hasta el hueso, arrancado una porción de
su piel morena del tamaño de la palma de su mano, revelando un irregular
agujero rosado que terminaba en el blanco astillado del peroné.
Sin poder
seguir aguantando el dolor ni la visión de la herida abierta, Daniel se arrojó
hacia la mochila, removiendo su interior hasta notar la botella de vidrio. Sin
pensarlo, para que el miedo al dolor no le acobardarse, arrancó el tapón de
rosca y la volcó.
—¡Aaaaaaah…!
El grito se
quedó sin voz; el alcohol abrasó la carne desnuda, haciendo temblar de
nuevo las paredes de lona de su tienda.
Con lágrimas en
los ojos, mientras comprobaba que se volvía por segundos incapaz de andar, otro
sonido, también en la pirámide de campaña pero ajeno a él, el que
atrajo su atención. Gemidos rítmicos y entrecortados, como un hipo pero
gorgoteante, procedentes del extremo desplomado del piolet. De lo que estaba
ser ensartado en su extremo.
Daniel
dirigió allí la luz. Luego, sin entender lo que veía, lo levantó
para llevarlo hasta sus ojos, apartando la cara al olerlo.
—¿Qué
eres? —preguntó a la criatura empalada en el metal.
Un charco espeso
y fétido de líquido amarillo verdoso se había formado sobre el suelo verde,
todabía goteando del duro abdomen resquebrajado. Era del
tamaño aproximado de un puño, con un cuerpo sólido y pesado
color blanco grisáceo. Un caparazón con la forma, dureza, consistencia y color
que las piedras de la montañita maldita.
Era,
de hecho, una de esas innumerables piedras; al menos visto desde arriba.
Por debajo
de su protección mimética, Daniel encontró cuatro patas del grueso de sus
pulgares, alargadas y articuladas, acabadas en punta con las de un insecto;
colgaban inertes en el centro, por donde la afilada punta de acero lo había
atravesado. En el extremos estaba la cabeza. Una cabeza pequeña, del tamaño
aproximado de una pelota de golf pero cuadrangular, en la que se apreciaban los
minúsculos ojos, hocico y la boca, ocupando al menos dos tercios del total. Dos
mandíbulas enormes parecidas a la concha abierta de un berberecho, cubiertas de
dientes blancos y brillantes, del tamaño de agujas y afilados como cuchillas.
En sus estertores
finales, emitió un último silbido. Recibió respuesta, primero en un atronador
coro de los mismos procedente de fuera, seguido de otro seísmo.
Incapaz de
sostenerse sobre sus dos piernas, Daniel se derrumbó de bruces, cubriéndose la
cabeza mientras saltaba con la tienda sobre la tierra. Aunque no sabía cuanto
duró, no debieron ser más de cinco minutos. También vio que, al parar, había oscurecido
aún más.
Intrigado,
aunque comprobando que no iba a poder levantarse, recuperó la linterna y empezó
a arrastrarse hacia la brecha; comprobando que podía ver por
ella perfectamente el exterior.
Y qué
exterior. Lo que vio le cortó el aliento, desterrando cualquier posible
esperanza de escapatoria.
La pared de
tierra gomosa que circundaba la cima se había elevado; por lo menos mediría ya
quince metros. También vio que seguía siendo de día, pero el sol
quedaba limitado a una improvisada ventana en forma de círculo
perfecto sobre él, donde confluía sin llegar a cerrarse.
Una escena
desasosegadora. Pero lo que le aterró lo vio después.
Las piedras,
blancas y ovaladas, rodeaban por completo la tienda. A cientos, a miles, sobre
el suelo o descansando sobre la muralla vertical e infranqueable.
Piedras que
no eran piedras, como aquello no era una montaña.
Daniel respiraba
con pesadez. Ahora todo encajaba. Todos los desaparecidos en todos los
tiempos, incluido el niño de la rima popular, habían ido hasta allí
solos, sin nadie que estorbase. Aquella montaña que todos los que podían
evitaban por su propio bien. Un pastor, un hombre adinerado aficionado a la
caza, una joven aturdida por las drogas… Presas fáciles de subyugar con su gran
número que luego hacían desaparecer bajo su colmena monolítica; enterrados en
madrigueras asociadas a conejos inofensivos.
En
realidad, las puertas de entrada y salida a la red de túneles que permitían que
operase su gigantesca trampa; alfombra bajo la quebarrer los restos y foso a la
vez.
Sobre
Daniel, el azul anaranjado de la tarde se volvía rosa purpúreo. No debían
quedar ni tres horas para la noche. Él estaba cansado, herido y claramente
incapacitado. No podía huir ni luchar en condiciones, sin otras armas que el
cuchillo sin punta y el piolet. Podían entrar en su refugio por
las paredes o el suelo. Eran demasiados para contarlos. Y uno solo le
había dejado sin piernas.
El viento
volvió a silbar en el espacio cerrado, vibrando desde cada rincón del cráter.
Daniel empezó a retroceder como pudo mientras su respiración y su pulso se
aceleraban, dejando un rastro de sudor tras él como un caracol gigante.
Lo había
conseguido. Había descubierto el secreto del Ditverd. Lo que le preocupaba era
si lograría compartirlo. No tenía claro que llegara siquiera a volver a ver
salir el sol.