EXORCISMOS S.A. -
PARTE FINAL
Raquel era un chica muy guapa; cinco años mayor que él. Alta, atlética, con una larga
melena color miel, ojos azules y grandes y sonrisa de anuncio de dentífrico. A
su modo, fue el primer modelo de mujer hermosa que conoció en vida. Y como era
muy cariñosa, pasaron juntos el principio de su infancia, jugando al escondite,
la pelota o en una piscina.
Raquel murió a los quince años, mientras
él terminaba su penúltimo curso de primaria. Fue un evento marcado por el
secretismo; una tarde, mientras hacía los deberes, llamaron al timbre. Su madre
abrió esperándola a ella, que había ido a hacer un trabajo de clase con una
amiga, pero en vez de eso, se encontró a un policía. Le dijo algo; su madre
reaccionó tapándose la boca, conmocionada. Cogió el abrigo y se fue con él,
dejándole sólo sin mediar palabra. Román no se asustó hasta la noche, cuando su
padre no se presentó a la hora habitual y seguía sin noticias de Raquel.
Sus padres llegaron juntos en torno a las
once; su madre llorando mientras su padre la sujetaba por el hombro. Lo
bastante maduro para entender que pasaba algo muy malo, les preguntó por qué
estaban tristes.
—Ha habido un accidente, Román. Raquel se
ha ido al cielo —se limitó a responder su padre.
Eso fue todo; por más que llorase, por más
que lo negase, ninguna de sus preguntas al respecto recibió respuesta. Aunque
les acompañó en el velatorio, vestido con un pequeño y elegante traje de luto,
no le dejaron ir al funeral, dejándole al cuidado de su abuela (o a él
cuidándola a ella, destrozada por la pérdida y a punto de enterrarse viva entre
pañuelos empapados en lágrimas).
El suceso se convirtió con el tiempo en
una mancha en sus vidas, motivo callado de tardes en silencio y cabezas bajadas
conteniendo lágrimas mientras fingía ver la tele. Un tema convertido con los
años en tabú, cosa que Román consideraba un desprecio a la memoria de su
hermana… hasta que cumplió los catorce. Ya era lo bastante mayor para
afeitarse, preocuparse por su cuerpo y saber la verdad.
No hubo ningún accidente. A Raquel le
gustaba atajar por un parque, uno de esos sitios donde se oyen las risas de los
niños por la tarde y el olor a porro llena la atmósfera en el crepúsculo, entre
saltos de patinadores y skaters. Allí
fue asaltada. Violada. Y asesinada. Además, el cabrón quiso llevarse un
recuerdo, aparte de su vida y su himen: le arrancó de la muñeca una pequeña
pulsera plateada adornada con colgantes en forma de corazón.
Esa vez no hubo lágrimas ni pena. Lo que
si sintió Román fue rabia, encerrándose en su cuarto, golpeando las almohadas
hasta que le dolieron los nudillos mientras inventaba al asesino, una cara que
golpear, un cuerpo que romper. Con el tiempo, el sentimiento se sosegó,
ahorrándole un tratamiento psiquiátrico. Al menos, había encontrado un objetivo
en la vida.
Román acabó la secundaria queriendo ser
policía, el único modo que se le ocurrió de hacer justicia. Pero la vida real
no es como en la tele. Su baja estatura y fibrosa constitución no superaron las
pruebas físicas. Tuvo que conformarse con investigar como periodista, aunque
con los años las tramas criminales, corruptelas y correveidiles había acabado
llenando su cabeza.
Ahora,
el odio y rabia que una vez sintió se reencarnaban frente a él en VHS.
El hombre arrancó los calzoncillos al niño
con un sonido de desgarro. Antón se llevó entonces la mano derecha a la sien.
Román, conteniendo la respiración, comprobó que lo que masturbaba era una
pistola. Hasta reconoció el modelo, una USP Compact, la utilizada por la
policía. Paseó despacio el cañón sobre la piel de su sien.
Román se mantuvo inmóvil. Parecía que lo
había juzgado mal. Y ahora venía lo peor.
La cámara quedó fija. El segundo brazo se
unió al primero para dar la vuelta al niño. Su espalda quedó en escena; una
mano hundiéndole la cabeza contra el colchón y la otra acariciándole los
omoplatos. La intensidad del llanto creció, confirmando que estaba hecho.
Con cada empujón, el chico gritaba y Antón
succionaba con más fuerza; Román comprendió que el hombre ya no podía reprimir
las lágrimas. Después de un interminable minuto, cuando el hombre dio la vuelta
a la escena: ahora se apreciaba el torso, musculoso, pálido y depilado, con un
tatuaje de un círculo místico, una especie de mándala, sobre el pectoral
derecho. Y bajando, agigantada por la cámara, la cara del niño, arrugada por el
dolor, ahogándose con sus palabras, suplicando que parase.
Antón se levantó con violencia, al tiempo
que se apagaba el televisor. Había pulsado el mando. El VHS vomitó la cinta.
Mientras sus ojos se habituaban a las
tinieblas, Román siguió sus movimientos, rezando en silencio para que no se
diese la vuelta. Antón fue despacio hasta una mesita con un cajón en la esquina
de la habitación. Lo abrió, dejó la pistola y la cambió por algo pequeño, que
Román no necesitaría ver.
Se
detuvo junto a la tele, frente a la puerta misteriosa. Se abrió con un crujido,
coincidiendo con un alboroto de golpes y lo que parecían gritos de auxilio bajo
una mordaza. Cuando volvió a cerrarse tras Antón, se silenciaron un poco.
Román, despacio, hizo aquello para lo que
salió y volvió a su cama. Intentó dormir, pero no podía quitarse de la cabeza
lo que había visto primero y oído después. Intentaba oír la puerta del salón
abrirse otra vez. Y, aunque no le pareció que llegase a dormirse, ningún sonido
le molestó.
Despertó
con las primeras horas del día, arrimando la oreja a la puerta. Había
movimiento en la cocina. Antón ya estaba levantado.
Salió despacio, vestido con una camisa de
pijama desabrochada y pantalones cortos, situándose tras el arco como la noche
anterior. Sí, Antón estaba tras la barra, tapado por la puerta de la nevera.
Román sentía los ojos cansados y tenía
hambre. Necesitaba desayunar, pero también, y mucho más, respuestas.
Vio su oportunidad; entrando en el salón
con zancadas largas y sigilosas, alcanzó la esquina. Abrió el cajón,
adueñándose de la pistola y el segundo objeto: un aro del que pendían dos
llaves.
A su espalda, la nevera se cerró. Al mirar
atrás, se encontró con que Antón le había descubierto.
—Quieto. —Román le apuntó con la pistola,
mientras se movía hacia la puerta—. No te muevas.
Sin apartar el cañón de su objetivo, sin
furia o miedo en sus ojos sino su habitual, ahora lo veía, sensación de
ausencia, Román palpó la cerradura hasta conseguir meter la llave correcta.
—No se te ocurra seguirme —le amenazó
mientras la traspasaba, sin mucha confianza en el poder de sus palabras.
Y tal y como esperaba, Antón se puso en
marcha; no tras él, sino hacia el teléfono fijo de la encimera. Marcó de
memoria el número, sin mirar las teclas.
—Ya está —se limitó a decir—. Lo ha hecho.
Sin
miedo a la oscuridad, Román localizó el interruptor de la luz. La puerta daba a
unas escaleras de cemento que bajaban a una especie de sótano. Un espacio
amplio y desaprovechado donde sólo había una puerta. Metálica, con respiraderos
por los que saliían los torturados lamentos de su ocupante. Como en aquel
momento.
Román cambió de llave.
—No
te preocupes; voy a sacarte de aquí.
Mientras tintineaba, los gemidos se
volvían más desesperados, acompañados de chasquidos de cadena.
Román, por fin, abrió la puerta.
Retrocedió, golpeado por una ráfaga de olor rancio a orina y excrementos y
comida podrida, antes de ver qué le esperaba dentro.
Estaba tirado en el suelo, a la derecha de
una mesa alta de trabajo; no un niño sino un adulto, totalmente desnudo. Al
retroceder, Román vio un par de cubos viejos y sucios contra la pared, que parecían
la fuente de la peste. Aunque era masculino, a simple vista costaba distinguir
su sexo; hasta ese extremo estaba desfigurado.
Le faltaba la mayor parte del cuero
cabelludo, las orejas, varios dedos y la mayor parte de la piel, sustituida por
largos parches de quemaduras y cicatrices mal curadas, haciéndole parecer un
muñeco de trapo hecho de retales. El ojo derecho era sólo un agujero negro y
hueco, mientras el izquierdo, de un azul acuoso, vagaba con el pánico de un
ratoncillo en una caja, señal inequívoca de que la locura se había instalado en
su torturada mente. Los genitales estaban mutilados; la pierna derecha, a la
que estaba atada la cadena, reducida a un muñón romo que se incrustaba en el
suelo. El peor detalle fue comprobar que no le costaba gritar porque llevase
una mordaza: la mandíbula inferior colgaba, deformada como un plástico al
fuego, dejando a la vista unos pocos dientes supervivientes y una lengua hecha
jirones.
Tras unos momentos de duda, empezó a emitir
sus quejas, debidas a sus esfuerzos inútiles por estirar el brazo derecho,
reducido a un dedo corazón festoneado de muñones, hacia la mesa. Una réplica de
la llave de la puerta colgaba del borde, a dos centímetros justos del solitario dedo.
Román retrocedió hasta que se le agotó el
suelo, jadeando de espanto y desconcierto. A su derecha, unos pasos bajaban la
escalera.
—Muy bien —le felicitó Antón al llegar—.
Lo has encontrado. Ahora tienes que subir. Pronto te aclararán todo.
Román, entre jadeos, consiguió levantar la
USP.
—Adelante —le retó con indiferencia,
dirigiéndose a la puerta—. Está descargada.
Román, sin experiencia con armas de fuego,
no necesitó comprobarlo. Antes de que aquel horror le quedase ocultado para
siempre, pudo ver una última cosa: entre piel expuesta y músculos castigados,
conservaba un último pedazo de pálida piel intacta en el pectoral derecho. La
carne muerta enmarcaba el tatuaje de un mándala.
Román
esperó sentado más de una hora en la mesa de la cocina, como un niño castigado,
mientras Antón, que le había escoltado hasta allí, montaba guardia junto a la
puerta.
Fuera, oyó que el portón se abría y un
vehículo grande, seguramente una furgoneta, entraba. Una de sus puertas se
abrió, con un crujido característico.
Antón hizo lo propio con la puerta de su
casa, recibiendo efusivamente al visitante.
El recién llegado era un hombre joven, de
apenas treinta años, alto y enjuto, vestido con un elegante traje azul de
ejecutivo y con un sobre marrón del tamaño de un folio bajo el brazo. De rostro
alargado, pelo corto y rubio y mandíbula angulosa, le dedicó a Román una
sonrisa de simpatía que le puso los pelos de punta. Aunque apuesto, le
intimidaba; sentía algo nocivo emanando de él como un perfume.
Por un momento, la consciencia le
abandonó. El diablo acudía a rescatarle.
—Muy bien, Antón, como siempre —dijo con
un acento raro, a Román le pareció que vasco, mientras le daba unas palmaditas
en el hombro—. Ahora, si no te importa…
—Por supuesto. —Se retiró al pasillo; la
puerta de su dormitorio se cerró.
El hombre lanzó el sobre en el asiento
opuesto al de Román y se le acercó, tendiéndole la mano.
—Tranquilo, no muerdo —aseguró, al fijarse
en cómo se apartaba a medida que se le acercaba—. Mi nombre es Luciano Cobo,
fundador y presidente de Exorcismos S.A.
Román no se sintió capaz ni de devolver al
apretón ni de dar su nombre. Al darse cuenta de que su actitud no iba a
cambiar, Cobo retrocedió hasta su sitio.
—Qué… ¿qué está pasando aquí?
—Ah, la pregunta habitual. —Cobo volvió a
reír—. Siendo como es un hombre inteligente, me parece que ya lo sabe. Quién es
ese desgraciado de abajo y por qué le pasa esto, señor Elcid.
Román parpadeó, estupefacto.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Evidente. —Se encogió de hombros—. El
mensaje que recibió su editorial se envió pensando en usted.
Era plausible. Él estaba investigando la
página web. ¿Pero cómo?
—¿Y cómo dieron…?
—Por partes. Tranquilo. Habrá tiempo para
contar todo. —Se apoyó en el respaldo de su silla, sin llegar a sentarse—. Pero
primero, dije que le contaría de qué iba esto.
Estiró aún más su sonrisa, consiguiendo
empezar a irritar a Román.
—Bueno, pues cuenta.
—Bien, para empezar… no somos una empresa.
Más bien somos una organización. Conmigo a la cabeza.
—Que ayuda a la gente a salir del infierno
—rememoró Román.
—Exacto.
Román suspiró. Debía creer que era idiota.
—¿Y cómo? No creo que haya ascensores con
parada allí, ni cuerdas lo bastante largas. —Le rebatió.
Cobo sonrió.
—Me alegro de que lo vea con perspectiva
—dijo—. En realidad, lo hacemos practicando un exorcismo.
Román parpadeó.
—Pensaba que para eso hacía falta un cura.
—Oh, el infierno y los demonios existen,
señor Elcid, pero no como en las películas. No se meten dentro de niñitas y las
hacen levitar, lanzar chorros de vómito y hacer voces como José Luis Moreno. Es
algo indiferente a las religiones y a las personas.
Román le miró fijamente. Empezaba a hablar
con sentido.
—¿Cómo es eso?
—Los demonios son, en realidad, los
culpables de las tragedias.
El corazón de Román le golpeó el pecho
como un mazazo. De pronto, sentía la boca muy seca.
—Siempre hay tragedias, señor Cobo…
—Luciano, por favor —intervino.
—Y no pueden evitarse.
—No hablamos de evitarlas… Román, si me
deja. Ni creo que hablamos de lo mismo —le corrigió, levantando el índice
derecho—. Cuando una ancianita muere de vieja en un hospital, una ráfaga de
viento derriba un árbol sobre un caminante, hasta cuando un conductor pierde el
control y arrolla a un ciclista, es perfectamente natural. No ha sido culpa de
nadie, menos, a lo mejor, de la mala suerte. La gente, los seres queridos,
acaban aceptándolo y siguiendo con sus vidas.
»Nosotros nos ocupamos de los otros casos.
Los que tienen un culpable real. Ni fallos técnicos ni humanos, sólo actos
conscientes.
La mirada de Cobo se oscureció.
—Chicos que matan a alguien en la
carretera porque conducían borrachos. Maridos que matan de una paliza a sus
mujeres para desfogarse de que su vida es vulgar o su equipo de fútbol ha sido
eliminado en la liga. Y, por supuesto… —otra risa—… los que sacan placer de
hacerle daño a otros. Especialmente a víctimas indefensas.
Román creyó oír un murmullo más allá de las
paredes. Se preguntó si Antón podía oírles.
—En estos casos, por supuesto, la gente
pide justicia. Y, a veces, se le concede, pero otras es ineficaz. Entonces
pierden la fe, y es cuando caen en el infierno. Nada de fuego, azufre ni
demonios. Sólo un pozo de resentimiento, rabia y pena en el que uno se hunde,
cada vez más y más. La idea de hacer pagar al que les hizo daño les devora.
Descuidan lo que les queda, se alejan de quienes pueden ayudarles, encerrándose
cada vez más en sí mismos, buscando olvidar con el alcohol, las drogas y la
autodestrucción…
Luciano bajó el cuello, cerrando los ojos.
—Eso es el infierno, y los que meten a la
gente allí son los demonios. Y lo que nosotros ofrecemos, a los que han caído
en él… es la oportunidad de salvarse.
—¿Cómo? —Román torció la boca; sabía que
era una pregunta innecesaria. Pero quería oír la respuesta de todos modos.
—Haciendo que la víctima se enfrente a su
demonio. Claro que, en realidad, que se salve depende de muchas cosas.
—¿De qué?
—De la persona. De qué tipo de daño
sufrió. Y de lo que necesite para recuperarse —sentenció—. Unos se conforman
con mirar a su demonio a los ojos, enfrentarse a él y preguntarle por qué lo
hizo. Esperan ver algo, que no un hombre… lo que a veces pasa. Otros prefieren
mandarlos de ida al auténtico infierno. Otros… —suspiró—… prefieren hacer de
cada segundo de su vida en la tierra precisamente eso.
Cobo guardó silencio unos segundos, viendo
a Román parpadear, rascarse la frente, entenderle.
—Y ahora el segundo punto, señor Elcid;
quizás el más importante. —Arrastró la silla hasta dejar suficiente espacio
para sentarse—. Nuestros servicios no se solicitan. Nosotros no buscamos
clientes. Nuestros clientes nos encuentran… cuando ha llegado el momento.
Recuperó el sobre y extrajo de él una
hoja; por el tono parecía impresa por el reverso. Sin mediar palabra, la partió
por el centro, tendiendo la mitad derecha boca abajo al sorprendido Román.
—Mire esta foto, Román.
Román obedeció. Parpadeó sin entender, al
reconocer la foto de una novia el día de su boda. Una muchacha rolliza, vestida
de blanco, con velo y labios cubiertos de carmín, sonreía contra un fondo
celeste de fotógrafo. A su lado se colaba el traje negro y un pedazo de mano
del novio.
—No veo nada raro.
—¿De verdad?
Cobo rio con sorna. Luego le tendió algo
más que sacó del bolsillo superior de su chaqueta; una pequeña lupa.
Fíjese bien —señaló bajando el dedo—. En
la muñeca.
Román le siguió el juego, pensando en
acabar de una vez cuanto antes. Sintió una punzada en el pecho al reconocer el
objeto bajo el ojo de cristal.
—Es… —Tragó saliva, intentando recuperar
la palabra, mientras hundía un dedo sobre el papel—. Este…
Cobo asintió con los ojos cerrados.
Acababa de reconocer la pulsera que fue robada del brazo muerto de Raquel.
—Es exactamente lo que parece. —La sonrisa
de Cobo se estiró—. Sabemos lo que le pasó a su hermana. Y, por supuesto, hemos
encontrado al responsable.
La boca de Román empezó a tensarse,
prolongando el silencio mientras se hacía a la idea de lo que pretendía.
—No me diga…
Su pulso se aceleró, activado por
emociones que no era capaz de calificar. Cobo se sacó un móvil plateado del
bolsillo y lo marcó. Román sólo pudo sacar de su rápido y breve cuchicheo un Ajá. Perfecto. Eso y que no dejó de
sonreír en ningún momento.
—Bueno, tenemos suerte —dijo mientras lo
guardaba—. Sus compañeros no han llegado todavía.
Cobo se levantó para abrir la puerta.
Fuera, la furgoneta volvió a abrirse. Un sonido acompañaba a los pasos que se
acercaban; el de alguien debatiéndose con la boca tapada.
Dos hombres corpulentos, vestidos con
suéter y gafas de sol, entraron, sosteniendo entre ellos a un hombre de unos
cuarenta años, delgado, pelo rubio ceniza cortado a cepillo. Ojos presa del
miedo.
Cobo le dio la vuelta a la otra mitad de la
fotografía. Ahí estaba, vestido de novio, unos años más joven y, evidentemente,
más feliz.
Román sentía frío. Había quedado helado.
No estaba seguro, pero algún mecanismo se activó en su cabeza. Registró sus
recuerdos.
Podía ser él. Algo más enjuto, con el pelo
hasta los hombros y una gorra del revés. Uno de los muchos rostros que pasaron
por su infancia sin pena ni gloria; un joven que saltaba los escalones del
parque con su monopatín, embobando a los chicos, aunque su objetivo fuesen sus
hermanas. Un par de veces se fijó en Raquel, dedicándole sonrisas de dentadura
entera y guiños. A cambio, recibía cierta indiferencia
Se levantó, bordeando la mesa despacio. No
sabía si le había reconocido también, pero los ojos del hombre ya no reflejaban
simple miedo. Ahora, además, presentían el peligro.
Se detuvo junto a Cobo, con los puños
apretados, la cara roja, las lágrimas llenándole los ojos. Le hería su imagen,
pero no podía dejar de mirarle.
—¿Qué pasaría… —consiguió articular—… si
rechazase su oferta para… salir del infierno?
—Pues nada —aseguró Cobo, retrocediendo
hasta el cautivo—. Una sesión intensiva de hipno-fármaco terapia para borrarle
esta parte de la memoria, se le suelta donde se le cogió y ya está. Tenga en
cuenta que mucha de esta gente ha seguido su vida. Este, ya lo ve, está casado.
Si, tenía mujer. Podía tener hijos, vida,
futuro. Todo lo que le quitó a Raquel.
—¿Y cuál… —Román consiguió contener sus
lágrimas—… es el precio si acepto? Supongo que no es gratis.
—Una
contribución mensual simbólica; totalmente opcional en realidad, y… —Cobo
sonrió—. Por supuesto, colaborar en labores de iniciación. Como hace Antón.
Oyeron un ligero gruñido distante como
respuesta. Mientras, el cautivo se agitó, prisionero entre sus captores. Cobo
volvió hasta el sobre, del que sacó un papel impreso y un largo y fino alfiler.
—También podemos facilitarle una casa,
como esta, por si necesita intimidad —aseguró, convirtiéndose en un seductor
vendedor a domicilio—. Pero, claro, para eso hay que firmar.
Le tendió la hoja y la aguja. Román
levantó la segunda, sorprendido.
—¿Y esto? —preguntó.
—Un detalle sin importancia —aseguró—.
Tenga en cuenta… que hablamos de historias escritas con sangre.
Los ojos de Román cambiaron de objetivo.
Se rio. Había que reconocerlo, tenía gracia.
—Una última pregunta, Luciano —solicitó
con seriedad.
—Adelante —concedió Cobo, inclinando la
cabeza.
—¿Qué sacas con esto? —preguntó levantando
la aguja.
—Nada —le aseguró, subiendo las manos como
para escudarse—. La satisfacción de ayudar a la gente.
Un pitido en su bolsillo le hizo ponerse
serio.
—Vaya. Lamento ponerme impertinente, pero
vas a tener que decidirte ya.
Román sabía por qué. Ya eran las diez de
la mañana.
Román
abrió personalmente la puerta, dirigiéndose por su propio pie al coche, para
alivio de sus compañeros. Era él, con sus mismas ropas y sin lesiones visibles.
Lo único que hacía era mover mucho los dedos de la mano derecha.
—Un puñado de chalados —anunció a Rafa y
Chema, otro reportero, mientras ocupaba el asiento del copiloto.
—¿En serio? —Rafa se rio, como si no
hubiese dicho nada especial—. ¿Y a qué se dedican?
Román se recostó todo lo que pudo, dándole
a su compañero la impresión de que estaba muy cansado y, por ende, que no
querría hablar. Sin embargo, dijo, con los ojos cerrados:
—Productos naturistas. La estrella es un
laxante.
Chema rompió a reír mientras Rafa bufó,
bajando la cabeza hasta rozar el volante con la frente.
—Una pista falsa entonces.
—Sí —confirmó su amigo con una sonrisa
extraña—. Desde luego. Así que vámonos de aquí. No quiero volver a ver este
sitio en mucho tiempo.
—¿Y qué le dirás al jefe? —preguntó Chema
cuando superó el efecto de la revelación.
—Ya se me ocurrirá algo. Pero, si no os
importa, lo haré a la tarde. Ahora quiero pasarme por casa. No he dormido mucho
esta noche y estoy reventado.
Mientras Rafa hacía marcha atrás, se chupó la punta del índice derecho;
acción que repetiría otras tres veces antes de volver.