SED DE SANGRE -1º PARTE
Les encantaba esa sensación de gloria
suprema. Nada que ver con el infantil subidón de adrenalina que puede ofrecer
una pantalla, el roce del viento o las drogas; ni siquiera una chica sobre los
muslos se parecía a convertirse en dioses, aunque fuese en los límites de su
población.
Una
nueva dimensión de placer que se inició con el robo de una bicicleta.
Dos
primos curtidos como gamberros a base de infracciones, la tomaron prestada al
ver que su candado era de segunda.
—¿Damos una vuelta?
—propuso Antonio, el más joven.
—Sí. Por ahí.
Jesús, su pariente señaló una empinada cuesta que bajaba.
—Vale —accedió—. Pero yo conduzco.
Era
una partida rural que daba a una urbanización, zona siempre solitaria pero
nunca desierta.
El conductor y su mascarón se tiraron
cuesta abajo, sin ver (uno ciego por la emoción, otro por tener a su pasajero
delante) el obstáculo en forma de motorista de la policía local que evitó,
invadiendo el carril vecino, la colisión frontal y que aquellos descerebrados se
partiesen la cabeza. Quizás eso último no les hubiese supuesto una gran pérdida.
Sus dos abruptos frenazos, en cambio, mandaron al pasajero contra el asfalto,
torciéndose un meñique torcido y cubriéndose de raspaduras sangrientas la frente, las manos y
el codo derecho; daños menores comparados con el golpe a su orgullo. Su cómplice,
dudando unos instantes entre la lealtad a su primo y la que debía a sí mismo, estabilizó
la bici y se apeó para ayudarlo.
El policía también había parado, un par
de metros más atrás, avanzando hacia ellos con una cara de pocos amigos visible
incluso bajo la visera del casco.
—Vaya, vaya, qué tenemos aquí —rumiaba, apretando los dientes—.
Conducción temeraria, intento de suicidio… —Se rio—. Chicos, ahora mismo no sé
si llevaros al hospital o al calabozo.
Estaban jodidos, era obvio; aunque quizás,
siendo menores y habiendo cometido más una falta que un delito, la justicia no
sería tan dura como lo serían sus padres al enterarse.
La figura de chaleco fluorescente se
acercaba, mientras ellos esperaban que un milagro les salvase. Y el milagro
llegó, en forma de botella de cristal estallando.
—¿Qué…?
El policía, conmocionado, se desplomó de
rodillas, antes de caer por completo; permitiéndoles descubrir a su salvador, salido
del margen agreste de la tierra de nadie. Nada especial; sólo un chico joven que
se parecería a ellos si llevasen gafas de sol y
abrigo largo oscuro.
—Corred —se limitó a decir.
Sin tiempo para nada más, se olvidaron
que desde niños les habían dicho que no hiciesen caso a desconocidos. Huyeron,
salvando las primeras decenas de metros en segundos, antes de que el cansancio los
frenase, desviándolos hacia los edificios al otro lado de la urbanización.
Dos manzanas y casi setenta metros más
tarde, se pararon en un banco de un pequeño parque en su camino. Llevaban ya un
rato trotando, incapaces de correr más, ahogándose y con los pies ardiendo. Mientras
el oxígeno les volvía al cerebro, empezaron a secándose el sudor de la cara con
su ropa. Al mirar a su alrededor descubrieron que no estaban solos.
—Hola —les saludó, moviendo la mano derecha antes de alcanzar el banco.
Sus
corazones no podían latir más y sus músculos no admitían más tensión. Sin
embargo, tras un segundo vistazo lo identificaron. Suspiraron, llenos de
alivio.
—Hola —respondió el aún sobrecogido Jesús—. Oye, tío… no sé quién eres ni qué quieres, pero… muchas gracias por lo de
antes.
Su misterioso salvador, que parecía
salido de Matrix, además de no
parecer cansado, estaba seco. Debía tener transporte a motor.
—No hay de qué. —Les enseñó las palmas de las manos, sonriendo mientras apoyaba la pierna derecha sobre
el reposabrazos de hierro—. Puede que hasta sea yo os las de. —Se rio al comprobar cómo le miraban—. Al ese de la moto en concreto lo conozco y… teníamos cuentas pendientes.
Llevaba tiempo queriendo devolvérsela a ese cabrón. Hoy he podido.
Luego tendió las manos, esta vez hacia
ellos.
—Y por cierto, mi nombre es Pedro.
Él tenía dieciocho años. A Jesús le
faltaban tres meses para la mayoría de edad. A Antonio, tres años. Tras
intercambiar unas cuantas impresiones, los tres sellaran un pacto eterno de
amistad, y no una cualquiera: se sustentaba en una afición común por el riesgo;
practica en la que el maestro había encontrado a sus discípulos.
—Muy bien, os voy a
enseñar a divertiros —les invitó Pedro, dando una palmada.
Empezaron con travesuras inocentes en
niños y admisibles en adolescentes; mirando a tal vecina o cual conocida
cambiándose de ropa cuando pensaba que su persiana estaba entera.
—Esto me pone.
—Esto no es nada —aseguraba
entonces Pedro, sonriendo bajo sus gafas—. Yo os enseñaré.
Con una gorra bien encasquetada, se
acercaban a un comercio pequeño, quiosco o frutería con el producto a la vista
y agarraban cualquier cosa antes perderse corriendo entre la multitud con los
gritos del propietario detrás; acompañados por la emoción, el desconocimiento
de saber si escaparían y de sentirse ganadores cuando lo lograban.
Acabada la carrera, las pruebas se rompían,
ya fuese en sus bocas de camino al estómago o contra una acera, una ventana o,
si era un buen día, un limpiaparabrisas.
Cada vez disfrutaban más; por eso sus
primeros juegos se les quedaron pequeños muy deprisa. Necesitaban más
emocionantes y más peligrosas; para ellos y para los que les tocase padecerlas.
El primer escalón en su ascenso a la
desinhibición fue el vandalismo. Normalmente, uno vigilaba, otro lo hacía y el
tercero, sencillamente, disfrutaba del espectáculo. Empezaron con cristales. Nunca
faltaban chalets apartados, tiendas solitarias y, ocasionalmente, coches en
calles estrechas y remotas. Una vez, aprovechando un fin de semana de puente,
rompieron a pedradas todas las farolas en cuatro calles de distancia,
convirtiendo la calle entera en un segmento muerto de un ciempiés brillante,
dejando a las masas anónimas como culpables sin rostro del destrozo.
Poco después, reincluyeron en su agenda el
hurto, con un par de cambios: se acabó coger algo y correr. Un juego no es
divertido si no lo disfrutan todas las partes y, cuantos más participen, mejor.
Abrían la veda del viernes noche al
domingo, siempre con la noche como protectora; cuando en las calles sólo había
grupos de jóvenes ocupados en buscar su propia diversión. Sus presas
predilectas eran los que les suministraban carburante. Esperaban junto al callejón
lateral más oscuro de algún supermercado, esperando que saliese; siempre dos o
menos y con bolsas llenas con el tintineo característico del alcohol
embotellado. Lo mejor, no solían tener que esperar mucho.
Cuando su presa llegaba, se iniciaba la
maniobra envolvente. Su arsenal y uniforme eran sencillos; pasamontañas o
media, guantes de cualquier tipo y un palo grande; la oscuridad era su mejor recurso
para triunfar. Los dos subordinados se adelantaban y esperaban que los
objetivos se alejasen unos metros antes de plantarse frente a ellos en silencio
y de forma evidente.
—Perdón, —solían decir
los incautos, intentando seguir—. ¿Podéis apartaros?
Luego los veían perfectamente, una pesadilla lo bastante real para que
algunos se cagaran en los pantalones; bajando sin saberlo la guardia.
Entonces el líder, aprovechando un coche,
contenedor u otro refugio cortesía de la calle, golpeaba en la nuca al portador
de la carga, poniendo a sus camaradas en marcha. Uno se apoderaba del botín
mientras el otro, amenazador, hacía retroceder a su acompañante; paso omitido si
sólo era uno. La huida era siempre eficaz y discreta. Sólo Pedro tenía
vehículo; una motocicleta que usaba para salir de allí con el paquete; llevándose con él las
sospechas. Los otros dos se perdían en las calles secundarias, dando un largo
rodeo hasta un punto de encuentro acordado. Allí hacían desaparecer el fruto
del trabajo por sus gaznates, hasta dejar sólo un puñado de cristales en el
suelo.
Se lo pasaban bien; tanto que volvieron
aburrirse y necesitar otra vuelta de tuerca a su libertad, salvaje y despiadada.
Y, gracias a sus últimas actuaciones, sabían qué hacer: que la gente que normalmente
no les miraría a la cara se encogiese ante ellos como ratones ante leones.
—¿Y ahora qué? —pedían
los aprendices.
—A cazar palomas.
Los primos se miraron, antes de reír.
—¿De las que vuelan?
—De las que tienen pechugas.
Sus nuevas víctimas eran parejas
solitarias, durante la misma franja horaria. Ahora cazaban en los grandes parques
de arena, césped y cemento donde los toboganes, columpios y balancines
arrojaban sombras retorcidas y gimientes a la luz de las farolas, anhelando a
los niños que dormían en sus casas. No era difícil encontrar una de esas
siluetas gemelas andando cogidos de la mano o fundiéndose en un abrazo, o sentados
en un banco entre sombras para intercambiar amor y secretos. Y, quizás lo
mejor, estaban rodeados de viviendas, pero sus decenas de testigos, como los
órganos de un cuerpo, eran ajenos a lo que pasaba fuera a menos que la puñalada
les alcanzase.
Como en sus primeras acciones, uno veía y
los otros dos perfeccionaban su arte. Si caminaban, solían usar la moto. Se
acercaban todo lo posible sin que el motor les delatase, con frecuencia subiendo
a la acera, para luego acelerar al máximo.
Aquello los asustaba, haciendo que se
volviesen para ver qué pasaba; confusión que el acompañante aprovechaba para derribar
al miembro del dúo que le pillase más a todo gas; dejando a su víctima tirada
en el suelo con su acompañante al lado, abrazándole y consolándole mientras
lloraba, rezaba, suplicaba o maldecía. El tercero, mientras, reía en la
seguridad de la distancia.
Si,
en cambio, la pareja estaba tierra adentro, volvían al asalto y derribo;
acercándose por detrás hasta que bastaba correr para alcanzarlos antes del
primer grito, momento en que dejaban el sigilo. Una lluvia de palos les rompía
las alas los tortolitos, a menudo abrazados aún más fuerte, hasta que rodaban a
sus pies como uno, siendo dejados abandonados tras dos o tres minutos. Eso sí, preferían
evitar la cara. Las heridas mortales podían significar más seguridad y, casi
seguro, menos diversión.
Era divertido y emocionante, pero presentaba
dos problemas serios. Primero, la propia escalada de desenfreno, que exigía
satisfacción continua, amenazando con llevarles al verdadero crimen y su castigo;
límites que desde luego, no querían cruzar… aún. Segundo, y más obvio, cada acto
les hacía más notorios, temidos y, naturalmente, buscados. Sus precauciones
habían servido, al menos, para proteger sus identidades: eran tres delincuentes
violentos, todos ellos varones de entre catorce y veinticinco años, pero aún no
le habían puesto cara. Cada paso incrementaba el riesgo de cometer errores y de
acabar en una celda. Los tres lo sabían.
Necesitaban una solución. El dilema se
prolongó durante casi dos semanas; trece días de rutina y sumisión, de nuevo
prisioneros de sus simples vidas, primero nerviosos y luego enfadados;
esperando a que Pedro, la cabeza pensante, diese con una solución.
—¿Qué podemos hacer?
—insistían Jesús y Antonio cada vez con más insistencia
Lo más doloroso para Pedro era que conocía la respuesta. Un campo de caza aislado pero accesible. Una presa fácil e indefensa que
no importase tanto como para temer las consecuencias.
Y, cumplidas las dos semanas, allí estaba.
—El Cartucho —comunicó por fin.
La Partida del Cartucho, a media hora de
la periferia, era un trozo de tierra miserable entre colinas bajas y distantes
infestado de ortigas, arbustos bajos y espinosos y abortos de árboles en todas
partes menos por donde pasaba la carretera.
No era un sitio atractivo; en teoría
incapaz de atraer la atención. Y, sin embargo, todos allí habían estado alguna
vez en su vida, especialmente de niños y hacía diez años, antes de que su único
símbolo de civilización se sumiese en la decadencia.
Su nombre era Centro Recuperación de Fauna
Silvestre; una concesión de las voraces ciudades a los montes condenados que
les rodeaban. Los coches transitaban como bestias enormes y apresuradas por carreteras
y caminos sin asfaltar, convertidos en la Muerte para los que se cruzaban en su
camino. Torres altas cubiertas de abrasadores cables recordaban a los
afortunados que podían volar que el destino es igual para todos. Y, último y no
menos importante, cazadores, en su mayoría aficionados, que hacían un deporte
estimulante el disparar contra lo que se moviese; a veces poniendo fin a sus
vidas y otras, si era particularmente desgraciado, no.
Aquel verdadero hospital de campaña se
levantó para esos seres, vivos pero rotos. Un santuario de cemento y tierra de
unos trescientos metros cuadrados. Allí, cualquiera con un mínimo de
consciencia podía avisar si encontraba una criatura lastimada, que sus
responsables se ocuparían de atenderla en parcelas de cemento, valladas o con
barrotes, colectivas o individuales, de donde se iban en el mismo engañoso
silencio con el que llegaron. Los que trabajaban allí sabían que no hablar no
era igual que no sentir.
Al frente estaba Manuel Barredo, mal
llamado el Culovaso por las grandes
lentes de sus gafas. Hombre alto y corpulento, capaz de inmovilizar al animal
más salvaje como quien paraliza con una mano a un chiquillo de dos años para
garantizarle el tratamiento; trabajo que, para él, era más que una vocación.
Conocido, también como “el tío Bestia”, era
tan grande como feo; tenía labios grandes y caídos de camello, una nariz
zorruna y ojos alargados y estrechos, de color oscuro. Una imagen, nadie lo negaba,
terrorífica, que parecía haberle llevado a ver en aquellos animales, para los
que los hombres feos o hermosos son iguales, a las únicas criaturas capaces de,
muy a su modo, apreciarle por lo que era.
Que aquel trabajo le hacía feliz no se
dudaba. Aprovechando al máximo el espacio, el tío Bestia incluyó a la asilvestrada
fauna rechazada: perros y gatos perdidos, viejos y vapuleados; alguna oveja
perdida, herida o maltratada por algún pastor particularmente negligente;
caballos cojos condenados al matadero y, una vez, hasta un avestruz. Todos tenían
su sitio entre vegetarianos vendidos, pájaros de alas chamuscadas o desgarradas
y animalillos tuertos, arañado o enfermos. Un verdadero zoo en miniatura, que cumplía
esa función para la población mediana. No había padre que no hubiese llevado a
su hijo o hijos alguna vez a gozar de la tortuosa visión de la fauna doméstica
y salvaje amansada, unidas por el infortunio y la vida en jaulas.
Pero esos días pasaron. Tras más de
cuarenta años dirigiendo el centro, el tío Bestia viejo y cansado, se quedó sin
fuerzas. Seguía haciendo cuanto podía, pero ya no era el de antes y, sin su
vigor, la institución perdió el motor. La gente dejó de prestar atención a las
criaturillas indefensas de ojos temblorosos, prefiriendo pasatiempos que les
ahorrasen desplazarse allí. La ciudad crecía y los corazones se endurecían, haciendo
más fácil dejar al herido desangrarse hasta morir que gastarse saldo en pedirle
ayuda. El mantenimiento fue siendo olvidado y marginado por los administrativos,
que recortaron a ultranza la financiación hasta depender de donaciones
privadas, ya de por sí escasas. De los siete empleados que llegó a tener el
centro sólo quedó aquel con el que todo empezó, a medida que los puestos eran
suprimidos, los medicamentos y equipos excluidos y los alimentos ahorrados.
El tío Bestia quedó como único
responsable de todo y todos. Se decía que vivía con una especie de pariente
lejano que le ayudaba, pero nadie lo confirmó nunca. No limpiaba lo bastante rápido
para alejarla porquería y tenía que poner de su propio bolsillo para que los
animales pudiesen comer. Sólo los animales, quizás por un primitivo instinto de
simpatía, se dejaban cuidar, como en señal de respeto a toda su vida.
—Un vertedero
con un viejo chocho y lleno de bichos muriéndose —resumió Pedro, sonriendo—.
Perfecto.
—¿Cuándo?
Empezaron ese mismo sábado. A
las nueve y media, una motocicleta y una bicicleta de montaña remontaban en
silencio y sin luces el estrecho camino entre maleza que daba al refugio. Les
recibió una verdadera muralla; un muro de ladrillo y cemento encalado, color
amarillo yema en su día; ahora blanqueado por el sol y el tiempo y sombreado
por la suciedad y el descuido, tras el que se alineaba un cinturón de cipreses altos,
sólo interrumpida por la puerta automática para vehículos, de color negro.
Tantearon el terreno. Entrar no
sería difícil, al contrario que salir. Tenían que conocer al enemigo. Jugar.
Como un niño arrancándole las alas a una mosca.
—Venid. —Pedro
se bajó de la motocicleta—. Usadla.
De pie sobre el sillín tenían
una visión perfecta del edificio central; la sólida pero desvencijada casa de
tejas rojas que hacía de recepción, clínica y residencia del responsable. Y la
distancia, perfecta para un primer bombardeo.
Jesús y Antonio, en equilibrio y
aprovisionadas desde abajo, descargaron una lluvia de piedras, consiguiendo romper
algunos cristales de la fachada. Desde dentro, los perros ladraron y las luces
se encendieron, pero hasta que el viejo y encorvado gigante llegó al exterior
vociferando con lo que parecía una escopeta, habían pasado casi siete minutos.
Comprobado, se retiraron como llegaron.
La noche siguiente volvieron,
deseosos de cerciorarse. No había ninguna luz disuasoria, seguramente para
evitar poner nerviosos a los pacientes. Tampoco estaba el vigilante, descansando
para el día siguiente
Esa vez se tomaron más tiempo
para mirar. El edificio central tenía sólo una planta, pero era larguísima, con
sus costados tachonados de salas accesorias en las paredes que imaginaban, servirían
de quirófanos, almacenes o jaulas adicionales. El patio, sin otra
infraestructura que la cimentación del suelo, estaba cubierto de grava. A ambos
lados de la puerta de la casa, los corrales. Parecían versiones en miniatura de
ésta, con techos de uralita, paredes de ladrillo y suelos de tierra, ventanas
con rejas y puertas de alambre o acero, según lo silvestre de sus ocupantes. Al
menos diez casetas, cinco a cada lado, que terminaban en el lado oriental, más
grande pero más desierto hasta que se veía el estanque cercado y la pajarera cubierta
de lona verde a la izquierda y la cochera con el todoterreno con remolque a la
derecha, con una caseta enorme de contrachapado entre ellas, extendiéndose lo
que le dejaban las otras estructuras. Su contenido ni se imaginaba; algunos
decían que era la suite reservada para los más grandes o peligrosos, que no
podían estar solos.
—Jesús. —Pedro
le ayudó a subirse al muro—. Intenta dar una vuelta. Quiero… ver qué hay.
—Vale… —accedió el subordinado, sin mucha
fe en su equilibrio.
Terminado el paseo, explicó que
a la izquierda estaban los carnívoros, con gatos y perros concentrados en dos y
un hábitats, respectivamente; uno al lado del otro. En el lado derecho parecía haber
animales más grandes; cabras y ovejas y otros ungulados.
—Los pájaros
están atrás —concluyó el informe.
—Bien. —Pedro se rascaba la sien—.
Entonces… lo haremos la semana que viene.
Ninguno de los primos lo vio
en su retirada, aunque estaban seguros de que sonreía.
Volvieron el viernes, más
despacio y silenciosos todavía, con cuidado de perder su lastre adicional. Esta
vez los tres subieron al muro, dejando caer su escapatoria al otro lado, antes
de saltar; amortiguados por la tierra removida. Manos a la obra.
Uno a la izquierda, otro a la
derecha, otro atrás montando la escalera.
Andaban con cuidado, sabiendo que los ocupantes de los corrales sabían que
estaban allí. Del primero salió un potente ladrido, una alarma que se extendió
caseta por caseta, pero que duró muy poco. En el lado opuesto, fue contestado
por un furioso pisoteo de pezuñas y un largo valido.
Si se asustaban demasiado,
perderían por completo el elemento sorpresa. Era mejor hacerlo todo de una vez.
Empezaron por las casetas más
alejadas. Con tenazas grandes y baratas, salidas de ferreterías y un trastero,
partieron los candados. Luego reencendió la luz, la llama bajo la mecha de una fila
de petardos. El resto, tan sencillo como abrir la puerta un momento y tirarlos
dentro. Luego se apartaban, dejando la puerta entreabierta y repitiendo la
maniobra. Cinco tracas, cinco casetas.
Iban por sus respectivas
terceras cuando explotaron, con sus estallidos en serie y el olor a pólvora avivando,
sobre los gritos de pánico de los gatos y el aleteo inútil de los pájaros.
La estampida empezó, los
animales se lanzaron hacia la única salida en sus ollas a presión, abriéndolas
por completo y llenando el patio de fugitivos sin rumbo. Se juntaron especies
incompatibles, confundidas por el ruido, con el olfato quemado por la pólvora;
muchos ciegos, incapaces de ver de noche. Dos grandes jaurías de chuchos
grandes y pequeños de todas las formas y colores posibles, al menos tres
cabras, cinco ovejas, un par de cerdos, una criatura alta parecida a una llama,
un viejo caballo, un mulo, un muflón, un par de arruís y hasta un jabalí. La
descarga de la traca acabó y las luces se encendieron por toda la casa, llegando
al patio.
Fueran lo que fueran, eran ante
todo animales; muchos de ellos feroces y rodeados de rivales, de enemigos. De
presas.
La reacción no se hizo esperar.
La muerte se puso a bailar.
Los perros gruñeron al morder a
los gatos que bufaban, debatiéndose mientras hincaban sus uñas para escapar.
Los herbívoros cargaron a ciegas al ver quien les acompañaba, arrollando a unos
cuantos cachorros y a varias palomas. Un zorro atrapó a una gaviota aleteante
que se puso a picotearle el entrecejo; un gato mordió la cola a un cuervo que se
lo llevó con él en círculos; un turón y una jineta se lanzaron contra el pecho
de un gavilán y un halcón que intentaron en vano levantar sus alas rotas y
vendadas del suelo antes de apuñalarles con sus garras en el cuello; una
cigüeña dejó tuerto a un perro mientras una docena o más de autillos, mochuelos
y lechuzas correteaban intentando que no los pisasen.
Y, entre todo aquel jaleo,
Manuel Barredo, el tío Bestia, más erguido que las dos noches anteriores, más rápido
y ágil y más desesperado que en cualquier otra noche en su vida, contemplaba
aquel infierno. Los animales a los que intentaba salvar morían destrozándose.
El olor de la sangre subía desde la alfombra de cuerpos desfigurados aquí y
allá, mientras sus propios y horrorizados gritos intentaban poner orden a la
cacofonía de gruñidos, chillidos, graznidos, aullidos, gemidos y gritos de
guerra y de dolor. Y, entre ellos, la nota discordante: las tres risas que bajaban
desde el muro, coronado con una escalera levantada con seis bloques salidos de
una obra. Pero mereció la pena.
Estuvieron así casi veinte
minutos, mientras la muerte y las heridas retiraban a los actores del patio. Bajaron
y se largaron sin mirar atrás.
—Tenemos que
repetirlo —pidió Jesús, al mando de la bicicleta.
—Desde luego —le apoyó
Pedro.
Tras ellos, un hombre de cuerpo
arrugado y tembloroso, recorrido de arriba abajo por temblores de miedo y frío,
intentando poner orden, ni tenía ni tendría idea de lo que había pasado. Aquel motín
sangriento era ahora la batalla campal más brutal y encarnizada. Y con cada vez
menos participantes, espoleados por los gritos de terror pronunciados en todos
los lenguajes de la fauna, la sangre llovía como rocío. Ya no había orden
posible. Sólo enemigos a los que eliminar.
Lo primero que Manuel Barredo
sintió fue el impacto por detrás que le lanzó al suelo. Debió ser una cabra, o
una coz de mulo, o hasta el gamo atropellado que recogió hacía tres meses, a
punto de ser soltado. No lo sabía. Cayó de bruces. El dolor pasó rápido, pero
le dejó paralizado. Al menos hasta que otro cuerpo con cuatro duras pezuñas le
pasó por encima, aplastándole el pecho que intentaba inútilmente proteger con
sus manos. Y por fin, el dolor final. Dos docenas de fauces llenas de dientes afilados
se le hincaron desde todas direcciones, estirando para desgarrar la carne
correosa. Su misión fue larga, pero consiguieron acabar con todo, antes de que
la sangre de la presa manchase la tierra.
Manuel Barredo, el tío Bestia,
estaba muerto.
Fue un velatorio sencillo. Y
solitario. En realidad, aparte de él mismo y algún curioso que sólo sabía de
oídas, no hubo nadie. Nadie asistió a despedir a aquel hombre, al que todos
conocían y que a nadie importaba. En realidad, había sido mejor así. Su tío
siempre había evitado cuanto podía a la gente; no le gustaba. Además, siempre
predijo y estipuló que quería ser enterrado rápido para poder descansar cuanto
antes. Además, la causa de su defunción hacía preferible el ataúd cerrado.
Bastaba echar un vistazo a las caras de los encargados de amortajarle para
saber que no había sido agradable.
El dolor de la pérdida había sido enterrado.
El del luto, en cambio, tardaría más en disiparse. Y la rabia por lo que había
pasado difícilmente sería consolada.
En su pequeño cuarto del Centro
Recuperación de Fauna Silvestre, Noé termino de quitarse el tosco y barato
traje marrón con el dio el último adiós a la única familia que le quedaba. Su
prioridad era, ahora, terminar de retirar los restos del desastre; por algo el
suyo era un trabajo a jornada completa, festivos y laborables. El domingo por
la mañana, por suerte, había podido hacer grandes progresos mientras preparaban
a su tío.
La cruda verdad, había sido un
desastre. Catorce perros, veintitrés gatos, tres zorros, dos hurones, casi
todos los pájaros medianos y pequeños, dos cabras y la gama (uno de los más
queridos de su tío, emocionado por su rehabilitación). Además, varios se habían
perdido dentro de la gran parcela, y gastó el resto del día y buena parte de la
noche en intentar llevar a los heridos para intentar curarlos. Perdió así a una
paloma, a la que casi habían arrancado la piel, y a un gato, con tantos
orificios de dientes en el cuerpo que parecía rojo.
En esos momentos tuvo
pensamientos encontrados. De los varios perros a los que trató, muchos,
especialmente los grandes, aún tenían manchas de sangre secándose sobre sus
bocas y dientes.
—No —se repitió con lástima—. Ellos no
han tenido la culpa.
Cuando el coche de sus padres se
salió de la carretera, hacía casi treinta años, la cuestión de quién se
ocuparía de él hizo planteó la temible sombra de un centro de acogida, lo que
con nueve años seguramente le marcaría.
Sin embargo, pese a su escasez de
medios, el tío Manu, siempre cordial y amable, acudió al rescate; llevándoselo
a vivir allí, gastando a veces más de lo que podía permitirse para que no le
faltase nunca ropa para el invierno o el verano. Su incapacidad para darle
juguetes y actividades lúdicas la suplió enseñándole su trabajo. Coger al
animal herido. Trasladarlo. Curarlo. Cuidarlo. Aprendió que hasta la criatura
más grande y fiera tiene miedo, especialmente siente dolor. Hasta que se le
enseñaba que no todo el mundo tiene malas intenciones.
Su aprendizaje le supuso, poco
a poco, una involución social pero una evolución como hombre, no en vano tenía
la misma sangre que su tío.
Aunque intentó acabar secundaria
con todas sus fuerzas, Noé aprendió que el mundo de sus congéneres no era, ni
de lejos, como el despiadado mundo de las bestias. Era peor.
Allí bastaba el prejuicio para
iniciar la enemistad; creerse mejor daba carta blanca para hacer daño por puro
capricho. La falta de amor paterno y la extrema inhumanidad que percibía en el
instituto le atormentaron. Ni siquiera completó su último año.
Por fortuna, siempre era bien
recibido en su hogar, que con el tiempo sería también su trabajo; mientras
fuera de sus muros permanecía invisible. La gente no tardó en olvidarse de que
existía.
Sólo existía allí, como había
hecho las últimas semanas. Las dos veces su tío, cansado y achacoso insistió en
salir solo a ver qué pasaba. Había tenido que quedarse en la cama, mirando las
luces del pasillo y oyendo los gritos asustados y enloquecidos, a la espera de
que el anciano informase de los daños. Hasta que oyó el primer grito, seguido
de los gruñidos de la jauría despedazando a su presa.
Se enfureció, apretando los
puños contra los tirantes de su mono de trabajo. No, no podía enfadarse con los
perros; no era justo. Sólo habían seguido su naturaleza. Además, sabía bien de
quien era la culpa. Los candados cortados, los petardos. Premeditado con las
peores intenciones. Las noches pasadas estarían familiarizándose con las
instalaciones. Seguramente lo hicieron por placer. Y ahora, una y cincuenta y
más muertes manchaban de sangre el patio.
No
tienen por qué volver.
—Lo harán —se
contradijo a sí mismo.
Era evidente. Alguien que se
tomaba tantas molestias por diversión volvería tarde o temprano.
Es
peligroso. Podrías acabar en la cárcel.
Gran consuelo. La muerte de su
tío fue un accidente para la ley; una gamberrada anónima con resultados graves.
Dijeron que lo investigarían, pero Noé sabía que lo decían para no parecer
incompetentes. Aunque pudiesen, no iban a dedicar sus preciados y limitados
recursos por un viejo y su colección de animales.
Lo
que hagas no te devolverá lo que has perdido.
Terminó de esbozar su sonrisa mientras se ponía los guantes. Por fin un
motivo con argumento, y cual. Los muertos no vuelven.
—Y los criminales deben pagar.
Con andares animados volvió a
salir, pillando por el camino la pala con la que estaba terminando de esparcir
la grava. No tardaría en borrar todo rastro de lo ocurrido, salvo el de su
memoria. Pronto, aquella atrocidad no sería más que una anécdota de pueblo.
Noé sonrió. Que viniesen. Su tío
guardaba algunos objetos obsoletos; anatemas de su trabajo.
—Para que veas
como de cruel puede ser la gente— decía.
Ahora, esas reliquias diabólicas
ayudarían a vengarle.
—¿Es ese, Pedro? —preguntó Jesús.
—Sí, es ese.
—¿Sabes su nombre?
—Creo que es Noé… Umh, será cosa del destino. Noé no sé qué más… Creo que era
su sobrino.
—Puede. La verdad es que el cabrón se le parece. Es igual de feo.
Un par de risas breves se oyó
junto a la entrada.
—No parece muy triste —observó
Jesús—. Para mí que le da igual. Será
sólo un currante.
—Puede. Pero por lo que dicen, ahora es el responsable.
—Estará contento, siendo el rey de toda esta mierda. —Jesús
retrocedió para hablar más alto—. Seguro que ni lo sabe. Mírale, parece que pasa de todo. Puede que hasta
está colocado.
—No, no lo creo—le corrigió Pedro—. Todo el mundo lo sabe. Si ese no, es que es tonto.
—Lo que parece —Jesús se puso tras él—. Bueno, si no lo sabe… se lo podríamos recordar.
—¿Queréis dejarlo ya? ¿No os pareció bastante fuerte lo último?
Una severa mirada de sus mayores
reprendió rápidamente a Antonio él estaba nervioso, quería irse de allí. El
sitio estaba tan vacío como siempre, pero si les viesen allí, espiando un
viernes mientras se hacía de noche, iban
a tener mucho que explicar.
—Vigila la boquita —sugirió Pedro subiéndose sobre la nariz las gafas de sol.
Antonio bajó la cabeza y asintió.
—No aprendes, ¿verdad? —se sumó su primo—. Además, aquella vez no te quejaste.
—Aquella vez no tenía que pasar nada serio.
Jesús suspiró. Los quince años
de su primo se le seguían atascando.
—Y no pasó nada serio.
Antonio apretó los dientes, sin
creerse lo que había oído.
—¿Eres tonto o estás fumado? ¡Te recuerd…!
Pedro le lanzó una nueva mirada
severa, que sintió atravesar los cristales negros a la vez que se llevaba un
dedo a los labios. Segundo aviso. Y no habría un tercero.
—Matamos a ese hombre —concluyó Antonio, adecuando a el volumen.
Jesús se rió, dando a entender lo
que le importaba.
—¿Y ahora quién es el tonto? Fueron los bichos.
—Que soltamos.
—Que soltamos nosotros —matizó Pedro, con claras ganas de acabar la discusión—. Tú te limitaste a preparar la salida, ¿no? Como mucho eres cómplice. Pero
un cómplice que sabe estar calladito. ¿Verdad?
Como el niño obediente que era, Antonio
asintió. No iba a replicar a Pedro; ninguno de los dos lo haría.
Aún se lo preguntaba. ¿Qué les había
hecho tan sumisos a ese chico oscuro de piel pálida? No era gratitud por
haberles salvado con un botellazo; eso era agua pasada. Y aunque lo que hacían
al principio le divertía, ahora su historial tendría el grosor de una biblia.
Sólo faltaba que le pusiesen su cara.
No era sólo mayor que ellos; era
dominante; siempre rodeado de un halo atractivo de misterio y carisma. También
era el más inteligente del trío; mucho más que su primo, si bien esa proeza era
Hasta era muy guapo. Pero nada de eso disimulaba lo que era.
Era malo. Muy malo, de hecho. Antonio
estabas seguro de que tenía dinero; aunque sus dotes de ladrón eran formidables
no creía que consiguiese todo exclusivamente mangando; especialmente lo que
parecía sacado de una obra. Y, si tenía dinero, se lo tenía bien calladito. Tal
vez estaba aburrido de pistas de tenis, coches caros y meterle mano a la
sirvienta; o podía tener algún trauma con un padre demasiado violento o un
profesor demasiado cariñoso. O, como pensaba, simplemente tenía flojo algún
tornillo de su en apariencia perfecta cabeza. Fuese lo que fuese, era tan
impresionante que asustaba. Su afición por incumplir las reglas, rebasar los
límites, disfrutar haciendo daño con su cautivador entusiasmo… Era un fuego
descontrolado, que lo devoraba todo a su paso; y ellos estaban en medio
Pedro volvió a apostarse contra
el dintel principal, desde donde vigilaba al trabajador. Era, sin ser demasiado
alto, un hombre grande, con un sucio mono vaquero que colgaba de su cuerpo. También
era fuerte; bastaba verle cargar los sacos de quince kilos de comida para
animales sobre una carretilla. Sin embargo, lo más llamativo era su rostro.
Tenía la misma falta de atractivo que el
difunto Tío Bestia, lo que apoyaba la teoría del parentesco, aunque su fealdad
era distinta. El pelo era una melena lacia de color castaño cenizo recogida en
una cola de caballo, con suficientes canas para haber superado el medio siglo.
Tenía la piel muy pálida, como si no le gustase el sol, y una barbilla
prolongada que se perdía en su cuello, dándole al cráneo un aspecto anormal de
óvalo estirado. Las mejilla lucían rastros de viruela, la nariz grande era
igual que la de Barredo, pero esa era la única similitud anatómica; especialmente
después de ver sus ojos, completamente redondos y acuosos, y la boca, estrecha
y rectangular con unos labios finísimos que parecían líneas rojas pintadas. Aquello
le daba aquella apariencia amenazante, temible; como de lobo de cuento. Sin
embargo, pensándolo bien, aquellas pintas podían ser también secuelas de la
endogamia extrema, a juzgar por su modo de trabajar, mecánico, y con la mirada
perdida.
—Desde luego, no parece muy listo —concluyó Pedro.
—¿Entonces… vamos a volver? —Jesús parecía depender del sí, con los ojos destellando y los puños
apretados.
—Puede que mañana.
El mayor del grupo se tapó la
boca con las manos, reprimiendo su júbilo.
—Esta noche iremos cada uno por su lado —decidió Pedro, mirándoles—. Así mañana estaremos despejados.
—Especialmente si este va a liarse con Silvia —observó Antonio.
Su primo le empujó el hombro de
un puñetazo; su forma de decir que dejase en paz su vida privada. Era de sobra
conocida la reputación de Silvia, su actual novia, considerada uno de los pares
de piernas con el secreto central mejor conocido de las inmediaciones. Sin
embargo, parecía que Jesús le gustaba. Pedro era y seguiría siendo un enigma
fuera del trio y Antonio, aún y por siempre el más joven, les ahorró saber que
tenía deberes pendientes que se comerían
casi todo el fin de semana. No es que le quitase el sueño; las notas nunca
habían sido su fuerte, pero el riesgo de suspenso era real y la perspectiva de
tener que repetir humillante. Y, si pasaba, su padre se enfadaría de verdad.
—Bueno, entonces nos vemos —-concluyó el líder—. Os daré un toque para cargarlo todo.
—Sí, entendido —respondieron sucesivamente ambos adeptos.
—Vale. Vamos —Pedro, percibiendo la desgana de Antonio, le puso la mano sobre el hombro—. Quiero una cosa clara: mañana tú los sueltas y yo miro; y cuando
acabemos, nos tomamos algo. Yo invito, ¿de acuerdo?
Era el eterno dilema del no pero
vale. No lo había admitido, pero llevaba esa semana durmiendo poco porque tenía
pesadillas; llenas de aullidos, graznidos y gritos. No era la primera vez en su
vida que le pasaba, pero nunca tan potentes. Y la idea de celebrarlo como una
victoria de fútbol le parecía de muy mal gusto. Pero no quería fallarles, habiendo
confiado en él.
—Entonces, ¿por qué sigues con esa cara tan larga?
Antonio suspiró, antes de mirar
a los negros cristales.
—Porque… tengo sueño -mintió, cosa que Pedro notó—. Joder, son animales. Todo esto es tan....
Pedro le miró en silencio.
Jesús, en cambio, se rió.
—¡Jo, tío! Te has lucido.
—Piensa esto, Antonio. —Pedro se dispuso a poner las cosas en su sitio—. Nadie te obliga a hacerlo, ni esto ni nada de lo otro, ¿verdad?
—No… pero es tan cruel… Creo que nos pasa…
—Macho, la vida es cruel. Nosotros sólo nos ponemos por encima. Somos peores
que ella. Y, de paso, nos reímos un poco.
Gran argumento. Como quemar al
que dice que la tierra es redonda.
—Y ahora, en marcha. No quisiera que nos vieran cuando ya sea de noche.
Pedro soltó a Antonio y los tres
jóvenes se apartaron de la entrada, dejando atrás el centro y a su único
ocupante humano. Y mientras tres pares de pies se alejaban, Noé, recuperando la
pala, se rió. El suelo había quedado bastante bien.
—¿ Está claro?
Los primos asintieron; aunque se
dijese que los ordenadores, móviles y fiestas fusilaban sus neuronas, de eso eran
capaces.
Los animales se pondrían
nerviosos y armarían barullo en cuanto tocasen el suelo; lo habían demostrado mientras
colaban los bloques. Ahora, con la motocicleta de Pedro apoyada sólo
necesitaban un pie en el sillín y una mano para llegar al muro. Luego un brinco
sobre los cipreses y hecho. Antonio perdió pie, sujetando las asas de su
mochila.
A la derecha, los perros ladraban.
Su tenían derecho a tener miedo; muchos serían supervivientes de la semana
pasada. Jesús y Antonio se movieron mientras Pedro apilaba la salida. No hubo
ni una palabra; en aquel momento completo silencio.
Sintiendo el corazón como
después de calentar para gimnasia, Antonio pisaba con cuidado la tierra batida
hacía una semana exacta fue con sangre, mientras descargaba la mochila. Con la
vista fija en el primer corral, buscó con la mano las tenazas hasta notar el
mango de plástico. Enfrente, un par de cabras y unas cuantas ovejas se movían
en la oscuridad, asustadas y calladas, pero oía sus pezuñas y reconocía su
olor. Antonio se limitó a sacar el encendedor de su bolsillo, a la vez que
escurría la otra mano en el bolsillo de la mochila. Al otro lado de la puerta
de alambrada le pareció ver ojos como
luces de Navidad, pidiendo piedad mientras proclamaban su miedo absoluto a la
muerte. Él, poniéndose más nervioso, buscó con la mano derecha el candado.
Lo soltó al oír un grito. Todos
sus músculos estaban paralizados, hasta su corazón tardó un instante en volver
a latir. Con la ropa pegada por el sudor, se volvió para ver qué pasaba. Los
perros ladraron, embistiendo contra las puertas de alambre el resto de
criaturas se movía en círculos.
Había sido Jesús el autor de la
muestra de dolor, que ahora recibía una serie de réplicas más suaves.
—¡Mierda! —El enfado
traicionó a Pedro, que subió su propia voz antes de ir hacia Jesús, a ver qué
le pasaba.
Estaba de pie, con la mochila
tirada delante y la espalda levemente doblada hacia atrás, a unos pasos de la
puerta contra la que se agolpaban los perros. Había soltado las tenazas.
—Joder, tío, ¿qué te…?
Pedro se detuvo a dos metros con
la boca abierta, apartándose las gafas como para ver mejor. Antonio se acercó
pasos más, quedando igual de impresionado.
—Mierda…
Aún en la completa oscuridad se
podía apreciar la pierna de Jesús, y donde las fauces de hierro cubiertas de dientes
serrados la mordían con fuerza. Había pisado un cepo.
—¡Joder, joder! ¡Quitádmelo! Quitádmelo…
El dolor debía ser atroz, dejándole
suficiente lucidez para pedir ayuda. Luego se dejó llevar por el pánico y su
primer grito poco.
—¡Mierda! —Olvidándose
de ser prudente, Antonio corrió junto a su pariente—. ¡No te quedes ahí! —Llamó a Pedro—. Ayúdanos…
La situación había evaporado
cualquier vestigio previo de liderazgo o subordinación. Era la primera vez que
un plan les fallaba y, para ser la primera, era peor de lo que podían prever.
Andando con cuidado para
disimular el temblor de sus tobillos y por si hubiese más trampas, Pedro les
alcanzó a base ridículos brincos tras hundir un poco la punta de sus zapatillas
en el suelo. Antonio intentaba convencer a Jesús de que tirase de un borde
mientras él lo hacía con el otro.
—¡A la de tres! Uno, dos… ¡Tres!
Los gemidos de esfuerzo de los
dos chicos dejaron más claro que era una causa perdida. Era muy grande, con
dientes de casi dos centímetros; seguramente diseñado para inmovilizar animales
fuertes y agresivos. La fibrosa y
delgada pierna del adolescente no le suponía esfuerzo; de hecho su agitación
había serrado el vaquero y había empezado a desgarrar la pantorrilla,
hundiéndose más en la carne...
Lo único que consiguieron fue
que les escociesen los dedos.
—¡Aah! Coño… —Antonio olvidó su enfado por el fracaso. Se había cortado el índice derecho
al rozar una de las púas. Se llevó el dedo al instante a los labios. Parecía
oxidada…—. Venga, ayúdanos.
La insistencia del joven y la
descarnada y visión de Jesús esforzándose por quedarse quieto; ajeno al dolor
para no destrozarse más la pierna, le hicieron reaccionar. Le sería más fácil,
por supuesto, largarse de allí y olvidarse de ellos. No conocían su apellido, y
su descripción podía valer para docenas, o cientos…
Si el encargado de los animales
no se había despertado aún debía estar borracho, comatoso, o, poco probable,
pasando hasta el culo de todo. Además, odiaba oír, y mucho menos ver, a un
hombre llorar. Le recordaba que hubo un tiempo en que también fue niño.
Se inclinó junto a la
ensangrentada pantorrilla, animando a Antonio a calmarse. No tenía buena pinta,
no quería ni imaginarse hasta donde había llegado. Posiblemente rozaría el
hueso.
—Venga, cuando
te di…
Un silbido instantáneo se coló entre
los gemidos agónicos. Apenas un segundo después, un golpe seco fue seguido de
un murmullo de dolor y el sonido de un cuerpo al desplomarse.
Antonio se incorporó, mirando en
todas direcciones. Pedro estaba tirado de espaldas con las piernas dobladas, cubriéndose
la frente.
El chico se volvió. Allí estaba,
el hombre feo de aquella mañana, que de noche, con las luces apagadas, resultaba
imponente. Entre sus manos vio algo, delgado como una rama y con forma de Y con
lo que parecía una tira colgando de sus brazos. Le costó asociarlo a un
tirachinas
Los perros ya aullaban y los
gatos bufaban furibundos, parecía que animándole.
Satisfecho por su buena
puntería, guardó el alma en algún bolsillo trasero y empezó a andar; no con
arrogancia o pereza, sino por simple convencimiento. Los dos más fuertes habían
sido neutralizados. El que quedaba era joven y débil. Y estaba asustado.
Viéndole que le iba a pillar, Antonio
dudó un segundo: Jesús, su primo, o él.
Perdió el control de su cuerpo,
corriendo a ciegas con la cabeza doblada; no quería perder al hombre de vista,
darle la opción de darle otra sorpresa. Olvidándose de los cepos, dudó un
segundo, su pie se dobló y calló de bruces.
—¡No…!
Antonio se levantó sobre sus
manos, dándose la vuelta y arrastrándose hacia atrás, buscándole. No tardó en encontrarlo,
parándose en ese momento. Había entendido que huir no iba a servir de nada.
El hombre se había reducido
varias tallas, acuclillado casi a su misma altura. Y, aun así, seguía
pareciendo una montaña de músculos abultados, de la que crecía un árbol
estrangulador.
Mientras la mano llegaba Antonio
lo olió. Una amalgama de tierra mojada, polvo viejo, pienso para animales,
heces secas y hierba aplastada y marchita, junto con algún desinfectante; todos
mal disimulados bajo una colonia barata.
Sumado al miedo, ayudó a acelerarle el mareo.
Por fin, la mano llegó a su
cuello, blando y caliente. No apretó; al menos no al principio. No hizo falta. Al
sentirse tocado por los guantes rasposos, Antonio se desmayó.
No sabía qué hora era; sabía que
debía haberse cogido un reloj. Por lo menos, sí se acordó del móvil, aunque la
plana superficie de su pierna consumió deprisa esa ilusión.
Lo tenía él, claro; los tenía
todos. Al final no era tan tonto. Ahora estaban atrapados e indefensos. Y totalmente
a su merced.
Había despertado sobre el suelo de
cemento de una sala cerrada; no completamente a oscuras por un par de
ventanucos rectangulares tras él. Su altura quedaba exactamente en el límite de
su cuello; su estrechez descompensaba que tuviesen barrotes. A través de ellos pasaba
el brillo de las luces de la casa.
Antonio pudo ver así que la sala
tenía siete metros de largo por cinco de ancho, vacía de todo menos tres
pequeñas formas en el suelo, delante de la puerta de metal, entre las dos
ventanas. Un plato con tres pedazos de pan sobre un lecho de carne cruda oscura
y pastosa de olor amargo, una jarra metálica llena de agua y un cubo de
plástico azul vacío; Antonio se imaginó para qué.
Les dio la espalda con el
estómago revuelto para ocuparse de los otros dos ocupantes del recinto, tan
silenciosos que necesitó verlos para saber que estaban. Pedro estaba a su
izquierda, completamente inconsciente con la cabeza hacia atrás, la boca
abierta y sin sus gafas oscuras. A la derecha, su primo; recostado sobre su lado
izquierdo, quizás para mantener la pierna herida en alto; con las dos manos
improvisando una almohada e hipando leves gemidos de dolor.
Debe
de estar dormido.
Ese pensamiento le animó a acercársele
y sacudirle un poco el hombro para que volviese en sí.
—Jesús. ¿Me oyes? Despierta.
No hubo respuesta. En cambio,
comprobó algo desconcertante: tenía abiertos los dos ojos. Antonio le cogió por
la cabeza, cuando su respiración entrecortada y sonora y la visión de la negra
pupila en la penumbra le hicieron cambiar de idea. No respondería; ya sabía
también el por qué.
Estaba drogado. Ya fuese por compasión
por la pierna o para facilitar su transporte. Algo que, en el fondo, se
agradecía al verla: El vaquero estaba arrancado casi hasta la altura de la
ingle, dejando a la vista la piel morena y levemente peluda empapelada de gasas
blancas humedecidas, cruzadas en su centro por una línea roja. Al menos,
parecía que ya no sangraba.
Después de destrozarle la pierna
la había limpiado y vendado. Cosa que no explicaba por qué los había encerrado.
Seguramente los denunciaría, y los retenía hasta que se oyesen las sirenas.
A
no ser…
Otra opción, en la que no quería
pensar, tomó forma para Antonio. Les había tendido una trampa. Sabía que irían,
como con el tío Bestia. Y les estaba esperando. Una venganza en toda regla. ¿Lo
habría hecho entonces para que no se desangrase inconsciente? ¿Porque quería
que sufriesen?
Dio un respingo al oír algo
fuera, parecía madera agitada, acompañada de pasos sobre la grava.
Antonio se encaramó al ventanal,
viendo que estaban en la parte trasera del centro, frente a la gran caseta
prefabricada, con las puertas abiertas de par en par. El hombre estaba delante,
de espaldas a él, arrastrando una carretilla cargada a su interior; Antonio no
llegó a ver de qué, pero le dio la sensación de que eran tablones.
Lo que siguió fueron quince o veinte minutos de golpes
distantes y arrastres cavernosos, eructados por esa boca sin ojos que parecía
babear pensando en su próxima comida, mientras su estómago se preparaba para la
digestión. Estaba preparándoles algo.
—¡Ayuda! —gritó a la
noche con todas sus fuerzas —. ¡Quien sea! ¡Por favor, ayuda!
Sólo consiguió hacer ladrar a
algunos perros. Tres segundos después se hizo el silencio. Vio al hombre salir
de la caseta con su fea cara contraído por el cansancio y el pelo pegado a la
frente por el sudor. Había estado trabajando duro.
Antonio se calló, agarrándose
con fuerza a los barrotes mientras le veía llevar la carretilla al lateral
izquierdo de la caseta y la volvía a cerrar con candado. Después sonrió hacia
el cuartucho, hacia ellos. La luz se reflejó en sus dientes, increíblemente
blancos; que a la luz parecían de oro.
Antonio se apartó de la ventana
para esconderse, asustado ante la perspectiva de atraerlo. Se acuclilló,
notando la temperatura bajar y sintiendo unas ganas urgentes de mear cuando le
pareció escuchar una risilla maliciosa.
Se puso en lo peor. Podía verle entrando a por
ellos, llevándolos allí a rastras y despedazándolos vivos a golpe de hacha y cuchillo de carnicero para que sus
pacientes comiesen en abundancia. Pero ni siquiera se acercó a la puerta. Caminó
hasta la casa. Luego, las luces se apagaron.
—¡Auxilio! —vio una
nueva oportunidad.
Un nuevo aullido, seguido de
varios ladridos.
—¡Ayuda!
Un búho chilló.
Y Antonio recordó que estaban
en medio de la nada. Si alguien se acercaba, lo haría de día.
Nervioso, temiendo pensar en el
mañana, se separó de la ventana y de la visión del patio. Tras él oyó a Pedro
quejarse, posiblemente en sueños, y Jesús, de lado, no corría peligro de
asfixiarse.
No le quedó otra que
arrinconarse contra una esquina y esperar. Todavía no debían ser ni las once. El
alba quedaba muy lejos. Muchas horas, más minutos e incontables segundos de
espera en esa celda fría y dura, sólo mejor que la intemperie.
Supo que sería una larga noche
porque entendió que la pasaría en vela. Sin nada más cómodo que el cemento
desnudo, empezó por tenderse en el suelo de la esquina, pensando que acostado
sería más fácil. Mala idea. Aunque se pusiese de lado y sobre los brazos, al
final la presión bajo su cráneo o la sensación de las vertebras hundiéndose en
el cemento eran insoportables. Y al apoyarse en el rincón su nuca sufría contra
la esquina. Y, por más que apretase sus miembros, no generaba suficiente calor
para, simplemente, sentirse bien.
Al final se levantó y caminó por
la habitación. En movimiento el tiempo parecía más rápido, pero sólo acabó más
cansado. Vigilaba a sus amigos a la vez, al primo drogado y al líder caído. Los
dos mejor que él. A su modo, les odió;
al menos ellos podían dormir. Tuvo varias veces la tentación de sacudirles
hasta despertarles y hablar, hacer planes, organizar cómo iban a defenderse,
charlar sin más. Consolarle. Pero supo que no sería eficaz. Mejor que
durmiesen; al menos uno debía estar descansado para afrontar la mañana.
Al avanzar la noche, la oscuridad
se volvió más densa. Casi parecía que pudiese cogerse al cerrar el puño. Llegó
un momento en que Antonio se acuclilló, por miedo a tropezar por no ver. Y con
la noche también tuvo más frio y hambre. A tientas, localizó la jarra y bebió
una vez; el líquido helado le irritó la garganta. Pero la sed volvió y tuvo que
dar otro trago, y otro, y otro. Acabó reduciéndola a la mitad. El hambre
también insistía, pero no consiguió ni tentarle a arrimar la nariz a esa carne
viscosa. Y, aunque no pudiesen verle, se aseguró de que dormían antes de hacer
su aporte al cubo.
Por fin, con las piernas
doloridas y los nudillos pelados, Antonio se sintió incapaz de dar otro paso
más. Se arrastró como pudo a una de las paredes y acomodó contra ella la
espalda para descansar un poco. Quizás durmió un poco; antes de empezar a
recuperar la visión. La oscuridad se disipó, la habitación adquirió un tono
azul marino y minúsculas y brillantes perlas líquidas se colaron por el
ventanuco, acompañando al primer rayo de sol del nuevo día.
Con ellos, el sonido de pies
hundiéndose en el inconsistente suelo exterior. Antonio, aturdido por el
cansancio y el insomnio, recobró la consciencia. Le costaba trabajo abrir los
ojos y su visión estaba distorsionada por formas grises. Le dolían la cabeza y
las articulaciones y tenía el estómago revuelto. Intentó levantarse y comprobó
que no podría moverse con fluidez. Cuando la cerradura giró como un cuello al
partirse y una patada la empotró contra la pared, el sonido le dolió como la
onda expansiva de una bomba.
Ahí estaba. El cuidador del
centro permaneció en el umbral unos segundos, antes de dar un paso, que le
situó frente a los tres recipientes, cuyo contenido analizó. Antonio le vio
adoptar una mueca feroz, pero si era de satisfacción o frustración, no lo sabía.
El artista, en cambio, sonrió. Había logrado
lo que quería.
Con sendos gemidos, Pedro y
Jesús despertaron también. El primero, aún aturdido, entrecerraba los ojos sin
parar mientras se masajeaba las sienes. El primo de Antonio, en cambio,
consiguió abrir completamente los ojos, inició un movimiento interrumpido
cuando su pierna destrozada rozó el suelo, apretando los dientes antes de
quedar inmóvil. Intentó decir algo, pero tenía la garganta tan seca que sólo emitió
un lamento prolongado. El suave vaivén de sus brazos y su de mover su
deshidratada boca le recordó a Antonio un pez varado, ahogándose al intentar
sacar oxígeno del aire.
Aún sonriendo en su sitio, el
hombre levantó el brazo derecho y extendió el índice hacia Pedro. Le señaló
unos instantes antes de saltar a Jesús. Otros dos segundos y le tocó el turno a
Antonio. El chico contuvo la respiración hasta que el guasón apartó el dedo, de
vuelta a Pedro. De él a Jesús y de Jesús a Antonio. Pedro, Jesús, Antonio. Así
varias veces, sin cambiar su rictus.
—Pinto, pinto,
colorito… —pronunció por fin, en mitad de la secuencia.
Estaba eligiendo a su primera
víctima. Antonio lo veía sintiendo que le fallaba el acto de respirar y que sus
brazos empezaban a sacudirse, esperando que los arcos digitales, cada vez más
exagerados y lentos se parasen.
Señaló a Jesús. Luego no hubo
más movimiento. Se rió por lo bajo, pero todos lo oyeron.
—Vaya, vaya, colega. —Su voz era terrible, profunda y llena de orgullo; nada que ver con su aspecto
retrasado y rústico—. Que suerte. Parce que te ha tocado.
Avanzó en línea recta, rebasando
a Antonio. Esto le permitió apreciar un detalle: algo le colgaba del hombro
izquierdo; largo, lánguido y ligero. De un manotazo, lo agarró y Antonio amagó
un grito de impresión; interrumpido al darse cuenta que la noche le había
dejado afónico.
Una cadena plateada, terminada en un collar grueso
de cuero marrón para perros. Con la precisión y rapidez de un policía
esposando, se agachó sobre Jesús y se lo puso en torno al cuello, apretando lo
que los agujeros dejaron. El dolor en la cara de Jesús, la fuerza conque cerró
los ojos, hizo pensar a Antonio que se iba a asfixiar. Su captor lo ignoró,
elevando la cadena en vilo y arrastrándolo con ella. Jesús intentó gritar pero
el lazo bloqueó cualquier sonido. Sólo pudo agitarse como una piñata y poner
todas las expresiones faciales de dolor conocidas mientras el encargado se
ponía en marcha, tirando de él.
—Es… espera. —Poco a poco, Antonio sacó fuerzas, separando su cuerpo del suelo—. ¿Qué le vas…?
O no le oyó o le dio igual; se
limitó a cerrar de un portazo mientras se
alejaba con paso firme. Ni siquiera cerró con llave; no debía tener muchas
esperanzas en que intentasen salir corriendo. O, más fácil, no pensaba tardar
en volver.
Antonio, sin embargo, vio su
única salida.
—Pedro… —llamó con esfuerzo y dolor—. Pedro.
Fue hasta él tambaleándose;
Pedro parecía ajeno al sorteo en que había tomado parte, a juzgar por cómo
seguía intentando devolver el orden a su cerebro a fuerza de masajes.
—Pedro…
Tras casi tropezar en sus dos
últimos pasos, Antonio consiguió cogerle el hombro.
—Tú… —Pedro abrió sus ojos; Antonio vio por primera vez que los tenían de color
miel—. Antonio, ¿qué cojones…?
Los entornó, seguramente tendría
dolor de cabeza. Oteó a su alrededor; debía acabar de darse cuenta de su
situación.
—Ese tío… el nuevo. Nos zumbó a los tres anoche.
—Sí, ya me parecía… —Pedro asintió, devolviendo su mano derecha a su frente.
—A ti te metió una pedrada en mitad de la cabeza.
—Cabrón. —Pedro se frotó la zona aludida—. Con razón duele tanto.
Ya fuese porque fuese verdad o sarcasmo
sardónico, a Antonio le hizo gracia, pero su incipiente sonrisa fue cortada de
raíz al llegar el momento de exponer los hechos.
—Nos metió aquí; seguimos en el Cartucho. Nos ha tenido aquí toda la noche.
—¿Dónde…? —A Pedro se
le trababa la lengua—. ¿Qué le ha hecho a Jesús?
Antonio suspiró.
—Se lo acaba de llevar. —Señaló a la puerta—. Y… me parece que va a venir a por nosotros.
Pedro agitó la mano izquierda,
indicándole que le ayudase a levantarse. Antonio se agachó y lo cogió por
debajo de las axilas. No le fue fácil; los dos estaban muy débiles. El esbelto
Pedro, con ropa su oscura y distintiva manchada de polvo grisáceo, le pesó como
hecho de ladrillos, y a punto estuvo de derribarlos a ambos.
—Vale… —Pedro,
inseguro en pie, tardó unos segundos en reconocer la sala—. La puerta, entonces… ¿está cerrada?
Antonio se disponía a responder
cuando lo oyó otra vez; los dos lo hicieron. El andar fuerte y forzado acercándose,
aplastando la grava.
—¿Qué hacemos? —Antonio no pudo disimular su miedo.
Pedro se arrimó a él.
—¿Puedes moverte bien? —susurró.
Asintió a regañadientes.
—Vale… —Pedro
señaló a la pared izquierda—. Quédate junto a la puerta. Cuando entre, tú por el lado y yo por delante. Y el que
pueda, que se vaya. ¿Está claro?
Asintió. No era un plan
brillante, sólo la única opción. Pero no quedaba otra.
—Venga, vamos.
Pedro se tambaleó con sus ojos
entrecerrados y sus brazos levantados, como un espantapájaros dispuesto a
bailar con el viento. Antonio, que se veía a punto de perder el sentido, se lanzó
de espaldas contra la pared, ignorando el dolor al dar con su hombro izquierdo.
La puerta se abrió y el hombre entró. Tenía la
cabeza agachada. Ni siquiera se molestó en ver qué hacían.
Antonio cargó apuntando a su
costado, que entró siguiendo a la cabeza. Justo después sintió algo parecido a dar
con la cara contra una pared de ladrillos. De un manotazo, el dorso izquierdo
de esa bestia lo devolvió al suelo. Luego, con la misma facilidad indiferente,
siguió adelante; sin mirar siquiera a Pedro. Cuando el adolescente cargó, se
limitó a levantar la mano derecha y cerrarla, justo en torno a su cuello.
Recuperado de su propia derrota,
Antonio lo vio con claridad. No parecía hacer mucha fuerza, pero Pedro se
estaba poniendo colorado, mientras arañaba el amplio brazo del encargado.
—Muy buen, chicos. La verdad, no me esperaba que os quedasen ganas de algo
así —reconoció, con evidente sorna—. ¿Qué, os creéis que soy idiota?
Mientras volvía a formar una sonrisa
de satisfacción, cogió con su mano izquierda una de las dos cadenas que le
colgaban del hombro, sustituyó los cinco dedos por la tira de cuero en el
cuello. Luego obligó a Pedro a postrarse. Antonio pensó que nunca había visto a
su misterioso y formidable mentor tan hundido e indefenso; impotente ante la
fuerza del hombre al que habían subestimado. Dando de sí los eslabones de
acero, fue ahora hacia él, dando un par de tirones para mantener a su primera
captura cerca. Cuando estuvo delante de Antonio se acuclilló por completo,
mirándole fijamente y suavizando su sonrisa, que ahora mezclaba lástima y
desprecio.
—Para mí, ahora sois como corderitos —afirmó, mientras colocaba el tercer y último collar—. Así que sed buenos y os dolerá menos. ¿Entendido?
Antonio asintió y le dejó
apretar hasta combustionar su laringe. Cuando tiró de las cadenas para ponerlos
a los dos en pie, amagó sin remedio un grito. No le extrañaba que Jesús hubiese
padecido tanto intentando seguirle; tenían algún tipo de púas o piezas
puntiagudas de metal engarzadas en la cara interna. Se llevó las manos al cuello
para apartar el cinto lo bastante para reducir el daño. Aquel malparido, al
darse cuenta, se rió.
—Bonito, ¿verdad? —dijo con una entonación infantil, dando un tirón más suave—. Aquí nunca llegamos a usarlos. Yo… los reservaba por sí… había una ocasión
especial. Uno no sabe lo que le depara la vida. Seguro que duele de cojones,
¿verdad?
Una carcajada, un tirón y dos
gritos silenciosos empezaron la lenta marcha. El cadenero con los encadenados
detrás dejaron definitivamente el cuartucho de cemento y volvieron al patio.