lunes, 26 de octubre de 2015

SED DE SANGRE -1º PARTE

     Les encantaba esa sensación de gloria suprema. Nada que ver con el infantil subidón de adrenalina que puede ofrecer una pantalla, el roce del viento o las drogas; ni siquiera una chica sobre los muslos se parecía a convertirse en dioses, aunque fuese en los límites de su población.
       Una nueva dimensión de placer que se inició con el robo de una bicicleta.
      Dos primos curtidos como gamberros a base de infracciones, la tomaron prestada al ver que su candado era de segunda.
      —¿Damos una vuelta? —propuso Antonio, el más joven.
      —Sí. Por ahí.
       Jesús, su pariente señaló una empinada cuesta que bajaba.
       —Vale —accedió—. Pero yo conduzco.
        Era una partida rural que daba a una urbanización, zona siempre solitaria pero nunca desierta.
      El conductor y su mascarón se tiraron cuesta abajo, sin ver (uno ciego por la emoción, otro por tener a su pasajero delante) el obstáculo en forma de motorista de la policía local que evitó, invadiendo el carril vecino, la colisión frontal y que aquellos descerebrados se partiesen la cabeza. Quizás eso último no les hubiese supuesto una gran pérdida. Sus dos abruptos frenazos, en cambio, mandaron al pasajero contra el asfalto, torciéndose un meñique torcido y cubriéndose de  raspaduras sangrientas la frente, las manos y el codo derecho; daños menores comparados con el golpe a su orgullo. Su cómplice, dudando unos instantes entre la lealtad a su primo y la que debía a sí mismo, estabilizó  la bici y se apeó para ayudarlo.
      El policía también había parado, un par de metros más atrás, avanzando hacia ellos con una cara de pocos amigos visible incluso bajo la visera del casco.
     —Vaya, vaya, qué tenemos aquí —rumiaba, apretando los dientes—. Conducción temeraria, intento de suicidio… —Se rio—. Chicos, ahora mismo no sé si llevaros al hospital o al calabozo.
     Estaban jodidos, era obvio; aunque quizás, siendo menores y habiendo cometido más una falta que un delito, la justicia no sería tan dura como lo serían sus padres al enterarse.
      La figura de chaleco fluorescente se acercaba, mientras ellos esperaban que un milagro les salvase. Y el milagro llegó, en forma de botella de cristal estallando.
    —¿Qué…?
      El policía, conmocionado, se desplomó de rodillas, antes de caer por completo; permitiéndoles descubrir a su salvador, salido del margen agreste de la tierra de nadie. Nada especial; sólo un chico joven que se parecería a ellos si llevasen gafas de sol y  abrigo largo oscuro.
     Corred  se limitó a decir.
      Sin tiempo para nada más, se olvidaron que desde niños les habían dicho que no hiciesen caso a desconocidos. Huyeron, salvando las primeras decenas de metros en segundos, antes de que el cansancio los frenase, desviándolos hacia los edificios al otro lado de la urbanización.
     Dos manzanas y casi setenta metros más tarde, se pararon en un banco de un pequeño parque en su camino. Llevaban ya un rato trotando, incapaces de correr más, ahogándose y con los pies ardiendo. Mientras el oxígeno les volvía al cerebro, empezaron a secándose el sudor de la cara con su ropa. Al mirar a su alrededor descubrieron que no estaban solos.
     —Hola les saludó, moviendo la mano derecha antes de alcanzar el banco.
      Sus corazones no podían latir más y sus músculos no admitían más tensión. Sin embargo, tras un segundo vistazo lo identificaron. Suspiraron, llenos de alivio.
     —Hola respondió el aún sobrecogido Jesús—. Oye, tío… no sé quién eres ni qué quieres, pero… muchas gracias por lo de antes.
      Su misterioso salvador, que parecía salido de Matrix, además de no parecer cansado, estaba seco. Debía tener transporte a motor.
     No hay de qué. —Les enseñó las palmas de las manos, sonriendo mientras apoyaba la pierna derecha sobre el reposabrazos de hierro. Puede que hasta sea yo os las de. Se rio al comprobar cómo le miraban. Al ese de la moto en concreto lo conozco y… teníamos cuentas pendientes. Llevaba tiempo queriendo devolvérsela a ese cabrón. Hoy he podido.
      Luego tendió las manos, esta vez hacia ellos.
      Y por cierto, mi nombre es Pedro.
     Él tenía dieciocho años. A Jesús le faltaban tres meses para la mayoría de edad. A Antonio, tres años. Tras intercambiar unas cuantas impresiones, los tres sellaran un pacto eterno de amistad, y no una cualquiera: se sustentaba en una afición común por el riesgo; practica en la que el maestro había encontrado a sus discípulos.
     —Muy bien, os voy a enseñar a divertiros —les invitó Pedro, dando una palmada.
     Empezaron con travesuras inocentes en niños y admisibles en adolescentes; mirando a tal vecina o cual conocida cambiándose de ropa cuando pensaba que su persiana estaba entera.
     —Esto me pone.
     —Esto no es nada —aseguraba entonces Pedro, sonriendo bajo sus gafas—. Yo os enseñaré.
      Con una gorra bien encasquetada, se acercaban a un comercio pequeño, quiosco o frutería con el producto a la vista y agarraban cualquier cosa antes perderse corriendo entre la multitud con los gritos del propietario detrás; acompañados por la emoción, el desconocimiento de saber si escaparían y de sentirse ganadores cuando lo lograban.
     Acabada la carrera, las pruebas se rompían, ya fuese en sus bocas de camino al estómago o contra una acera, una ventana o, si era un buen día, un limpiaparabrisas.
     Cada vez disfrutaban más; por eso sus primeros juegos se les quedaron pequeños muy deprisa. Necesitaban más emocionantes y más peligrosas; para ellos  y para los que les tocase padecerlas.
      El primer escalón en su ascenso a la desinhibición fue el vandalismo. Normalmente, uno vigilaba, otro lo hacía y el tercero, sencillamente, disfrutaba del espectáculo. Empezaron con cristales. Nunca faltaban chalets apartados, tiendas solitarias y, ocasionalmente, coches en calles estrechas y remotas. Una vez, aprovechando un fin de semana de puente, rompieron a pedradas todas las farolas en cuatro calles de distancia, convirtiendo la calle entera en un segmento muerto de un ciempiés brillante, dejando a las masas anónimas como culpables sin rostro del destrozo.
     Poco después, reincluyeron en su agenda el hurto, con un par de cambios: se acabó coger algo y correr. Un juego no es divertido si no lo disfrutan todas las partes y, cuantos más participen, mejor.
     Abrían la veda del viernes noche al domingo, siempre con la noche como protectora; cuando en las calles sólo había grupos de jóvenes ocupados en buscar su propia diversión. Sus presas predilectas eran los que les suministraban carburante. Esperaban junto al callejón lateral más oscuro de algún supermercado, esperando que saliese; siempre dos o menos y con bolsas llenas con el tintineo característico del alcohol embotellado. Lo mejor, no solían tener que esperar mucho.
     Cuando su presa llegaba, se iniciaba la maniobra envolvente. Su arsenal y uniforme eran sencillos; pasamontañas o media, guantes de cualquier tipo y un palo grande; la oscuridad era su mejor recurso para triunfar. Los dos subordinados se adelantaban y esperaban que los objetivos se alejasen unos metros antes de plantarse frente a ellos en silencio y de forma evidente.
      —Perdón, —solían decir los incautos, intentando seguir—. ¿Podéis apartaros?
       Luego los veían perfectamente, una pesadilla lo bastante real para que algunos se cagaran en los pantalones; bajando sin saberlo la guardia.
      Entonces el líder, aprovechando un coche, contenedor u otro refugio cortesía de la calle, golpeaba en la nuca al portador de la carga, poniendo a sus camaradas en marcha. Uno se apoderaba del botín mientras el otro, amenazador, hacía retroceder a su acompañante; paso omitido si sólo era uno. La huida era siempre eficaz y discreta. Sólo Pedro tenía vehículo; una motocicleta que usaba para salir de allí con el paquete; llevándose con él las sospechas. Los otros dos se perdían en las calles secundarias, dando un largo rodeo hasta un punto de encuentro acordado. Allí hacían desaparecer el fruto del trabajo por sus gaznates, hasta dejar sólo un puñado de cristales en el suelo.
      Se lo pasaban bien; tanto que volvieron aburrirse y necesitar otra vuelta de tuerca a su libertad, salvaje y despiadada. Y, gracias a sus últimas actuaciones, sabían qué hacer: que la gente que normalmente no les miraría a la cara se encogiese ante ellos como ratones ante leones.
     —¿Y ahora qué? —pedían los aprendices.
     —A cazar palomas.
      Los primos se miraron, antes de reír.
      —¿De las que vuelan?
      —De las que tienen pechugas.
     Sus nuevas víctimas eran parejas solitarias, durante la misma franja horaria. Ahora cazaban en los grandes parques de arena, césped y cemento donde los toboganes, columpios y balancines arrojaban sombras retorcidas y gimientes a la luz de las farolas, anhelando a los niños que dormían en sus casas. No era difícil encontrar una de esas siluetas gemelas andando cogidos de la mano o fundiéndose en un abrazo, o sentados en un banco entre sombras para intercambiar amor y secretos. Y, quizás lo mejor, estaban rodeados de viviendas, pero sus decenas de testigos, como los órganos de un cuerpo, eran ajenos a lo que pasaba fuera a menos que la puñalada les alcanzase.
     Como en sus primeras acciones, uno veía y los otros dos perfeccionaban su arte. Si caminaban, solían usar la moto. Se acercaban todo lo posible sin que el motor les delatase, con frecuencia subiendo a la acera, para luego acelerar al máximo.
     Aquello los asustaba, haciendo que se volviesen para ver qué pasaba; confusión que el acompañante aprovechaba para derribar al miembro del dúo que le pillase más a todo gas; dejando a su víctima tirada en el suelo con su acompañante al lado, abrazándole y consolándole mientras lloraba, rezaba, suplicaba o maldecía. El tercero, mientras, reía en la seguridad de la distancia.
      Si, en cambio, la pareja estaba tierra adentro, volvían al asalto y derribo; acercándose por detrás hasta que bastaba correr para alcanzarlos antes del primer grito, momento en que dejaban el sigilo. Una lluvia de palos les rompía las alas los tortolitos, a menudo abrazados aún más fuerte, hasta que rodaban a sus pies como uno, siendo dejados abandonados tras dos o tres minutos. Eso sí, preferían evitar la cara. Las heridas mortales podían significar más seguridad y, casi seguro, menos diversión.
   
      Era divertido y emocionante, pero presentaba dos problemas serios. Primero, la propia escalada de desenfreno, que exigía satisfacción continua, amenazando con llevarles al verdadero crimen y su castigo; límites que desde luego, no querían cruzar… aún. Segundo, y más obvio, cada acto les hacía más notorios, temidos y, naturalmente, buscados. Sus precauciones habían servido, al menos, para proteger sus identidades: eran tres delincuentes violentos, todos ellos varones de entre catorce y veinticinco años, pero aún no le habían puesto cara. Cada paso incrementaba el riesgo de cometer errores y de acabar en una celda. Los tres lo sabían.
    Necesitaban una solución. El dilema se prolongó durante casi dos semanas; trece días de rutina y sumisión, de nuevo prisioneros de sus simples vidas, primero nerviosos y luego enfadados; esperando a que Pedro, la cabeza pensante, diese con una solución.
      —¿Qué podemos hacer? —insistían Jesús y Antonio cada vez con más insistencia
      Lo más doloroso para Pedro era que conocía la respuesta. Un campo de caza aislado pero accesible. Una presa fácil e indefensa que no importase tanto como para temer las consecuencias.
     Y, cumplidas las dos semanas, allí estaba.
      —El Cartucho —comunicó por fin.
     La Partida del Cartucho, a media hora de la periferia, era un trozo de tierra miserable entre colinas bajas y distantes infestado de ortigas, arbustos bajos y espinosos y abortos de árboles en todas partes menos por donde pasaba la carretera.
      No era un sitio atractivo; en teoría incapaz de atraer la atención. Y, sin embargo, todos allí habían estado alguna vez en su vida, especialmente de niños y hacía diez años, antes de que su único símbolo de civilización se sumiese en la decadencia.  
     Su nombre era Centro Recuperación de Fauna Silvestre; una concesión de las voraces ciudades a los montes condenados que les rodeaban. Los coches transitaban como bestias enormes y apresuradas por carreteras y caminos sin asfaltar, convertidos en la Muerte para los que se cruzaban en su camino. Torres altas cubiertas de abrasadores cables recordaban a los afortunados que podían volar que el destino es igual para todos. Y, último y no menos importante, cazadores, en su mayoría aficionados, que hacían un deporte estimulante el disparar contra lo que se moviese; a veces poniendo fin a sus vidas y otras, si era particularmente desgraciado, no.
     Aquel verdadero hospital de campaña se levantó para esos seres, vivos pero rotos. Un santuario de cemento y tierra de unos trescientos metros cuadrados. Allí, cualquiera con un mínimo de consciencia podía avisar si encontraba una criatura lastimada, que sus responsables se ocuparían de atenderla en parcelas de cemento, valladas o con barrotes, colectivas o individuales, de donde se iban en el mismo engañoso silencio con el que llegaron. Los que trabajaban allí sabían que no hablar no era igual que no sentir.
     Al frente estaba Manuel Barredo, mal llamado el Culovaso por las grandes lentes de sus gafas. Hombre alto y corpulento, capaz de inmovilizar al animal más salvaje como quien paraliza con una mano a un chiquillo de dos años para garantizarle el tratamiento; trabajo que, para él, era más que una vocación. Conocido,  también como “el tío Bestia”, era tan grande como feo; tenía labios grandes y caídos de camello, una nariz zorruna y ojos alargados y estrechos, de color oscuro. Una imagen, nadie lo negaba, terrorífica, que parecía haberle llevado a ver en aquellos animales, para los que los hombres feos o hermosos son iguales, a las únicas criaturas capaces de, muy a su modo, apreciarle por lo que era.
     Que aquel trabajo le hacía feliz no se dudaba. Aprovechando al máximo el espacio, el tío Bestia incluyó a la asilvestrada fauna rechazada: perros y gatos perdidos, viejos y vapuleados; alguna oveja perdida, herida o maltratada por algún pastor particularmente negligente; caballos cojos condenados al matadero y, una vez, hasta un avestruz. Todos tenían su sitio entre vegetarianos vendidos, pájaros de alas chamuscadas o desgarradas y animalillos tuertos, arañado o enfermos. Un verdadero zoo en miniatura, que cumplía esa función para la población mediana. No había padre que no hubiese llevado a su hijo o hijos alguna vez a gozar de la tortuosa visión de la fauna doméstica y salvaje amansada, unidas por el infortunio y la vida en jaulas.
     Pero esos días pasaron. Tras más de cuarenta años dirigiendo el centro, el tío Bestia viejo y cansado, se quedó sin fuerzas. Seguía haciendo cuanto podía, pero ya no era el de antes y, sin su vigor, la institución perdió el motor. La gente dejó de prestar atención a las criaturillas indefensas de ojos temblorosos, prefiriendo pasatiempos que les ahorrasen desplazarse allí. La ciudad crecía y los corazones se endurecían, haciendo más fácil dejar al herido desangrarse hasta morir que gastarse saldo en pedirle ayuda. El mantenimiento fue siendo olvidado y marginado por los administrativos, que recortaron a ultranza la financiación hasta depender de donaciones privadas, ya de por sí escasas. De los siete empleados que llegó a tener el centro sólo quedó aquel con el que todo empezó, a medida que los puestos eran suprimidos, los medicamentos y equipos excluidos y los alimentos ahorrados.
      El tío Bestia quedó como único responsable de todo y todos. Se decía que vivía con una especie de pariente lejano que le ayudaba, pero nadie lo confirmó nunca. No limpiaba lo bastante rápido para alejarla porquería y tenía que poner de su propio bolsillo para que los animales pudiesen comer. Sólo los animales, quizás por un primitivo instinto de simpatía, se dejaban cuidar, como en señal de respeto a toda su vida.
     —Un vertedero con un viejo chocho y lleno de bichos muriéndose —resumió Pedro, sonriendo—. Perfecto.
       —¿Cuándo?
     Empezaron ese mismo sábado. A las nueve y media, una motocicleta y una bicicleta de montaña remontaban en silencio y sin luces el estrecho camino entre maleza que daba al refugio. Les recibió una verdadera muralla; un muro de ladrillo y cemento encalado, color amarillo yema en su día; ahora blanqueado por el sol y el tiempo y sombreado por la suciedad y el descuido, tras el que se alineaba un cinturón de cipreses altos, sólo interrumpida por la puerta automática para vehículos, de color negro.
     Tantearon el terreno. Entrar no sería difícil, al contrario que salir. Tenían que conocer al enemigo. Jugar. Como un niño arrancándole las alas a una mosca.
     —Venid. —Pedro se bajó de la motocicleta—. Usadla.
      De pie sobre el sillín tenían una visión perfecta del edificio central; la sólida pero desvencijada casa de tejas rojas que hacía de recepción, clínica y residencia del responsable. Y la distancia, perfecta para un primer bombardeo.
     Jesús y Antonio, en equilibrio y aprovisionadas desde abajo, descargaron una lluvia de piedras, consiguiendo romper algunos cristales de la fachada. Desde dentro, los perros ladraron y las luces se encendieron, pero hasta que el viejo y encorvado gigante llegó al exterior vociferando con lo que parecía una escopeta, habían pasado casi siete minutos. Comprobado, se retiraron como llegaron.
     La noche siguiente volvieron, deseosos de cerciorarse. No había ninguna luz disuasoria, seguramente para evitar poner nerviosos a los pacientes. Tampoco estaba el vigilante, descansando para el día siguiente
     Esa vez se tomaron más tiempo para mirar. El edificio central tenía sólo una planta, pero era larguísima, con sus costados tachonados de salas accesorias en las paredes que imaginaban, servirían de quirófanos, almacenes o jaulas adicionales. El patio, sin otra infraestructura que la cimentación del suelo, estaba cubierto de grava. A ambos lados de la puerta de la casa, los corrales. Parecían versiones en miniatura de ésta, con techos de uralita, paredes de ladrillo y suelos de tierra, ventanas con rejas y puertas de alambre o acero, según lo silvestre de sus ocupantes. Al menos diez casetas, cinco a cada lado, que terminaban en el lado oriental, más grande pero más desierto hasta que se veía el estanque cercado y la pajarera cubierta de lona verde a la izquierda y la cochera con el todoterreno con remolque a la derecha, con una caseta enorme de contrachapado entre ellas, extendiéndose lo que le dejaban las otras estructuras. Su contenido ni se imaginaba; algunos decían que era la suite reservada para los más grandes o peligrosos, que no podían estar solos.
      —Jesús. —Pedro le ayudó a subirse al muro—. Intenta dar una vuelta. Quiero… ver qué hay.
      —Vale… —accedió el subordinado, sin mucha fe en su equilibrio.
     Terminado el paseo, explicó que a la izquierda estaban los carnívoros, con gatos y perros concentrados en dos y un hábitats, respectivamente; uno al lado del otro. En el lado derecho parecía haber animales más grandes; cabras y ovejas y otros ungulados.
     —Los pájaros están atrás —concluyó el informe.
      —Bien. —Pedro se rascaba la sien—. Entonces… lo haremos la semana que viene.
       Ninguno de los primos lo vio en su retirada, aunque estaban seguros de que sonreía.
    
     Volvieron el viernes, más despacio y silenciosos todavía, con cuidado de perder su lastre adicional. Esta vez los tres subieron al muro, dejando caer su escapatoria al otro lado, antes de saltar; amortiguados por la tierra removida. Manos a la obra.
     Uno a la izquierda, otro a la derecha, otro  atrás montando la escalera. Andaban con cuidado, sabiendo que los ocupantes de los corrales sabían que estaban allí. Del primero salió un potente ladrido, una alarma que se extendió caseta por caseta, pero que duró muy poco. En el lado opuesto, fue contestado por un furioso pisoteo de pezuñas y un largo valido.
      Si se asustaban demasiado, perderían por completo el elemento sorpresa. Era mejor hacerlo todo de una vez.
     Empezaron por las casetas más alejadas. Con tenazas grandes y baratas, salidas de ferreterías y un trastero, partieron los candados. Luego reencendió la luz, la llama bajo la mecha de una fila de petardos. El resto, tan sencillo como abrir la puerta un momento y tirarlos dentro. Luego se apartaban, dejando la puerta entreabierta y repitiendo la maniobra. Cinco tracas, cinco casetas.
      Iban por sus respectivas terceras cuando explotaron, con sus estallidos en serie y el olor a pólvora avivando, sobre los gritos de pánico de los gatos y el aleteo inútil de los pájaros.
      La estampida empezó, los animales se lanzaron hacia la única salida en sus ollas a presión, abriéndolas por completo y llenando el patio de fugitivos sin rumbo. Se juntaron especies incompatibles, confundidas por el ruido, con el olfato quemado por la pólvora; muchos ciegos, incapaces de ver de noche. Dos grandes jaurías de chuchos grandes y pequeños de todas las formas y colores posibles, al menos tres cabras, cinco ovejas, un par de cerdos, una criatura alta parecida a una llama, un viejo caballo, un mulo, un muflón, un par de arruís y hasta un jabalí. La descarga de la traca acabó y las luces se encendieron por toda la casa, llegando al patio.
     Fueran lo que fueran, eran ante todo animales; muchos de ellos feroces y rodeados de rivales, de enemigos. De presas.
      La reacción no se hizo esperar. La muerte se puso a bailar.
     Los perros gruñeron al morder a los gatos que bufaban, debatiéndose mientras hincaban sus uñas para escapar. Los herbívoros cargaron a ciegas al ver quien les acompañaba, arrollando a unos cuantos cachorros y a varias palomas. Un zorro atrapó a una gaviota aleteante que se puso a picotearle el entrecejo; un gato mordió la cola a un cuervo que se lo llevó con él en círculos; un turón y una jineta se lanzaron contra el pecho de un gavilán y un halcón que intentaron en vano levantar sus alas rotas y vendadas del suelo antes de apuñalarles con sus garras en el cuello; una cigüeña dejó tuerto a un perro mientras una docena o más de autillos, mochuelos y lechuzas correteaban intentando que no los pisasen.
     Y, entre todo aquel jaleo, Manuel Barredo, el tío Bestia, más erguido que las dos noches anteriores, más rápido y ágil y más desesperado que en cualquier otra noche en su vida, contemplaba aquel infierno. Los animales a los que intentaba salvar morían destrozándose. El olor de la sangre subía desde la alfombra de cuerpos desfigurados aquí y allá, mientras sus propios y horrorizados gritos intentaban poner orden a la cacofonía de gruñidos, chillidos, graznidos, aullidos, gemidos y gritos de guerra y de dolor. Y, entre ellos, la nota discordante: las tres risas que bajaban desde el muro, coronado con una escalera levantada con seis bloques salidos de una obra. Pero mereció la pena.
     Estuvieron así casi veinte minutos, mientras la muerte y las heridas retiraban a los actores del patio. Bajaron y se largaron sin mirar atrás.
     —Tenemos que repetirlo —pidió Jesús, al mando de la bicicleta.
     —Desde luego —le apoyó Pedro.    
      Tras ellos, un hombre de cuerpo arrugado y tembloroso, recorrido de arriba abajo por temblores de miedo y frío, intentando poner orden, ni tenía ni tendría idea de lo que había pasado. Aquel motín sangriento era ahora la batalla campal más brutal y encarnizada. Y con cada vez menos participantes, espoleados por los gritos de terror pronunciados en todos los lenguajes de la fauna, la sangre llovía como rocío. Ya no había orden posible. Sólo enemigos a los que eliminar.
     Lo primero que Manuel Barredo sintió fue el impacto por detrás que le lanzó al suelo. Debió ser una cabra, o una coz de mulo, o hasta el gamo atropellado que recogió hacía tres meses, a punto de ser soltado. No lo sabía. Cayó de bruces. El dolor pasó rápido, pero le dejó paralizado. Al menos hasta que otro cuerpo con cuatro duras pezuñas le pasó por encima, aplastándole el pecho que intentaba inútilmente proteger con sus manos. Y por fin, el dolor final. Dos docenas de fauces llenas de dientes afilados se le hincaron desde todas direcciones, estirando para desgarrar la carne correosa. Su misión fue larga, pero consiguieron acabar con todo, antes de que la sangre de la presa manchase la tierra.
     Manuel Barredo, el tío Bestia, estaba muerto.

     Fue un velatorio sencillo. Y solitario. En realidad, aparte de él mismo y algún curioso que sólo sabía de oídas, no hubo nadie. Nadie asistió a despedir a aquel hombre, al que todos conocían y que a nadie importaba. En realidad, había sido mejor así. Su tío siempre había evitado cuanto podía a la gente; no le gustaba. Además, siempre predijo y estipuló que quería ser enterrado rápido para poder descansar cuanto antes. Además, la causa de su defunción hacía preferible el ataúd cerrado. Bastaba echar un vistazo a las caras de los encargados de amortajarle para saber que no había sido agradable.
      El dolor de la pérdida había sido enterrado. El del luto, en cambio, tardaría más en disiparse. Y la rabia por lo que había pasado difícilmente sería consolada.
     En su pequeño cuarto del Centro Recuperación de Fauna Silvestre, Noé termino de quitarse el tosco y barato traje marrón con el dio el último adiós a la única familia que le quedaba. Su prioridad era, ahora, terminar de retirar los restos del desastre; por algo el suyo era un trabajo a jornada completa, festivos y laborables. El domingo por la mañana, por suerte, había podido hacer grandes progresos mientras preparaban a su tío.
     La cruda verdad, había sido un desastre. Catorce perros, veintitrés gatos, tres zorros, dos hurones, casi todos los pájaros medianos y pequeños, dos cabras y la gama (uno de los más queridos de su tío, emocionado por su rehabilitación). Además, varios se habían perdido dentro de la gran parcela, y gastó el resto del día y buena parte de la noche en intentar llevar a los heridos para intentar curarlos. Perdió así a una paloma, a la que casi habían arrancado la piel, y a un gato, con tantos orificios de dientes en el cuerpo que parecía rojo.
      En esos momentos tuvo pensamientos encontrados. De los varios perros a los que trató, muchos, especialmente los grandes, aún tenían manchas de sangre secándose sobre sus bocas y dientes.
      —No —se repitió con lástima—. Ellos no han tenido la culpa.
     Cuando el coche de sus padres se salió de la carretera, hacía casi treinta años, la cuestión de quién se ocuparía de él hizo planteó la temible sombra de un centro de acogida, lo que con nueve años seguramente le marcaría.
      Sin embargo, pese a su escasez de medios, el tío Manu, siempre cordial y amable, acudió al rescate; llevándoselo a vivir allí, gastando a veces más de lo que podía permitirse para que no le faltase nunca ropa para el invierno o el verano. Su incapacidad para darle juguetes y actividades lúdicas la suplió enseñándole su trabajo. Coger al animal herido. Trasladarlo. Curarlo. Cuidarlo. Aprendió que hasta la criatura más grande y fiera tiene miedo, especialmente siente dolor. Hasta que se le enseñaba que no todo el mundo tiene malas intenciones.
      Su aprendizaje le supuso, poco a poco, una involución social pero una evolución como hombre, no en vano tenía la misma sangre que su tío.
     Aunque intentó acabar secundaria con todas sus fuerzas, Noé aprendió que el mundo de sus congéneres no era, ni de lejos, como el despiadado mundo de las bestias. Era peor.
     Allí bastaba el prejuicio para iniciar la enemistad; creerse mejor daba carta blanca para hacer daño por puro capricho. La falta de amor paterno y la extrema inhumanidad que percibía en el instituto le atormentaron. Ni siquiera completó su último año.
      Por fortuna, siempre era bien recibido en su hogar, que con el tiempo sería también su trabajo; mientras fuera de sus muros permanecía invisible. La gente no tardó en olvidarse de que existía.
      Sólo existía allí, como había hecho las últimas semanas. Las dos veces su tío, cansado y achacoso insistió en salir solo a ver qué pasaba. Había tenido que quedarse en la cama, mirando las luces del pasillo y oyendo los gritos asustados y enloquecidos, a la espera de que el anciano informase de los daños. Hasta que oyó el primer grito, seguido de los gruñidos de la jauría despedazando a su presa.
     Se enfureció, apretando los puños contra los tirantes de su mono de trabajo. No, no podía enfadarse con los perros; no era justo. Sólo habían seguido su naturaleza. Además, sabía bien de quien era la culpa. Los candados cortados, los petardos. Premeditado con las peores intenciones. Las noches pasadas estarían familiarizándose con las instalaciones. Seguramente lo hicieron por placer. Y ahora, una y cincuenta y más muertes manchaban de sangre el patio.
      No tienen por qué volver.
     —Lo harán —se contradijo a sí mismo.
     Era evidente. Alguien que se tomaba tantas molestias por diversión volvería tarde o temprano.
     Es peligroso. Podrías acabar en la cárcel.
     Gran consuelo. La muerte de su tío fue un accidente para la ley; una gamberrada anónima con resultados graves. Dijeron que lo investigarían, pero Noé sabía que lo decían para no parecer incompetentes. Aunque pudiesen, no iban a dedicar sus preciados y limitados recursos por un viejo y su colección de animales.
     Lo que hagas no te devolverá lo que has perdido.
     Terminó de esbozar su sonrisa mientras se ponía los guantes. Por fin un motivo con argumento, y cual. Los muertos no vuelven.
      Y los criminales deben pagar.
     Con andares animados volvió a salir, pillando por el camino la pala con la que estaba terminando de esparcir la grava. No tardaría en borrar todo rastro de lo ocurrido, salvo el de su memoria. Pronto, aquella atrocidad no sería más que una anécdota de pueblo.
     Noé sonrió. Que viniesen. Su tío guardaba algunos objetos obsoletos; anatemas de su trabajo.
     —Para que veas como de cruel puede ser la gente— decía.
      Ahora, esas reliquias diabólicas ayudarían a vengarle.

     —¿Es ese, Pedro? —preguntó Jesús.
     —Sí, es ese.
     —¿Sabes su nombre?
     —Creo que es Noé… Umh, será cosa del destino. Noé no sé qué más… Creo que era su sobrino.
     —Puede. La verdad es que el cabrón se le parece. Es igual de feo.
     Un par de risas breves se oyó junto a la entrada.
     —No parece muy triste —observó Jesús—. Para mí que le da igual. Será sólo un currante.
     —Puede. Pero por lo que dicen, ahora es el responsable.
     —Estará contento, siendo el rey de toda esta mierda. —Jesús retrocedió para hablar más alto. Seguro que ni lo sabe. Mírale, parece que pasa de todo. Puede que hasta está colocado.
     No, no lo creo—le corrigió Pedro—. Todo el mundo lo sabe. Si ese no, es que es tonto.
     —Lo que parece Jesús se puso tras él—. Bueno, si no lo sabe… se lo podríamos recordar.
     —¿Queréis dejarlo ya? ¿No os pareció bastante fuerte lo último?
     Una severa mirada de sus mayores reprendió rápidamente a Antonio él estaba nervioso, quería irse de allí. El sitio estaba tan vacío como siempre, pero si les viesen allí, espiando un viernes  mientras se hacía de noche, iban a tener mucho que explicar.
     —Vigila la boquita —sugirió Pedro subiéndose sobre la nariz las gafas de sol.
    Antonio bajó la cabeza y asintió.
     No aprendes, ¿verdad? —se sumó su primo—. Además, aquella vez no te quejaste.
     Aquella vez no tenía que pasar nada serio.
     Jesús suspiró. Los quince años de su primo se le seguían atascando.
     —Y no pasó nada serio.
     Antonio apretó los dientes, sin creerse lo que había oído.
     —¿Eres tonto o estás fumado? ¡Te recuerd…!
     Pedro le lanzó una nueva mirada severa, que sintió atravesar los cristales negros a la vez que se llevaba un dedo a los labios. Segundo aviso. Y no habría un tercero.
     —Matamos a ese hombre concluyó Antonio, adecuando a el volumen.
     Jesús se rió, dando a entender lo que le importaba.
    —¿Y ahora quién es el tonto? Fueron los bichos.
    —Que soltamos.
   —Que soltamos nosotros —matizó Pedro, con claras ganas de acabar la discusión. Tú te limitaste a preparar la salida, ¿no? Como mucho eres cómplice. Pero un cómplice que sabe estar calladito. ¿Verdad?
     Como el niño obediente que era, Antonio asintió. No iba a replicar a Pedro; ninguno de los dos lo haría.
     Aún se lo preguntaba. ¿Qué les había hecho tan sumisos a ese chico oscuro de piel pálida? No era gratitud por haberles salvado con un botellazo; eso era agua pasada. Y aunque lo que hacían al principio le divertía, ahora su historial tendría el grosor de una biblia. Sólo faltaba que le pusiesen su cara.
     No era sólo mayor que ellos; era dominante; siempre rodeado de un halo atractivo de misterio y carisma. También era el más inteligente del trío; mucho más que su primo, si bien esa proeza era Hasta era muy guapo. Pero nada de eso disimulaba lo que era.
     Era malo. Muy malo, de hecho. Antonio estabas seguro de que tenía dinero; aunque sus dotes de ladrón eran formidables no creía que consiguiese todo exclusivamente mangando; especialmente lo que parecía sacado de una obra. Y, si tenía dinero, se lo tenía bien calladito. Tal vez estaba aburrido de pistas de tenis, coches caros y meterle mano a la sirvienta; o podía tener algún trauma con un padre demasiado violento o un profesor demasiado cariñoso. O, como pensaba, simplemente tenía flojo algún tornillo de su en apariencia perfecta cabeza. Fuese lo que fuese, era tan impresionante que asustaba. Su afición por incumplir las reglas, rebasar los límites, disfrutar haciendo daño con su cautivador entusiasmo… Era un fuego descontrolado, que lo devoraba todo a su paso; y ellos estaban en medio
     Pedro volvió a apostarse contra el dintel principal, desde donde vigilaba al trabajador. Era, sin ser demasiado alto, un hombre grande, con un sucio mono vaquero que colgaba de su cuerpo. También era fuerte; bastaba verle cargar los sacos de quince kilos de comida para animales sobre una carretilla. Sin embargo, lo más llamativo era su rostro.
      Tenía la misma falta de atractivo que el difunto Tío Bestia, lo que apoyaba la teoría del parentesco, aunque su fealdad era distinta. El pelo era una melena lacia de color castaño cenizo recogida en una cola de caballo, con suficientes canas para haber superado el medio siglo. Tenía la piel muy pálida, como si no le gustase el sol, y una barbilla prolongada que se perdía en su cuello, dándole al cráneo un aspecto anormal de óvalo estirado. Las mejilla lucían rastros de viruela, la nariz grande era igual que la de Barredo, pero esa era la única similitud anatómica; especialmente después de ver sus ojos, completamente redondos y acuosos, y la boca, estrecha y rectangular con unos labios finísimos que parecían líneas rojas pintadas. Aquello le daba aquella apariencia amenazante, temible; como de lobo de cuento. Sin embargo, pensándolo bien, aquellas pintas podían ser también secuelas de la endogamia extrema, a juzgar por su modo de trabajar, mecánico, y con la mirada perdida.
     Desde luego, no parece muy listo concluyó Pedro.
     —¿Entonces… vamos a volver? Jesús parecía depender del sí, con los ojos destellando y los puños apretados.
     —Puede que mañana.
     El mayor del grupo se tapó la boca con las manos, reprimiendo su júbilo.
     —Esta noche iremos cada uno por su lado decidió Pedro, mirándoles. Así mañana estaremos despejados.
      —Especialmente si este va a liarse con Silvia observó Antonio.
     Su primo le empujó el hombro de un puñetazo; su forma de decir que dejase en paz su vida privada. Era de sobra conocida la reputación de Silvia, su actual novia, considerada uno de los pares de piernas con el secreto central mejor conocido de las inmediaciones. Sin embargo, parecía que Jesús le gustaba. Pedro era y seguiría siendo un enigma fuera del trio y Antonio, aún y por siempre el más joven, les ahorró saber que tenía  deberes pendientes que se comerían casi todo el fin de semana. No es que le quitase el sueño; las notas nunca habían sido su fuerte, pero el riesgo de suspenso era real y la perspectiva de tener que repetir humillante. Y, si pasaba, su padre se enfadaría de verdad.
     —Bueno, entonces nos vemos -concluyó el líder. Os daré un toque para cargarlo todo.
     —Sí, entendido respondieron sucesivamente ambos adeptos.
     Vale. Vamos Pedro, percibiendo la desgana de Antonio, le puso la mano sobre el hombro. Quiero una cosa clara: mañana tú los sueltas y yo miro; y cuando acabemos, nos tomamos algo. Yo invito, ¿de acuerdo?
     Era el eterno dilema del no pero vale. No lo había admitido, pero llevaba esa semana durmiendo poco porque tenía pesadillas; llenas de aullidos, graznidos y gritos. No era la primera vez en su vida que le pasaba, pero nunca tan potentes. Y la idea de celebrarlo como una victoria de fútbol le parecía de muy mal gusto. Pero no quería fallarles, habiendo confiado en él.
      Entonces, ¿por qué sigues con esa cara tan larga?
     Antonio suspiró, antes de mirar a los negros cristales.
     Porque… tengo sueño -mintió, cosa que Pedro notó. Joder, son animales. Todo esto es tan....
     Pedro le miró en silencio. Jesús, en cambio, se rió.
     —¡Jo, tío! Te has lucido.
     —Piensa esto, Antonio. Pedro se dispuso a poner las cosas en su sitio. Nadie te obliga a hacerlo, ni esto ni nada de lo otro, ¿verdad?
     —No… pero es tan cruel… Creo que nos pasa…
     —Macho, la vida es cruel. Nosotros sólo nos ponemos por encima. Somos peores que ella. Y, de paso, nos reímos un poco.
     Gran argumento. Como quemar al que dice que la tierra es redonda.
     —Y ahora, en marcha. No quisiera que nos vieran cuando ya sea de noche.
    Pedro soltó a Antonio y los tres jóvenes se apartaron de la entrada, dejando atrás el centro y a su único ocupante humano. Y mientras tres pares de pies se alejaban, Noé, recuperando la pala, se rió. El suelo había quedado bastante bien.

     —¿ Está claro?
     Los primos asintieron; aunque se dijese que los ordenadores, móviles y fiestas fusilaban sus neuronas, de eso eran capaces.
     Los animales se pondrían nerviosos y armarían barullo en cuanto tocasen el suelo; lo habían demostrado mientras colaban los bloques. Ahora, con la motocicleta de Pedro apoyada sólo necesitaban un pie en el sillín y una mano para llegar al muro. Luego un brinco sobre los cipreses y hecho. Antonio perdió pie, sujetando las asas de su mochila.
     A la derecha, los perros ladraban. Su tenían derecho a tener miedo; muchos serían supervivientes de la semana pasada. Jesús y Antonio se movieron mientras Pedro apilaba la salida. No hubo ni una palabra; en aquel momento completo silencio.
     Sintiendo el corazón como después de calentar para gimnasia, Antonio pisaba con cuidado la tierra batida hacía una semana exacta fue con sangre, mientras descargaba la mochila. Con la vista fija en el primer corral, buscó con la mano las tenazas hasta notar el mango de plástico. Enfrente, un par de cabras y unas cuantas ovejas se movían en la oscuridad, asustadas y calladas, pero oía sus pezuñas y reconocía su olor. Antonio se limitó a sacar el encendedor de su bolsillo, a la vez que escurría la otra mano en el bolsillo de la mochila. Al otro lado de la puerta de alambrada le pareció ver ojos  como luces de Navidad, pidiendo piedad mientras proclamaban su miedo absoluto a la muerte. Él, poniéndose más nervioso, buscó con la mano derecha el candado.
     Lo soltó al oír un grito. Todos sus músculos estaban paralizados, hasta su corazón tardó un instante en volver a latir. Con la ropa pegada por el sudor, se volvió para ver qué pasaba. Los perros ladraron, embistiendo contra las puertas de alambre el resto de criaturas se movía en círculos.
     Había sido Jesús el autor de la muestra de dolor, que ahora recibía una serie de réplicas más suaves.
     —¡Mierda! El enfado traicionó a Pedro, que subió su propia voz antes de ir hacia Jesús, a ver qué le pasaba.
     Estaba de pie, con la mochila tirada delante y la espalda levemente doblada hacia atrás, a unos pasos de la puerta contra la que se agolpaban los perros. Había soltado las tenazas.
      Joder, tío, ¿qué te…?
     Pedro se detuvo a dos metros con la boca abierta, apartándose las gafas como para ver mejor. Antonio se acercó pasos más, quedando igual de impresionado.
     —Mierda…
     Aún en la completa oscuridad se podía apreciar la pierna de Jesús, y donde las fauces de hierro cubiertas de dientes serrados la mordían con fuerza. Había pisado un cepo.
      —¡Joder, joder! ¡Quitádmelo! Quitádmelo…
     El dolor debía ser atroz, dejándole suficiente lucidez para pedir ayuda. Luego se dejó llevar por el pánico y su primer grito poco.
     ¡Mierda! Olvidándose de ser prudente, Antonio corrió junto a su pariente—. ¡No te quedes ahí! —Llamó a Pedro—. Ayúdanos…
     La situación había evaporado cualquier vestigio previo de liderazgo o subordinación. Era la primera vez que un plan les fallaba y, para ser la primera, era peor de lo que podían prever.
     Andando con cuidado para disimular el temblor de sus tobillos y por si hubiese más trampas, Pedro les alcanzó a base ridículos brincos tras hundir un poco la punta de sus zapatillas en el suelo. Antonio intentaba convencer a Jesús de que tirase de un borde mientras él lo hacía con el otro.
     ¡A la de tres! Uno, dos… ¡Tres!
     Los gemidos de esfuerzo de los dos chicos dejaron más claro que era una causa perdida. Era muy grande, con dientes de casi dos centímetros; seguramente diseñado para inmovilizar animales fuertes y agresivos.  La fibrosa y delgada pierna del adolescente no le suponía esfuerzo; de hecho su agitación había serrado el vaquero y había empezado a desgarrar la pantorrilla, hundiéndose más en la carne...
     Lo único que consiguieron fue que les escociesen los dedos.
      —¡Aah! Coño… Antonio olvidó su enfado por el fracaso. Se había cortado el índice derecho al rozar una de las púas. Se llevó el dedo al instante a los labios. Parecía oxidada…. Venga, ayúdanos.
     La insistencia del joven y la descarnada y visión de Jesús esforzándose por quedarse quieto; ajeno al dolor para no destrozarse más la pierna, le hicieron reaccionar. Le sería más fácil, por supuesto, largarse de allí y olvidarse de ellos. No conocían su apellido, y su descripción podía valer para docenas, o cientos…
      Si el encargado de los animales no se había despertado aún debía estar borracho, comatoso, o, poco probable, pasando hasta el culo de todo. Además, odiaba oír, y mucho menos ver, a un hombre llorar. Le recordaba que hubo un tiempo en que también fue niño.
     Se inclinó junto a la ensangrentada pantorrilla, animando a Antonio a calmarse. No tenía buena pinta, no quería ni imaginarse hasta donde había llegado. Posiblemente rozaría el hueso.
     —Venga, cuando te di…
     Un silbido instantáneo se coló entre los gemidos agónicos. Apenas un segundo después, un golpe seco fue seguido de un murmullo de dolor y el sonido de un cuerpo al desplomarse.
     Antonio se incorporó, mirando en todas direcciones. Pedro estaba tirado de espaldas con las piernas dobladas, cubriéndose la frente.
     El chico se volvió. Allí estaba, el hombre feo de aquella mañana, que de noche, con las luces apagadas, resultaba imponente. Entre sus manos vio algo, delgado como una rama y con forma de Y con lo que parecía una tira colgando de sus brazos. Le costó asociarlo a un tirachinas
     Los perros ya aullaban y los gatos bufaban furibundos, parecía que animándole.
     Satisfecho por su buena puntería, guardó el alma en algún bolsillo trasero y empezó a andar; no con arrogancia o pereza, sino por simple convencimiento. Los dos más fuertes habían sido neutralizados. El que quedaba era joven y débil. Y estaba asustado.
     Viéndole que le iba a pillar, Antonio dudó un segundo: Jesús, su primo, o él.
     Perdió el control de su cuerpo, corriendo a ciegas con la cabeza doblada; no quería perder al hombre de vista, darle la opción de darle otra sorpresa. Olvidándose de los cepos, dudó un segundo, su pie se dobló y calló de bruces.
      ¡No…!
     Antonio se levantó sobre sus manos, dándose la vuelta y arrastrándose hacia atrás, buscándole. No tardó en encontrarlo, parándose en ese momento. Había entendido que huir no iba a servir de nada.
     El hombre se había reducido varias tallas, acuclillado casi a su misma altura. Y, aun así, seguía pareciendo una montaña de músculos abultados, de la que crecía un árbol estrangulador.
     Mientras la mano llegaba Antonio lo olió. Una amalgama de tierra mojada, polvo viejo, pienso para animales, heces secas y hierba aplastada y marchita, junto con algún desinfectante; todos mal  disimulados bajo una colonia barata. Sumado al miedo, ayudó a acelerarle el mareo.
     Por fin, la mano llegó a su cuello, blando y caliente. No apretó; al menos no al principio. No hizo falta. Al sentirse tocado por los guantes rasposos, Antonio se desmayó.

     No sabía qué hora era; sabía que debía haberse cogido un reloj. Por lo menos, sí se acordó del móvil, aunque la plana superficie de su pierna consumió deprisa esa ilusión.
     Lo tenía él, claro; los tenía todos. Al final no era tan tonto. Ahora estaban atrapados e indefensos. Y totalmente a su merced.
     Había despertado sobre el suelo de cemento de una sala cerrada; no completamente a oscuras por un par de ventanucos rectangulares tras él. Su altura quedaba exactamente en el límite de su cuello; su estrechez descompensaba que tuviesen barrotes. A través de ellos pasaba el brillo de las luces de la casa.
     Antonio pudo ver así que la sala tenía siete metros de largo por cinco de ancho, vacía de todo menos tres pequeñas formas en el suelo, delante de la puerta de metal, entre las dos ventanas. Un plato con tres pedazos de pan sobre un lecho de carne cruda oscura y pastosa de olor amargo, una jarra metálica llena de agua y un cubo de plástico azul vacío; Antonio se imaginó para qué.
     Les dio la espalda con el estómago revuelto para ocuparse de los otros dos ocupantes del recinto, tan silenciosos que necesitó verlos para saber que estaban. Pedro estaba a su izquierda, completamente inconsciente con la cabeza hacia atrás, la boca abierta y sin sus gafas oscuras. A la derecha, su primo; recostado sobre su lado izquierdo, quizás para mantener la pierna herida en alto; con las dos manos improvisando una almohada e hipando leves gemidos de dolor.
     Debe de estar dormido.
     Ese pensamiento le animó a acercársele y sacudirle un poco el hombro para que volviese en sí.
     —Jesús. ¿Me oyes? Despierta.
     No hubo respuesta. En cambio, comprobó algo desconcertante: tenía abiertos los dos ojos. Antonio le cogió por la cabeza, cuando su respiración entrecortada y sonora y la visión de la negra pupila en la penumbra le hicieron cambiar de idea. No respondería; ya sabía también el por qué.
     Estaba drogado. Ya fuese por compasión por la pierna o para facilitar su transporte. Algo que, en el fondo, se agradecía al verla: El vaquero estaba arrancado casi hasta la altura de la ingle, dejando a la vista la piel morena y levemente peluda empapelada de gasas blancas humedecidas, cruzadas en su centro por una línea roja. Al menos, parecía que ya no sangraba.
     Después de destrozarle la pierna la había limpiado y vendado. Cosa que no explicaba por qué los había encerrado. Seguramente los denunciaría, y los retenía hasta que se oyesen las sirenas.
     A no ser
     Otra opción, en la que no quería pensar, tomó forma para Antonio. Les había tendido una trampa. Sabía que irían, como con el tío Bestia. Y les estaba esperando. Una venganza en toda regla. ¿Lo habría hecho entonces para que no se desangrase inconsciente? ¿Porque quería que sufriesen?
     Dio un respingo al oír algo fuera, parecía madera agitada, acompañada de pasos sobre la grava.
     Antonio se encaramó al ventanal, viendo que estaban en la parte trasera del centro, frente a la gran caseta prefabricada, con las puertas abiertas de par en par. El hombre estaba delante, de espaldas a él, arrastrando una carretilla cargada a su interior; Antonio no llegó a ver de qué, pero le dio la sensación de que eran tablones.
     Lo que siguió  fueron quince o veinte minutos de golpes distantes y arrastres cavernosos, eructados por esa boca sin ojos que parecía babear pensando en su próxima comida, mientras su estómago se preparaba para la digestión. Estaba preparándoles algo.
     —¡Ayuda! gritó a la noche con todas sus fuerzas . ¡Quien sea! ¡Por favor, ayuda!
     Sólo consiguió hacer ladrar a algunos perros. Tres segundos después se hizo el silencio. Vio al hombre salir de la caseta con su fea cara contraído por el cansancio y el pelo pegado a la frente por el sudor. Había estado trabajando duro.
     Antonio se calló, agarrándose con fuerza a los barrotes mientras le veía llevar la carretilla al lateral izquierdo de la caseta y la volvía a cerrar con candado. Después sonrió hacia el cuartucho, hacia ellos. La luz se reflejó en sus dientes, increíblemente blancos; que a la luz parecían de oro.
     Antonio se apartó de la ventana para esconderse, asustado ante la perspectiva de atraerlo. Se acuclilló, notando la temperatura bajar y sintiendo unas ganas urgentes de mear cuando le pareció escuchar una risilla maliciosa.
      Se puso en lo peor. Podía verle entrando a por ellos, llevándolos allí a rastras y despedazándolos vivos a golpe de  hacha y cuchillo de carnicero para que sus pacientes comiesen en abundancia. Pero ni siquiera se acercó a la puerta. Caminó hasta la casa. Luego, las luces se apagaron.
     ¡Auxilio! vio una nueva oportunidad.
     Un nuevo aullido, seguido de varios ladridos.
     —¡Ayuda!
     Un búho chilló.
      Y Antonio recordó que estaban en medio de la nada. Si alguien se acercaba, lo haría de día.
     Nervioso, temiendo pensar en el mañana, se separó de la ventana y de la visión del patio. Tras él oyó a Pedro quejarse, posiblemente en sueños, y Jesús, de lado, no corría peligro de asfixiarse.
     No le quedó otra que arrinconarse contra una esquina y esperar. Todavía no debían ser ni las once. El alba quedaba muy lejos. Muchas horas, más minutos e incontables segundos de espera en esa celda fría y dura, sólo mejor que la intemperie.
     Supo que sería una larga noche porque entendió que la pasaría en vela. Sin nada más cómodo que el cemento desnudo, empezó por tenderse en el suelo de la esquina, pensando que acostado sería más fácil. Mala idea. Aunque se pusiese de lado y sobre los brazos, al final la presión bajo su cráneo o la sensación de las vertebras hundiéndose en el cemento eran insoportables. Y al apoyarse en el rincón su nuca sufría contra la esquina. Y, por más que apretase sus miembros, no generaba suficiente calor para, simplemente, sentirse bien.
     Al final se levantó y caminó por la habitación. En movimiento el tiempo parecía más rápido, pero sólo acabó más cansado. Vigilaba a sus amigos a la vez, al primo drogado y al líder caído. Los dos mejor que él.  A su modo, les odió; al menos ellos podían dormir. Tuvo varias veces la tentación de sacudirles hasta despertarles y hablar, hacer planes, organizar cómo iban a defenderse, charlar sin más. Consolarle. Pero supo que no sería eficaz. Mejor que durmiesen; al menos uno debía estar descansado para afrontar la mañana.
     Al avanzar la noche, la oscuridad se volvió más densa. Casi parecía que pudiese cogerse al cerrar el puño. Llegó un momento en que Antonio se acuclilló, por miedo a tropezar por no ver. Y con la noche también tuvo más frio y hambre. A tientas, localizó la jarra y bebió una vez; el líquido helado le irritó la garganta. Pero la sed volvió y tuvo que dar otro trago, y otro, y otro. Acabó reduciéndola a la mitad. El hambre también insistía, pero no consiguió ni tentarle a arrimar la nariz a esa carne viscosa. Y, aunque no pudiesen verle, se aseguró de que dormían antes de hacer su aporte al cubo.
     Por fin, con las piernas doloridas y los nudillos pelados, Antonio se sintió incapaz de dar otro paso más. Se arrastró como pudo a una de las paredes y acomodó contra ella la espalda para descansar un poco. Quizás durmió un poco; antes de empezar a recuperar la visión. La oscuridad se disipó, la habitación adquirió un tono azul marino y minúsculas y brillantes perlas líquidas se colaron por el ventanuco, acompañando al primer rayo de sol del nuevo día.
     Con ellos, el sonido de pies hundiéndose en el inconsistente suelo exterior. Antonio, aturdido por el cansancio y el insomnio, recobró la consciencia. Le costaba trabajo abrir los ojos y su visión estaba distorsionada por formas grises. Le dolían la cabeza y las articulaciones y tenía el estómago revuelto. Intentó levantarse y comprobó que no podría moverse con fluidez. Cuando la cerradura giró como un cuello al partirse y una patada la empotró contra la pared, el sonido le dolió como la onda expansiva de una bomba.

     Ahí estaba. El cuidador del centro permaneció en el umbral unos segundos, antes de dar un paso, que le situó frente a los tres recipientes, cuyo contenido analizó. Antonio le vio adoptar una mueca feroz, pero si era de satisfacción o frustración, no lo sabía.
 El hombre levantó la cara, se puso brazos en jarra y de una patada lanzó jarra, plato y cubo contra la pared derecha; describiendo arcos mientras sus contenidos la pintaban con una mancha de color espeso y olor empalagoso y denso. El fresco abstracto obligó a Antonio a no mirar para no vomitar.
      El artista, en cambio, sonrió. Había logrado lo que quería.
      Con sendos gemidos, Pedro y Jesús despertaron también. El primero, aún aturdido, entrecerraba los ojos sin parar mientras se masajeaba las sienes. El primo de Antonio, en cambio, consiguió abrir completamente los ojos, inició un movimiento interrumpido cuando su pierna destrozada rozó el suelo, apretando los dientes antes de quedar inmóvil. Intentó decir algo, pero tenía la garganta tan seca que sólo emitió un lamento prolongado. El suave vaivén de sus brazos y su de mover su deshidratada boca le recordó a Antonio un pez varado, ahogándose al intentar sacar oxígeno del aire.
     Aún sonriendo en su sitio, el hombre levantó el brazo derecho y extendió el índice hacia Pedro. Le señaló unos instantes antes de saltar a Jesús. Otros dos segundos y le tocó el turno a Antonio. El chico contuvo la respiración hasta que el guasón apartó el dedo, de vuelta a Pedro. De él a Jesús y de Jesús a Antonio. Pedro, Jesús, Antonio. Así varias veces, sin cambiar su rictus.
     —Pinto, pinto, colorito… —pronunció por fin, en mitad de la secuencia.
     Estaba eligiendo a su primera víctima. Antonio lo veía sintiendo que le fallaba el acto de respirar y que sus brazos empezaban a sacudirse, esperando que los arcos digitales, cada vez más exagerados y lentos se parasen.
      Señaló a Jesús. Luego no hubo más movimiento. Se rió por lo bajo, pero todos lo oyeron.
     —Vaya, vaya, colega. Su voz era terrible, profunda y llena de orgullo; nada que ver con su aspecto retrasado y rústico. Que suerte. Parce que te ha tocado.
     Avanzó en línea recta, rebasando a Antonio. Esto le permitió apreciar un detalle: algo le colgaba del hombro izquierdo; largo, lánguido y ligero. De un manotazo, lo agarró y Antonio amagó un grito de impresión; interrumpido al darse cuenta que la noche le había dejado afónico.
      Una cadena plateada, terminada en un collar grueso de cuero marrón para perros. Con la precisión y rapidez de un policía esposando, se agachó sobre Jesús y se lo puso en torno al cuello, apretando lo que los agujeros dejaron. El dolor en la cara de Jesús, la fuerza conque cerró los ojos, hizo pensar a Antonio que se iba a asfixiar. Su captor lo ignoró, elevando la cadena en vilo y arrastrándolo con ella. Jesús intentó gritar pero el lazo bloqueó cualquier sonido. Sólo pudo agitarse como una piñata y poner todas las expresiones faciales de dolor conocidas mientras el encargado se ponía en marcha, tirando de él.
     —Es… espera. Poco a poco, Antonio sacó fuerzas, separando su cuerpo del suelo. ¿Qué le vas…?
      O no le oyó o le dio igual; se limitó a cerrar de  un portazo mientras se alejaba con paso firme. Ni siquiera cerró con llave; no debía tener muchas esperanzas en que intentasen salir corriendo. O, más fácil, no pensaba tardar en volver.
     Antonio, sin embargo, vio su única salida.
     —Pedro… —llamó con esfuerzo y dolor—. Pedro.
     Fue hasta él tambaleándose; Pedro parecía ajeno al sorteo en que había tomado parte, a juzgar por cómo seguía intentando devolver el orden a su cerebro a fuerza de masajes.
     —Pedro…
     Tras casi tropezar en sus dos últimos pasos, Antonio consiguió cogerle el hombro.
     —Tú… Pedro abrió sus ojos; Antonio vio por primera vez que los tenían de color miel. Antonio, ¿qué cojones…?
     Los entornó, seguramente tendría dolor de cabeza. Oteó a su alrededor; debía acabar de darse cuenta de su situación.
      —Ese tío… el nuevo. Nos zumbó a los tres anoche.
      —Sí, ya me parecía… Pedro asintió, devolviendo su mano derecha a su frente.
     —A ti te metió una pedrada en mitad de la cabeza.
     —Cabrón. Pedro se frotó la zona aludida. Con razón duele tanto.
     Ya fuese porque fuese verdad o sarcasmo sardónico, a Antonio le hizo gracia, pero su incipiente sonrisa fue cortada de raíz al llegar el momento de exponer los hechos.
     —Nos metió aquí; seguimos en el Cartucho. Nos ha tenido aquí toda la noche.
     —¿Dónde…? A Pedro se le trababa la lengua. ¿Qué le ha hecho a Jesús?
     Antonio suspiró.
     —Se lo acaba de llevar. Señaló a la puerta. Y… me parece que va a venir a por nosotros.
     Pedro agitó la mano izquierda, indicándole que le ayudase a levantarse. Antonio se agachó y lo cogió por debajo de las axilas. No le fue fácil; los dos estaban muy débiles. El esbelto Pedro, con ropa su oscura y distintiva manchada de polvo grisáceo, le pesó como hecho de ladrillos, y a punto estuvo de derribarlos a ambos.
     —Vale… Pedro, inseguro en pie, tardó unos segundos en reconocer la sala. La puerta, entonces… ¿está cerrada?
     Antonio se disponía a responder cuando lo oyó otra vez; los dos lo hicieron. El andar fuerte y forzado acercándose, aplastando la grava.
      —¿Qué hacemos? Antonio no pudo disimular su miedo.
     Pedro se arrimó a él.
     —¿Puedes moverte bien? susurró.
     Asintió a regañadientes.
      —Vale… Pedro señaló a la pared izquierda. Quédate junto a la puerta. Cuando entre,  tú por el lado y yo por delante. Y el que pueda, que se vaya. ¿Está claro?
     Asintió. No era un plan brillante, sólo la única opción. Pero no quedaba otra.
     —Venga, vamos.
     Pedro se tambaleó con sus ojos entrecerrados y sus brazos levantados, como un espantapájaros dispuesto a bailar con el viento. Antonio, que se veía a punto de perder el sentido, se lanzó de espaldas contra la pared, ignorando el dolor al dar con su hombro izquierdo.
      La puerta se abrió y el hombre entró. Tenía la cabeza agachada. Ni siquiera se molestó en ver qué hacían.
     Antonio cargó apuntando a su costado, que entró siguiendo a la cabeza. Justo después sintió algo parecido a dar con la cara contra una pared de ladrillos. De un manotazo, el dorso izquierdo de esa bestia lo devolvió al suelo. Luego, con la misma facilidad indiferente, siguió adelante; sin mirar siquiera a Pedro. Cuando el adolescente cargó, se limitó a levantar la mano derecha y cerrarla, justo en torno a su cuello.
     Recuperado de su propia derrota, Antonio lo vio con claridad. No parecía hacer mucha fuerza, pero Pedro se estaba poniendo colorado, mientras arañaba el amplio brazo del encargado.
     —Muy buen, chicos. La verdad, no me esperaba que os quedasen ganas de algo así reconoció, con evidente sorna. ¿Qué, os creéis que soy idiota?
     Mientras volvía a formar una sonrisa de satisfacción, cogió con su mano izquierda una de las dos cadenas que le colgaban del hombro, sustituyó los cinco dedos por la tira de cuero en el cuello. Luego obligó a Pedro a postrarse. Antonio pensó que nunca había visto a su misterioso y formidable mentor tan hundido e indefenso; impotente ante la fuerza del hombre al que habían subestimado. Dando de sí los eslabones de acero, fue ahora hacia él, dando un par de tirones para mantener a su primera captura cerca. Cuando estuvo delante de Antonio se acuclilló por completo, mirándole fijamente y suavizando su sonrisa, que ahora mezclaba lástima y desprecio.
     —Para mí, ahora sois como corderitos afirmó, mientras colocaba el tercer y último collar. Así que sed buenos y os dolerá menos. ¿Entendido?
     Antonio asintió y le dejó apretar hasta combustionar su laringe. Cuando tiró de las cadenas para ponerlos a los dos en pie, amagó sin remedio un grito. No le extrañaba que Jesús hubiese padecido tanto intentando seguirle; tenían algún tipo de púas o piezas puntiagudas de metal engarzadas en la cara interna. Se llevó las manos al cuello para apartar el cinto lo bastante para reducir el daño. Aquel malparido, al darse cuenta, se rió.
      —Bonito, ¿verdad? dijo con una entonación infantil, dando un tirón más suave. Aquí nunca llegamos a usarlos. Yo… los reservaba por sí… había una ocasión especial. Uno no sabe lo que le depara la vida. Seguro que duele de cojones, ¿verdad?
     Una carcajada, un tirón y dos gritos silenciosos empezaron la lenta marcha. El cadenero con los encadenados detrás dejaron definitivamente el cuartucho de cemento y volvieron al patio.