domingo, 30 de septiembre de 2018


¿POR QUÉ LLORA EL BEBÉ COLORADO? -1º PARTE


Eh, Palo, ven aquí un momento.
     La voz de Bernardo le llegó desde la entrada de la casa de campo, seguida de un sonido de arrastre pesado. Su mujer suspiró, sabiendo de sobra lo que significaba: Había comprado otra cosa.
     Acudió a recibirlo brazos en jarra y con una mirada severa, pose que, pese a su escuálida silueta, sabía que le imponía bastante. En el umbral, el corpulento Bernardo se irguió, arrugando su cara como un pañuelo usado al sonreír, antes de cerrar la puerta empujándola con el talón. Sostenía su última adquisición por el borde superior con las dos manos.
     —No he podido evitarlo —le aseguró, a modo de excusa—. Lo tenían en un escaparate de Cáritas, tirado de precio.
     —Pues, sólo por eso, no valdrá…
     —No te creas; he comprobado que es original, y no reconozco la firma. Si lo identifico, y es alguien reciente, a lo mejor, en unos años…
     Paloma suspiró por la comisura derecha. Era la curiosa afición de su marido: comprar arte o, mejor dicho, especular con el arte.
     A Bernardo, dueño de un concesionario de Renault del que podían vivir los dos (ella era maestra de infantil y, no se engañaba, su sueldo no le hacía sombra ni a la planta del pie) le gustaba comprar baratos cuadros de artistas modernos en alza y obras menores no muy caras de autores famosos, esperando que el mercado las revalorizara. Desde que supo de su afición, le decía a su mujer que, algún día, le gustaría tener una colección para un museo, tipo el Thyssen.
     —Pero, de momento, me conformo con hacer caja con algún Eduardo Arroyo o Luis Gordillo que caiga, con mucha suerte —refunfuñaba, bajando afligido la frente.
     Ahora era Paloma la que bajaba la vista, para ver la pintura. Habían tenido el detalle de embalársela en papel marrón, marco incluido. Era rectangular, y no muy grande, de en torno a sesenta por treinta. Consiguió que arrugase la frente.
     Podría ser un retrato
     Un estilo anticuado, en opinión del experto de la casa, que ya casi no salía rentable, menos si el autor era muy famoso.
     —Bueno, ¿y puedo…?
     Ella, desde luego, no era una desentendida en arte; simplemente, le parecía que cambiaba demasiado, como las modas. Eso y que se resistía a pensar que las obras abstractas, que se suponía representaban los sentimientos personales en imagen, quedasen reducidos por los críticos a puñados de garabatos por los que se pedían disparates, por bonitos que fuesen.
     —Ahora. Vamos a la galería.
     El salón de su casa, pequeña pero sumamente lujosa, era totalmente blanco, para poder resaltar la decoración. El sofá era rojo vivo, la mesita de vidrio negro, y el mueble para el televisor de teca oscura. De las paredes, alineados en fila, pendían los clavos, destinados a hacer de la sala la galería de los Fernández—Lasheras. El mayor temor de Bernardo eran los ladrones, por eso había tenido la precaución de colocarlos sin ningún orden y enmarcados de la forma más barata, casi chapucera, posible. Confiaba en que así si, dios no quisiese, algún día les visitaba un intruso, pensaría que, aparte de un par de obras barrocas que podían pasar por imitaciones, las imágenes expresionistas, figurativas y abstractas eran regalos de un chiquillo de cinco años. Una idea que siempre fruncía las comisuras de Paloma.
      Dentro de poco, tranquila
      El salón tenía espacio para colgar hasta doce cuadros, la mayoría en la pared del fondo, diseñada por eso libre de ventanas, lo que siempre hacía que la sala fuese más oscura de lo corriente. En aquel momento, sólo seis estaban ocupados.
     Bernardo lo apoyó sobre el sofá, dándole la espalda, y desgarró el papel, dejando a la vista un marco de madera pintado de negro y el dorso blanco del lienzo.
      —Bien, ¿preparada? —le preguntó él, colocándose de lado lo justo para mirarla.
     Qué remedio.
     Asintió, cruzada de brazos. Bernardo, con una sonrisa torcida en la boca, se volvió. La primera acción de Paloma fue inclinarse para verlo bien.
     —Vaya, es…
    —¿Crees que he acertado? —le preguntó, entusiasmado.
     Silencio, necesitaba estudiarlo bien, identificarlo; antes de darle su juicio. No era, desde luego, lo habitual.
     A primera vista parecía algo abstracto, o hasta surrealista, hasta que se empezaban a identificar los elementos uno a uno. Había un cuerpo principal con algunos adornos ocupando todo el lado derecho y parte del centro, con un fondo naranja del que bajaba una pendiente elíptica verde hasta un suelo del mismo color. A Paloma le costó deducir que eran un cielo naranja y un suelo verde; algo no tan raro ni onírico si se asociaba al atardecer y a una loma. En la esquina inferior izquierda, sobre el verde, seguramente elegido por ser de color más claro, estaba el rayano retorcido de la rúbrica.
     De ahí pasó al elemento principal, de color azul oscuro y textura arrugada, con dos extensiones estrechas en primer plano acabadas en manchas de color rosa pálido, casi blanquecino. Manchas de una forma muy concreta.
     Paloma se levantó para verlo de pie, reconociéndolo por fin. Era un niño, un bebé, vestido con un bodi y las manitas sobre el regazo. Lo único normal del dibujo.
      Paloma inspiró, un sonido ansioso, al ver la cara, cuya mitad superior, nariz y ojos, estaba cortada por el final del lienzo. Era una cara de bebé, de mejillas anchas, labios gruesos para chupar de pecho y barbilla pequeña, con esa papada distintiva que sólo tienen los menores de dos años. Pero, en contraste con las manos, su piel era de un rojo suave, como el de la carne escaldada, y tenía la boca abierta; una apertura negra con una minúscula lengua carmesí que recreaba maravillosamente un grito.
     Durante la asimilación, se olvidó de que Bernardo todavía esperaba su respuesta.
     —Está muy bien… —reconoció.
     Hasta que ves lo que es, Dios.
     —Sí, te lo había dicho. —Fue con él en las manos hacia ella, dándole un beso en la boca—. Una de esas cosas que se encuentran por casualidad.
      Se volvió, yendo a la pared frente al sofá, dejándolo entre un Neuhaus en la pared derecha y el Viais sobre la tele, mirándolos.
      —¿Oye, has visto…? —se le ocurrió preguntarle, mientras veía cómo quedaba.
      —¿El bebé que llora? —se volvió Bernardo, con indiferencia—. Sí, me parece que transmite mucha… fuerza.
      —Sí…
     Era raro; supuso que le había atraído porque no era exactamente un retrato. Ella misma había visto ciertos cuadros expresivos capaces de contagiarle la desesperación, la pena y, entre ellos, la esperanza, de las figura retratadas. Nada de lo que le podía hacer sentir aquella imagen.
     ¿Por qué… le habrá quitado los ojos?
     Bernardo había sacado el móvil de su chaqueta azul marino, apuntando a su última adquisición. El flash siguió a la primera foto. Luego se arrodilló, haciendo dos todavía más de cerca. A la firma.
     —Bueno, voy a ver de identificarlo —le anunció, quitándose la chaqueta y dejándola sobre la silla de acero de la mesa a su derecha, pasando de largo por su lado—. Enseguida vengo.
     Ella asintió, oyendo sus pasos alejarse por los siete peldaños hacia el primer piso. Ella seguía mirándolo.
     ¿De verdad pensaba eso? ¿Qué estaba muy bien, que lo que transmitía era... fuerza?
     Sí, era un cuadro muy expresivo; de los de artistas genuinos. Se notaba que el autor o autora había puesto su alma para representarlo.
      ¿Pero qué?, se preguntó. ¿Qué intentaba trasmitir? La imagen, esos colores
     La idea de un niño sufriendo, quizás solo, como parecía, era horrible; sus impulsos inmediatos eran decirle que se calmase, cogerle, susurrarle mientras curaba sus heridas.
      ¿Heridas?
     Se acercó, con sus ojos enganchados al color anormal de su piel como moscas a la miel.
      ¿Se supone… que está herido?
       Estaba llorando, eso desde luego; aunque sin lágrimas.
     —He llamado a Miguel —su amigo marchante—, y a Lore —una amiga que había estudiado arte—, y les he mandado por correo las fotos. Puede que para mañana ya sepamos lo que es.
      —Vale…
      —¿Qué, te ha gustado...? —se le acercó la voz desde detrás.
     Paloma se contrajo con violencia, al sentir su mano sobre el hombro.
      —Perdón —se disculpó él, levantando las dos como si le apuntase con una pistola.
      —No, tranquilo —se calmó ella, por su lado.
      Y era verdad; no era para nada culpa suya. Puede que no le gustase, que le horrorizase… pero no podía dejar de mirarlo. Tanto que se había olvidado de que seguía con ella.

Esa noche, le anunció que tenía buenas noticias para la cena. Paloma, que no creía que hubiese tenido tanta suerte como para conseguir dos cuadros seguidos, se imaginaba sobre qué.
     Miguel me ha llamado antes de salir —explicó mientras enrollaba sus espaguetis con salsa boloñesa y queso padano rallado—. Cree que ya sabe el nombre del cuadro y su autor. Y he llamado luego a Lore, que lo ha comprobado y dice que sí, que puede ser.
      Paloma terminó de succionar un espagueti.
     —Muy bien. —Se limpió con su servilleta—. ¿Y es…?
    —Es de un artista americano de los ochenta, James Kijek. No me explicó cómo acabó aquí. Parece que fue un niño prodigio, empezó con paisajes, luego hizo retratos…
     —Como Picasso, más o menos —dedujo ella, apreciando la progresión hacia lo abstracto.
     —Sí, más o menos… aunque peor.
     Bernardo se giró en la silla, orientándose hacia el salón.
      —Ese cuadro… —Señaló con el tenedor, como queriendo ensartarlo—… lo pintó de adolescente, nada más cumplir los diecisiete, en el ochenta y ocho. Fue el último. Por lo visto, sufrió una especie de depresión muy fuerte o algo en el mismo periodo. Cuando acabó, parece ser que se fue de su casa y…
      Bernardo se encogió de hombros, ahorrándose el No se supo más de él.
      Paloma asintió, esperando enmascarar lo poco que le gustó saberlo.
      —El propio cuadro tiene su historia —siguió Bernardo—. Su nombre se sabe porque Kijet lo dejó escrito en un trapo, un trozo de tela sucio que usaba para limpiar, en su caballete. Se llama El bebé colorado.
     Paloma contrajo la garganta.
     —Qué original –dijo en voz alta, sin poder reprimirse—. Un poco más y sería Bebé colorado llorando.
     —Exacto, tú lo has dicho —asintió él despacio, admirado—. Es la gracia que tiene.
     —¿La gracia?
     —Sí. —Bernardo tragó, bebió un sorbo de agua y se limpió los labios—. Es el misterio del cuadro: por qué el bebé está llorando.
      Paloma lo miró, parpadeando una vez.
     —Es…una especie de misterio, como lo de de qué se ríe La Mona Lisa o por qué grita el de Munch.
      Paloma sintió que, si hubiese tenido la boca llena, se habría atragantado.
     —Vale… —Desvió la mirada—. ¿Y se sabe…?
      —Nadie lo sabe. Lo importante de este cuadro es que es muy poco conocido, y raro. No es de un gran maestro ni nada así, pero, para el interesado adecuado…
     Paloma hubiese preferido que lo dejase en el aire, le bastaba con saber que bastante. Pero Bernardo no se resistió y, cuando dijo que mínimo veinticinco mil, casi regurgitó como una canaria.
     Al acabar, cada uno recogió su plato y sus cubiertos. En su casa ni tenían que preocuparse por fregar porque tenían el lavavajillas y platos de sobra para eso. El chalet estaba ubicado a las faldas del Carrascal Negro, desde donde se podían ver los montes de Tibi y Jijona; una imagen inspiradora. Bernardo ya vivía ahí antes de que se conociesen; Paloma había pensado más de una vez si eligió el sitio por sus connotaciones artísticas: las pocas ventanas parecían cuadros en sí mismas. Aunque, lo que también pensaba, y no pocas veces, era que su marido quiso ser pintor o algo por el estilo, pero no tenía talento ni técnica suficiente, conformándose, por ello, con lucrarse con las obras de otros
     Fueron a ver las noticias juntos, acabando el día con la información deportiva. Las series y películas de la noche podían ser entretenidas, pero estaban cansados y tenían que madrugar.
     —Y eso que aún no han cambiado el horario —solía lamentarse él al respecto.
     La atención de Paloma esa noche, sin embargo, no estaba en los avances judiciales del enésimo caso de corrupción política, de un atentado suicida en Irak ni en un accidente múltiple con tres víctimas en la M—30; no en la tele sino en la tela a su derecha; con su figura vestida de azul de manos sonrosadas y cara enrojecida.
     Conque hay que saber por qué lloras. ¿Y me lo vas a decir?
     Dedicó un lapso de treinta y siete segundos seguidos a mirarlo. Bernardo, distraído, no se dio cuenta.
     Se acostaron, cada uno en su lado de la cama, abrazando un extremo de la larga almohada común. Era normal que uno de los dos amaneciese a la mañana siguiente abrazado al otro, pero solían reservarse las caricias genuinas para el fin de semana.
       Esa noche, sin embargo, mientras Bernardo respiraba suavemente de lado, Paloma mantenía la almohada bajo su cabeza, las manos extendidas y los ojos cerrados. Estaba cansada, y la quietud de fuera la ayudaba a relajarse, pero no podía dormir. ¿Por qué?
     Empezó a darse cuenta de que fuera no todo era silencio. En el patio tenían un eucalipto, que hacía crujir sus hojas con el viento. Y, estando en el monte, no faltaba el canto de los insectos y hasta el grito ocasional de algún búho; todas cosas que sabía que estaban fuera y, por algún motivo, esa noche a ella le preocupaba oír algo, lo que fuese, dentro; con ellos.
     ¿Qué te pasa, chica; tienes miedo de que entren a robar? ¿De que ese… cuadro atraiga a los ladrones?
     No fue capaz de responderse, limitándose a apretar los párpados.

Paloma acabó definitivamente a las seis, yendo tranquilamente a comprar algo de comida y lejía y volvió a su casa conduciendo despacio. Despacio, pero ansiosa.
       Estaba cansada, aunque segura de que consiguió dormir algo la noche anterior; tan segura como de que no fue todo lo que debería. Se había sentido nerviosa, por algo.
      No, no creo que sea el cuadro…
     Por si fuese poco, la clase de los Conejitos había parecido más la de los periquitos: llevaba el llanto de siete niños distintos clavado en los tímpanos, cada uno por un motivo. Mario se había caído al suelo mientras corría, Lucía se había mordido el labio sin querer, a Lore no le salía la figura de plastilina, Pablo y Alonso se habían peleado por un juguete, a Almu parecía que algo le había sentado mal y Carlos, simplemente, estaba cabezón.
      Los niños lloraban, claro estaba; lo sabía ahora y lo sabría por siempre. Llevaba tiempo pensando en decirle a Bernardo que era la hora del bebé; quizás ese mismo fin de semana sería un buen momento. Les iba bien (y mejor si él no se gastase tanto en cuadros), y ya llevaba mucho tiempo esperándolo. Y era por motivos que ella entendía, y sabía aliviar.
     ¿Pero por qué lloras tú?, se dijo, al pasar por el salón para quitarse la chaqueta. Ese color, ¿es porque estás desollado?
       Se quedó, como el día anterior, mirándolo varios segundos; luego se acercó hasta estar frente a él. Levantó la mano derecha y apoyó el índice en el borde superior de la cara, bajándolo con suavidad hasta cruzarle la boca.
      ¿Qué sintió? Nada; sólo era una pintura. ¿Esperaba otra cosa?
     Pensar en eso le hizo dar un paso atrás; ni lo sabía ni estaba segura de querer saberlo. Puede que el cuadro no fuese una belleza, pero ya había visto otros así en su salón; la mayoría peores, con peor técnica o que le sugerían imágenes más repulsivas. Pero aquel…
     Salió del salón, a ocuparse de sus cosas. No volvió a verlo hasta antes de acostarse, consiguiendo prestar atención al presentador de Cuatro y no a él.

—¿Has pensado cuando lo vas a vender? —le preguntó en cambio ese sábado por la tarde.
      —Pues… —Levantó la frente, parecía que a punto de tumbar el sillón de espaldas—. He hablado con Miguel; puede que en un mes, si encuentra comprador…
     —¿A comisión? —inquirió.
     —Depende… La única forma de sacar el máximo sería anunciándolo internacionalmente, por internet o con una subasta. Así podríamos rebasar el precio máximo.
      —Vale.
     No le dijo que lo que quería era quitárselo cuanto antes de encima y, por suerte, él no se dio cuenta.
     Esa noche, a petición de ella, hicieron el amor. Se tumbó, otra vez de espaldas, mirando un poco a la oscuridad del techo, intentando distinguirla de la del resto del dormitorio, antes de cerrar los ojos.
     Paloma siempre había sido un poco nerviosa, aunque era la primera vez que le costaba dormir. Llevaba así cuatro días, desde…
     Rebufó, confiando en que Bernardo ya se hubiese dormido. Sí, era desde que tenían al dichoso Bebé Colorado, pero también era verdad que los niños habían estado particularmente revoltosos, había tenido que allanar una verdadera montaña de papeleo en la guardería y su ansiedad había aumentado al pensar en lo que habían hecho… y en lo que vendría después.
      Esperaba que el cansancio acumulado y la actividad de la noche la ayudasen a dormir. Y a soñar.
      Empezó con los sueños artificiales: imaginando. Cómo sería, que lo que acababan de hacer lo había conseguido.
      ¿Niña o niño? ¿Importa; prefiero uno de los…?
     Le pareció sentir algo dentro de ella, como anunciando la concepción. Sonrió, satisfecha.
     ¿Cómo será? ¿Castaño claro como yo, moreno como Bernardo, o algo entre medias? ¿Y será más alto o más bajo?
     Lo veía, creciendo en sus entrañas, formándose hasta rebasar la barrera de los nueve meses. La cabeza redonda sobre un cuerpo pequeño, apoyado sobre cuatro miembros rollizos y cortos.
    Y se reirá, me llamará mamá… y llorará.
     Casi le pareció oírlo, haciéndola sonreír.
     Para decir que tiene hambre, que hay que sacarle los gases, cambiarle el pañal…
     Y no paraba de llorar.
     Paloma intentó retener su imagen en la cabeza, donde pudiese verlo, conservarlo. Mientras los llantos crecían, la figura de su bebé empezó a perderse.
      ¿Qué…?
     Lo vio desaparecer, angustiada … No, seguía allí, pero tapado; por una figura también pequeña pero más grande, que llevaba un amplio vestido colorido. Un babi de colores. Y había otro, y otro al lado, una docena de niños y niñas unos junto a otros, llorando a coro; tan alto que su cabeza tembló como gelatina…
     Al abrir los ojos, reconoció la mesita a la izquierda de la cama. La ventana estaba entreabierta, y Bernardo, frito del todo. Se incorporó un poco. Se había formado una película de sudor sobre su frente.
     ¿Qué ha sido eso? ¿Una señal? ¿Un presagio? ¿Voy a ser la madre de los veinte hijos?
     Intentó reírse, la única forma que se le ocurrió tanto para calmarse como para negar esa posibilidad. Quería uno, o dos o tres, pero no tantos; y en realidad, sabía bien lo que representaba ese sueño. Se frotó los ojos. Eso sí era llevarse el trabajo a casa. Había convertido a los Conejitos en fantasmas acosadores.
     ¿Y vosotros, pequeñines, me vais a decir por qué lloráis? 
     El sueño dejó de hacerle gracia, mientras se tumbaba de lado sobre la almohada, tardando casi media hora en dormirse, a base de mantener los ojos bien abiertos y los oídos alerta. La casa estaba vacía, no se oía nada en los pasillos ni nada se movía en la planta baja. Simplemente, quería dormirse estando segura de eso.

El lunes, Paloma podía hacer muchas cosas. Limpiar un poco el salón, poner una lavadora, hacerse la prueba de embarazo pasados dos días o no hacer nada. En vez de eso, se fue al ordenador del estudio de Bernardo, al que acudía a buscar nuevos libros infantiles que mereciesen la pena, enterarse del estado de la comunidad educativa u oír alguna canción que le gustase en YouTube. Pero no esa tarde.
     Le dedicó dos días, queriendo asegurarse, antes de sacarle el tema a Bernardo. No quería parecer una obsesa, o peor, una loca.
      Aunque no se acordaba bien del nombre del autor, sí se sabía, y bastante bien, el de la obra y, aunque seguramente hubiese acabado antes metiéndolo en Google, empezó por otro tema.
     Lo que escribió en la pestaña del buscador fue Cuadros Malditos.
     Vio cuatro páginas distintas, buscando ver cuantos más mejor, y aunque había muchos repetidos, la verdad era que no se esperaba tantos. Ni con esas historias.
     Uno particularmente desagradable se llamaba El hombre angustiado, y se parecía bastante al tono de piel de su bebé desollado. El texto mencionaba que el autor, un perturbado mental, uso su propia sangre para pintarlo, cosa que no la tranquilizó; como que sus propietarios, la familia Robinson, dijesen oír gemidos y gritos de angustia cerca de la pintura.
     Pero, lo que de verdad asustó a Paloma, de mente abierta pero racional, de la sucesión de leyendas urbanas e historias de terror, fue otra cosa: la cantidad de supuestas pinturas malditas donde salían niños.
      Un retrato de una niña rubia vestida de blanco, llamado Cartas de Amor, en Austin Texas, provocaba malestar y sensación de enfermedad a los que lo miraban, que decían, aseguraban, que la niña levitaba. Había una colección completa de ellos, los 27 Niños llorando del genovés Bruno Amadio, que se decía provocaban que las casas de sus dueños se incendiasen, quedando como únicos objetos supervivientes al fuego. Se decía que la única forma de evitarlo era regalar un cuadro a una persona que ya tuviese uno, porque sólo se evitaría colgando un cuadro de niño junto a otro de niña.
      Pero no fue hasta la cuarta página que sus vértebras se tensaron contra el respaldo de la silla. Ahí estaba. El bebé colorado, de James Kijek.
        El artículo empezaba Se cree que los que intentan resolver el misterio de esta obra (por qué llora el bebé) acaban siendo víctimas de la desgracia. Luego empezaba con la introducción. Kijek, el autor, fue un niño prodigio de la pintura, incentivado, por lo visto, por su padre, Stanis Kijek, un reputado pediatra de origen polaco. Ya en la adolescencia, y como dijo Bernardo, el autor lo pintó durante un cuadro grave de depresión…

domingo, 23 de septiembre de 2018


QUE DISFRUTEN EL MOMENTO

Todos llegaban, como estaba planeado. Hola papá y mamá, hola hermanos, hola familia.
     —Hola a todos —iba a recibirlos a la entrada del chalet, pagado en solitario con su trabajo en la inmobiliaria. A su lado, Estrella sonreía con cierta timidez.
      —Buenos días, cielo —le dijeron sus padres, que llegaron acompañados por su abuela paterna y su abuelo materno.
     —Que hay, capullo —lo saludó Joaquín al llegar, con su coche deportivo y sus gafas de sol, poniéndole una mano en la cabeza como hacía cuando eran pequeños—. Me alegro de verte.
     —Hola, Edmundo —llegó Martina con Antonio y sus dos hijos, Ada y Hugo—. Felicidades.
     —Gracias.
     —¡Tío! —La niña mayor se tiró sobre él, rodeándole la cintura mientras el bebé de dos años hacía lo propio con su pierna, plantándole un beso baboso en los vaqueros.
     Edmundo se agachó para besarlos a los dos.
     —Me alegro de verte —llegó Emilio poco después, dándole un abrazo.
     Luego llegaron los tíos Fede y Reme con sus primos Jorge y Olga, y el primo segundo Pepe, quedando la familia reunida a dos minutos exactos de las diez.
     —Bueno, y ahora…
     —Tranquila —le dijo al oído a Estrella, antes de besarla en la frente—. Ya lo tengo todo preparado.
     Y así era. Se había levantado a las siete, preparando la mesa y dejándolo todo listo para servir. Sólo había que calentar la comida, sacarla y servirla.
     Esa era, decía siempre Estrella, una de las cosas que más le gustaba de él.
     —Ahora disfruta del momento, como hacen ellos —recomendó.
    Sus abuelos habían subido al porche, sentándose su abuelo en una mecedora y la abuela en una silla de mimbre a la sombra. Martina y los niños se habían puesto el bañador e ido a la piscina, metiéndose despacio al comprobar que el agua seguía fría. Sus padres salieron poco después, llevando una bandeja con agua para los demás, mientras los hombres se sentaban en el banco sobre el césped, por si había que tirarse corriendo a la piscina, y las mujeres rodeaban la casa, paseando mientras charlaban.
    Su actual novia, ex compañera de la facultad y amiga desde mucho antes, se retiró un momento a ponerse el biquini y se tumbó a tomar el sol en una de las hamacas que bordeaban la piscina; su ancho sombrero de paja y sus gafas de sol le convencieron de que, casi seguro, lo que iba a hacer era echarse una siesta rápida. Desde el banco, Antonio, Joaquín, Emilio y Fede la miraban. Edmundo meditó sobre si debería sentirse celoso.
      Por favor. Seguro que son ELLOS los que están celosos de mí.
      —Cuidado… —la avisó, al darse cuenta de...
     Demasiado tarde; Jorge se lanzó de chapuzón, salpicándola con el agua fría. Frente al asombro consternado de Estrella, con el sombrero todavía puesto y chorreando, su recientemente prometido rió, callándose cuando un manotazo en la espalda le sorprendió.
     —Siempre que vengo lo digo, Edmundo —se acercó a él su padre, que se había llenado un vaso de cristal de la cocina con Nestea—. Te lo has montado de maravilla.
     —Lo intento, papá.
    —Y sobre todo —murmuró, mirando atrás, hacia el porche—. No pensaba…
    Bajó la mirada, sonrojándose un poco. No soportaba ese tema.
    —… que al final… dieses ese paso.
    —Papá…
     —Sí. —Joaquín se había levantado, uniéndose a la conversación—. Siempre pensé que morirías soltero.
     Su hermano más pequeño y su padre le ensartaron con la mirada.
     —¿Qué? Algunas veces, hasta pensábamos que no te gustaban las…
     —Joaquín… —pronunció su padre con los dientes apretados, antes de lanzarle una colleja; la reprimenda suprema habitual desde que tenía siete años—. Ya vale…
     Sin embargo el castigado (que podía presumir de dos divorcios y cero preocupaciones) se reía, tanto como su progenitor y su hermano ahora. Para eso había reunido a la familia. ¿Para decir lo que todos sabían ya? No, era sólo una excusa para disfrutar juntos.
    Y así será, se recordó, si todo va como debe.
     La mañana avanzó. Los tres niños y el bebé, arrugados por el agua, salieron envueltos en toallas, secándose lo justo para ponerse a jugar en el césped, persiguiéndose entre ellos, pasándose una pelota hinchable, disparándose agua o buscando cochinillas. Las mujeres se reunieron bajo el porche para continuar su charla mientras fumaban, bebían agua, cerveza o refrescos sin gas. Los hombres las imitaban en su retiro de la parte trasera, con más cerveza que otra cosa, mientras tía Reme y los abuelos, ocupando ahora el banco, vigilaban a sus nietos con función meramente presencial. Nada malo podía pasarles.
     Fuese a donde fuese, se oía el movimiento, las risas, la vida. El sonido de la felicidad.
     Antes de la una, Edmundo se acercó a Estrella, la (futura) nueva inclusión en la familia, todavía con el sombrero y las gafas, mientras hablaba con sus futuras suegra y cuñada. La cogió por la mano y se la llevó discretamente aparte. La besó.
     No muy lejos, oyó reír a Ada, Jorge y Olga, espiándoles.
     —En media hora, me pongo a prepararlo todo.
     Hacía un buen día, y el escenario final de la comida había sido objeto de debate. Al principio pensaron en hacerlo fuera; sólo había que mover dos mesas y sacar las sillas. Pero las moscas, avispas y mosquitos empezaban a conglomerarse, ignorando mayormente la lámpara antiinsectos del porche, por lo que Edmundo prefirió hacerlo dentro.
     —Te acompaño…
    —No, sólo quería que lo supieses —le dijo, dándole otro beso—. Tú haz como los otros: disfruta del momento.
    Media hora después, había apagado la parrilla y el horno de la cocina. Los quince platos planos de cerámica (sin contar el de Hugo, al que sus padres colocaron en una sillita portátil entre ellos) habían sido servidos, junto al tenedor y cuchillo sobre una servilleta de tela para que cada uno se sirviese con la oferta servida.
     —¡A comer! —Se asomó afuera y gritó lo justo para llamar a todos.
     —Vaya, Edmundo, cuanta oferta —observó Emilio al entrar y ver la mesa—. Si te gastas esto en una comida familiar, ya me dirás cómo va a ser el banquete de bodas…
     —Yo creo que podría reutilizar lo que sobre —opinó Joaquín, atrayendo sobre él varias miradas represivas.
     —Bueno, mientras esté todo bueno —zanjó el tema la abuela, haciendo rechinar las piezas de su dentadura.
      Edmundo no había escatimado en gastos; debía de ser una comida perfecta… para lo que sería ese día.
     Había dispuesto sobre las dos mesas cuatro platos con pan de medio kilo cortado en rodajas, junto a dos bandejas con cuatro tipos de pates y otras dos con cinco quesos untables distintos y sobrasada. Había también otros tantos platos con un surtido de ibéricos y otro con queso manchego, de cabra y Gouda, dos ensaladas con salados con sus respectivas catalanas, vinagreras y saleros para aliñarlo al gusto. Había una fuente en el medio con filetes con ajos tiernos y embutido a la plancha, y cuatro enormes lubinas al horno con vino tinto y patatas con cebolla. Para beber, todas las opciones; desde botes de Coca-Cola y Fanta de sabores para los más pequeños a cerveza, Acuarius y dos botellas de vino, un Antitori tinto y un Do Ferreiro blanco para los mayores.
     Sin ser una comida de cinco estrellas, si constituía un verdadero banquete, y a un mejor precio.
     —Que cada uno se sirva lo que quiera —anunció el anfitrión, ocupando la cabecera de la segunda mesa con Estrella a su derecha y su abuelo presidiendo el extremo contrario. Las cucharas echaban y los tenedores pinchaban; pronto el salón se llenó del frote de metal sobre cerámica, bocas mascando y gemidos de gusto.
     —Está todo riquísimo —fue la primera en hablar Martina, a la que su hermano dio las gracias sonriendo.
     —Sí, podrías hacerte cocinero y montar uno de esos restaurantes de lujo —opinó Pepe, mirándole.
     —A lo mejor, algún día… —murmuró la sonriente Estrella.
     Su voz se cortó al sentir la mano de Edmundo apretando su cintura, captando el mensaje. No hables de eso, es demasiado pronto.
     Todavía no.
     —A la hora del postre.
     La comida duró apenas cuarenta minutos, en los que se habló muy poco; todos tenían demasiado ocupada la boca. José charló de su ascenso en la fábrica de grava; Martina de la nueva guardería a la que iban a llevar a Hugo; Olga de que iba a empezar el instituto y Emilio de cómo le iba en la tienda de informática.
     —Puede que yo sea el próximo en buscarme un chalet —aseguró—. Y en encontrarme una novia de verdad.
     Todos rieron más o menos; atento a todo y feliz por ello, sólo podía escuchar, intentando sin lograrlo no mirarles y mantener su sonrisa a base de fuerza.
    Por fin llegó el momento del postre, pero antes, quería hacer un brindis. Fue a la nevera y volvió con dos botellas, una de cava y otra de sidra. Luego empezó a llevar las copas, tardando tres viajes en repartirlas todas.
     Cada uno se sirvió lo que quiso; los más jóvenes, Emilio y los abuelos sidra.
    —Por nosotros, en este día —inició de pie el brindis—, en que voy a hacer un anuncio…
    Puso la mano en el hombro de Estrella, la señal para que lo acompañase. Los ojos de todos los que los veían brillaban de emoción; sabían lo que venía ahora. Sólo necesitaban confirmarlo.
     —Estrella y yo —dijo, sus dedos entrelazados sin llegar a coger al otro—. Vamos a casarnos.
     Y se besaron.
     Hubo una salva de felicitaciones, sus abuelos, su madre y tía Reme empezaron a llorar, los pequeños aplaudían, imitados por el bebé. Joaquín alzó la copa.
    —Enhorabuena —les felicitaron Emilio y Martina, levantándose para abrazarlos.
    —Sí —añadió Joaquín cuando le tocó el turno—. Todo un milagro.
     Edmundo agachó la cabeza, sonrojándose entre las risas nostálgicas y los aplausos de felicidad.
     Sí, Edmundo había tenido el futuro asegurado: era listo y trabajador, la eterna combinación ganadora. Su futuro personal, sentimental, era lo que se presentaba ante su familia como una incógnita.
     Siempre había sido un chico tímido. Introvertido. Solitario. No le gustaba estar con otros niños, salir a jugar, viajar. Prefería gastar el tiempo libre viendo la tele, jugando a videojuegos o leyendo en su habitación.
      —Es un poco vago —habrían dicho los que no le conociesen. Sus padres, para los que no era el caso, sólo podían ver a su tercer hijo con preocupación, viéndole pasar de niño solitario a joven solitario y de joven solitario a adulto solitario. De no jugar con niños pasó a no salir con amigos y a no buscar novia. Hasta ahora.
      Había sido uno de esos misterios occidentales; un enigma al que, si preguntasen buscando la respuesta, se habría encogido de hombros, sin ganas de intentar responder.
     —Muy bien, y ahora… —Dio una palmada—. Esperad mientras traigo el postre.
     Él no se lo había dicho nunca a nadie, pero sabía perfectamente el motivo de su retraimiento: la tristeza. O, mejor dicho, sabía cuál era el culpable.
    Abrió la nevera. Había hecho dos tartas, una de queso con mermelada de fresa y otra de galletas María con chocolate fundido y leche. Ambas totalmente caseras, con un ingrediente especial.
    El mundo.
     Las llevó hasta la mesa, volviendo apresuradamente a por el resto: los platos, las cucharillas y la espátula para cortar y servir. Todo de metal y cerámica, lo mejor. Aquel era un momento solemne; no quería ensuciarlo con vulgar plástico barato y desechable.
     El mundo, el mayor mentiroso o la mayor mentira, lo mismo daba cual de los dos fuese, que jamás haya existido. En sus libros, en sus televisores, sus iconos, sus noticias y sus gentes, nos hace creer que es bueno, que aquellos que han logrado el prodigioso milagro de vivir son afortunados.
      —Bueno, id diciéndome… y os voy poniendo —anunció, dando inicio al aluvión de manos alzadas, especialmente desesperadas en el caso de los niños y los adolescentes.
     ¿Pero era así?
     Primero los abuelos; los dos quisieron probar la de chocolate.
     ¿Se podía ser feliz en el mundo, tal y como era? Un mundo bajo continua amenaza; de la guerra o el terrorismo, la enfermedad o el cambio climático. Demonios reales a los que el imaginario intenta exorcizar con promesas y noticias de paz y concordia pero que siempre siguen allí, desapareciendo sólo durante los intermedios.
     Jorge y Olga también. Ada, curiosamente, prefirió la de queso.
     ¿Se podía ser feliz, en medio de la miseria ajena? Familias, no muy distinta a esa en composición pero sin nada que celebrar, demasiado ocupados en sobrevivir. Niños famélicos y enfermos con padres explotados y desafectivos aún más enfermos, que acababan igual de muertos; en las mismas tumbas sin nombres. Miserables que compraban el dolor y la inocencia de gente inocente, parapetados por el todopoderoso dinero, la única religión verdadera. Victimas indefensas que sólo podían correr, correr y huir sin descanso hasta que sus pies sangraban y sus huesos se rompían, sólo para encontrar la indiferencia y el desprecio del mundo.
     Somos civilizados; sus problemas, no los queremos aquí. Haberse quedado en su sitio. Mala suerte.
     Sería un bonito cartel de bienvenida, para colgar en cada paso fronterizo y aduana.
     Antonio quiso de queso. Martina también, para darle de probar al bebé, que milagrosamente, sólo se había manchado la boca durante la comida. Parecía un pequeño payaso.
     ¿Se podía ser feliz, sabiendo que el futuro era incierto?
     Frente a él, a lo largo de toda la mesa, su familia comía. A su lado, Estrella había cogido un pedazo pequeño de cada tarta.
     —¿Y tú, no te pones? —le llamó la atención su madre.
     —Voy a esperar —dijo, sentándose—. Estoy un poco lleno, y así, si quiere repetir…
     —No fastidies —intervino el tío Fede—. Si lo has hecho tú, como no va…
      —Precisamente por eso, papá —intervino Jorge—. Él puede hacerlo cuando quiera.
        Sí, claro que sí. No tengo prisa en probar estos postres.
     No importaba adonde mirase, a quién; sólo veía la ilusión del momento rota, desgarrada por la realidad.
     Veía a los niños pequeños, pensando en lo que les esperaba. Un futuro de mascotas alegres estampadas en bolsas de tiendas de juguetes, colas en el cine y fiestas de cumpleaños. ¿O un futuro de bolsas de basura, cielos sobre la cabeza y colas frente a contenedores, buscando comida?
      Veía a los jóvenes, soñando con la fama, la aceptación y el futuro. Su panorama era aún más negro; el de la falta de trabajo, de esperanzas y expectativas y, a la larga, el consumo de sustancias, el aislamiento y el conflicto con los padres; culpándoles por no haberles revelado nunca la terrible realidad de su futuro. Podían saber que no existían los Reyes Magos, pero no que tampoco tendrían un trabajo digno.
      Miraba a sus hermanos y primos. Un futuro de visitas al súper, de dudar qué ropa ponerse para ir al trabajo y qué día llevar el coche a la revisión. Un futuro de monotonía sólo rota por la frustración, muchas pequeñas rabietas acumulándose hasta caer como una avalancha; rompiendo la familia, el hogar y a ellos mismos. Desamor, conflicto, separación, odio y disputa; quizás incluso… engaño, violencia. Y asesinato.
     Y miraba a sus padres, a sus tíos y a sus abuelos supervivientes. Supervivientes, esa era la clave de la frase. Lo peor de todos ellos. Aquellos hombres y mujeres buenos, amables, se entregarían al tirano más brutal e implacable de todos (aunque justo, a su modo): el tiempo. No sólo sus caras se cubrirían de arrugas y su pelo se volvería blanco, confiriéndoles la cara de abuelito que todos, desde niño, aprenden a reconocer, respetar y querer. También desharía sus cuerpos, cada vez más débiles y cansados, con artritis; dejaría sus ojos cada vez más apagados y opacos por las cataratas, incapaces de ver lo bueno del futuro o de sus descendientes; llenaría sus cuerpos de cáncer. Uno u otro, ¿importa que sea en el pulmón, el estómago, la próstata o el útero? Sí, podían curarse, si se cogían a tiempo; tiempo que, a su edad, solía con demasiada frecuencia haber pasado hacía mucho.
     Era aquel un momento inevitable; ellos en la cama del hospital conectados a un respirador, con una sonda en el brazo y (quizás) con una bolsa o un tubo recogiendo sus excrementos, espectros de lo que fueron, los verdaderos fantasmas. Los que dan verdadero miedo; no como las mujeres traslúcidas y las sábanas animadas que se mueven arrastrando cadenas en los cuentos de terror.
      Una solitaria lágrima escapó por el borde de su ojo, contagiándose a más de un comensal. No, él no podría pasar por eso; jamás podría soportarlo…
     —Edmundo. —Se contuvo; su madre parecía haberse dado cuenta—. ¿Qué te pasa?
      Aquel día, aquel momento, era una excepción, una rareza entre lo común. De aquel breve descanso luego cada uno volvería a su vida. A su trabajo y sus ocupaciones, con su estrés y sus frustraciones. A distanciarse de los otros, viéndoles cada vez menos, olvidando aquel precioso afecto que habían exhibido ese día; conservado el resto desde entonces sólo para contadas ocasiones de celebración como aquella.
     Se mantuvo callado. Ahora todos le miraban.
     —No, nada. Sólo…
     Era mejor dejarlo todo así y ahora, con todos felices y habiendo disfrutado.   
     —Estaba pensando… en cuánto os quiero.
     Consiguió contenerse, sin romper a llorar.
     En la mesa todos seguían mirándole, pero nadie dijo nada. Estaban demasiado ocupados luchando consigo mismos.
     Las respiraciones se volvían profundas. Los párpados pesados. La consciencia, evasiva.
     Uno a uno, atrapados entre la silla y la mesa (lo que evitaba que cayesen al suelo o diesen con la cabeza en el plato) se durmieron; hasta el bebé quedó tendido sobre el platillo de su sillita.
     Edmundo, el único que seguía despierto, se levantó. Aquel ingrediente era de efecto lento, pero actuaba rápido; una vez probado el sueño era inevitable. Volvió a la cocina, a por el último plato de aquella comida      familiar. Podría haber esperado más, darle al día tiempo de acabar, de disfrutarlo más. Pero no podía arriesgarse, podría pasar algún imprevisto; un achaque en alguno de sus abuelos, que alguno de los pequeños tropezase y llorase, que Martina sufriese de vértigo o que Pepe bebiese demasiada cerveza. O peor, podía arrepentirse.
     De una alacena, escondido, sacó un pequeño estuche rectangular de metal. Volvió con él a salón.
     Hemos vivido, reído, llorado y disfrutado de este momento juntos, pensó. Ahora nos iremos también juntos, adonde sea.
     Abrió el estuche, que contenía dieciséis viales con una aguja en el extremo. Administró cada una en el brazo, seguida de un beso sonriente en la frente sonriente de los durmientes.
     Una vez terminó, volvió a la cocina, al mismo armario del que sacó el estuche. No quedaba una última inyección dentro para él; aunque no le gustaba admitirlo, toda su vida había tenido miedo a las agujas.
      Allí estaba la botella con que había llenado las jeringuillas.
      Volvió a su asiento en la cabecera para, antes de dudar, antes de que el temor pudiese disuadirle, bebérsela de un trago, el más largo (y amargo y dulce a un tiempo) de su vida. Una vez acabó, la dejó rodar a sus pies y se desplomó en la silla. Extendió la mano derecha, enterrando el índice en la tarta de queso de Estrella y el corazón en la de chocolate, para luego chupárselos sucesivamente.
     Es verdad, reconoció. Están muy buenas.
     Se miró los dedos, sonriendo. En otro tiempo, aquel acto le habría parecido impensable, repulsivo. Pero Estrella, quien había comido de esas raciones, iba a ser su mujer, con la que estaba decidido a compartir su vida con todo lo que implicaba: casa, cama, besos, fluidos. Y qué demonios, ¿acaso era aquel el mejor momento para preocuparse por los gérmenes?
     ¿Les habrá hecho ya efecto?, se preguntó, viendo que todavía respiraban apaciblemente, sólo dormidos de momento.
    No iba a ser un acto discreto para siempre, por supuesto; alguien en alguna parte echaría en falta a alguno de los ocupantes de la mesa; el puñado de nombres daría lugar a un fino hilo que se seguiría hasta allí… y entonces, la prensa y los noticiarios estaban de enhorabuena, teniendo con qué entretenerse por lo menos media semana.  Podía imaginárselo; todo serían preguntas. ¿Por qué, por qué?
    ¿Por qué Edmundo Fuertehijar, el exitoso inmobiliario, había asesinado a todo su familia, a su prometida y se había suicidado? ¿Disputas por la herencia? ¿Violencia doméstica? ¿Estaba loco?
     Edmundo sonrió al pensarlo.
      Que piensen lo que quieran. Sólo saben mentir y creer la mentira. Yo me llevo la verdad conmigo.
     Adiós, por si acaso. No sé adonde vamos, ni si llegaremos allí todos juntos. Sólo espero que, si lo hacemos y podemos volver a hablar, si no darme las gracias, si seáis capaces… de perdonarme.
      Aplastó las lágrimas de sus ojos con los párpados, reprimiendo sus gemidos mientras esperaba que el sueño le llevase con ellos.

—¿Estás bien?
     La pregunta la había hecho Ada, rompiendo el silencio.
     —¿Qué? —parpadeó.
     —Te noto raro…
      Edmundo suspiró, relajándose, mientras dejaba la segunda tarta en la mesa.
     —Estaba pensando —respondió, esperando contentar a la niña pequeña.
     —¿En qué? —se interesó Estrella, alargando el brazo para acariciarle.
     En lo mucho que os quiero. En lo que estaba a punto de hacer…
     Ahora los veía, los rostros familiares, jóvenes o viejos, queridos, confiados…
     Se dio la vuelta.
     —Edmundo… —le llamó su madre.
     —Tengo que ir un momento al servicio —se excusó—. Id sirviéndoos. No me esperéis.
     Se fue deprisa, simulando algún trastorno intestinal, dejándoles en silencio, ¡¡. Una vez en el servicio, en cambio, no hubo diarrea o nauseas.
     Hubo lágrimas. Que no pudo limpiar con el agua.
    ¿Seré capaz? ¿Seré capaz de hacerlo, ahora, o algún día…?
     Se secó, procurando serenarse rápido, antes de que Estrella, su madre u otro llamase a la puerta, preguntando por él, preocupado.
     U oliéndose algo.
     Se alisó la ropa, se secó la cara, y salió, en menos de dos minutos.
     Que ya esté, que estén durmiendo…
     Sintió sus piernas quedarse sin fuerzas, a medida que volvía a la mesa.
     Seguían en su sitio, mirándole. Ninguno había probado las tartas. Ni siquiera las habían servido.
     Le esperaban a él. La familia no estaba completa sin él. No podían disfrutar igual sin él.
     —Ya estás— anunció Martina al verle—. ¿Estás mejor?
     Si, gracias.
     Se sentó junto a Estrella, que le miraba, preocupada.
     ¿Qué te ha pasado? —quiso saber Jorge, curioso.
     Hijo, eso no se pregunta en la mesa le recriminó el tío Fede.
     Exacto coincidió su abuelo.
     —Bueno, ¿vas a hacer los honores de una ves? —le pidió Joaquín, señalando a las tartas.
      Así lo hizo, consiguiendo sonreír al final. Ya no le quedaban lágrimas que escapasen. Y sus manos no le temblaban.
     ¿Y tú, no te pones? —preguntó su madre.
     La miró. No era tan raro, después de lo del servicio.
     —Sí. Ahora.
      Fueron dos trozos, pequeños, uno de cada. Levantó su cuchara, viendo comer a los otros.
      Puedo dormir. O seguir despierto…
      Antes de que preguntaran, cogió un trozo de la de la tarta de queso. Sueño o consciencia. Mermelada y queso. Lava y nubes. Infierno o salvación.
      Una anécdota de otra comida familiar… o…
      Se quedó mirándola, sin tomar su decisión definitiva, por fin, hasta que Estrella le preguntó si le pasaba algo.