domingo, 7 de octubre de 2018

¿POR QUÉ LLORA EL BEBÉ COLORADO? -1º PARTE FINAL


—¿Cuándo vais a venderlo? —decidió ser tajante esa noche, mientras cenaban lomo adobado.
      —Cuando podamos…
     Bernardo fue bajando la voz mientras subía la mirada, asombrado. Había detectado su tono, y peor, su miedo.
     Paloma, avergonzada de repente, se centró en su plato.
     —Palo, cielo… —Alargó la mano hasta dejarla con suavidad sobre la suya—. ¿Qué te pasa estos días? ¿Es por lo de que…?
      —Ese cuadro no me gusta —confesó, evitando mirarle; aunque la carne hecha y rosada con un reborde anaranjado que tenía debajo, de repente, no le parecía una imagen más atrayente.
      Bernardo se hizo atrás, en medio de un suspiro.
     —Bueno, sabes que, de todos modos, lo voy a tener poco tiempo. Si mientras no lo quieres ver, lo puedo guardar y…
     —No me entiendes —lo interrumpió con violencia, mirándole con suplica—. Ese cuadro…
     —¿Sí?
     —Está maldito —aseveró.
     Bernardo parpadeó, dedicando unos minutos a digerir la frase. Luego volvió a su cena como si la gravedad le hubiese encadenado el mentón.
     —Vale, puede que sea raro, pero no sé de dónde te sacas…
     —Lo he leído en Internet.
     Bernardo hinchó su comisura derecha, conteniendo la risa.
     —Cielo, ahí sólo dicen chorradas y bulos…
     —Es famoso, lo he comprobado. Entre los cuadros malditos.
      Bernardo se había quedado con las manos hacia arriba, apoyadas sobre la mesa, y los ojos muy abiertos. Su mujer decidió que aquel breve momento de guardia baja era el mejor para decirle todo lo que sabía.
     —Luego de que el pintor, James Kijek, desapareciese, el cuadro pasó a ser de sus padres…
     —Sí, lo normal… —Tras la primera afirmación, Bernardo frunció el ceño, entreabriendo la boca.
     —Al…
     —Espera, ¿te has aprendido su nombre…?
     —Al padre, Stanis, que era doctor, y murió asesinado…
     —¿…de memoria?
     —… y la madre, Mary, acabó en un psiquiátrico, donde murió por anorexia al año siguiente.
     Paloma ni había prestado atención a la pregunta, dejándole con cara de tonto.
     —Bueno, habrá alguna explicación. ¿Explican por…?
     —Después de que los Kijek murieran pasó a un promotor inmobiliario de Nueva York, Steve Haffner, que lo tuvo dos años. Luego él desapareció y su mujer y su hijo perdieron la casa, quedándose en la calle…
     —Coincidenc…
     —De ahí, parece que acabó en un almacén, donde lo encontró un marchante llamado Vince Roth, que lo colocó en su galería en el 82, dónde pasó casi tres años. El tal Roth, al poco de venderlo, murió en un accidente de coche.
      Bernardo entreabrió los labios para decir algo, pero no lo consiguió.
     —Bueno acertó al fin. Si murió después de venderlo, entonces más bi…
      —Parece que acabó en París, en manos de un coleccionista, Laurent Piajet. A los tres meses de comprarlo, su hijo murió. Poco después, su mujer lo dejó. Y él se suicidó.
     Bernardo inspiró.
     —Y luego… —Los ojos de Paloma danzaban, como queriendo ir al comedor; a por la pieza restante de su historia—. Se le pierde rastro. Se comenta que fue pasando de dueño en dueño, sin estar con ninguno mucho tiempo, y que pudo acabar en España.
      —Sí, y el último fue tan caritativo que lo donó a Cáritas… —concluyó su marido, entrelazando las manos.
      Paloma le miró a los ojos, esperanzada. Bernardo bajaba la vista, como si rezase.
      —¿Lo que cuentas es verídico? ¿Está comprobado?
     Ella asintió, entreabriendo los labios. Él dio una palmada y dejó los brazos extendidos.
       —Pues perfecto. —Sonrió—. Eso le subirá el precio.
     La sonrisa de Paloma subió hacia las comisuras, deformándose en una mueca de disgusto.
     —No me mires así —rogó Bernardo, volviendo al lomo—. A los coleccionistas les encantan esas cosas.
     Y continuó. No la había creído, o eso o no le importaba.
     Acabó primero, en apenas dos minutos; Paloma, en cambio, sólo se comió la mitad de su plato. Se le había quitado el apetito.
      Al verlo ir directamente de la cocina al salón tuvo un mal presentimiento. Al oír que descolgaba uno de los cuadro, fue deprisa a verlo.
       —Bernardo —le llamó, justo antes de entrar—, ¿qué estás…?
     Iba hacia ella, llevando el familiar marco negro. Había tenido que ponerlo del revés, tapando el lienzo.
     —Si te sientes mejor, me lo llevo, y lo dejó guardado hasta que lo vendamos. Lo que haré será contarle toda esa historia a Miguel, por lo que te he dicho…
     Ella se apartó, cabizbaja y sin decir nada. Lo vio subir los escalones, hacia la izquierda. ¿Al dormitorio, al estudio? Luego lo sabría, dependiendo de dónde lo viese.
     Bernardo bajó dos minutos después y repitieron su ritual nocturno del salón.
     —¿Dónde lo has metido? quiso saber Paloma, mirando al hueco vacío en la pared.
     —Donde no lo tengas que ver —contestó él, antes de que fuesen juntos a lavarse lo dientes y acostarse.
      Paloma ocupó su lado de la cama, sin saber si sentirse feliz… o inquieta. Estaba segura de que lo habría envuelto, seguramente con una sábana o manta, pero no lo había visto en la habitación, sobre la mesa o contra la pared. Estaría, entonces, en el estudio. O en el armario.
     Boca abajo, se apartó unos centímetros, doblando el cuello para mirar sobre su hombro izquierdo al armario empotrado, a su izquierda.
     ¿Lo habría dejado ahí, en la misma habitación donde dormían?
     La idea de no verlo más en el salón le había resultado balsámica; ahora, en cambio, la idea de dormir a metro y algo de él se deslizaba sobre su cerebro como una plaga de babosas…
     Lo mismo daba, se tumbó, apoyando la sien en la almohada, y cerró los ojos. Ya no le importaba… o eso se decía, consciente de que si seguía dándole vueltas se pasaría la noche despierta. De hecho, se pasó así un rato, ¿cuánto?, ¿diez minutos, quince, treinta? Sin llegar a dormirse, o eso le pareció.

Se notaba a sus anchas en la cama; el lado derecho del colchón estaba vacío. Desde el pasillo, le pareció oír un chorro de agua cayendo en el inodoro.
    Ella también se bajó de la cama, despacio. No quería que Bernardo la oyese.
     ¿La quería tanto como ella a él, tanto como decía? ¿Se podía fiar de él?
     Una idea incipiente se había colado en su cabeza mientras dormía: ¿Se había llevado Bernardo el cuadro del salón, como decía, para que no tuviese que verlo… o para seguirle la corriente? Porque sabía, como ella misma ahora, que no estaría del todo tranquila mientras siguiese en la casa con ella, y quizás pensaba… temía que pudiese perder el control y hacerle algo a su valiosa pintura.
     ¿Sería capaz…?
     Ella sí, desde luego. Ahora estaba segura.
    Fue derecha hacia la puerta izquierda, abriéndola de par en par. Sus vestidos largos, colgados de perchas, lo ocupaban casi todo, menos un hueco con un joyero de su abuela, varias fotos de fin de curso de la guardería y otros recuerdos. El más grande, la espada sin filo conque cortaron la tarta de su boda.
     Agarró la empuñadura de acero galvanizado, retorcida y labrada, y la levantó. No era mucho, pero serviría por si se encontraba la sorpresa. Agarró el redondo tirador derecho y lo abrió de golpe.
      Metió la espada entre los largos trajes de Bernardo, apartándolos; haciendo tintinear las perchas como campanillas. Intentó ver si había algo detrás, aparte de las cajas de zapatos y las que usaba para guardar documentos, facturas y declaraciones de hacienda. Se tensó, apretando la mandíbula; no había oído ni sentido nada, el viento en la puerta, pasos en el suelo desnudo. Hasta le parecía seguir oyendo el chorro en el pasillo.
      Una mano cayó sobre su hombro; no con delicadeza, no para apaciguarla. Se cerró con la fuerza de una garra.
       Paloma se impresionó tanto que sintió como un poco de orina mojaba la parte trasera de sus bragas, sus pupilas se dilataron y lanzó un corto grito de pánico mientras se volvía para encarar la amenaza. Con su cintura, sus brazos trazaron un arco, levantando la espada.
     Podía haber sido cualquier cosa; un intruso, un fantasma, o su imaginación. Cualquiera que necesitase pillarla por sorpresa después de situarse con sigilo tras ella. Una simple palabra, una exclamación de incomprensión, habría bastado; cualquier bronca hubiese sido mejor… que eso.
     El metal provocó un golpe sordo y tembló en sus manos. Su atacante se desplomó, con un feo golpe marcado en la sien.
     Soltó en el acto la espada y se inclinó sobre él; necesitaba verle la cara, asegurarse… aunque ya lo intuía. Se llevó las manos a la boca, sin decidirse a taparla; necesitaba gritar, aunque no daba forma al sonido.
      —Pero por qué —consiguió preguntar mientras las primeras lágrimaa le quemaban los ojos, esperando que los suyos se abriesen y la boca se moviese—. Por qué has hecho eso, ¡en vez de decírmelo…!
     Dándose cuenta de la gravedad real de su acto, se lanzó contra la mesita, a buscar su teléfono. Acababa de hacerle daño, quizás herido mortalmente, a quien más quería; y total, para nada.
     Mientras esperaba, se fijó en el armario. Estaba vacío.

—Siéntese —le indicó el guardia civil que la llevaba a la sala de interrogatorios. Era como de una película; una mesa larga en un cuarto con una sola ventana, en forma de espejo, y tres sillas metálicas, pesadas.
     —¿Cómo está? —repitió, por enésima vez, mientras la acompañaba adentro.
     —Espere aquí –le indicó, esperando a que se sentase, antes de dejarla sentada y con la luz encendida.
     Poco después, unos dos minutos, la puerta se abrió, dando paso a un hombre de unos treinta años, con una sencilla camisa, vaqueros y un vaso de plástico lleno de agua entre las manos.
     —Buenas noches, Paloma —la saludó, sentándose a su lado y tendiéndole el vaso—. ¿Tienes sed?
     —Sí, gracias —accedió, apurándolo de un trago antes de preguntar—: ¿Cómo está?
     —Bien —le dijo el hombre, sin perder tiempo en presentarse—. La verdad es que lo has hecho muy bien, llamando a urgencias tan rápido…
       Ella apretó el cuello, sin llegar a asentir.
     —¿Se va a poner bien, ent…?
     —Bueno… —El agente, ahora sabía que su interrogador, empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa—. Ya veremos. Porque la verdad, con un golpe así en la cabeza…
       Paloma resopló, apretando los párpados con fuerza.
      —¿Estás bien?
      Paloma negó. Era evidente.
     —Paloma, ¿puedes… decirme lo que pasó?
     —Fue un accidente —se apuró a contestar, llorando al sin y casi tirándose sobre la mesa—. Yo no le quería hacer daño a él.
     —¿A él? —resaltó, interesado.
     —Yo… —Inspiró—. Era el cuadro; yo estaba buscándolo…
     —¿El cuadro? —El agente se frotó el mentón—. ¿Se refiere… a uno de los que coleccionaba su ma…?
     El bebé colorado —respondió sin mirarle—. Se llama así. Yo quería… destrozarlo. Él, Bernardo, lo había quitado del salón para que no lo viese…
     —¿No le gusta ese cuadro, Paloma? —Se quedó viéndola asentir—. ¿Y por qué?
     Paloma inspiró, con las manos bajo el borde de la mesa. Cerró los ojos, resignada.
     —No se lo va a creer.
     —Si no me lo cuentas, no podré. Dímelo… —Se encogió de hombros—… y ya veremos.
     Ella volvió a coger aire. Su interlocutor la miraba con paciencia; reconociendo su actitud: iba a decir eso, una locura.
       —Ese cuadro… está maldito.
       El Guardia Civil le pidió un momento y volvió, ahora con unos cuantos folios y un bolígrafo. La creyese o no, lo cierto fue que tomó muy buena nota.
     —Oh, Dios… —masculló Paloma al acabar.
    Eso digo yo.
      —Bueno, esto es todo. De momento, puede que tenga que pasar aquí la noche. Si quiere un abogado…
     —Ha sido eso.
    —¿Cómo? —Se había levantado, aunque sin dejar de mirarla.
     —El bebé, ¡ha sido por eso! exclamó, empotrando las dos manos contra la mesa—. Él me ha hecho hacerlo, ha sido…
     
  
Acabada la entrevista, el sargento Cuerda fue a ver a su superior, el teniente Fresada.
     —Ya está —le anunció, entregándole los papeles que había usado para tomar la declaración.
     —¿Y bien?
     —Un accidente, muy raro. —Ladeó la cabeza, suspirando—. Buscaba un cuadro para destrozarlo, el marido la pillo por detrás, sin que se diese cuenta, ella se asustó, se volvió con la espada y…
     —Menos mal que no estaba afilada…
     Cuerda asintió a la observación de su superior, con los ojos cerrados. No le vio apuntarle con los ojos, ceñudo.  
     —¿Un cuadro? —Fresada cruzó los brazos—. ¿Y, por qué…?
     —Se piensa… —Cuerda sonrió—. Se cree que está maldito.
     Miró hacia atrás.
     —La he dejado calmándose, antes de mandarla al calabozo. Puede… —Negó—… que haya que sedarla.
      Fresada asintió, despacio.
      —¿Qué opinas, sargento?
     —¿Yo? Que dice la verdad. —Negó—. No sé, una especie de brote psicótico o algo por el estilo. Estaba asustada y… no parece peligrosa. Puede que la acusen de agresión u homicidio en grado de tentativa con atenuantes y… La verdad, no creo ni que acabe en la cárcel., al menos mucho.
     Fresada estiró el cuello.
     —¿Te ha dado… los detalles del cuadro?
     —Ajá. Nombre, descripción, las… pruebas de que está maldito…
      —Bien, me gustaría… que te pases por la casa, lo busques y… —Se rascó su corto bigote canoso—. Cuando tengas un hueco, investigues esos… datos.
     Señaló a los papeles.
     Cuerda parpadeó primero, luego le miró como si le hubiese pedido que se fuese volando a la luna.
     —No me mires así —le recriminó su superior, sonriendo con sorna—. Si ha sido algo psiquiátrico, servirá como prueba. Habrá que tenerlo en cuenta para procesarla. Y, si la obra es valiosa, y hay algún tipo de disputa legal…
       Cuerda asintió. Sí, era mejor no dejar rastros por seguir.

—Pasa —le pidió Fresada dos días después, al verle dirigirse a su despacho con una hoja en la mano—. ¿Has terminado lo que te pedí?
     Cuerda asintió.
      —Es canela fina, señor.
     Fresada señaló a la silla frente a su escritorio, deseando escucharle.
     —Resulta… que la historia de la mujer es verdad. Todo lo del cuadro.
     El teniente bajó la frente. Bernardo Fernández se había estabilizado, pero seguía sin recuperar la consciencia. Su mujer había quedado en libertad con cargos, alojándose con un familiar. Se le había impuesto como condición no volver a la casa.
     Allí, en el estudio, encontraron el cuadro.
     —Y… algo que indique…
     —Bueno, la mayoría de páginas sobre cuadros y objetos malditos se limitan a los detalles morbosos, a decirlo por encima. Pero, yendo paso por paso…
     Cuerda miró la hoja. El siempre era riguroso.
     —¿Era un cuadro maldito?
     Cuerda sonrió.
     —Maldito no sé. Pero gafe…
     Empezó la lista.
     —Bueno, ya conoce la historia del artista, James Kijek, un niño prodigio que fue degenerando hasta que se fue. El cuadro fue su última obra. —Hizo una pausa—. Se dice… que el padre, Stanis, fue el que más le apoyó en su trabajo.
      Fresada asintió.
      —Pues bien, el padre, pediatra, murió poco después de que pasase. —Cuerda sonrió, conformando una extraña mueca—. Fue en la cárcel. Estaba encarcelado ¿Sabe… por qué?
     Fresada se limitó a inspirar, sin separar de él los ojos.
     —Fue… por abusar de una paciente.
     La mirada del teniente se crispó.
     —¿Se sabe la edad?
     —Ocho años. El tío era pediatra.
      Fresada no dijo nada, ni se movió.
     —Lo mataron en la cárcel al saberlo. Y la mujer, que murió en un psiquiátrico… —Negó, con los ojos cerrados—. Si quieres lo que opino, fue la pena. La pena o la vergüenza; debía saberlo, o intuirlo… pero no hizo nada.
     —Si lo sabía o lo intuía, entonces…
     Fresada rozó sus dientes. Sí, sabía la historia. O al menos, él sí la intuía.
     —Y el resto de dueños…
     —Steve Haffner, el promotor que desapareció y cuya familia se arruinó. No me extraña —Rió—. Era adicto al juego, y por lo visto, tenía deudas. Unas con bancos y otras … con gente que no te embarga.
     Fresada ni se movió. Sí, supuso que fue el banco el que se quedó con la casa.
     —Respecto a Vincent Roth, de Nueva York, que murió en un accidente, se supo que iba muy colocado.
      Fresada se limitó a asentir.
      —Y el último, el francés…
      —Su hijo murió de leucemia. Ya estaba enfermo antes de comprarlo; simplemente… entró en la etapa terminal. Luego, entre eso y el divorcio, supongo… que no es tan raro que quisiese morirse.
     Acabada la lista, Cuerda vio con asombro que el teniente sonreía. No se reía, ni se sacudía, divertido. Sólo sonreía, puesto un poco de perfil derecho, como para que no le viese.
     —¿Le… —se le ocurrió preguntar—… pasa algo, señor?
     —¿Eh? —Fresada arqueó la ceja derecha, antes de sacudir la mano, desinteresado—. No, es sólo… que acabo de pillarlo a esto la gracia.
     —¿Cómo? —Había pasado de entender poco a nada.
     Fresada levantó la mano derecha y acarició con el corazón y el índice la superficie de su escritorio.
     —Lo del misterio del cuadro, lo de la maldición, acabó de entenderlo —aseguró, enderezándose para mirarla claramente—. Y es una broma de mal gusto.
      —¿Ah, sí? —Cuerda se hizo atrás.
      Fresada juntó las manos.
     —Por qué llora El bebé colorado. Un cuadro… que ha pasado por muchos dueños; dueños que sufrieron desgracia, que acabaron muriendo, dándole fama… de cuadro maldito.
     —Sí…
     —Gente que, en realidad, acabó mal ella sola, la mayoría antes de que pasase por ellos.
     —También…
      —Pues, entonces… —Fresada volvió a hacerse atrás, exhalando con desgana—. Después de ver tantas desgracias, tanto sufrimiento y tanta miseria humana; y de que, encima, le echasen a él la culpa, ¿te parece raro que el niño llore?