LA GENTE DE LOS SUEÑOS
¿Qué sacó a Víctor Benavente le sacó de la
cama en esa medianoche de abril? El hormigueo incesante en su verga que
anunciaba una visita obligatoria al servicio.
De haber sabido lo que iba a empezar, se lo
habría hecho encima.
Víctor apartó las sábanas y bajó descalzo al
suelo, llevando sólo calzoncillos. Le gustaba dormir así; en su piso la
temperatura era agradable todo el año. En plena noche, con el mundo en silencio
absoluto y la molesta luz de las farolas vetada por persianas, el dormitorio
parecía una caverna; con sólo cuatro metros cuadrados la oscuridad parecía
prolongarlo al infinito. Avanzó confiado, sin necesitar el interruptor: la luz
le quemaría los ojos, y la cómoda, el escritorio, la silla, el revistero y la
mesita estaban fuera del trayecto en línea recta hacia la puerta. Al
alcanzarla, acarició la madera hasta llegar a la manivela. La puerta del
servicio estaba justo enfrente.
Allí, con la taza levantada e iluminado
apenas por el aura amarilla que traspasaba la ventana, vació a fondo la vejiga,
tensando la columna para apurar las últimas gotas. Mientras acabalaba, una
corriente le erizó la espalda.
Algo había cruzado el pasillo tras él.
Víctor se mantuvo inmóvil, apretando su
glande entre el pulgar y el índice. Esperaba algo, una señal de peligro: una
respiración, un vaso del escurridor cayendo al suelo en la cocina, pasos
acercándose. La prueba de que había sido real, no un efecto del cansancio que le
seguía anclando al sueño.
Cuando perdió la cuenta de los latidos de
su corazón y no pudo mantener contraídos los músculos de su nariz y piernas más
tiempo, se volvió despacio, atento. Se acercó al umbral, dudando sobre encender
la luz. Sentía algo en su piso, pero no
oía nada.
Volvió a su habitación procurando mantener
el nivel de decibelios, cerró la puerta y se acercó a la cómoda, donde tenía el
teléfono (despertador y reloj en uno que cabía en la mano). Se lo llevó al
colchón como haría un niño pequeño con miedo a la oscuridad con su linterna;
una defensa contra los monstruos de la oscuridad.
Con el tiempo, Víctor se relajó hasta
volver a dormirse. El teléfono se escurrió entre sus dedos. Algo parecido a una
boca exhalando se inició al otro lado de la puerta. El ocupante de la cama ni
se enteró.
Víctor no había sido nunca ambicioso. Si
al terminar el instituto con unas notas medio decentes no estudió una carrera fue
sólo porque quería vivir. En su mente eso equivalía a conocer gente y hacer
dinero cuanto antes. Su trabajo de dependiente en la sección de
electrodomésticos de un Carrefour cumplía ambos objetivos.
El ambiente era agradable, los clientes
educados y el personal le caía bien. En conjunto, realizaba su idea actual de
felicidad: ser capaz de vivir solo. Ya llegaría el momento de llenarlo de
tecnología, un perro, una chica guapa y un par de niños. Habiendo terminado su tercera
duradera en tres años hacía sólo medio mes, se proponía estar un periodo sin
cambios.
—Date tiempo, tío.
Ese día, sin embargo, debía haberse
manchado la cara con algo, porque todos se quedaban mirándole.
—¿Has dormido bien? —le preguntó por fin Demetrio, el encargado.
—Pues claro.
¿A qué venia eso? No bostezaba, tenía los
ojos muy abiertos y esperaba estoicamente tras el mostrador.
—Así me gusta —sonrió su superior—. Con salud de hierro.
Tuvo que esperar a la tarde para entender
a qué se refería: más que ojeras, parecía que se hubiese aplicado sombra de
ojos.
Víctor abrió el ojo derecho. El sonido que
había roto su concentración no era un sueño. Apenas vio la puerta, entreabierta
para dejar pasar el aire, se dio cuenta de que algo iba mal.
No tenía ni idea de qué hora sería, pero la
luz exterior era azul, el color de la tarde avanzada, y, desde el pasillo, se
oía un traqueteo de metal sacudido.
Se levantó, mirando a un lado y a otro
mientras se preguntaba qué fallaba. Tras él, aquella extraña luz cian le manchó
la espalda como a un leopardo. Al llegar a la puerta se contuvo, comprendiendo
lo que oía.
Alguien estaba pegándole a la puerta
principal, cerrada con llave.
Se asomó, dudando entre acudir y amenazar
con llamar a la policía o esperar que se cansase. Su puerta, además de
blindada, tenía dos cerraduras. Si esperaba tirarla abajo necesitaría después
mucha escayola…
No, no estaban empujando ni intentando
forzarla con una palanca o algo así. Eso era lo más raro. Parecía que cogían el
picaporte y lo movían adelante y atrás, esperando que cediese…
—Eh, oye —fue subiendo la voz mientras recorría el
recibidor—.
Me has jodido la siesta. Si no quieres que…
Se interrumpió al llegar. La puerta dejó
de moverse.
Con una media sonrisa esperó oír pies corriendo
escalones abajo, el ascensor subiendo o abriéndose…
Lo que oyó fue un chasquido salir de la
puerta, que seguía quieta. Su corazón se aceleró al ver, atónito, como empezó a
abrirse hacia adentro, ignorando las cerraduras.
Víctor no esperó a ver cómo era el intruso;
se retiró al dormitorio y cerró tras él la puerta. No fue tan hábil como la
otra noche: el portazo fue delator.
Llegó hasta la cama, bañado en aquella
luz azul, esperando.
Un
sonido de exhalación, como de cuerdas vocales temblando, se inició en el
recibidor y empezó a acercarse. A la altura de la puerta ya era ensordecedor.
Dos sombras se colaron por debajo.
Al
intentar levantarse, rozó contra la pared, haciéndose daño en el hombro. Sus
oídos empezaron a resonar, cada vez más deprisa, amenazando con romperse. Se
tapó las orejas…
Se giró, recibiendo los ojos la luz blanca
del mediodía que entraba por la ventana. El móvil, cargándose, croaba junto a
su cabeza con la alarma encendida.
Lo cogió y comprobó la hora.
—Mierda —masculló, mientras se frotaba el hombro.
Claro, eso era lo que le parecía raro: que
fuese de noche antes del turno de tarde. Sólo eran las tres y treinta y tres
minutos.
La tarde no fue como le gustaría. No tuvo
un encontronazo con un cavernícola que quisiese la devolver una Thermomix ni
colocado neveras hasta deslomarse; sólo estaba muy cansado. Su corta siesta,
interrumpida por el conato de pesadilla, le había impedido recuperarse para la
siguientes cuatro horas.
—Víctor, sé tú, pero estás viniendo con una
cara…
—No pasa nada —aseguró—. He… dormido mal. Eso es todo.
—Bueno. —Demetrio se puso brazos en jarra—. Si tienes algún problema…
—Venga, estoy bien. ¿Puedes decirme algún día
que me haya puesto malo los últimos tres años?
—Bueno, cuando llegue
espero estar preparado para cubrirte.
Aquello zanjó la discusión, aunque no le
ayudó a sentirse más vital.
Por la noche refrescó más de lo habitual. Víctor
cerró la ventana y la puerta mientras se cubría con la sábana. Antes, por
supuesto, se aseguró de que su puerta estaba en condiciones. La llave giraba, la
cerradura era sólida y no reaccionó a las palabras Ábrete, sésamo.
Ya
vale, se reprendió. Sólo fue una
pesadilla.
Se durmió sin problemas, esperando soñar
con ganar la lotería, una rubia sensual de grandes pechos sobre sus muslos o perritos jugando en una
cesta (lo más ñoño a lo que estaba dispuesto con tal de dormir) en vez de con
ladrones y fantasmas.
Un chasquido le despertó; reconocerlo
llenó de adrenalina su sangre.
Víctor agarró el móvil, encontrándolo
apagado o descargado, y estaba demasiado oscuro para ponerse a teclear…
Oscuro. No era así en absoluto; algo de
luz entraba por los huecos de la persiana. Las chispas amarillas de las farolas
parecían ahora humo gris.
Lo siguiente que oyó fue un chirrido
parecido al de goznes oxidados; luego una arrastró una puerta.
Esperó, sentado en la cama. El suave roce
de la puerta sobre el suelo se repetía cada pocos segundos, pero nada más.
Jaleo, pasos, el sonido gutural…
Se puso en pie; no iba a dejar que una
puerta abierta le diese la noche.
Salió al pasillo, mirando al servicio de
enfrente, antes de hacer lo mismo con el pasillo. Esa luz tan rara daba a todo
un tono grisáceo, pero al menos podía ver.
Le pasó por delante en ese momento.
Víctor contuvo la respiración, apretando
los puños y abriendo los ojos, sobresaltado y en guardia a la vez, listo para
reaccionar.
El intruso caminaba como Pedro por su
casa, yendo tranquilo y sin tensión hacia la cocina hasta que se cruzó con él. Dejó
de andar y se volvió hacia Víctor, no sobresaltado por su presencia sino, más
bien, como si le esperase.
Se quedaron unos segundos mirándose cara a
cara, perfectamente visibles en la penumbra. Y Víctor pasó de la alarma al
pánico; demasiado nervioso para chillar.
Era un hombre joven, de veinticinco como
mucho, con pantalones de chándal oscuros y sudadera gris con capucha; como si
fuese robase para relajarse después de un poco de footing.
Pero el parecido con una persona se perdía
en su cara. El pelo era negro, corto y lacio. Su piel era de un azul pálido,
independiente de la iluminación ambiental. Sus facciones eran finas,
encuadradas en una cara muy angulosa que parecía trazada a golpe de regla. La
nariz era demasiado pequeña y afilada, un ángulo sobre la boca; una línea sin
labios que parecía tirar y del resto, deformándolo. Los ojos eran grandes y
redondos, de un negro acuoso que parecía succionar el resplandor.
El intruso abrió entonces la boca,
formando un círculo perfecto y negro sin dientes, lengua o campanilla a la
vista, y chilló.
Víctor reconoció también el sonido que hizo;
el sacudir de cuerdas vocales que le echó a la cara una vaharada tan asquerosa
que tuvo ganas de vomitar. Su aliento olía a pozo ciego, carne podrida y agua
estancada; como si estuviese más muerto por dentro de lo que parecía por fuera.
Retrocedió, empujado por el vaho mientras
el hombre, aún boquiabierto, se le echaba encima.
Sus manos iban a su cuello. Víctor lo
interceptó, sorprendiéndose aún más por su tacto. Era frío y duro, como si en
vez de piel lo cubriese acero.
Los dedos subieron hasta su cara,
empezando a hundirse en sus mejillas, nariz y ojos.
Víctor empujaba intentando separarlo,
cuando detectó movimiento tras la cabeza de pesadilla.
Habían aparecido más figuras en el umbral;
tres por lo menos. Mismo color de piel, misma apariencia. El monstruo traía
refuerzos.
Consiguió coger a Víctor por la cabeza y
empezó a apretar. En segundos se sintió como si estuviese besando una prensa,
impidiéndole respirar. Empezó a abrir la boca, despegando los labios y haciendo
rechinar sus dientes al mover las mandíbulas, obligadas a subir y a bajar en
busca de aire…
Un chispazo de dolor se llevó todo,
permaneciendo en su boca cuando la presión paró. Se había mordido la punta de
la lengua.
El
dolor le había despertado.
Se sentía mareado y le dolía la cabeza
como si hubiese usado un bloque de hormigón de almohada. Seguía en su apartamento,
rodeado de tinieblas rotas por la luz amarilla que llegaba desde el servicio.
Las dos puertas estaban abiertas
Víctor fue allí, dando un par de tumbos de
camino. Determinando que estaba lo bastante despierto para encender la luz, se
dispuso a lavarse un poco la cara.
La imagen que reflejó el espejo le paralizó;
el agua se escurrió entre sus dedos a la misma velocidad que sus labios bajaban.
Parecía que le hubiesen dado una paliza, las
marcas de dedos eran trazos rojos sobre su piel morena; sus labios estaban
amoratados. Gimió al rozar con su mano húmeda un arañazo en el nacimiento del
pelo.
Se acostó convencido de que su problema
era real. Estaba seguro de que cuando se durmió la puerta de su dormitorio
estaba cerrada.
—Dios, ¿qué te ha pasado?
—Nada, Demi. —Suspiró, no tenía motivos para mentir—. Vas a alucinar. Anoche me desperté así.
El encargado parpadeó.
—¿Eres sonámbulo?
Víctor negó con pesar.
—No lo sé. Pero estoy teniendo unas pesadillas
muy raras…
—Lo mejor es ir a un médico —le recomendó—. Yo tenía un amigo que empezó a decir que
veía cosas, le dejamos a su bola y al final…
Demetrio se interrumpió, al darse cuenta
de cómo le miraba Víctor. Hasta parecía que sus muñecas habían empezado a
temblar.
—Aunque eso no significa que te vaya a pasar
nada malo. Trabajar puedes, ¿verdad?
—Sí, al menos de momento —confirmó, dando otro trago a su vaso de café mientras
Demi se iba.
Era ya el segundo en media hora. Además de
herirle físicamente, las pesadillas le privaban del descanso necesario. Sin la
cafeína para levantarle los párpados, Víctor temía acabar pegando la cabeza al
mostrador y durmiendo (cosa que no el pasaba desde el colegio, cuando tenía
cuatro años).
¿Y qué? ¿Soñaría allí también con lo
mismo?
Aunque no le gustaba admitirlo, Demi había
acertado. Antes de salir de casa había consultado las páginas amarillas, cosa
que pensaba volver a hacer a la vuelta. Buscaba psicólogos.
¿Cómo le ayudarían? Seguramente, tras el
psicoanálisis de rigor, le dirían que los sueños eran un recuerdo reprimido, o la
gente que le atacaba representaba un deseo reprimido de abandonar su hogar para
ver el mundo. Una metáfora que, esperaba, dejase de esperarle cada vez que
cerraba los ojos.
Víctor parpadeó una, dos veces;
familiarizándose con la escena. Seguía en su dormitorio, ahora teñido de una extraña
luz azulada que entraba por los huecos superiores de la persiana casi cerrada,
como la dejó para la siesta.
Había vuelto a su extraña dimensión de
sueños.
Miró primero a la cómoda. El teléfono
estaba allí, justo donde lo había dejado. Lo pulsó. La pantalla seguía oscura.
Intentó apagarlo para encenderlo; no podía haberse quedado sin batería tan
deprisa. Nada.
Lo dejó y alargó el brazo hasta el
interruptor de la lámpara sobre la mesita. Lo apretó tres veces en los dos
sentidos, sin que la bombilla se encendiese.
Los sonidos de la fregaza cayendo sobre
el suelo, del sofá siendo arrastrado en el salón, del desodorante y el gel de
baño rebotando en el suelo del cuarto de baño le asaltaron entonces a una.
Estaban en el apartamento, al otro lado de la puerta cerrada; buscando algo,
quizás a él.
Esa exhalación, que parecía ser su único
modo de comunicarse, empezó a traspasar las paredes.
Víctor no perdió el tiempo; saltó y
empezó a arrastrar la cómoda. Le costó dos buenos tirones separarla de la
pared, dejando suficiente espacio para ponerse detrás y llevarla hasta la
puerta. Roble sólido y tres cajones.
Llegó a su destino cuando sus sombras los
delataban al otro lado de la puerta. La apretó todo lo que pudo contra el
acceso. Esperaba que bastase.
La puerta tembló, trasmitiendo el
movimiento al mueble. Pero se mantuvo en su sitio. El empuje se repitió,
encontrando la misma oposición. Sus gemidos de frustración formaron un coro
que, aunque seguía erizándole los pelos, le llenó de felicidad. Ya no podían cogerle.
Víctor se sentó en la cama, cruzándose
de brazos a esperar que se rindiesen. No sólo no lo hicieron, sino que pasados
dos minutos dejaron claro que iba a necesitar un plan B.
Al enésimo empujón, la cómoda dio un paso
al frente, que dejó todos los cajones sobresaliendo unos centímetros. Tras ella
la puerta se había desplazado, rozando su parte trasera al intentar avanzar más.
Víctor se levantó, pensando en reforzar su
barricada; un problema para su falta de corpulencia. Y además, no tenía muchas
opciones. El escritorio podría servir también, pero no creía que la silla, la
mesita o el revistero hiciesen mucho. Se agachó, preparado para moverla,
manteniéndolos al otro lado hasta…
¿Despertar?
Las otras veces había pasado por accidente y, por lo visto, lo hecho entonces,
hecho estaba.
Se volvió hacia la ventana. Vivía en un
tercero que daba a la calle, una avenida. No había toldo en esas ventanas, sólo
acera a poquísimos centímetros del asfalto. Una pierna rota, parálisis o lesión
cerebral; unas opciones no tan terribles si consideraba…
Víctor espiró y levantó la persiana. No
iba a hacerlo, desde luego; al menos aún. Pero merecía la pena…
Sus manos se quedaron sujetando la correa,
mirando desconcertado el mundo exterior, mientras abría y cerraba la boca como
un pez.
Fuera el cielo era negro y el sol azul, tiñendo
todo lo que tocaban sus rayos del color del queso fermentado. Por lo demás, la
calle no era muy diferente a como la recordaba.
Lo que no le gustó tanto fue comprobar
que tenía actividad
En
la otra acera había más apartamentos; seis pisos en total. Y, congregados
frente a la puerta hasta taparla había más de ellos, de todo tipo: hombres,
mujeres, niños, ancianos, adolescentes; vistiendo camisas, camisetas,
pantalones, vaqueros, shorts, gorras, chaquetas, zapatos y chanclas. Todos con
el mismo pelo negro en diferentes estilos y
la misma piel grisácea y lisa, ajena a las arrugas de la edad.
Lo que Víctor no entendía era qué hacían.
Parecían esperar algo…
Retrocedieron simultáneamente como aguas
empujadas por una onda. La puerta del apartamento se había abierto. Varios de
ellos, al menos tres, intentaban salir de espaldas. Tiraban de algo, intentaban
sacarlo…
Víctor se apartó cuando empezaron los
gritos.
—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! ¡Sacadme
de… Por fa…!
Se asomó mientras llegaban a la calle. Vio
una chica joven, no mayor que él, asomando a trozos entre los porteadores. Pelo
castaño largo y delgada hasta parecer anoréxica; al mirar arriba sus ojos llorosos
eran bolas de cera salpicadas de rojo.
La chica desapareció, los seis que
tiraban de ella la lanzaron a la acera. Entonces la multitud se le echó encima.
Se agachaban como animales bebiendo de un charco, retirándose a los pocos
segundos para dejar paso al resto.
Víctor no llegó a ver lo que hacían, pero los
gritos se habían convertido en una mezcla histérica entre aullidos de perro y
chillidos de murciélago, y cada vez que uno se iba llevaba las manos manchadas
de algo oscuro.
Cuando todos tuvieron su turno se hizo el
silencio. La chica dejó de gritar o hacer otros sonidos. Y ellos se habían
quedado quietos.
Víctor siguió mirando abajo, esperando
algo. Sabía lo que había visto, lo que habían hecho. El por qué, el cómo, eran
preguntas demasiado importantes para rendirse y llorar, escondiéndose bajo el
alfeizar.
Un estampido de la puerta le hizo
volverse, haciendo entrechocar sus dientes. Se había olvidado por completo.
La cómoda estaba ladeada hacia dentro, con
el cajón inferior fuera del todo. Una mano gris recorría el dintel, intentando apoyarse
y empujar.
Víctor se vio embistiendo a la cómoda
hasta para aplastarla cuando le interrumpió un concierto de aullidos, ahogados
y temblorosos; no muy distintos a los del apartamento. Volvió a asomarse.
Aunque se habían difuminado por la calle todos
miraban arriba; sus caras angulosas de ojos negros le veían, sus bocas como
pozos abiertas por él.
Después de verle empezaron a caminar hacia
su bloque.
La madera cayendo al suelo tras él le hizo
volverse, tropezando con la pata del somier y cayendo al suelo.
Gimió. Estaba en efecto sobre las losas, a
pocos centímetros de su alfombra redonda. Le dolía la coronilla, que se frotó
con la mano derecha.
Se había caído de la cama, despertando. A
su alrededor, el día volvía a ser amarillo. La cómoda estaba en su sitio, con
el móvil encima, y el jaleo de la calle le llegaba por la ventana.
Víctor, aún sin reponerse, se asomó. La
acera de enfrente estaba abarrotada. Pensó que la pesadilla le había seguido
hasta ver una ambulancia en la acera, flanqueada por dos coches de policía. Los
agentes mantenían con las manos un perímetro en torno al portal. A la derecha
vio una furgoneta blanca con las siglas de un canal de televisión. Una
reportera rubia hablaba a cámara frente a la masa de curiosos.
Víctor se vistió deprisa, pisando la acera
mientras los camilleros sacaban una camilla tapada por una sábana blanca. A su
paso la gente se apartaba, cerrando los ojos, mirando al suelo o tapándose la
boca. La reportera bajó el micrófono y su equipo se replegó a su furgoneta.
—Perdona. —Víctor corrió para alcanzarla, parando
antes de tocarle el hombro al ver su expresión—. ¿Qué ha pasado aquí?
La mujer bufó.
—Podrás verlo en las noticias de la noche.
—Pero no puedo esperar…
—¡Ah, lo siento! —Se encogió de hombros—.
Nosotros sí que no tenemos tiempo.
La ambulancia se fue, haciendo sonar su
sirena. Los policías esperaron a que la gente se dispersasen para seguirla. La furgoneta
fue la última en irse. Víctor se mordió con furia el labio inferior, mandando
mentalmente a esa infeliz al diablo.
Casi todo el mundo se había ido, unos
pocos entrando en el bloque. Una anciana
bajita y gruesa, con vestido azul, pelo gris oscuro y carrillos como manzanas
demasiado maduras se disponía a hacerlo, moviéndose despacio sobre su bastón.
—Eh… buena tardes. —Víctor la avisó con
tiempo para no sobresaltarla—. Disculpe. Vivo aquí enfrente… -Señaló atrás.
—Hola, vecino. —La ancianita sonrió de
forma afable, su carne se tragó sus ojos.
Él asintió.
—Miré, estaba descansando y… —señaló al
suelo y al portal. La mujer entendió.
—Una pena —dijo—. Ha sido una chica de
aquí. Yo la conocía. A veces me subía la compra.
Víctor escuchó sin respirar, recordando su
último sueño.
—Pero… ¿qué ha pasado ex…?
La mujer suspiró.
—Ha muerto. Dicen que la han matado. —Hizo
una pausa, tapándose la boca—. He oído algo de que la han hecho picadillo. Pero
no he visto nada.
Una solitaria gota de sudor descendió la
sien de Víctor. Empezó a notar la boca pastosa.
—Y… —Lo pensó un momento, antes de seguir—.
No me importa, pero, ¿sabe cómo era ella?
La mujer miró al cielo, como esperando
que un pájaro la salvara.
—Era muy buena y te ayudaba siempre, pero…
—Exhaló—. Creo que no estaba muy bien de ahí. —Trazó unos círculos con su
índice junto a su sien-. Yo creo que vivía sola por eso. Antes vivía con un
chico, pero luego…
—¿Hacía algo raro, entonces?
—Bueno, hacer… —Miró a uno y otro lado,
comprobando que no había testigos antes de confesar—. Yo estoy por decirte que
ha podido hacérselo sola. Casi siempre tenía los brazos vendados. La oía gritar
por la noche, en sueños. Creo que se hacía daño.
Autolesión. Víctor sintió que a su corazón le
costaba bombear.
—¿Y eso?
—Creo….
Que le daba miedo dormir. No sé; una vez me dijo que tenía pesadillas, a la
semana o así de empezar.
Víctor sintió un escalofrío, que no le
impidió captar el mensaje.
—Un momento. —Extendió la mano en señal de
alto—. ¿Ha dicho cuándo empezó?
—Sí, como hace un mes o así. Se despertaba
gritando, diciendo… algo de que…
Hizo una pausa, haciendo memoria.
—Decía algo de que están en los sueños… y
si los ves, van a por ti.
Víctor parpadeó frenéticamente.
—Empezó a beber café, me acuerdo porque
cada vez que la veía tenía un vaso en la mano. —La mujer se rió—. Luego empezó
a salir herida. —Negó con la cabeza—. Una pena. Era muy guapa, pero acabó toda
chuchurrida. Parecía una momia. Si la hubiese visto un doctor…
Víctor agradeció a la señora su tiempo y
volvió a su apartamento.
Un doctor. Claramente, la opción que él
mismo barajó quedaba descartada. No eran sólo pesadillas. El sabe que no estaba
loco, curiosamente, no le hizo sentirse mejor.
¿Entonces? Se sentó en la cama,
masajeándose las sienes primero y estrangulándolas después; pensando en una
solución, la que fuese.
¿Volverse adicto a algún estimulante, como
la chica? O el teléfono. Si se ponía la alarma cada X tiempo…
Bufó con fuerza, deseando darse un tortazo
por estúpido. ¿De qué serviría? Casi podía verse en el sitio de… ¿Quién? Rió
con amargura, al darse cuenta de que ni sabía el nombre de la chica. Sólo quedó
eso, un cadáver viviente que sucumbió al cansancio.
Obviamente, fuese lo que fuese le pasaba a
más gente, y seguramente otros lo pasarían después. No podía estar sin dormir
ni despertarse cada veinte minutos. Acabaría reventando o volviéndose loco; y
tarde o temprano bajaría la guardia. Y la alarma…
Aunque hubiese encontrado su habitación real
igual, los había dejado a las puertas, a punto de irrumpir. No podía confiar en
sobrevivir el tiempo suficiente para volver a la realidad.
Tenía que pensar, tenía que pensar…
Víctor parpadeó, quedando paralizado por
la revelación. Podía dormir sin soñar.
—Andrés, ¿tienes un hueco? Quiero
preguntarte algo.
—Tú me dirás.
Andrés trabajaba en soporte técnico. Era
un chico pálido y anormalmente delgado con barba corta castaño claro y el pelo
recogido en una desarrapada coleta. Su brazo izquierdo lucía el tatuaje de un
ancla, mientras en el derecho una orca destrozaba una ola; como anhelos de un
sueño frustrado de ser marino. Víctor sabía que tenía otros tatuajes bajo la
camiseta azul de la empresa que no había llegado a ver, lo que no cambiaba su
opinión de que Andrés, buen chaval, debía ser digno de verse fuera del trabajo.
—Mira, estoy teniendo problemas para
dormir.
El técnico asintió.
—Y quisiera… —Víctor se rascó el mentón—.
Saber si sabes algunas pastillas que puedan servirme.
Andrés se rió.
—¿Qué, te piensas que con estas pintas
parezco un yonki?
Víctor meditó un segundo. Lo verdad, se
decía que era aficionado a fumar hierba y otras cosas que no eran tabaco. Pero
fue prudente.
—No, pero como dijiste una vez que de
joven tuviste problemas de sueño y lo de tu madre…
Andrés deshizo la sonrisa y dejó caer sus
brazos. Sin embargo, su tono reveló a Víctor que había acertado.
—Touché —dijo, señalándole al corazón.
Su madre murió de cáncer hacía dos años. En
la etapa terminal, el dolor se hizo tan severo que necesitaba calmante suaves
para pasar las noches.
Andrés fue hasta una mesa, arrancó una
hoja de un bloc y garabateó un par de nombres.
—Cualquiera de estas te las darán sin receta.
Eso sí, vigila bien las dosis. No son nada fuertes, pero si te pasas…
Víctor le dio efusivamente la mano, a la
vez que, de una palmada, le apoyaba la zurda en el hombro.
—Muchas gracias. Un día de estos te invito a beber
algo.
De allí, esperó a llevar una hora en su
turno para hablar con Demetrio. Le enseñó los nombres en la hoja.
—Andrés ha dicho que pueden servirme. Sólo
quiero ir un momento.
—Bueno, si es por eso…
Fuera del centro comercial, al doblar el
pasillo, había una farmacia. El turno de Víctor duraba hasta las diez, y no
estaba seguro de que siguiese abierta hasta entonces. Por suerte, había poca
cola.
Esa noche, se metió en la cama después de colocarse
sobre la lengua una pastilla blanca y redonda. La noche entera le pareció un
parpadeo, cuando recobró la consciencia el sol ya despuntaba.
Víctor, feliz, recurrió a las pastillas
por la noche y al café por la tarde, saltándose la siesta. No quería
arriesgarse con la medicación. Después de una semana, se dio por restablecido.
Era un lunes. Como cada mañana, Víctor
despertó y rodó sobre el colchón para encararse hacia el servicia, que debía
visitar con urgencia. La gris luz matinal llenaba el apartamento.
Al encararse hacia la puerta, la encontró
bloqueada.
Había varias filas de cuerpos dispuestas a
partir del borde de la cama, como dolientes en un velatorio. Pero estos no
lloraban. Sus ojos negros parecían desorbitados de placer, sus bocas circulares
vibraban, saturando el aire con su apestoso aliento.
Al ponerse a su alcance extendieron los
brazos, arañando su cuerpo. Víctor se sacudió, doblándose en un intento por
protegerse y, cuando comprendió que no iba a conseguirlo, se tensó con la
violencia de una bomba estallando, intentando apartarlos.
Víctor despertó. El día imparable
iluminaba el cuarto. Sus huesos le dolían por el último espasmo, cosa que no
creía explicase el dolor sobre su piel, aunque no encontró ninguna marca. Lo
peor de todo fue, sin embargo, comprobar que la necesidad de orinar había
desaparecido.
—Creo… que las pastillas están dejando de
hacerme efecto —comentó con Andrés a la hora del almuerzo.
—Bueno… es normal —aseguró entre bocados a un sándwich de jamón
york y queso—. A
base de tomar lo mismo mucho tiempo, el cuerpo se habitúa, y ya no es lo mismo.
—Entonces necesitaré subir la dosis… u otras
más potentes.
Andrés se quedó mirándole; una miga de pan
se desgajó de sus labios.
—No estarás volviéndote adicto a algo, ¿verdad?
—No —aseguró—. Es sólo…
—Escucha —le dijo mientras se limpiaba con una
servilleta—.
Ten cuidado. Esas pastillas no son como el ibuprofeno. Si te pasas…
Dejó la frase a medias.
Esa noche Víctor llegó a su casa exhausto;
prescindir de la siesta y reencontrarse con la gente de los sueños le había
quitado casi todas sus fuerzas. Decidió, de momento, subir un poco la dosis. En
vez de una, tomó dos pastillas.
Cuando despertó, después de dormir de
tirón, la alarma de su teléfono no había sonado, y eso que el día era ya muy
luminoso.
Casi dio un grito al ver la hora. Las
nueve y cuarto. No podía negarse que la dosis había hecho efecto.
—Lo siento —se excusó ante Demetrio—. Me he dormido.
—Bueno, esto le pasa a todos alguna vez. Pero
que no se repita. —Y añadió—: claro que, si lo que pasa es que estabas mal, lo que tenías que hacer
es avisar y ya está.
Esa tarde no se fue a su casa a comer.
Prefirió matar el tiempo haciendo trabajo extra en el almacén; a ojos de sus
compañeros un acto de constricción; en la práctica, una forma de mantenerse
despierto. Iba a tener que vigilar las pastillas.
La tarde pasó despacio, acumulándose sobre
Víctor como capas de polvo. A las cinco, el café con azúcar que se tomó una
hora antes ya no hacía efecto. Los altavoces anunciaban ofertas en las
secciones de comestibles, alguna mujer le pedía ver un televisor o un chico
preguntaba si tenían DVD capaces de grabar en alta definición le rescataban,
levantándole los párpados mientras se apoyaba en el mostrador.
No lo entendía. Estaba tan cansado…
Por fin, las diez. Se cambió en el
vestuario, cogió sus cosas y se dispuso a salir. Mientras el supermercado
cerraba, alguna cafetería o local seguía con las luces encendidas, apurando a
su clientela mientras los guardias encaminaban a la gente a las salidas…
Cuando llegó a las puertas automáticas,
Víctor sintió que algo raro pasaba. Al cansancio y pesadez al andar se había
sumado un nuevo síntoma. Sus ojos sufrían apagones momentáneos, chispazos de
oscuridad cegadores. Iba a empezar a caer, temiendo perder el sentido y abrirse
el cráneo contra el suelo…
Lo vio después de un chispazo, da gente
desaparecía durante unos segundos, dejándole totalmente solo. Y en silencio.
Atravesó las puertas automáticas del
subterráneo. Todavía había coches, demasiados para esa hora, pero no había
nadie yendo hacia ellos, abriéndolos ni enganchando carritos en sus filas.
Se dirigió hacia su coche, en la fila 4G.
Uno de aquellos cortocircuitos le bloqueó durante unos segundos; cuando
recuperó la vista el parking seguía callado, pero lleno de gente. Salían por
las puertas, rondaban entre los vehículos, ocupaban los pasos. Parecía que se
movían confluyendo, hacia él.
Víctor parpadeó y la escena cambió; seguía
en el parking y había gente entre los coches, llevando carritos y cargando
bolsas, riendo, charlando, con los motores rugiendo fuera.
Se pasó una mano por la frente,
retirándola temblando y cubierta por sudor. Empezaba a entender lo que
pasaba.
Localizó su Opel Corsa rojo, y se lanzó al
volante. En otra ocasión, nada más salir, habría buscado un hueco fuera para
echarse una siesta rápida. Pero ahora imperaba volver deprisa a casa o matarse
en el intento.
Encendió el motor a la vez que otro bloqueo
le quitaba la vista. Lentamente, las formas se materializaban en el exterior.
Ahora podía verlas: caras sin expresión, piel azulada, ojos negros, agujeros por
bocas.
Metió la primera y salió, acelerando al
dejar la jaula de cemento, en dirección a una rotonda.
Víctor gimió, cerrando los ojos cuando un
nuevo cortocircuito le abrasó las retinas cuando iba a dejarla en tercera.
Lo que vio al abrirlos le despejó unos
segundos, impulsándole a aumentar la presión sobre el acelerador. La carretera frente
a él, casi doscientos metros hasta el primer semáforo, estaba atestada por
ellos. Estaban ahí, quietos, sin moverse o señalarle; sólo le miraban y
parecían cantar, con las bocas abiertas.
Víctor subió hasta sesenta, atravesándolos.
Era lo más aterrador, lo más irreal de todo: cargaba contra ellos, chocaba y
les pasaba por encima, pero no había golpes; no salían despedidos, no hacían
rebotar las ruedas al pasarles por encima. Sólo seguía, como si fuesen un
espejismo masivo.
Víctor sonrió, esperanzado; el semáforo
ya llegaba, apagado como toda la luz de su dimensión…
El
semáforo se encendió. Rojo. Frente a él, una figura de escasa estatura, con
gorra y un balón en los brazos, se entre los faros de su coche.
—¡Jod…!
¿Realidad o sueño? Sólo tenía unos
segundos para averiguarlo.
Víctor hizo sonar el claxon del Opel. El
niño se giró hacia él, cegado por las luces, sin mover ni un músculo. Su piel
era del color tostado de la tierra, sus ojos pequeños y blancos. Aunque su boca
estaba cerrada, en alguna parte cerca se
oyó un grito.
No
había tiempo para frenar, Víctor dio un volantazo a la derecha y evitando al
obstáculo (o eso le pareció) mientras frenaba y desembragaba a la vez, con la
esperanza de calar el coche, pararlo.
El Opel, sin embargo, se subió al
bordillo, haciendo rebotar su cabeza contra el techo, rozó una palmera y acabó
estrellándose contra una farola. La velocidad final no debió ser inferior a
cincuenta y cinco. Y, con tanta urgencia, Víctor se había ahorrado los escasos
siete segundos necesarios para abrocharse el cinturón.
—Ya está estable…
—Dios, la verdad es que es un milagro. El coche
parecía una empanada abierta…
—¿Habéis tomado la muestra de sangre?
—Vaya infeliz. Debía estar como una cuba…
—No sé, no sé. Las pupilas estaban normales y
no huele…
—Igual es un brote psicótico.
—Bueno, eso es cosa de la poli…
Las voces llegaban de lejos y
distorsionadas, como recuerdos confusos. Víctor intentó parpadear; una luz
intensa y blanca caía le enfocaba. Al intentar moverse comprobó que no podía;
al intentar hablar se topó entró un bozal de plástico duro tapándole la boca.
—Se mueve…
—Vamos a ver si…
Las luces se fueron difuminando hasta
desaparecer, como su pensamiento.
¿Qué hora sería cuando despertó? No le
pareció tan importante como el no tener ni idea de dónde estaba. Parpadeó.
Estaba en una habitación pequeña, que no reconocía. Al fondo, dos puertas y un
televisor; a la derecha otra puerta, a su izquierda una cortina corrida. En el
techo luces; aunque apagadas la visibilidad no era mala. Debía haber alguna
ventana.
Intentó moverse. No pudo. Sí vio que una
sábana blanca le tapaba, y que llevaba una especie de pijama azul de verano.
Vio sus brazos sobre su pecho, atravesados por agujas unidas a catéteres. A su
izquierda, vio lo que parecía una máquina de constantes vitales. Apagada. No se
oía ningún pitido electrónico, ni había nada encendido en pantalla.
Ya está, comprendió. Había sido llevado al
hospital tras el accidente y allí había muerto. Aunque no era, desde luego,
como esperaba. Pensaba que tendría más libertad; como un espíritu o una
proyección astral, y no que seguiría acostado. Lo más gracioso, que llegó a hacerle
reír, era que seguía sintiendo ganas de mear.
La puerta, blanca y que parecía revestida
de una etérea película azul, se abrió.
Víctor bufó, soplido que traspasó su
respirador. Entraban a por él, pero no eran ángeles blancos con alas y
aureolas, ni demonios rojos con cuernos y tridentes.
Primero dos hombres. Luego una mujer. El
sexto, un niño. Mientras se le acercaban conformaban el gesto oral que tan bien
conocía.
La imagen cambió ante sus ojos. La misma
habitación, ahora teñida de un tono verdoso. A su izqueirda, reconoció con
asombro a un hombre sentado en una silla. La puerta se estaba abriendo, dos
personas hablaban, sin decidirse a entrar.
Su última oportunidad. Nunca había estado
ingresado, pero un tío y su abuela sí. Aquellas camas tenían, en alguna parte,
un interruptor en el extremo de un cable para llamar a las enfermeras. Movió el
cuello cuanto pudo, a la izquierda, a la derecha, entre los pliegues de la
cama…
Volvió con ellos, en esos momentos
disponiéndose a su alrededor. Los primeros en llegar avanzaron hasta sus
flancos, fuera de vista, ensordeciéndole con su muda plegaria. Más y más
llegaban, encerrándolo en el medio de un círculo.
¡Ahí! A la izquierda, colgando del borde
de la cama. Estiró la mano izquierda hacia abajo, torpe, embobada por la aguja
sobre su dorso. Víctor intentaba ser rápido; sintió que varios ojos seguían el
movimiento de su mano, aunque ninguno hizo nada por detenerlo.
La imagen volvió un segundo a la
realidad. Si pulsaba el timbre, si les hacía ver que estaba consciente…
Su mano se cerró en torno al timbre. Lo
levantó, apretándolo una y otra vez.
El aullido ya hacía temblar su cabeza; los
últimos ocuparon su puesto a los pies de la cama, en una barrera de al menos
tres filas. Los cercanos se inclinaron, bajando las manos hacia Víctor.
Ningún sonido salió de entre sus dedos.