lunes, 25 de enero de 2016

NO SOY UN MONSTRUO

     A estas alturas de mi larga vida, siento que debo contar mi historia. ¿Por qué? Porque puede que no vuelva a tener ocasión de hacerlo.
     ¿Cómo empezarla? Iré a lo esencial: nunca he tenido nombre, menos el que me dio la primera especie; no para designarme a mí sino a mi naturaleza. Lo que soy.
     Soy un vampiro. ¿Pero importa? Hace ya mucho de eso; no he vuelto a oír a ese nombre ni ningún otro referido a mí
     ¿Qué decir para definirme? Para empezar, soy inmortal. He vivido tanto tiempo que perdí la cuenta hace… ya ni me acuerdo. Sí, en eso me parezco al monstruo que inspiré, como en que necesito alimentarme de los vivos, pero no por lo que ellos creían. Como toda gran vida, la mía está plagada de leyendas y exageraciones. Voy a intentar despejarlas.
     ¿Cuándo nací? Cuesta creerlo, pero fue al principio de los tiempos, de la vida. Desperté tras un chispazo a un mundo simple, ignorante; sin sentidos, colores ni pensamientos. Todavía no se habían inventado las palabras. Más tardé, lo recordaría diciendo que era un período de impulsos.
     Se sentían las cosas cerca, su sabor, sus flagelos acariciando tu superficie. La vida se reducía a comer y no ser comido; la muerte a base de ensayo y error. Yo siempre tuve suerte: ya fuese devorado o devorador, siempre permanecía. Si algo grande me envolvía y absorbía no me disociaba como los organismos pequeños de que me nutría. En vez de eso, crecía dentro del depredador hasta llenar su forma (todavía no se le podía llamar cuerpo).
     Creo que es el momento de decir cómo soy. Ni antropomórfico, ni bestial, ni niebla vaporosa. Supongo que la evolución me dejó a medias: mis células se multiplicaban, mi cuerpo crecía y mi conocimiento progresaba, pero siempre he sido y seré un trozo azul de gelatina reptante.
     Aprendía con los cambios cuáles eran mis nuevas presas y enemigos, durante una eternidad de cambios que acabó con la sociedad de las células: la vida dejó de conformarse con la soledad y la multiplicación, aliándose en formas mayores, más sofisticadas y elaboradas. Con el tiempo, surgiendo las tres grandes sectas del nuevo mundo: los que tenían esqueleto por fuera, los que lo tenían dentro y los que seguían siendo bolsas pastosas. Los que se resistieron al cambio sobrevivieron a la sombra, invisibles en un mundo de gigantes.
     He aquí el otro gran mito sobre mí: no me multiplico mordiendo cuellos y chupando sangre. Yo, por lo que sé, soy único; nunca he encontrado a otro de mi especie. Simplemente, me mantengo en el mundo siendo lo que como. De ahí supongo que salió también la idea de que los vampiros pueden cambiar de aspecto. Esto sí es verdad, a medias.
     Al ser devorado quedaba y quedo ligado al ciclo vital de mi anfitrión. Sigo teniendo que alimentarme como él, moverme como él, descansar e incluso procrear como él. Simplemente, mi cuerpo de plasma se nutre de él por dentro, absorbiendo tejidos desde la seguridad del sistema nervioso. Y, si acabada su vida, no tenía la suerte de morir en la boca de un depredador mayor, sus órganos paraban y se iniciaba la putrefacción. Para mí, llegaba la hora de salir.  Me elevaba en el caldo primigenio lleno de formas y colores (los sentidos fueron otra novedad desconocida) hasta encontrar un nuevo receptor. Entonces, como un vulgar parásito (aunque siempre me he considerado un cazador) entro por sus orificios nasales u orales (los auditivos, de tenerlos, suelen dar a una pared insalvable de hueso) y me deslizo hasta su centro neuronal, insertándome en sus células. Supongo que de eso derivan otros dos mitos: la del depredador mordiendo el cuello de un victima durmiente y lo de que necesito invitación para entrar. En ese sentido, sólo diré que es más fácil si mi huésped está durmiendo. ¿y hay algo más invitador que roncar patas arribas sin pensar siquiera que algo puede matarte en sueños?
     Aunque pensé por mucho tiempo que el mundo sería siempre agua gobernada por pinzas y tentáculos (unos cuantos de lo que llamarían millones de años da para eso) hubo otro cambio: los seres con esqueleto interno empezaron, poco a poco, a ganar la partida; primeros a los invertebrados, luego a las aguas y, por último, a la tierra. Fue gracias a uno de estos primeros colonos, un pez con patas de los pantanos, que vi la superficie por primera vez. Pero tuve que esperar a que llegasen las criaturas con escamas y garras para pisarla.
     Vi poco a poco el mundo transformarse, de erial a pasto, a bosque; creciendo como sus habitantes, asociadas en un equilibrio circular: las fotosintéticas (plantas) daban de comer a animales pequeños y grandes, éstos devorados por los medianos y enormes. Durante esos días tropicales de continentes cambiantes, mi existencia consistía (como antes) en vagar de una forma de vida a otra, probando cada nueva perspectiva, sus instintos y miedos, su conducta.
     Y es que el sol no me mata. En esto, debo decir, el mito original se parece mucho a la realidad: siendo ectoplasmático, la deshidratación me debilita, volviéndome lento y torpe, hasta que, simplemente, no puedo moverme. O encuentro un huésped que me sirva de refugio o me entierro o sumerjo  para ponerme a dormir. ¿Hasta cuándo? Hasta que llega el momento de despertar.
     Mi error, cometido en el pasado y repetido una y otra vez en el futuro, era pensar que la situación se mantendría para siempre. Un día, una gran mancha ardiente (meteorito) cayó del cielo, levantando un parasol de polvo sobre el planeta. Las temperaturas bajaron. Las fotosintéticas se marchitaron. El ciclo se rompió. Las criaturas, una a una, murieron.
     Desesperado por la soledad y el hambre, volví a los océanos, sólo para encontrarme que la situación no era mejor. Tuve que sumergirme hasta donde nunca llega la luz, vagando en la nada hasta tener la suerte de encontrar alguna criatura de grandes ojos y boca llena de dientes en mi misma situación. Así superé el hambre.
    Realizaba esporádicas excursiones a la superficie, trepando a las costas para ver si la situación había mejorado. Poco a poco el sol clareó, los insectos volvieron a volar y la tierra volvió a cubrirse de verde. Pero iba demasiado despacio; todavía no había criaturas adecuadas a mí.
     Perdí la cuenta de mis visitas. Con el tiempo empecé a internarme tierra adentro, hasta que el sol me empujó a una grieta en la que dormí durante eones.
     Cuando desperté, el mundo había renacido. Ahora las criaturas con pelo y plumas ocupaban la posición dominante, aunque la mecánica de la vida no cambió en nada más.
     Así fui testigo de su llegada. No eran muy distintos a otros animales peludos; vivían en los árboles, comían del pillaje. Luego les vi bajar de las ramas al suelo, levantarse sobre dos patas, hacerse con herramientas. Cambiar. Y con ellos, por primera vez en mis millones de años, vi a una criatura modelar el mundo.
     Se asentaban. Levantaban numerosos nidos con piedras y troncos. Trabajaban el metal. Devastaban los bosques. Moldeaban plantas y animales a su antojo. Adoraban a poderes por encima de ellos. Y exterminaban a los que consideraban peligrosos o rivales.
     Mi relación con los hombres siempre ha sido hostil. Como siempre se reproducían sin control, no me faltaban huéspedes, aunque los restos dejados atrás, muertes misteriosas para ellos, desataban más el pánico. Las consecuencias me obligaron, por primera vez, a tener que ocultar mis desechos.
     Mi opinión sobre ellos es bastante agridulce. Siempre han pisado con un pie la evolución y con el otro la regresión. Reconozco que siempre estaré en deuda con ellos por enfocar mi existencia. Me dieron palabras para explicar mi vida pasada; la necesidad ahora era hambre, la consciencia de un peligro miedo. Aunque fuesen mis enemigos, he llegado a echarlos de menos.
     Las primeras veces, al saber que existía, se limitaban a rezar, aterrados. Luego se volvieron contra sí mismos. Ahorcaban a unos, quemaban vivos a otros. Una vez, el día amaneció con tres cadáveres clavados en lanzas. Sí, yo necesitaba matarlos. Pero ellos también mataban a otras criaturas para vivir y yo, que llevaba viviendo más tiempo del que podrían siquiera soñar, nunca tuve que plantearme el mal que hacía a otros para existir. Ellos, por lo que vi, tampoco.
     Por suerte, el mundo era grande; bastaba con no quedarme mucho tiempo en el mismo sitio. Así aprendí sus idiomas. Sus leyes. Su fe. Sus males.
     El miedo a la muerte les impulsaba a matar. Lo que al principio atribuí al miedo a mí luego lo hacían a sus semejantes para robar su comida, sus hogares, sus recursos; el miedo a la muerte por no tener suficiente se convirtió en querer más y más; lo que llamaron codicia.
      Con el metal, las guerras crecieron. Con la pólvora, los cuerpos reventados cubrieron a cientos el suelo. Con las armas biológicas, ciudades enteras quedaban vacías de vida. Y yo, el demonio del mundo, condenado a las sombras, veía horrorizado lo que hacían mis presas con el mundo.
     Como ya he dicho, lo más escalofriante era que cuanto más progresaban, más bárbaros se volvían. A los cuatro mil años de existencia, sus líderes más poderosos se enzarzaban en competiciones de conquista y aniquilación. Cuando descubrieron el átomo crearon armas capaces de destruir no sólo a sí mismos, sino al planeta entero; a la vida misma. Sólo cien años después resucitaron a Dios como motivo para exterminarse. Cuando llegaron al espacio, diezmaron continentes en nombre del progreso. Cuando colonizaron otros mundos, volvieron las guerras en nombre de la libertad.
     En total, su reinado duró casi seis mil años. Un nuevo fanatismo por el retorno a los orígenes hizo estallar sus reactores y volar sus cohetes. Sus ciudades, muertos donde ellos eran lo único que respiraba, se convirtieron en mausoleos  de acero, titanio y carbono.
     Su agonía fue patética. El mundo estaba devastado; sin selvas, lagos potables ni grandes animales para comer. Primero lo que quedó de cada ciudad se dividió en facciones,  matándose por lo que quedó en cámaras selladas, luego reverenciadas con el tiempo. Cuando el alimento escaseó mataron hasta a los suyos, esperando a la noche mientras los demás dormían para degollarse. De más de siete mil millones de humanos, su población se redujo hasta la extinción.
     Me dejaron heredero de un desierto en el que, como después del meteorito, la vida debía reiniciarse. Me tocaba volver a esperar o el hambre. Esa vez ni siquiera tuve el privilegio del mar; demasiado lejos bajo un sol de justicia. Allí, en las ruinas de unas de sus maravillosas ciudades, dormí. ¿Por cuánto? Millones de eones. El tiempo no volvería a importarme hasta mucho después.
     Desperté al amparo de una nueva civilización, irónicamente un salto atrás en la historia. De nuevo, los artrópodos dominaban el mundo.
     El planeta nunca se recuperó por completo del azote del hombre. Sólo los más duros lograron prosperar. Las fotosintéticas ya no pasaban de arbustos tubulares y crasos, resistentes a las sequías. Los vertebrados habían quedado relegados a alimañas ciegas en profundas grietas. En aquel tiempo, los descendientes de las Blattodea, las cucarachas, eran la especie más avanzada de la tierra.
     El clima volvía a ser tropical, y más húmedo. Los insectos habían crecido en tamaño e intelecto, organizados en clanes que habitaban en madrigueras subterráneas. Excavaban la roca con herramientas, consolidaban sus túneles con cemento y criaban a sus ninfas en amplias cámaras. Aunque en general no resultaban tan destructivas como los humanos, sí eran más inclementes con el resto de criaturas. Aunque habían ganado en inteligencia, sus mentes seguían siendo primarias, centradas en sobrevivir. No les importaba alimentarse de un campo de fotosintéticas entero hasta no dejar ni una semilla si llenaban así sus abdómenes; ellos mismos eran canibalizados sin piedad cuando estaban demasiado débiles para moverse. Un mundo implacable, más adecuado para mí. Aunque, debo decirlo, las desprecio porque nunca llegaron a desarrollar un lenguaje.
      Tras lo que debieron ser tres millones de años (en los que una glaciación casi las aniquiló) de relativa paz, una amenaza volvió a caer del espacio. Pero, esta vez, no era una ciega fuerza destructiva.
     Vehículos espaciales plateados, de forma ovalada, llegaron como langostas, ocupando los continentes. Sus ocupantes, humanoides altos de piel plateada y grandes cabezas con uniformes y respiradores, venían para quedarse. Ante ellos, una lucha tan desigual que se hizo entretenida.
     Ellos tenían tecnología y ciencia. Mi raza adoptiva, el número y el desconocimiento del miedo. Organizados, los recién llegados podían barrer doce colonias enteras en un día, liquidando a más de un millón de habitantes. Pero los artrópodos eran superiores en número, haciéndose fácil para ellos asaltar a partidas dispersas o a convoyes, aislando a las fuerzas principales para diezmarlas después. Además, eran lo bastante inteligentes para aprender a usar las pistolas alienígenas, que desechaban al principio por no ser comestibles.
     En cuanto a los extranjeros de las estrellas, sólo ocupé una vez a uno de ellos, un soldado herido dejado atrás en la huida por los suyos. Así aprendí de su planeta, fuera de nuestra galaxia; de su avanzada civilización, parecida a la humana antes de su muerte pero más cordial, y de sus intenciones. Se creían dioses, con derecho a la conquista del cosmos, al exterminio de toda vida en otros mundos para poder colonizarlos a su antojo.
     No fue una experiencia agradable. Aunque sobreviví en él, mi forma de percibir el mundo, de moverme con su cuerpo, de mantenerme en su interior, estaba desajustada. Por primera vez sentí que era yo, y no mi huésped, quien había enfermado. Deduje que algo en su fisiología, en su sistema inmunitario, me afectaba, por ser ajeno a mi planeta. Por eso lo dejé, prefiriendo quedarme con los organismos con que estaba familiarizado.
     Finalmente, los invasores desistieron. Se fueron con sus naves, no sin dejar atrás un último recuerdo de su visita: una toxina gaseosa con la que contaminaron el aire y las aguas, confiando quizás en volver luego con el trabajo hecho o, simplemente, como un castigo por recordarles que eran poderosos pero no omnipotentes.
     Pensé que ahora sí, mi mundo llegaba a su fin. Aunque las cucarachas, haciendo honor a su fama, sobrevivían con pocos miembros, la nube púrpura se llevó casi todo lo demás. Hasta el mar, convertido en sopa cáustica que hacía hervir mis células apenas me sumergía.
    Sopesé seriamente el enterrarme; los excavadores insectos podían despertarme prematuramente para seguir con su holocausto ya cantado. Aunque sé lo que era rezar nunca lo he hecho; no lo he necesitado. Me encomendé a la buena suerte y la oscuridad después de casi otros cuatro millones de años en la superficie.
     Una vez más, pasados los eones, desperté en un mundo revitalizado. El lecho oceánico se había purgado y había amasado los continentes, uniéndolos de nuevo en uno, en lo que debió ser un festival volcánico de terremotos del que yo, al menos, no me enteré.
     En el nuevo supercontinente, el desierto estéril quedaba reducido al interior, mientras nuevas selvas vírgenes de árboles altos y ríos potables formaban un anillo verde en línea con el mar.
     Allí, precisamente, encontré a los nuevos amos del mundo, los supervivientes desterrados de los abismos. Grotescos anfibios con aletas de foca, crustáceos que planeaban en el aire y cefalópodos que maquinaban y conjeturaban qué hacer con lo que caía en sus múltiples brazos con ventosas.
     No perdí tiempo en unirme a ellos. De nuevo, pude ver una civilización nacer. Y, debo decirlo con felicidad, fue la más larga y próspera de todas.
     ¿Y por qué cuento ahora esta historia? Porque después de todo este tiempo, de tantas civilizaciones, tantas extinciones y tantísimas muertes, por fin, he entendido el motivo de mi existencia. Por qué no puedo morir, por qué debo mantenerme consciente.
     Yo no soy un monstruo. Soy un albacea. El albacea de la vida, de su historia en este planeta. Cuando todo acabe, si algo queda, seré yo, con el conocimiento que me lleve conmigo. Claro que, si algo he aprendido, es que nada es eterno. Yo tampoco debo serlo. Desde luego, este planeta no lo es.
     ¿Que qué vendrá ahora? Lo ignoro. Hace tiempo que los mares se secaron. Hace tiempo que las fotosintéticas ardieron. Hace tiempo que el sol rojo ocupa todo el cielo. No he visto vida desde hace mucho y, la verdad, no estoy seguro de volverla a ver.

     Por eso, antes de que mi actual carcasa cefalópoda termine de descomponerse, creo que me iré a dormir.

lunes, 18 de enero de 2016

LA GENTE DE LOS SUEÑOS

     ¿Qué sacó a Víctor Benavente le sacó de la cama en esa medianoche de abril? El hormigueo incesante en su verga que anunciaba una visita obligatoria al servicio.
    De haber sabido lo que iba a empezar, se lo habría hecho encima. 
   Víctor apartó las sábanas y bajó descalzo al suelo, llevando sólo calzoncillos. Le gustaba dormir así; en su piso la temperatura era agradable todo el año. En plena noche, con el mundo en silencio absoluto y la molesta luz de las farolas vetada por persianas, el dormitorio parecía una caverna; con sólo cuatro metros cuadrados la oscuridad parecía prolongarlo al infinito. Avanzó confiado, sin necesitar el interruptor: la luz le quemaría los ojos, y la cómoda, el escritorio, la silla, el revistero y la mesita estaban fuera del trayecto en línea recta hacia la puerta. Al alcanzarla, acarició la madera hasta llegar a la manivela. La puerta del servicio estaba justo enfrente.
     Allí, con la taza levantada e iluminado apenas por el aura amarilla que traspasaba la ventana, vació a fondo la vejiga, tensando la columna para apurar las últimas gotas. Mientras acabalaba, una corriente le erizó la espalda.
     Algo había cruzado el pasillo tras él.
     Víctor se mantuvo inmóvil, apretando su glande entre el pulgar y el índice. Esperaba algo, una señal de peligro: una respiración, un vaso del escurridor cayendo al suelo en la cocina, pasos acercándose. La prueba de que había sido real, no un efecto del cansancio que le seguía anclando al sueño.
     Cuando perdió la cuenta de los latidos de su corazón y no pudo mantener contraídos los músculos de su nariz y piernas más tiempo, se volvió despacio, atento. Se acercó al umbral, dudando sobre encender la luz.  Sentía algo en su piso, pero no oía nada.
     Volvió a su habitación procurando mantener el nivel de decibelios, cerró la puerta y se acercó a la cómoda, donde tenía el teléfono (despertador y reloj en uno que cabía en la mano). Se lo llevó al colchón como haría un niño pequeño con miedo a la oscuridad con su linterna; una defensa contra los monstruos de la oscuridad.
      Con el tiempo, Víctor se relajó hasta volver a dormirse. El teléfono se escurrió entre sus dedos. Algo parecido a una boca exhalando se inició al otro lado de la puerta. El ocupante de la cama ni se enteró.

     Víctor no había sido nunca ambicioso. Si al terminar el instituto con unas notas medio decentes no estudió una carrera fue sólo porque quería vivir. En su mente eso equivalía a conocer gente y hacer dinero cuanto antes. Su trabajo de dependiente en la sección de electrodomésticos de un Carrefour cumplía ambos objetivos.
     El ambiente era agradable, los clientes educados y el personal le caía bien. En conjunto, realizaba su idea actual de felicidad: ser capaz de vivir solo. Ya llegaría el momento de llenarlo de tecnología, un perro, una chica guapa y un par de niños. Habiendo terminado su tercera duradera en tres años hacía sólo medio mes, se proponía estar un periodo sin cambios.
     Date tiempo, tío.
     Ese día, sin embargo, debía haberse manchado la cara con algo, porque todos se quedaban mirándole.
     ¿Has dormido bien? le preguntó por fin Demetrio, el encargado.
     Pues claro.
     ¿A qué venia eso? No bostezaba, tenía los ojos muy abiertos y esperaba estoicamente tras el mostrador.
       Así me gusta sonrió su superior. Con salud de hierro.
     Tuvo que esperar a la tarde para entender a qué se refería: más que ojeras, parecía que se hubiese aplicado sombra de ojos.

     Víctor abrió el ojo derecho. El sonido que había roto su concentración no era un sueño. Apenas vio la puerta, entreabierta para dejar pasar el aire, se dio cuenta de que algo iba mal.
      No tenía ni idea de qué hora sería, pero la luz exterior era azul, el color de la tarde avanzada, y, desde el pasillo, se oía un traqueteo de metal sacudido.
      Se levantó, mirando a un lado y a otro mientras se preguntaba qué fallaba. Tras él, aquella extraña luz cian le manchó la espalda como a un leopardo. Al llegar a la puerta se contuvo, comprendiendo lo que oía.
      Alguien estaba pegándole a la puerta principal, cerrada con llave.
     Se asomó, dudando entre acudir y amenazar con llamar a la policía o esperar que se cansase. Su puerta, además de blindada, tenía dos cerraduras. Si esperaba tirarla abajo necesitaría después mucha escayola…
      No, no estaban empujando ni intentando forzarla con una palanca o algo así. Eso era lo más raro. Parecía que cogían el picaporte y lo movían adelante y atrás, esperando que cediese…
     Eh, oye fue subiendo la voz mientras recorría el recibidor. Me has jodido la siesta. Si no quieres que…
     Se interrumpió al llegar. La puerta dejó de moverse.
     Con una media sonrisa esperó oír pies corriendo escalones abajo, el ascensor subiendo o abriéndose…
     Lo que oyó fue un chasquido salir de la puerta, que seguía quieta. Su corazón se aceleró al ver, atónito, como empezó a abrirse hacia adentro, ignorando las cerraduras.
     Víctor no esperó a ver cómo era el intruso; se retiró al dormitorio y cerró tras él la puerta. No fue tan hábil como la otra noche: el portazo fue delator.
      Llegó hasta la cama, bañado en aquella luz azul, esperando.
      Un sonido de exhalación, como de cuerdas vocales temblando, se inició en el recibidor y empezó a acercarse. A la altura de la puerta ya era ensordecedor. Dos sombras se colaron por debajo.
     Al intentar levantarse, rozó contra la pared, haciéndose daño en el hombro. Sus oídos empezaron a resonar, cada vez más deprisa, amenazando con romperse. Se tapó las orejas…
     Se giró, recibiendo los ojos la luz blanca del mediodía que entraba por la ventana. El móvil, cargándose, croaba junto a su cabeza con la alarma encendida.
      Lo cogió y comprobó la hora.
     Mierda masculló, mientras se frotaba el hombro.
     Claro, eso era lo que le parecía raro: que fuese de noche antes del turno de tarde. Sólo eran las tres y treinta y tres minutos.

     La tarde no fue como le gustaría. No tuvo un encontronazo con un cavernícola que quisiese la devolver una Thermomix ni colocado neveras hasta deslomarse; sólo estaba muy cansado. Su corta siesta, interrumpida por el conato de pesadilla, le había impedido recuperarse para la siguientes cuatro horas.
     Víctor, sé tú, pero estás viniendo con una cara…
     No pasa nada aseguró. He… dormido mal. Eso es todo.
     Bueno. Demetrio se puso brazos en jarra. Si tienes algún problema…
     Venga, estoy bien. ¿Puedes decirme algún día que me haya puesto malo los últimos tres años?
     —Bueno, cuando llegue espero estar preparado para cubrirte.
     Aquello zanjó la discusión, aunque no le ayudó a sentirse más vital.
    Por la noche refrescó más de lo habitual. Víctor cerró la ventana y la puerta mientras se cubría con la sábana. Antes, por supuesto, se aseguró de que su puerta estaba en condiciones. La llave giraba, la cerradura era sólida y no reaccionó a las palabras Ábrete, sésamo.
     Ya vale, se reprendió. Sólo fue una pesadilla.
     Se durmió sin problemas, esperando soñar con ganar la lotería, una rubia sensual de grandes pechos  sobre sus muslos o perritos jugando en una cesta (lo más ñoño a lo que estaba dispuesto con tal de dormir) en vez de con ladrones y fantasmas.
     Un chasquido le despertó; reconocerlo llenó de adrenalina su sangre.
      Víctor agarró el móvil, encontrándolo apagado o descargado, y estaba demasiado oscuro para ponerse a teclear…
     Oscuro. No era así en absoluto; algo de luz entraba por los huecos de la persiana. Las chispas amarillas de las farolas parecían ahora humo gris.
     Lo siguiente que oyó fue un chirrido parecido al de goznes oxidados; luego una  arrastró una puerta.
     Esperó, sentado en la cama. El suave roce de la puerta sobre el suelo se repetía cada pocos segundos, pero nada más. Jaleo, pasos, el sonido gutural…
      Se puso en pie; no iba a dejar que una puerta abierta le diese la noche.
      Salió al pasillo, mirando al servicio de enfrente, antes de hacer lo mismo con el pasillo. Esa luz tan rara daba a todo un tono grisáceo, pero al menos podía ver.
     Le pasó por delante en ese momento.
     Víctor contuvo la respiración, apretando los puños y abriendo los ojos, sobresaltado y en guardia a la vez, listo para reaccionar.
     El intruso caminaba como Pedro por su casa, yendo tranquilo y sin tensión hacia la cocina hasta que se cruzó con él. Dejó de andar y se volvió hacia Víctor, no sobresaltado por su presencia sino, más bien, como si le esperase.
     Se quedaron unos segundos mirándose cara a cara, perfectamente visibles en la penumbra. Y Víctor pasó de la alarma al pánico; demasiado nervioso para chillar.
     Era un hombre joven, de veinticinco como mucho, con pantalones de chándal oscuros y sudadera gris con capucha; como si fuese robase para relajarse después de un poco de footing.
     Pero el parecido con una persona se perdía en su cara. El pelo era negro, corto y lacio. Su piel era de un azul pálido, independiente de la iluminación ambiental. Sus facciones eran finas, encuadradas en una cara muy angulosa que parecía trazada a golpe de regla. La nariz era demasiado pequeña y afilada, un ángulo sobre la boca; una línea sin labios que parecía tirar y del resto, deformándolo. Los ojos eran grandes y redondos, de un negro acuoso que parecía succionar el resplandor.
      El intruso abrió entonces la boca, formando un círculo perfecto y negro sin dientes, lengua o campanilla a la vista, y chilló.
     Víctor reconoció también el sonido que hizo; el sacudir de cuerdas vocales que le echó a la cara una vaharada tan asquerosa que tuvo ganas de vomitar. Su aliento olía a pozo ciego, carne podrida y agua estancada; como si estuviese más muerto por dentro de lo que parecía por fuera.
      Retrocedió, empujado por el vaho mientras el hombre, aún boquiabierto, se le echaba encima.
     Sus manos iban a su cuello. Víctor lo interceptó, sorprendiéndose aún más por su tacto. Era frío y duro, como si en vez de piel lo cubriese acero.
       Los dedos subieron hasta su cara, empezando a hundirse en sus mejillas, nariz y ojos.
       Víctor empujaba intentando separarlo, cuando detectó movimiento tras la cabeza de pesadilla.
     Habían aparecido más figuras en el umbral; tres por lo menos. Mismo color de piel, misma apariencia. El monstruo traía refuerzos.
      Consiguió coger a Víctor por la cabeza y empezó a apretar. En segundos se sintió como si estuviese besando una prensa, impidiéndole respirar. Empezó a abrir la boca, despegando los labios y haciendo rechinar sus dientes al mover las mandíbulas, obligadas a subir y a bajar en busca de aire…
      Un chispazo de dolor se llevó todo, permaneciendo en su boca cuando la presión paró. Se había mordido la punta de la lengua.
     El dolor le había despertado.
     Se sentía mareado y le dolía la cabeza como si hubiese usado un bloque de hormigón de almohada. Seguía en su apartamento, rodeado de tinieblas rotas por la luz amarilla que llegaba desde el servicio. Las dos puertas estaban abiertas
      Víctor fue allí, dando un par de tumbos de camino. Determinando que estaba lo bastante despierto para encender la luz, se dispuso a lavarse un poco la cara.
     La imagen que reflejó el espejo le paralizó; el agua se escurrió entre sus dedos a la misma velocidad que sus labios bajaban. 
     Parecía que le hubiesen dado una paliza, las marcas de dedos eran trazos rojos sobre su piel morena; sus labios estaban amoratados. Gimió al rozar con su mano húmeda un arañazo en el nacimiento del pelo.
     Se acostó convencido de que su problema era real. Estaba seguro de que cuando se durmió la puerta de su dormitorio estaba cerrada.

     Dios, ¿qué te ha pasado?
     Nada, Demi. Suspiró, no tenía motivos para mentir. Vas a alucinar. Anoche me desperté así.
     El encargado parpadeó.
     ¿Eres sonámbulo?
      Víctor negó con pesar.
      No lo sé. Pero estoy teniendo unas pesadillas muy raras…
      Lo mejor es ir a un médico le recomendó. Yo tenía un amigo que empezó a decir que veía cosas, le dejamos a su bola y al final…
      Demetrio se interrumpió, al darse cuenta de cómo le miraba Víctor. Hasta parecía que sus muñecas habían empezado a temblar.
     Aunque eso no significa que te vaya a pasar nada malo. Trabajar puedes, ¿verdad?
     Sí, al menos de momento —confirmó, dando otro trago a su vaso de café mientras Demi se iba.
     Era ya el segundo en media hora. Además de herirle físicamente, las pesadillas le privaban del descanso necesario. Sin la cafeína para levantarle los párpados, Víctor temía acabar pegando la cabeza al mostrador y durmiendo (cosa que no el pasaba desde el colegio, cuando tenía cuatro años).
     ¿Y qué? ¿Soñaría allí también con lo mismo?
     Aunque no le gustaba admitirlo, Demi había acertado. Antes de salir de casa había consultado las páginas amarillas, cosa que pensaba volver a hacer a la vuelta. Buscaba psicólogos.
      ¿Cómo le ayudarían? Seguramente, tras el psicoanálisis de rigor, le dirían que los sueños eran un recuerdo reprimido, o la gente que le atacaba representaba un deseo reprimido de abandonar su hogar para ver el mundo. Una metáfora que, esperaba, dejase de esperarle cada vez que cerraba los ojos.

     Víctor parpadeó una, dos veces; familiarizándose con la escena. Seguía en su dormitorio, ahora teñido de una extraña luz azulada que entraba por los huecos superiores de la persiana casi cerrada, como la dejó para la siesta.
     Había vuelto a su extraña dimensión de sueños.
     Miró primero a la cómoda. El teléfono estaba allí, justo donde lo había dejado. Lo pulsó. La pantalla seguía oscura. Intentó apagarlo para encenderlo; no podía haberse quedado sin batería tan deprisa. Nada.
     Lo dejó y alargó el brazo hasta el interruptor de la lámpara sobre la mesita. Lo apretó tres veces en los dos sentidos, sin que la bombilla se encendiese.
      Los sonidos de la fregaza cayendo sobre el suelo, del sofá siendo arrastrado en el salón, del desodorante y el gel de baño rebotando en el suelo del cuarto de baño le asaltaron entonces a una. Estaban en el apartamento, al otro lado de la puerta cerrada; buscando algo, quizás a él.
      Esa exhalación, que parecía ser su único modo de comunicarse, empezó a traspasar las paredes.
      Víctor no perdió el tiempo; saltó y empezó a arrastrar la cómoda. Le costó dos buenos tirones separarla de la pared, dejando suficiente espacio para ponerse detrás y llevarla hasta la puerta. Roble sólido y tres cajones.
     Llegó a su destino cuando sus sombras los delataban al otro lado de la puerta. La apretó todo lo que pudo contra el acceso. Esperaba que bastase.
     La puerta tembló, trasmitiendo el movimiento al mueble. Pero se mantuvo en su sitio. El empuje se repitió, encontrando la misma oposición. Sus gemidos de frustración formaron un coro que, aunque seguía erizándole los pelos, le llenó de felicidad. Ya no podían cogerle.
       Víctor se sentó en la cama, cruzándose de brazos a esperar que se rindiesen. No sólo no lo hicieron, sino que pasados dos minutos dejaron claro que iba a necesitar un plan B.
     Al enésimo empujón, la cómoda dio un paso al frente, que dejó todos los cajones sobresaliendo unos centímetros. Tras ella la puerta se había desplazado, rozando su parte trasera al intentar avanzar más.
     Víctor se levantó, pensando en reforzar su barricada; un problema para su falta de corpulencia. Y además, no tenía muchas opciones. El escritorio podría servir también, pero no creía que la silla, la mesita o el revistero hiciesen mucho. Se agachó, preparado para moverla, manteniéndolos al otro lado hasta… 
      ¿Despertar? Las otras veces había pasado por accidente y, por lo visto, lo hecho entonces, hecho estaba.
     Se volvió hacia la ventana. Vivía en un tercero que daba a la calle, una avenida. No había toldo en esas ventanas, sólo acera a poquísimos centímetros del asfalto. Una pierna rota, parálisis o lesión cerebral; unas opciones no tan terribles si consideraba…
     Víctor espiró y levantó la persiana. No iba a hacerlo, desde luego; al menos aún. Pero merecía la pena…
     Sus manos se quedaron sujetando la correa, mirando desconcertado el mundo exterior, mientras abría y cerraba la boca como un pez.
     Fuera el cielo era negro y el sol azul, tiñendo todo lo que tocaban sus rayos del color del queso fermentado. Por lo demás, la calle no era muy diferente a como la recordaba.
      Lo que no le gustó tanto fue comprobar que tenía actividad
      En la otra acera había más apartamentos; seis pisos en total. Y, congregados frente a la puerta hasta taparla había más de ellos, de todo tipo: hombres, mujeres, niños, ancianos, adolescentes; vistiendo camisas, camisetas, pantalones, vaqueros, shorts, gorras, chaquetas, zapatos y chanclas. Todos con el mismo pelo negro en diferentes estilos y  la misma piel grisácea y lisa, ajena a las arrugas de la edad.
      Lo que Víctor no entendía era qué hacían. Parecían esperar algo…
      Retrocedieron simultáneamente como aguas empujadas por una onda. La puerta del apartamento se había abierto. Varios de ellos, al menos tres, intentaban salir de espaldas. Tiraban de algo, intentaban sacarlo…
     Víctor se apartó cuando empezaron los gritos.
     —¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! ¡Sacadme de… Por fa…!
     Se asomó mientras llegaban a la calle. Vio una chica joven, no mayor que él, asomando a trozos entre los porteadores. Pelo castaño largo y delgada hasta parecer anoréxica; al mirar arriba sus ojos llorosos eran bolas de cera salpicadas de rojo.
      La chica desapareció, los seis que tiraban de ella la lanzaron a la acera. Entonces la multitud se le echó encima. Se agachaban como animales bebiendo de un charco, retirándose a los pocos segundos para dejar paso al resto.
     Víctor no llegó a ver lo que hacían, pero los gritos se habían convertido en una mezcla histérica entre aullidos de perro y chillidos de murciélago, y cada vez que uno se iba llevaba las manos manchadas de algo oscuro.
     Cuando todos tuvieron su turno se hizo el silencio. La chica dejó de gritar o hacer otros sonidos. Y ellos se habían quedado quietos.
      Víctor siguió mirando abajo, esperando algo. Sabía lo que había visto, lo que habían hecho. El por qué, el cómo, eran preguntas demasiado importantes para rendirse y llorar, escondiéndose bajo el alfeizar.
     Un estampido de la puerta le hizo volverse, haciendo entrechocar sus dientes. Se había olvidado por completo.
     La cómoda estaba ladeada hacia dentro, con el cajón inferior fuera del todo. Una mano gris recorría el dintel, intentando apoyarse y empujar.
     Víctor se vio embistiendo a la cómoda hasta para aplastarla cuando le interrumpió un concierto de aullidos, ahogados y temblorosos; no muy distintos a los del apartamento. Volvió a asomarse.
     Aunque se habían difuminado por la calle todos miraban arriba; sus caras angulosas de ojos negros le veían, sus bocas como pozos abiertas por él.
     Después de verle empezaron a caminar hacia su bloque.
     La madera cayendo al suelo tras él le hizo volverse, tropezando con la pata del somier y cayendo al suelo.

     Gimió. Estaba en efecto sobre las losas, a pocos centímetros de su alfombra redonda. Le dolía la coronilla, que se frotó con la mano derecha.
      Se había caído de la cama, despertando. A su alrededor, el día volvía a ser amarillo. La cómoda estaba en su sitio, con el móvil encima, y el jaleo de la calle le llegaba por la ventana.
     Víctor, aún sin reponerse, se asomó. La acera de enfrente estaba abarrotada. Pensó que la pesadilla le había seguido hasta ver una ambulancia en la acera, flanqueada por dos coches de policía. Los agentes mantenían con las manos un perímetro en torno al portal. A la derecha vio una furgoneta blanca con las siglas de un canal de televisión. Una reportera rubia hablaba a cámara frente a la masa de curiosos.
     Víctor se vistió deprisa, pisando la acera mientras los camilleros sacaban una camilla tapada por una sábana blanca. A su paso la gente se apartaba, cerrando los ojos, mirando al suelo o tapándose la boca. La reportera bajó el micrófono y su equipo se replegó a su furgoneta.
     —Perdona. —Víctor corrió para alcanzarla, parando antes de tocarle el hombro al ver su expresión—. ¿Qué ha pasado aquí?
     La mujer bufó.
     —Podrás verlo en las noticias de la noche.
     —Pero no puedo esperar…
     —¡Ah, lo siento! —Se encogió de hombros—. Nosotros sí que no tenemos tiempo.
     La ambulancia se fue, haciendo sonar su sirena. Los policías esperaron a que la gente se dispersasen para seguirla. La furgoneta fue la última en irse. Víctor se mordió con furia el labio inferior, mandando mentalmente a esa infeliz al diablo.
     Casi todo el mundo se había ido, unos pocos entrando en el  bloque. Una anciana bajita y gruesa, con vestido azul, pelo gris oscuro y carrillos como manzanas demasiado maduras se disponía a hacerlo, moviéndose despacio sobre su bastón.
     —Eh… buena tardes. —Víctor la avisó con tiempo para no sobresaltarla—. Disculpe. Vivo aquí enfrente… -Señaló atrás.
     —Hola, vecino. —La ancianita sonrió de forma afable, su carne se tragó sus ojos.
     Él asintió.
     —Miré, estaba descansando y… —señaló al suelo y al portal. La mujer entendió.
     —Una pena —dijo—. Ha sido una chica de aquí. Yo la conocía. A veces me subía la compra.
     Víctor escuchó sin respirar, recordando su último sueño.
     —Pero… ¿qué ha pasado ex…?
     La mujer suspiró.
     —Ha muerto. Dicen que la han matado. —Hizo una pausa, tapándose la boca—. He oído algo de que la han hecho picadillo. Pero no he visto nada.
      Una solitaria gota de sudor descendió la sien de Víctor. Empezó a notar la boca pastosa.
     —Y… —Lo pensó un momento, antes de seguir—. No me importa, pero, ¿sabe cómo era ella?
      La mujer miró al cielo, como esperando que un pájaro la salvara.
     —Era muy buena y te ayudaba siempre, pero… —Exhaló—. Creo que no estaba muy bien de ahí. —Trazó unos círculos con su índice junto a su sien-. Yo creo que vivía sola por eso. Antes vivía con un chico, pero luego…
     —¿Hacía algo raro, entonces?
     —Bueno, hacer… —Miró a uno y otro lado, comprobando que no había testigos antes de confesar—. Yo estoy por decirte que ha podido hacérselo sola. Casi siempre tenía los brazos vendados. La oía gritar por la noche, en sueños. Creo que se hacía daño.
     Autolesión. Víctor sintió que a su corazón le costaba bombear.
      —¿Y eso?
      —Creo…. Que le daba miedo dormir. No sé; una vez me dijo que tenía pesadillas, a la semana o así de empezar.
     Víctor sintió un escalofrío, que no le impidió captar el mensaje.
     —Un momento. —Extendió la mano en señal de alto—. ¿Ha dicho cuándo empezó?
     —Sí, como hace un mes o así. Se despertaba gritando, diciendo… algo de que…
      Hizo una pausa, haciendo memoria.
     —Decía algo de que están en los sueños… y si los ves, van a por ti.    
     Víctor parpadeó frenéticamente.
     —Empezó a beber café, me acuerdo porque cada vez que la veía tenía un vaso en la mano. —La mujer se rió—. Luego empezó a salir herida. —Negó con la cabeza—. Una pena. Era muy guapa, pero acabó toda chuchurrida. Parecía una momia. Si la hubiese visto un doctor…
     Víctor agradeció a la señora su tiempo y volvió a su apartamento.
     Un doctor. Claramente, la opción que él mismo barajó quedaba descartada. No eran sólo pesadillas. El sabe que no estaba loco, curiosamente, no le hizo sentirse mejor.
     ¿Entonces? Se sentó en la cama, masajeándose las sienes primero y estrangulándolas después; pensando en una solución, la que fuese.
     ¿Volverse adicto a algún estimulante, como la chica? O el teléfono. Si se ponía la alarma cada X tiempo…
     Bufó con fuerza, deseando darse un tortazo por estúpido. ¿De qué serviría? Casi podía verse en el sitio de… ¿Quién? Rió con amargura, al darse cuenta de que ni sabía el nombre de la chica. Sólo quedó eso, un cadáver viviente que sucumbió al cansancio.
     Obviamente, fuese lo que fuese le pasaba a más gente, y seguramente otros lo pasarían después. No podía estar sin dormir ni despertarse cada veinte minutos. Acabaría reventando o volviéndose loco; y tarde o temprano bajaría la guardia. Y la alarma…
      Aunque hubiese encontrado su habitación real igual, los había dejado a las puertas, a punto de irrumpir. No podía confiar en sobrevivir el tiempo suficiente para volver a la realidad.
      Tenía que pensar, tenía que pensar…
      Víctor parpadeó, quedando paralizado por la revelación. Podía dormir sin soñar.

     —Andrés, ¿tienes un hueco? Quiero preguntarte algo.
     —Tú me dirás.
     Andrés trabajaba en soporte técnico. Era un chico pálido y anormalmente delgado con barba corta castaño claro y el pelo recogido en una desarrapada coleta. Su brazo izquierdo lucía el tatuaje de un ancla, mientras en el derecho una orca destrozaba una ola; como anhelos de un sueño frustrado de ser marino. Víctor sabía que tenía otros tatuajes bajo la camiseta azul de la empresa que no había llegado a ver, lo que no cambiaba su opinión de que Andrés, buen chaval, debía ser digno de verse fuera del trabajo.
     —Mira, estoy teniendo problemas para dormir.
      El técnico asintió.
     —Y quisiera… —Víctor se rascó el mentón—. Saber si sabes algunas pastillas que puedan servirme.
     Andrés se rió.
     —¿Qué, te piensas que con estas pintas parezco un yonki?
     Víctor meditó un segundo. Lo verdad, se decía que era aficionado a fumar hierba y otras cosas que no eran tabaco. Pero fue prudente.
     —No, pero como dijiste una vez que de joven tuviste problemas de sueño y lo de tu madre…
     Andrés deshizo la sonrisa y dejó caer sus brazos. Sin embargo, su tono reveló a Víctor que había acertado.
     Touché dijo, señalándole al corazón.
    Su madre murió de cáncer hacía dos años. En la etapa terminal, el dolor se hizo tan severo que necesitaba calmante suaves para pasar las noches.
     Andrés fue hasta una mesa, arrancó una hoja de un bloc y garabateó un par de nombres.
     Cualquiera de estas te las darán sin receta. Eso sí, vigila bien las dosis. No son nada fuertes, pero si te pasas…
     Víctor le dio efusivamente la mano, a la vez que, de una palmada, le apoyaba la zurda en el hombro.
     Muchas gracias. Un día de estos te invito a beber algo.
     De allí, esperó a llevar una hora en su turno para hablar con Demetrio. Le enseñó los nombres en la hoja.
     Andrés ha dicho que pueden servirme. Sólo quiero ir un momento.
     Bueno, si es por eso…
      Fuera del centro comercial, al doblar el pasillo, había una farmacia. El turno de Víctor duraba hasta las diez, y no estaba seguro de que siguiese abierta hasta entonces. Por suerte, había poca cola.
     Esa noche, se metió en la cama después de colocarse sobre la lengua una pastilla blanca y redonda. La noche entera le pareció un parpadeo, cuando recobró la consciencia el sol ya despuntaba.
     Víctor, feliz, recurrió a las pastillas por la noche y al café por la tarde, saltándose la siesta. No quería arriesgarse con la medicación. Después de una semana, se dio por restablecido.

      Era un lunes. Como cada mañana, Víctor despertó y rodó sobre el colchón para encararse hacia el servicia, que debía visitar con urgencia. La gris luz matinal llenaba el apartamento.
     Al encararse hacia la puerta, la encontró bloqueada.
      Había varias filas de cuerpos dispuestas a partir del borde de la cama, como dolientes en un velatorio. Pero estos no lloraban. Sus ojos negros parecían desorbitados de placer, sus bocas circulares vibraban, saturando el aire con su apestoso aliento.
      Al ponerse a su alcance extendieron los brazos, arañando su cuerpo. Víctor se sacudió, doblándose en un intento por protegerse y, cuando comprendió que no iba a conseguirlo, se tensó con la violencia de una bomba estallando, intentando apartarlos.
     Víctor despertó. El día imparable iluminaba el cuarto. Sus huesos le dolían por el último espasmo, cosa que no creía explicase el dolor sobre su piel, aunque no encontró ninguna marca. Lo peor de todo fue, sin embargo, comprobar que la necesidad de orinar había desaparecido.

     Creo… que las pastillas están dejando de hacerme efecto comentó con Andrés a la hora del almuerzo.
     Bueno… es normal aseguró entre bocados a un sándwich de jamón york y queso. A base de tomar lo mismo mucho tiempo, el cuerpo se habitúa, y ya no es lo mismo.
     Entonces necesitaré subir la dosis… u otras más potentes.
     Andrés se quedó mirándole; una miga de pan se desgajó de sus labios.
     No estarás volviéndote adicto a algo, ¿verdad?
     No aseguró. Es sólo…
     Escucha —le dijo mientras se limpiaba con una servilleta. Ten cuidado. Esas pastillas no son como el ibuprofeno. Si te pasas…
     Dejó la frase a medias.
     Esa noche Víctor llegó a su casa exhausto; prescindir de la siesta y reencontrarse con la gente de los sueños le había quitado casi todas sus fuerzas. Decidió, de momento, subir un poco la dosis. En vez de una, tomó dos pastillas.
     Cuando despertó, después de dormir de tirón, la alarma de su teléfono no había sonado, y eso que el día era ya muy luminoso.
     Casi dio un grito al ver la hora. Las nueve y cuarto. No podía negarse que la dosis había hecho efecto.

     Lo siento se excusó ante Demetrio. Me he dormido.
     Bueno, esto le pasa a todos alguna vez. Pero que no se repita. Y añadió: claro que, si lo que pasa es que estabas mal, lo que tenías que hacer es avisar y ya está.
     Esa tarde no se fue a su casa a comer. Prefirió matar el tiempo haciendo trabajo extra en el almacén; a ojos de sus compañeros un acto de constricción; en la práctica, una forma de mantenerse despierto. Iba a tener que vigilar las pastillas.
     La tarde pasó despacio, acumulándose sobre Víctor como capas de polvo. A las cinco, el café con azúcar que se tomó una hora antes ya no hacía efecto. Los altavoces anunciaban ofertas en las secciones de comestibles, alguna mujer le pedía ver un televisor o un chico preguntaba si tenían DVD capaces de grabar en alta definición le rescataban, levantándole los párpados mientras se apoyaba en el mostrador.
     No lo entendía. Estaba tan cansado…
     Por fin, las diez. Se cambió en el vestuario, cogió sus cosas y se dispuso a salir. Mientras el supermercado cerraba, alguna cafetería o local seguía con las luces encendidas, apurando a su clientela mientras los guardias encaminaban a la gente a las salidas…
     Cuando llegó a las puertas automáticas, Víctor sintió que algo raro pasaba. Al cansancio y pesadez al andar se había sumado un nuevo síntoma. Sus ojos sufrían apagones momentáneos, chispazos de oscuridad cegadores. Iba a empezar a caer, temiendo perder el sentido y abrirse el cráneo contra el suelo…
     Lo vio después de un chispazo, da gente desaparecía durante unos segundos, dejándole totalmente solo. Y en silencio.
      Atravesó las puertas automáticas del subterráneo. Todavía había coches, demasiados para esa hora, pero no había nadie yendo hacia ellos, abriéndolos ni enganchando carritos en sus filas.
     Se dirigió hacia su coche, en la fila 4G. Uno de aquellos cortocircuitos le bloqueó durante unos segundos; cuando recuperó la vista el parking seguía callado, pero lleno de gente. Salían por las puertas, rondaban entre los vehículos, ocupaban los pasos. Parecía que se movían confluyendo, hacia él.
     Víctor parpadeó y la escena cambió; seguía en el parking y había gente entre los coches, llevando carritos y cargando bolsas, riendo, charlando, con los motores rugiendo fuera.
      Se pasó una mano por la frente, retirándola temblando y cubierta por sudor. Empezaba a entender lo que pasaba.     
     Localizó su Opel Corsa rojo, y se lanzó al volante. En otra ocasión, nada más salir, habría buscado un hueco fuera para echarse una siesta rápida. Pero ahora imperaba volver deprisa a casa o matarse en el intento.
     Encendió el motor a la vez que otro bloqueo le quitaba la vista. Lentamente, las formas se materializaban en el exterior. Ahora podía verlas: caras sin expresión, piel azulada, ojos negros, agujeros por bocas.
     Metió la primera y salió, acelerando al dejar la jaula de cemento, en dirección a una rotonda.
     Víctor gimió, cerrando los ojos cuando un nuevo cortocircuito le abrasó las retinas cuando iba a dejarla en tercera.
      Lo que vio al abrirlos le despejó unos segundos, impulsándole a aumentar la presión sobre el acelerador. La carretera frente a él, casi doscientos metros hasta el primer semáforo, estaba atestada por ellos. Estaban ahí, quietos, sin moverse o señalarle; sólo le miraban y parecían cantar, con las bocas abiertas.
     Víctor subió hasta sesenta, atravesándolos. Era lo más aterrador, lo más irreal de todo: cargaba contra ellos, chocaba y les pasaba por encima, pero no había golpes; no salían despedidos, no hacían rebotar las ruedas al pasarles por encima. Sólo seguía, como si fuesen un espejismo masivo.
      Víctor sonrió, esperanzado; el semáforo ya llegaba, apagado como toda la luz de su dimensión…
     El semáforo se encendió. Rojo. Frente a él, una figura de escasa estatura, con gorra y un balón en los brazos, se entre los faros de su coche.
      ¡Jod…!
     ¿Realidad o sueño? Sólo tenía unos segundos para averiguarlo.
     Víctor hizo sonar el claxon del Opel. El niño se giró hacia él, cegado por las luces, sin mover ni un músculo. Su piel era del color tostado de la tierra, sus ojos pequeños y blancos. Aunque su boca estaba cerrada, en alguna  parte cerca se oyó un grito.
     No había tiempo para frenar, Víctor dio un volantazo a la derecha y evitando al obstáculo (o eso le pareció) mientras frenaba y desembragaba a la vez, con la esperanza de calar el coche, pararlo.
      El Opel, sin embargo, se subió al bordillo, haciendo rebotar su cabeza contra el techo, rozó una palmera y acabó estrellándose contra una farola. La velocidad final no debió ser inferior a cincuenta y cinco. Y, con tanta urgencia, Víctor se había ahorrado los escasos siete segundos necesarios para abrocharse el cinturón.

     Ya está estable…
     Dios, la verdad es que es un milagro. El coche parecía una empanada abierta…
     ¿Habéis tomado la muestra de sangre?
     Vaya infeliz. Debía estar como una cuba…
     No sé, no sé. Las pupilas estaban normales y no huele…
     Igual es un brote psicótico.
     Bueno, eso es cosa de la poli…
     Las voces llegaban de lejos y distorsionadas, como recuerdos confusos. Víctor intentó parpadear; una luz intensa y blanca caía le enfocaba. Al intentar moverse comprobó que no podía; al intentar hablar se topó entró un  bozal de plástico duro tapándole la boca.
     Se mueve…
     Vamos a ver si…
     Las luces se fueron difuminando hasta desaparecer, como su pensamiento.

     ¿Qué hora sería cuando despertó? No le pareció tan importante como el no tener ni idea de dónde estaba. Parpadeó. Estaba en una habitación pequeña, que no reconocía. Al fondo, dos puertas y un televisor; a la derecha otra puerta, a su izquierda una cortina corrida. En el techo luces; aunque apagadas la visibilidad no era mala. Debía haber alguna ventana.
     Intentó moverse. No pudo. Sí vio que una sábana blanca le tapaba, y que llevaba una especie de pijama azul de verano. Vio sus brazos sobre su pecho, atravesados por agujas unidas a catéteres. A su izquierda, vio lo que parecía una máquina de constantes vitales. Apagada. No se oía ningún pitido electrónico, ni había nada encendido en pantalla.
     Ya está, comprendió. Había sido llevado al hospital tras el accidente y allí había muerto. Aunque no era, desde luego, como esperaba. Pensaba que tendría más libertad; como un espíritu o una proyección astral, y no que seguiría acostado. Lo más gracioso, que llegó a hacerle reír, era que seguía sintiendo ganas de mear.
     La puerta, blanca y que parecía revestida de una etérea película azul, se abrió.
     Víctor bufó, soplido que traspasó su respirador. Entraban a por él, pero no eran ángeles blancos con alas y aureolas, ni demonios rojos con cuernos y tridentes.
     Primero dos hombres. Luego una mujer. El sexto, un niño. Mientras se le acercaban conformaban el gesto oral que tan bien conocía.
      La imagen cambió ante sus ojos. La misma habitación, ahora teñida de un tono verdoso. A su izqueirda, reconoció con asombro a un hombre sentado en una silla. La puerta se estaba abriendo, dos personas hablaban, sin decidirse a entrar.  
     Su última oportunidad. Nunca había estado ingresado, pero un tío y su abuela sí. Aquellas camas tenían, en alguna parte, un interruptor en el extremo de un cable para llamar a las enfermeras. Movió el cuello cuanto pudo, a la izquierda, a la derecha, entre los pliegues de la cama…
     Volvió con ellos, en esos momentos disponiéndose a su alrededor. Los primeros en llegar avanzaron hasta sus flancos, fuera de vista, ensordeciéndole con su muda plegaria. Más y más llegaban, encerrándolo en el medio de un círculo.
     ¡Ahí! A la izquierda, colgando del borde de la cama. Estiró la mano izquierda hacia abajo, torpe, embobada por la aguja sobre su dorso. Víctor intentaba ser rápido; sintió que varios ojos seguían el movimiento de su mano, aunque ninguno hizo nada por detenerlo.
      La imagen volvió un segundo a la realidad. Si pulsaba el timbre, si les hacía ver que estaba consciente…
     Su mano se cerró en torno al timbre. Lo levantó, apretándolo una y otra vez.
     El aullido ya hacía temblar su cabeza; los últimos ocuparon su puesto a los pies de la cama, en una barrera de al menos tres filas. Los cercanos se inclinaron, bajando las manos hacia Víctor.

     Ningún sonido salió de entre sus dedos.