LA CABEZA DE TORO -
PARTE 1
C/ADOLFO SUÁREZ, nº 29
Llevaba casi cuatro días releyendo la dirección, deseando pasar de una vez del papel a la calle. Y hoy, por fin, había
llegado el día. Allí estaba: cinco pisos de ladrillo rojo, persianas blancas y
una valla de barrotes finos pintados de blancos, con un seto verde artificial
protegiendo el patio interior de vistas ajenas. Piscina, pista de tenis,
aparcamiento con trastero, además de servicio de limpieza; lujos también incluidos
en el coste pero menos… personal.
Una casa segura y de categoría; uno de sus
sueños, realizado por fin.
—¡Vamos! —animaba impaciente al personal
de la mudanza—. ¡A vaciar el camión!
Félix Margena se dirigía, entusiasmo y sin
parar, a la parte trasera del camión, parado en un vado, convirtiendo la
descarga en algo breve por necesidad. Por suerte, Transportes y Mudanzas Hermanos
Rojo era eficiente y la rampa hidráulica ya bajaba, con dos empleados fornidos
vestidos con monos levantando una cómoda con cuatro cajones. Para algo les
pagaba.
Por detrás su mujer, Charo Oblitas, bajó
del asiento delantero de su Citroën ZX después de dejarle claro a Luz,
enfrascada en demoler los muros de un Tetrix
en el móvil, que dedicase un ojo a Adrián. Podían confiar en los pestillos de
las puertas y el cinturón de la sillita, pero sabía que el peligro acompañaba a
los niños, aunque fuese poco tiempo. No muy lejos, en una calle paralela
llamada Pintor Velázquez, había aparcado la furgoneta, su cajón de herramientas
con ruedas donde guardaba sus tres cajas de utensilios más siete cajas de
cartón con las cosas de toda una vida.
—¿Tienes las llaves?
Félix se le había adelantado, corriendo
frente a los dos porteadores, salvando el escalón (y avisándoles sobre el
mismo) mientras se sacaba del bolsillo trasero de los vaqueros el manojo de llaves.
El escudo del Hércules del llavero pendió de la cerradura, antes de ser
arrastrado adentro con la puerta.
Félix no perdió el tiempo; la dejó bien
abierta mientras la cómoda inauguraba la mudanza, manteniendo siempre una
distancia prudencial. Si alguno de esos toros le pillaba, le dolería más que
una simple cornada.
Pero estaba tranquilo; tranquilo y feliz.
Los empleados subieron los cuatro peldaños hasta el ascensor, dejándola para ir
a por los ocho muebles restantes. Dentro del camión, un tercero empujaba ya el
sofá, mientras Charo, frente al Citroën, alternaba su atención entre el parking
bloqueado y los niños.
Estaba tan contento se olvidó un momento
de las llaves. Cuando las recobró, había sellado el pacto.
Villa Solera les recibía, para empezar el nuevo
capítulo de sus vidas.
—¿Ya
está? —Félix dejó un momento de mirar las noticias, para ver a Charo volver de
los dormitorios.
—Sí —asintió—. Se ha dormido enseguida. Y
Luz… —Suspiró, resignada—. De momento, está con el ordenador. Aunque, igual, en
un rato…
Feliz bajó la cabeza, negando con
frustración. En su opinión, los ocho años de su hija no justificaban su
fijación con las pantallas. Y tener un ordenador para ella sola, que antes veía
como benevolencia paternal, le parecía cada vez más un error de crianza.
—Luego veré… —masculló, antes de cambiar
de tema—. ¿Y la cocina…?
Charo se colocó brazos en jarra.
—No me apetecía fregar. Lo he puesto todo en
el lavavajillas… y cuando esté lleno…
Llegó junto a él y se dejó caer en el
sofá, inclinándose hasta apoyar su pequeña cabeza en su enorme hombro. Sin
decirlo, había dejado caer que estaba cansada; sentimiento mutuo. ¿Qué es más
extenuante que empezar algo desde abajo?
Eran ya las tres y diez de la tarde, casi
tres horas desde su llegada y el fin del traslado. Atrás dejaban el apartamento
de dos habitaciones, descontando el único servicio, la cocina de butano y el
salón del balcón minúsculo. Ahora disfrutaban, previa hipoteca, de más espacio.
Les dieron a los de la mudanza la merecida propina por distribuir
obedientemente el cargamento, dejando sólo una habitación por estrenar. La nevera
estaría vacía hasta el lunes siguiente por lo menos, por lo que habían tenido
que tirar de albóndigas en lata, calentadas al microondas. Después dejaron a
los niños, Luz sobre su cama y Adrián en su cuna mientras se preparaban también
para una merecida siesta. Tenían tiempo para seguir organizándose… o no hacer
nada.
Félix elevó el cuello para besarla en la
coronilla.
—Luego te ayudo, y terminamos de ponerlo
todo…
Charo se encogió, con los ojos cerrados y
una sonrisa satisfecha. Estaba conforme, hasta que, al segundo siguiente, dio un leve respingo. Félix parpadeó,
espabilado de golpe.
—¿Qué…?
—Se me había olvidado —comentó en tono de
disculpa, mirándole con ojos de excusarse—. ¿Te acuerdas lo que hablamos… de
los muebles?
—Si… claro. —asintió Félix.
Aquel no era un tema crucial, y que Charo
se hubiese puesto de repente a la defensiva sólo podía implicar un segundo y
desagradable significado.
—Pues bien… —Entrelazó las manos,
haciéndose la remolona—. Había quedado esta tarde con Jeni…
—Ah…
Ahí estaba la pega; al oírla se puso las
manos tras la nuca, intentando acomodarse. El respaldo del sofá, de repente, le
pareció muy duro.
—Cielo, acabamos de llegar.
—Me llamó esta mañana. Dice… que ha traído
todo con una furgoneta. Que… ya sabes, podemos quedarnos lo que queramos. El
resto, lo tirará…
Félix se recostó, bufando ruidosamente.
—¿Y a qué hora sería?
—Sobre las cinco y media, en la rotonda
del polígono.
Le tocó a él erguirse, contrariado.
—Dentro de nada, y aparcar ahí es
imposible. Y como pretendas que lo traiga todo…
Charo se tendió a su lado, acariciándole
el lado derecho de la cara.
—Sí, lo sé, pero piénsalo. Mi tío Aurelio…
reconoce que fue muy generoso.
Aurelio,
un tío abuelo de Charo, dejó el país cuando su sobrina, la suegra de Félix, era
sólo una niña. Se fue a finales de 1936, vía puerto de Alicante, a Argel, unos meses
después de que el gobierno republicano se trasladase a Valencia, considerándolo
“un presagio de que las cosas iban a ir mal”. Una vez en el norte de África, se
trasladó a Bona, cerca de la frontera con Túnez, donde consiguió participar en
una pequeña empresa de producción de fertilizantes que, poco a poco, le hizo lo
bastante rico para adquirir otros negocios, que incluían venta y transporte de
frutas a uno y otro lado de la frontera (aunque, y esto siempre lo sospechó su
familia española, la mayor parte de lo que sacaba procedía de contrabando de
algún tipo).
En 1962, con la independencia argelina y
gozando del lujo de no haber tenido nunca afiliación política concreta, volvió
a España con su mujer francesa y un hijo, cálidamente recibidos por sus
parientes (muy considerados de tener a un rico en la familia), que le
introdujeron en el negocio familiar de la panadería mientras iniciaba sus
propias correrías en la industria agrícola. Sin embargo, ya fuese el cambio de
país o el final de las sospechas sobre su honestidad, allí sus negocios no le
fueron nada bien, y para su muerte, a los ochenta y nueve años, estaba casi
arruinado, aunque sin deudas y, he aquí, el detalle curioso: aunque dejó el
poco dinero y no demasiadas propiedades que le quedaban a su único hijo,
determinó también que su sobrina Charo, a la que pareció coger cariño desde que
la conoció con once años, podía disponer de su mobiliario a su gusto, cosa que,
con un apartamento grande y nuevo, le vino de perlas.
La pareja acudió puntual a su cita, en el
límite municipal y a casi veinticinco minutos de su nueva casa (aunque Luz
protestó, le prometieron un helado y algo de dinero a cambio de hacer de
hermana mayor). Siendo principios de junio, la primavera brillaba en su apogeo
y aquel cielo de media tarde apenas reflejaba el ardiente brillo de la puesta
de sol.
Allí, al final de las naves con almacenes,
tiendas y empresas, esperaba la furgoneta Nissan gris con las dos ruedas
derechas subidas en equilibrio sobre el bordillo, pintura blanco con viruela y
una abolladura en el costado derecho. Y, apoyado frente al capó mientras se
fumaba un Malboro rubio, el servicial, que no satisfecho, intermediario.
Jeni. Félix era incapaz de no reírse cada
vez que pensaba en el nombre; un nombre de mujer usado como abreviatura
familiar de uno de hombre, y uno, precisamente, que ni tenía nada de femenino
ni despertaba cariño.
Jean Pérez Pinaud, Jeni, resultaba una rareza en términos fenotípicos. De padre
español y madre indiscutiblemente francesa (aún había fotos suyas, donde lucía
una larga cabellera color miel) presentaba la constitución enjuta tirando a
esquelética, la piel color caramelo y las facciones afiladas más propias de los
genuinos habitantes de su Argel natal, cosa que no pasó desapercibida a sus
parientes (y que, de puertas adentro, generó muchas conversaciones que incluían
las palabra cuernos); aspecto
resaltado por su corta barba y pelo corto organizado en bucles naturales.
Sin embargo, la verdadera diferencia con
su padre era su modo de ver la vida: en contraste con el laborioso aunque gafe
Aurelio, Jeni nunca había enfocado su futuro, llevando en el paro desde que
acabó el instituto hasta sus actuales treinta y un años. Empezó con su escueta
herencia un par de negocios que naufragaron (nadie dudaba que porque fue demasiado
vago para achicar sus gastos) y encontrando cierto consuelo económico en una
serie interminable de empleos muy temporales y una sucesión irregular de novias
con trabajo y (con frecuencia) diez años más y algún hijo de una relación
previa (caso de la última, dueña de una droguería).
Al verles llegar, soltó el cigarro, lo pisó
y se metió las manos en los bolsillos, esforzándose en sonreír.
—Hola, Jeni. —Charo le recibió con voz
entusiasta (por poco) mientras Félix, con una mueca hierática en la boca fija,
se le acercó para darle la mano. ¿Se lo parecía, o el cabrón la apretaba
adrede?
—Hola a los dos —replicó, con voz cansada—.
¿Cómo ha ido el traslado?
—Muy bien, gracias. Aunque, claro, estamos
un poco cansados. —aseguró Charo, dejando caer los brazos—. No hemos parado en
todo el día
—Sí, me imagino —asintió Jeni—. ¿Y los
niños?
¿Se le iluminó la cara al hacer la
pregunta? Félix se cruzó de brazos, prefiriendo creer que no.
—Bien también; hemos dejado a la mayor
cuidando al pequeño. Y… —Charo bajó la cabeza, haciéndose la desinteresada—…
por eso, si pudiésemos volver pronto…
—Sí, claro.
Jeni se sacó del pantalón las llaves del
coche, agitándolas como un cascabel para atraer la atención.
—Pasad atrás —les animó, mientras les
abría—. Y acordaos de que es liquidación absoluta; lo que no queráis se va a la
basura.
Félix bufó; en su lugar él intentaría
venderlo aunque fuese como chatarra o leña para quemar. Pero no había ido a
discutir la falta de visión de su…
Se rascó un momento el mentón, buscando la
palabra adecuada: ¿existía una palabra específica para primo de tu mujer?
—¿No habrá problema en tener esto aquí
mucho tiempo? —dijo en cambio, sintiéndose cada vez más como si él mismo fuese
un mueble.
—No creo. Aún es pronto y no pasa mucha
gente. Mientras no tardéis mucho…
Félix se mordió el interior de las
mejillas. Era verdad: los problema en los polígonos los fines de semana, como
en las películas de vampiros, empezaban al ponerse el sol.
—Lo que no sé… —se volvió a su furgoneta,
con el logotipo Reformas Margena en
los costados—… es si cabrá todo en…
Jeni se rio. Charo, en cambio, se había
quedado tan boquiabierta que tuvo que taparse la bocaanos.
—Va, no os preocupéis por eso. Si hace
falta, puedo… llevar la furgo hasta vuestra casa. Así la veo.
Sí; Félix estaba seguro. Aunque, si lo que
había visto su mujer era tan bueno, una o dos cervezas y dejar a aquel capullo
profanar con su presencia su recién estrenado piso le parecía barato.
Se movió, poniéndose junto a ellos para examinar
la mercancía.
—¡Guau!
Tenía que admitirlo, era un buen botín,
que había dado de sí el reducido espacio de la Nissan. A simple vista, se veía
en primera fila una mesita de madera de nogal para el café con cuatro sillas
del mismo material, barnizadas y con el respaldo labrado, encima; en equilibrio
frente a un armario macizo con pinta de antiguo, una mesa de tablero redondo y
algunas piezas más, apelotonadas al fondo.
—Jeni, es un crimen que quieras tirar
cosas como…
—Me da lo mismo —aseguró, mirando hacia
otro lado—. Son vuestras o de nadie…
—Parecen muy valiosas —insistió Charo.
—Y qué. Ni me gustan ni las quiero. En el
fondo, tenéis suerte de lo que dijo mi padre en el testamento; si no, lo habría
quemado casi todo directamente.
—¿Casi?
—comentó Félix, impulsivamente.
—Sí. —Jeni le miró, cruzándose de brazos e
irguiéndose—. Porque no todo son cosas inflamables.
Félix, expresando en un gruñido lo que le
hacía sentir esa actitud, se subió a la furgoneta; que se tambaleó bajo su
peso.
—Puede que haya que mover algunas cosas…
para verlo todo —indicó, volviéndose hacia afuera.
—No os preocupéis; hay espacio de sobra —garantizó
Jeni, antes de volverse hacia su prima—. Charo, tú deberías subir también… para
verlo todo.
Félix tendió la mano para invitarla a acompañarle, respondiendo a una de las pocas
cosas inteligentes que le había oído.
—Pues bien… a ver qué tenemos.
El inventario fue rápido pero exhaustivo.
Se decidieron por la mesita baja, el armario, la mesa redonda y las sillas de
delante (que le correspondían), un sillón de revestimiento verde esmeralda sin
brillo por el sol y el polvo y una estantería de cuatro baldas detrás del
armario. También había otras tres sillas, forradas con tela verde y una pequeña
cómoda, pero las rechazaron; aunque eran bonitas y de calidad, lucían en varias
partes salpicadas de carcoma.
—Pues, al final, sí que parece que tendrás
que acompañarnos —concluyó Charo, mirando a Jeni con culpabilidad.
—¿Lo habéis visto todo? —preguntó,
mirándola con recelo.
—Sí.
—¿También lo del fondo?
Charo miró a Félix con la boca vuelta
hacia abajo, como si se sintiese estúpida.
—Ahí… he colocado algunas cosas, adornos.
Están allí… por si el meneo los rompía.
La mujer fue al estrecho pasillo de madera
entre muebles, con Félix siguiéndola de cerca, asegurándose de erguirlos con
sus manos. Al mirar sobre los muebles grandes apreciaron, pegados a los
asientos delanteros, varios paquetes envueltos con periódicos.
Charo se agachó y desenvolvió el primero.
Se encontró un brillante juego de tazas de porcelana para el café. Reenvolvió
el tesoro, miró animada a su marido.
Félix asintió. Jeni había dejado su
postura lo bastante clara.
Charo, como de vuelta a una Navidad de su
perdida infancia, siguió deshaciendo los improvisados paquetes. Una vajilla,
copas, varias figuritas de porcelana y cristal no necesariamente valiosas pero
si muy bonitas... y un desconcierto cada vez mayor al pensar cómo podía
alguien, incluso tan desentendido como Jeni, deshacerse de todo eso por las
buenas.
La última y más grande pieza, que le
llegaba a Charo a la cintura, era una ventana rectangular apoyada en el
respaldo del conductor. Un par de hojas de periódico revelaron un espejo de
marco de bronce labrado con motivos de hoja de parra, sin más imperfección que
un par de arañazos en las esquinas y poco brillo.
—Bien, me parece… —Félix ya asentía,
consciente de qué iba a decir—. Esto podemos llevarlo nosotros, así será más
difícil que se rompa. —Charo lo agarró por el marco—. Voy a ver cuánto pesa.
—Aparta, ya lo hago yo —se ofreció;
seguramente lo que ella pretendía.
Pero la caballerosidad llegó tarde. Charo
dobló las piernas y lo levantó del suelo… antes de volver a apoyarlo y retroceder. Pesaba. Pero...
—Hay algo más aquí —le dijo, mirándole a
los ojos—. Detrás del espejo.
Con Félix a su lado, cada uno cogió un
borde y lo inclinó, descubriendo…
—¡Jesús!
Charo retrocedió dos pasos, cerrando los
ojos y soltando el marco, obligando a Félix a hace fuerza para ahorrarse siete
años de mala suerte.
—¿Qué te…?
Cuando el espejo quedó estable sobre el
suelo, lo vio. Dejó de parpadear y entreabrió la boca. Reconocía que era una
imagen turbadora, aunque le impresionó más el grito en sí que verlo. Un niño
escondido que parecía reírse a mandíbula colgante de su macabra travesura,
porque encontrar aquello sin avisar bastaba para ponerle al más pintado los
huevos de corbata.
Un
demonio, fue lo primer qué pensó. No mediría más de un metro de alto; la
altura correspondiente a un busto humano… que era lo que representaba.
Su sucio color dorado, teñido de pardo
verdoso, confirmaba que, como el espejo, estaba hecho de bronce, del que
parecía hecho íntegramente. Su cuerpo acababa a la altura de la cintura, donde,
quizás en otro tiempo, tuvo algún soporte; ahora reducido a un hueco del que
partían dos cortas extensiones parecidas a una falda. Subiendo por el cuerpo,
se veían los abdominales y pectorales
robustos, detalladamente esculpidos, antes de que las manos se interpusiesen.
Estaban extendidas adelante a la altura del plexo solar, como un niño enseñando
antes de comer que las tiene limpias y, al fijarse en las muñecas, se apreciaba
que los brazos eran la única parte no maciza, constando de tres secciones que
llegaban a los hombros, ensambladas por tornillos romos y herrumbrosos.
Aquello sí era antiguo; se percibía en el
sinfín de arañazos, golpes y manchas sobre su superficie. Un ídolo de algún
templo oriental o griego, de valor ignoto… cosa fácil de olvidar al verle la
cabeza, el detalle más turbador y horrible.
Sobre los hombros tenía una cabeza de toro
de bronce, como si fuese un minotauro en actitud de súplica. Pero en vez de ser
feroz, inclinada con los cuernos hacia adelante como las esculturas modernas,
esta los tenía levantados hacia arriba y un rostro demasiado corto en el que se
seguía el hocico, como si su autor hubiese intentado parodiar horriblemente una
cara humana; con la boca grotesca, completamente abierta y de la que
sobresalían dientes romos. El agujero negro en su centro sugería que estaba
hueca.
—Dios… —Tras respirar ruidosamente algunas
veces, Charo se acercó a la figura—. ¿Qué… se supone qué…?
—¿Algún problema ahí dentro? —La voz de
Jeni precedió a otra sacudida en la furgoneta.
—Jeni… —Charo gritó sin darse cuenta—.
¿Qué… se supone que es esto?
Su primo, con cara preocupada, se rio al
ver la estatua.
—¡Ah, eso! —Parecía que el miedo de Charo le
divertía todavía más—. Lo mismo. Si lo queréis…
—No le has respondido —le espetó Félix, saliendo
al paso; ansioso de un motivo para agarrarle del cuello—. ¿Qué puñetas es esa
cosa?
—Una estatua —contestó lo evidente—. Es
del norte de África. Mi… padre…
Félix entornó los ojos; quizás fuese su
impresión, pero a Jeni parecía que se le había hecho difícil hablar.
—Fue un regalo —dijo al fin—. Un cliente,
un hombre muy rico de Túnez se la… dio a mi padre para pagarle... un favor que
le hizo.
—¿Y… sabes de dónde es? —Se interesó Charo—.
Parece muy antigua.
—Sí, bueno… —Jeni sacudió hacia atrás el
cuello—. No tengo ni idea, y está incluida en el lote. Si la queréis…
—¿Y… por qué no lo has envuelto? —preguntó
ahora Félix.
Jeni encogió el cuello.
—La verdad… de todo lo que hay ahí, es lo
único que no me importa que se rompa a pedazos —se limitó a decir—. No me
gusta. Siempre… me ha parecido siniestro.
Les dio la espalda para volver a la calle,
cuando se detuvo, brazos en jarra, a la altura del armario.
—Un momento —dijo entonces—. Me parece...
Abrió un momento la puerta izquierda. Sólo
contenía varios trapos enrollados. Jeni sacudió un par, antes de coger uno.
—Hay
alguna cosa más, en los muebles —les comunicó—. Lo mismo. Yo sólo…
Lo desplegó, devolviendo el trapo al
mueble mientras sostenía el objeto.
—Yo sólo me quedo con este.
—¿Qué…?
Félix dio un paso al frente, pero Jeni se
le encaró, mientras se llevaba el objeto a la espalda.
—Bueno, vale. No pasa nada.
Jeni rebufó; luego retrocedió hasta bajarse.
—Félix… —Charo bajó la voz—. ¿Has podido
ver…?
Su marido se encogió de hombros.
—Vale.
En realidad, le había mentido. Lo que no
entendía era por qué alguien como Jeni querría algo así: una foto antigua, en
blanco y negro, con marco rectangular de plata, en la que aparecía sonriente un
chiquillo de amplios carrillos y pelo rubio encrespado que sonreía, embelesado,
al objetivo. ¿Algún pariente francés, a lo mejor?
Félix miró a la escultura, después a su
mujer… y luego otra vez a la extraña cabeza de toro.
—Bueno… —masculló tras unos segundos de
duda—. Lo que tú quieras…
Ella asintió. Ya tenían lo que necesitaban
y, desde luego, no habían ido pensando en llevarse semejante reliquia. Una que,
además, no creían que pudiesen dejar decorando sobre alguna mesa.
—Bueno,
se hace tarde. Gracias por invitarme.
—Gracias a ti por ayudarnos con todo.
—Adiós Jeni.
El argelino desapareció tras la puerta del
ascensor, despidiéndose con una sonrisa que no tapaba su condescendencia. Por
lo menos, Félix no se había equivocado mucho sobre su apreciación: aunque sólo
se tomó una cerveza, hubo que añadir a la tasa una lata de mejillones.
Mientras bajaba y él volvía a su
apartamento, el 3-04, un crujido cruzó el pasillo. Unos metros a su derecha, al
otro lado, la puerta del 3-08 se había abierto y un hombre alto, moreno y de
espeso bigote se asomó antes de salir por completo, dejándola abierta. Félix
pensó que querría usar el ascensor, hasta que se detuvo a su altura.
—Hola —le saludó tan alto que Félix se
asustó.
—Hola —se lo devolvió, sin dejar de
mirarle.
—Alfonso de las Casas —se presentó,
tendiéndole la mano—. Vosotros sois nuevos, ¿no? He oído jaleo esta mañana y…
me ha parecido una mudanza.
—Sí; acabamos de mudarnos hoy. Somos los
Margena-Oblitas —Félix le dio la mano y se presentó muy brevemente—. Hemos
venido aprovechando que empieza el verano, para no pillar a los niños en el
colegio.
—Sí, bien pensado. Con vosotros, ya
tenemos el bloque completo.
—Sí; habrá más jaleo los días que haya
liga.
Los dos hombres rieron.
—Oye, Félix, por cierto… ¿vosotros hacéis
algo mañana?
—A ver… —Félix barajó sus posibilidades mentalmente.
¿Terminar de ordenar y limpiar? ¿Llevar a los niños a ver a sus abuelos?
¿Dormir hasta las tres de la tarde? —. No, me parece que no.
—Perfecto —la respuesta pareció gustar a
Alfonso—. Escucha, si quieres, por la mañana… algunos de la urbanización nos
reunimos en la piscina. Ya sabes, tomamos algo, charlamos; las mujeres toman el
sol, los niños juegan a la piscina…
—Ya, ya lo pillo.
Alfonso sonrió.
—No hay hora fija; solemos salir en torno
a las doce y hasta la hora de comer.
—Muy bien. Por allí nos pasaremos. ¿Hay
que llevar algo?
Alfonso volvió a reír, tosiendo cuando
casi se atragantó.
—No; no es obligatorio, claro que siempre
viene bien…
Una vez puesto el nuevo sobre aviso, el
residente del 3-08 volvió a su puerta. Cuando se volvió para cerrarla, Félix
atisbó a sus pies una criatura de abundante pelo castaño claro y todavía en
pañal; de no más de dos años, y aunque le dio la impresión de que era niña, no
fue capaz de sexarla a simple vista.
Cuando cerró su propia puerta, era
imposible no pensar que su suerte seguía. Tenían nuevo piso en una urbanización
de categoría, muebles nuevos totalmente gratis… y antes de terminar su primer
día, ya les habían invitado para quedar.
—¿Quién era? —Charo le miraba desde su
nuevo sillón, junto al sofá.
—Un vecino. Que mañana, si queremos,
podemos bajar a tomarnos algo a la piscina.
Ella asintió, satisfecha y conforme. Félix
rodeó la nueva mesita, frente al sofá, y se dejó caer sobre él. Aunque su
intención inicial era levantar el mando y encender la tele un rato, su vista se
desviaba sin parar hacia la izquierda; al hueco entre el televisor y la pared
que daba al balcón, donde habían acomodado, al final de todo, al nuevo muñeco.
—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Charo,
inclinándose sobre su asiento.
Él dobló el cuello sobre el hombro para
verla.
—Que si algún vecino nos espía y lo ve,
pensará que estamos majaras.
—¿Qué dices? —sacudió la mano derecha con
rechazo—. Seguro que es muy valioso.
—¿De verdad? No sabía que entendieses del
tema.
Charo abandonó su falso enfado; acababa de
dar en el clavo. Arrugando el mentón, se mordió la punta de la uña del pulgar
derecho… y, por fin, su vista se iluminó.
—Ya sé. Jesús puede saberlo. Y quería ver
el piso. Así matamos dos pájaros de un tiro.
Félix sonrió mientras se recostaba. Jesús
García Devesa había sido el mejor amigo en el instituto de Charo, el padrino de
Luz y un habitual en las fiestas y quedadas de la pareja. Para Félix, además de
alguien extrovertido, divertido y que siempre tenía garantizado un chiste
nuevo, era una prueba de madurez; la de poder dejar que otro hombre se llevase
bien con su mujer sin ponerle celoso. Y aunque trabajaba como pintor de
interiores, había hecho carrera en bellas artes, lo que incluía arte antiguo.
—Igual podríamos venderlo algún día —opinó
Félix.
—O donarlo a algún museo importante, como
El Prado o algo así, y conseguir entrada gratuita de por vida.
Charo se rio, no tanto por su fe en su
ocurrencia como por lo aficionado a los museos que era Félix.
—¿Ya habéis acaba…?
Ambos se volvieron hacia la entrada del
salón, por donde Luz, hacía media hora, se había asomado para comprobar que los
jadeos y gruñidos de esfuerzo que oía eran su padre y su tío Jeni subiendo más
muebles, mientras su madre vigilaba la furgoneta. Entonces se volvió a su cuarto
a seguir jugando, con cierta desilusión; ahora, sin embargo, miraba fijamente
mientras avanzaba muy despacio, a la derecha de la tele. Evidentemente, no se
esperaba que sus padres trajesen un mueble como aquel.
—¿Qué… qué es eso?
—Una de las cosas del tío Jeni —le dijo
Félix, indicando con la mirada a Charo que le socorriese si se atascaba—. Un
hombre con cabeza de toro; un…
—¿Demonio? —aventuró la chiquilla.
—Minotauro, cielo. Se llama minotauro —la
corrigió su madre—. Creo… que ese monstruo era griego.
Félix asintió, mirando entusiasmado a
Charo. La primera pista interesante sobre su origen.
Mientras, Luz siguió acercándose al
monstruo de bronce.
—¿Te gusta? —preguntó su madre.
—Da… —Su hija, a la izquierda del ídolo,
se volvió para mirarla—. Da un poco de miedo…
Ya
somos dos, pensó su padre.
Luz completó una vuelta completa, quedándose
detrás de la estatua.
—¡Ay va! ¿Y esto?
Para desconcierto de sus padres, la niña
pareció apoyarle las manos en la espalda y empezar a presionar.
—Cielo, ¿qué haces? —Félix se levantó como
accionado por un resorte—. Para o lo vas a tira…
—Tiene algo en la espalda, papá. Es como…
una pa…
Félix aceleró, decidido a evitar que
provocase un accidente fatal… cuando un violento chasquido le detuvo en seco.
Charo también se asustó, mirando a las ventanas como buscando la procedencia de
un disparo. Sin embargo, el sonido siguió, convertido en un prolongado chirrido
de metal oxidado…
El ídolo empezó a subir los brazos
mientras los adultos le miraban asombrados, doblándolos en ángulo agudo a los
lados de su cuerpo mientras las manos subían hasta su boca abierta, como un
sediento acumulando agua en sus manos.
Cuando la estatua se detuvo, Luz se asomó
desde detrás. Tenía la cara roja y la boca contraída.
—¿He… ha pasado algo…? ¿Papá…?
—No cielo, tranquila —fue hasta ella,
cogiéndola primero por los hombros y luego acariciándole la cara—. No ha pasado
nada…
Mientras lo decía, miraba a la espalda de
la cosa. Parpadeó, desconcertado por encontrase algo que, habiendo llevado a
cuestas aquel maldito muerto, no había visto antes.
En la espalda, más o menos sobre los
omóplatos, se apreciaban dos estrechas grietas, de apenas diez centímetros de
largo y bastante estrechas, donde podían encajar las puntas de los dedos de un
adulto. De su interior asomaban dos puntas metálicas grises y sin brillo. Luz
las había bajado, poniendo en marcha el mecanismo interno que había subido los
brazos.
Aquel descubrimiento, pese a todo, supuso una
verdadera decepción para Félix. Habría apostado que la estatua estaba hueca.
—Ha subido las manos —dijo la niña,
separándose de su padre—. ¿Por qué?
—No lo sé, Luz —era la única respuesta que
podía darle él, un hombre que odiaba parecer ignorante.
—Es como… casi como si estuviese rezando…
Félix se asomó sobre el hombro de bronce.
Era verdad. Quizás, se dijo, significaba que la estatua había tenido en su día un
uso religioso.
—Es verdad, cariño; parece que el toro…
está rezando.
Luz se rio, cubriéndose la cara. Félix,
recordando su propia infancia en un colegio de monjas, no pudo evitar imitarla.
¿Qué le habría parecido a Moisés aquel becerro?
—Escucha, Luz, lo has hecho bien. Gracias
a ti, ahora sabemos que mueve los brazos.
Al oírle, irguió su esbelto cuello,
sonriendo satisfecha.
—Pero, por favor, prométenos que no
volverás a tocarla; no vaya a caerse y te haga daño.
—Ajá… vale.
—-Muy bien. Te quiero.
Félix la besó en la frente antes de que
volviese a su habitación. Simultáneamente, mientras dejaba el salón, Adrián
hizo saber a sus padres que estaba despierto… y que quería que fuesen a verle.
—Debe de tener hambre; le he cambiado el… —Mientras
se levantaba, Charo miraba con atención a Félix, centrado aún en la espalda del
minotauro—. ¿Qué estás…?
—Estoy… —Seguía con sus dedos las líneas
en el bronce—. Viendo si puedo…
Alcanzó los dos pequeñas pulsadores,
notando que cedían bajo su presión. Con un chasquido, las dos piezas subieron
solas… y los brazos de la estatua volvieron a su posición original.
—Sea lo que sea… está claro que tiene su
misterio.
Félix miró hacia Charo. Al ver que ya iba
en dirección al bebé, le quedó la ligera duda de si se había dicho aquella
última frase a sí mismo.
—Conque
eres… ¿exactamente, qué?
—Hago de todo, así que… Electricista,
fontanero, albañil, mecánico, ebanista…
—Para todos los palos, como una navaja
suiza. Bueno, ya sé a quién llamar si se me jode algo.
—Bueno, te aviso que puedo con todo menos
con mujeres…
—Tranquilo, para eso ya tiene al butanero.
Félix no pretendía hacer un chiste; el
comentario fue espontáneo y él mismo no le encontró la gracia. Sin embargo,
todos se rieron.
Se habían congregado frente del césped que
rodeaba la plataforma de hormigón enlosado que sostenía la piscina, tomando olivas
y patatas fritas de bolsa de una mesa de plástico mientras sacaban cervezas de
una nevera portátil. Aparte de su nuevo amigo Alfonso, eran otros seis:
Francisco García, del 3-02; Ricardo Seller del 2-05, Víctor Hernández del 4-01,
Guillermo Valenzuela del 5-09 y José Manuel Lidón, del 5-10. Todos ellos
hombres disolutos, en la treintena y que se reían de sus trabajos mientras sus
mujeres vigilaban a su hijos. Más o menos el entorno donde Félix se podía
sentir a gusto. A su alrededor, en distintos puntos del patio, otros corrillos
afines les imitaban; ya fuesen los partidarios de la política, el Barça o la
dieta de la alcachofa. En la distancia, los golpes de raqueta en la pista de
tenis tronaban como cañones.
—¿Y qué te atrajo de Villa Solera, amigo
Félix? —se interesó Ricardo, con un Malboro humeando en la boca.
—El precio era bueno, las instalaciones
también y está en una zona tranquila. Yo… después de doce años en un
apartamento, aguantando a vecinos cabrones…
—Eh, eh, tengamos aquí la fiesta en paz,
¿vale?
Se rio del comentario de Francisco,
mientras miraba atrás, hacia la piscina. Allí, Charo y otras cinco mujeres
mantenían su propia tertulia a la sombra de una mesa con sombrilla bajo la que
crecían vasos de plástico como setas. En aquel momento, tendida en bikini sobre
una tumbona y embadurnada de crema protectora, Charo, con Adrián al lado en una
sillita luciendo su pañal con un sombrero de pesca y gafas de sol, charlaba con
la madre más cercana, Estefanía, la mujer de Alfonso, que sostenía en brazos a
la niña que Félix vio el día anterior y ahora sabía que se llamaba Nadia.
Luz, por su parte, nadaba de un lado a
otro de la piscina; un simple charco en forma de ocho recubierto de gresites
azules y blancos, donde otros quince niños, de edades entre los cinco y diez
años, se tiraban de bomba, se disparaban agua o se mantenían a flote. Con ellos
había tres adultos: Sara Fenoll, la mujer de José Manuel; María Cabo, la de
Francisco, y un hombre, Lorenzo Peris, que vigilaba especialmente a su hijo,
Ismael, mientras su mujer charlaba con el resto de vecinas.
Sin poder evitarlo, Félix dejaba ir su
actitud, en contraste con la de Charo: ella se mantenía distraída, mudando sus
ojos de las mujeres a uno y otro lado a Adrián, acomodado en su sillita, como
si olvidase que tenía una hija en el agua…
¿Olvidar? Félix tenía que apretar los
dientes en una sonrisa fingida cada dos por tres; lo mismo que Luz tardaba en
asomar su cabecita castaña para saludar a su madre y volver a sumergirse. Charo
sonreía, agitaba la mano como un reflejo en un espejo deformante y volvía a
dejarla en remojo.
—Por cierto, ¿vio alguien cómo quedó
Alonso la semana pasada?
Con la seguridad renovada de no tener que
preocuparse, Félix devolvió su atención a la bebida fría, los eventos
televisados y los chistes, ignorando que, más cerca de lo que creía, otros
sentían inquietudes similares sin estar tan lejos de sus hijos.
En el
centro de la piscina, de pie sobre las puntas de los dedos de sus pies, Lorenzo
Peris se sentía inquieto. A su derecha quedaban los peldaños para bajar andando
al agua, donde el agua no cubría ni medio metro y la mayoría de los niños
salían sólo para volver, chapoteando y riendo. A su izquierda, sin embargo, a
apenas siete metros, el suelo se hundía en un abismo de casi dos metros, donde no
hacia pie y los niños más mayores, junto a alguno de los pocos adultos bañándose,
se acercaban al borde agitando los brazos como perros sin pelo.
Lorenzo había aprendido a respetar al
agua; de hecho, a tenerle pavor. De pequeño había ido a natación y, mientras
aprendía a moverse, también supo que debía respetarla cuando estaba más arriba
que él. Sumido en su frialdad, engañosamente cálida, engañosamente
reconfortante, tan ligero que se sentía flotar y dejándose llevar por sus
manos, también aprendió que cada segundo que la cabeza pasaba bajo la
superficie era tiempo sin aire. Y demasiado tiempo privando a sus pulmones de
oxígeno provocarían que su cuerpo lo sustituyese con líquido, saturándose hasta
perder la vida.
Ahora, con treinta y cuatro años, era su
hijo el niño que aprendía, jugaba y reía en la piscina, ajeno a todos sus
peligros. Una conversación que habían revivido esa misma mañana.
—Papá, ¿en la piscina podré nadar hast…?
—No, ya te lo he dicho. Hasta allí sólo
cuando tengas al menos diez años.
E Ismael, a tres todavía de alcanzar la
cifra mágica, refunfuñaba y se cruzaba de brazos.
Esa era su función allí. No era un vigía
sino una barrera; una frontera sobre la que los niños (Ismael, en concreto)
tendrían que pasar para llegar a aquel foso. En ese mismo momento lo veía; su
delicado torso de carne delgada pero fofa enfundado en bermudas rojas estirando
los brazos, acercándose al centro sin hacer caso de su mirada de reproche.
Lorenzo, que empezaba a notar dolor de
pies por mantener aquella posición, se agarró al borde, dispuesto a salirle al
paso. Al mismo tiempo oyó las risas de los niños, fuertes y estridentes; el
estribillo irregular pero ineludible que le rondaba desde que se metió en el
agua. La única diferencia era que ya no las sentía como algo distante y
descompuesto; parecían al menos diez
niños detrás de cada oreja, riéndose en sus oídos…
Negó, separándose de la pared y flotando,
interceptando a su hijo con un par de brazadas.
Todo a su alrededor cambió entonces.
Seguía sintiendo el frescor del agua veraniega, pero no la humedad, y seguía
extendido sobre su vientre, separado del suelo y flotando. Al sentirlo, abrió
los ojos.
Lo que vio, más que asustarle, le
impresionó. No veía el fondo azulado y granulado, distorsionado por el sol, sino
una extraña superficie rosa áurea sobre la que pululaban extrañas masas ligeras
y grises de aspecto deshilachado, que se deshacían como dientes de león cuando
las rozaba. A su alrededor, una rápida brisa le rozaba los oídos, llevando a su
nariz la fragancia de las flores. Y, más curioso aún, las risas de los niños
seguían oyéndose a su alrededor, más disipadas, como llegando desde el otro
lado de una puerta cerrada… y desde todas partes.
Lorenzo tragó saliva e intentó avanzar. Como
esperaba, sin saber por qué, lo hizo como en la piscina, deslizándose
pausadamente sin generar sonidos o vibraciones; respirando aire al abrir la
boca y aspirar.
Por increíble que fuese, estaba
volando. Y aquel color, no sabía cómo no
se había dado cuenta antes, era el del cielo en el ocaso, cuando el sol empieza
ponerse tras la última montaña en el horizonte. Lorenzo detuvo su cuerpo por
completo, quedando con el torso ligeramente erguido. Empezó a mirar a un lado y
a otro a la vez que, nervioso, respiraba nervioso; intentando entender, ver
algo.
Un sonido se desmarcó de la maraña de
risas infantiles; una risa lo bastante diferente para destacar; más breve,
sonora, sensual. Fue cuando Lorenzo reconoció, a su derecha, movimiento. Se
asomó para volver a ocultarse tras un seto de nubes grises. Y lo que le
invitaba a jugar al escondite no era ningún niño.
El hombre se acercó al montón de cúmulos,
despacio y manteniendo las distancias, notando su pulso acelerarse al alargar hacia
él su dubitativo brazo. Entonces el escondite tembló primero y estalló después…
y, boquiabierto, Lorenzo vio a la criatura saltar frente a él.
El miedo se fue por momentos, quedando
sólo la sorpresa mientras procesaba los detalles. El cuerpo anaranjado
perfectamente perfilado, el pelo oscuro y corto sobre el que se enroscaban
pequeños bucles, el atractivo rostro juvenil de expresión traviesa, los
pequeños pero puntiagudos senos…
Aquel extraño ángel (con sexo y sin alas,
dijesen lo que se dijesen de ellos) hizo ademán de cubrirse el pecho y la
entrepierna con las manos mientras reía y empezaba a alejarse de él,
ofreciéndole una visión completa de su espalda y su trasero, delicadamente
dividido como la ranura de una hucha esperando a ser rellenada con bienes
gananciales.
Lorenzo no supo reaccionar al principio.
Era evidente lo que quería de él (o mejor dicho, lo que le ofrecía); lo que
para un hombre casado, más en aquel universo desconocido, podía suponer un
peligro incalculable, sin importar que la rutina familiar hubiese matado su
vida sexual hacía años.
Mientras hacía ademán de volverse para alejarse, observó que las nubes
se arremolinaban a su alrededor, como dispuestas a envolverlo en un tornado
gris, así que volvió al delicado pez que se alejaba de él coleando y riendo… y lo
imitó.
Aquello era un sueño o un delirio; no
había otra explicación. Pasase lo que pasase, hiciese lo que hiciese, no sería
real. Ni tendría consecuencias.
Se puso a bracear con fuerza; las risas
infantiles parecieron cobrar fuerza, animándole a ganar. Aquella hada echaba
cabezadas hacia él, abría la boca con asombro e intentaba ganar velocidad, pero
era inútil: los brazos de Lorenzo eran más fuertes, sus piernas más largas y se
sentía poseído por la voluntad del
depredador hambriento tras su presa.
Después de avanzar un par de metros, cerró
su fuerte mano con delicadeza alrededor de su tobillo derecho, y aunque hizo
amagos de querer prolongar la persecución, no hacía fuerza ni le daba patadas.
Porque, en el fondo, aquello era lo que quería; sus risas así lo dejaban claro.
Tiró de la risueña ninfa para juntar sus labios, como paso previo a una unión
más profunda; siendo justo cuando el rostro jubiloso y feliz quedó cara a cara frente
a él cuando todo acabó, tan bruscamente como empezó.
Algo
estalló, sobre él o a su lado, golpeando su cuerpo con una onda. Desconcertado,
Lorenzo abrió los ojos, sintiéndolos al segundo abrasados por el cloro. Intentó
chillar, arrojando sólo un berrido distorsionado rodeado de burbujas; el sonido
de unos pulmones demasiado tiempo sumergidos. Recuperando el equilibrio con sus
temblorosos pies mientras parpadeaba, miró a su derecha, a su interrupción…
Sintió un peso diferente al de la asfixia contra
su pecho, cerrando la boca para retener el poco oxígeno que le quedaba. Era un
hombre, con la cabeza cortada por la línea de flotación y una camiseta blanca
ondulando a su alrededor como una piel de reptil medio desprendida, intentando
alcanzarle con sus brazos mientras terminaba de tomar aire.
Aquello le pareció, como poco, estremecedor.
¿Qué podía ser tan grave para que alguien se tirase a la piscina vestido?
Quiso alargar la mano, tocarle y ver quién
era y qué quería… En ese momento lo sintió, recorriendo sus muñecas desde sus
manos cerradas. Estaba sujetando con fuerza algo que se debatía intentando
escapar; algo que estaba vivo.
Sin saber ni recordar qué podía ser,
Lorenzo devolvió sus enrojecidos ojos al frente, apretando los dientes con una
mezcla de frustración y furia… y, al segundo siguiente, sintió que la fuerza le
abandonaba y sus brazos se aflojaban, quedando sordo y ajeno a todo, incluidos
los martillazos de su pecho al límite. Sólo veía lo que había cogido, subiendo
y bajaba las manos, provocando líneas de burbujas que se deshacían como
collares de perlas, en su desesperada lucha por volver al aire, del que le
privaba una mano en torno a su pierna izquierda y otra en torno a su cintura.
Su grito coincidió con el de su hijo, Ismael,
que subió a la superficie justo cuando se quedaba sin aire.