lunes, 18 de junio de 2018


LA SENDA DEL OCASO

El visitante llegó al pueblo hacía apenas dos días, destacándose de los vecinos desde el primer momento. Aunque llevaba sus mismos libros sobre países extranjeros y manoseados folletos informativos, detalles como la ausencia de una cámara al cuello denotaban que no era un vulgar turista y, a juzgar por su camisa y su pantalón, nada especial pero con cierta clase, estaba claro que tampoco era un simple mochilero ni un joven bohemio a la búsqueda de la aventura.
     —Hola, ¿qué le trae por aquí? —le preguntaban sonrientes al pasar frente a sus patios o entrar en el bar, en una versión especialmente profunda y primitiva del idioma local.
     —Estoy viajando —se limitaba a decir, con un acento extranjero que no era mucho mejor que su pronunciación local—.  He llegado a este pueblo por casualidad, y quiero quedarme unos días.
     Era la pura verdad, y no hacía falta decir más. Crecido en una buena familia de un país próspero, recién acabada su larga y difícil carrera, antes de ser encadenado por los grilletes del trabajo, le apetecía viajar, conocer el mundo antes de aislarse de él. Y, en su genuino trasiego de peregrino por Europa, a pie, haciendo autostop o, cuando la situación lo requería, en tren, había descubierto la población como un simple peldaño a mitad de la escalera. Podía pisarse o pasar al siguiente sin alterar su trayectoria.
      Era normal, por otro lado, que recelasen; se notaba que no era un pueblo para forasteros. Rodeado de desolación absoluta, sólo había páramos mal cubiertos de aplastadas hierbas pálidas, condenadas a ser sepultadas por las nieves y a quemarse en verano. Había una sola calle sin asfaltar y terriblemente erosionada, flanqueada por sólo dos coches, viejos y con la carrocería descascarillada. La apenas decena de casas de tablones, aisladas entre sí por vallas hechas uniendo palos a alambres, eran ruinosas; con retorcidos tubos escupiendo humo en los tejados y reforzadas con paneles sacados en su día de mesas o puertas.
     ¿De qué viven aquí?, no dejaba de preguntarse.
     Había muchos hombres adultos y fuertes, pero ningún campo cultivado ni pequeña fábrica operativa. Se limitaban, parecía, a pasar el tiempo escondidos con sus familias en sus hogares.
      Era la marca de nacimiento maquillada por la vergüenza europea, un resto de la miseria rural absoluta que se daba por superada y que en realidad, sobrevivía olvidada y aislada en los rincones más profundos de países oscuros como aquel. El hecho de que conociesen la electricidad y la telefonía móvil le supuso una muy grata sorpresa.
     Sin mucho que ver y ganas palpables de continuar su viaje, el visitante redujo su estancia al tiempo imprescindible para tomar tres comidas diarias, dar un paseo en ambos sentidos frente a las casas y dormir lo bastante para continuar.
     —¿Va a dejarnos ya, señor? —le preguntó la mujerona del pañuelo en el pelo y boca casi desdentada que lo aceptó de huésped.
     —Sí —aseguró al terminar su siesta y su tempranera cena la tarde del segundo día, después de pagar lo acordado y cargar su equipaje—. Ahora quiero llegar a la ciudad... —Ojeó su guía de viajes, localizando la que, decían, era la segunda ciudad del país—. Creo que no queda lejos.
    La mujer estiró su sonrisa, haciéndola más cándida y paternal si cabía.
     —Y así es —le aseguró—. Puede ir rodeando la montaña. Hay carreteras. Llegará como en otro día.
     —¿Ah, sí? —Arrugó la frente con escepticismo, mientras la ancha cara eslava parecía hundirse con los ojos cerrados sobre su grueso cuello—. ¿No hay otro camino más corto?
    La separación entre poblaciones (o entre el oasis y la cueva) era casi lineal en el plano, y muy corta. Las líneas orográficas que dibujaban la montaña se desviaban mucho hacia el norte.
     —Bueno… —Se rascó el pliegue de la papada—. ¿Ha visto el bosque de aquí al lado, en el otro extremo? —El viajero asintió—. Hay un camino que lo cruza. Se llega antes por ahí.
     Al oírlo sonrió, mirando a los lados como esperando que le dijesen que había superado una cámara oculta.
     —¿Por qué no me ha hablado de él antes?
     —No debería tomarlo, señor. —Semejante distinción le desconcertaba, máxime teniendo sólo veinticuatro años—. Al menos hoy.
     El viajero guardó su equipo adicional, mirándola con suspicacia. La señora debía querer prolongar su nuevo negocio, pretendiendo que pospusiese su salida (y, de paso, pagarle más por usar la habitación).
     —¿Y por qué?
     La mujer miró al techo, distraída (o fingiéndolo).
     —Es tarde —reveló, manteniendo su sonrisa afable—. No tardará en hacerse de noche. Y sigue lejos.
     Comprobó la hora. Tenía razón. Allí, como en todo el este, parecía que se alejaba del día mientras hacía camino, confirmando la teoría heliocéntrica y haciéndole pensar desde dónde verían salir el sol los asiáticos. Algunos de los pequeños, cuasi insignificantes misterios, que había encontrado desde que dejó su casa.
    —No se preocupe –garantizó, poniéndose de lado para que viese la tienda de lona y el saco plegado en lo alto de la mochila—. Soy rápido, y si se me hace muy tarde, puedo acampar. 
     —¡Oh, no, señor; por su alma, no acampe en ese bosque!
     ¿Por mi alma? Sin saber por qué, le entraron ganas de reírse.
     Salió sin mirar atrás ni darle la oportunidad de convencerle. Todos saben que las gentes del este suelen ser supersticiosas, máxime en deprimidos núcleos rurales como aquel.
     Mientras cruzaba la calle con todas sus cosas, en clara señal de partida, los vecinos le veían irse desde sus casas. Él los veía; veía sus caras apretadas contra los cristales; las puertas abriéndose a su paso para que se asomasen ojos espías o, directamente, escupiendo hombres y mujeres. Seguramente no era la primera vez que pasaba; otros viajeros, perdidos (en parte o el todo, como fue su caso) o atraídos por las tinieblas seductoras de un pasado cercano debían haber repetido aquel paseo más de una vez. Era el modo de los habitantes de decirles adiós, dándoles gracias por recordar al mundo (aunque fuese sólo un poco) que existían.
    Qué raro, observó.
     Muchos ojos temblaban al seguir su ruta, los rostros se aterraban y se santiguaban. Comprobar también algo que ya le pareció en su momento: allí había muy pocos niños; los había oído más que visto jugando y riendo tras las rústicas puertas, y ahora apenas eran una decena los que le atisbaban mientras partía.
      Una pena. Despoblación y primitivismo, el destino final del campo. De eso, sólo quedaba un paso entre la degeneración y la desaparición.
      El bosque, un hayedo, se alineaba frente a él a cuatro casas de distancia. A dos podía verse el camino; una sencilla senda entre los árboles medio tapada por las hojas caídas, demasiado estrecha para recorrerse en coche.
     —No, joven —reconoció una voz en el idioma del país—. No vaya por ahí.
     Se volvió siguiendo la voz, a su derecha. La última casa de esa acera no tenía puerta que cerrase su valla. En una silla frente a la casa, enterrada en mantas y sosteniendo una taza humeante, una anciana con el pelo blanco asomando bajo una capucha oscura y los dedos cubiertos por mitones, le miraba.
     El viajero se acercó a ella, conmovido por su preocupación cuando, a su edad, era ella la que no debería estar en la calle.
     —No se preocupe, señora —intentó pronunciar de la forma más correcta posible su farragosa lengua—. No me pasará nada malo. Es usted quien, con este frío, tendría que meterse en casa.
      Sonrió. La mujer le miró ansiosa, antes de beber de la taza, que supuso contendría chocolate caliente o alguna infusión local.
     —No vaya por allí al caer el sol —insistió, recordándole a su vecina casera—. Pondrá en peligro su alma.
     El viajero apretó los labios. Otra vez eso.
     —Tranquila, buena mujer; no debe de preocuparse por mi alma…
     —¡Ella está ahí —gritó de pronto—. Está en el bosque, esperando, y si sabe que pasa, le cogerá.
     —¿Quién? —Se cruzó de brazos, ahora intrigado—. ¿Quién está en el bosque?
     —Ella.
     Hubo pasos sobre la tierra, los adultos, en su mayoría hombres, dejaban sus parcelas y se situaban al otro lado de la valla para escuchar su charla. Le daba la impresión que le rodeaban.
     El viajero tragó saliva, dispuesto a acabar la charla cuanto antes.
     —¿Quién es ella?
     —Aina Róg —dijo, levantando lo que parecieron algunas exclamaciones de miedo—. La bruja.
     —¿Una bruja?
     Mientras le daba detalles, el murmullo de los aldeanos fluía tras ellos. Le pareció que alguien se movía.
     —Es demoníaca. Tiene más de cien años. Se lleva a los niños —aseguró—. Les roba el alma, corrompiéndoles.
     —¿Corrompiéndoles? —Era una historia interesante aunque descabellada, y sólo podía rezar en silencio para que acabase pronto. No se veía capaz de interrumpirla sin parecer grosero.
     —Se convierten en monstruos. Roban vidas para seguir existiendo. A los animales y a los viajeros.
     El viajero contuvo el aliento. ¿Estaría refiriéndose a… vampiros? Eran originarios de esa tierra, o eso decían siempre, aunque no pensaba que fuesen un mito tan arraigado.
     —Nunca salen de día. —Hubo una especie de gemido entre la gente, que le hizo desviar la mirada a los lados—. Sólo salen de noche, a buscar víctimas y llevarse a otros…
     —¿Qué pasa aquí? —intervino una mujer, entre desconcertada y nerviosa—. ¡Abuela!
     Se volvió por completo. Una mujer de en torno a la treintena, de pelo rojizo corto y liso y mandíbula prominente cruzó el patio hasta unírseles. Llevaba un prieto jersey blanco que, junto a la dureza de sus rasgos, le dificultó al principio discernir su sexo.
     —¿Estás molestando a este forastero con tus desvaríos? —la increpó mientras le miraba a él—. Ya es tarde; sabes que puedes estar fuera sólo hasta que se haga de noche.
     —Yo… —La miraba con el labio inferior temblando, sacudiendo la taza entres sus manos—. Yo, yo… yo sólo…
     —Vamos, vete adentro, antes de que refresque más y enfermes.
     Agarró la manta, arrancándosela de encima mientras alargaba la mano derecha para ayudarla a levantarse. Ya de pie se alejó hacia la puerta, sosteniendo la bebida como si rezase.
     —No lo olvide, señor… —rezongó justo antes de entrar; le pareció que a punto de llorar—. Tenga cuidado.
     La mujer, brazos en jarra, esperó a perderla de vista para atenderle.
     —Perdónela si le ha molestado —le pidió, sonriendo. Se fijó en que, contrastando con su primera impresión, en realidad, resultaba atractiva—. Ya es mayor, y chochea un poco…
     —No, no pasa nada… —Se sintió incómodo, y culpable, por la regañina a la anciana.
     —Espero que no le haya retrasado mucho —aseguró, mirando al cielo.
     Aunque en dirección al bosque conservaba el brillo naranja de la tarde, hacia su espalda se estaba poniendo purpura muy deprisa. Era otoño y sí, como le había avisado la mujer, la velocidad con que llegaba el crepúsculo era aterradoramente mayor cada día.
      —Yo quiero saber… —Decidió que parecía lo bastante racional para sacarle de dudas—... si puedo llegar a la ciudad por…
     —Va en la dirección correcta —le indicó, extendiendo el brazo hacia su izquierda—. Por la senda del ocaso, a través del bosque.
     —¿La senda del ocaso?
    Acabadas las explicaciones, la multitud se había dispersado, de vuelta a sus casas. Los pocos que aún retrocedían, sin embargo, lo hacían apurados, cabizbajos y parecía que turbados.
     —Sí —asentía—, porque, como da al oeste, parece… que por ahí es por donde el sol se esconde.
    —Bien… —Al mirar, observó que era cierto, lo que le garantizaba un poco más de luz—. Muchas gracias por explicármelo.
     —De nada —sonrió, siendo la primera mujer allí en no preocuparse por su alma—. Que tenga buen viaje.
     Iba a aplicarse el cuento, caminando hacia el hueco en la verja, cuando se le ocurrió.
      —Por cierto, esto puede ser una tontería, pero… —Se giró, sujetando las asas de su mochila—. Aina Róg, la mujer que la anciana ha nombrado…
    —Oh, es real —dijo para su sorpresa—. Es otra vieja loca, sólo que más vieja y más loca. Vive con un puñado de niños salvajes tan al fondo del bosque que nadie puede buscarlos sin perderse. Creo que los colecciona…
    Le hizo gracia su propio chiste, efecto que él no compartió.
     Niños salvajes
    —Y… —Señaló hacia allí, con cierto reparo—. Hay algún problema si acampo en el…
    La mujer, cruzada de brazos (parecía que con tantas ganas de perderla de vista como él de hacer lo mismo con su pueblo) miró un momento al cielo en decaimiento, antes de reír.
     —Bueno… la verdad, yo no dormiría ahí.
     No era la respuesta apaciguadora que esperaba, pero bastó para decidirle. Sacó pecho, tragó saliva y salió a perseguir al sol por la senda del ocaso. No tardó en entender por qué era tan temida entre los lugareños; él mismo, tenido como inteligente y culto, sintió los temores más primigenios de su especie con cada paso que le internaba en el bosque.
     Apenas recorrió metro y medio, las estrechas ramas de las hayas ya habían tapado el pueblo como una escena censurada en gris, borrándolo de su vista por completo. Los árboles también eran extraños; estaban completamente desnudos pero sus troncos raquíticos, numerosos brazos y cercanía entre ellos bastaban para tapar la vista. Era casi un milagro que hubiese dejado aquel camino.
     Cinco metros más adelante el sol estaba aún más bajo, estirando las sombras de las hayas, fundiéndolas entre sí. Allí empezaba a anochecer. Y con la noche, se instauró el silencio.
     Uno que no conocía.
     Con el paso de la estación empezaba a habituarse a dejar de oír el canto de los grillos y el zumbido de los mosquitos. Pero también se había sentido arropado por el ulular de los búhos, los chillidos de los chotacabras, el olisquear de los zorros y el corretear de patas de roedor. Y entre aquellos árboles finos y grises como hechos de huesos, parecía no haber vida.
     ¿Tendrá miedo la gente por otra cosa? Empezó a pensar. Aquella era una zona salvaje, ajena en todo al resto del continente. Osos, lobos y otros depredadores peligrosos no eran una presencia absurda allí.
     Lo más curioso, sin embargo, seguían siendo los árboles. El otoño apenas había empezado y ya estaban totalmente pelados; no como otros hayedos que había visto en su camino, particularmente frondosos. En contraste, la masa de hojarasca marrón a sus pies parecía del grosor de una nevada.
     El viajero, siguiendo cabizbajo el camino, encontró por fin señales de vida. A los aproximadamente treinta metros recorridos, vio algo asomando del margen.
     Se agachó. Eran un puñado de minúsculos palos y piedrecillas blancas entre las que se alternaban otras negras. Alargó la mano para tocarlos, estando seguro de que no habían caído de algún árbol.
     —Agh…
     Huesos de conejo o roedor. Caparazones fragmentados de escarabajos.
     Se levantó con una mueca y continuó, mirando al margen. La colección —era evidente por su disposición que los restos de animalillos e insectos no eran casuales— lo acompañó durante un trayecto sin distancia.
      No sabía cuánto llevaba andando, agobiado por el sol, que bajaba sin parar, como despidiéndose de él, cuando redujo la velocidad. A partir de aquel punto los despojos eran frescos. Conejos ladeados, mirándole con ojos como canicas. Escarabajos de espaldas con las patas dobladas. Incluso había pájaros; dos cuervos enormes con sus alas negras y todavía brillantes, extendidas, animadas por el pulular de las últimas hormigas.
     Aquello merecía una explicación. Y otra sentadilla. Con un palo, uno de verdad que vio asomar en el camino, podría analizarlos sin tocarlos.
     Era increíble. Los animales estaban enteros, conservando toda su carne, que ahora atraía a los carroñeros; casi como si fuesen ofrendas o muertes por placer. Pero, al mismo tiempo, lucían enormes heridas de aspecto animal en torno a cuellos y vientres; agujeros irregulares que parecían abiertos con dientes. Y no parecía quedar rastro de una triste gota de sangre en todo aquel cementerio.
     Se quedó un momento mirando a un ratón panza arriba que le enseñaba los dientes; su minúsculo vientre abierto, un revoltijo de gusanos.
     ¿Qué… puede haber hecho algo así?
     A su respiración y su pulso se sumó por fin otro sonido, de hojas del suelo siendo aplastadas. El viajero miró hacia atrás mientras se ponía en pie, buscando algo moviéndose en el laberinto de árboles.
     No se sintió nervioso hasta oír una risa.
     Su oído se aguzó a medida que su piel se erizaba. Era un sonido rápido, agudo, infantil.
     —¿Quie… —Se interrumpió, cambiando de idioma—… quién… está ahí?
     Miró a uno y otro lado, sintiéndose víctima de una jugarreta. Niños del pueblo divirtiéndose a su costa, seguramente con la complicidad de algunos padres.
     En cualquier caso, seguía sin ver a nada ni a nadie, y la noche no se iba a parar por él. Volvió a ponerse en marcha, ahora más rápido, evitando distraerse y mirar al suelo. Cuantos más pasos daba, cuanto más se alejaba del pueblo, más observado se sentía.
     No puede ser. Nadie puede andar entre esas hojas con tanto sigilo, sin hacerlas crujir.
     Hizo un alto. Debían quedar como veinte minutos de luz, y había subestimado la profundidad de la arboleda.
     No pasa nada, no
     Se giró, decidido a desterrar sus demonios.
     Entre los árboles, tras el borde del camino, le miraba un niño.
    —¡Jes…! —Retrocedió con violencia mientras levantaba las manos, casi saliéndose del camino. Pisó algo en el borde que crujió, desanimándole de querer saber qué era.
     El chiquillo se rió, llevándose las manos a la boca.
    —Me… —Adecuó sus palabras al idioma—. Me has asustado.
    El niño bajó las manos, dejando de reír pero no de sonreír. Tendría seis o siete años, con el pelo moreno ensortijado y anchos carrillos; de aspecto saludable, aunque demasiado pálido. Vestía una gorra de aspecto arcaico, jersey y pantalones, viejos sin ser harapientos. El viajero encontró mucho más desagradable su boca, casi sin dientes; con los poco que veía caídos a trozos. Exceptuando curiosamente, los colmillos.
     —Hola —decidió saludarle al fin—. ¿Qué haces aquí… chico? —No recordaba cómo decir chaval.
     —Forastero… —se limitó a decirle, ladeando la cabeza remolonamente.
     —Forastero…
    Otro susto, esta vez limitado a tomar aire y cerrar los ojos para no mirar. Se dio la vuelta.
    Empezaron a aparecer, caminando entre los árboles, tras él y delante. Otros cinco niños, dos chicos y tres chicas, entre cuatro y diez años; con las mismas ropas, la misma palidez. Y los mismos dientes.
    —Forastero… —seguían repitiendo, mirándole como a un unicornio.   
    —¿Qué hacéis aquí; os habéis perdido? —repitió en parte su pregunta, antes de rascarse la nuca. Se sentía incómodo—. Puede que yo también me haya desviado un poco…
     Miró a su alrededor. Pese a las sombras y al cambio de trayectoria, seguía viendo la senda.
     —¿Dónde vivís? –cambió de tema.
     Se acercaron, trazando a su alrededor un círculo desigual. Un niño que parecía mayor se puso frente a él, cogiéndole de la muñeca derecha y tirando hacia los árboles.
     —¿Qué…?
    —Casa —dijo a regañadientes sin dejar de mirar mirarle —. La abuela.
     —La abuela… —cambiaron de estribillo.
    —¿Vais a llevarme con vosotros? —El viajero les miró; no tenía mucho tiempo—. Bueno, si no tardamos…
     Se dejó llevar entre las hayas. El resto de niños empezó a seguirles; sus pasos, ahora sí, aplastaban las hojas como los suyos. En el horizonte, tapado por las afiladas ramas, el sol parecía alargar sus manos hacia él, despidiéndose.
     De repente, se sintió secuestrado. Sólo iban adelante, pasando entre los árboles, donde la oscuridad era cada vez mayor.
     —¿Adónde me lleváis? —preguntó, mirando a un lado y a otro, pero sin resistirse.
     —A casa —decía el de delante, siendo repicado casi al momento por el resto—: A casa…
     —Vale…
    El viajero se sorprendió cuando, después de no menos de cien metros bosque adentro, reconoció la luz de un fuego. Más adelante, las hayas se espaciaban, formando un claro que, eso sí, seguía rodeado por completo de árboles. A medida que se acercaban, un perro empezó a ladrar.
     Para su sorpresa, en el claro había una casa.
     Era, por supuesto, bastante ruinosa; tenía agujeros en el tejado, tablones sueltos y al menos dos ventanas con los restos rotos de sus cristales cubiertos de polvo. Pero era enorme; tenía dos pisos y ocupaba lo que tres de las casas que había dejado en el pueblo. Tenía además, a su derecha, un granero, de las mismas proporciones e idéntico estado. Debía ser una vieja granja abandonada.
     Tres fuegos ardían a su alrededor; dos procedentes de bidones en los extremos y el tercero, más grande, una hoguera en el centro. Entre la casa, que parecía iluminada por velas, y el granero, pululaban niños.
     Una mezcla entre campamento de vagabundos y la guarida de Peter Pan.
     Su guía silbó.
     —¡Forastero! —anunció.
     Todos giraron la cabeza; en cuestión de cinco segundos los tenía formando frente a él.
     —Forastero…
     —Hola —les saludó tímidamente, inclinando la cabeza.
     Impresionaba. Por lo menos eran treinta, entre las mismas edades que sus captores. Y, pese al estado deplorable de sus ropas, todos parecían igual de sanos y limpios. Las llamas hacían brillar sus pieles como si fuesen de porcelana.
     Cerca, el perro seguía ladrando.
     —La abuela —indicó su guía, uno de los más mayores, según pudo ver.
     El efecto de sus palabras fue inmediato; el corro se dispersó, improvisando un pasillo mientras los niños volvían a sus actividades.
    —Bien, ya puedo seguir…
    Su guía salió corriendo. El viajero le siguió andando, sin prisas. Involuntariamente, por mero instinto, buscó al autor del alboroto, que debía tener un buen tamaño. Lo encontró, a seis pasos de la puerta a su izquierda, por encima del fuego. Se agarró al marco para ver mejor.
     La agónica luz diurna y la naciente luz pírica se reflejaban en el animal; enorme y de pelo gris; algún tipo de cruce de mastín con una raza más fiera, posiblemente un Doberman. Estaba atado a unos diez metros, con una gruesa cadena al cuello anclada a una estaca. Gruñía, trazando círculos al final de los eslabones mientras tiraba, intentando liberarse.
     —La abuela… —reconoció la voz.
     —Voy. —El viajero le siguió al interior, llevándose fragmentos de sus últimos atisbos de la imagen.
     Había también niños, unos siete; difíciles de ver por sus ropas oscuras. Se movían siguiendo el círculo de compás que trazaba el animal, fuera de su alcance. Al andar, parecía que sostenían cosas. Y que reían.
      Creyó ver también, sobre los costados y el lomo gris del perro, profundos cortes manchados de sangre.
     Por dentro la casa era, si cabía, peor. El enyesado se había desprendido de casi todas las paredes, dejando a la vista agujeros de los que asomaban tablones. Los clavos asomaban del suelo como de un lecho de púas. Muchas de las velas estaban en el suelo, con el niño haciendo oscilar sus llamas al pasar corriendo por su lado. El visitante estaba seguro de que, si una sola llegaba a caer, todo se convertiría en una pira.
      El niño pasó entre unas escaleras que subían al segundo piso y un corredor que daba a una habitación, más iluminada, que le pareció la cocina. Una sala después (supuso que un excusado, aunque no se asomó a comprobarlo) llegó a un salón. El niño interrumpió su carrera allí.
       —Hola…
     Un murmullo le recibió. La sala, con paredes enteras, una chimenea encendida a su derecha y, al fin, algo de mobiliario, resultaba lo más acogedor que había visto de momento.
      —¿Un visitante? —oyó por primera vez la voz, clara y afable—. Acérquese, por favor. Acérquese.
     Así lo hizo. La señora estaba sentada en la pared opuesta, cerca del centro, en un viejo sillón que debió ser rojo. El niño, a su derecha, le susurraba al oído. A sus pies, tres niñas de unos cuatro años, sentadas sobre una polvorienta estera ovalada y sosteniendo muñecas de trapo con lo que parecían vestidos de novia improvisados, giraban la cabeza para verle. Sonreían, aunque con la boca cerrada.
     —Buenas tardes— chapurreó—. ¿Es usted… hizo memoria… Aina Róg?
     —La misma —sonrió, revelando para su sorpresa una dentadura completa; hasta que comprendió que debía ser postiza—. Venga, para que le vea.
     El viajero obedeció, comprendiendo al momento cómo, a pesar de su carácter amable y cálido de entrada, era tan temida por sus vecinos. Llamarla anciana era un eufemismo, como decir que, en su caso, vieja no sería un insulto. Con más arrugas que su ropa de viaje, la piel tostada y una nariz larga con una verruga rematándole el entrecejo (detalle que ayudaba a reforzar su estigma de bruja), Aina Róg no tendría menos de cien años y era la viva imagen de la mortalidad, definitiva e inevitable. Tenía el pelo largo y gris oscuro reducido a tres cortos mechones arracimados, y sus ojos eran tan blancos que parecía ciega. Era, por si fuese poco, tan delgada como una modelo de pasarela inglesa.
      El viajero tragó saliva, que una mujer así fuese capaz, no sólo de sobrevivir por si misma allí, sino con todos esos niños, era la mejor prueba que había visto nunca de que existen los milagros.
     —Buenas noches, señora… —se presentó tímidamente.
    —Un joven, un hombre joven y fuerte, forastero… —comentó.
    —Un forastero —rieron las niñas.
    Él, involuntariamente, retrocedió en sentido opuesto. No hubo ningún gesto ni cambio en su cara o la de los niños, así que supuso que no les había ofendido.
     —¿Y usted, Aina… cuida a todos estos niños sola?
     —Sí —asintió, levantando nuevas risas entre las niñas.
     —¿Y… cómo se ocupa usted de…?
     —Huérfanos —contestó—. De las guerras pasadas. Otros fueron abandonados. Ellos me ayudan. Nos ayudamos entre todos.  
      —Por supuesto.
     Bajó la vista, sintiéndose incómodo. Lo que hacían los prejuicios; una ancianita encantadora y altruista, marginada por un puñado de ignorantes…
     —Por cierto —se aventuró a decirle Aina—. Nosotros siempre… ofrecemos comida… y techo a los viajeros.
     —¿Qué? —Sonrió, sintiéndose apurado—. No, muchas gracias. No puedo acept…
    —No puedes rechazarlo —le interrumpió, con un aplomo impresionante—. Ya es de noche, y el único camino que pasa por este bosque queda lejos. No puedes irte.
    El viajero palideció, algo de cómo lo dijo no le gustó….
     —Te daremos una habitación… para que puedas dormir.
     Alzó la mano. El niño que le llevó hasta allí dio un paso al frente.
     —Gracias.
     Un sonido lo atrajo hacia la ventana a su lado. Desde allí se veía el granero.
     —Cenaremos pronto. Deja tus cosas y reúnete con nosotros en la cocina cuando estés listo.
     —Bien…
     Se oía algo siendo arrastrado sobre el suelo limpio de hojas. Y gruñidos profundos, e inciertos. Hechos por un animal grande, como un cerdo. O alguien con la boca tapada.
     —Espero… que nuestro refugio le agrade.
     —Por supuesto.
     El niño salió corriendo del salón. Las niñas volvían a mirar a Aina. Le habían dejado, de momento, a su aire. Y, aunque no estaba seguro de si debía hacerlo, se asomó a la ventana.
     La puerta del granero estaba abierta. Dos niños arrastraban por delante un enorme saco hacia la estructura, con otros dos imitándoles por detrás. Un quinto, más mayor, los seguía, sosteniendo con ambas manos algo. Un palo largo.
     Los pasos volvieron. El niño se asomó, buscándole sin decir nada.
    —Ya voy.
     Le siguió, sin estar seguro de querer interpretar aquella imagen.
     Le llevó a las escaleras, sin pasamanos. Dos de sus ocho peldaños estaban totalmente partidos. El cuarto se había hundido, sin más.
     La miró, esperando que bastase su expresión desasosegada para hacerle saber que no pensaba subir. Sin embargo, el chaval la coronó deprisa, saltando con brío los tramos que parecían peligrosos. El viajero, incapaz de aceptar parecer cobarde frente a un niño, subió con cuidado, procurando pisar exactamente donde él lo hizo. El suelo crujió a su paso, pero llegó entero al segundo piso.
     Viéndolo, era fácil preguntarse si aquello había sido un hotel. Había muchas habitaciones; parecía que incluso más que las que podía albergar una casa de ese tamaño. El niño se alejaba por la derecha, pasando frente a una sucesión de puertas abiertas.
     El viajero le siguió, otra vez despacio, ahora para poder asomarse a las puertas. En las tres primeras de la pared derecha vio lo mismo.
     Iluminadas prodigiosamente por aquellas velas cortas, eran simples cuartos sin armario, muebles, ni siquiera camas, aunque con el yeso todavía en la pared y los suelos, parecía, que bien barridos. También vio, por primera vez, que había dibujos; hojas de papel enganchadas en las paredes. Sus únicos ocupantes eran unos pocos juguetes (de madera o peluche) viejos, con pinta de muy usados, en los rincones y, acurrucados en el suelo al fondo, entre tres y cinco niños. Todos interrumpían sus corros, sus charlas y juramentos cuando le veían, devolviéndole el guante con atención. Muchos, comprobó, pintaban; en todas las habitaciones había al menos uno con un gastado lápiz de colores en la mano.
     Su actitud le animó a reunirse cuanto antes con su guía, detenido contra la pared izquierda. La puerta del final debía ser la destinada a él.
     —Muchas gracias —le dijo mientras pasaba dentro, a lo que el muchacho inclinó la cabeza y sonrió.
     Se asomó al cuarto, viejo, ruinoso, pero al menos limpio. Le llamó la atención que era el primero en el que veía un mueble: una cómoda de madera oscura con cuatro cajones largos, en la pared frente a él. También que tenía pinta de estar atiborrado. A su izquierda, colgaban al menos diez de aquellos dibujos.
      —Eh, ¿y eso? —La señaló.
     El niño dobló el cuello, mirándole como a un tonto
     —Ropa. Juguetes —dijo sin más. Ya no sonreía.
     Una vez terminada su labor, se alejó por el pasillo en sentido contrario, deprisa, pero sin correr, haciendo eco con sus pasos y un murmullo que le sonó a “forastero”
     El viajero fue hasta la pared derecha. Como en el resto de habitaciones, había muy poco que ver.
     ¿Es que aquí duermen en el suelo?
     Por lo menos, seguía siendo más acogedor y caliente que el de fuera. No se olvidaría de darles las gracias.
     Dejó caer su mochila y desplegó su saco. Luego se sentó, sujetándose las piernas. No, no estaba nada mal.
     Algo sonó, parecido a un gemido. Parecía que fuera estaba levantándose viento.
     Se puso de pie. Además de su cartera, llevaba dinero de sobra repartido en distintos bolsillos de su mochila y su ropa. Podía desprenderse de algo (bastante) en aquel misterioso orfanato. No en balde, cuando pasaba suficiente tiempo en una ciudad, le gustaba solicitar un trabajo temporal, cuando se había familiarizado con las calles y aprendido algo del idioma.
    Se acercó a la ventana, por suerte todavía entera. Desde allí se veía también el granero. Y las ramas inmóviles de las hayas circundantes.
     La abrió, interesado en que entrase algo. Y no era ni fresco ni aire.
     Una débil luz salía de dentro, seguida del restallido de golpes dados con algo duro. A cada uno seguía un corto grito, cortado en seco por el siguiente. Eso y una serie de rápidas risas nerviosas.
     Bajó la ventana, al son de lo que le pareció una vieja polea chirriando. Iba a ir hacia sus cosas cuando se contuvo. No, lo que estaba empezando a pensar no podía ser…
     Necesito estar seguro.
     No tuvo ni que mirar a su alrededor. Fue directo a la cómoda. Abrió el primer cajón.
     Ropa y juguetes.
     Se sorprendió, al ver la cantidad de ropa que lo atascaba. Al empujar un poco para meterlo, vio que con el segundo pasaba lo mismo.
     Bueno, con tantos niños es normal que necesite
     Volvió a sacar el superior, al máximo, examinando la ropa más detenidamente. Había jerséis y suéteres. Blusas. Pantalones vaqueros. Abrigos de distintos tipos. Todos, al menos, de la talla treinta y seis; demasiado grande para los niños, hasta si los compartían.
     Ya me parecía
      Lo cerró, pasando al segundo cajón. Pantalones de chándal, sudaderas; todos cuidadamente doblados y colocados…
     Al profundizar en la montaña, la velocidad de sus manos fue proporcional al cuidado que ponía en no hacer ruido, y a las veces que miraba sobre su hombro para ver el umbral.
     No había podido comprobarlo en las prendas superiores de ambos cajones porque la mayoría eran de color oscuro. Las siguientes prendas, más claras, tenían salpicaduras como rubíes aplastados. La última, una sudadera deportiva de manga larga y color beige tenía un arco rosado dibujándole una sonrisa invertida por todo el pecho.
     Abajo del todo estaba el calzado, botas y deportivas. Aunque lo habían limpiado por encima, se apreciaba en torno a las suelas los restos pegados de tierra húmeda y hojas secas.
     El viajero ocultó su descubrimiento, poniéndose de rodillas para mirar el último cajón. Supuso que serían los juguetes.
     Era, desde luego, el menos lleno. Lo que más abultaban eran varias mochilas de distinto tipo, aplastadas y en su mayoría de colores oscuros. Había también, dispuestos como en un mostrador, varios teléfonos móviles, anillos, pendientes, relojes y collares. En el rincón derecho, apilados, había varias carteras y pasaportes comunitarios.
     El viajero llenó sus pulmones, cerrando el cajón. Una voz rebotó por los pasillos, metiéndose en las numerosas habitaciones.
     —Niños, a cenar… —le pareció reconocer a Aina.
     Una batería de pies levantándose cortas carreras y risas le demostró que habían dejado el piso superior para él solo. Perfecto. Sólo esperaba que su guía u otro chaval no se pasasen para avisarle.
     Se levantó, haciendo una última pero significativa pausa. Acababa de ver los dibujos de la pared.
     Su tema era bastante recurrente: una serie de figuras de pie, la mayoría hechas con palos con un circulo por cabeza; otras más antropomórficas, en grupo, sonriendo. Habían tenido el detalle de pintarles burdos ojos y narices; a veces también orejas y pelo. Lo que tenían siempre era boca; una larga sonrisa dibujada en intenso rojo.
      En algunos, además, había figuras postradas frente a los grupos de pie, más pequeños. Estas no sonreían. La mayoría ni siquiera tenía ojos ni otros rasgos. Aunque un par tenían borrones rojos, hechos trazando varios círculos sucesivos con el lápiz, en torno al cuello y bajo los brazos.
     Volvió a enrollar el saco de dormir y a afianzarlo sobre la mochila. Sólo se entretuvo para abrir uno de sus bolsillos laterales y sacar una linterna tubular mediana, su seguro por si se quedaba colgado en algún sitio de noche.
    Con la luz apagada en la mano y sus cosas a la espalda, salió al pasillo. Iba casi de puntillas, seguro de que, de todos modos, el suelo crujiría o uno de los sonrientes rostros infantiles le interceptaría en cualquier momento, asomándose por alguna de las puertas. Pero no, consiguió llegar a las escaleras y bajarlas bastante rápido; olvidando por completo sus temores previos. Si un peldaño se hundía bajo su pie y caía, estaba seguro de que el menor de sus problemas sería una pierna rota.
     Miró hacia el salón; parecía vacío, como el exterior. Sí había actividad en la cocina, aunque era demasiado pequeña para tanta gente. ¿Harían turnos para comer? Sí, debían hacerlos. ¿Pero dónde estarían los niños sobrantes? ¿Fuera, vigilando?
    —Vamos, venid –oía la voz dulce de Aina, animándoles a comer.
    Se asomó a la cocina, sin atreverse a pasar aún por delante. Se veía el pico de una mesa, con una enorme olla de acero encima. La anciana, de pie, sacaba de ella una cazoleta con cuidado. Los niños prescindían de la fila tradicional; mientras la extraía, uno aparecía por detrás, rodeando la mesa y, después de sorber su contenido directamente, completaba la vuelta, dejando sitio al siguiente.
     Los niños ponían las manos en torno a la boca, para no perder ni una gota de ¿sopa? El viajero se preguntó de qué sería; no había ningún olor en el aire, ni parecía caliente. Al menos, no humeaba.
     Al infierno, no quería saberlo, y de momento, tenía vía libre. Sin dejar de mirarlos, cruzó el pasillo, rápido y de puntillas.
     El comensal servido en ese momento, una niña de unos seis años, bajita, rolliza y de ancha cara cuadrada, iba a irse cuando le vio. Bajó un momento las manos, obsequiándole una sonrisa.
     El viajero quedó petrificado; consciente más que nunca de que debía salir de allí. Pero no podía moverse, dejar de mirarla.
     En torno a los dientes blancos se había dibujado una sonrisa de payaso; una amplia mancha roja que recogió con el pálido índice derecho para chuparlo ávidamente después. Así quedó completamente limpia.
     Libre ya de la hipnótica escena, llegó hasta la entrada.
    —¡Joven! —le llamó entonces Aina.
     —¡Joven! —Las voces de los niños repetían la llamada, como cachorros al oír aullar a su madre.
     Frenó, sintiendo que el suelo de madera se astillaba bajo sus zapatillas.
    —¿Dónde va? —la oyó preguntarle—. Ya es de noche, y ahora vamos a cenar.
    —Lo siento —aseguró, gritando lo más que pudo; consiguiendo cambiar su horrible acento—. Agradezco mucho su hospitalidad, pero… tengo que irme.
     Salió al exterior.
    —¡Joven!
     —¡Joveeeee….!
     Como esperaba, fuera no quedaba nadie. Basándose en la disposición de las hogueras, dedujo por donde había llegado; creía incluso ver el hueco exacto entre los árboles.
     Se lanzó corriendo de vuelta al bosque, con el eco de los gritos llamándole detrás.
     El viajero encendió la linterna, una frenética luciérnaga saltando de un haya a otra. Miró atrás durante los primeros veinte metros, viendo la granja convertirse poco a poco en una mancha anaranjada entre los árboles; ahora que la noche dejaba al fuego brillar con toda su fuerza.
     Esperaba oírlos de un momento a otro, los pasos aplastando la hojarasca, quizás persiguiéndole con antorchas. De momento, nadie había salido siquiera a ver por donde había ido.
     Volvió a centrarse delante. Aquel bosque, lejos del pueblo y de la civilización, era una prueba de la oscuridad de la noche. La luz de su linterna era insignificante; fuera de su aura la negrura era total. Sobre él, las estrellas parecían tan lejanas, motas de polvo ensartadas en los afilados dedos de las hayas.
     Intentó trazar su ruta, de vuelta a la senda del ocaso. Lo habían desviado hacia la izquierda, al oeste, así que siguiendo en línea recta… No, era mejor girar a su izquierda, volviendo al norte, y no parar. De un modo u otro, saldría del bosque.
     El hayedo estaba en silencio, casi tan dormido como esa tarde. Nervioso, apagó la luz y se detuvo para mirar atrás. Nadie le seguía, ninguna luz en la distancia se acercaba…
     —¡Idiota! —se maldijo.
     Encendió otra vez la linterna, apuradamente, volviendo a su posición inicial. Todo allí era igual para él; su única brújula era la dirección que había deducido. Si daba un mal paso, se desviaba y se desorientaba, vagaría por el bosque hasta la mañana siguiente… o hasta volver a la granja. O dar con alguno de sus ocupantes.
    El viajero levantó su luz, corriendo sin parar, sorteando los árboles. Al fondo, sólo la noche. Y más árboles.    
     ¡Dios, ¿es que esto no se acaba nunca?!
     Tenía dos ventajas: no podía perderse si ya estaba perdido. Y, sabiendo la dirección de la salida, aunque los arboles le retrasasen, acabaría llegando.
     Quiso llorar, pero en vez de eso tomó aire y siguió corriendo. Los árboles parecían cada vez más solitarios, más aislados, rodeados sólo de oscuridad frente a él…
    De pronto, acabaron. Él se detuvo, haciendo otro alto para respirar, doblándose sobre sus rodillas y jadeando. Sudaba, tenía frío… y había salido del bosque.
      Miró a su alrededor. Algunas hojas secas arrastradas por una ligera y repentina brisa y tierra yerma. Miró a su izquierda, detectando una zona deprimida, excavada por el tránsito. La prolongación de la senda del ocaso.
     Ya está, se dijo, sonriente. Lo he hecho.
     Mientras volvía hacia ella, no pudo evitar sentirse un poco estúpido. Aquella pobre anciana con todos esos huérfanos; después de ofrecerle ayuda, había huido así…
     Se relajó. No se oía nada, hojas crujiendo, narices respirando. Sólo la misma sensación, no de ser perseguido sino observado.
     Sólo quería salir de dudas. Apuntó la linterna a la arboleda.
     Fue apenas un segundo, un fogonazo; suficiente para ver. Allí estaban, congregados en los espacios entre árboles y algunos (parecía; no lo comprobó) acurrucados en los estrechos huecos de las ramas. Todos igual de pálidos, enseñándole los dientes, sin moverse. Sólo sonreían.
     Sus dentaduras no eran blancas; estaban sucias de rojo.
     Cuando captó una risita y la luz los dejó atrás, el viajero continuó su camino. Ya no paró hasta llegar a la senda del ocaso y reemprenderla, dejando el bosque y a sus moradores definitivamente atrás.

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