LA SENDA DEL OCASO
El visitante llegó al pueblo hacía apenas dos días, destacándose de los vecinos desde el primer momento. Aunque llevaba sus mismos
libros sobre países extranjeros y manoseados folletos informativos, detalles
como la ausencia de una cámara al cuello denotaban que no era un vulgar turista
y, a juzgar por su camisa y su pantalón, nada especial pero con cierta clase,
estaba claro que tampoco era un simple mochilero ni un joven bohemio a la
búsqueda de la aventura.
—Hola, ¿qué le trae por aquí? —le
preguntaban sonrientes al pasar frente a sus patios o entrar en el bar, en una
versión especialmente profunda y primitiva del idioma local.
—Estoy viajando —se limitaba a decir, con
un acento extranjero que no era mucho mejor que su pronunciación local—. He llegado a este pueblo por casualidad, y
quiero quedarme unos días.
Era la pura verdad, y no hacía falta decir
más. Crecido en una buena familia de un país próspero, recién acabada su larga
y difícil carrera, antes de ser encadenado por los grilletes del trabajo, le
apetecía viajar, conocer el mundo antes de aislarse de él. Y, en su genuino
trasiego de peregrino por Europa, a pie, haciendo autostop o, cuando la situación
lo requería, en tren, había descubierto la población como un simple peldaño a
mitad de la escalera. Podía pisarse o pasar al siguiente sin alterar su
trayectoria.
Era normal, por otro lado, que recelasen;
se notaba que no era un pueblo para forasteros. Rodeado de desolación absoluta,
sólo había páramos mal cubiertos de aplastadas hierbas pálidas, condenadas a
ser sepultadas por las nieves y a quemarse en verano. Había una sola calle sin
asfaltar y terriblemente erosionada, flanqueada por sólo dos coches, viejos y
con la carrocería descascarillada. La apenas decena de casas de tablones,
aisladas entre sí por vallas hechas uniendo palos a alambres, eran ruinosas;
con retorcidos tubos escupiendo humo en los tejados y reforzadas con paneles
sacados en su día de mesas o puertas.
¿De
qué viven aquí?, no dejaba de preguntarse.
Había muchos hombres adultos y fuertes,
pero ningún campo cultivado ni pequeña fábrica operativa. Se limitaban,
parecía, a pasar el tiempo escondidos con sus familias en sus hogares.
Era la marca de nacimiento maquillada por
la vergüenza europea, un resto de la miseria rural absoluta que se daba por
superada y que en realidad, sobrevivía olvidada y aislada en los rincones más
profundos de países oscuros como aquel. El hecho de que conociesen la
electricidad y la telefonía móvil le supuso una muy grata sorpresa.
Sin mucho que ver y ganas palpables de
continuar su viaje, el visitante redujo su estancia al tiempo imprescindible
para tomar tres comidas diarias, dar un paseo en ambos sentidos frente a las
casas y dormir lo bastante para continuar.
—¿Va a dejarnos ya, señor? —le preguntó la
mujerona del pañuelo en el pelo y boca casi desdentada que lo aceptó de
huésped.
—Sí —aseguró al terminar su siesta y su
tempranera cena la tarde del segundo día, después de pagar lo acordado y cargar
su equipaje—. Ahora quiero llegar a la ciudad... —Ojeó su guía de viajes,
localizando la que, decían, era la segunda ciudad del país—. Creo que no queda
lejos.
La mujer estiró su sonrisa, haciéndola más
cándida y paternal si cabía.
—Y así es —le aseguró—. Puede ir rodeando
la montaña. Hay carreteras. Llegará como en otro día.
—¿Ah, sí? —Arrugó la frente con
escepticismo, mientras la ancha cara eslava parecía hundirse con los ojos
cerrados sobre su grueso cuello—. ¿No hay otro camino más corto?
La separación entre poblaciones (o entre el
oasis y la cueva) era casi lineal en el plano, y muy corta. Las líneas
orográficas que dibujaban la montaña se desviaban mucho hacia el norte.
—Bueno… —Se rascó el pliegue de la
papada—. ¿Ha visto el bosque de aquí al lado, en el otro extremo? —El viajero
asintió—. Hay un camino que lo cruza. Se llega antes por ahí.
Al oírlo sonrió, mirando a los lados como
esperando que le dijesen que había superado una cámara oculta.
—¿Por qué no me ha hablado de él antes?
—No debería tomarlo, señor. —Semejante
distinción le desconcertaba, máxime teniendo sólo veinticuatro años—. Al menos
hoy.
El viajero guardó su equipo adicional,
mirándola con suspicacia. La señora debía querer prolongar su nuevo negocio,
pretendiendo que pospusiese su salida (y, de paso, pagarle más por usar la
habitación).
—¿Y por qué?
La mujer miró al techo, distraída (o
fingiéndolo).
—Es tarde —reveló, manteniendo su sonrisa
afable—. No tardará en hacerse de noche. Y sigue lejos.
Comprobó la hora. Tenía razón. Allí, como
en todo el este, parecía que se alejaba del día mientras hacía camino,
confirmando la teoría heliocéntrica y haciéndole pensar desde dónde verían
salir el sol los asiáticos. Algunos de los pequeños, cuasi insignificantes
misterios, que había encontrado desde que dejó su casa.
—No se preocupe –garantizó, poniéndose de
lado para que viese la tienda de lona y el saco plegado en lo alto de la
mochila—. Soy rápido, y si se me hace muy tarde, puedo acampar.
—¡Oh, no, señor; por su alma, no acampe en
ese bosque!
¿Por
mi alma? Sin saber por qué, le entraron ganas de reírse.
Salió sin mirar atrás ni darle la
oportunidad de convencerle. Todos saben que las gentes del este suelen ser
supersticiosas, máxime en deprimidos núcleos rurales como aquel.
Mientras cruzaba la calle con todas sus
cosas, en clara señal de partida, los vecinos le veían irse desde sus casas. Él
los veía; veía sus caras apretadas contra los cristales; las puertas abriéndose
a su paso para que se asomasen ojos espías o, directamente, escupiendo hombres
y mujeres. Seguramente no era la primera vez que pasaba; otros viajeros,
perdidos (en parte o el todo, como fue su caso) o atraídos por las tinieblas
seductoras de un pasado cercano debían haber repetido aquel paseo más de una
vez. Era el modo de los habitantes de decirles adiós, dándoles gracias por
recordar al mundo (aunque fuese sólo un poco) que existían.
Qué
raro, observó.
Muchos ojos temblaban al seguir su ruta,
los rostros se aterraban y se santiguaban. Comprobar también algo que ya le
pareció en su momento: allí había muy pocos niños; los había oído más que visto
jugando y riendo tras las rústicas puertas, y ahora apenas eran una decena los
que le atisbaban mientras partía.
Una pena. Despoblación y primitivismo, el
destino final del campo. De eso, sólo quedaba un paso entre la degeneración y
la desaparición.
El bosque, un hayedo, se alineaba frente
a él a cuatro casas de distancia. A dos podía verse el camino; una sencilla
senda entre los árboles medio tapada por las hojas caídas, demasiado estrecha
para recorrerse en coche.
—No, joven —reconoció una voz en el idioma
del país—. No vaya por ahí.
Se volvió siguiendo la voz, a su derecha.
La última casa de esa acera no tenía
puerta que cerrase su valla. En una silla frente a la casa, enterrada en mantas
y sosteniendo una taza humeante, una anciana con el pelo blanco asomando bajo
una capucha oscura y los dedos cubiertos por mitones, le miraba.
El viajero se acercó a ella, conmovido por
su preocupación cuando, a su edad, era ella la que no debería estar en la
calle.
—No se preocupe, señora —intentó
pronunciar de la forma más correcta posible su farragosa lengua—. No me pasará
nada malo. Es usted quien, con este frío, tendría que meterse en casa.
Sonrió. La mujer le miró ansiosa, antes
de beber de la taza, que supuso contendría chocolate caliente o alguna infusión
local.
—No vaya por allí al caer el sol
—insistió, recordándole a su vecina casera—. Pondrá en peligro su alma.
El viajero apretó los labios. Otra vez
eso.
—Tranquila, buena mujer; no debe de
preocuparse por mi alma…
—¡Ella está ahí —gritó de pronto—. Está en
el bosque, esperando, y si sabe que pasa, le cogerá.
—¿Quién? —Se cruzó de brazos, ahora
intrigado—. ¿Quién está en el bosque?
—Ella.
Hubo pasos sobre la tierra, los adultos,
en su mayoría hombres, dejaban sus parcelas y se situaban al otro lado de la
valla para escuchar su charla. Le daba la impresión que le rodeaban.
El viajero tragó saliva, dispuesto a
acabar la charla cuanto antes.
—¿Quién es ella?
—Aina Róg —dijo, levantando lo que
parecieron algunas exclamaciones de miedo—. La bruja.
—¿Una bruja?
Mientras le daba detalles, el murmullo de
los aldeanos fluía tras ellos. Le pareció que alguien se movía.
—Es demoníaca. Tiene más de cien años. Se
lleva a los niños —aseguró—. Les roba el alma, corrompiéndoles.
—¿Corrompiéndoles? —Era una historia interesante
aunque descabellada, y sólo podía rezar en silencio para que acabase pronto. No
se veía capaz de interrumpirla sin parecer grosero.
—Se convierten en monstruos. Roban vidas
para seguir existiendo. A los animales y a los viajeros.
El viajero contuvo el aliento. ¿Estaría
refiriéndose a… vampiros? Eran originarios de esa tierra, o eso decían siempre,
aunque no pensaba que fuesen un mito tan arraigado.
—Nunca salen de día. —Hubo una especie de
gemido entre la gente, que le hizo desviar la mirada a los lados—. Sólo salen
de noche, a buscar víctimas y llevarse a otros…
—¿Qué pasa aquí? —intervino una mujer,
entre desconcertada y nerviosa—. ¡Abuela!
Se volvió por completo. Una mujer de en
torno a la treintena, de pelo rojizo corto y liso y mandíbula prominente cruzó
el patio hasta unírseles. Llevaba un prieto jersey blanco que, junto a la
dureza de sus rasgos, le dificultó al principio discernir su sexo.
—¿Estás molestando a este forastero con
tus desvaríos? —la increpó mientras le miraba a él—. Ya es tarde; sabes que
puedes estar fuera sólo hasta que se haga de noche.
—Yo… —La miraba con el labio inferior
temblando, sacudiendo la taza entres sus manos—. Yo, yo… yo sólo…
—Vamos, vete adentro, antes de que
refresque más y enfermes.
Agarró la manta, arrancándosela de encima
mientras alargaba la mano derecha para ayudarla a levantarse. Ya de pie se
alejó hacia la puerta, sosteniendo la bebida como si rezase.
—No lo olvide, señor… —rezongó justo antes
de entrar; le pareció que a punto de llorar—. Tenga cuidado.
La mujer, brazos en jarra, esperó a
perderla de vista para atenderle.
—Perdónela si le ha molestado —le pidió,
sonriendo. Se fijó en que, contrastando con su primera impresión, en realidad,
resultaba atractiva—. Ya es mayor, y chochea un poco…
—No, no pasa nada… —Se sintió incómodo, y
culpable, por la regañina a la anciana.
—Espero que no le haya retrasado mucho
—aseguró, mirando al cielo.
Aunque en dirección al bosque conservaba
el brillo naranja de la tarde, hacia su espalda se estaba poniendo purpura muy
deprisa. Era otoño y sí, como le había avisado la mujer, la velocidad con que
llegaba el crepúsculo era aterradoramente mayor cada día.
—Yo quiero saber… —Decidió que parecía lo
bastante racional para sacarle de dudas—... si puedo llegar a la ciudad por…
—Va en la dirección correcta —le indicó,
extendiendo el brazo hacia su izquierda—. Por la senda del ocaso, a través del
bosque.
—¿La senda del ocaso?
Acabadas las explicaciones, la multitud se
había dispersado, de vuelta a sus casas. Los pocos que aún retrocedían, sin
embargo, lo hacían apurados, cabizbajos y parecía que turbados.
—Sí —asentía—, porque, como da al oeste,
parece… que por ahí es por donde el sol se esconde.
—Bien… —Al mirar, observó que era cierto,
lo que le garantizaba un poco más de luz—. Muchas gracias por explicármelo.
—De
nada —sonrió, siendo la primera mujer allí en no preocuparse por su alma—. Que
tenga buen viaje.
Iba a aplicarse el cuento, caminando hacia
el hueco en la verja, cuando se le ocurrió.
—Por cierto, esto puede ser una tontería,
pero… —Se giró, sujetando las asas de su mochila—. Aina Róg, la mujer que la
anciana ha nombrado…
—Oh, es real —dijo para su sorpresa—. Es
otra vieja loca, sólo que más vieja y más loca. Vive con un puñado de niños
salvajes tan al fondo del bosque que nadie puede buscarlos sin perderse. Creo
que los colecciona…
Le hizo gracia su propio chiste, efecto que
él no compartió.
Niños
salvajes…
—Y… —Señaló hacia allí, con cierto reparo—.
Hay algún problema si acampo en el…
La mujer, cruzada de brazos (parecía que
con tantas ganas de perderla de vista como él de hacer lo mismo con su pueblo)
miró un momento al cielo en decaimiento, antes de reír.
—Bueno… la verdad, yo no dormiría ahí.
No era la respuesta apaciguadora que
esperaba, pero bastó para decidirle. Sacó pecho, tragó saliva y salió a
perseguir al sol por la senda del ocaso. No tardó en entender por qué era tan
temida entre los lugareños; él mismo, tenido como inteligente y culto, sintió
los temores más primigenios de su especie con cada paso que le internaba en el
bosque.
Apenas recorrió metro y medio, las
estrechas ramas de las hayas ya habían tapado el pueblo como una escena
censurada en gris, borrándolo de su vista por completo. Los árboles también
eran extraños; estaban completamente desnudos pero sus troncos raquíticos,
numerosos brazos y cercanía entre ellos bastaban para tapar la vista. Era casi
un milagro que hubiese dejado aquel camino.
Cinco metros más adelante el sol estaba
aún más bajo, estirando las sombras de las hayas, fundiéndolas entre sí. Allí
empezaba a anochecer. Y con la noche, se instauró el silencio.
Uno que no conocía.
Con el paso de la estación empezaba a
habituarse a dejar de oír el canto de los grillos y el zumbido de los
mosquitos. Pero también se había sentido arropado por el ulular de los búhos,
los chillidos de los chotacabras, el olisquear de los zorros y el corretear de
patas de roedor. Y entre aquellos árboles finos y grises como hechos de huesos,
parecía no haber vida.
¿Tendrá miedo la gente por otra cosa?
Empezó a pensar. Aquella era una zona salvaje, ajena en todo al resto del
continente. Osos, lobos y otros depredadores peligrosos no eran una presencia
absurda allí.
Lo más curioso, sin embargo, seguían
siendo los árboles. El otoño apenas había empezado y ya estaban totalmente
pelados; no como otros hayedos que había visto en su camino, particularmente
frondosos. En contraste, la masa de hojarasca marrón a sus pies parecía del
grosor de una nevada.
El viajero, siguiendo cabizbajo el camino,
encontró por fin señales de vida. A los aproximadamente treinta metros
recorridos, vio algo asomando del margen.
Se agachó. Eran un puñado de minúsculos
palos y piedrecillas blancas entre las que se alternaban otras negras. Alargó
la mano para tocarlos, estando seguro de que no habían caído de algún árbol.
—Agh…
Huesos de conejo o roedor. Caparazones
fragmentados de escarabajos.
Se levantó con una mueca y continuó,
mirando al margen. La colección —era evidente por su disposición que los restos
de animalillos e insectos no eran casuales— lo acompañó durante un trayecto sin
distancia.
No sabía cuánto llevaba andando, agobiado
por el sol, que bajaba sin parar, como despidiéndose de él, cuando redujo la
velocidad. A partir de aquel punto los despojos eran frescos. Conejos ladeados,
mirándole con ojos como canicas. Escarabajos de espaldas con las patas
dobladas. Incluso había pájaros; dos cuervos enormes con sus alas negras y
todavía brillantes, extendidas, animadas por el pulular de las últimas
hormigas.
Aquello merecía una explicación. Y otra
sentadilla. Con un palo, uno de verdad que vio asomar en el camino, podría analizarlos
sin tocarlos.
Era increíble. Los animales estaban
enteros, conservando toda su carne, que ahora atraía a los carroñeros; casi
como si fuesen ofrendas o muertes por placer. Pero, al mismo tiempo, lucían
enormes heridas de aspecto animal en torno a cuellos y vientres; agujeros
irregulares que parecían abiertos con dientes. Y no parecía quedar rastro de
una triste gota de sangre en todo aquel cementerio.
Se quedó un momento mirando a un ratón
panza arriba que le enseñaba los dientes; su minúsculo vientre abierto, un
revoltijo de gusanos.
¿Qué… puede haber hecho algo así?
A su respiración y su pulso se sumó por
fin otro sonido, de hojas del suelo siendo aplastadas. El viajero miró hacia
atrás mientras se ponía en pie, buscando algo moviéndose en el laberinto de árboles.
No se sintió nervioso hasta oír una risa.
Su oído se aguzó a medida que su piel se
erizaba. Era un sonido rápido, agudo, infantil.
—¿Quie… —Se interrumpió, cambiando de
idioma—… quién… está ahí?
Miró a uno y otro lado, sintiéndose
víctima de una jugarreta. Niños del pueblo divirtiéndose a su costa,
seguramente con la complicidad de algunos padres.
En cualquier caso, seguía sin ver a nada
ni a nadie, y la noche no se iba a parar por él. Volvió a ponerse en marcha,
ahora más rápido, evitando distraerse y mirar al suelo. Cuantos más pasos daba,
cuanto más se alejaba del pueblo, más observado se sentía.
No
puede ser. Nadie puede andar entre esas hojas con tanto sigilo, sin hacerlas
crujir.
Hizo un alto. Debían quedar como veinte
minutos de luz, y había subestimado la profundidad de la arboleda.
No
pasa nada, no…
Se giró, decidido a desterrar sus
demonios.
Entre los árboles, tras el borde del
camino, le miraba un niño.
—¡Jes…! —Retrocedió con violencia mientras
levantaba las manos, casi saliéndose del camino. Pisó algo en el borde que
crujió, desanimándole de querer saber qué era.
El chiquillo se rió, llevándose las manos
a la boca.
—Me… —Adecuó sus palabras al idioma—. Me
has asustado.
El niño bajó las manos, dejando de reír
pero no de sonreír. Tendría seis o siete años, con el pelo moreno ensortijado y
anchos carrillos; de aspecto saludable, aunque demasiado pálido. Vestía una
gorra de aspecto arcaico, jersey y pantalones, viejos sin ser harapientos. El
viajero encontró mucho más desagradable su boca, casi sin dientes; con los poco
que veía caídos a trozos. Exceptuando curiosamente, los colmillos.
—Hola —decidió saludarle al fin—. ¿Qué
haces aquí… chico? —No recordaba cómo decir chaval.
—Forastero… —se limitó a decirle, ladeando
la cabeza remolonamente.
—Forastero…
Otro susto, esta vez limitado a tomar aire
y cerrar los ojos para no mirar. Se dio la vuelta.
Empezaron a aparecer, caminando entre los árboles,
tras él y delante. Otros cinco niños, dos chicos y tres chicas, entre cuatro y
diez años; con las mismas ropas, la misma palidez. Y los mismos dientes.
—Forastero… —seguían repitiendo, mirándole
como a un unicornio.
—¿Qué hacéis aquí; os habéis perdido?
—repitió en parte su pregunta, antes de rascarse la nuca. Se sentía incómodo—.
Puede que yo también me haya desviado un poco…
Miró a su alrededor. Pese a las sombras y
al cambio de trayectoria, seguía viendo la senda.
—¿Dónde vivís? –cambió de tema.
Se acercaron, trazando a su alrededor un círculo
desigual. Un niño que parecía mayor se puso frente a él, cogiéndole de la
muñeca derecha y tirando hacia los árboles.
—¿Qué…?
—Casa —dijo a regañadientes sin dejar de
mirar mirarle —. La abuela.
—La abuela… —cambiaron de estribillo.
—¿Vais a llevarme con vosotros? —El viajero
les miró; no tenía mucho tiempo—. Bueno, si no tardamos…
Se dejó llevar entre las hayas. El resto
de niños empezó a seguirles; sus pasos, ahora sí, aplastaban las hojas como los
suyos. En el horizonte, tapado por las afiladas ramas, el sol parecía alargar
sus manos hacia él, despidiéndose.
De repente, se sintió secuestrado. Sólo
iban adelante, pasando entre los árboles, donde la oscuridad era cada vez
mayor.
—¿Adónde me lleváis? —preguntó, mirando a
un lado y a otro, pero sin resistirse.
—A casa —decía el de delante, siendo
repicado casi al momento por el resto—: A casa…
—Vale…
El viajero se sorprendió cuando, después de
no menos de cien metros bosque adentro, reconoció la luz de un fuego. Más
adelante, las hayas se espaciaban, formando un claro que, eso sí, seguía
rodeado por completo de árboles. A medida que se acercaban, un perro empezó a
ladrar.
Para su sorpresa, en el claro había una
casa.
Era, por supuesto, bastante ruinosa; tenía
agujeros en el tejado, tablones sueltos y al menos dos ventanas con los restos
rotos de sus cristales cubiertos de polvo. Pero era enorme; tenía dos pisos y
ocupaba lo que tres de las casas que había dejado en el pueblo. Tenía además, a
su derecha, un granero, de las mismas proporciones e idéntico estado. Debía ser
una vieja granja abandonada.
Tres fuegos ardían a su alrededor; dos
procedentes de bidones en los extremos y el tercero, más grande, una hoguera en
el centro. Entre la casa, que parecía iluminada por velas, y el granero,
pululaban niños.
Una mezcla entre campamento de vagabundos
y la guarida de Peter Pan.
Su guía silbó.
—¡Forastero! —anunció.
Todos giraron la cabeza; en cuestión de
cinco segundos los tenía formando frente a él.
—Forastero…
—Hola —les saludó tímidamente, inclinando
la cabeza.
Impresionaba. Por lo menos eran treinta,
entre las mismas edades que sus captores. Y, pese al estado deplorable de sus
ropas, todos parecían igual de sanos y limpios. Las llamas hacían brillar sus
pieles como si fuesen de porcelana.
Cerca, el perro seguía ladrando.
—La abuela —indicó su guía, uno de los más
mayores, según pudo ver.
El efecto de sus palabras fue inmediato;
el corro se dispersó, improvisando un pasillo mientras los niños volvían a sus
actividades.
—Bien, ya puedo seguir…
Su guía salió corriendo. El viajero le
siguió andando, sin prisas. Involuntariamente, por mero instinto, buscó al
autor del alboroto, que debía tener un buen tamaño. Lo encontró, a seis pasos
de la puerta a su izquierda, por encima del fuego. Se agarró al marco para ver
mejor.
La agónica luz diurna y la naciente luz
pírica se reflejaban en el animal; enorme y de pelo gris; algún tipo de cruce
de mastín con una raza más fiera, posiblemente un Doberman. Estaba atado a unos
diez metros, con una gruesa cadena al cuello anclada a una estaca. Gruñía,
trazando círculos al final de los eslabones mientras tiraba, intentando
liberarse.
—La abuela… —reconoció la voz.
—Voy. —El viajero le siguió al interior,
llevándose fragmentos de sus últimos atisbos de la imagen.
Había también niños, unos siete; difíciles
de ver por sus ropas oscuras. Se movían siguiendo el círculo de compás que
trazaba el animal, fuera de su alcance. Al andar, parecía que sostenían cosas.
Y que reían.
Creyó ver también, sobre los costados y
el lomo gris del perro, profundos cortes manchados de sangre.
Por dentro la casa era, si cabía, peor. El
enyesado se había desprendido de casi todas las paredes, dejando a la vista
agujeros de los que asomaban tablones. Los clavos asomaban del suelo como de un
lecho de púas. Muchas de las velas estaban en el suelo, con el niño haciendo
oscilar sus llamas al pasar corriendo por su lado. El visitante estaba seguro
de que, si una sola llegaba a caer, todo se convertiría en una pira.
El
niño pasó entre unas escaleras que subían al segundo piso y un corredor que
daba a una habitación, más iluminada, que le pareció la cocina. Una sala
después (supuso que un excusado, aunque no se asomó a comprobarlo) llegó a un
salón. El niño interrumpió su carrera allí.
—Hola…
Un murmullo le recibió. La sala, con
paredes enteras, una chimenea encendida a su derecha y, al fin, algo de
mobiliario, resultaba lo más acogedor que había visto de momento.
—¿Un visitante? —oyó por primera vez la
voz, clara y afable—. Acérquese, por favor. Acérquese.
Así lo hizo. La señora estaba sentada en
la pared opuesta, cerca del centro, en un viejo sillón que debió ser rojo. El
niño, a su derecha, le susurraba al oído. A sus pies, tres niñas de unos cuatro
años, sentadas sobre una polvorienta estera ovalada y sosteniendo muñecas de
trapo con lo que parecían vestidos de novia improvisados, giraban la cabeza
para verle. Sonreían, aunque con la boca cerrada.
—Buenas tardes— chapurreó—. ¿Es usted…
hizo memoria… Aina Róg?
—La misma —sonrió, revelando para su
sorpresa una dentadura completa; hasta que comprendió que debía ser postiza—.
Venga, para que le vea.
El viajero obedeció, comprendiendo al
momento cómo, a pesar de su carácter amable y cálido de entrada, era tan temida
por sus vecinos. Llamarla anciana era un eufemismo, como decir que, en su caso,
vieja no sería un insulto. Con más arrugas que su ropa de viaje, la piel
tostada y una nariz larga con una verruga rematándole el entrecejo (detalle que
ayudaba a reforzar su estigma de bruja), Aina Róg no tendría menos de cien años
y era la viva imagen de la mortalidad, definitiva e inevitable. Tenía el pelo
largo y gris oscuro reducido a tres cortos mechones arracimados, y sus ojos
eran tan blancos que parecía ciega. Era, por si fuese poco, tan delgada como
una modelo de pasarela inglesa.
El viajero tragó saliva, que una mujer
así fuese capaz, no sólo de sobrevivir por si misma allí, sino con todos esos
niños, era la mejor prueba que había visto nunca de que existen los milagros.
—Buenas noches, señora… —se presentó
tímidamente.
—Un joven, un hombre joven y fuerte,
forastero… —comentó.
—Un forastero —rieron las niñas.
Él, involuntariamente, retrocedió en
sentido opuesto. No hubo ningún gesto ni cambio en su cara o la de los niños,
así que supuso que no les había ofendido.
—¿Y usted, Aina… cuida a todos estos niños
sola?
—Sí —asintió, levantando nuevas risas
entre las niñas.
—¿Y…
cómo se ocupa usted de…?
—Huérfanos —contestó—. De las guerras pasadas.
Otros fueron abandonados. Ellos me ayudan. Nos ayudamos entre todos.
—Por supuesto.
Bajó la vista, sintiéndose incómodo. Lo
que hacían los prejuicios; una ancianita encantadora y altruista, marginada por
un puñado de ignorantes…
—Por cierto —se aventuró a decirle Aina—.
Nosotros siempre… ofrecemos comida… y techo a los viajeros.
—¿Qué? —Sonrió, sintiéndose apurado—. No,
muchas gracias. No puedo acept…
—No puedes rechazarlo —le interrumpió, con
un aplomo impresionante—. Ya es de noche, y el único camino que pasa por este
bosque queda lejos. No puedes irte.
El viajero palideció, algo de cómo lo dijo
no le gustó….
—Te daremos una habitación… para que
puedas dormir.
Alzó la mano. El niño que le llevó hasta
allí dio un paso al frente.
—Gracias.
Un sonido lo atrajo hacia la ventana a su
lado. Desde allí se veía el granero.
—Cenaremos pronto. Deja tus cosas y
reúnete con nosotros en la cocina cuando estés listo.
—Bien…
Se oía algo siendo arrastrado sobre el
suelo limpio de hojas. Y gruñidos profundos, e inciertos. Hechos por un animal
grande, como un cerdo. O alguien con la boca tapada.
—Espero… que nuestro refugio le agrade.
—Por supuesto.
El niño salió corriendo del salón. Las
niñas volvían a mirar a Aina. Le habían dejado, de momento, a su aire. Y,
aunque no estaba seguro de si debía hacerlo, se asomó a la ventana.
La puerta del granero estaba abierta. Dos
niños arrastraban por delante un enorme saco hacia la estructura, con otros dos
imitándoles por detrás. Un quinto, más mayor, los seguía, sosteniendo con ambas
manos algo. Un palo largo.
Los pasos volvieron. El niño se asomó,
buscándole sin decir nada.
—Ya voy.
Le siguió, sin estar seguro de querer
interpretar aquella imagen.
Le llevó a las escaleras, sin pasamanos.
Dos de sus ocho peldaños estaban totalmente partidos. El cuarto se había
hundido, sin más.
La miró, esperando que bastase su
expresión desasosegada para hacerle saber que no pensaba subir. Sin embargo, el
chaval la coronó deprisa, saltando con brío los tramos que parecían peligrosos.
El viajero, incapaz de aceptar parecer cobarde frente a un niño, subió con cuidado,
procurando pisar exactamente donde él lo hizo. El suelo crujió a su paso, pero
llegó entero al segundo piso.
Viéndolo, era fácil preguntarse si aquello
había sido un hotel. Había muchas habitaciones; parecía que incluso más que las
que podía albergar una casa de ese tamaño. El niño se alejaba por la derecha,
pasando frente a una sucesión de puertas abiertas.
El viajero le siguió, otra vez despacio,
ahora para poder asomarse a las puertas. En las tres primeras de la pared
derecha vio lo mismo.
Iluminadas prodigiosamente por aquellas
velas cortas, eran simples cuartos sin armario, muebles, ni siquiera camas,
aunque con el yeso todavía en la pared y los suelos, parecía, que bien
barridos. También vio, por primera vez, que había dibujos; hojas de papel
enganchadas en las paredes. Sus únicos ocupantes eran unos pocos juguetes (de
madera o peluche) viejos, con pinta de muy usados, en los rincones y,
acurrucados en el suelo al fondo, entre tres y cinco niños. Todos interrumpían
sus corros, sus charlas y juramentos cuando le veían, devolviéndole el guante
con atención. Muchos, comprobó, pintaban; en todas las habitaciones había al
menos uno con un gastado lápiz de colores en la mano.
Su actitud le animó a reunirse cuanto
antes con su guía, detenido contra la pared izquierda. La puerta del final
debía ser la destinada a él.
—Muchas gracias —le dijo mientras pasaba
dentro, a lo que el muchacho inclinó la cabeza y sonrió.
Se asomó al cuarto, viejo, ruinoso, pero
al menos limpio. Le llamó la atención que era el primero en el que veía un
mueble: una cómoda de madera oscura con cuatro cajones largos, en la pared
frente a él. También que tenía pinta de estar atiborrado. A su izquierda,
colgaban al menos diez de aquellos dibujos.
—Eh, ¿y eso? —La señaló.
El niño dobló el cuello, mirándole como a
un tonto
—Ropa. Juguetes —dijo sin más. Ya no
sonreía.
Una vez terminada su labor, se alejó por
el pasillo en sentido contrario, deprisa, pero sin correr, haciendo eco con sus
pasos y un murmullo que le sonó a “forastero”
El viajero fue hasta la pared derecha.
Como en el resto de habitaciones, había muy poco que ver.
¿Es
que aquí duermen en el suelo?
Por lo menos, seguía siendo más acogedor y
caliente que el de fuera. No se olvidaría de darles las gracias.
Dejó caer su mochila y desplegó su saco.
Luego se sentó, sujetándose las piernas. No, no estaba nada mal.
Algo sonó, parecido a un gemido. Parecía
que fuera estaba levantándose viento.
Se puso de pie. Además de su cartera,
llevaba dinero de sobra repartido en distintos bolsillos de su mochila y su
ropa. Podía desprenderse de algo (bastante) en aquel misterioso orfanato. No en
balde, cuando pasaba suficiente tiempo en una ciudad, le gustaba solicitar un
trabajo temporal, cuando se había familiarizado con las calles y aprendido algo
del idioma.
Se acercó a la ventana, por suerte todavía
entera. Desde allí se veía también el granero. Y las ramas inmóviles de las
hayas circundantes.
La abrió, interesado en que entrase algo.
Y no era ni fresco ni aire.
Una débil luz salía de dentro, seguida del
restallido de golpes dados con algo duro. A cada uno seguía un corto grito,
cortado en seco por el siguiente. Eso y una serie de rápidas risas nerviosas.
Bajó la ventana, al son de lo que le
pareció una vieja polea chirriando. Iba a ir hacia sus cosas cuando se contuvo.
No, lo que estaba empezando a pensar no podía ser…
Necesito
estar seguro.
No tuvo ni que mirar a su alrededor. Fue
directo a la cómoda. Abrió el primer cajón.
Ropa y juguetes.
Se sorprendió, al ver la cantidad de ropa
que lo atascaba. Al empujar un poco para meterlo, vio que con el segundo pasaba
lo mismo.
Bueno,
con tantos niños es normal que necesite…
Volvió a sacar el superior, al máximo,
examinando la ropa más detenidamente. Había jerséis y suéteres. Blusas.
Pantalones vaqueros. Abrigos de distintos tipos. Todos, al menos, de la talla
treinta y seis; demasiado grande para los niños, hasta si los compartían.
Ya
me parecía…
Lo cerró, pasando al segundo cajón.
Pantalones de chándal, sudaderas; todos cuidadamente doblados y colocados…
Al profundizar en la montaña, la velocidad
de sus manos fue proporcional al cuidado que ponía en no hacer ruido, y a las
veces que miraba sobre su hombro para ver el umbral.
No había podido comprobarlo en las prendas
superiores de ambos cajones porque la mayoría eran de color oscuro. Las
siguientes prendas, más claras, tenían salpicaduras como rubíes aplastados. La
última, una sudadera deportiva de manga larga y color beige tenía un arco
rosado dibujándole una sonrisa invertida por todo el pecho.
Abajo del todo estaba el calzado, botas y
deportivas. Aunque lo habían limpiado por encima, se apreciaba en torno a las
suelas los restos pegados de tierra húmeda y hojas secas.
El viajero ocultó su descubrimiento,
poniéndose de rodillas para mirar el último cajón. Supuso que serían los juguetes.
Era, desde luego, el menos lleno. Lo que
más abultaban eran varias mochilas de distinto tipo, aplastadas y en su mayoría
de colores oscuros. Había también, dispuestos como en un mostrador, varios
teléfonos móviles, anillos, pendientes, relojes y collares. En el rincón
derecho, apilados, había varias carteras y pasaportes comunitarios.
El viajero llenó sus pulmones, cerrando el
cajón. Una voz rebotó por los pasillos, metiéndose en las numerosas
habitaciones.
—Niños, a cenar… —le pareció reconocer a
Aina.
Una batería de pies levantándose cortas
carreras y risas le demostró que habían dejado el piso superior para él solo.
Perfecto. Sólo esperaba que su guía u otro chaval no se pasasen para avisarle.
Se levantó, haciendo una última pero
significativa pausa. Acababa de ver los dibujos de la pared.
Su tema era bastante recurrente: una serie
de figuras de pie, la mayoría hechas con palos con un circulo por cabeza; otras
más antropomórficas, en grupo, sonriendo. Habían tenido el detalle de pintarles
burdos ojos y narices; a veces también orejas y pelo. Lo que tenían siempre era
boca; una larga sonrisa dibujada en intenso rojo.
En algunos, además, había figuras
postradas frente a los grupos de pie, más pequeños. Estas no sonreían. La
mayoría ni siquiera tenía ojos ni otros rasgos. Aunque un par tenían borrones
rojos, hechos trazando varios círculos sucesivos con el lápiz, en torno al
cuello y bajo los brazos.
Volvió a enrollar el saco de dormir y a
afianzarlo sobre la mochila. Sólo se entretuvo para abrir uno de sus bolsillos
laterales y sacar una linterna tubular mediana, su seguro por si se quedaba
colgado en algún sitio de noche.
Con la luz apagada en la mano y sus cosas a
la espalda, salió al pasillo. Iba casi de puntillas, seguro de que, de todos
modos, el suelo crujiría o uno de los sonrientes rostros infantiles le
interceptaría en cualquier momento, asomándose por alguna de las puertas. Pero
no, consiguió llegar a las escaleras y bajarlas bastante rápido; olvidando por
completo sus temores previos. Si un peldaño se hundía bajo su pie y caía,
estaba seguro de que el menor de sus problemas sería una pierna rota.
Miró hacia el salón; parecía vacío, como
el exterior. Sí había actividad en la cocina, aunque era demasiado pequeña para
tanta gente. ¿Harían turnos para comer? Sí, debían hacerlos. ¿Pero dónde
estarían los niños sobrantes? ¿Fuera, vigilando?
—Vamos, venid –oía la voz dulce de Aina,
animándoles a comer.
Se asomó a la cocina, sin atreverse a pasar
aún por delante. Se veía el pico de una mesa, con una enorme olla de acero
encima. La anciana, de pie, sacaba de ella una cazoleta con cuidado. Los niños
prescindían de la fila tradicional; mientras la extraía, uno aparecía por
detrás, rodeando la mesa y, después de sorber su contenido directamente,
completaba la vuelta, dejando sitio al siguiente.
Los niños ponían las manos en torno a la
boca, para no perder ni una gota de ¿sopa? El viajero se preguntó de qué sería;
no había ningún olor en el aire, ni parecía caliente. Al menos, no humeaba.
Al infierno, no quería saberlo, y de
momento, tenía vía libre. Sin dejar de mirarlos, cruzó el pasillo, rápido y de
puntillas.
El comensal servido en ese momento, una
niña de unos seis años, bajita, rolliza y de ancha cara cuadrada, iba a irse
cuando le vio. Bajó un momento las manos, obsequiándole una sonrisa.
El viajero quedó petrificado; consciente
más que nunca de que debía salir de allí. Pero no podía moverse, dejar de
mirarla.
En torno a los dientes blancos se había
dibujado una sonrisa de payaso; una amplia mancha roja que recogió con el
pálido índice derecho para chuparlo ávidamente después. Así quedó completamente
limpia.
Libre ya de la hipnótica escena, llegó
hasta la entrada.
—¡Joven! —le llamó entonces Aina.
—¡Joven! —Las voces de los niños repetían
la llamada, como cachorros al oír aullar a su madre.
Frenó, sintiendo que el suelo de madera se
astillaba bajo sus zapatillas.
—¿Dónde va? —la oyó preguntarle—. Ya es de
noche, y ahora vamos a cenar.
—Lo siento —aseguró, gritando lo más que
pudo; consiguiendo cambiar su horrible acento—. Agradezco mucho su
hospitalidad, pero… tengo que irme.
Salió al exterior.
—¡Joven!
—¡Joveeeee….!
Como esperaba, fuera no quedaba nadie.
Basándose en la disposición de las hogueras, dedujo por donde había llegado;
creía incluso ver el hueco exacto entre los árboles.
Se lanzó corriendo de vuelta al bosque,
con el eco de los gritos llamándole detrás.
El viajero encendió la linterna, una
frenética luciérnaga saltando de un haya a otra. Miró atrás durante los
primeros veinte metros, viendo la granja convertirse poco a poco en una mancha
anaranjada entre los árboles; ahora que la noche dejaba al fuego brillar con
toda su fuerza.
Esperaba oírlos de un momento a otro, los
pasos aplastando la hojarasca, quizás persiguiéndole con antorchas. De momento,
nadie había salido siquiera a ver por donde había ido.
Volvió a centrarse delante. Aquel bosque,
lejos del pueblo y de la civilización, era una prueba de la oscuridad de la noche.
La luz de su linterna era insignificante; fuera de su aura la negrura era
total. Sobre él, las estrellas parecían tan lejanas, motas de polvo ensartadas
en los afilados dedos de las hayas.
Intentó trazar su ruta, de vuelta a la
senda del ocaso. Lo habían desviado hacia la izquierda, al oeste, así que
siguiendo en línea recta… No, era mejor girar a su izquierda, volviendo al
norte, y no parar. De un modo u otro, saldría del bosque.
El hayedo estaba en silencio, casi tan
dormido como esa tarde. Nervioso, apagó la luz y se detuvo para mirar atrás.
Nadie le seguía, ninguna luz en la distancia se acercaba…
—¡Idiota! —se maldijo.
Encendió otra vez la linterna,
apuradamente, volviendo a su posición inicial. Todo allí era igual para él; su
única brújula era la dirección que había deducido. Si daba un mal paso, se
desviaba y se desorientaba, vagaría por el bosque hasta la mañana siguiente… o
hasta volver a la granja. O dar con alguno de sus ocupantes.
El viajero levantó su luz, corriendo sin
parar, sorteando los árboles. Al fondo, sólo la noche. Y más árboles.
¡Dios, ¿es que esto no se acaba nunca?!
Tenía dos ventajas: no podía perderse si
ya estaba perdido. Y, sabiendo la dirección de la salida, aunque los arboles le
retrasasen, acabaría llegando.
Quiso llorar, pero en vez de eso tomó aire
y siguió corriendo. Los árboles parecían cada vez más solitarios, más aislados,
rodeados sólo de oscuridad frente a él…
De pronto, acabaron. Él se detuvo, haciendo
otro alto para respirar, doblándose sobre sus rodillas y jadeando. Sudaba, tenía
frío… y había salido del bosque.
Miró a su alrededor. Algunas hojas secas
arrastradas por una ligera y repentina brisa y tierra yerma. Miró a su
izquierda, detectando una zona deprimida, excavada por el tránsito. La
prolongación de la senda del ocaso.
Ya
está, se dijo, sonriente. Lo he hecho.
Mientras volvía hacia ella, no pudo evitar
sentirse un poco estúpido. Aquella pobre anciana con todos esos huérfanos;
después de ofrecerle ayuda, había huido así…
Se relajó. No se oía nada, hojas
crujiendo, narices respirando. Sólo la misma sensación, no de ser perseguido
sino observado.
Sólo quería salir de dudas. Apuntó la
linterna a la arboleda.
Fue apenas un segundo, un fogonazo;
suficiente para ver. Allí estaban, congregados en los espacios entre árboles y
algunos (parecía; no lo comprobó) acurrucados en los estrechos huecos de las
ramas. Todos igual de pálidos, enseñándole los dientes, sin moverse. Sólo
sonreían.
Sus dentaduras no eran blancas; estaban
sucias de rojo.
Cuando captó una risita y la luz los dejó
atrás, el viajero continuó su camino. Ya no paró hasta llegar a la senda del
ocaso y reemprenderla, dejando el bosque y a sus moradores definitivamente
atrás.
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