domingo, 5 de marzo de 2017

GRITOS DESDE ABAJO – PARTE 1

Esa noche pasaba algo en las ruinas, como se había pasado viendo toda la semana pasada.
     Era domingo tarde, casi de noche, cuando se dio cuenta. Sergio Medel necesitaba hacer ejercicio, después de pasarse toda la tarde en casa de su compañera Sheila, recopilando información para un trabajo. Por eso fue hasta el límite del pueblo en bicicleta, una duradera mountain bike que no le había fallado hasta ese día: cuando tocaba volver, se le pinchó una rueda.
     —Muy bien, ¿ahora nos vas a decir a qué hemos venido? —quiso saber Aitor, mirando su reloj.
     —Sh. —Sergio, por delante de ellos, con un pie fuera de la carretera, insistió en que estuviesen callados.
     Su amigo rebufó; Sergio sabía que les pedía mucho a cambio de casi nada.
     —Si al menos nos dijeses para qué…
     Aunque Héctor se hacía el indiferente, Sergio sabía que estaba más disgustado que Aitor. Álex daba una fiesta esa noche y, si acababan deprisa, podría presentarse. Y Sergio ni siquiera estaba seguro de lo que buscaba.
     Él también comprobó su reloj. Las seis y media y ya era casi completamente de noche; sólo unas ultimas manchas naranjas chorreaban sobre el horizonte. La carretera salía de la población principal, cruzando un amplio descampado hacia Luzdecielo, una urbanización. El tramo donde habían parado estaba lo bastante lejos de las dos farolas más cercanas, en sus respectivas aceras, para que no se les pudiese ver.
     Como esa tarde, hacía cinco días, Sergio había llegado hasta donde la oscuridad se volvía total, con la diferencia de que ahora iba acompañado. El silencio total de esas horas le ayudó a oírlo.
     —Espero —empezó Aitor—, que esto no sea por el hospital. ¿No estarás pensando ir allí y volver, eh?   Ya somos mayorcitos para…
     —Nh, nh —negó Sergio sin hablar.
     Héctor se cruzó de brazos.
     Sergio sospechaba dónde era, pero no estaba tan loco como para ir allí solo de noche. De su círculo de compañeros y amistades, Aitor y Héctor eran de los pocos con los que, además de haber tenido buena relación en el instituto, había coincidido en la carrera. Uno era más racional y antisocial; el otro se creía capaz de comerse el mundo pero les gustaban los misterios y, lo mejor de todo, tenían, como él, bicicleta; la única forma segura de llegar al sitio.
     Héctor bostezó ruidosamente.
     —¡Calla! —le espetó Sergio con rudeza.
      Se ganó una risa de sus amigos y sabía por qué: estando como estaba tan concentrado, debían creer que el sonido le había asustado, cosa fácil siendo ese un terreno maldito. 
      Tanto silencio era, en realidad, innecesario. Desde que llegaron allí sólo habían pasado dos coches, hacía casi media hora. Hacía demasiado frío para los grillos y otros insectos, que se mantenían lejos del erial de hierba y piedras de casi cincuenta metros que había antes del muro.
      —¿Esto no será porque crees en fantasmas, verdad? Porque crees que aquí vamos a oír a María García Norato ponerse a gri…
      —No —volvió a negar con insistencia, sin dar nuevos detalles.
      Héctor apretó los labios, al borde de la rabieta.
      Claro que no. Todos conocían esa historia, y lo que le pasó a Sergio no era tan simple.
      Pero, ¿Cuándo fue? Se acercó un par de veces más, el miércoles y el jueves, para comprobarlo, y volvió a pasar, aunque entonces no comprobó la hora. Había elegido ese día porque tenía compañía. Pero…
      Miró su reloj. Ya llevaban media hora. Miró al cielo, cada vez más oscuro.
      —Escuchadme —anunció, resignado—, seguimos un poco más; sólo un poco. Si no, nos vamos…
      —¡Hombre, por fin! —exclamó Héctor, dándose la vuelta.
      Sergio abrió mucho los ojos. Su corazón se aceleró, provocándole una punzada.
      —Por fin —dijo Aitor—, el tío vuelv…
      —¡Sssssh!
      Sergio consiguió callarlos, y esta vez ninguno de los dos replicó. Habían dejado de reírse.
      Había empezado. Su memoria se trasladó al domingo noche de la semana pasada.
      Sergio agarró su bicicleta por el manillar y la levantó del suelo.
      —Vamos —les animó.
      —¿Estás seguro? —preguntó Aitor, dudando—. Oye, ¿tú sabes lo que es…?
      —¿No querrás dejarlas aquí, verdad?
      Sus amigos dudaron; la idea de quedarse allí no era tan mala como acercarse, sobre todo ahora que también lo oían. Ver a Sergio avanzar en completa oscuridad, haciendo crujir la hierba mientras la bici traqueteaba les animó; no tanto por miedo a parecer cobardes como a quedarse solos.
      Ese domingo Sergio gemía; le dolían los brazos de cargarla, intentando minimizar el peso sobre la rueda trasera deshinchada. Tenía un kit de recambio, en su casa, a casi tres kilómetros…
      Se paró a respirar, entonces se dio cuenta. Sin mover un músculo y con ojos y boca abiertos, conteniendo la respiración, lo buscó, a su izquierda.
      La silueta oscura del muro se alzaba frente a ellos.
      —¿No irás a meterte, verdad? —preguntó Héctor, ya sin atisbos de su anterior orgullo—. Allí, sin luz…
     Sergio se había parado, soltando la bici y dejándola caer; sus amigos le alcanzaron e imitaron. Dejarlas así allí, sin asideros, sin vigilancia. Daba igual. Ni Aitor ni Héctor pensaban que nadie pudiese verlas, ni mucho menos meterse hasta allí a ciegas para llevárselas.
     Sergio se había movido casi tres metros a su derecha, donde había una brecha en la muralla de ladrillo, todavía coronada por los postes oxidados que sobresalían de su interior.
     La primera vez lo pensó, pero no se atrevió a comprobarlo. En vez de eso, se alejó corriendo con la bici hasta que la carretera volvía a ser una cuesta, oyéndolos perderse en la distancia hasta desaparecer.
     Ya no había dudas. De dentro del hospital abandonado salían gritos, que, como una manivela vieja, sonaban más alto con cada giro.
     El cabecilla se descolgó la mochila del hombro; era hora de que sus amigos supiesen para qué la había llevado.   
     —Mirad.
     Sacó la primera linterna de tubo, pequeña, y se la pasó a Héctor. Le dio la segunda a Aitor y, ya equipado él mismo, pasó por el hueco del muro.
     —¿Pero qué es lo que quieres? —preguntó Aitor, como si no fuese evidente.
     Héctor se asomó, viendo el haz de luz empequeñecer de camino al edificio central. Con un gemido, saltó tras su amigo.
     —Héctor, ¿estás chalado? —Aitor se asomó al hueco con la linterna bajo el pecho, iluminándole la cara—. ¡Eh, no me dejéis…!
     Miró a derecha e izquierda. Si quería irse debía ser ahora, aunque sus amigos luego se lo reprocharan.
     —Joder, no me lo creo…
     Dos minutos después, los tres estaban frente a la fachada del edificio abandonado. Lo que fue en su tiempo un hospital constaba de una torre cuadrada de seis plantas en el centro, con dos extensiones laterales de cinco pisos. El enyesado beige estaba agrietado y desprendido en varias partes, los nidos de avión se acumulaban bajo los alerones como racimos de acné y, aunque debía tener como mínimo treinta ventanas, ninguna tenía cristal, lo que facilitaba a los gritos salir.
     Sergio no pudo quitarse de la cabeza lo que le pasó ese domingo, sobre todo porque se convirtió en una visita nocturna esa semana, borrando las imágenes de los sueños hasta que sólo quedó la pesadilla para despertarle.
     Miró atrás, comprobando que seguían con él.
     —Venga, adentro. —Se dirigió a la entrada.
     No hubo pasos tras él.
     —¿Estás de coña? —protestó Héctor—. A saber lo que hay ahí, y qué es eso. Podría derrumbarse.
     —Quiero saberlo. —Sergio movió el brazo, su luz recorrió la pared ruinosa.
     —Oye, si pasa algo ahí —razonó Aitor—, lo que hay que hacer es llamar a la poli…
     Sergio se rio, ganándose malas miradas.
     —¿A vosotros os parece de una persona? —replicó—. ¿Una voz?
     No. Era algo animal, como un bebé quejándose, como un gato llorando, pero que no podían identificar. Y eso lo hacía peor
     —Será algún bicho —le dio la razón Aitor, ansioso por irse.
     —Quiero comprobarlo —insistió Sergio—. ¿Venís?
     Tras su primera experiencia, a Sergio se le ocurrió documentarse un poco. En Internet no decían mucho sobre el edificio, cosa de esperar de un trozo pequeño de una población que había crecido sobre su propio pasado.
     Una cosa vieja…
     Se propuso demostrar que no eran imaginaciones suyas. Tenía la ventaja de llevar allí, como su familia, toda la vida. Empezó preguntándole a su padre.
     —¿Qué sabes del hospital abandonado que hay por Luzdecielo?
     Antonio arrugó el entrecejo y se rascó lo coronilla, la parte más despoblada de su cabeza gris.
     —¿Por qué lo preguntas?
     —No sé… —Sergio se encogió de hombros, mientras intentaba sacarse una excusa de la manga—. Es que he pasado muchas veces por allí y…
     El hombre asintió.
     —Bueno, era un hospital. Estuvo funcionando hasta que yo era pequeño.
     —¿Te atendieron allí alguna vez?
     —No, no llegué —aseguró, parecía que aliviado—. Y me alegro. Antes fue una cárcel.
     Sergio separó al máximo sus párpados.
     —¿Una cárcel?
     —Sí, durante la guerra. Metían a la gente allí y… —No acabó la frase—. Cuando yo —agitó la mano derecha hacia los lados—, era un poco más joven que tú, a mis amigos y a mí nos gustaba acercarnos, aunque nunca pasábamos del muro.
     —¿Por qué? —Sergio estaba más interesado por momentos.
     —Porque nos daba miedo —admitió—. Decían… Algunos decían que estaba encantado, que por las noches se oían los gritos de los antiguos presos.
     Antonio negó, sin haberse dado cuenta de la expresión adoptada por su hijo.
     —Claro que, la verdad, lo que nos daba miedo era que se nos cayese encima, al menos al principio —añadió—. Nuestros padres nos decían que no nos acercáramos por eso. Y luego por…
     —¿Sí? —Sergio se inclinó, interesado.
      —Pues que empezó a frecuentarlo mala gente. Ya sabes, drogadictos y tal. Y cuando pasó lo de María García  Norato, ya, directamente, nos lo prohibieron.
      Sergio asintió. Él, como todos, conocía ese equivalente local del hombre del saco.
      La chica tenía diecisiete años cuando pasó y por lo visto era una belleza: piel morena, ojos verdes, pelo largo y castaño. Una tarde fue andando a ver a una amiga que vivía en Luzdecielo y no llegó. Desapareció.
      Fue encontrada esa misma noche por un coche que pasaba, vagando medio desnuda por el campo frente al muro, en estado de shock, incapaz de decir palabra. El conductor que la vio primero y los médicos y el periódico después, relatarían que iba casi desnuda, apenas cubierta por los restos arrancados de su ropa, y que tenía marcas de arañazos y golpes. Que no llevase nada de ropa interior cuando fue encontrada no dejaba imaginar mucho sobre lo que le pasó.
      Lógicamente, el viejo refugio de drogadictos fue lo primero que se registró y, en efecto, encontraron la ropa destrozada de María junto a otros restos de presencia reciente, como jeringuillas, colillas pisadas y olor fresco a orina, pero del responsable y otros ocupas, ni rastro.
      —Eso sí, si quieres saber más —recomendó Antonio, sonriendo—, deberías ir a ver al abuelo. Así, de paso, le das una alegría.

La recepción, enorme, conservaba el mostrador y buena parte del mobiliario. El suelo estaba cubierto de pequeñas baldosas blancas y negras sin brillo; del techo colgaban lámparas sin bombillas. Los asientos estaban desgarrados, dejando caer lo poco que les quedaba de relleno. Más que destripados por animales, sería más correcto decir que se habían podrido.
     El eco de otro grito retumbó en la sala.
     —¿Hola? —gritó Sergio.
     Esta vez fueron sus acompañantes los que le chistaron. Él avanzó, buscando el origen. Los haces de las otras dos linternas le seguían de cerca.
     —¿De dónde viene? —preguntó Aitor—. Esto es muy grande.
     Aitor había llegado a una intersección, pasada la sala de espera. Al fondo había una puerta doble, a derecha e izquierda se llegaba a las escaleras, que sólo subían. A su izquierda había una puerta vieja de madera con pinta sólida; a la derecha del ascensor, junto a un viejo tablón con la distribución de las plantas.
     Sergio lo iluminó, intentando entender algo de los arañados nombres.
     —¿Sabéis de lo que me acuerdo? —Héctor volvió a reír, por primera vez desde que entraron—. Al programa ese, Cazadores de fantasmas
     —No es mi estilo —replicó Aitor, todavía en el hall.
     —¿Sabes? —Héctor siguió riéndose, mientras alcanzaba a Sergio—. Si de verdad aquí hay algo raro… podríamos llamarles, y salir en el programa.
     Aitor suspiró, avanzando, al darse cuenta que se arriesgaba a quedarse atrás.
     —No creo que se vengan tan lejos. Seguro que en Estados Unidos, o Reino Unido, o donde sea, ya tienen casas encantadas para aburrir.
     —Pues a Iker Jiménez, que es lo mismo pero de aquí…
     El sonido volvió a, más parecido a un chirrido que antes, cruzando los corredores en todas direcciones. Los jóvenes se callaron.
     Sergio movió a la izquierda su linterna. La luz se paró sobre la puerta, que daba a otras escaleras, las que bajaban a las celdas. Como dijo el abuelo Arsenio.

—Hola, abuelo.
     —¿Sergio?—Arsenio, de setenta y ocho años, dio un respingo en el sillón de la sala de visitas—. ¡Ah, hola!
     Una sonrisa arrugó la cara del anciano, con su grueso bigote amenazando con tragarse sus dientes. Sergio se agachó y le besó.
     —Qué, abuelo, ¿te siguen tratando bien?
     —Sí. —Se arrebujó en su asiento, riendo con picardía—. Preferiría tener una tele para mí solo, pero… —Miró al rincón, donde varias señoras veían una telenovela.
     Arsenio residía desde hacía tres años en una residencia privada a las faldas de un monte; un sitio precioso pero al que costaba llegar, motivo por el que Sergio iba a verle las pocas veces que uno de sus padres le prestaba un coche. En ese caso, el martes.
     —Y las enfermeras, ¿cómo se portan?
     La risa que sacudió a Arsenio supuso una respuesta en sí misma.
     —Verás, me gustaría… —Sergio entrelazó las manos—. Que me dijeras si sabes algo de un tema.
     —Pregunta. —Arsenio se irguió, vigorizado ante la idea de resultar útil.
     —Es sobre el hospital abandonado que hay cerca de Luzdecielo —dijo—. Querría saber lo que sabes.
     —Ah, sí. —Arsenio arrugó la frente, concentrándose.
     —Papá me ha dicho que, antes de hospital, fue una cárcel.
     Su abuelo se rio.
     —Al contrario. Eso ya era un hospital antes de la guerra, cuando yo era pequeño. Bueno, la verdad es que de antes de que naciese.
     —Vaya. —Sergio parpadeó—. ¿Tan antiguo es?
     Arsenio cerró los ojos y asintió.
     —Ni yo sé de cuándo —aseguró—. Estuvo funcionando también durante la guerra. Los republicanos usaban la parte de arriba como siempre, sólo que, como tenía celdas, metían ahí a sus presos.
     —¿Celdas?
     —Luego, cuando ganó Franco, metieron a todos los rojos allí —continuó—. Los metían allí abajo, encerrados, antes de sacarlos a pegarles un tiro frente al muro.
     —¿Celdas? —repitió Sergio.
     —Sí. Estaban… o siguen en el sótano, si el sitio no se ha derrumbado —y añadió—: Allí es donde metían a los que estaban locos.
     Arsenio volvió a reír, aunque esta vez su nieto detectó una nota de amargura.
     —Así era antes. Cuando empezabas a chochear, en vez de en una de estas, te metían ahí abajo hasta que morías. —Suspiró—. Y la verdad, no solían tardar mucho.
     —¿Estuviste alguna vez allí?
     —No —admitió Arsenio, negándolo.
     —Entonces… —Sergio sonrió—, ¿cómo sabes que era verdad? ¿No sería una histo…?
     —¿Para asustarnos? —Arsenio negó—. No, eso era verdad. Lo sé porque los oía. Los gritos.
     Sergio asintió, intentando disimular que estaba dejando de sonreír.
     —Allí no había ventanas, pero desde la recepción se les oía gritar. Había una puerta enorme, siempre cerrada, pero los oías desde que llegabas hasta que salías.
     Arsenio suspiró.
     —Pobres desgraciados. Todos decían que si te metían allí, no salías. —Levantó los ojos hacia su nieto—. Entonces a los locos no los trataban como ahora, ¿sabes? No querías ni pensar en lo que podían hacerte ahí abajo.
     Se rascó la frente.
     —De pequeño, tu padre y sus amigos se acercaban muchas veces, y no sólo de chicos, sino cuando ya tenían unos años —aseguró—. Decían… que, a veces, allí, se oían como gritos por la noche. Y, luego, con lo de la chica esa…

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