GRITOS DESDE ABAJO – PARTE 1
Esa noche pasaba algo en las ruinas, como se había pasado viendo toda la semana pasada.
Era domingo tarde, casi de noche, cuando
se dio cuenta. Sergio Medel necesitaba hacer ejercicio, después de pasarse toda
la tarde en casa de su compañera Sheila, recopilando información para un
trabajo. Por eso fue hasta el límite del pueblo en bicicleta, una duradera mountain bike que no le había fallado
hasta ese día: cuando tocaba volver, se le pinchó una rueda.
—Muy bien, ¿ahora nos vas a decir a qué
hemos venido? —quiso saber Aitor, mirando su reloj.
—Sh. —Sergio, por delante de ellos, con un
pie fuera de la carretera, insistió en que estuviesen callados.
Su amigo rebufó; Sergio sabía que les
pedía mucho a cambio de casi nada.
—Si al menos nos dijeses para qué…
Aunque Héctor se hacía el indiferente,
Sergio sabía que estaba más disgustado que Aitor. Álex daba una fiesta esa
noche y, si acababan deprisa, podría presentarse. Y Sergio ni siquiera estaba
seguro de lo que buscaba.
Él también comprobó su reloj. Las seis y
media y ya era casi completamente de noche; sólo unas ultimas manchas naranjas
chorreaban sobre el horizonte. La carretera salía de la población principal,
cruzando un amplio descampado hacia Luzdecielo, una urbanización. El tramo
donde habían parado estaba lo bastante lejos de las dos farolas más cercanas,
en sus respectivas aceras, para que no se les pudiese ver.
Como esa tarde, hacía cinco días, Sergio
había llegado hasta donde la oscuridad se volvía total, con la diferencia de
que ahora iba acompañado. El silencio total de esas horas le ayudó a oírlo.
—Espero —empezó Aitor—, que esto no sea
por el hospital. ¿No estarás pensando ir allí y volver, eh? Ya somos mayorcitos para…
—Nh, nh —negó Sergio sin hablar.
Héctor se cruzó de brazos.
Sergio sospechaba dónde era, pero no
estaba tan loco como para ir allí solo de noche. De su círculo de compañeros y
amistades, Aitor y Héctor eran de los pocos con los que, además de haber tenido
buena relación en el instituto, había coincidido en la carrera. Uno era más
racional y antisocial; el otro se creía capaz de comerse el mundo pero les
gustaban los misterios y, lo mejor de todo, tenían, como él, bicicleta; la
única forma segura de llegar al sitio.
Héctor bostezó ruidosamente.
—¡Calla! —le espetó Sergio con rudeza.
Se ganó una risa de sus amigos y sabía
por qué: estando como estaba tan concentrado, debían creer que el sonido le
había asustado, cosa fácil siendo ese un terreno maldito.
Tanto silencio era, en realidad,
innecesario. Desde que llegaron allí sólo habían pasado dos coches, hacía casi
media hora. Hacía demasiado frío para los grillos y otros insectos, que se
mantenían lejos del erial de hierba y piedras de casi cincuenta metros que
había antes del muro.
—¿Esto no será porque crees en fantasmas,
verdad? Porque crees que aquí vamos a oír a María García Norato ponerse a gri…
—No —volvió a negar con insistencia, sin
dar nuevos detalles.
Héctor apretó los labios, al borde de la
rabieta.
Claro que no. Todos conocían esa
historia, y lo que le pasó a Sergio no era tan simple.
Pero, ¿Cuándo fue? Se acercó un par de
veces más, el miércoles y el jueves, para comprobarlo, y volvió a pasar, aunque
entonces no comprobó la hora. Había elegido ese día porque tenía compañía.
Pero…
Miró su reloj. Ya llevaban media hora.
Miró al cielo, cada vez más oscuro.
—Escuchadme —anunció, resignado—,
seguimos un poco más; sólo un poco. Si no, nos vamos…
—¡Hombre, por fin! —exclamó Héctor,
dándose la vuelta.
Sergio abrió mucho los ojos. Su corazón se aceleró, provocándole una
punzada.
—Por fin —dijo Aitor—, el tío vuelv…
—¡Sssssh!
Sergio consiguió callarlos, y esta vez
ninguno de los dos replicó. Habían dejado de reírse.
Había empezado. Su memoria se trasladó al
domingo noche de la semana pasada.
Sergio agarró su bicicleta por el
manillar y la levantó del suelo.
—Vamos —les animó.
—¿Estás seguro? —preguntó Aitor,
dudando—. Oye, ¿tú sabes lo que es…?
—¿No querrás dejarlas aquí, verdad?
Sus amigos dudaron; la idea de quedarse
allí no era tan mala como acercarse, sobre todo ahora que también lo oían. Ver
a Sergio avanzar en completa oscuridad, haciendo crujir la hierba mientras la
bici traqueteaba les animó; no tanto por miedo a parecer cobardes como a
quedarse solos.
Ese domingo Sergio gemía; le dolían los
brazos de cargarla, intentando minimizar el peso sobre la rueda trasera
deshinchada. Tenía un kit de recambio, en su casa, a casi tres kilómetros…
Se paró a respirar, entonces se dio
cuenta. Sin mover un músculo y con ojos y boca abiertos, conteniendo la
respiración, lo buscó, a su izquierda.
La silueta oscura del muro se alzaba
frente a ellos.
—¿No irás a meterte, verdad? —preguntó
Héctor, ya sin atisbos de su anterior orgullo—. Allí, sin luz…
Sergio se había parado, soltando la bici y
dejándola caer; sus amigos le alcanzaron e imitaron. Dejarlas así allí, sin
asideros, sin vigilancia. Daba igual. Ni Aitor ni Héctor pensaban que nadie
pudiese verlas, ni mucho menos meterse hasta allí a ciegas para llevárselas.
Sergio se había movido casi tres metros a
su derecha, donde había una brecha en la muralla de ladrillo, todavía coronada
por los postes oxidados que sobresalían de su interior.
La primera vez lo pensó, pero no se
atrevió a comprobarlo. En vez de eso, se alejó corriendo con la bici hasta que
la carretera volvía a ser una cuesta, oyéndolos perderse en la distancia hasta
desaparecer.
Ya no había dudas. De dentro del hospital
abandonado salían gritos, que, como una manivela vieja, sonaban más alto con
cada giro.
El cabecilla se descolgó la mochila del
hombro; era hora de que sus amigos supiesen para qué la había llevado.
—Mirad.
Sacó la primera linterna de tubo, pequeña,
y se la pasó a Héctor. Le dio la segunda a Aitor y, ya equipado él mismo, pasó
por el hueco del muro.
—¿Pero qué es lo que quieres? —preguntó
Aitor, como si no fuese evidente.
Héctor se asomó, viendo el haz de luz
empequeñecer de camino al edificio central. Con un gemido, saltó tras su amigo.
—Héctor, ¿estás chalado? —Aitor se asomó
al hueco con la linterna bajo el pecho, iluminándole la cara—. ¡Eh, no me
dejéis…!
Miró a derecha e izquierda. Si quería irse
debía ser ahora, aunque sus amigos luego se lo reprocharan.
—Joder, no me lo creo…
Dos minutos después, los tres estaban
frente a la fachada del edificio abandonado. Lo que fue en su tiempo un
hospital constaba de una torre cuadrada de seis plantas en el centro, con dos
extensiones laterales de cinco pisos. El enyesado beige estaba agrietado y
desprendido en varias partes, los nidos de avión se acumulaban bajo los
alerones como racimos de acné y, aunque debía tener como mínimo treinta
ventanas, ninguna tenía cristal, lo que facilitaba a los gritos salir.
Sergio no pudo quitarse de la cabeza lo
que le pasó ese domingo, sobre todo porque se convirtió en una visita nocturna
esa semana, borrando las imágenes de los sueños hasta que sólo quedó la
pesadilla para despertarle.
Miró atrás, comprobando que seguían con
él.
—Venga, adentro. —Se dirigió a la entrada.
No hubo pasos tras él.
—¿Estás de coña? —protestó Héctor—. A
saber lo que hay ahí, y qué es eso. Podría derrumbarse.
—Quiero saberlo. —Sergio movió el brazo,
su luz recorrió la pared ruinosa.
—Oye, si pasa algo ahí —razonó Aitor—, lo
que hay que hacer es llamar a la poli…
Sergio se rio, ganándose malas miradas.
—¿A vosotros os parece de una persona?
—replicó—. ¿Una voz?
No. Era algo animal, como un bebé
quejándose, como un gato llorando, pero que no podían identificar. Y eso lo
hacía peor
—Será algún bicho —le dio la razón Aitor,
ansioso por irse.
—Quiero comprobarlo —insistió Sergio—.
¿Venís?
Tras su primera experiencia, a Sergio se
le ocurrió documentarse un poco. En Internet no decían mucho sobre el edificio,
cosa de esperar de un trozo pequeño de una población que había crecido sobre su
propio pasado.
Una cosa
vieja…
Se propuso demostrar que no eran
imaginaciones suyas. Tenía la ventaja de llevar allí, como su familia, toda la
vida. Empezó preguntándole a su padre.
—¿Qué sabes del hospital abandonado que
hay por Luzdecielo?
Antonio arrugó el entrecejo y se rascó lo
coronilla, la parte más despoblada de su cabeza gris.
—¿Por qué lo preguntas?
—No sé… —Sergio se encogió de hombros, mientras
intentaba sacarse una excusa de la manga—. Es que he pasado muchas veces por
allí y…
El
hombre asintió.
—Bueno, era un hospital. Estuvo
funcionando hasta que yo era pequeño.
—¿Te atendieron allí alguna vez?
—No, no llegué —aseguró, parecía que aliviado—.
Y me alegro. Antes fue una cárcel.
Sergio separó al máximo sus párpados.
—¿Una cárcel?
—Sí, durante la guerra. Metían a la gente
allí y… —No acabó la frase—. Cuando yo —agitó la mano derecha hacia los lados—,
era un poco más joven que tú, a mis amigos y a mí nos gustaba acercarnos,
aunque nunca pasábamos del muro.
—¿Por qué? —Sergio estaba más interesado
por momentos.
—Porque nos daba miedo —admitió—. Decían…
Algunos decían que estaba encantado, que por las noches se oían los gritos de
los antiguos presos.
Antonio negó, sin haberse dado cuenta de
la expresión adoptada por su hijo.
—Claro que, la verdad, lo que nos daba
miedo era que se nos cayese encima, al menos al principio —añadió—. Nuestros
padres nos decían que no nos acercáramos por eso. Y luego por…
—¿Sí? —Sergio se inclinó, interesado.
—Pues que empezó a frecuentarlo mala
gente. Ya sabes, drogadictos y tal. Y cuando pasó lo de María García Norato, ya, directamente, nos lo prohibieron.
Sergio asintió. Él, como todos, conocía
ese equivalente local del hombre del saco.
La chica tenía diecisiete años cuando
pasó y por lo visto era una belleza: piel morena, ojos verdes, pelo largo y
castaño. Una tarde fue andando a ver a una amiga que vivía en Luzdecielo y no
llegó. Desapareció.
Fue encontrada esa misma noche por un
coche que pasaba, vagando medio desnuda por el campo frente al muro, en estado
de shock, incapaz de decir palabra. El conductor que la vio primero y los
médicos y el periódico después, relatarían que iba casi desnuda, apenas
cubierta por los restos arrancados de su ropa, y que tenía marcas de arañazos y
golpes. Que no llevase nada de ropa interior cuando fue encontrada no dejaba
imaginar mucho sobre lo que le pasó.
Lógicamente, el viejo refugio de
drogadictos fue lo primero que se registró y, en efecto, encontraron la ropa
destrozada de María junto a otros restos de presencia reciente, como
jeringuillas, colillas pisadas y olor fresco a orina, pero del responsable y
otros ocupas, ni rastro.
—Eso sí, si quieres saber más —recomendó
Antonio, sonriendo—, deberías ir a ver al abuelo. Así, de paso, le das una
alegría.
La recepción,
enorme, conservaba el mostrador y buena parte del mobiliario. El suelo estaba
cubierto de pequeñas baldosas blancas y negras sin brillo; del techo colgaban
lámparas sin bombillas. Los asientos estaban desgarrados, dejando caer lo poco
que les quedaba de relleno. Más que destripados por animales, sería más
correcto decir que se habían podrido.
El eco de otro grito retumbó en la sala.
—¿Hola? —gritó Sergio.
Esta vez fueron sus acompañantes los que
le chistaron. Él avanzó, buscando el origen. Los haces de las otras dos
linternas le seguían de cerca.
—¿De dónde viene? —preguntó Aitor—. Esto
es muy grande.
Aitor había llegado a una intersección,
pasada la sala de espera. Al fondo había una puerta doble, a derecha e
izquierda se llegaba a las escaleras, que sólo subían. A su izquierda había una
puerta vieja de madera con pinta sólida; a la derecha del ascensor, junto a un
viejo tablón con la distribución de las plantas.
Sergio lo iluminó, intentando entender
algo de los arañados nombres.
—¿Sabéis de lo que me acuerdo? —Héctor
volvió a reír, por primera vez desde que entraron—. Al programa ese, Cazadores de fantasmas…
—No es mi estilo —replicó Aitor, todavía
en el hall.
—¿Sabes? —Héctor siguió riéndose, mientras
alcanzaba a Sergio—. Si de verdad aquí hay algo raro… podríamos llamarles, y salir
en el programa.
Aitor suspiró, avanzando, al darse cuenta
que se arriesgaba a quedarse atrás.
—No creo que se vengan tan lejos. Seguro
que en Estados Unidos, o Reino Unido, o donde sea, ya tienen casas encantadas
para aburrir.
—Pues a Iker Jiménez, que es lo mismo pero
de aquí…
El sonido volvió a, más parecido a un
chirrido que antes, cruzando los corredores en todas direcciones. Los jóvenes
se callaron.
Sergio movió a la izquierda su linterna. La
luz se paró sobre la puerta, que daba a otras escaleras, las que bajaban a las
celdas. Como dijo el abuelo Arsenio.
—Hola, abuelo.
—¿Sergio?—Arsenio, de setenta y ocho años,
dio un respingo en el sillón de la sala de visitas—. ¡Ah, hola!
Una sonrisa arrugó la cara del anciano,
con su grueso bigote amenazando con tragarse sus dientes. Sergio se agachó y le
besó.
—Qué, abuelo, ¿te siguen tratando bien?
—Sí. —Se arrebujó en su asiento, riendo
con picardía—. Preferiría tener una tele para mí solo, pero… —Miró al rincón,
donde varias señoras veían una telenovela.
Arsenio residía desde hacía tres años en
una residencia privada a las faldas de un monte; un sitio precioso pero al que
costaba llegar, motivo por el que Sergio iba a verle las pocas veces que uno de
sus padres le prestaba un coche. En ese caso, el martes.
—Y
las enfermeras, ¿cómo se portan?
La risa que sacudió a Arsenio supuso una
respuesta en sí misma.
—Verás, me gustaría… —Sergio entrelazó las
manos—. Que me dijeras si sabes algo de un tema.
—Pregunta. —Arsenio se irguió, vigorizado
ante la idea de resultar útil.
—Es sobre el hospital abandonado que hay
cerca de Luzdecielo —dijo—. Querría saber lo que sabes.
—Ah, sí. —Arsenio arrugó la frente,
concentrándose.
—Papá me ha dicho que, antes de hospital,
fue una cárcel.
Su abuelo se rio.
—Al contrario. Eso ya era un hospital
antes de la guerra, cuando yo era pequeño. Bueno, la verdad es que de antes de
que naciese.
—Vaya. —Sergio parpadeó—. ¿Tan antiguo es?
Arsenio cerró los ojos y asintió.
—Ni yo sé de cuándo —aseguró—. Estuvo
funcionando también durante la guerra. Los republicanos usaban la parte de
arriba como siempre, sólo que, como tenía celdas, metían ahí a sus presos.
—¿Celdas?
—Luego, cuando ganó Franco, metieron a
todos los rojos allí —continuó—. Los metían allí abajo, encerrados, antes de
sacarlos a pegarles un tiro frente al muro.
—¿Celdas? —repitió Sergio.
—Sí. Estaban… o siguen en el sótano, si el
sitio no se ha derrumbado —y añadió—: Allí es donde metían a los que estaban
locos.
Arsenio volvió a reír, aunque esta vez su
nieto detectó una nota de amargura.
—Así era antes. Cuando empezabas a
chochear, en vez de en una de estas, te metían ahí abajo hasta que morías.
—Suspiró—. Y la verdad, no solían tardar mucho.
—¿Estuviste alguna vez allí?
—No —admitió Arsenio, negándolo.
—Entonces… —Sergio sonrió—, ¿cómo sabes
que era verdad? ¿No sería una histo…?
—¿Para asustarnos? —Arsenio negó—. No, eso
era verdad. Lo sé porque los oía. Los gritos.
Sergio asintió, intentando disimular que
estaba dejando de sonreír.
—Allí no había ventanas, pero desde la
recepción se les oía gritar. Había una puerta enorme, siempre cerrada, pero los
oías desde que llegabas hasta que salías.
Arsenio suspiró.
—Pobres desgraciados. Todos decían que si
te metían allí, no salías. —Levantó los ojos hacia su nieto—. Entonces a los
locos no los trataban como ahora, ¿sabes? No querías ni pensar en lo que podían
hacerte ahí abajo.
Se rascó la frente.
—De pequeño, tu padre y sus amigos se
acercaban muchas veces, y no sólo de chicos, sino cuando ya tenían unos años
—aseguró—. Decían… que, a veces, allí, se oían como gritos por la noche. Y,
luego, con lo de la chica esa…
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