miércoles, 15 de marzo de 2017

GRITOS DESDE ABAJO – PARTE FINAL

Se acercó a la puerta, con un viejo picaporte redondo sobre un bombín de cerradura. Llevó hasta él la mano, conteniendo la respiración. Si estaba cerrado…
     Bajo su mano, el metal empezó a temblar, seguido del resto de la puerta. Otro gemido subía.
     —Sergio, creo que ya…
     Ignorando a Aitor, lo giró. La puerta se abrió sin resistencia. Al hacerlo, el ruido paró.
     Se asomó, enfocando su luz hacia abajo. El cierre había ayudado a preservarla; las paredes estaban descuidadas pero en mucho mejor estado. El único daño de relevancia era la firma en letras finas de medio metro en la pared que tenía enfrente.  
      —Oye, ten cuidado —le recomendó Héctor, que se había quedado en el cruce.
      Sergio lo ignoró, traspasando el umbral. Había oído algo, y no era uno de esos gritos. Se asomó, iluminando el fondo de las escaleras.
      —¿Has visto algo? —preguntó Aitor.
      Esta vez no necesitó pedir silencio, la larga pausa le dejó oírlo claramente.
      —Vamos. —Sergio bajó, ignorando las quejas.
      Mientras bajaba los dos tramos de escalones que lo separaban del fondo, comprobó que los adictos habían dejado su huella en el descenso; cuanto más abajo, el suelo estaba más sucio y las paredes más estropeadas, desgarradas por grafitis, firmas y dibujos, la mayoría grotescas representaciones sexuales. Su propio descenso al infierno.
      Las escaleras acababan en un pasillo, por suerte libre de obstáculos. La puerta de acceso estaba abierta, los restos del interruptor colgaban arrancados de la pared, las lámparas colgaban oxidadas en fila.
     Allí los gimoteos se oían mejor.
     Héctor y Aitor le alcanzaron.
     —¿Qué pasa, has visto algo? —preguntó el primero.
     Sergio se volvió, enfocándole con la linterna, cegándole.
     —¿No lo oís?
     Héctor y Aitor se quedaron mirándole. El segundo negó.
     —¿No oír qué?
     —Vamos.
     Agitó el brazo con la linterna y siguió.
     No era un sótano como se lo habría imaginado, lleno de humedades y de grietas. Estaba bastante seco y en buen estado, aunque el aire estaba muy enrarecido.
     El pasillo era estrecho, apenas dejaba un hueco central para poner los dos pies y diez centímetros de margen. Mediría doce metros y estaba ocupado por diez celdas, cinco a cada lado.
      Su aspecto era terrible. Eran amplias, sí, pero sin ventanas, y si las paredes tuvieron alguna vez acolchado u otra medida para proteger de la autolesión a sus ocupantes, fueron retiradas hacía tiempo. Ahora estaban desnudas, cubiertas de arañazos, marcas y grandes desconchones. Había cuatro somieres metálicos sin colchón, dos por pared, lo que hacía pensar que en su tiempo como prisión se usaron de forma colectiva y, quizás, antes y después.
      Precisamente, por más que fuese un hospital, a Sergio le recordaba a un calabozo.
      Dejó atrás las tres primeras, después de echarles un vistazo. El haz de la linterna iba de un lado a otro, buscando al autor del llanto.
      —Sergio, ahora en serio, si no me dices lo que…
      —¿De verdad no lo oyes? —preguntó, volviéndose—. Alguien está llorando; parece un niño…
      —¿Qué dices? —exclamó Aitor—. Tú alucinas.
      —Oye —Héctor se adentró más, con Aitor detrás—, ¿vas a decirme lo que quieres?
      —Ya lo he dicho, yo… —Sergio miró a su alrededor—. Sólo quería ver lo que hacía ese…
      —Pues no hay nada. Vámonos.
      Los llantos estaban cerca, quizás en la siguiente…
      Un sonido los interrumpió, haciéndose oír sobre ellos. El entrechocar de dientes castañeteando.
      Sergio se quedó quieto, intentando ubicarlo, y consiguiendo verlo. Frente a él, Héctor y Aitor habían girado la cabeza hacia su izquierda, a la tercera celda, de donde parecía salir. También lo oían.
      —¿Qué ha sido…? —Aitor se arrimó a los barrotes, iluminándola por dentro.
      —Una rata o un gato. Joder —protestó Héctor.
      Se puso a su lado, poniendo a bailar su haz por la celda. A los pocos segundos Héctor, tras él, hizo lo mismo.
      —¿Qué pasa? —Sergio llegó hasta ellos.
      Héctor describió un círculo completo, apretando su mano libre y jadeando.
      —No lo entiendo; he oído algo ahí dentro, pero no veo nada…
      Los tres miraron al interior desde detrás de los barrotes; las linternas lo deformaban, llenándolo con las sombras de los barrotes mientras buscaban, en el techo o bajo las camas.
      Sergio rozó la puerta, haciéndola chirriar.
      —¡Ah! —Aitor dio un pequeño brinco hacia atrás.
      La puerta retrocedió, como invitándoles a pasar.
      —¿Qué coño es esto, una cámara oculta? —Héctor rebufó—. ¡Aparta! Ya me estoy cansando de esto.
      Apartó a Sergio y entró en la celda. Aitor le siguió al trote.
      Héctor se había arrodillado para mirar el suelo, luego intentó separar los lechos de la pared. En vano: estaban atornillados.
      —Puede que haya un agujero y haya salido.
     Héctor miraba a la pared del fondo. Rio.
     —¿Sí? —Alumbró a Aitor—. Entonces, ¿tú ves algo que yo no?
     Sergio dio un paso adelante, listo para entrar también. Miró hacia la derecha. Ya no oía el lloro…      
     Se detuvo justo frente al umbral.
     El interior había cambiado. Ahora estaba iluminado, los somieres tenían colchón y las paredes estaban enteras.
     Héctor y Aitor seguían dentro, de espaldas a la pared del fondo, pero ahora estaban de rodillas, sin poderle ver. Tenían las manos a la espalda, con un collar metálico sujeto por una cadena a la base del muro. Tenían la cabeza gacha, cubierta por una capucha negra, y temblaban levemente, como si tuviesen frío. Parecían reos listos para una ejecución…
     Retrocedió hasta chocar contra la celda de detrás.
     —¡Joder! —Aitor se volvió, sobresaltado—. ¡¿Pero qué coño te pasa?!
     Sergio no supo contestarle. Estaban de pie otra vez, libres y con las linternas.
     —Yo… —Negó con la cabeza—. No sé…
     Aitor enfadado salió de la celda y fue hacia él. Héctor hizo lo mismo, seguramente temiendo que intentase pegarle.
     —¿Sabes qué? —preguntó a Sergio, agitando su linterna—. Me largo; no sé para qué coño nos has traído aquí, pero…
     —Sí,  la verdad es que esto…
      Héctor se calló, como los otros dos.
      Sobre ellos, las lámparas se agitaban, empujadas por el viento. Ellos mismos sentían el frío erizar su vello.
     Pero nada de viento había soplado dentro del pasillo.
     Aitor soltó su linterna, que rodó sobre el suelo.
     —¡Me largo! —Corrió hacia las escaleras, sin darles tiempo a decir nada.
     —¡Espera! —Héctor habló tarde, sus pasos ya subían las escaleras. 
     Sergio recogió la linterna, uniendo los dos haces a los de Héctor, que seguían la trayectoria de los cables colgantes. No había nada.
     —¿Sabes? Creo que me voy a hacerle compañía. Además, hace ya rato que dejamos las bici…
     —Sssh.
     Sergio le había tendido la mano derecha, mientras apuntaba la linterna de la izquierda hacia delante.
     —¿Qué pasa? —susurró Héctor—. ¿Oyes algo?
     Sí. Los sollozos habían vuelto, ahora claramente enfrente.
     Sergio avanzó, registrando las celdas. Parecían estar a la izquierda…
     Allí estaba; en la esquina derecha de la cuarta, al fondo.
     —Hola —susurró, intentando no asustar a su ocupante—. Hola, ¿me oyes?
      Ni se movió. Era una figura pequeña, quizás un niño, aunque no podía verlo. Estaba totalmente tapado por una manta de tela basta, como un saco cortado.
      —Sergio, ¿qué haces? —Héctor se asomó tras él, sumándose al escrutinio.
      —Ahí está —dijo Sergio con orgullo.
      —¿Quién?
      Sergio parpadeó.
      —¿Qué dices? —Señaló con el dedo—. Mira, ahí en el rincón.
      —Oye, ahí no hay nada.
      Sergio apretó los dientes, sintiendo que se burlaba de él, aunque, bien pensado, era lógico. El preso había dejado de llorar y de moverse, y siendo tan pequeño, debía costarle verle.
      —No sé qué estarás viendo tú, pero…
      Sergio le miró, no le había gustado cómo lo había dicho. Vio a Héctor retroceder.
      —Una noche inolvidable. Tranquilo, guardaré el secreto.
      Cuando acabó la frase ya había llegado casi a la puerta.     
      Las lámparas se agitaron sobre ellos, algo de polvo cayó del techo. A su alrededor, los barrotes parecieron tiritar.
      Héctor lo ignoró, casi había salido. Sergio, en cambio, miró a su alrededor. La combinación de movimiento en el techo y vibración en las celdas se repitió, ahora más fuerte, seguida de otra réplica a los pocos segundos.
      Sergio tragó saliva. Parecían pasos, dados por alguien muy grande, que se acercaba. Pero no sonaban.
      —Oye ¡Aitor! —Sergio no pudo ver a Héctor; ya debía estar en la escalera.   
      Los llantos en la celda se volvieron más fuertes.
      Las  puertas de las dos del fondo se abrieron. Los pasos de Héctor resonaron en los escalones.
     Sergio alumbró al fondo, intentando ver algo.
     —¡Joder, Sergio ¿vienes?! —le llamó.
     Otro seísmo, que sacudió sus zapatillas.
     No había nada más que hacer, Sergio salió corriendo tras ellos.
     Las bicicletas seguían donde las habían dejado, aunque no la de Aitor ni su dueño. El lunes siguiente, en clase, Héctor le devolvió su linterna.
      —Ten. —La entregó casi como si el objeto fuese tóxico.
      Ninguno de los tres sacó el tema esa semana, en la que casi no hablaron. Era un tema prohibido, una pesadilla que querían olvidar, fingir que no había pasado.
      Sólo Sergio seguía devanándose los sesos con la experiencia; lo que había visto, lo que había oído, ¿fue real o no?
      No necesitaba preguntarles a Aitor y Héctor; sabía que no volverían a acompañarle. Dudaba de que lo hubiesen hablado con nadie, pero desde luego no sería para motivar a posibles nuevos voluntarios. Era incluso posible que la experiencia hubiese dañado su amistad de modo irreparable.
      Si quería salir de dudas, tendría que hacerlo él solo. Eligió el miércoles, a media semana, porque era otro de los días que solía coger la bicicleta. Esperó a la oscuridad, no a los gritos, para volver al hospital en ruinas. Las puertas, abiertas como las dejaron, parecían darle la bienvenida.
      Bajó las escaleras hasta el pasillo de las celdas, siguiendo a la linterna. Cuando llegó al umbral lo oyó, claramente.
      Los mismos llantos, a lo sumo más infantiles que antes.
      Apretó el paso hacia ello, de nuevo en la cuarta celda de la izquierda. Tuvo que abrir la boca; respirar le costaba más que la otra vez.
      Había llegado a la altura de la tercera cuando se cayó hacia delante. No había resbalado, ni tropezado con nada, simplemente cayó, como si le hubiesen empujado. Pero no había sentido que nada le tocase.
      Juntó las manos frente a la cara para amortiguar el golpe; cuando estuvo boca abajo empezó.
      Un vendaval cayó sobre él, descargando una batería de golpes de viento contra su cuerpo, mientras sus oídos se llenaban con una mezcla odiosa de palmadas, pisotones y, sobre todo, risas.
      Sergio se encogió, protegiendo la cabeza y la entrepierna como en cualquier paliza. Sentía los impactos centrados en su espalda, piernas y las zonas protegidas; las carcajadas parecían acercarse al éxtasis.
      En cuestión de segundos, como empezó, paró. Ya no se oía nada, ni sentía que le pegaran. Sí le pareció que tiraban de él, cogiéndole de las piernas y separándolas; su estómago se retorció entonces, provocándole un ardiente dolor interior…
      Se volvió con violencia, dando patadas antes de alargar la mano derecha, recuperar la linterna y apuntarla a su alrededor.
      ¿Qué ha ido eso?; ¿qué me ha pasado?
      Se levantó, resollando, antes de comprobar los daños. Las rodillas de los vaqueros y el pecho de la camiseta se habían manchado de polvo gris, nada más. Seguía solo, y no sentía ningún dolor interno o externo, como si todo hubiese estado en su cabeza.
      Sergio suspiró, angustiado. ¿Había sentido lo mismo que María García Norato?
      Los llantos se intensificaron, atrayéndole como una sirena.
      Sergio apretó la linterna, decidido; miraría lo que era y saldría.
      Iluminó la celda. Ahí seguía, pequeño y arrinconado, tapado por completo.
      —Eh, hola —le llamó—. Tú, ¿me oyes?
      Seguía reticente a entrar, a tocar siquiera nada de la celda. Su ocupante le ignoró en todo momento.
      —He venido a  ayudarte —insistió—. Mírame. ¿Puedes oírme?
      Sin respuesta. Podía ser sordo, pero tenía que ver la luz. ¿Por qué, entonces, no le hacía caso?
      Sergio esperó, dudando, tres minutos más. Luego tiró de la puerta, abriendo la celda.
      Caminó despacio, hasta estar a medio metro de él. La linterna hacía brillar el bulto como una hoguera.
      —¿Puedes oírme ahora? —preguntó, casi gritando, mientras se inclinaba sobre él—. ¿Oye?
      Sergio dio dos pasos más; luego no pudo seguir aguantando. Alargó la mano derecha, la cerró sobre la sábana y tiró.
      Un grito parecido a un graznido resonó con la fuerza de un bólido de carreras; Sergio se lanzó hacia atrás, aterrizando sobre uno de los camastros, todavía alumbrando el rincón.
      No había nada. Instintivamente, miró a su mano derecha, y luego a su lado. La sábana que había cogido no estaba. Tampoco se había caído, extendida sobre el suelo.
      Respirando agitadamente, miró a su alrededor. Entonces vio que algo había cambiado en la celda.
      Las paredes parecían mejor conservadas, la atmósfera estaba menos cargada. Del centro de la pared, a su izquierda, sobresalía una gruesa alcayata circular. 
      Parpadeó. Fue hacia ella.
      Esto no estaba aquí antes, estoy seguro…
      La rozó con la mano, para comprobar que no era una ilusión.
      Apenas lo hizo sintió sus piernas cansadas, dobladas sobre el suelo, a casi medio metro de la alcayata, de la que ahora sobresalía una cadena de hierro…
      Sergio intentó moverse, sintiendo un dolor profundo hincarse en sus muñecas. Al mirarlas, las vio rodeadas por estrechos grilletes que atenazaban su carne, unidos al ojo de la escarpia…
      Sintió un fogonazo; quiso retroceder, huir del cautiverio…
      Respiraba por la boca. Volvía a estar de pie, y libre. La pieza no estaba en la pared; pudo estarlo en otro tiempo, a juzgar por la abundancia de grietas y agujeros en su superficie, pero no ahora. No había ninguna marca en sus brazos.
     ¿Qué he visto?
     Apartó el haz de esa pared, hasta situarla entre los dos somieres a su derecha. Aquella pared también había cambiado, ¿o no se había fijado antes en aquel patrón…?
     Se acercó a ella. Estaba cubierta de arañazos verticales, cortos e irregulares, que se extendían por los extremos, el suelo y casi llegaban al techo.
      Sergio se sintió aún más nervioso por momentos; sabía qué eran esas marcas.
      ¿Cuántos días pasó allí dentro su autor? Las rozó con la punta de los dedos…
      Lo siguiente que sintió fue su mano izquierda subiendo y bajando por la pared, aunque él no la había movido. Al mirarla, vio la uña del índice hundirse con fuerza en la pared y deslizarse hacia abajo para dejar la marca.
      Sergio apretó los dientes al oír el chirrido que hacía, al sentir la punta partirse. En ese instante comprobó que lágrimas saladas caían por sus ojos.
      Con un chasquido húmedo, la uña se desprendió del dedo, quedando colgando de la falange, bajo el último día del calendario. Tras él, sonaron disparos.
      Su mano los ignoró, repitiendo la acción, dejando una nueva línea, ahora con sangre.
      Sergio consiguió retroceder hasta el centro de la sala, con la linterna aún en su mano. La uña seguía en su sitio, y aunque muy asustado, no había derramado ni una lágrima.
      Todo eran alucinaciones, ¿o recuerdos de los viejos ocupantes?
      ¿Qué pasó en esas celdas, qué les hicieron a sus ocupantes?
      A su derecha, la puerta se cerró; al girarse hacia ella vio una gruesa serpiente enrollándose a su alrededor.
      Sergio se quedó inmóvil, luego fue hacia ella agitando la linterna para espantarla. La momentánea repulsa que le causó el reptil desapareció a dos metros de él.
      Había desaparecido. En su lugar, una gruesa cadena aseguraba la puerta.
      Venga ya…
      Corrió hasta ella, se agachó para dejar la linterna en el suelo y la agarró, forcejeando para intentar quitarla. Casi la soltó tras el primer contacto; el metal estaba viscoso, como cubierto de baba. Pero lo que le hizo mirarlo sin entender era otra cosa: el cierre consistía en dos vueltas de cadena, sin un candado que las asegurase y sin que pudiese distinguir los extremos de los círculos.
     No puede ser, no puede ser, no puede…
     Retrocedió dos pasos, sacando su móvil del bolsillo. Seleccionó el número de su madre y se lo llevó a la oreja.
     —Lo sentimos, el número marcado está apagado o…
     Oh, no me…
     Lo intentó otras cuatro veces con otros dos números, antes de comprender que ahí abajo no tenía cobertura.
     Se acercó a la celda, asomando las manos al exterior.
     ¿Y ahora?
      Sonrió. Sólo podía esperar que llegase la ayuda…
      Palideció. ¿Ayudarle? ¿A él, allí? Donde de normal nadie se acercaba y cuando nadie sabía dónde había ido ni para qué.
      Bueno, hablé con mi padre y mi abuelo, y mis amigos lo saben. Sumarán dos y dos…
     —¡Eh! ¡Eeeeeh! —chilló con fuerza.
      Se rindió al segundo, ¿cómo iban a oírle si…?
      Sergio irguió la espalda; un escalofrío le agarrotó las vértebras.
      Las celdas no tenían ventanas, estaban en un sótano y su único acceso estaba cerrado. Entonces, ¿cómo pudo oír los supuestos gritos desde fuera?
      La luz del suelo arrojaba sombras fuera; así pudo ver un movimiento delante de él. Al instante retrocedió, buscando protección dentro de su celda y empujando la linterna, que rodó a su lado, impidiéndole ver a su autor. El movimiento fue acompañado de un chirrido que parecía metálico.
      Sergio recuperó la linterna y poco a poco volvió hasta los barrotes, asomándose al máximo para ver qué pasaba.
      Delante de él y a los lados, las puertas de las celdas se movían. Solas.
      Boquiabierto, las veía abrirse despacio hacia el pasillo y luego salir despedidas como para cerrarse, sin llegar a hacerlo. No había portazo, sólo aquel quejido cada vez más ensordecedor.
      Sintiéndose ansioso, Sergio retrocedió aún más, viendo de soslayo las paredes de su encierro. Reflejaban la luz de la linterna, brillando por efecto de un fluido espeso que parecían exudar.
      Ya sabía lo que eran esos gritos, que ya no le parecían un bebé quejándose, ni un gato llorando.
      Ahora parecían, más bien, gemidos de hambre.

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