LA SERPIENTE ENROLLADA
TU LO HAS QUERIDO. ERES UN CABRON. ME RREPENTO DE HABERT CONOX. MUERET
Con un suspiro, David bajó la mano que sujetaba el teléfono móvil y se
masajeó las sienes con la otra mano; se sentía tan cargado que necesitaba
relajarse. Su relación con Lorena había acabado; acababa de hacerlo con aquel
mensaje, seguramente su última misiva. Al día siguiente ella borraría su
número del teléfono y su memoria y estaría preocupado por rehacer su vida
aunque, y de eso estaba seguro, no sin pasarse antes toda una noche llorando
abrazada a una almohada o pensando en si
atiborrarse de pastillas de dormir para no despertar.
Una más a la lista, pensó.
Siempre lo mismo. David se
incorporó, lanzó el teléfono sobre la mesa delante del sofá, y fue a su cuarto.
Joder, ¿por qué le costaba tanto tener una novia lista? ¿Por qué tenían que ser
unas malpensadas o unas paranoicas o unas locas? Al menos tenía facilidad para
encontrar suplente en poco tiempo. Si no, su vida sería muy aburrida, y no conocía
nada peor que el aburrimiento.
Con la calma que su ánimo requería, David se desabrochó la camiseta frente
al espejo y empezó a sacar la correa de los pantalones. Contempló atentamente
su reflejo, sonriendo. El gimnasio se notaba, cosa muy útil en su vida. La
apariencia era vital para un barman, por no hablar de para atraer a las
mujeres. El pelo, eso sí, empezaba a estar demasiado largo para sólo fijarlo
con gomina. Solía llevarlo en punta, pero no pensaba hacerse un tupé enorme
como un tsunami.
Ya desvestido, fue a la cama. La primavera llamaba a la puerta, hacía
calor y tenía las ventanas abiertas. Pero aquel viento que refrescaba, bien lo
sabía, era una espada de doble filo; por eso mantenía una sábana sobre el
colchón, que no pasaría una larga temporada invernando en su armario hasta, al
menos, dos meses. Después de todo, tan malo como descuidar su imagen sería
servir copas sorbiéndose los mocos.
Con un bostezo, que resumía perfectamente su día, el rey conquistador se
tumbó en su trono del amor, antes de cubrirse con su capa de armiño.
La cama. La única cosa que todas sus relaciones tenían en común era
donde todas acababan, y el único punto de su carácter en el que todas
coincidían.
—Me ha encantado —dijo en su día Magda, riendo.
—Eres muy bueno —corroboró Sole,
antes de dormirse.
Te quiero, la inevitable conclusión a la que llegaban todas tarde o
temprano. Si, después de pasar por la cama todas se enamoraban de él. Después
de todo, una simple acción física resumía a la perfección uno de los ejes
principales que movían su vida: el camino más rápido y recto al interior de una
mujer es pasando entre sus piernas.
Lo curioso, sin embargo, es que de igual forma que todas sus relaciones
empezaban igual, solían acabar también igual; coincidiendo incluso las palabras
de despedida. La triada C, por ejemplo; tres piropos universales que empezaban
con la tercera letra del alfabeto y que, por algún motivo, en boca de sus
inminentes ex casi ayudaban a excitarle. Posiblemente, porque su evolución
lineal era como la de una mariposa. Primero era un cerdo, luego un capullo y,
por último, un cabrón. Y, por supuesto, HDP, la frase universal comprensible en
cualquier idioma; tantas veces oída en su vida que, si alguna vez le ofendió, lo
recordaba con la nitidez de sus primeros pasos.
Con un brazo estirado y la luz de su mesita apagada, David se acostó de
lado, abrazándose a la almohada, la única compañera que nunca le dejaba en
aquella celebración de un millar de tríos. ¿Cuánta habían sido en total? Diez,
veinte… no es que se le dieran mal los números; sencillamente eran demasiados
datos y demasiado fugaces para atesorarlos bien. Lo peor de todo que, a su
modo, todas se parecían: los pechos grandes, las caderas anchas, las manos
delicadas, los labios golosos, las miradas traviesas, las sonrisas; todo ello
cubierto por un velo de oro, fuego, caoba o ébano. Claro que, de eso, la culpa
era de él, que las buscaba.
El primer contacto era sencillo.
—Hola, guapa. ¿Qué te pongo?
Luego, un par de comentarios
cuidadosamente elegidos sobre el ambiente o el cuerpo, direccionados por aquel
magistral piloto que era el alcohol y el destino estaba fijado. Después sólo
había que jugar.
Le hacía sentirse un poco gigoló, él les daba sexo. Y ellas… unas
cocinaban para él, otras le hacían regalos, otras, simplemente, aflojaban la
cartera como hacía él con sus sujetadores. Eran como diosas, digna de adoración
y deseando ser adoradas. Y, por desgracia, una vez caían en la cuenta de que su
ofrendas tenían, como todo en la dura vida; un precio, lo extirpaban de su
vidas. Seguramente, lo único que le reconcomía un poco la consciencia era saber
que él les había importado más a cada una de lo que todas ellas juntas le
habían importado a él. Pero, como la alergia de verano, se sabía cuándo llega y
se podía aguantar hasta que termina.
De hecho, en aquellos mismos momentos David ya pensaba en una sustituta
para Lorena. ¡Qué diablos, si tenía cola para elegir, como querría un sultán
para un harén! A lo mejor aquella chica con melena oscura y acaracolada
aficionada a la ropa que combinaba la palabra de honor con la visión del aro plateado
de su ombligo y de largas piernas y estilizadas, convertidas con cera en tundras
en las que nada crecía. ¿Cómo se llamaba… Cintia, Carolina? Estaba seguro de
que empezaba por C… Si no, había otra que también pasaba a menudo por el bar;
de pelo corto con flequillo color miel y enorme sonrisa, disimulada por sus
gruesas gafas de secretaria. Un caso perdido, diría un cazador con menos
experiencia; pero alguien como él podía apreciar el peso de la mercancía bajo
un envoltorio poco atractivo. Sería, eso sí, más difícil; aquellas chicas,
además de “estrechas”, solían ser más resistentes a los hombres con encanto. Y
si no… bueno, tiempo al tiempo. Ya tendría una copa que servir y un coño al que
joder. Con eso, su vida era plena. Y sabía que, como el humo con el fuego, cuando
llegaban, lo hacían cogidos de la mano.
Mientras su cabeza se hundía en esa almohada, que había conocido tantos
peinados sudorosos en cabezas ardientes y su piel era acariciada por aquellas
sábanas que habían rozado tantas amantes, David empezó a dormirse. Y, por algún
motivo, antes de vaciar por completo su cabeza, un pensamiento se le cruzó.
¿Cómo sería hacer el amor… con todas las mujeres que habían pasado por su cama?
¿Cómo sería… si todas las que habían tenido el privilegio de ser sus novias
pudiesen gozar de su cuerpo simultáneamente, jadeando excitadas como hienas entre
la carroña?
—Un polvazo de campeonato —murmuró, antes de reírse solo.
Con la vista puesta en la débil luz amarilla que se filtraba desde la
calle, los ojos de David se cerraron
completamente.
No sabía qué hora era cuando recobró la consciencia. Más tarde, eso era
indudable. Lo dedujo porque hacía más frío en el dormitorio y su vejiga
empezaba a la diuresis. Pero ninguno de esos dos factores le había sacado del
sueño; quizás un poco más tarde, pero no aún.
Tendido inmóvil en una postura que se antojaba fetal, David sintió un
suave roce recorrerle en sentido ascendente la columna vertebral. Al principio
lo asoció a un escalofrío. Pero eso fue lo que sintió cuando comprendió que ese
tacto, esa forma de presionar, sólo podía hacerla un dedo.
Había alguien con él en su cama, tocándole.
Alarmado, se dispuso a girarse, pero una presión ejercida con cinco
dedos sobre su nuca le contuvo, no porque le inmovilizase con fuerza tremenda,
era, simplemente, su actitud. Calmada, agradable… Le transmitía confianza su
forma de tocarle, a lo que se sumó la sorpresa al sentir otro dedo, ajeno al
anterior, por detrás de la oreja derecha. Y otro a la altura del omóplato
izquierdo. Y otro trazando círculos plácidamente a la altura de los riñones.
David sintió su corazón acelerarse y su respiración subir el ritmo, al
comprender lo que pasaba. Eran más de una y dos manos, todas con el mismo tacto
suave y sedoso. Así que lo que tenía al lado era alguna diosa hindú o…
David hizo amago de volverse hacia la izquierda para quedar boca arriba;
esta vez sin prisa ni brusquedad. Y las manos, comprendiendo sus intenciones, pararon,
dejándole hacer su voluntad.
Con la nuca aún pegada a la almohada, David abrió mucho los ojos, con la
esperanza de ver lo que se le venía encima. Con la oscura neblina de la noche
emborronando su visión, no pudo apreciarlo por completo, pero lo poco que vio
le gustó.
Por lo menos cuatro siluetas se alzaban acuclilladas frente a él a
cuatro patas; siluetas con las formas sinuosas, inconfundibles, de mujeres
desnudas. Llevaban el pelo cuidadosamente recogido en megalíticos moños y
draconianas colas, con pechos protuberantes como ojivas de misiles y rostros
ocultos por la sombra del misterio. Por no hablar de más formas, tan curvadas y
tenebrosas como columnas de humo que se apretaban tras ellas, esperando su
turno. En circunstancias normales, se habría meado encima del miedo, pero una
débil risilla que conocía muy bien, que llegó a sus oídos como arrastrada por
la brisa de la ventana abierta, le convenció de cuáles eran sus intenciones. Y David
sonrió muy anchamente.
Los cuerpos se inclinaron simultáneamente; sus besos le fueron
recorriendo lenta y dulcemente, desde la cintura hasta el cuello y los labios,
como retirando a lametones un baño imaginario de miel. Algunos mechones de pelo suelto le
hacían cosquillas. Con los brazos echados a los lados como un Cristo, David les
dejó hacer. A la altura de su boca, aquellos labios se fundieron en cuatro
consciencias. Y, mientras las manos se apoyaban en sus hombros y en su pecho,
masajeándole con sutileza, otras se escurrían hasta el borde de sus
calzoncillos, provocando una repentina descarga eléctrica hacia su entrepierna,
David se sintió conmocionado, abriendo de nuevo los ojos a la oscuridad.
Acababa de reconocerlo.
Aquellos pelos. Aquellas manos. Aquellos labios. El olor del champú
favorito de Clara. El perfume de Sonia. La precisa presión de las manos de
masajista de Andrea. El sabor dulce, con un muy suave toque salado, de la piel
de Maite.
Era imposible. Un sueño, su sueño, hecho realidad. Y allí estaba, viviéndolo
en ese mismo momento. Todas las mujeres que le habían querido, todos aquellos
monumentos a Afrodita, habían vuelto. Todas para él.
Embriagado por aquel placer insuperable de dedos tocándole, labios
chupándole, pezones erectos y prominentes como plumas rozando contra su cuerpo…
Las manos que le masturbaban de forma lenta y delicada, como a él le gustaba.
David devolvió la vida a sus
manos, deseando tomar parte en un formato más físico de la experiencia.
Se irguió un poco; las manos, bocas y cuerpos se retiraron para dejarle
espacio. Consciente de su egoísmo, sus manos rodearon la silueta más cercana;
enfrente, en medio del trío inicial. Se dispuso a darle la vuelta con
delicadeza para poder penetrarla, para poder sacar del archivo en su cabeza a
base de vivencias el nombre de la primera chica que iba a catar. Después
tendría ocasión para la siguiente. Se aseguraría de que en esa inolvidable
noche todas las presentes se fuesen satisfechas.
La complaciente y sumisa silueta se dejó llevar, quedando tumbada boca
arriba sobre la almohada, con sus pechos alzados como dos ceros y sus piernas
abiertas como una invitación al paraíso. Mientras se volvía, David notaba los
múltiples dedos pasar otra vez delicadamente por su espalda. Ya sólo quedaba la
parte más delicada: separar aquella bomba de fricción para poner en marcha la
ya lo bastante lubricada herramienta de placer. Con delicadeza y una risa de
conveniencia, llevó una mano hacia allá, hasta entrar en contacto con la de la
fémina…
Un dolor se expandió desde su bajo vientre al resto de su cuerpo, con
tanta fuerza que dejó de respirar, ahogando el grito que siguió a la apertura
violenta de sus ojos.
Esa presión, esa fuerza salida de la nada… No era una simple mano, era
como si una pinza se le acabase de cerrar sobre la polla. Una pinza que, poco a
poco, se convertía en tijeras, dos hojas de acero basto, oxidado y sin filo.
La reacción fue rápida; no en vano aquel cortocircuito ponía en peligro
su vida, amenazando con separarle para siempre de aquella llave milagrosa capaz
de abrirle cualquier puerta. Con la voz tomada, sin poder articular palabras ni
gritos, David se aferró al brazo que le cortaba la vida…
Había cambiado. De la delicadeza y suavidad previas se le antojó tan
duro y seco como una cuerda de esparto. Llevaba ya su otra mano en ayuda de su
tercera pierna, quedando a horcajadas sobre la cama, y otra de aquellas manos
le cogió por la muñeca. Una mano que cambió también, volviéndose correosa,
rígida, dura sobre su piel; como una correa de caucho. Y a esta se unió otra
mano, y otra, y otra; ya no como miembros con dedos sino como largas serpientes
que le envolvían, apretando.
David, empujado por un millón de manos, se hundió hacia la mujer
desconocida abierta de piernas con la que se disponía a follar hacía apenas un
minuto. Esta, rodando graciosamente a un lado, dejó su sitio a la cama, contra
la que su cara se hundió como en la arena de una playa.
Apretando sus brazos agarrotados terminados en puños contra el colchón,
David intentó separarse, luchar con toda la fuerza que su cuerpo de abultados
músculos permitía. Pero fue inútil; eran demasiadas y demasiado decididas para
que la simple fuerza bruta las arrastrase. Más manos corredizas se dispersaron
sobre él, rodeando su cintura, sus axilas, su cuello y apretaron, robándole el
aire y hundiéndole cada vez más y más contra la asfixiante superficie.
Con ojos llorosos, sintiendo los martillazos de su corazón a punto de
romperle la cabeza mientras se le quemaba la garganta, David, como prendido en
una telaraña y sintiendo un peso de tonelada a la espalda, sólo podía imaginar;
pensar qué tenía detrás.
¿Qué expresión tendrían esos rostros de su pasado, sometiendo a la
justicia del castigo al hombre que las hirió? ¿Furia liberada? ¿Ansiedad ante
la culminación de la venganza? ¿Dolor, incluso lágrimas, ante la idea de un
amor del que aún quedase un rescoldo ínfimo pero vivo? Las vio, con los ojos
cerrados contra la negrura de la tela; subidas sobre él, empujando todas a una,
sus fríos ojos y labios enfocados hacia él como puñales…
Lo recordó en un segundo. Cuarenta y uno. ¡Aquel era el número, la cifra
de la condena! Cuarenta y una mujeres, desnudas y agolpadas, mirándole con ira
y frialdad mientras apretaban, aplastándole cada vez más y más. Y, de
improviso, dejaron de ser mujeres. Sólo una masa informe, oscura y elefantina
que le exprimía el cuerpo con su trompa; un tentáculo frío y sudoroso, nudoso
como una cuerda y poderoso como una anaconda.
La vida se le escapaba; sentía como si cemento armado estuviese siendo
vertido dentro de su cabeza, asfixiándola. Cada vez más pesada; más vacía de
vida.
Y a falta de un instante de que aquel relleno mortal supurase por los
orificios de su rostro, David oyó una voz femenina, dulce y melosa, susurrarle
al oído.
—Soy yo. Soy yo la única que de verdad te quiere. Soy yo la única con la
que siempre vuelves. Esta vez, no te dejaré marchar. No volverás a compartirme.
Vas a ser todo mío. Para siempre.
Fue lo último que oyó. Un instante después, dejó de sentir por completo.
Varios días después, una llamada a su madre preguntando por su
prolongada ausencia en el trabajo y una denuncia por malos olores de sus
vecinos de abajo llevaron a que la puerta de su apartamento fuese forzada por
hombres con chalecos reflectantes. Asqueados por el perfume que les recibió,
siguieron su rastro como sabuesos hasta el dormitorio. Allí, el dueño del
dormitorio les esperaba.
La ventana abierta había facilitado la entrada de moscas, que pululaban
masivamente sobre el cuerpo supurante y amarillento, cubierto de gruesas larvas blancas afanadas en su
trabajo. Sin embargo, los rasgos seguían intactos y las causas de la muerte,
tan evidentes como la extensa mancha de semen reseca sobre el colchón,
destacada entre el resto de fluidos que del cuerpo. La escena casi parecía
representar una imagen de algún antiguo mural erótico o esotérico.
Acostado del lado derecho con la cabeza apoyada en la almohada, el
hombre tenía los ojos cerrados, los brazos extendidos hacia abajo y una sonrisa
en. Arrancada del colchón y enrollada en decenas de vueltas como una serpiente
pitón, una sábana blanca envolvía su cuerpo a diferentes alturas, incluyendo el
cuello, el pecho y la entrepierna.
De la evidencia surgió la incomprensión. Nadie fue capaz de especular
cómo David fue capaz de enrollarse con su ropa de cama en sueños de forma que
ésta acabase estrangulándole.
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