HERENCIA PROGRESIVA
Todavía era temprano. El local estaba medio vacío, la hora feliz a horas luz de empezar y la mesa de
mezclas, a medio montar, necesitaría calentar motores para poder caldear el
ambiente. Sin embargo, a Lucía Rubio, con su tercio en la mano en una mesa del
fondo, había dejado maldecir su puntualidad por obligarla a esperar a sus acompañantes.
La visión del único hombre frente a la barra le pareció el premio del Gordo de
la lotería.
Bebía un líquido rojizo,
seguramente un Bitter, y aunque miraba al frente, ofreciéndole una inmejorable
panorámica de su ancha espalda, se volvía mucho, como si sintiese curiosidad de
lo que pasaba a su alrededor y, de paso, dándole la oportunidad de verlo con
detalle.
Físicamente resultaba
chocante: no era joven sino adulto; por su cara y bien constitución más de
treinta y cinco. Pero poco le importaba; además de atractivo estaba bien
conservado. Tenía el pelo negro y brillante libre de canas y peinado hacia
atrás, crecido hasta la nuca. De contorno varonil, tenía la tez ancha y morena,
orejas pequeñas y mandíbula angulosa, en contraste con rasgos delicados, casi
femeninos: cejas finas y estiradas, parecía que dibujadas con lápiz; ojos
grandes y ligeramente ovalados separados por una nariz recta y pequeña de escultura,
rematado en una boca estrecha de gruesos labios carnosos. Con chaqueta oscura y
pantalones vaqueros bien planchados, podría pasar por directivo de una compañía
muy cara si fuese un poco más formal, lo que le hizo pensar que seguramente
estaría esperando a su propio grupo para
iniciar una sesión de bebida y ligoteo. Esencialmente, su mismo plan.
Lucía farfullaba,
mordisqueándose el labio inferior tras cada sorbo a la botella, dejando al otro
lado del cristal un rastro espumoso y blanquecino de aspecto repulsivo,
alternando cada pocos minutos vistazos entre su móvil y la ventana a su lado.
El encendido de las farolas y las risas esporádicas de los grupos de adolescentes
ruidosos sólo aumentaban su sensación de soledad, y sus nervios.
Fue mientras veía su reflejo en el cristal
unos diez segundos, cuando una sombra negra se precipitó sobre ella. Se volvió
apurada, arrastrando las patas de su silla y encontrándose cara a cara con el hombre
de la barra.
Teniéndolo delante, vio
que era al menos una cabeza más alto que ella, y más de un cuerpo más ancho de
hombro a hombro. Le sonreía, aunque manteniendo la boca cerrada, con sus ojos
brillando de interés y los labios apretándose a intervalos. Una actitud
claramente decidida pero, al mismo tiempo, prudente.
Lucía sentía su corazón apretar
el acelerador sanguíneo, su cuerpo le pareció de pronto tan caliente que pensó
que brillaría en rojo como la luz superior de un semáforo.
—Buenas tardes —la saludó,
moviendo sólo los músculos de la boca para decirlo.
—Ahm… —Improvisar coaguló
sus primeras palabras —. Buenas tardes…
Había sonado con más duda y
desinterés de lo que pretendía, cosa que la avergonzó, ruborizándola aún más.
Cosa que, esperaba, él no notase demasiado.
—Hace una buena tarde —observó,
mirando la ventana tras ella—. La noche será agradable.
Hablar del tiempo, el
cliché por excelencia para romper el hielo. Lucía no pudo evitar pensar que sí
era tan maduro como parecía.
—Sin mucho calor… El
problema es que, igual, la gente se anima a salir y arma demasiado jaleo…
Y, como suele pasar con la
fruta, lo demasiado maduro revienta al primer roce.
—Creo que sí —abrió camino,
ordenando mentalmente las preguntas que lo catalogarían como artículo descartable
o posible—. Perdone, pero…
—¿Perdón? —La miró con sus
estrechos ojos muy abiertos, mientras se inclinaba con los brazos en las
caderas y la boca estirada en una horizontal perfecta.
Lucía se preguntó el motivo
de su indignación repentina, apartándose hacia atrás un segundo antes de
comprenderla, torciendo la boca con sorna y haciendo amago de tapársela. Lo entendía;
ella misma se ofendería si alguien más joven le hablase como a una vieja. Para
su alivio, se rió a mandíbula colgante echando el cuerpo atrás.
—Por favor —dijo,
recuperándose—. ¿Tan viejo te parezco, chiquilla?
Se disponía a replicar
cuando comprendió que era una broma. Y, por el cacareo que él mismo producía,
estaba claro que los dos habían pasado la primera prueba. Y con nota.
—Bueno. —Lucía carraspeó,
lista para ponerse seria—. Perdón, pero, es decir, ¿quieres algo para…?
—No, nada —Se puso las
manos a la espalda y rodeó el tablero por la derecha hasta una silla. Se detuvo
detrás del respaldo, sin ocuparla—. Sólo que estoy aquí, solo y aburrido,
esperando que pase algo. Y, viendo que hay poca gente, te he visto a ti, que
pareces también sola y aburrida…
Lucía abrió la boca,
preguntándose si aparentaba la mitad del asombro que sentía.
—¿Y puedo saber qué haces
tú aquí… para estar solo y aburrido? ¿Esperas a alguien?
—No, la verdad —admitió,
encogiéndose de hombros—. Es sábado y no tengo nada que hacer, así que he pensado
que podía venir aquí, pasar un poco el rato, conocer gente…
—Bueno, felicidades —
sonrió mordazmente—. Eso ya lo has hecho.
—Sí. Aunque, claro, no
suele pasar que la primera chica con la que hablo me eche más años de los que
tengo.
Lucía se dobló por medio
minuto sobre al mesa, conteniendo la carcajada que amenazaba con reventarla
como en Alien.
—Bueno, no quería eso.
—Lo sé. En mi familia
aprendemos a comprender a las mujeres desde muy jóvenes.
Lucía retuvo la risa,
considerando si estaba ante un don Juan, un caballero, el fantasma de un
caballero o un fantasma haciéndose pasar por caballero. Era el momento de ver
donde pisaba.
—¿Y eso?
—Una larga historia. —Cerró
los ojos e inclinó la cabeza, antes de tocar la silla—. ¿Te importa?
—Para nada. He quedado, no
como tú, pero mientras no vengan, no creo que les importe.
—Me alegro mucho —aseguró,
sentándose frente a ella y tendiéndole la mano—.Emilio Punina.
—Lucía Rubio. Mucho gusto. —No
perdió detalle de cómo le cogió la mano, rodeándola por completo, sujetándola
con firmeza y sacudiéndola con cuidado—. Bueno, Emilio, dices que no tienes
nada que hacer. ¿Y qué haces normalmente?
Sin darse siquiera cuenta,
las lenguas rodaron. Trabajaba de encargado en una empresa de empaquetado de
carne, en un polígono industrial. Tenía treinta y un años, lo cual le resultó
tanto un consuelo como una sorpresa (eran casi ocho más que ella, pero quién lo
diría) y vivía solo en un apartamento del centro. Ella correspondió con los
detalles de su propia vida, mucho más joven, licenciosa y, por supuesto, peor
pagada.
—¿Y buscas algo concreto
viniendo aquí… solo? —quiso saber ella, dando un animado sorbo a su segundo
tercio—. En el bar, digo.
—Quién sabe —respondió él,
haciendo lo propio con agua mineral—. Conocer a alguien para … poder charlar. Tener
una conversación entretenida…
Ya.
Y lo que surja. Especialmente lo que surja.
—No necesariamente, pero a
veces pasa. Depende de la persona pero, claro, hay que estar a la que cae…
Lucía retrocedió en su
silla, sobresaltada por su descuido. No recordaba la última vez que pensó en
voz alta.
La situación se prolongó
otros quince minutos, dándole tiempo a hacerse de noche. El local se fue
llenando de noctámbulos buscando salida a sus inquietudes, ya fuese dormir
solo, dormir sobrio o, simplemente, estar en la cama antes de que el sol volviese.
Lucía reconoció entre ellos a Mari, con su moño rubio y rizado, vestida con un
traje negro sin mangas, que resaltaba su palidez. Al verla la saludó,
provocándole un involuntario escalofrío, al darse cuenta de lo que implicaba.
—Acaba de llegar una de mis
amigas, Emilio…
—Sí, eso parece… —asintió él
con los ojos cerrados, mientras hacía atrás la silla.
—Espera. —Casi se tiró
sobre la mesa—. No tienes qué irte. Puedo presentártela, y seguir…
—No pasa nada, Lucía, está
bien —aseguró, colocando el asiento en su sitio y recogiendo su vaso—. Bueno,
encantado de conocerte. Ha sido un rato muy entretenido.
—Lo mismo digo, Emilio —aseguró,
sin darse cuenta de que, del casi medio centenar de veces que acababa una
conversación con esa frase, esa las pocas veces que era sincera—. Escucha, ¿en
otra ocasión…?
—¿Podríamos quedar? —terminó
la pregunta—. ¿Para charlar, tomar alguna caña más o así?
Ella sintió la tentación de
asentir, de confirmar lo que quería, pero se contuvo. Acababan de conocerse.
Los dos.
—Ya veremos —se limitó a
decir—. Por algo… me has dado tu número —Lucía no supo al momento si era así;
el intercambio de datos había sido abrumador—. Hasta pronto. Que te diviertas.
Ella le vio alejarse, su
amplia espalda mezclándose con el
caleidoscopio de cuerpos haciendo pedidos, dispersándolos o agitándose
perezosamente al ritmo de las primeras canciones. Su sustituta, más familiar
pero (ahora se daba cuenta) incalculablemente menos atractiva, ocupó su sitio
frente a ella.
—Buenas noches —la saludó
Mari; no esperando su contestación antes de buscar lo que miraba con tanto
interés—. Luci, ¿quién era… ese?
—Uno que he conocido aquí. Estábamos
charlando.
—Ah, vale. —Ya fuese porque
la malinterpretó o porque apreció el relente que había dejado en los ojos de Lucía,
Mari dejó el tema así.
Lucía bajó entonces la
vista a la mesa, encontrando un billete de cinco euros frente a su vaso. Y,
aunque se le podía ir la cabeza, seguro que no había tocado su cartera.
—Y que, además, me ha
invitado.
Ahora, desde luego, no sé qué clase de tío es. Igual, una que ni existe
ya.
Diez minutos después Laura
y Clara se unieron a la pequeña reunión, dando inicio oficialmente a la noche.
La música llenó el local de cuerpos que brincaban y entrechocaban, como si
buscasen agarrarse a las luces intermitentes del techo. Y, pese a la bebida, el
baile y la diversión, algo le había hecho aquel desconocido a Lucía, que no
podía quitárselo de la cabeza.
—Em, buenos días.
¿Disculpe?
Lucía, de espaldas al
mostrador mientras rellenaba los cestos, segura de que era otro cliente
solicitando que cualquier empleada (ella o Carmen, en el mostrador con la
bollería) le dispensase. Un segundo después lo sintió, unos ojos fijos en su
nuca con más interés que el del simple estresado pensando en lo caro que era el
pan; el coste en segundos restantes para llegar al trabajo de sus barras. Justo
antes de volverse, su memoria funcionó.
Al otro lado de la caja registradora,
con chaqueta y pantalón a juego, Emilio Punina le sonreía.
Lucía subió la mano con
intención de taparse la boca, conteniéndose a tiempo. Había pensado que, al
final, aquel hombre vio su breve encuentro como un coitus interruptus sin coitus,
poniendo pies en polvorosa al ver que tenía refuerzos. Y, aunque seguía
convencida de que seguía en el local, de sus múltiples excusas en forma de
visita al baño o a la barra para reponer bebidas, abriéndose paso entre los
extasiados, no lograron que diera con él, convenciéndose de que se había
retirado. Y, aunque intentó hacerse a la idea de que no le vería más el pelo y
de sus propios intentos por soltarse el suyo, había quedado tan embelesada que
sólo pudo esperar a que la juerga acabase y marcharse a casa, mareada por la
bebida y maldiciéndole por estropearle un irrecuperable fin de semana de su
vida.
—Emi…
—Dos barras caseras.
Abiertas, por favor.
Mientras señalaba la razón
de su visita, ella le obedeció mientras se mordía el interior de las mejillas,
analizando las claves cifradas de su visita. ¿Podría conocerla de allí? No
entraban muchos hombres atractivos ni bien vestidos y, si fuese un habitual, lo
recordaría. Y, aunque había hecho el pedido con voz neutra, se fijó en que amagaba
una sonrisa. La había reconocido. ¿Se estaría riendo de ella? No; por algo
tenía una anciana detrás, media docena de clientes en la cafetería y Carmen en
el otro extremo, vigilándola como un eunuco. Tenían prohibido hablar con los
clientes de nada que no fuese precios y productos, cosa que él debía saber. Por
eso decidió, notando su piel empezar a transpirar, que Emilio le decía con
sutileza que no la había olvidado.
—Ya está. ¿Algo más? —preguntó
con soltura fingida, tendiéndole el pan en una bolsa de papel.
—No, ya está. ¿Cuánto?
Pagó dejando sobre el
mostrador más de veinte céntimos de sobra en monedas. Se fue sin esperar al
cambio.
—Esp…
Su intención de hacerle
saber su descuido se interrumpió, no porque ya hubiese salido sino por lo que
notó recoger el dinero. Había algo debajo, plano y ligero. Al abrir la caja,
aprovechó un momento para ojear el papel.
Nueve cifras. Un número de
teléfono. El suyo, desde luego.
Lucía no fue capaz de
reprimir una sonrisa satisfecha.
—Buenos días —se volvió con
fingido entusiasmo hacia su siguiente clienta—. ¿Qué quiere?
—Hola, Lucía.
—¿Cómo…? —A la luz de su
lámpara de dormitorio, cuando por fin se había decidido a llamarle, Lucía
averiguó que Emilio también era telépata—. ¿Cómo sabías mi número? ¿Y mi
trabajo?
—Me lo diste tú, ¿te
acuerdas? He tenido… tiempo de aprendérmelo.
—Vaya… —Por sus
experiencias previas con hombres, o le había parecido un muy buen par de tetas
o era un poco calzonazos—. ¿Y lo de esta mañana?
—Pues… —Durante la pausa lo
visualizó rascándose el cuello—. Me pillaba de camino, nunca he pasado por allí
y así, de paso, comprobaba… si lo que me dijiste era verdad.
—¿Es que no te fías de mí?
—¿Te creerías tú lo primero
que dijese un desconocido de su vida?
Lucía refunfuñó. Acababa de
volver su indignación contra ella.
—Bueno, al menos ya sabemos
un poco… de nosotros —señaló él—. ¿Tu horario, por ejemplo?
—Todos los días, desde las
ocho y media a una y media y de cinco a ocho. Fines de semana sólo por la
mañana.
—Intenso, casi como el mío —señaló—.
¿Y en tu tiempo libre… qué sueles hacer?
Lucía tomó aire; imaginaba
qué derroteros tomaba la conversación. Prefería estar segura.
—¿Me estás pidiendo salir?
Parecía que, después de
todo, veía en ella algo más que un buen par de tetas. Quizás debería
preguntarle qué opinaba de su culo.
Su primer encuentro fue el
miércoles. El sol en caída subía la temperatura al punto perfecto para correr
un poco.
—Vaya, hola Lucía.
—Has venido —confirmó ella
con satisfacción.
Emilio asintió. Había
acudido con una chaqueta de chándal azul oscuro con los bordes plateados y
pantalones de algodón largos rematados en deportivas blancas. Debía admitirlo,
visto así parecía más un deportista famoso, como Piqué o Casillas, que un encargado
de los que llevan corbata.
—Sí, quiero saber si eres
capaz de sudar a mi ritmo.
Ella frunció el ceño,
desafiante. Después de todo, la idea había sido suya.
—Pues a ver. Igual te
tragas tus palabras.
Todo iba muy rápido. Durante
la semana quedaron por la tarde para hacer un poco de deporte y, después, para tomar
algo en algún bar. A Lucía, por algún motivo perdido en lo más hondo de su ello, siempre le habían gustado los
hombres atléticos, muy posiblemente porque la única actividad que había
practicado en su vida con hombres era resistencia en la cama, en la que todos
decían ser igual de buenos y luego tenían mucha prisa por empezar y demasiado
poco aguante. Quizás quería comprobar la calidad de su nuevo pretendiente, o
asegurarse de que era más duro que sus palabras. Aunque, todo había que
decirlo, Emilio no parecía interesarse por reducir su recién estrenada amistad
a un puñado de noche en la misma cama. Aquello le hacía preguntarse ¿qué quería
exactamente? Con veintitrés años, Lucía no sólo era consciente de que tenía
demasiada vida por delante como para comprometerse, sino que se había
acostumbrado demasiado a relaciones breves pero intensas, a las que ahora se
resistía a renunciar. Emilio, en cambio, había tenido tiempo de pasar por eso y,
por qué no, de ampliar sus horizontes ¿Tendría una visión parecida de la vida o
quería estabilidad? Una mujer atractiva, hijos…
De momento, parecía
resistirse a dar el siguiente paso. O cualquier otro.
El jueves Lucía le enseñó
su piso.
—No está nada mal —aseguró
él—. De verdad.
—¿En serio? —Le miró,
arqueando una ceja.
—Bueno, para una recién
emancipada o una estudiante con compañeras de piso…
Lucía rio antes de lanzarle
un cojín del sofá. Su apartamento tenía salón, cocina y dos habitaciones; todo
en apenas cuarenta metros cuadrados. Y, con lo duro que trabajaba para pagarlo,
solía encontrarse en un estado de desorden permanente, que a ella le gustaba
ver como un recordatorio de que la ruina era un abismo abierto bajo sus pies, y
estaba sujetándose con una sola mano al borde. Un nido acogedor, sí, después de
recibir el paso de un vendaval.
De vuelta de unos de sus
paseos, en el que por primera vez Lucía a punto estuvo de sucumbir a la
resistencia de Emilio, en mejor forma de lo que parecía, tomaron algo de café y
unas galletas para recuperar las fuerzas, hablaron sobre sus deportes favoritos
(ella sospechó que mentía al decir que no le gustaban ni el fútbol ni las
carreras de coches), aficiones y comidas preferidas y, cuando se les agotaron
las ideas, se sentaron juntos en el sofá del salón.
—¿Sabes? —observó él entonces—.
Creo que me darás la razón… si digo que no me equivoqué contigo en aquel bar.
Inmediatamente después le
colocó una mano sobre la rodilla.
—Desde luego —aseguró,
levantando la mano derecha mientras simulaba sostener la copa para un brindis
imaginario—. Por las conversaciones interesantes.
Sin dejarse amilanar, le
apoyó la cabeza sobre el hombro. Él apartó la mano de su rodilla, gesto que la
estremeció, haciéndole pensar que lo había espantado; hasta que segundos
después la sintió sobre su hombro, atrayéndola hacia él con fuerza.
—Por cierto —añadió,
susurrándole al oído—. ¿Sabes… que eres una pasada?
—Bueno, creo… que eso y
más.
Él volvió a sonreír, a la
vez que bajaba la mano derecha hasta su espalda, acariciándole la melena que,
curiosamente, hacía honor a su apellido.
—Y tienes… —La notó
desplegarse entre sus dedos—… un pelo tan bonito…
Por fin. El momento había
llegado. Bajo su cabeza, los latidos de su increíble corazón ganaban ritmo.
Emilio le tocó la mejilla
derecha, hundiendo su afilado y duro índice hasta que Lucía dobló la cabeza.
Confirmando sus expectativas, la besó en los labios. Fue un gesto como no
recordaba; no apurado y torpe, desenfocado por la urgencia de llegar al orgasmo.
Una lengua tan dura y fuerte como el caramelo de un chupa-chups que, no obstante,
se movía con cuidado, cariño, duda…
Lucía cerró los ojos, relajándose
mientras se disponía a dejarse llevar. Justo cuando sus bocas se separaron.
Ella, sorprendida, cayó
sobre el sofá. Parpadeó, viéndole levantarse despacio.
—¿Qué pasa? —preguntó,
incorporándose.
—Nada. —Aunque sonreía, por
como sacudía los labios y arrugaba el mentón, era evidente que se sentía muy
incómodo—. Escucha, Lucía, te quiero…
—¿Pero? —No quería, exigía
saberlo—. ¿Hay algún pro…?
—Escucha. —Emilio se
adelantó, poniéndole las manos en los hombros—. Todo va bien. Es sólo que sí,
me has enseñado tu casa. Y, después de eso no… me parece que lo mejor sea hacer
el amor en un sofá.
—Ah… vale.
No podía disimular que, más
que sorprendida, alucinaba.
—Si es por eso, hay una
cama…
—No me entiendes —alegó él,
soltándola e irguiéndose—. Después de esto, he pensado que antes, deberías ver
mi propia casa…
Las pupilas de Lucía se
dilataron.
—Quiero ver… si te causa la
misma impresión que a mí la tuya.
—¿Cutre? —Levantó la ceja
derecha—. Espero que no estés buscando chacha.
Él se rio, lo que
contribuyó a calmarla.
—No, ya verás. Es que es… —Le
llevó varios segundos encontrar la palabra que buscaba—. Especial. Y, eso sí,
mi cama es muy grande. Y suave. Con espacio de sobra para los dos.
Lucía se rio sin poder
evitarlo, preguntándose si era la excusa más pobre para cortar que había oído
en su vida o si, de verdad, su nuevo amigo con derecho tenía una vena romántica.
Cosa que, por el momento, no había tenido ocasión de conocer en sus relaciones anteriores.
Era hora de saltar a la
piscina.
—¿Y eso… cuándo podría ir a
verla?
—¿Te viene bien… mañana?
¿Después de trabajar? —Esa vez apenas tardó medio segundo en contestar.
Ella asintió; que no
pusiese excusas para ganar tiempo era buena señal.
—¿Dónde es? ¿Cómo la
encuentro?
Esta vez, con algo tan
sencillo como dar una dirección, se mostró más receloso.
—¿Y si… en vez de venir tú…
voy yo a recogerte y te llevo con mi
coche?
—Bueno, es aquí. Hemos
llegado.
Lucía se bajó del Mercedes
azul cromado para ver con ojos como platos el desolado lugar al que la había llevado.
La carroza de oro llevaba a la cabaña de la abuelita en el bosque.
Recordando sus palabras
sobre un apartamento en el centro, el destino prometido se encontraba en las
afueras, en el extremo opuesto de los polígonos; un mundo rural, a simple vista
abandonado.
La verdad, siendo de una
sola planta, la casa era muy grande; hecha de ladrillos encalados con escayola
blanca y coronada por tejas de color rojizo que lucían un surtido tinte de
líquenes. La parcela estaba rodeada por una cancela levantada sobre un bajomuro
de piedras y argamasa de aspecto ancestral e inestable, que delimitaba un
cuadrado de unos cuatrocientos metros cuadrados. Frente a la entrada, dos
olivos se erigían en círculos de piedras, mientras una higuera de aspecto
anciano descargaba sus ramas grises y curvas cargadas de hojas verdes con cinco
dedos sobre el costado derecho; imagen que le hizo vislumbrar docenas de manos muertas,
verdes y descompuestas intentando encaramarse al borde de una barca. Una imagen
que le revolvió el estómago y, de rebote, la cabeza, aunque sin llegar a
marearla. En el extremo opuesto, visible desde un camino de unos siete metros
despejado pero no asfaltado unido s la carretera, eran visibles los restos, por
no decir ruinas, de lo que debieron ser cuadras para caballos, a los pies de
las cuales se apreciaban las jaulas de alambre, más pequeñas, que debieron
albergar en su tiempo gallinas y conejos listos para ser sacrificados.
—¿Qué te parece? —preguntó
Emilio detrás de Lucía, quien se adentraba con pasos lentos de sonámbula en el
camino.
La réplica necesitó dos minutos y metro y
medio; lo que tardó Lucía en localizar lo más parecido a unas casas en la
distancia, como a dos kilómetros.
—Emilio. —Su voz salió
cargada de consternación, incluso de furia—. ¿Te referías a esto… cuando decías
que vivías en…?
—¡Ja! —se rio, dando una
palmada antes de señalarla con el dedo—. Vivo en el centro, sí. Así llego antes
a trabajar. Pero esta… es mi verdadera casa. La familiar. Donde me crie. Y
donde vengo… cuando me apetece tener intimidad.
Ella le vio acercarse; no
parecía estar de guasa.
—Es… es…
—Sí, sé que no parece gran
cosa, aparte de muy grande. —Levantó las manos a la altura del pecho al llegar
junto a ella, como intuyendo que se preparaba para manifestar su disgusto de un
modo más directo—. He conseguido dejar la fachada y lo que es la casa por
dentro perfectas, o casi. El polvo, sabes… —suspiró—. Pero los corrales, sin
embargo…
No dijo nada más,
limitándose a sacarse del bolsillo un manojo de llaves del que pendía un
llavero (le pareció que en forma de barco) y caminó hacia la puerta negra de
doble lámina con barrotes rematados en puntas de lanza.
—Vamos, verás cómo por
dentro te gusta —aseguró—. Además, si eres alérgica al polvo, sólo será un
problema si sigues fuera.
Lucía se dispuso a
seguirlo, sintiendo cómo con cada vistazo la casa, más grande a cada paso, le
provocaba temblores en el estómago y espasmos en sus piernas que la ralentizaban.
—Vamos, ¿a qué esperas? Yo
no muerdo, ya lo verás —prometió, riéndose por lo bajo.
Un comentario muy adecuado
para calmarle los nervios. Como Emilio había dicho más de una vez, acababan de
conocerse. Lo que era como decir que de él no conocía nada. Y ahora estaba con
él en una casa enorme en las afueras cuyo aspecto exterior sugería una reliquia
vacía once meses y medio al año; el tipo de sitio que la gente sólo encuentra
si está de paso y mira desde el coche al pasar por delante; por no mencionar
que el vecino más próximo estaba lo bastante lejos para no quejarse del ruido.
Eso suponiendo que lo que veía a lo lejos fuesen, en efecto, casas.
Un sitio que, si le dijesen que tenía
fantasmas por la noche, sería su menor preocupación: no sería, desde luego, la
primera vez que una aventura acababa con ella en una casa ajena, pero siempre
sabía dónde era y sabía como irse. Y, allí, el único coche era el de Emilio.
Otro pensamiento le cruzó
el cerebro, paralizándola un segundo y anulando toda percepción menos la del
bum-bum de su pecho. Sí, era casi un desconocido; por eso, no había hablado de
él con sus amigas, ni con nadie. Si la echaban de menos, nadie la buscaría
allí…
Lucía se alegró de haber
tomado precauciones; junto a tres profilácticos debidamente envasados, en el
fondo de su bolso daba tumbos un spray de pimienta. Todo lo que necesitaba para
disfrutar de una velada íntima sintiéndose segura.
Apretando su garantía
contra su costado, la pistolera cruzó la entrada abierta. A unos tres metros de
distancia, un amplio patio empedrado acababa en la puerta doble de madera
rematada con hierro, más de dos metros de alto y aspecto tan pesado como
antiguo. Mientras Emilio peleaba por girar su llave, ella se le acercó con cuidado.
Por las ventanas, deducía que había cuatro habitaciones a cada lado de la
entrada. Y todas y cada una de las ventanas tenían rejas. No era de extrañar
que al hombre le gustase el sitio como retiro. Aunque desfasado, su sistema de
seguridad era bueno.
—Vamos —Emilio apartó la
puerta izquierda, manteniéndola abierta mientras la invitaba a pasar—. Te
presento mi casa.
Lucía cruzó el umbral. Daba
a un recibidor compuesto por un pasillo abovedado de dos metros y medio, a los
lados del cual se abrían dos accesos, los dos primeros sin puerta ni goznes,
seguramente la cocina y al salón. Resultaba sombría, iluminada por la luz que entraba
por las ventanas de las salas laterales, aunque su limpieza era preciosa: el
blanco de las paredes parecía hielo ártico, lo que por desgracia incrementaba
la sensación de soledad y frialdad que transmitía, aunque la temperatura, allí y seguramente en el
resto de la casa, era moderada y agradable.
Sin embargo, Lucía se
estremeció al comprobar la consistencia de la sobrecargada decoración a su
alrededor.
Docenas de ojos se clavaban
en ella, mirase donde mirase; impresión realzada por estar todos a la altura
media de un pecho humano. Docenas de rostros enmarcados cubrían las paredes y
las cómodas, sólo interrumpidos por los huecos de las entradas. Unos estaban llenos
de color; otros tenían el gris óxido de los tiempos pasados, que manchaba
rostros serios de expresión perdida. Sin embargo, al fijarse en los ojos, el
rasgo vital para dotarles de humanidad, el reflejo de la vida, se hundía en la
negrura como si los hubiesen quemados con cigarrillos, atravesándoles el
cráneo.
—Bueno, cielo. —Emilio se
le acercó por detrás—. ¿Qué te parece?
Lucía le miró. Vio en la
primera imagen, una litografía de un hombre de mediana edad de rasgos fuertes y
varoniles estropeados por un desfasado mostacho que, no obstante, en su época
debió causar la locura de las mujeres. La siguiente imagen, a su lado era del
mismo tipo; el hombre de pie junto a un adolescente, un chico de unos trece
años de expresión seria. Frente a ellos había un dibujo del mismo chico, algo
más crecido, seguido de una imagen suya de adulto junto a su propio hijo, algo
más bajo que él a su edad. Esta ya era una instantánea, seguramente tomada con
una cámara de fuelles.
—Es bonito —consiguió
mascullar, adentrándose dos pasos más en el pasillo sin apartar la vista de la
hipnótica exposición—. Las fotos…
—Mi familia. Ya te lo he
dicho, esta casa… es muy antigua. Y tiene su historia. Por eso no me atrevo a
demolerla para hacerme un adosado. Sería… una traición. Y como haya fantasmas…
Se rió de su propio ocurrencia,
adelantándola con pasos largos. Lucía mantuvo la distancia. No quería
reconocerlo, pero la verdadera razón por la que su atención se centraba en esa
galería que pasaba del hombre al chico, del chico al joven y del joven al
hombre, era la impresión de vigilancia que provocaban. Y, siendo como eran
papel tras un vidrio, no debía asustarla que tuviesen espías tras unos ojos
recortados.
—¿Cuánto… hasta cuánto se
remontan estas fotos?
Para su sorpresa, Emilio se
encogió de hombros.
—Qué se yo… Hasta donde sé,
trescientos años fácil. Aunque algunas pueden ser más antiguas.
Lucía le siguió, hasta una
cómoda en la pared derecha pasado el hueco de la cocina. Allí las cartulinas de
aspecto chamuscado daban paso a las estampas Kodak, en donde destacaba una
instantánea del ancho de un folio con marco de plata, por lo visto tomada en aquel
exterior. En ella aparecían un hombre maduro peinado con gomina y con un traje
elegante, al lado de un hombre más joven, una cabeza más bajo y con camisa y
vaqueros, a los pies del cual había un chico sonriente, moreno y de piel pálida.
—Esta, por ejemplo… —Emilio
se apoderó de ella—. Es mi familia directa.
—Tu padre, tú… —Le costaba
encontrar parecido con el joven a la derecha—. ¿Y algún…hermano pequeño?
Nuevamente una carcajada
que, esta vez, Lucía sintió como una burla hacia ella.
Lo sabía. Aquella era la
sorpresa.
—Casi aciertas, pero de muy
lejos —aseguró, plantando su huella digital sucesivamente sobre cada cara—. Mi
abuelo, mi padre… y yo.
El último dedo se posó
sobre el niño.
Lucía no salió de su
asombro. Había pasado del desengaño a la incomprensión.
—No jodas. ¿Qué edad tenía
tu padre…?
—Pues, en esta foto… —Emilio
se rascó el mentón, formando sutiles arrugas de piel—. Treinta y algo años…
casi como yo.
—¿Y tú…?
—Creo que once o doce…
Lucía ladeó la cabeza,
hechos los números.
—¿Qué? —Emilio se encogió
de hombros, anticipando el ataque—. Ya te he dicho que en mi familia aprendemos
a tratar con las mujeres desde muy jóvenes… —Dejó la foto en la cómoda y empezó
a retroceder, hacia ella—. Y es común que algunos nos casemos jóvenes…
Ya estaba; era todo lo que
tenía que oír.
—Oye, Emilio…
Él la ignoró, haciendo que
tensase sus hombros al alcanzarla; pensaba que alargaría una mano para intentar
rozarle la mejilla. Pero, en vez de eso, se metió en la cocina.
—Me gusta tu casa, y que
hayas tenido el detalle de traerme, de verdad. Pero…
Él siguió haciendo oídos
sordos.
—Oye, ¿me escuchas?
Lucía corrió tras él,
quedando tan inmóvil en el marco rectangular que debía parecer un póster; un
añadido a la exposición de recuerdos de los Punina.
Como esperaba sin saber la
razón, la cocina era de última generación y estaba completamente equipada,
encajada en un recinto que apenas habría cambiado en los últimos siglos; haciéndole
pensar que, quizás, Emilio pretendía enseñarle el palacio que podría gobernar
si accedía a ser su reina.
A la derecha, casi rozando
la pared, una mesa maciza de madera pulida cubierta por un mantel con encajes y
media docena de sillas a juego. A la izquierda estaba la nevera con congelador
Fagor y un horno Boch y, al fondo, bajo una ventana enrejada disimulada por una
cortinilla blanca, el fregadero, el lavavajillas y la vitrocerámica sobre una
hilera de alacenas. A Lucía le extrañó la posibilidad de que guardase la
cubertería, los vasos y la vajilla a nivel del suelo, siendo los armarios tan
nuevos. Sin embargo, más le llamó la atención el rincón derecho, donde encontró
el único elemento antiguo, disimulado por la mesa: una puerta de color oscuro
con remaches de hierro de aspecto oxidado entre sus traviesas y un enorme
agujero de cerradura.
Emilio se agachó un momento
para sacar algo de una puertecilla, dos copas de cristal. Luego levantó una
botella de vino tinto con el corcho aflojado, tapada por la nevera. La destapó
y llenó las dos copas.
—Escucha. —Lo siguió,
decidida a ser tajante—. No sé si me has oído…
—Te he oído, y te entiendo
perfectamente —aseguró, sujetando en cada mano una copa, antes de mirarla a los
ojos—. Piensas que quiero ir a saco… Casarme contigo, tener muchos hijos y que
vivamos felices para siempre.
Ella entreabrió la boca sin
hablar; preguntándose si también podía leer el pensamiento. Ella no lo habría
explicado mejor. Aunque, al mismo tiempo, se sintió aliviada.
—Sí —confirmó—. ¿Y es lo
qué…?
—Bueno, sé… —Se encogió de
hombros de camino hacia ella—… que puede horrorizar de buenas a primeras.
Lucía sintió como si
impactase contra una pared, tanto que cuando hizo ademán de darle la copa le
ignoró; sencillamente no estaba atenta.
—Escucha, Lucía. —La miró a
los ojos, hablando con suavidad pero siendo rotundo—. Una relación seria, entre
personas como tú y yo… bueno, podría ser. Podría, —recalcó—, si… funcionamos,
¿no?
Desde la tumba de su
cuerpo, los ojos de Lucía retenían su vida, recorriéndole de arriba abajo, buscando
en él rastros de actuación, de mentira.
—Aparte… Sí, eres guapa y
joven y, por lo menos, parece que tu una vida es normal… —Ella asentía
mecánicamente, dudando s considerar eso un halago—. Pero… ir tan deprisa no…
sería inteligente, ¿verdad?
Dio un paso al frente y le
tendió la copa, agitando su contenido sin derramar ni una gota.
—Por eso, creo que es mejor
que vaya… vayamos poco a poco. A ver qué tal nos sentimos.
Ahora sí lo había decidido.
Si el revolcón merecía la pena, a lo mejor valía la pena conservar su número. Si
no, pocas cosas habría en su fabulosa casa familiar capaces de retenerla allí
mucho más.
—¿Quieres? —le ofreció con
insistencia—. La he preparado… pensando en este momento.
Lucía la aceptó,
consiguiendo guardarse sus recelos. No era tan raro beber antes de ponerse a
tono porque, como lo que pretendiese fuese emborracharla para jugar con ella a
la muñeca de las perversiones, iba listo.
Apenas dio un sorbo, su
intensidad ahogó sus papilas gustativas, obligándola a paladearlo suavemente
antes de volver a probarlo.
—Buen vino —admitió,
apurando un poco más—. De verdad.
—Es un Somontano del
ochenta y dos; una marca curiosa —explicó—. Apenas tiene treinta años y ya
tiene un sabor excelente.
Emilio dio un par de pasos
frente a ella, bebiendo también, con la delicadeza de un gato.
—Uno no puede evitar
preguntarse… —decía, mirando al suelo—. Cómo pueden llegar a ser las cosas si
se les da tiempo… para madurar.
¿Era una indirecta o le estaba diciendo que
ya podían pasar a los preliminares?
—Me alegro de que te guste —dijo,
volviendo a mirarla—. No sabía si sería mejor este o algo más viejo, como un
Burdeos…
Lucía, convencida de que presumía
de enólogo para impresionarla, sonrió para darle coba.
—¿Ah, sí? No sabía que
entendieses de vinos.
—Tengo muchos —aseguró,
hinchando el pecho con orgullo—. Una bodega entera. Una herencia... que ha ido
acumulando mi familia.
Lucía vació el vientre de
vidrio y le devolvió a Emilio su carcasa traslúcida. Bueno, era guapo, tenía
dinero y pinta de babear por ella. Si sabía tratarla bien…
—¿Y dónde está esa
despensa? Siento curiosidad…
Él sonrió. Dejó las dos
copas, la vacía y la medio llena, sobre la mesa y empujó un poco el mueble,
dejando espacio respecto a la pared.
—Aquí —indicó.
Pegó la espalda a la pared
y dio un par de golpecitos rítmicos con el puño derecho. Había tocado madera.
—Era la antigua despensa de
la casa —explicó, mientras se metía la mano en el bolsillo—. Creo… que data de
mil seiscientos y algo.
Sacó una nueva llave
individual, de latón bruñido y algo más larga y delgada que la principal. La encajó
en la cerradura, que gruñó como una hembra poco receptiva al ser penetrada, y
la abrió por completo.
—Ven —la animó.
Instintivamente, Lucía se
hizo atrás, mirando aquel espacio oscuro como haría con una rata muerta que
hubiese encontrado por el olor en unaesquina. Primero alcohol caro y ahora la
promesa de ver una flamante bodega en un sótano centenario de una mansión
aislada. La imagen de un loco semidesnudo atando y torturando a mujeres
indefensas en una cámara secreta en su casa la asaltó.
—Mira, Emilio, creo que…
Él fue muy rápido; la
agarró por las muñecas y la atrajo; con delicadeza, eso sí. Ella intentó
forcejear, resistirse, pero sintió sus miembros más ligeros, adormilados por un
hormigueo que bullía desde sus hombros a la punta de sus dedos, mientras sus
piernas se dejaban llevar dócilmente.
—Emilio, ¿qué…?
—Vamos, no seas tímida —insistió—.
Vas a ver cómo te va a gustar.
La atraía hacia el umbral
oscuro; le pareció una boca abierta, dispuesta a engullirla y digerirla.
—Emilio, escucha…
—Todo irá bien; voy detrás
de ti —la interrumpió, antes de añadir—: Por cierto, la luz está abajo. Pero
cuidado con los… ¡escalones!
Su modo de pronunciar la
última palabra la puso en alerta, pero demasiado tarde.
Emilio la lanzó adelante;
Lucía, sintiendo que caía a un pozo, lanzó un grito nervioso.
—¿Pero qué…?
Aunque dentro no había
luz, la que se colaba desde la cocina era suficiente para apreciar que el
suelo, un grueso bloque de granito gris ceniciento, se perdía unos tres pasos
frente a ella, marcando el principio de un escalón. Lucía hundió los tacones de
sus zapatos contra el suelo, resbalando de forma tosca antes de conseguir
parar. La buena noticia era que no se partiría el cuello. La mala fue que, un
segundo después, la cortina cayó. Las luces se fueron con el sonido de la
puerta al encajar.
—¡Emilio! —gritó, sintiendo
como escupía con rabia el breve momento de euforia inducido por el Somontano,
antes de embestir contra la puerta—. ¿Qué coño haces?
El golpe de sus puños
coincidió con el chasquido de la cerradura al girar la llave. El quejido de la
madera le hizo sentir como si sus dedos fuesen manojos de plumas. Dio tres
golpes más, simplemente para descargar su rabia. Su respiración cobraba
intensidad, intentando reponerse a la sorpresa y al miedo, mientras tanteaba
con la mano derecha el lado izquierdo de la puerta. No había manija. Claro,
¿para qué, si al salir cerraba con llave?
—Emilio. —Por lo menos
todavía entraba suficiente luz por debajo para dejarle ver—. Jodido loco, dime
ahora mismo…
—Ah, estás bien. —Parecía
sorprendido—. Me alegro. Ya me parecía que no te habías caído.
Lucía apretó los puños,
sintiendo que se arañaba con sus propias uñas. El comentario era tan hilarante
que no le veía cabida. Decidió ponerse en lo menos malo.
—Muy bien, eres muy
gracioso. Casi consigues que me mee encima. ¿Y ahora… —Dotó intencionadamente a
su voz de sensualidad—… que te parece si te dejas de tonterías y abres la
puerta… para que podamos…?
—Me has leído el
pensamiento, querida —aseguro—. Espera sólo un momento a que me prepare…
—Muchas gracias, cielo.
Ven, vamos. —Intentaba parecerle ansiosa, desesperada.
—Aunque, claro, tendré que
ducharme, cambiarme, ponerme… a la altura…
En ese momento, Lucía
vislumbró la sonrisa en su cara traidora. Que no se riese sólo la hizo sentirse
más indefensa.
—Emilio, escucha…
—No, escúchame tú.
Tranquila. No voy a hacerte daño.
—Por favor… —Su
condescendencia la ponía cada vez más nerviosa—. No me digas…
—De verdad, créeme. Verás
que no hay nada en esa bodega que pueda herirte.
Furiosa, dio una patada a
la puerta que la hizo temblar en sus goznes.
—Yo de ti no haría eso; no
querrás hacerte daño.
—Escucha cabrón, te juro
que cuando salga de aquí…
—De todos modos tengo que
entrar… en un rato. Si quieres, hablamos entonces. Por ahora, descansa.
Le oyó volver al pasillo,
sus pasos perdiéndose en la casa. Lucía, derrotada, retrocedió, alejándose de
la puerta. Sólo su orgullo le impedía llorar. Eso excitaría más a aquel cabrón.
En ese momento lo recordó;
un chispazo emocional que desvaneció su pena por un segundo.
Sus manos se apresuraban
en atrapar el móvil. Podía pedir ayuda, aunque no estaba segura de tener
cobertura. Y el bote de spray. Si Emilio cumplía su palabra y bajaba…
Se llevó la mano al costado
derecho, buscando arañar la bolsa de cuero sujeta con dos correas. Amagó un
grito y apretó los dientes después de arañar su jersey primero y aletear
después, moviendo sólo su pelo y el aire.
Claro, cuando la había
cogido para empujarla también le había quitado el bolso; debía de pensar que
llevaría el teléfono con ella. Por tanto, así estaban para ella las cosas: sola
consigo misma dentro de una bodega cerrada, a la espera de que hiciese con ella
lo que quisiera, cosa seguramente no
sería agradable. Porque como pensase pedir a su familia dinero para un rescate…
Lucía se frotó las manos,
antes de cruzarlas sobre su pecho. En contraste con el calor del verano fuera y
la frescura dentro de la casa, la temperatura en aquel sótano debía rondar los doce
grados o menos, lo que indicaba que Emilio no mentía sobre la bodega. Y, a la
vez, comprobó que debía de entrar allí mucho. Pese al frío, se respiraba bien;
no era el ambiente recargado que se espera de un almacén viejo. Sin polvo en el
aire ni el suelo, ni telarañas en las esquinas del techo…
Al mirar a su alrededor,
Lucía se fijo en los peldaños que bajaban. Doce escalones blancos como las
teclas de un piano, tan estrechos que la punta de sus pies sobresalían sobre
ellos. Y, más importante, al fondo también había luz; una claridad blanca y
sutil, apenas suficiente para apreciar la escalera y lo que hubiese al final.
Era una ventaja a su favor.
Si Emilio iba a tardar en bajar, dándole tiempo para familiarizarse con el sitio,
tenía la opción de defenderse. No estaba segura de lo que le esperaba: una
celda, una bolsa en la cabeza, una colección de disfraces de cuero, esposas y
látigos… Pero de lo que estaba segura era de que no dejaría nada peligroso al
alcance de su víctima, para que pudiese destrozarlo o usarlo contra él. Difícilmente,
habría algo allí abajo que pudiese usar de arma.
Lucía tropezó, obligándose
a apoyarse en la pared, mientras contenía la respiración. El sitio de por sí
era silencioso, lejos de la mayoría de reventadores de tímpanos, y las gruesas
paredes repelían buena parte del sonido exterior. En el patio, un pájaro
cantaba. Sobre su cabeza el agua respetaba por las cañerías. Y estaba segura de
haber oído algo. Fue momentáneo y ahogado, tan delicado como de pies descalzos
sobre aquel suelo desnudo de piedra.
Apretando la nariz, oyendo
sólo su corazón, miró abajo. No creía que tuviese compañía. Quizás otra chica,
una víctima anterior con la que aquel desequilibrado hijo de puta se hubiese
cansado de jugar y a la que pretendía reemplazar…
—¿Hola? —llamó, gritando todo lo que pudo—.
¿Hay… alguien? ¿Alguien me oye?
Lucía respiró, antes de
volver a aspirar. No tuvo respuesta. Con cuidado, adelantó su pie derecho al
borde del peldaño superior, disponiéndose a bajar al siguiente…
Cuando su pie izquierdo
pisó el siguiente peldaño, oyó el murmullo de algo grande pero ligero
arrastrándose, seguido de otro más extraño, momentáneo como un chispazo pero a
la vez insignificante. El sonido que haría una sábana arrastrada, cayendo al
suelo sobre sí misma.
Resoplando con más fuerza
de la pretendida, Lucía retrocedió de vuelta a lo alto de la escalera.
—¡Estoy aquí! Me ha
encerrado…
Interrumpió su llamada al
no estar segura de que su destinatario pudiese oírla. Había algo allí abajo, seguro.
Que no acudiese a su llamada era, por un lado, motivo de tranquilidad; probaba
que no tenía intenciones hostiles, de momento. Pero que no respondiese la
inquietaba. Ya debía saber que no era Emilio…
Un breve recuerdo del
cuento de Barbazul presagiaba una colección improbable de cadáveres colgando de
las paredes, y uno de los primeros pensamientos se Lucía sobre su cautiverio
empezó a desvanecerse, cediendo su puesto a la más posible visión de una mujer,
seguramente joven como ella, encadenada y desnutrida, sin fuerzas para moverse
ni hablar y condenada a revolcarse entre sus excrementos y su desesperación…
Lucía tomó aire, decidida,
necesitando estar alerta al cien por cien. Bajó la escalera pisando fuerte,
anunciando a quien la esperaba que acudía a su encuentro.
Después del séptimo escalón,
a mitad del trayecto, empezó a notar que, pese a su primera impresión, el aire
en el fondo de la bodega no era tan puro, seguramente porque el contacto con la
cocina ayudaba a ventilarlo. Empezó a boquear; pese al esfuerzo de sus
pulmones, arrugados como fuelles, respirar no era suficiente. Le ardía el
pecho, sensación que le subía a la cabeza, provocándole punzadas de dolor
esporádicas que poco a poco oscurecían su visión.
Lucía, consciente de que
podía perder el sentido, hizo un alto a dos escalones del suelo, el equivalente
a un paso largo, mientras mantenía el equilibrio contra la pared. Mientras
jadeaba, absorbiendo ese aire enclaustrado, fresco y libre de partículas que
obstruyesen su respiración, entendió la razón de su repentina debilidad. Le dio
un golpe al muro, sintiéndose estúpida.
Emilio. El vino estaba
preparado. Algún tipo de droga que la volvía débil y fácil de tratar…
Tuvo ganas de escupir, sólo
para manchar el suelo de la casa de la que estaba tan orgulloso. Por eso la
había metido allí con tanta facilidad. Ya era tarde para meterse los dedos en
la boca. Debía de ser de efecto rápido…
Tras un minuto para
recomponerse, dio dos pasos más y volvió a pisar un suelo firme y horizontal.
Su vista estaba nublada, como si llevase un velo negro de viuda, pero todavía
podía moverse, sin más problemas que la rigidez de sus miembros.
Dos pasos más y dejó atrás
la escalera. Lucía vio que la luz entraba por una pequeña claraboya rectangular
en el centro de la pared a su izquierda, pegada al techo de algo más de dos
metros. Demasiada alta para llegar, cosa que no dejaba de ser irónica. Por lo
que había visto, era la única ventana de la casa sin rejas.
De allí dio un tumbo hasta
la derecha, forzada a abrir aún más los ojos al ver el cable negro y retorcido
que subía, conectando un pequeño interruptor blanco con tres bombillas
individuales, cada una con su cable en el techo.
Lucía se rió; Emilio decía la verdad sobre la luz. ¿Le habría dicho
también la verdad sobre lo demás? Recordó el sonio del agua. ¿Estaría
duchándose para luego vestirse… y bajar para una cena romántica con ella? No lo
creía. Había tenido novios lo bastante tarados para probar cosas que no se le
habrían ocurrido ni borracha. Y alguien con la cabeza lo bastante amueblada
para montar una trampa tan elaborada no
pensaría que su victima se le echaría a los brazos al verle llegar. ¿Cómo llamaban
a aquel cliché? ¿La damisela en apuros?
Lucía alargó el dedo índice
derecho hasta el interruptor, sintiendo la tentación de apretarlo. Vería mejor
que ahora, aunque corría el riesgo de su intensidad le fundiese los ojos por
culpa de la doga. Sería mejor echar antes un vistazo a lo que le esperaba…
Otro sonido la paralizó durante
unos segundos, desde la porción de la sala al doblar la esquina. Un crujido
largo y agónico, de puerta de bisagras oxidadas arrastrada en una película de
terror. Lucía se mantuvo expectante, a la espera de que el responsable volviese
a moverse, o de que una brisa confirmase que había al menos una puerta abierta.
Contaba mentalmente el tiempo, treinta segundos, un minuto, dos…
El silencio no la sacó de
dudas.
Una cabezada hacia su
derecha le petrificó el cuello. Aunque le costaba ver, situación que esperaba
empeoraría con cada minuto, la claridad y nitidez del subterráneo la impresionó
tanto como su tamaño.
La superficie total sería
de siete metros, con un ancho de paredes de dos, con su suelo de piedra
radiante por el barrido a intervalos de tiempo muy cortos. A partir de la mitad de la habitación había una moqueta de color gris y aspecto duro
que llegaba hasta la pared opuesta. Y, más curioso, desde su comienzo se veían varios
objetos amontonándose contra las paredes, dando la impresión de ser una especie
de trastero. La mezcla subterránea entre cementerio y cripta donde la familia
Punina se deshacía de aquello que ya no le hacía falta, almacenándolo para que
fuese pasto del tiempo, la humedad y los pequeños insectos de las esquinas
oscuras, aunque el último de ellos se
molestaba en limpiarlo y airearlo.
Era muy raro. Sobre la
moqueta se desperdigaban diferentes utensilios pequeños de formas diversas.
Aunque, desde luego, Emilio le había mentido: allí podía haber cualquier cosa
menos botellas de vino. Después de que dos pasos mantuviesen su fe en estar en
pie, Lucía se acercó a ver qué eran; sintiendo cada paso como sobre una cuerda floja. Consiguió
llegar a la moqueta y agacharse sin caer.
Era imposible. Era un
camión de la construcción, amarillo y con las ruedas negras, brillante como
nuevo. Todo de plástico menos sus ejes de metal. Un juguete en perfecto estado
y, más llamativo, de lado; como si lo hubiesen usado hacía poco.
Lucía empezó a agacharse
para dejarlo otra vez en su sitio. Más adelante descansaba sobre el suelo lo
que le pareció un trapo arrugado y rancio de color gris. Al darle un puntapié,
un conejito de peluche con la punta de la oreja derecha arrancada y botones
cosidos por ojos se volteó, mirándola de forma acusadora por despertarlo. A su
lado, varias figuras geométricas de madera pintadas, un cubo verde, dos pilares
amarillos, un bloque azul y una pirámide roja, dibujaban una flecha a ninguna
parte.
Juguetes.
A su izquierda había de
ocho cajas de cartón, apiladas de dos en dos; las de abajo cerradas por el peso
que ejercían las de arriba. Lucía abrió la primera. Un patín. Un oso de peluche
de aspecto antiguo. Más bloques con letras dibujadas. Reproducciones en plomo
de soldados.
Respirando con esfuerzo,
habiendo levantado la primera capa de polvo allí al separar las hojas de la
caja, Lucía volvió al centro de la sala. Juguetes antiguos, muchos con pinta de
usados. Quizás del propio Emilio, guardados por nostalgia melancólica, o como
herencia para el próximo Punina.
Estremecida por lo que
implicaba esa idea, se acercó a la pared opuesta. El primer objeto era un
guardalibros con dos baldas, ocupadas por volúmenes gruesos del tamaño de
folios. Lucía se inclinó; pese a su estado y la escasa luminosidad, todavía podía
ver qué eran: un diccionario, el más grueso de todos. Un libro de matemáticas.
Un cuaderno de gramática que, al echarle un vistazo, encontró lleno de rayajos
hechos con lápiz. Un libro de geografía lleno de mapas. Y, el más nuevo de
todos, precisamente, un libro de historia para sexto de primaria. A su lado, un
baúl de madera, tal vez roble, enorme y viejo. Al abrirlo, pensando quizás que
encontraría por fin un objeto adecuado para recibir a su anfitrión, encontró decepcionada
mantas, sábanas y un sinfín de calcetines y calzoncillos arrugados. Sin
embargo, el enorme objeto al fondo de esa pared cautivó todavía más su atención.
Por un momento le faltó el
aire, espesando aún más la maraña de hilos negros desenrollados ante sus ojos.
El peor de los presagios, y a la vez el más extraño. Una cama para un ocupante;
sin hacer, pero impoluta, como recién dejada. Lucía se acercó más y, pese a su
repulsión inicial, se inclinó sobre ella. No olió nada desagradable. Después
acarició las arrugas sobre la sábana. Fría. Su último ocupante la había dejado
hacía tiempo. Junto al cabecero vio una pequeña manta arrugada sobre el suelo.
Decidió que aquello era lo que había oído caer antes.
Se acercó hacia allí,
apartándose horrorizada al ver lo que sobresalía de las patas: correas de cuero,
al final de largas cadenas de eslabones finos.
Frotándose el entrecejo
mientras el sueño se apoderaba de ella, Lucía encontró tras ella, con sorpresa,
un televisor enorme, de al menos cuarenta pulgadas, pero más viejo que los
juguetes. No tenía mando a distancia sino que los canales se cambiaban pulsando
los botones numerados a la izquierda de la pantalla gris. Y, a su lado, un
espejo oval de cuerpo entero, enmarcado en madera…
Al verse reflejada en él,
sintió una punzada en el pecho. Su cuerpo, desgarrado por una telaraña de
retorcidos truenos negros. Alguien había roto el espejo, sin duda de un
violento golpe en el centro, descomponiendo su imagen en pedazos. Para verse
así con cada despertar, la mente del vándalo debía estar tan fracturada como
ese reflejo.
La fatigada Lucía, a la que
cada vez costaba más mantener la cabeza erguida, sintió su cuerpo escorarse
hacia la izquierda, momento en que otro elemento se cruzó con sus ojos. Una
puerta en la pared al fondo dormitorio, tan abierta que podía ver su interior.
Muy mal tenía que estar para no haberla visto
antes. Lucía se ladeó un poco más para mirar en su interior. No pudo apreciar
gran cosa; estaba muy oscuro. Sería un armario, aunque le pareció distinguir varias
formas abstractas y blancas…
Suspiró. Era un cuarto de
baño, junto a la cama la unidad elemental para hacer un sitio habitable.
Aquello confirmaba que su cautiverio prometía ir para largo.
Sintiendo sus fuerzas dejarla
definitivamente, sus piernas deshinchadas por calambres que ni senría, Lucía se
sintió caer, ahora sí, sobre el colchón tras ella. Era muy blando y cálido,
como si fuese nuevo o sin demasiados años a sus espaldas. Ya no le importaba lo
que sobresalía de sus extremos.
Mientras preguntaba mentalmente
al techo qué le esperaba, un gemido parecido al de un autobús doblando una
esquina se elevó sobre el aturdimiento de la droga. En alguna parte, una puerta
se cerraba.
Sintiéndose como si llevase
puesta una corona de oro de veinte kilos, Lucía consiguió doblar su cuello lo
bastante para ver que era la que tenía delante. Una mano invisible cerraba el
aseo; acción para nada atribuible al viento.
Se produjo un efecto
extraño cuando la puerta salió de su vista. Lucía se quedó mirando la esquina
de la pared del televisor con la del lavabo, un simple hueco gris pálido especialmente
marginado por la luz. Le parecía tan oscuro como una cueva con un secreto al
fondo.
Algo parecido a una migraña
le hizo encogerse. Entornó los ojos, consiguiendo apreciar que allí, entre las
sombras, había algo.
Sentarse le supuso a Lucía
luchar contra una espalda pétrea y unos brazos insensibles, pero consiguió
doblar la tabla, enfocando lo que le quedaba de vista al frente.
En el ese momento su
acompañante salía de la oscuridad. Una pierna, la derecha.
Aquel paso al frente le desorbitó
los ojos más allá de la confusión o el miedo.
¿Qué estoy viendo?, se preguntó, sintiendo su boca convertirse en
engrudo.
La pierna, menuda, desnuda y descalza,
terminaba en un pie no mucho mayor que el suyo, carente de suciedad o vello. Tenía
la piel del color rojo de una ampolla reventada, con uñas demasiado crecidas
que laceraban los bordes de sus dedos y una mancha bajo la rodilla del color de
un vómito y una consistencia parecida a una colonia de hongos. Al primer paso
siguió un segundo. La pierna izquierda no era muy diferente, salvo por la forma
en que cojeaba al doblar el pie.
Cuando su dueño se hizo
visible, Lucía se sintió como si hubiese engullido entero un salmón, que ahora
coleaba en su estómago, arrastrando bilis hacía su boca. Se asfixiaba, incapaz
de tomar suficiente oxigeno mientras deseaba que esa cosa se fuese; y si no, que
siguiese lejos de ella y donde no pudiese verlo.
Ese monstruo, era,
simplemente, imposible. Bajito y famélico como un niño desnutrido, su cuerpo
desnudo presentaba un vientre hinchado por fluido cubierto de bultos crecidos
bajo la piel y quistes, revestido de todo tipo de manchas pustulosas de viruela
y acné. Sus brazos, finos como palos ensamblados por las articulaciones, lucían
tatuajes de úlceras abiertas y cortes largos; doblados hacia abajo como si
alguna incapacidad nerviosa le impidiese levantarlos.
Pero lo peor era la cara. Una mandíbula
saliente y colgante llena de dientes y encías ennegrecidos por las caries y las
llagas, de la que colgaba un hilo de saliva turbia. Las mejillas se hundían y la
nariz, retorcida, parecía a punto de desprenderse con gruesos círculos de piel
coriácea rodeando los ojos, de los que pudo ver el iris izquierdo blanco,
tapado por una película lechosa. Finos jirones de sucio pelo caían de su
cabeza, calva excepto por varias verrugas, tumores que empequeñecían la
deformidad de John Hurt en El Hombre
Elefante.
Era, en palabras sencillas,
el engendro más deforme y lastimoso que Lucía podía imaginar pero peor. Sentía
tanta compasión como asco porque algo así pudiese vivir. Compasión que duró
hasta que empezó a moverse hacia ella, emitiendo suaves gemidos de bebé
hambriento.
Torciendo con asco la boca,
se hizo atrás, tendiéndose sobre el colchón en un gesto que sólo alguien muy
torpe podría confundir con ofrecimiento. Aquel pareció ser el caso de la
criatura, que aceleró. La rigidez en sus miembros y evidente cojera hicieron
que Lucía conservase por un momento la esperanza de que tropezase y se
estampase sobre el suelo para morir, antes de entender que, aunque se movía
como un niño dando sus primeros pasos, estaba demasiado entusiasmado con aquel
regalo de la superficie como para arriesgarse a que un tropezón le retrasase.
Lucía intentó levantarse,
presionando con sus codos el blando colchón, consiguiendo sólo arrastrarse sobre
la cama, alejándose. Una huida que servía de poco: la cosa estaría a medio
metro de ella cuando sintió con dolor que su cabeza subía. Había llegado a la
pared.
—No —consiguió articular,
levantado la mano derecha frente a su cara—. ¡No! Para…
Pretendía por igual repelerlo
y no verlo. Falló en ambos cosas.
—Por favor, escucha…
Aquello no escuchaba; sabía
demasiado bien lo que hacía. Con agilidad pasmosa, al llegar al colchón se
encaramó a él. Lucía intentó levantar la pierna y devolverlo al suelo, pero era
rápido; la evitaba deslizándose sobre el colchón mientras se le acercaba.
—¡No, por favor!
Primero se tapó la cara y
el cuello con los brazos, intentando defenderse. Luego, al sentir que le caía encima,
le lanzó con todas sus fuerzas restantes manotazos, intentando repelerle,
empujarle, apartarle. Al margen del calmante, en aquel momento deseó no haber
malgastado sus fuerzas con la puerta. La agarró con fuerza por el cuello y el
hombro del jersey, poniéndola cara a cara. Su aliento llegó hasta ella; un olor
a acetona y encías gangrenadas en el que, para su sorpresa, reconoció otro olor
que no enmascaraba a los demás: fresas.
La empujó con fuerza sobre
el colchón. La cabeza de Lucía rebotó sobre la almohada, quedando
definitivamente tumbada. Sobre ella, de pie y desnudo, la miraba con interés.
Los espasmos de sus
músculos superaban el efecto del veneno. ¿Qué quería de ella? ¿Devorarla viva
como los caníbales deformes de tantas películas de terror de serie b? ¿Pegarle?
¿Desfigurarla a golpes, hasta que fuese tan horrible como…?
La respuesta, más
elemental, llegó sola. Se puso de rodillas sobre ella, juntando las manos sobre
su cintura. Oyó el botón de sus vaqueros abrirse, el crujido de la cremallera
al bajar.
—¿Pero qué…?
De un tirón le bajó los
pantalones hasta enrollárselos en los tobillos.
—No… por favor, no…
El pánico sepultó la
sorpresa inicial, especialmente cuando volvió a inclinarse sobre su entrepierna
y tiró, desprendiendo un tejido blanco de su cuerpo. Un par de parpadeos y
comprobó que eran sus bragas.
—Déjame…
Las piernas de Lucía tenían
su propia conciencia, por encima de la pesadumbre y el miedo, iniciando una
exhibición de patadas a lo alto y a lo bajo, intentando la zancadilla, el golpe
en la rodilla, la patada en los huevos… Pero sus propios pantalones se
convirtieron en grilletes.
Como última defensa, Lucía cruzó
las piernas, así la entrada a su cuerpo. Pero el intruso tenía su propio juego
de ganzúas: sus manos se hundieron entre ellas, clavándose como clavos
oxidados, causando un dolor superior al efecto anestésico que la entorpecía.
Lucía chilló.
—¡Para!
Con aquel ultimo alarido
pasó. Se había quedado sin fuerzas. El grito abrió ojos que debían estar
cerrados, que ahora caían definitivamente. Su voz se perdió mientras su
consciencia, libre de sensaciones y pensamientos, era enterrada viva en el
sarcófago del cerebro. Su cuerpo quedó reducido al de un cadáver que sufría.
Sus piernas se abrieron.
Y aunque cerraba los ojos,
lo hicieron dejándole un recuerdo indeseable y, esperaba que no, imborrable: el
peso delicado de aquel cuerpo sobre ella. La presión que se colaba en ella, tan
débil y dura que pensó que podía ser un dedo mientras su vientre temblaba,
electrizado por el principio de un orgasmo que no quería. Y, sobre ella, el
babeante y nauseabundo rostro, sonriendo de satisfacción mientras se dormía.
Lucía recuperó la
consciencia sin saber cuánto tiempo habría pasado, aunque no podía haber sido
mucho; todavía quedaba alguna luz del día. Lo primero que sintió fue la
jaqueca, ligera como si tuviese una abeja zumbándole dentro de la cabeza, la
boca seca y, lo peor, el dolor de su vagina. Una lágrima rodó por su mejilla
derecha. Era la prueba de que no había sido una pesadilla.
Parpadeó, comprobando que
había recuperado completamente la visibilidad, trastocada sólo por el final del
sueño. Al girarse, comprobó que seguía sobre el colchón, aunque con una crucial
diferencia, acompañada de un tintineo: las correas rodeaban sus muñecas y
tobillos. No sabía hasta qué punto limitaban su movilidad, pero era capaz de darse
la vuelta. Empezó a reconocer la habitación; la puerta del baño, otra vez
abierta, le provocó un estremecimiento (y una arcada). La cosa que la había
atacado y violado, seguía con ella. Su mirada pasó frente al espejo roto…
De camino a la televisión,
Lucía dio un respingo. Había alguien más con ella, y no era la criatura.
Estaba totalmente desnuda,
con las manos a la altura de cadera y dándole la espalda. Tenía una masa de
pelo color caoba oscuro, casi moreno, en la cabeza, con los omóplatos marcados
como alas de ángel y la punta de cada vértebra perfilada en su espalda, hasta
los finos glúteos. Lo primero que destacó fue su palidez. Era tan blanco como
el yeso, sin lunares o pelos sobre su piel, como si nunca hubiese recibido la
luz del sol. Y, no menos impactante, su corta estatura y la apreciación de que
era varón, lo identificaban como muy joven. Un adolescente, quizás hasta un
niño.
—Eh, oye… —Lucía se sentía
como si hubiese tragado sal y, aunque le costó, consiguió hablar—. Chico, aquí.
Me…
Al oírla empezó a darse la
vuelta, girando sus pies con cortos pasos, hasta quedarse mirándola.
No se equivocaba; era aún
más joven de lo que pensó, no más de trece años. De cara estirada, rematada por
una larga barbilla, sus ojos azules brillaban como zafiros mientras su cuerpo
esbelto temblaba, ya fuese de miedo, frío o vergüenza.
—Escucha chaval, ¿puedes
ayudarme…?
El chico ladeó la cabeza
unos centímetros, mirándola con curiosidad. Algo le hizo pensar a Lucía que,
posiblemente, no la entendía. Pero debía intentarlo, tanto por ella como por
él.
—Chico, tienes que
ayudarme. Tienes que salir de aquí. Hay… —suspiró, Temiendo sucumbir a las
náuseas estando postrada—. Un hombre muy peligroso arriba y… una especie de
monstruo por aquí. Si te ven, te harán daño…
Por toda respuesta, el
chico levantó la mano derecha, poniéndola sobre su mejilla como para aliviar un
golpe, antes de echarla atrás, hundiendo los dedos en su pelo. Entonces sonrió.
Primero a Lucía, luego a sí mismo, en los pedazos de espejo que reflejaban su,
moviéndose de un lado a otro para verse mejor.
Lucía se inquietó. Había
algo anormal en el chiquillo. Además de que, pese al frescor del sótano, su
piel brillaba de modo anómalo, como si estuviese bañado en sudor u otro fluido
que no formaba charcos en el suelo.
Un crujido metálico bajó desde
la cocina. El niño se volvió hacia los peldaños. Se oyeron dos pasos bajar.
—¡Julián! —llamó Emilio—.
¿Estás ya?
—¡SSSS….s…Ssssí, Sí, sí,
sí! —aulló con esfuerzo el coyote lampiño.
Los pesados pasos de Emilio
bajaron trotando la escalera. Cuando dobló la esquina, Lucía se incorporó. No
sólo no quería perderle de vista sino que, además, no creía lo que veía.
Emilio se había cambiado la
ropa; ahora llevaba un traje negro parecido a un frac con camisa blanca,
corbata azul marino a juego con sus ojos y zapatos de cuero negro brillantes.
No mentía sobre que iba a ponerse elegante. Sin embargo, lo más llamativo era
lo que llevaba apilado delicadamente sobre sus brazos: una manta marrón verdoso
y muy gruesa apilada formando tres pliegues. Encima, en equilibrio, una botella
de agua mineral, dos pantuflas de lana marrones y un objeto plano y tumbado que
Lucía no reconoció.
—Oh… mírate…
Aquellas primeras palabras
dieron paso a una sucesión de acciones increíble: Emilio sonreía mientras sus
ojos se llenaban de lágrimas, a la vez que el niño, que respondía al nombre de
Julián, corría hacia él. Se tiró sobre él, placándolo; Lucía pensó que para
derribarlo pero, en vez de eso le rodeó la cintura con los brazos.
—¡Eh, un momento! —protestó
Emilio—. ¡Espera, que me vas a tirar…!
Julián bajó los brazos, retrocediendo y
dejando a Emilio dejar su carga en el suelo. Apenas esta tocó el granito, el
hombre se revolvió hacia él, rodeándolo fuertemente con sus brazos y
apretándolo contra su cuerpo, poniéndose de pie y levantándolo en el aire.
—Por fin, ya está… —masculló, llorando de emoción,
antes de mirarle a la cara—. Y mírate. Ya te dije que serías muy guapo…
El niño asintió, riéndose,
tras lo cual Emilio le acarició el contorno de la cara, antes de besarle
largamente en la frente.
Lucía veía aquel
intercambio de afecto, tan efusivo como el de dos parientes separados durante
una década, parpadeando cinco veces por minuto y casi sin respirar. Aquel niño
debía ser el hijo de su captor, pero… ¿por qué estaba desnudo y escondido en
aquel sótano? ¿Y qué había pasado con su agresor?
—Eres muy guapo, ¿sabes? —repitió
Emilio, dejándolo en el suelo y mirándole a los ojos—. ¿Has podido verte, lo
guapo que eres?
Julián, que se había
destapado los genitales, se había llevado la dos manos a la cara, negando. Emilio,
con la cara manchada de lágrimas, sonrió. Se agachó y levantó el objeto sobre
la manta.
—Ten, cariño. Mírate.
Le puso el objeto delante;
un espejo de mano redondo y ancho como un plato sopero. Al ver su reflejo
completo, Julián dio un respingo, retrocediendo dos pasos antes de sujetarlo
con su dubitativa mano derecha, mirando su cara mientras se la presionaba
continuamente con la mano izquierda. Lucía recordó que había visto a modelos de
alta gama mostrar menos interés por su aspecto que el chiquillo.
Y mientras obedecía al
adulto, este desplegó la manta y se la extendió sobre los hombros,
enrollándosela en torno al cuello como una capa. Luego le pasó las dos
zapatillas de estar por casa, que se calzó con entusiasmo.
—Ahora, Julián… —Las
palabras consiguieron que se olvidase del espejo—. Quiero que vayas arriba.
Papá tiene que hablar con la señora. Puedes hacer lo que quieras, pero no
salgas aún. —Le rozó la mejilla con los nudillos—. No quiero que cojas frío.
—Muy bien, papá —habló por
fin, con una voz ahogada y tenue, como si estuviese afónico.
—Te quiero.
Emilio dio un beso en la
mejilla a su hijo secreto y le apoyó la mano en el pelo; luego Julián salió
corriendo con su improvisada ropa hacia la escalera.
Emilio, mientras, se agachó
para recuperar la botella de agua.
—¿Quieres? La he bajado
para ti. Necesitarás beber… sobre todo si quieres hablar.
Se acercó Lucía, tanto que
comprobó que no sólo se había cambiado de ropa, sino que se había puesto
perfume, que afectó a su sistema olfativo como una sobredosis de amoníaco.
Lucía tosió, sintiendo el sabor amargo y pegajoso de la sangre treparle por la
garganta, obligándola, muy a su pesar, a aceptar la oferta. Después de todo, si
quería decirle lo que pensaba, iba a necesitar hablar.
—Bien, supongo… —Emilio,
cabizbajo, retrocedió hasta situarse frente al televisor, agachándose para que
le viese la cara—. Que vas a necesitar algo más que una explicación.
Lucía dobló la cabeza cuando
las cadenas le impidieron acercarse más, lo que a punto estuvo de acabar con el
recipiente cayendo y ella dándose un baño. Pero consiguió llevárselo a los
labios y beber hasta atragantarse dos veces, escupiendo el agua teñida de ocre
como una fuente embozada. Al cabo de dos minutos, la botella se había reducido
en algo más de un tercio.
—Qué… ¿Qué me has hecho? —Tenía
razón, tenía muchas preguntas; por eso iba a ir primero a por las primordiales—.
¿Por qué me has…?
—Sí, te pido perdón por eso
—reconoció, agachando la cabeza y extendiendo las manos—. Pero, entiéndelo, si
te lo hubiese dicho no habrías venido aquí ni atada.
Ella presenció, indignada y
horrorizada, le vio sonreír.
—Emilio —continuó ella,
apoyándose en el colchón—. Aquí abajo, antes… una co…
—Sí, lo sé. —Levantó la
mano derecha, para calmarla, callarla o ambas cosas—. Ese era mi hijo, Julián.
El que acaba de su…
—No me entiendes —replicó
ella, frustrada por la interrupción—. Era horrible y deform…
—Sí, lo sé —confirmó—. Era
él. Mi hijo, Julián. Ahora está arriba.
Ella le sostuvo la mirada.
Él asintió, tan despacio que casi ni lo vio.
—Perdón también por lo de
drogarte; ha sido para que fuese más fácil para los dos —explicó—. Así no había
riesgo de que él se hiciese daño. Entiéndelo, estaba muy nervioso. Era su
primera vez…
—¿Cómo? —Lucía se sentó
incorporó, haciendo tintinear sus cadenas—. No, no me entiendes, la cosa que
me…
—Era mi hijo, antes del cambio. Antes de su
purificación.
Lucía examinaba su rostro.
Estaba siendo, sobre un tema más allá de su comprensión.
—¿Purificación? —repitió.
Emilio asintió.
—Sí, su purificación. Su
liberación… de todos los males de su condición humana.
—No lo entiendo —dijo ella,
negando con la cabeza.
Emilio suspiró, antes de
ponerse en pie.
—Como sabrás, los seres
humanos somos muy imperfectos. Estamos llenos de taras y defectos, escritos en
nuestro ser. En nuestros genes. Cuando esos males se… —Levantó los ojos,
imaginando el término más adecuado—… transcriben, el resultado es terrible para
nuestra esperanza de vida.
—Sigo sin entender —protestó—.
¿A qué te refieres con…?
—¿Has oído decir eso de
que la calvicie y la miopía se heredan? Pues hay mucho más.
»Enfermedades hereditarias.
Cánceres. Trastornos orgánicos y sanguíneos. Defectos en el desarrollo.
Lesiones mentales. Malformaciones. Todo está ahí, escondido en nosotros mismos,
esperando el momento oportuno de expresarse. Linajes enteros pueden acabar de
golpe, barridos por un único trastorno grave, provocado por un único gen
defectuoso, una mancha surgida quizás hace mil generaciones. Una herencia
transmitida a los hijos… sin querer y sin quererla.
Emilio se puso las manos a
la espalda, caminando hasta el espejo. Le lanzó una mirada.
—Y hay más. No se limita al
desconocimiento de nuestro propio ser. Cada vez que nos emparejamos, que se
crea una nueva familia, nuevos genes se mezclan en la siguiente generación,
nuevos secretos oscuros, nuevos defectos… Siglos y siglos de sanos destruidos
en una década por la intrusión de un elemento nocivo, imposible de detectar y
de reconocer… hasta que es tarde y el
mal está hecho.
Lucía empezó a sentir otra
vez el dolor de cabeza, similar a unas aspas gigantescas batiéndole el cerebro.
El agua se revolvía en su estómago. Lo que menos necesitaba eran discursos de
genética.
—Pero eso ha sido así
siempre, Emilio. Y no sé qué tiene que ver conmigo y…
—Tienes razón —volvió a
interrumpirla—. Tiene que ver conmigo. Con mi familia. Con los Punina.
Lucía le miro, desafiante.
La incomprensión daba paso a la frustración; todas aquellas tonterías no le decían
nada. Y, ahora mismo, quería entender tanto que estaba dispuesta a olvidar por
unos minutos lo mucho que le odiaba.
—¿En qué si se puede…?
—Nosotros somos… especiales.
—Se acercó hacia ella, mirándola desde arriba—. Verás, Lucía, hace trescientos
años o más… En realidad no sé cuánto, algo en nosotros cambió. Algo que está en
nuestra sangre. En nuestros genes. Algo que… heredamos.
—¿El qué? —exigió,
procurando que él entendiese en cada momento lo furiosa que estaba—. ¿El tener
menos neuronas de lo normal, o la polla más corta o…?
Emilio se rió, dejando
claro que con él la mejor defensa no era un buen ataque.
—En realidad, nos volvimos
inmunes… a todo eso, Lucía.
Ella parpadeó un momento,
mientras lo entendía.
—¿Cómo? Repite eso.
—Nosotros, Lucía. —Dio dos
pasos hacia ella, antes de volver a inclinarse—. No tenemos que preocuparnos de
ninguno de esos males. Podemos vivir nuestras vidas de forma normal y plena,
disfrutando de una salud perfecta. Sin volver a preocuparnos de lo que será de
nuestros descendientes… nunca más.
—Tú me dirás cómo —quiso
saber—. Porque, a ver si por no tener antecedentes de enfermedad en la familia…
Él suspiró, esta vez
contrariado. Era obvio que lo que acababa de decirle le ofendía.
—No, Lucía —rectificó—.
Sabemos que no tendremos ninguna tara… porque hacemos algo para librarnos de
ella.
—¿Qué?
Se irguió una par de
centímetros.
—¿Has oído decir alguna
vez… que los hijos de los hombres son los eslabones de una cadena que une el
pasado con el futuro… que heredarán y serán de sus padres todo lo que son y lo que
serán?
—Supongo. —Era mentira; no
había oído nunca nada ni parecido, pero supuso que tenía lógica.
—Bueno, pues nosotros
digamos… que lo hacemos al revés — dijo—. No me peguntes cómo; no sé nada de
genética, ciencia o magia. Aunque me torturasen o diseccio…
—¿Qué…? Un momento, ¿cómo
dices que os libráis? —exigió saber, al temer que perdía el hilo de la
conversación.
Emilio sonrió.
—Nuestros hijos, Lucía.
Ellos… heredan todos los males que sus padres llevan ligados a su existencia.
Todos los defectos, todas las enfermedades que sus padres desarrollarían en su
vida pasan a sus hijos desde el momento de su concepción.
Las comisuras de los labios
de Lucía temblaron. Quería reírse.
—Pues vale. Lo que digas.
Era absurdo. Imposible.
Demencial. Quizás por eso la seriedad de Emilio, prueba de que lo decía desde
el entendimiento, de que se creía cada una de sus palabras, era la prueba de
que estaba loco.
—¿Te estás escuchando? Eso
es imposible…
—Lo sé; por eso te digo que
no sabemos cómo pasa. Y, sin embargo, pasa.
Aquello era como hablarle
a una pared. Por eso Lucía prefirió esperar algo coherente.
—Los niños heredan todas
estas taras que tendrían sus padres. Y, al tener sus propios hijos, estos defectos
se traspasan a ellos. Así conseguimos la salud… pero a un precio alto.
—¿Cuál, que vuestros hijos
acaben muriendo horriblemente?
—Algo así —le dio la razón—.
Has podido verlo por ti misma.
Lucía no rectificó. Aquel
cuarto era real. Su dolor era real; por tanto, aquel engendro imposible…
—De modo que, según tú, ese
hijo tuyo, Julián…
—Imagínatelo. Siglos y
siglos de enfermedades, lesiones y malformaciones coincidiendo en una sola
persona a la vez. Para que te hagas a la idea de hasta qué grado y a qué velocidad degeneran los seres humanos.
—Sigue siendo imposible.
Que pueda vivir así…
—Sí, cada vez son peores.
Y, sin embargo, sobreviven, pero soportando un dolor que sólo sus padres pueden
imaginar…
Emilio volvió a girarse,
mirando al espejo.
—Fíjate en eso, por ejemplo
—señaló al centro de las grietas—. Le dije que este espejo era para que viese
lo guapo que sería. Sin embargo, él nunca me creyó. Pensó que era para
recordarle cada día lo horrible que era, por qué tenía que seguir en este
sótano. Hasta que lo rompió…
Emilio suspiró antes de
levantarse. Sonreía.
—Me hace gracia. ¿Sabes?
Porque mi padre me explicó lo mismo a
mí. Yo tampoco le creí entonces. E hice lo mismo. Por eso, una de las
primeras cosas que le pedí fue reponerlo. Pensé que, con mi experiencia,
conseguiría que me creyese. Pero no lo logré… hasta ahora.
Lucía, al borde de la
histeria, empezó a jadear. Miraba a Emilio de arriba abajo.
—Entonces, dices que tú…
—Esta, —extendió los brazos—,
es la habitación de mi hijo Julián. Antes, cuando tenía su edad, fue la mía.
Aquí fue donde nací. Y donde nació y creció mi padre. Y mi abuelo. Y donde
nacerá el hijo de Julián. Mi nieto…
Avanzó hacia ella, a lo que
Lucía reaccionó retrocediendo. Su enfado, su orgullo, se veían desplazados como
la luz bajo la sombra de lo pies de Emilio. Al llegar sobre ella, apenas podía
mirarle sin temblar.
—Yo tampoco me lo creí
hasta entonces, Lucía. Hasta que lo hice… y cambié. Entonces pude subir. Salir,
ver el cielo, respirar el aire, bañarme en el mar… Vivir. Pero hasta entonces,
no había ni un día que no maldijese mi vida, deseando morir y odiando a mi
padre. Para eso están las cadenas…
Señaló a las tira de cuero
que rodeaban sus miembros.
—Julián, por suerte, ha
sido tranquilo. Nunca me hicieron falta. Claro que, conmigo…
Dio un paso más; Lucía
podría tocarle si estirase la mano.
—Por eso yo entiendo… cómo
se siente...
—Y… ¿Y nunca ha pasado… que
tantas malformaciones, tantas enfermedades, puedan matarlo?
—Bueno, hasta la fecha no
ha pasado, así que no lo se —replicó, antes de apartarse—. Pero lo que sí se es
que sólo podemos tener un hijo. Si muere, nuestro linaje acaba con él. De ahí
que nos tomemos el tiempo en ese estado muy en serio.
Se rascó la frente mientras
tomaba aire.
—Por eso, como te dije,
aprendemos a tratar a las mujeres desde muy jóvenes —aseguró,—. Para seducir a la
que concebirá a la siguiente generación. Y para poder fecundarla…
Aquellas palabras tuvieron
en Lucía el mismo efecto que meter un dedo en un enchufe. Un violento
escalofrío la hizo tiritar, encogiéndose antes de darse cuenta de que su origen
estaba en el centro de su cuerpo, dentro de su…
—Emilio —habló, sin atisbo
alguno de su anterior seguridad—. ¿Qué me ha…?
—Te ha dejado embarazada —le
dijo—. Somos bastante fértiles desde muy jóvenes; no sé si será también por
nuestra condición.
Ella lo escuchó
boquiabierta; su cuerpo traduciendo en su parálisis su negativa a creerlo.
—Es imposible —aseguró—.
¿Cómo puedes saberlo con…?
—Porque Julián se ha
recuperado. Ha renacido como un niño precioso y sano. Si hubiese fallado, no
sería así… —Emilio suspiró—. Y me tocaría volver a empezar desde cero.
La mandíbula inferior de
Lucía temblaba, deseando gritar, mientras sus ojos escocían y sus manos
palpaban la plana superficie de su estómago como los dedos de un ciego
descifrando braille.
—Por qué… Dime, ¿por qué yo?
Emilio la miró fijamente,
esta vez con compasión. Volvió frente a ella, tendiéndole una mano. Ella la
rehuyó, cobijándose hasta donde le dejaron las cadenas, aun sabiendo que no
podía huir.
Le puso la mano bajo la
barbilla.
—Porque eres preciosa,
preciosa y sana. Eso es algo en lo que siempre ponemos mucha atención.
Sonreía sin parar; de haber
tenido fuerzas habría intentado morderle, pero no tuvo ocasión. Su mano se
alejó, subiendo hasta su pelo color miel.
—Y, además, me gusta tu
pelo —admitió—. No sé por qué, pero… siempre pensé que sería bonito tener un
nieto rubio. Sería… —Se encogió de hombros—… diferente.
La soltó y le dio la
espalda.
—Bueno y ahora, si me
disculpas… —añadió, empezando a caminar—. Tengo que irme. Tenemos una cena que
celebrar arriba. Igual armamos algo de ruido. —Se rió—. Pero tranquila, no
durará. Sabemos que tienes que descansar.
—Espera. —Estiró hacia él
su brazo derecho, intentando retenerlo un poco más—. Ahora qué… ¿Qué… qué va a
ser de mí?
Emilio se paró al llegar a
la escalera, volviéndose para mirarla.
—Pues… lo siento mucho —dijo,
adquiriendo por un momento genuino un aire compungido—. No podrás salir de
aquí. Pero tranquila nosotros te cuidaremos. Durante los nueve meses… del
embarazo.
Se volvió definitivamente.
—Luego bajaré a apagar las
luces —dijp desde arriba—. Que descanses. Y gracias, Lucía.
Aún presa de su asombro,
quiso replicarle, hacerle hablar algo más, pero Emilio ya había salido del
sótano. Le oyó reír, llamar a su hijo y cerrar la puerta con llave.
Lucía se había quedado
sola sobre la cama, exhausta, encadenada y sabedora de que encerraba un horror en
su cuerpo.
Sintiéndose derrotada, se
tumbó sobre la cama. ¿Un hijo como Julián? ¿Un hijo como esa cosa?
Una revelación le quemó
bajo el cráneo, incorporándola con violencia antes de que las cadenas le
recordasen que debía evitar los movimientos bruscos. Sus pupilas se habían
dilatado y su corazón, unos segundos antes frío y aletargado, volvió a bullir.
Las mujeres. Las madres.
¿Dónde estaban? En las fotos del recibidor sólo eran hombres, padres e hijos.
Nunca salía la madre.
Y eso de que sólo tenían un
hijo…
Una terrible certeza se
adueñó de su mente: de un modo u otro, aquel parto sería su última acción en
este mundo.
¿Por qué? ¿Sería un efecto
de su particular genética familiar?
O el parto. Lucía no pudo
evitar imaginárselo, su vientre hinchado y con las piernas abiertas, chillando
de dolor mientras expulsaba… ¿Qué? No sabía cómo sería aquel hijo, salvo que
sería horrible, inhumano.
¿Tan imposible que mataría
a su madre al nacer, desgarrándola en su camino a través del canal pélvico? O,
quizás, la matase la locura, el verlo. Ver parir algo así, pequeño y envuelto
en toallas, cubierto con su sangre, mirándola mientras lloraba… ¿Habría modo de
soportar aquello?
Suspiró con pesar, sabiendo
de antemano la respuesta: tendría que enterarse.
Sucumbió al cansancio y se
tumbó en el colchón, intentando descansar bajo la luz de las bombillas,
mientras otra lágrima solitaria, esta de resignación, trazó un rastro luminoso
a lo largo de su mejilla derecha.
Sobre ella, padre e hijo
celebraban el comienzo de su vida juntos. Fuera, el débil canto de un grillo llegó a sus
oídos a través de la ventana. Ya era completamente de noche.
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