lunes, 5 de octubre de 2015

HERENCIA PROGRESIVA

     Todavía era temprano. El local estaba medio vacío, la hora feliz a horas luz de empezar y la mesa de mezclas, a medio montar, necesitaría calentar motores para poder caldear el ambiente. Sin embargo, a Lucía Rubio, con su tercio en la mano en una mesa del fondo, había dejado maldecir su puntualidad por obligarla a esperar a sus acompañantes. La visión del único hombre frente a la barra le pareció el premio del Gordo de la lotería.
     Bebía un líquido rojizo, seguramente un Bitter, y aunque miraba al frente, ofreciéndole una inmejorable panorámica de su ancha espalda, se volvía mucho, como si sintiese curiosidad de lo que pasaba a su alrededor y, de paso, dándole la oportunidad de verlo con detalle.
     Físicamente resultaba chocante: no era joven sino adulto; por su cara y bien constitución más de treinta y cinco. Pero poco le importaba; además de atractivo estaba bien conservado. Tenía el pelo negro y brillante libre de canas y peinado hacia atrás, crecido hasta la nuca. De contorno varonil, tenía la tez ancha y morena, orejas pequeñas y mandíbula angulosa, en contraste con rasgos delicados, casi femeninos: cejas finas y estiradas, parecía que dibujadas con lápiz; ojos grandes y ligeramente ovalados separados por una nariz recta y pequeña de escultura, rematado en una boca estrecha de gruesos labios carnosos. Con chaqueta oscura y pantalones vaqueros bien planchados, podría pasar por directivo de una compañía muy cara si fuese un poco más formal, lo que le hizo pensar que seguramente estaría  esperando a su propio grupo para iniciar una sesión de bebida y ligoteo. Esencialmente, su mismo plan.
     Lucía farfullaba, mordisqueándose el labio inferior tras cada sorbo a la botella, dejando al otro lado del cristal un rastro espumoso y blanquecino de aspecto repulsivo, alternando cada pocos minutos vistazos entre su móvil y la ventana a su lado. El encendido de las farolas y las risas esporádicas de los grupos de adolescentes ruidosos sólo aumentaban su sensación de soledad, y sus nervios.
      Fue mientras veía su reflejo en el cristal unos diez segundos, cuando una sombra negra se precipitó sobre ella. Se volvió apurada, arrastrando las patas de su silla y encontrándose cara a cara con el hombre de la barra.
      Teniéndolo delante, vio que era al menos una cabeza más alto que ella, y más de un cuerpo más ancho de hombro a hombro. Le sonreía, aunque manteniendo la boca cerrada, con sus ojos brillando de interés y los labios apretándose a intervalos. Una actitud claramente decidida pero, al mismo tiempo, prudente.
     Lucía sentía su corazón apretar el acelerador sanguíneo, su cuerpo le pareció de pronto tan caliente que pensó que brillaría en rojo como la luz superior de un semáforo.
     —Buenas tardes —la saludó, moviendo sólo los músculos de la boca para decirlo.
     —Ahm… —Improvisar coaguló sus primeras palabras —. Buenas tardes…
     Había sonado con más duda y desinterés de lo que pretendía, cosa que la avergonzó, ruborizándola aún más. Cosa que, esperaba, él no notase demasiado.
     —Hace una buena tarde —observó, mirando la ventana tras ella—. La noche será agradable.
     Hablar del tiempo, el cliché por excelencia para romper el hielo. Lucía no pudo evitar pensar que sí era tan maduro como parecía.
     —Sin mucho calor… El problema es que, igual, la gente se anima a salir y arma demasiado jaleo…
     Y, como suele pasar con la fruta, lo demasiado maduro revienta al primer roce.
     —Creo que sí —abrió camino, ordenando mentalmente las preguntas que lo catalogarían como artículo descartable o posible—. Perdone, pero…
     —¿Perdón? —La miró con sus estrechos ojos muy abiertos, mientras se inclinaba con los brazos en las caderas y la boca estirada en una horizontal perfecta.
     Lucía se preguntó el motivo de su indignación repentina, apartándose hacia atrás un segundo antes de comprenderla, torciendo la boca con sorna y haciendo amago de tapársela. Lo entendía; ella misma se ofendería si alguien más joven le hablase como a una vieja. Para su alivio, se rió a mandíbula colgante echando el cuerpo atrás.
     —Por favor —dijo, recuperándose—. ¿Tan viejo te parezco, chiquilla?
     Se disponía a replicar cuando comprendió que era una broma. Y, por el cacareo que él mismo producía, estaba claro que los dos habían pasado la primera prueba. Y con nota.
     —Bueno. —Lucía carraspeó, lista para ponerse seria—. Perdón, pero, es decir, ¿quieres algo para…?
     —No, nada —Se puso las manos a la espalda y rodeó el tablero por la derecha hasta una silla. Se detuvo detrás del respaldo, sin ocuparla—. Sólo que estoy aquí, solo y aburrido, esperando que pase algo. Y, viendo que hay poca gente, te he visto a ti, que pareces también sola y aburrida…
     Lucía abrió la boca, preguntándose si aparentaba la mitad del asombro que sentía.
     —¿Y puedo saber qué haces tú aquí… para estar solo y aburrido? ¿Esperas a alguien?
     —No, la verdad —admitió, encogiéndose de hombros—. Es sábado y no tengo nada que hacer, así que he pensado que podía venir aquí, pasar un poco el rato, conocer gente…
     —Bueno, felicidades — sonrió mordazmente—. Eso ya lo has hecho.
     —Sí. Aunque, claro, no suele pasar que la primera chica con la que hablo me eche más años de los que tengo.
     Lucía se dobló por medio minuto sobre al mesa, conteniendo la carcajada que amenazaba con reventarla como en Alien.
     —Bueno, no quería eso.
     —Lo sé. En mi familia aprendemos a comprender a las mujeres desde muy jóvenes.
     Lucía retuvo la risa, considerando si estaba ante un don Juan, un caballero, el fantasma de un caballero o un fantasma haciéndose pasar por caballero. Era el momento de ver donde pisaba.
     —¿Y eso?
     —Una larga historia. —Cerró los ojos e inclinó la cabeza, antes de tocar la silla—. ¿Te importa?
      —Para nada. He quedado, no como tú, pero mientras no vengan, no creo que les importe.
     —Me alegro mucho —aseguró, sentándose frente a ella y tendiéndole la mano—.Emilio Punina.
     —Lucía Rubio. Mucho gusto. —No perdió detalle de cómo le cogió la mano, rodeándola por completo, sujetándola con firmeza y sacudiéndola con cuidado—. Bueno, Emilio, dices que no tienes nada que hacer. ¿Y qué haces normalmente?
     Sin darse siquiera cuenta, las lenguas rodaron. Trabajaba de encargado en una empresa de empaquetado de carne, en un polígono industrial. Tenía treinta y un años, lo cual le resultó tanto un consuelo como una sorpresa (eran casi ocho más que ella, pero quién lo diría) y vivía solo en un apartamento del centro. Ella correspondió con los detalles de su propia vida, mucho más joven, licenciosa y, por supuesto, peor pagada.
     —¿Y buscas algo concreto viniendo aquí… solo? —quiso saber ella, dando un animado sorbo a su segundo tercio—. En el bar, digo.
     —Quién sabe —respondió él, haciendo lo propio con agua mineral—. Conocer a alguien para … poder charlar. Tener una conversación entretenida…
     Ya. Y lo que surja. Especialmente lo que surja.
     —No necesariamente, pero a veces pasa. Depende de la persona pero, claro, hay que estar a la que cae…
     Lucía retrocedió en su silla, sobresaltada por su descuido. No recordaba la última vez que pensó en voz alta.
     La situación se prolongó otros quince minutos, dándole tiempo a hacerse de noche. El local se fue llenando de noctámbulos buscando salida a sus inquietudes, ya fuese dormir solo, dormir sobrio o, simplemente, estar en la cama antes de que el sol volviese. Lucía reconoció entre ellos a Mari, con su moño rubio y rizado, vestida con un traje negro sin mangas, que resaltaba su palidez. Al verla la saludó, provocándole un involuntario escalofrío, al darse cuenta de lo que implicaba.
     —Acaba de llegar una de mis amigas, Emilio…
     —Sí, eso parece… —asintió él con los ojos cerrados, mientras hacía atrás la silla.
     —Espera. —Casi se tiró sobre la mesa—. No tienes qué irte. Puedo presentártela, y seguir…
     —No pasa nada, Lucía, está bien —aseguró, colocando el asiento en su sitio y recogiendo su vaso—. Bueno, encantado de conocerte. Ha sido un rato muy entretenido.
     —Lo mismo digo, Emilio —aseguró, sin darse cuenta de que, del casi medio centenar de veces que acababa una conversación con esa frase, esa las pocas veces que era sincera—. Escucha, ¿en otra ocasión…?
     —¿Podríamos quedar? —terminó la pregunta—. ¿Para charlar, tomar alguna caña más o así?
     Ella sintió la tentación de asentir, de confirmar lo que quería, pero se contuvo. Acababan de conocerse. Los dos.
     —Ya veremos —se limitó a decir—. Por algo… me has dado tu número —Lucía no supo al momento si era así; el intercambio de datos había sido abrumador—. Hasta pronto. Que te diviertas.
     Ella le vio alejarse, su amplia espalda  mezclándose con el caleidoscopio de cuerpos haciendo pedidos, dispersándolos o agitándose perezosamente al ritmo de las primeras canciones. Su sustituta, más familiar pero (ahora se daba cuenta) incalculablemente menos atractiva, ocupó su sitio frente a ella.
     —Buenas noches —la saludó Mari; no esperando su contestación antes de buscar lo que miraba con tanto interés—. Luci, ¿quién era… ese?
     —Uno que he conocido aquí. Estábamos charlando.
     —Ah, vale. —Ya fuese porque la malinterpretó o porque apreció el relente que había dejado en los ojos de Lucía, Mari dejó el tema así.
     Lucía bajó entonces la vista a la mesa, encontrando un billete de cinco euros frente a su vaso. Y, aunque se le podía ir la cabeza, seguro que no había tocado su cartera.
     —Y que, además, me ha invitado.
     Ahora, desde luego, no sé qué clase de tío es. Igual, una que ni existe ya.
     Diez minutos después Laura y Clara se unieron a la pequeña reunión, dando inicio oficialmente a la noche. La música llenó el local de cuerpos que brincaban y entrechocaban, como si buscasen agarrarse a las luces intermitentes del techo. Y, pese a la bebida, el baile y la diversión, algo le había hecho aquel desconocido a Lucía, que no podía quitárselo de la cabeza. 

     —Em, buenos días. ¿Disculpe?
     Lucía, de espaldas al mostrador mientras rellenaba los cestos, segura de que era otro cliente solicitando que cualquier empleada (ella o Carmen, en el mostrador con la bollería) le dispensase. Un segundo después lo sintió, unos ojos fijos en su nuca con más interés que el del simple estresado pensando en lo caro que era el pan; el coste en segundos restantes para llegar al trabajo de sus barras.   Justo antes de volverse, su memoria funcionó.
     Al otro lado de la caja registradora, con chaqueta y pantalón a juego, Emilio Punina le sonreía.
      Lucía subió la mano con intención de taparse la boca, conteniéndose a tiempo. Había pensado que, al final, aquel hombre vio su breve encuentro como un coitus interruptus sin coitus, poniendo pies en polvorosa al ver que tenía refuerzos. Y, aunque seguía convencida de que seguía en el local, de sus múltiples excusas en forma de visita al baño o a la barra para reponer bebidas, abriéndose paso entre los extasiados, no lograron que diera con él, convenciéndose de que se había retirado. Y, aunque intentó hacerse a la idea de que no le vería más el pelo y de sus propios intentos por soltarse el suyo, había quedado tan embelesada que sólo pudo esperar a que la juerga acabase y marcharse a casa, mareada por la bebida y maldiciéndole por estropearle un irrecuperable fin de semana de su vida.
     —Emi…
     —Dos barras caseras. Abiertas, por favor.
     Mientras señalaba la razón de su visita, ella le obedeció mientras se mordía el interior de las mejillas, analizando las claves cifradas de su visita. ¿Podría conocerla de allí? No entraban muchos hombres atractivos ni bien vestidos y, si fuese un habitual, lo recordaría. Y, aunque había hecho el pedido con voz neutra, se fijó en que amagaba una sonrisa. La había reconocido. ¿Se estaría riendo de ella? No; por algo tenía una anciana detrás, media docena de clientes en la cafetería y Carmen en el otro extremo, vigilándola como un eunuco. Tenían prohibido hablar con los clientes de nada que no fuese precios y productos, cosa que él debía saber. Por eso decidió, notando su piel empezar a transpirar, que Emilio le decía con sutileza que no la había olvidado.
     —Ya está. ¿Algo más? —preguntó con soltura fingida, tendiéndole el pan en una bolsa de papel.
     —No, ya está. ¿Cuánto?
     Pagó dejando sobre el mostrador más de veinte céntimos de sobra en monedas. Se fue sin esperar al cambio.
     —Esp…
     Su intención de hacerle saber su descuido se interrumpió, no porque ya hubiese salido sino por lo que notó recoger el dinero. Había algo debajo, plano y ligero. Al abrir la caja, aprovechó un momento para ojear el papel.
     Nueve cifras. Un número de teléfono. El suyo, desde luego.
     Lucía no fue capaz de reprimir una sonrisa satisfecha.
     —Buenos días —se volvió con fingido entusiasmo hacia su siguiente clienta—. ¿Qué quiere?

     —Hola, Lucía.
     —¿Cómo…? —A la luz de su lámpara de dormitorio, cuando por fin se había decidido a llamarle, Lucía averiguó que Emilio también era telépata—. ¿Cómo sabías mi número? ¿Y mi trabajo?
     —Me lo diste tú, ¿te acuerdas? He tenido… tiempo de aprendérmelo.
     —Vaya… —Por sus experiencias previas con hombres, o le había parecido un muy buen par de tetas o era un poco calzonazos—. ¿Y lo de esta mañana?
     —Pues… —Durante la pausa lo visualizó rascándose el cuello—. Me pillaba de camino, nunca he pasado por allí y así, de paso, comprobaba… si lo que me dijiste era verdad.
     —¿Es que no te fías de mí?
     —¿Te creerías tú lo primero que dijese un desconocido de su vida?
     Lucía refunfuñó. Acababa de volver su indignación contra ella.
     —Bueno, al menos ya sabemos un poco… de nosotros —señaló él—. ¿Tu horario, por ejemplo?
     —Todos los días, desde las ocho y media a una y media y de cinco a ocho. Fines de semana sólo por la mañana.
     —Intenso, casi como el mío —señaló—. ¿Y en tu tiempo libre… qué sueles hacer?
     Lucía tomó aire; imaginaba qué derroteros tomaba la conversación. Prefería estar segura.
     —¿Me estás pidiendo salir?
     Parecía que, después de todo, veía en ella algo más que un buen par de tetas. Quizás debería preguntarle qué opinaba de su culo.

     Su primer encuentro fue el miércoles. El sol en caída subía la temperatura al punto perfecto para correr un poco.
     —Vaya, hola Lucía.
     —Has venido —confirmó ella con satisfacción.
     Emilio asintió. Había acudido con una chaqueta de chándal azul oscuro con los bordes plateados y pantalones de algodón largos rematados en deportivas blancas. Debía admitirlo, visto así parecía más un deportista famoso, como Piqué o Casillas, que un encargado de los que llevan corbata.
     —Sí, quiero saber si eres capaz de sudar a mi ritmo.
     Ella frunció el ceño, desafiante. Después de todo, la idea había sido suya.
     —Pues a ver. Igual te tragas tus palabras.
     Todo iba muy rápido. Durante la semana quedaron por la tarde para hacer un poco de deporte y, después, para tomar algo en algún bar. A Lucía, por algún motivo perdido en lo más hondo de su ello, siempre le habían gustado los hombres atléticos, muy posiblemente porque la única actividad que había practicado en su vida con hombres era resistencia en la cama, en la que todos decían ser igual de buenos y luego tenían mucha prisa por empezar y demasiado poco aguante. Quizás quería comprobar la calidad de su nuevo pretendiente, o asegurarse de que era más duro que sus palabras. Aunque, todo había que decirlo, Emilio no parecía interesarse por reducir su recién estrenada amistad a un puñado de noche en la misma cama. Aquello le hacía preguntarse ¿qué quería exactamente? Con veintitrés años, Lucía no sólo era consciente de que tenía demasiada vida por delante como para comprometerse, sino que se había acostumbrado demasiado a relaciones breves pero intensas, a las que ahora se resistía a renunciar. Emilio, en cambio, había tenido tiempo de pasar por eso y, por qué no, de ampliar sus horizontes ¿Tendría una visión parecida de la vida o quería estabilidad? Una mujer atractiva, hijos…
      De momento, parecía resistirse a dar el siguiente paso. O cualquier otro.

     El jueves Lucía le enseñó su piso.
     —No está nada mal —aseguró él—. De verdad.
     —¿En serio? —Le miró, arqueando una ceja.
     —Bueno, para una recién emancipada o una estudiante con compañeras de piso…
     Lucía rio antes de lanzarle un cojín del sofá. Su apartamento tenía salón, cocina y dos habitaciones; todo en apenas cuarenta metros cuadrados. Y, con lo duro que trabajaba para pagarlo, solía encontrarse en un estado de desorden permanente, que a ella le gustaba ver como un recordatorio de que la ruina era un abismo abierto bajo sus pies, y estaba sujetándose con una sola mano al borde. Un nido acogedor, sí, después de recibir el paso de un vendaval.
     De vuelta de unos de sus paseos, en el que por primera vez Lucía a punto estuvo de sucumbir a la resistencia de Emilio, en mejor forma de lo que parecía, tomaron algo de café y unas galletas para recuperar las fuerzas, hablaron sobre sus deportes favoritos (ella sospechó que mentía al decir que no le gustaban ni el fútbol ni las carreras de coches), aficiones y comidas preferidas y, cuando se les agotaron las ideas, se sentaron juntos en el sofá del salón.
     —¿Sabes? —observó él entonces—. Creo que me darás la razón… si digo que no me equivoqué contigo en aquel bar.
     Inmediatamente después le colocó una mano sobre la rodilla.
     —Desde luego —aseguró, levantando la mano derecha mientras simulaba sostener la copa para un brindis imaginario—. Por las conversaciones interesantes.
     Sin dejarse amilanar, le apoyó la cabeza sobre el hombro. Él apartó la mano de su rodilla, gesto que la estremeció, haciéndole pensar que lo había espantado; hasta que segundos después la sintió sobre su hombro, atrayéndola hacia él con fuerza.
     —Por cierto —añadió, susurrándole al oído—. ¿Sabes… que eres una pasada?
     —Bueno, creo… que eso y más.
     Él volvió a sonreír, a la vez que bajaba la mano derecha hasta su espalda, acariciándole la melena que, curiosamente, hacía honor a su apellido.
     —Y tienes… —La notó desplegarse entre sus dedos—… un pelo tan bonito…
      Por fin. El momento había llegado. Bajo su cabeza, los latidos de su increíble corazón ganaban ritmo.
     Emilio le tocó la mejilla derecha, hundiendo su afilado y duro índice hasta que Lucía dobló la cabeza. Confirmando sus expectativas, la besó en los labios. Fue un gesto como no recordaba; no apurado y torpe, desenfocado por la urgencia de llegar al orgasmo. Una lengua tan dura y fuerte como el caramelo de un chupa-chups que, no obstante, se movía con cuidado, cariño, duda…
      Lucía cerró los ojos, relajándose mientras se disponía a dejarse llevar. Justo cuando sus bocas se separaron.
     Ella, sorprendida, cayó sobre el sofá. Parpadeó, viéndole levantarse despacio.
     —¿Qué pasa? —preguntó, incorporándose.
     —Nada. —Aunque sonreía, por como sacudía los labios y arrugaba el mentón, era evidente que se sentía muy incómodo—. Escucha, Lucía, te quiero…
     —¿Pero? —No quería, exigía saberlo—. ¿Hay algún pro…?
     —Escucha. —Emilio se adelantó, poniéndole las manos en los hombros—. Todo va bien. Es sólo que sí, me has enseñado tu casa. Y, después de eso no… me parece que lo mejor sea hacer el amor en un sofá.
      —Ah… vale.
     No podía disimular que, más que sorprendida, alucinaba.
     —Si es por eso, hay una cama…
     —No me entiendes —alegó él, soltándola e irguiéndose—. Después de esto, he pensado que antes, deberías ver mi propia casa…
     Las pupilas de Lucía se dilataron.
     —Quiero ver… si te causa la misma impresión que a mí la tuya.
     —¿Cutre? —Levantó la ceja derecha—. Espero que no estés buscando chacha.
     Él se rio, lo que contribuyó a calmarla.
     —No, ya verás. Es que es… —Le llevó varios segundos encontrar la palabra que buscaba—. Especial. Y, eso sí, mi cama es muy grande. Y suave. Con espacio de sobra para los dos.
     Lucía se rio sin poder evitarlo, preguntándose si era la excusa más pobre para cortar que había oído en su vida o si, de verdad, su nuevo amigo con derecho tenía una vena romántica. Cosa que, por el momento, no había tenido ocasión de conocer en sus relaciones anteriores.
     Era hora de saltar a la piscina.
     —¿Y eso… cuándo podría ir a verla?
     —¿Te viene bien… mañana? ¿Después de trabajar? —Esa vez apenas tardó medio segundo en contestar.
     Ella asintió; que no pusiese excusas para ganar tiempo era buena señal.
     —¿Dónde es? ¿Cómo la encuentro?
     Esta vez, con algo tan sencillo como dar una dirección, se mostró más receloso.
     —¿Y si… en vez de venir tú… voy yo a  recogerte y te llevo con mi coche?

     —Bueno, es aquí. Hemos llegado.
     Lucía se bajó del Mercedes azul cromado para ver con ojos como platos el desolado lugar al que la había llevado. La carroza de oro llevaba a la cabaña de la abuelita en el bosque.
     Recordando sus palabras sobre un apartamento en el centro, el destino prometido se encontraba en las afueras, en el extremo opuesto de los polígonos; un mundo rural, a simple vista abandonado.
     La verdad, siendo de una sola planta, la casa era muy grande; hecha de ladrillos encalados con escayola blanca y coronada por tejas de color rojizo que lucían un surtido tinte de líquenes. La parcela estaba rodeada por una cancela levantada sobre un bajomuro de piedras y argamasa de aspecto ancestral e inestable, que delimitaba un cuadrado de unos cuatrocientos metros cuadrados. Frente a la entrada, dos olivos se erigían en círculos de piedras, mientras una higuera de aspecto anciano descargaba sus ramas grises y curvas cargadas de hojas verdes con cinco dedos sobre el costado derecho; imagen que le hizo vislumbrar docenas de manos muertas, verdes y descompuestas intentando encaramarse al borde de una barca. Una imagen que le revolvió el estómago y, de rebote, la cabeza, aunque sin llegar a marearla. En el extremo opuesto, visible desde un camino de unos siete metros despejado pero no asfaltado unido s la carretera, eran visibles los restos, por no decir ruinas, de lo que debieron ser cuadras para caballos, a los pies de las cuales se apreciaban las jaulas de alambre, más pequeñas, que debieron albergar en su tiempo gallinas y conejos listos para ser sacrificados.
     —¿Qué te parece? —preguntó Emilio detrás de Lucía, quien se adentraba con pasos lentos de sonámbula en el camino.
     La réplica necesitó dos minutos y metro y medio; lo que tardó Lucía en localizar lo más parecido a unas casas en la distancia, como a dos kilómetros.
     —Emilio. —Su voz salió cargada de consternación, incluso de furia—. ¿Te referías a esto… cuando decías que vivías en…?
     —¡Ja! —se rio, dando una palmada antes de señalarla con el dedo—. Vivo en el centro, sí. Así llego antes a trabajar. Pero esta… es mi verdadera casa. La familiar. Donde me crie. Y donde vengo… cuando me apetece tener intimidad.
     Ella le vio acercarse; no parecía estar de guasa.
     —Es… es…
     —Sí, sé que no parece gran cosa, aparte de muy grande. —Levantó las manos a la altura del pecho al llegar junto a ella, como intuyendo que se preparaba para manifestar su disgusto de un modo más directo—. He conseguido dejar la fachada y lo que es la casa por dentro perfectas, o casi. El polvo, sabes… —suspiró—. Pero los corrales, sin embargo…
     No dijo nada más, limitándose a sacarse del bolsillo un manojo de llaves del que pendía un llavero (le pareció que en forma de barco) y caminó hacia la puerta negra de doble lámina con barrotes rematados en puntas de lanza.
     —Vamos, verás cómo por dentro te gusta —aseguró—. Además, si eres alérgica al polvo, sólo será un problema si sigues fuera.
     Lucía se dispuso a seguirlo, sintiendo cómo con cada vistazo la casa, más grande a cada paso, le provocaba temblores en el estómago y espasmos en sus piernas que la ralentizaban.
     —Vamos, ¿a qué esperas? Yo no muerdo, ya lo verás —prometió, riéndose por lo bajo.
     Un comentario muy adecuado para calmarle los nervios. Como Emilio había dicho más de una vez, acababan de conocerse. Lo que era como decir que de él no conocía nada. Y ahora estaba con él en una casa enorme en las afueras cuyo aspecto exterior sugería una reliquia vacía once meses y medio al año; el tipo de sitio que la gente sólo encuentra si está de paso y mira desde el coche al pasar por delante; por no mencionar que el vecino más próximo estaba lo bastante lejos para no quejarse del ruido. Eso suponiendo que lo que veía a lo lejos fuesen, en efecto, casas.
      Un sitio que, si le dijesen que tenía fantasmas por la noche, sería su menor preocupación: no sería, desde luego, la primera vez que una aventura acababa con ella en una casa ajena, pero siempre sabía dónde era y sabía como irse. Y, allí, el único coche era el de Emilio.
     Otro pensamiento le cruzó el cerebro, paralizándola un segundo y anulando toda percepción menos la del bum-bum de su pecho. Sí, era casi un desconocido; por eso, no había hablado de él con sus amigas, ni con nadie. Si la echaban de menos, nadie la buscaría allí…
       Lucía se alegró de haber tomado precauciones; junto a tres profilácticos debidamente envasados, en el fondo de su bolso daba tumbos un spray de pimienta. Todo lo que necesitaba para disfrutar de una velada íntima sintiéndose segura.
      Apretando su garantía contra su costado, la pistolera cruzó la entrada abierta. A unos tres metros de distancia, un amplio patio empedrado acababa en la puerta doble de madera rematada con hierro, más de dos metros de alto y aspecto tan pesado como antiguo. Mientras Emilio peleaba por girar su llave, ella se le acercó con cuidado. Por las ventanas, deducía que había cuatro habitaciones a cada lado de la entrada. Y todas y cada una de las ventanas tenían rejas. No era de extrañar que al hombre le gustase el sitio como retiro. Aunque desfasado, su sistema de seguridad era bueno.
     —Vamos —Emilio apartó la puerta izquierda, manteniéndola abierta mientras la invitaba a pasar—. Te presento mi casa.
     Lucía cruzó el umbral. Daba a un recibidor compuesto por un pasillo abovedado de dos metros y medio, a los lados del cual se abrían dos accesos, los dos primeros sin puerta ni goznes, seguramente la cocina y al salón. Resultaba sombría, iluminada por la luz que entraba por las ventanas de las salas laterales, aunque su limpieza era preciosa: el blanco de las paredes parecía hielo ártico, lo que por desgracia incrementaba la sensación de soledad y frialdad que transmitía, aunque  la temperatura, allí y seguramente en el resto de la casa, era moderada y agradable.
      Sin embargo, Lucía se estremeció al comprobar la consistencia de la sobrecargada decoración a su alrededor.
     Docenas de ojos se clavaban en ella, mirase donde mirase; impresión realzada por estar todos a la altura media de un pecho humano. Docenas de rostros enmarcados cubrían las paredes y las cómodas, sólo interrumpidos por los huecos de las entradas. Unos estaban llenos de color; otros tenían el gris óxido de los tiempos pasados, que manchaba rostros serios de expresión perdida. Sin embargo, al fijarse en los ojos, el rasgo vital para dotarles de humanidad, el reflejo de la vida, se hundía en la negrura como si los hubiesen quemados con cigarrillos, atravesándoles el cráneo.
     —Bueno, cielo. —Emilio se le acercó por detrás—. ¿Qué te parece?
     Lucía le miró. Vio en la primera imagen, una litografía de un hombre de mediana edad de rasgos fuertes y varoniles estropeados por un desfasado mostacho que, no obstante, en su época debió causar la locura de las mujeres. La siguiente imagen, a su lado era del mismo tipo; el hombre de pie junto a un adolescente, un chico de unos trece años de expresión seria. Frente a ellos había un dibujo del mismo chico, algo más crecido, seguido de una imagen suya de adulto junto a su propio hijo, algo más bajo que él a su edad. Esta ya era una instantánea, seguramente tomada con una cámara de fuelles.
     —Es bonito —consiguió mascullar, adentrándose dos pasos más en el pasillo sin apartar la vista de la hipnótica exposición—. Las fotos…
     —Mi familia. Ya te lo he dicho, esta casa… es muy antigua. Y tiene su historia. Por eso no me atrevo a demolerla para hacerme un adosado. Sería… una traición. Y como haya fantasmas…
     Se rió de su propio ocurrencia, adelantándola con pasos largos. Lucía mantuvo la distancia. No quería reconocerlo, pero la verdadera razón por la que su atención se centraba en esa galería que pasaba del hombre al chico, del chico al joven y del joven al hombre, era la impresión de vigilancia que provocaban. Y, siendo como eran papel tras un vidrio, no debía asustarla que tuviesen espías tras unos ojos recortados.
     —¿Cuánto… hasta cuánto se remontan estas fotos?  
     Para su sorpresa, Emilio se encogió de hombros.
     —Qué se yo… Hasta donde sé, trescientos años fácil. Aunque algunas pueden ser más antiguas.
     Lucía le siguió, hasta una cómoda en la pared derecha pasado el hueco de la cocina. Allí las cartulinas de aspecto chamuscado daban paso a las estampas Kodak, en donde destacaba una instantánea del ancho de un folio con marco de plata, por lo visto tomada en aquel exterior. En ella aparecían un hombre maduro peinado con gomina y con un traje elegante, al lado de un hombre más joven, una cabeza más bajo y con camisa y vaqueros, a los pies del cual había un chico sonriente, moreno y  de piel pálida.
     —Esta, por ejemplo… —Emilio se apoderó de ella—. Es mi familia directa.
     —Tu padre, tú… —Le costaba encontrar parecido con el joven a la derecha—. ¿Y algún…hermano pequeño?
     Nuevamente una carcajada que, esta vez, Lucía sintió como una burla hacia ella.
      Lo sabía. Aquella era la sorpresa.
     —Casi aciertas, pero de muy lejos —aseguró, plantando su huella digital sucesivamente sobre cada cara—. Mi abuelo, mi padre… y yo.
     El último dedo se posó sobre el niño.
     Lucía no salió de su asombro. Había pasado del desengaño a la incomprensión.
     —No jodas. ¿Qué edad tenía tu padre…?
     —Pues, en esta foto… —Emilio se rascó el mentón, formando sutiles arrugas de piel—. Treinta y algo años… casi como yo.
     —¿Y tú…?
     —Creo que once o doce…
     Lucía ladeó la cabeza, hechos los números.
     —¿Qué? —Emilio se encogió de hombros, anticipando el ataque—. Ya te he dicho que en mi familia aprendemos a tratar con las mujeres desde muy jóvenes… —Dejó la foto en la cómoda y empezó a retroceder, hacia ella—. Y es común que algunos nos casemos jóvenes…
     Ya estaba; era todo lo que tenía que oír.
     —Oye, Emilio…
     Él la ignoró, haciendo que tensase sus hombros al alcanzarla; pensaba que alargaría una mano para intentar rozarle la mejilla. Pero, en vez de eso, se metió en la cocina.
     —Me gusta tu casa, y que hayas tenido el detalle de traerme, de verdad. Pero…
     Él siguió haciendo oídos sordos.
     —Oye, ¿me escuchas?
      Lucía corrió tras él, quedando tan inmóvil en el marco rectangular que debía parecer un póster; un añadido a la exposición de recuerdos de los Punina.
      Como esperaba sin saber la razón, la cocina era de última generación y estaba completamente equipada, encajada en un recinto que apenas habría cambiado en los últimos siglos; haciéndole pensar que, quizás, Emilio pretendía enseñarle el palacio que podría gobernar si accedía a ser su reina.
     A la derecha, casi rozando la pared, una mesa maciza de madera pulida cubierta por un mantel con encajes y media docena de sillas a juego. A la izquierda estaba la nevera con congelador Fagor y un horno Boch y, al fondo, bajo una ventana enrejada disimulada por una cortinilla blanca, el fregadero, el lavavajillas y la vitrocerámica sobre una hilera de alacenas. A Lucía le extrañó la posibilidad de que guardase la cubertería, los vasos y la vajilla a nivel del suelo, siendo los armarios tan nuevos. Sin embargo, más le llamó la atención el rincón derecho, donde encontró el único elemento antiguo, disimulado por la mesa: una puerta de color oscuro con remaches de hierro de aspecto oxidado entre sus traviesas y un enorme agujero de cerradura.
     Emilio se agachó un momento para sacar algo de una puertecilla, dos copas de cristal. Luego levantó una botella de vino tinto con el corcho aflojado, tapada por la nevera. La destapó y llenó las dos copas.
     —Escucha. —Lo siguió, decidida a ser tajante—. No sé si me has oído…
     —Te he oído, y te entiendo perfectamente —aseguró, sujetando en cada mano una copa, antes de mirarla a los ojos—. Piensas que quiero ir a saco… Casarme contigo, tener muchos hijos y que vivamos felices para siempre.
     Ella entreabrió la boca sin hablar; preguntándose si también podía leer el pensamiento. Ella no lo habría explicado mejor. Aunque, al mismo tiempo, se sintió aliviada.
     —Sí —confirmó—. ¿Y es lo qué…?
     —Bueno, sé… —Se encogió de hombros de camino hacia ella—… que puede horrorizar de buenas a primeras.
     Lucía sintió como si impactase contra una pared, tanto que cuando hizo ademán de darle la copa le ignoró; sencillamente no estaba atenta.
     —Escucha, Lucía. —La miró a los ojos, hablando con suavidad pero siendo rotundo—. Una relación seria, entre personas como tú y yo… bueno, podría ser. Podría, —recalcó—, si… funcionamos, ¿no?
     Desde la tumba de su cuerpo, los ojos de Lucía retenían su vida, recorriéndole de arriba abajo, buscando en él rastros de actuación, de mentira.
     —Aparte… Sí, eres guapa y joven y, por lo menos, parece que tu una vida es normal… —Ella asentía mecánicamente, dudando s considerar eso un halago—. Pero… ir tan deprisa no… sería inteligente, ¿verdad?
     Dio un paso al frente y le tendió la copa, agitando su contenido sin derramar ni una gota.
     —Por eso, creo que es mejor que vaya… vayamos poco a poco. A ver qué tal nos sentimos.
     Ahora sí lo había decidido. Si el revolcón merecía la pena, a lo mejor valía la pena conservar su número. Si no, pocas cosas habría en su fabulosa casa familiar capaces de retenerla allí mucho más.
     —¿Quieres? —le ofreció con insistencia—. La he preparado… pensando en este momento.
     Lucía la aceptó, consiguiendo guardarse sus recelos. No era tan raro beber antes de ponerse a tono porque, como lo que pretendiese fuese emborracharla para jugar con ella a la muñeca de las perversiones, iba listo.
      Apenas dio un sorbo, su intensidad ahogó sus papilas gustativas, obligándola a paladearlo suavemente antes de volver a probarlo.
     —Buen vino —admitió, apurando un poco más—. De verdad.
     —Es un Somontano del ochenta y dos; una marca curiosa —explicó—. Apenas tiene treinta años y ya tiene un sabor excelente.
     Emilio dio un par de pasos frente a ella, bebiendo también, con la delicadeza de un gato.
     —Uno no puede evitar preguntarse… —decía, mirando al suelo—. Cómo pueden llegar a ser las cosas si se les da tiempo… para madurar.
     ¿Era una indirecta o le estaba diciendo que ya podían pasar a los preliminares?
     —Me alegro de que te guste —dijo, volviendo a mirarla—. No sabía si sería mejor este o algo más viejo, como un Burdeos…
     Lucía, convencida de que presumía de enólogo para impresionarla, sonrió para darle coba.
     —¿Ah, sí? No sabía que entendieses de vinos.
     —Tengo muchos —aseguró, hinchando el pecho con orgullo—. Una bodega entera. Una herencia... que ha ido acumulando mi familia.
     Lucía vació el vientre de vidrio y le devolvió a Emilio su carcasa traslúcida. Bueno, era guapo, tenía dinero y pinta de babear por ella. Si sabía tratarla bien…
     —¿Y dónde está esa despensa? Siento curiosidad…
     Él sonrió. Dejó las dos copas, la vacía y la medio llena, sobre la mesa y empujó un poco el mueble, dejando espacio respecto a la pared.
     —Aquí —indicó.
      Pegó la espalda a la pared y dio un par de golpecitos rítmicos con el puño derecho. Había tocado madera.
     —Era la antigua despensa de la casa —explicó, mientras se metía la mano en el bolsillo—. Creo… que data de mil seiscientos y algo.
     Sacó una nueva llave individual, de latón bruñido y algo más larga y delgada que la principal. La encajó en la cerradura, que gruñó como una hembra poco receptiva al ser penetrada, y la abrió por completo.
     —Ven —la animó.
     Instintivamente, Lucía se hizo atrás, mirando aquel espacio oscuro como haría con una rata muerta que hubiese encontrado por el olor en unaesquina. Primero alcohol caro y ahora la promesa de ver una flamante bodega en un sótano centenario de una mansión aislada. La imagen de un loco semidesnudo atando y torturando a mujeres indefensas en una cámara secreta en su casa la asaltó.
     —Mira, Emilio, creo que…
     Él fue muy rápido; la agarró por las muñecas y la atrajo; con delicadeza, eso sí. Ella intentó forcejear, resistirse, pero sintió sus miembros más ligeros, adormilados por un hormigueo que bullía desde sus hombros a la punta de sus dedos, mientras sus piernas se dejaban llevar dócilmente.
     —Emilio, ¿qué…?
     —Vamos, no seas tímida —insistió—. Vas a ver cómo te va a gustar.
     La atraía hacia el umbral oscuro; le pareció una boca abierta, dispuesta a engullirla y digerirla.
     —Emilio, escucha…
     —Todo irá bien; voy detrás de ti —la interrumpió, antes de añadir—: Por cierto, la luz está abajo. Pero cuidado con los… ¡escalones!
     Su modo de pronunciar la última palabra la puso en alerta, pero demasiado tarde.
     Emilio la lanzó adelante; Lucía, sintiendo que caía a un pozo, lanzó un grito nervioso.
     —¿Pero qué…?
      Aunque dentro no había luz, la que se colaba desde la cocina era suficiente para apreciar que el suelo, un grueso bloque de granito gris ceniciento, se perdía unos tres pasos frente a ella, marcando el principio de un escalón. Lucía hundió los tacones de sus zapatos contra el suelo, resbalando de forma tosca antes de conseguir parar. La buena noticia era que no se partiría el cuello. La mala fue que, un segundo después, la cortina cayó. Las luces se fueron con el sonido de la puerta al encajar.
     —¡Emilio! —gritó, sintiendo como escupía con rabia el breve momento de euforia inducido por el Somontano, antes de embestir contra la puerta—. ¿Qué coño haces?
     El golpe de sus puños coincidió con el chasquido de la cerradura al girar la llave. El quejido de la madera le hizo sentir como si sus dedos fuesen manojos de plumas. Dio tres golpes más, simplemente para descargar su rabia. Su respiración cobraba intensidad, intentando reponerse a la sorpresa y al miedo, mientras tanteaba con la mano derecha el lado izquierdo de la puerta. No había manija. Claro, ¿para qué, si al salir cerraba con llave?
     —Emilio. —Por lo menos todavía entraba suficiente luz por debajo para dejarle ver—. Jodido loco, dime ahora mismo…
     —Ah, estás bien. —Parecía sorprendido—. Me alegro. Ya me parecía que no te habías caído.
     Lucía apretó los puños, sintiendo que se arañaba con sus propias uñas. El comentario era tan hilarante que no le veía cabida. Decidió ponerse en lo menos malo.
     —Muy bien, eres muy gracioso. Casi consigues que me mee encima. ¿Y ahora… —Dotó intencionadamente a su voz de sensualidad—… que te parece si te dejas de tonterías y abres la puerta… para que podamos…?
     —Me has leído el pensamiento, querida —aseguro—. Espera sólo un momento a que me prepare…
     —Muchas gracias, cielo. Ven, vamos. —Intentaba parecerle ansiosa, desesperada.
     —Aunque, claro, tendré que ducharme, cambiarme, ponerme… a la altura…
      En ese momento, Lucía vislumbró la sonrisa en su cara traidora. Que no se riese sólo la hizo sentirse más indefensa.
     —Emilio, escucha…
     —No, escúchame tú. Tranquila. No voy a hacerte daño.
      —Por favor… —Su condescendencia la ponía cada vez más nerviosa—. No me digas…
     —De verdad, créeme. Verás que no hay nada en esa bodega que pueda herirte.
     Furiosa, dio una patada a la puerta que la hizo temblar en sus goznes.
     —Yo de ti no haría eso; no querrás hacerte daño.
     —Escucha cabrón, te juro que cuando salga de aquí…
     —De todos modos tengo que entrar… en un rato. Si quieres, hablamos entonces. Por ahora, descansa.
     Le oyó volver al pasillo, sus pasos perdiéndose en la casa. Lucía, derrotada, retrocedió, alejándose de la puerta. Sólo su orgullo le impedía llorar. Eso excitaría más a aquel cabrón.
     En ese momento lo recordó; un chispazo emocional que desvaneció su pena por un segundo.
       Sus manos se apresuraban en atrapar el móvil. Podía pedir ayuda, aunque no estaba segura de tener cobertura. Y el bote de spray. Si Emilio cumplía su palabra y bajaba…
     Se llevó la mano al costado derecho, buscando arañar la bolsa de cuero sujeta con dos correas. Amagó un grito y apretó los dientes después de arañar su jersey primero y aletear después, moviendo sólo su pelo y el aire.
     Claro, cuando la había cogido para empujarla también le había quitado el bolso; debía de pensar que llevaría el teléfono con ella. Por tanto, así estaban para ella las cosas: sola consigo misma dentro de una bodega cerrada, a la espera de que hiciese con ella lo que quisiera, cosa  seguramente no sería agradable. Porque como pensase pedir a su familia dinero para un rescate…
     Lucía se frotó las manos, antes de cruzarlas sobre su pecho. En contraste con el calor del verano fuera y la frescura dentro de la casa, la temperatura en aquel sótano debía rondar los doce grados o menos, lo que indicaba que Emilio no mentía sobre la bodega. Y, a la vez, comprobó que debía de entrar allí mucho. Pese al frío, se respiraba bien; no era el ambiente recargado que se espera de un almacén viejo. Sin polvo en el aire ni el suelo, ni telarañas en las esquinas del techo…
     Al mirar a su alrededor, Lucía se fijo en los peldaños que bajaban. Doce escalones blancos como las teclas de un piano, tan estrechos que la punta de sus pies sobresalían sobre ellos. Y, más importante, al fondo también había luz; una claridad blanca y sutil, apenas suficiente para apreciar la escalera y lo que hubiese al final.
     Era una ventaja a su favor. Si Emilio iba a tardar en bajar, dándole tiempo para familiarizarse con el sitio, tenía la opción de defenderse. No estaba segura de lo que le esperaba: una celda, una bolsa en la cabeza, una colección de disfraces de cuero, esposas y látigos… Pero de lo que estaba segura era de que no dejaría nada peligroso al alcance de su víctima, para que pudiese destrozarlo o usarlo contra él. Difícilmente, habría algo allí abajo que pudiese usar de arma.
     Lucía tropezó, obligándose a apoyarse en la pared, mientras contenía la respiración. El sitio de por sí era silencioso, lejos de la mayoría de reventadores de tímpanos, y las gruesas paredes repelían buena parte del sonido exterior. En el patio, un pájaro cantaba. Sobre su cabeza el agua respetaba por las cañerías. Y estaba segura de haber oído algo. Fue momentáneo y ahogado, tan delicado como de pies descalzos sobre aquel suelo desnudo de piedra.
     Apretando la nariz, oyendo sólo su corazón, miró abajo. No creía que tuviese compañía. Quizás otra chica, una víctima anterior con la que aquel desequilibrado hijo de puta se hubiese cansado de jugar y a la que pretendía reemplazar…
     —¿Hola? —llamó, gritando todo lo que pudo—. ¿Hay… alguien? ¿Alguien me oye?
     Lucía respiró, antes de volver a aspirar. No tuvo respuesta. Con cuidado, adelantó su pie derecho al borde del peldaño superior, disponiéndose a bajar al siguiente…
     Cuando su pie izquierdo pisó el siguiente peldaño, oyó el murmullo de algo grande pero ligero arrastrándose, seguido de otro más extraño, momentáneo como un chispazo pero a la vez insignificante. El sonido que haría una sábana arrastrada, cayendo al suelo sobre sí misma.
     Resoplando con más fuerza de la pretendida, Lucía retrocedió de vuelta a lo alto de la escalera.
     —¡Estoy aquí! Me ha encerrado…
     Interrumpió su llamada al no estar segura de que su destinatario pudiese oírla. Había algo allí abajo, seguro. Que no acudiese a su llamada era, por un lado, motivo de tranquilidad; probaba que no tenía intenciones hostiles, de momento. Pero que no respondiese la inquietaba. Ya debía saber que no era Emilio…
     Un breve recuerdo del cuento de Barbazul presagiaba una colección improbable de cadáveres colgando de las paredes, y uno de los primeros pensamientos se Lucía sobre su cautiverio empezó a desvanecerse, cediendo su puesto a la más posible visión de una mujer, seguramente joven como ella, encadenada y desnutrida, sin fuerzas para moverse ni hablar y condenada a revolcarse entre sus excrementos y su desesperación…
     Lucía tomó aire, decidida, necesitando estar alerta al cien por cien. Bajó la escalera pisando fuerte, anunciando a quien la esperaba que acudía a su encuentro.
     Después del séptimo escalón, a mitad del trayecto, empezó a notar que, pese a su primera impresión, el aire en el fondo de la bodega no era tan puro, seguramente porque el contacto con la cocina ayudaba a ventilarlo. Empezó a boquear; pese al esfuerzo de sus pulmones, arrugados como fuelles, respirar no era suficiente. Le ardía el pecho, sensación que le subía a la cabeza, provocándole punzadas de dolor esporádicas que poco a poco oscurecían su visión.
     Lucía, consciente de que podía perder el sentido, hizo un alto a dos escalones del suelo, el equivalente a un paso largo, mientras mantenía el equilibrio contra la pared. Mientras jadeaba, absorbiendo ese aire enclaustrado, fresco y libre de partículas que obstruyesen su respiración, entendió la razón de su repentina debilidad. Le dio un golpe al muro, sintiéndose estúpida.
     Emilio. El vino estaba preparado. Algún tipo de droga que la volvía débil y fácil de tratar…
     Tuvo ganas de escupir, sólo para manchar el suelo de la casa de la que estaba tan orgulloso. Por eso la había metido allí con tanta facilidad. Ya era tarde para meterse los dedos en la boca. Debía de ser de efecto rápido…
     Tras un minuto para recomponerse, dio dos pasos más y volvió a pisar un suelo firme y horizontal. Su vista estaba nublada, como si llevase un velo negro de viuda, pero todavía podía moverse, sin más problemas que la rigidez de sus miembros.
     Dos pasos más y dejó atrás la escalera. Lucía vio que la luz entraba por una pequeña claraboya rectangular en el centro de la pared a su izquierda, pegada al techo de algo más de dos metros. Demasiada alta para llegar, cosa que no dejaba de ser irónica. Por lo que había visto, era la única ventana de la casa sin rejas.
     De allí dio un tumbo hasta la derecha, forzada a abrir aún más los ojos al ver el cable negro y retorcido que subía, conectando un pequeño interruptor blanco con tres bombillas individuales, cada una con su cable en el techo.
Lucía se rió; Emilio decía la verdad sobre la luz. ¿Le habría dicho también la verdad sobre lo demás? Recordó el sonio del agua. ¿Estaría duchándose para luego vestirse… y bajar para una cena romántica con ella? No lo creía. Había tenido novios lo bastante tarados para probar cosas que no se le habrían ocurrido ni borracha. Y alguien con la cabeza lo bastante amueblada para montar una  trampa tan elaborada no pensaría que su victima se le echaría a los brazos al verle llegar. ¿Cómo llamaban a aquel cliché? ¿La damisela en apuros?
     Lucía alargó el dedo índice derecho hasta el interruptor, sintiendo la tentación de apretarlo. Vería mejor que ahora, aunque corría el riesgo de su intensidad le fundiese los ojos por culpa de la doga. Sería mejor echar antes un vistazo a lo que le esperaba…
     Otro sonido la paralizó durante unos segundos, desde la porción de la sala al doblar la esquina. Un crujido largo y agónico, de puerta de bisagras oxidadas arrastrada en una película de terror. Lucía se mantuvo expectante, a la espera de que el responsable volviese a moverse, o de que una brisa confirmase que había al menos una puerta abierta. Contaba mentalmente el tiempo, treinta segundos, un minuto, dos…
      El silencio no la sacó de dudas.
     Una cabezada hacia su derecha le petrificó el cuello. Aunque le costaba ver, situación que esperaba empeoraría con cada minuto, la claridad y nitidez del subterráneo la impresionó tanto como su tamaño.
      La superficie total sería de siete metros, con un ancho de paredes de dos, con su suelo de piedra radiante por el barrido a intervalos de tiempo muy cortos.  A partir de la mitad de la habitación  había una moqueta de color gris y aspecto duro que llegaba hasta la pared opuesta. Y, más curioso, desde su comienzo se veían varios objetos amontonándose contra las paredes, dando la impresión de ser una especie de trastero. La mezcla subterránea entre cementerio y cripta donde la familia Punina se deshacía de aquello que ya no le hacía falta, almacenándolo para que fuese pasto del tiempo, la humedad y los pequeños insectos de las esquinas oscuras,  aunque el último de ellos se molestaba en limpiarlo y airearlo.
     Era muy raro. Sobre la moqueta se desperdigaban diferentes utensilios pequeños de formas diversas. Aunque, desde luego, Emilio le había mentido: allí podía haber cualquier cosa menos botellas de vino. Después de que dos pasos mantuviesen su fe en estar en pie, Lucía se acercó a ver qué eran; sintiendo  cada paso como sobre una cuerda floja. Consiguió llegar a la moqueta y agacharse sin caer.
     Era imposible. Era un camión de la construcción, amarillo y con las ruedas negras, brillante como nuevo. Todo de plástico menos sus ejes de metal. Un juguete en perfecto estado y, más llamativo, de lado; como si lo hubiesen usado hacía poco.
     Lucía empezó a agacharse para dejarlo otra vez en su sitio. Más adelante descansaba sobre el suelo lo que le pareció un trapo arrugado y rancio de color gris. Al darle un puntapié, un conejito de peluche con la punta de la oreja derecha arrancada y botones cosidos por ojos se volteó, mirándola de forma acusadora por despertarlo. A su lado, varias figuras geométricas de madera pintadas, un cubo verde, dos pilares amarillos, un bloque azul y una pirámide roja, dibujaban una flecha a ninguna parte.
    Juguetes.
      A su izquierda había de ocho cajas de cartón, apiladas de dos en dos; las de abajo cerradas por el peso que ejercían las de arriba. Lucía abrió la primera. Un patín. Un oso de peluche de aspecto antiguo. Más bloques con letras dibujadas. Reproducciones en plomo de soldados.
     Respirando con esfuerzo, habiendo levantado la primera capa de polvo allí al separar las hojas de la caja, Lucía volvió al centro de la sala. Juguetes antiguos, muchos con pinta de usados. Quizás del propio Emilio, guardados por nostalgia melancólica, o como herencia para el próximo Punina.
     Estremecida por lo que implicaba esa idea, se acercó a la pared opuesta. El primer objeto era un guardalibros con dos baldas, ocupadas por volúmenes gruesos del tamaño de folios. Lucía se inclinó; pese a su estado y la escasa luminosidad, todavía podía ver qué eran: un diccionario, el más grueso de todos. Un libro de matemáticas. Un cuaderno de gramática que, al echarle un vistazo, encontró lleno de rayajos hechos con lápiz. Un libro de geografía lleno de mapas. Y, el más nuevo de todos, precisamente, un libro de historia para sexto de primaria. A su lado, un baúl de madera, tal vez roble, enorme y viejo. Al abrirlo, pensando quizás que encontraría por fin un objeto adecuado para recibir a su anfitrión, encontró decepcionada mantas, sábanas y un sinfín de calcetines y calzoncillos arrugados. Sin embargo, el enorme objeto al fondo de esa pared cautivó todavía  más su atención.
     Por un momento le faltó el aire, espesando aún más la maraña de hilos negros desenrollados ante sus ojos. El peor de los presagios, y a la vez el más extraño. Una cama para un ocupante; sin hacer, pero impoluta, como recién dejada. Lucía se acercó más y, pese a su repulsión inicial, se inclinó sobre ella. No olió nada desagradable. Después acarició las arrugas sobre la sábana. Fría. Su último ocupante la había dejado hacía tiempo. Junto al cabecero vio una pequeña manta arrugada sobre el suelo. Decidió que aquello era lo que había oído caer antes.
      Se acercó hacia allí, apartándose horrorizada al ver lo que sobresalía de las patas: correas de cuero, al final de largas cadenas de eslabones finos.
     Frotándose el entrecejo mientras el sueño se apoderaba de ella, Lucía encontró tras ella, con sorpresa, un televisor enorme, de al menos cuarenta pulgadas, pero más viejo que los juguetes. No tenía mando a distancia sino que los canales se cambiaban pulsando los botones numerados a la izquierda de la pantalla gris. Y, a su lado, un espejo oval de cuerpo entero, enmarcado en madera…
     Al verse reflejada en él, sintió una punzada en el pecho. Su cuerpo, desgarrado por una telaraña de retorcidos truenos negros. Alguien había roto el espejo, sin duda de un violento golpe en el centro, descomponiendo su imagen en pedazos. Para verse así con cada despertar, la mente del vándalo debía estar tan fracturada como ese reflejo.
     La fatigada Lucía, a la que cada vez costaba más mantener la cabeza erguida, sintió su cuerpo escorarse hacia la izquierda, momento en que otro elemento se cruzó con sus ojos. Una puerta en la pared al fondo dormitorio, tan abierta que podía ver su interior.
      Muy mal tenía que estar para no haberla visto antes. Lucía se ladeó un poco más para mirar en su interior. No pudo apreciar gran cosa; estaba muy oscuro. Sería un armario, aunque le pareció distinguir varias formas abstractas y blancas…
     Suspiró. Era un cuarto de baño, junto a la cama la unidad elemental para hacer un sitio habitable. Aquello confirmaba que su cautiverio prometía ir para largo.
     Sintiendo sus fuerzas dejarla definitivamente, sus piernas deshinchadas por calambres que ni senría, Lucía se sintió caer, ahora sí, sobre el colchón tras ella. Era muy blando y cálido, como si fuese nuevo o sin demasiados años a sus espaldas. Ya no le importaba lo que sobresalía de sus extremos.
     Mientras preguntaba mentalmente al techo qué le esperaba, un gemido parecido al de un autobús doblando una esquina se elevó sobre el aturdimiento de la droga. En alguna parte, una puerta se cerraba.
     Sintiéndose como si llevase puesta una corona de oro de veinte kilos, Lucía consiguió doblar su cuello lo bastante para ver que era la que tenía delante. Una mano invisible cerraba el aseo; acción para nada atribuible al viento.
     Se produjo un efecto extraño cuando la puerta salió de su vista. Lucía se quedó mirando la esquina de la pared del televisor con la del lavabo, un simple hueco gris pálido especialmente marginado por la luz. Le parecía tan oscuro como una cueva con un secreto al fondo.
     Algo parecido a una migraña le hizo encogerse. Entornó los ojos, consiguiendo apreciar que allí, entre las sombras, había algo.
     Sentarse le supuso a Lucía luchar contra una espalda pétrea y unos brazos insensibles, pero consiguió doblar la tabla, enfocando lo que le quedaba de vista al frente.
      En el ese momento su acompañante salía de la oscuridad. Una pierna, la derecha.
     Aquel paso al frente le desorbitó los ojos más allá de la confusión o el miedo.
     ¿Qué estoy viendo?, se preguntó, sintiendo su boca convertirse en engrudo.
     La pierna, menuda, desnuda y descalza, terminaba en un pie no mucho mayor que el suyo, carente de suciedad o vello. Tenía la piel del color rojo de una ampolla reventada, con uñas demasiado crecidas que laceraban los bordes de sus dedos y una mancha bajo la rodilla del color de un vómito y una consistencia parecida a una colonia de hongos. Al primer paso siguió un segundo. La pierna izquierda no era muy diferente, salvo por la forma en que cojeaba al doblar el pie.
     Cuando su dueño se hizo visible, Lucía se sintió como si hubiese engullido entero un salmón, que ahora coleaba en su estómago, arrastrando bilis hacía su boca. Se asfixiaba, incapaz de tomar suficiente oxigeno mientras deseaba que esa cosa se fuese; y si no, que siguiese lejos de ella y donde no pudiese verlo.
     Ese monstruo, era, simplemente, imposible. Bajito y famélico como un niño desnutrido, su cuerpo desnudo presentaba un vientre hinchado por fluido cubierto de bultos crecidos bajo la piel y quistes, revestido de todo tipo de manchas pustulosas de viruela y acné. Sus brazos, finos como palos ensamblados por las articulaciones, lucían tatuajes de úlceras abiertas y cortes largos; doblados hacia abajo como si alguna incapacidad nerviosa le impidiese levantarlos.
     Pero lo peor era la cara. Una mandíbula saliente y colgante llena de dientes y encías ennegrecidos por las caries y las llagas, de la que colgaba un hilo de saliva turbia. Las mejillas se hundían y la nariz, retorcida, parecía a punto de desprenderse con gruesos círculos de piel coriácea rodeando los ojos, de los que pudo ver el iris izquierdo blanco, tapado por una película lechosa. Finos jirones de sucio pelo caían de su cabeza, calva excepto por varias verrugas, tumores que empequeñecían la deformidad de John Hurt en El Hombre Elefante.
     Era, en palabras sencillas, el engendro más deforme y lastimoso que Lucía podía imaginar pero peor. Sentía tanta compasión como asco porque algo así pudiese vivir. Compasión que duró hasta que empezó a moverse hacia ella, emitiendo suaves gemidos de bebé hambriento.
     Torciendo con asco la boca, se hizo atrás, tendiéndose sobre el colchón en un gesto que sólo alguien muy torpe podría confundir con ofrecimiento. Aquel pareció ser el caso de la criatura, que aceleró. La rigidez en sus miembros y evidente cojera hicieron que Lucía conservase por un momento la esperanza de que tropezase y se estampase sobre el suelo para morir, antes de entender que, aunque se movía como un niño dando sus primeros pasos, estaba demasiado entusiasmado con aquel regalo de la superficie como para arriesgarse a que un tropezón le retrasase.
     Lucía intentó levantarse, presionando con sus codos el blando colchón, consiguiendo sólo arrastrarse sobre la cama, alejándose. Una huida que servía de poco: la cosa estaría a medio metro de ella cuando sintió con dolor que su cabeza subía. Había llegado a la pared.
     —No —consiguió articular, levantado la mano derecha frente a su cara—. ¡No! Para…
     Pretendía por igual repelerlo y no verlo. Falló en ambos cosas.
     —Por favor, escucha…
     Aquello no escuchaba; sabía demasiado bien lo que hacía. Con agilidad pasmosa, al llegar al colchón se encaramó a él. Lucía intentó levantar la pierna y devolverlo al suelo, pero era rápido; la evitaba deslizándose sobre el colchón mientras se le acercaba.
      —¡No, por favor!
     Primero se tapó la cara y el cuello con los brazos, intentando defenderse. Luego, al sentir que le caía encima, le lanzó con todas sus fuerzas restantes manotazos, intentando repelerle, empujarle, apartarle. Al margen del calmante, en aquel momento deseó no haber malgastado sus fuerzas con la puerta. La agarró con fuerza por el cuello y el hombro del jersey, poniéndola cara a cara. Su aliento llegó hasta ella; un olor a acetona y encías gangrenadas en el que, para su sorpresa, reconoció otro olor que no enmascaraba a los demás: fresas.
     La empujó con fuerza sobre el colchón. La cabeza de Lucía rebotó sobre la almohada, quedando definitivamente tumbada. Sobre ella, de pie y desnudo, la miraba con interés.
     Los espasmos de sus músculos superaban el efecto del veneno. ¿Qué quería de ella? ¿Devorarla viva como los caníbales deformes de tantas películas de terror de serie b? ¿Pegarle? ¿Desfigurarla a golpes, hasta que fuese tan horrible como…?
     La respuesta, más elemental, llegó sola. Se puso de rodillas sobre ella, juntando las manos sobre su cintura. Oyó el botón de sus vaqueros abrirse, el crujido de la cremallera al bajar.
     —¿Pero qué…?
     De un tirón le bajó los pantalones hasta enrollárselos en los tobillos.
     —No… por favor, no…
     El pánico sepultó la sorpresa inicial, especialmente cuando volvió a inclinarse sobre su entrepierna y tiró, desprendiendo un tejido blanco de su cuerpo. Un par de parpadeos y comprobó que eran sus bragas.
     —Déjame…
     Las piernas de Lucía tenían su propia conciencia, por encima de la pesadumbre y el miedo, iniciando una exhibición de patadas a lo alto y a lo bajo, intentando la zancadilla, el golpe en la rodilla, la patada en los huevos… Pero sus propios pantalones se convirtieron en grilletes.
     Como última defensa, Lucía cruzó las piernas, así la entrada a su cuerpo. Pero el intruso tenía su propio juego de ganzúas: sus manos se hundieron entre ellas, clavándose como clavos oxidados, causando un dolor superior al efecto anestésico que la entorpecía.
      Lucía chilló.
     —¡Para!
     Con aquel ultimo alarido pasó. Se había quedado sin fuerzas. El grito abrió ojos que debían estar cerrados, que ahora caían definitivamente. Su voz se perdió mientras su consciencia, libre de sensaciones y pensamientos, era enterrada viva en el sarcófago del cerebro. Su cuerpo quedó reducido al de un cadáver que sufría.
     Sus piernas se abrieron.
     Y aunque cerraba los ojos, lo hicieron dejándole un recuerdo indeseable y, esperaba que no, imborrable: el peso delicado de aquel cuerpo sobre ella. La presión que se colaba en ella, tan débil y dura que pensó que podía ser un dedo mientras su vientre temblaba, electrizado por el principio de un orgasmo que no quería. Y, sobre ella, el babeante y nauseabundo rostro, sonriendo de satisfacción mientras se dormía.

     Lucía recuperó la consciencia sin saber cuánto tiempo habría pasado, aunque no podía haber sido mucho; todavía quedaba alguna luz del día. Lo primero que sintió fue la jaqueca, ligera como si tuviese una abeja zumbándole dentro de la cabeza, la boca seca y, lo peor, el dolor de su vagina. Una lágrima rodó por su mejilla derecha. Era la prueba de que no había sido una pesadilla.
     Parpadeó, comprobando que había recuperado completamente la visibilidad, trastocada sólo por el final del sueño. Al girarse, comprobó que seguía sobre el colchón, aunque con una crucial diferencia, acompañada de un tintineo: las correas rodeaban sus muñecas y tobillos. No sabía hasta qué punto limitaban su movilidad, pero era capaz de darse la vuelta. Empezó a reconocer la habitación; la puerta del baño, otra vez abierta, le provocó un estremecimiento (y una arcada). La cosa que la había atacado y violado, seguía con ella. Su mirada pasó frente al espejo roto…
     De camino a la televisión, Lucía dio un respingo. Había alguien más con ella, y no era la criatura.
     Estaba totalmente desnuda, con las manos a la altura de cadera y dándole la espalda. Tenía una masa de pelo color caoba oscuro, casi moreno, en la cabeza, con los omóplatos marcados como alas de ángel y la punta de cada vértebra perfilada en su espalda, hasta los finos glúteos. Lo primero que destacó fue su palidez. Era tan blanco como el yeso, sin lunares o pelos sobre su piel, como si nunca hubiese recibido la luz del sol. Y, no menos impactante, su corta estatura y la apreciación de que era varón, lo identificaban como muy joven. Un adolescente, quizás hasta un niño. 
     —Eh, oye… —Lucía se sentía como si hubiese tragado sal y, aunque le costó, consiguió hablar—. Chico, aquí. Me…
     Al oírla empezó a darse la vuelta, girando sus pies con cortos pasos, hasta quedarse mirándola.
     No se equivocaba; era aún más joven de lo que pensó, no más de trece años. De cara estirada, rematada por una larga barbilla, sus ojos azules brillaban como zafiros mientras su cuerpo esbelto temblaba, ya fuese de miedo, frío o vergüenza.
     —Escucha chaval, ¿puedes ayudarme…?
     El chico ladeó la cabeza unos centímetros, mirándola con curiosidad. Algo le hizo pensar a Lucía que, posiblemente, no la entendía. Pero debía intentarlo, tanto por ella como por él.
     —Chico, tienes que ayudarme. Tienes que salir de aquí. Hay… —suspiró, Temiendo sucumbir a las náuseas estando postrada—. Un hombre muy peligroso arriba y… una especie de monstruo por aquí. Si te ven, te harán daño…
     Por toda respuesta, el chico levantó la mano derecha, poniéndola sobre su mejilla como para aliviar un golpe, antes de echarla atrás, hundiendo los dedos en su pelo. Entonces sonrió. Primero a Lucía, luego a sí mismo, en los pedazos de espejo que reflejaban su, moviéndose de un lado a otro para verse mejor.
     Lucía se inquietó. Había algo anormal en el chiquillo. Además de que, pese al frescor del sótano, su piel brillaba de modo anómalo, como si estuviese bañado en sudor u otro fluido que no formaba charcos en el suelo.
     Un crujido metálico bajó desde la cocina. El niño se volvió hacia los peldaños. Se oyeron dos pasos bajar.
     —¡Julián! —llamó Emilio—. ¿Estás ya?
     —¡SSSS….s…Ssssí, Sí, sí, sí! —aulló con esfuerzo el coyote lampiño.
     Los pesados pasos de Emilio bajaron trotando la escalera. Cuando dobló la esquina, Lucía se incorporó. No sólo no quería perderle de vista sino que, además, no creía lo que veía.
     Emilio se había cambiado la ropa; ahora llevaba un traje negro parecido a un frac con camisa blanca, corbata azul marino a juego con sus ojos y zapatos de cuero negro brillantes. No mentía sobre que iba a ponerse elegante. Sin embargo, lo más llamativo era lo que llevaba apilado delicadamente sobre sus brazos: una manta marrón verdoso y muy gruesa apilada formando tres pliegues. Encima, en equilibrio, una botella de agua mineral, dos pantuflas de lana marrones y un objeto plano y tumbado que Lucía no reconoció.
     —Oh… mírate…
     Aquellas primeras palabras dieron paso a una sucesión de acciones increíble: Emilio sonreía mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, a la vez que el niño, que respondía al nombre de Julián, corría hacia él. Se tiró sobre él, placándolo; Lucía pensó que para derribarlo pero, en vez de eso le rodeó la cintura con los brazos.
     —¡Eh, un momento! —protestó Emilio—. ¡Espera, que me vas a tirar…!
     Julián bajó los brazos, retrocediendo y dejando a Emilio dejar su carga en el suelo. Apenas esta tocó el granito, el hombre se revolvió hacia él, rodeándolo fuertemente con sus brazos y apretándolo contra su cuerpo, poniéndose de pie y levantándolo en el aire.
     —Por fin,  ya está… —masculló, llorando de emoción, antes de mirarle a la cara—. Y mírate. Ya te dije que serías muy guapo…
     El niño asintió, riéndose, tras lo cual Emilio le acarició el contorno de la cara, antes de besarle largamente en la frente.
     Lucía veía aquel intercambio de afecto, tan efusivo como el de dos parientes separados durante una década, parpadeando cinco veces por minuto y casi sin respirar. Aquel niño debía ser el hijo de su captor, pero… ¿por qué estaba desnudo y escondido en aquel sótano? ¿Y qué había pasado con su agresor?
     —Eres muy guapo, ¿sabes? —repitió Emilio, dejándolo en el suelo y mirándole a los ojos—. ¿Has podido verte, lo guapo que eres?
     Julián, que se había destapado los genitales, se había llevado la dos manos a la cara, negando. Emilio, con la cara manchada de lágrimas, sonrió. Se agachó y levantó el objeto sobre la manta.
     —Ten, cariño. Mírate.
      Le puso el objeto delante; un espejo de mano redondo y ancho como un plato sopero. Al ver su reflejo completo, Julián dio un respingo, retrocediendo dos pasos antes de sujetarlo con su dubitativa mano derecha, mirando su cara mientras se la presionaba continuamente con la mano izquierda. Lucía recordó que había visto a modelos de alta gama mostrar menos interés por su aspecto que el chiquillo.
     Y mientras obedecía al adulto, este desplegó la manta y se la extendió sobre los hombros, enrollándosela en torno al cuello como una capa. Luego le pasó las dos zapatillas de estar por casa, que se calzó con entusiasmo.
     —Ahora, Julián… —Las palabras consiguieron que se olvidase del espejo—. Quiero que vayas arriba. Papá tiene que hablar con la señora. Puedes hacer lo que quieras, pero no salgas aún. —Le rozó la mejilla con los nudillos—. No quiero que cojas frío.
     —Muy bien, papá —habló por fin, con una voz ahogada y tenue, como si estuviese afónico.
     —Te quiero.
     Emilio dio un beso en la mejilla a su hijo secreto y le apoyó la mano en el pelo; luego Julián salió corriendo con su improvisada ropa hacia la escalera.
     Emilio, mientras, se agachó para recuperar la botella de agua.
     —¿Quieres? La he bajado para ti. Necesitarás beber… sobre todo si quieres hablar.
     Se acercó Lucía, tanto que comprobó que no sólo se había cambiado de ropa, sino que se había puesto perfume, que afectó a su sistema olfativo como una sobredosis de amoníaco. Lucía tosió, sintiendo el sabor amargo y pegajoso de la sangre treparle por la garganta, obligándola, muy a su pesar, a aceptar la oferta. Después de todo, si quería decirle lo que pensaba, iba a necesitar hablar.
     —Bien, supongo… —Emilio, cabizbajo, retrocedió hasta situarse frente al televisor, agachándose para que le viese la cara—. Que vas a necesitar algo más que una explicación.
     Lucía dobló la cabeza cuando las cadenas le impidieron acercarse más, lo que a punto estuvo de acabar con el recipiente cayendo y ella dándose un baño. Pero consiguió llevárselo a los labios y beber hasta atragantarse dos veces, escupiendo el agua teñida de ocre como una fuente embozada. Al cabo de dos minutos, la botella se había reducido en algo más de un tercio.
     —Qué… ¿Qué me has hecho? —Tenía razón, tenía muchas preguntas; por eso iba a ir primero a por las primordiales—. ¿Por qué me has…?
     —Sí, te pido perdón por eso —reconoció, agachando la cabeza y extendiendo las manos—. Pero, entiéndelo, si te lo hubiese dicho no habrías venido aquí ni atada.
     Ella presenció, indignada y horrorizada, le vio sonreír.
     —Emilio —continuó ella, apoyándose en el colchón—. Aquí abajo, antes… una co…
     —Sí, lo sé. —Levantó la mano derecha, para calmarla, callarla o ambas cosas—. Ese era mi hijo, Julián. El que acaba de su…
     —No me entiendes —replicó ella, frustrada por la interrupción—. Era horrible y deform…
     —Sí, lo sé —confirmó—. Era él. Mi hijo, Julián. Ahora está arriba.
     Ella le sostuvo la mirada. Él asintió, tan despacio que casi ni lo vio.
     —Perdón también por lo de drogarte; ha sido para que fuese más fácil para los dos —explicó—. Así no había riesgo de que él se hiciese daño. Entiéndelo, estaba muy nervioso. Era su primera vez…
     —¿Cómo? —Lucía se sentó incorporó, haciendo tintinear sus cadenas—. No, no me entiendes, la cosa que me…
     —Era mi hijo, antes del cambio. Antes de su purificación.
     Lucía examinaba su rostro. Estaba siendo, sobre un tema más allá de su comprensión.
     —¿Purificación? —repitió.
     Emilio asintió.
     —Sí, su purificación. Su liberación… de todos los males de su condición humana.
     —No lo entiendo —dijo ella, negando con la cabeza.
     Emilio suspiró, antes de ponerse en pie.
     —Como sabrás, los seres humanos somos muy imperfectos. Estamos llenos de taras y defectos, escritos en nuestro ser. En nuestros genes. Cuando esos males se… —Levantó los ojos, imaginando el término más adecuado—… transcriben, el resultado es terrible para nuestra esperanza de vida.
     —Sigo sin entender —protestó—. ¿A qué te refieres con…?
      —¿Has oído decir eso de que la calvicie y la miopía se heredan? Pues hay mucho más.
     »Enfermedades hereditarias. Cánceres. Trastornos orgánicos y sanguíneos. Defectos en el desarrollo. Lesiones mentales. Malformaciones. Todo está ahí, escondido en nosotros mismos, esperando el momento oportuno de expresarse. Linajes enteros pueden acabar de golpe, barridos por un único trastorno grave, provocado por un único gen defectuoso, una mancha surgida quizás hace mil generaciones. Una herencia transmitida a los hijos… sin querer y sin quererla.
     Emilio se puso las manos a la espalda, caminando hasta el espejo. Le lanzó una mirada.
     —Y hay más. No se limita al desconocimiento de nuestro propio ser. Cada vez que nos emparejamos, que se crea una nueva familia, nuevos genes se mezclan en la siguiente generación, nuevos secretos oscuros, nuevos defectos… Siglos y siglos de sanos destruidos en una década por la intrusión de un elemento nocivo, imposible de detectar y de reconocer… hasta que es tarde  y el mal está hecho.
     Lucía empezó a sentir otra vez el dolor de cabeza, similar a unas aspas gigantescas batiéndole el cerebro. El agua se revolvía en su estómago. Lo que menos necesitaba eran discursos de genética.
     —Pero eso ha sido así siempre, Emilio. Y no sé qué tiene que ver conmigo y…
     —Tienes razón —volvió a interrumpirla—. Tiene que ver conmigo. Con mi familia. Con los Punina.
      Lucía le miro, desafiante. La incomprensión daba paso a la frustración; todas aquellas tonterías no le decían nada. Y, ahora mismo, quería entender tanto que estaba dispuesta a olvidar por unos minutos lo mucho que le odiaba.
     —¿En qué si se puede…?
     —Nosotros somos… especiales. —Se acercó hacia ella, mirándola desde arriba—. Verás, Lucía, hace trescientos años o más… En realidad no sé cuánto, algo en nosotros cambió. Algo que está en nuestra sangre. En nuestros genes. Algo que… heredamos.
     —¿El qué? —exigió, procurando que él entendiese en cada momento lo furiosa que estaba—. ¿El tener menos neuronas de lo normal, o la polla más corta o…?
     Emilio se rió, dejando claro que con él la mejor defensa no era un buen ataque.
     —En realidad, nos volvimos inmunes… a todo eso, Lucía.
     Ella parpadeó un momento, mientras lo entendía.
     —¿Cómo? Repite eso.
     —Nosotros, Lucía. —Dio dos pasos hacia ella, antes de volver a inclinarse—. No tenemos que preocuparnos de ninguno de esos males. Podemos vivir nuestras vidas de forma normal y plena, disfrutando de una salud perfecta. Sin volver a preocuparnos de lo que será de nuestros descendientes… nunca más.
     —Tú me dirás cómo —quiso saber—. Porque, a ver si por no tener antecedentes de enfermedad en la familia…
     Él suspiró, esta vez contrariado. Era obvio que lo que acababa de decirle le ofendía.
     —No, Lucía —rectificó—. Sabemos que no tendremos ninguna tara… porque hacemos algo para librarnos de ella.
     —¿Qué?
     Se irguió una par de centímetros.
     —¿Has oído decir alguna vez… que los hijos de los hombres son los eslabones de una cadena que une el pasado con el futuro… que heredarán y serán de sus padres todo lo que son y lo que serán?
     —Supongo. —Era mentira; no había oído nunca nada ni parecido, pero supuso que tenía lógica.
     —Bueno, pues nosotros digamos… que lo hacemos al revés — dijo—. No me peguntes cómo; no sé nada de genética, ciencia o magia. Aunque me torturasen o diseccio…
     —¿Qué…? Un momento, ¿cómo dices que os libráis? —exigió saber, al temer que perdía el hilo de la conversación.
     Emilio sonrió.
     —Nuestros hijos, Lucía. Ellos… heredan todos los males que sus padres llevan ligados a su existencia. Todos los defectos, todas las enfermedades que sus padres desarrollarían en su vida pasan a sus hijos desde el momento de su concepción.
     Las comisuras de los labios de Lucía temblaron. Quería reírse.
     —Pues vale. Lo que digas.
     Era absurdo. Imposible. Demencial. Quizás por eso la seriedad de Emilio, prueba de que lo decía desde el entendimiento, de que se creía cada una de sus palabras, era la prueba de que estaba loco.
     —¿Te estás escuchando? Eso es imposible…
     —Lo sé; por eso te digo que no sabemos cómo pasa. Y, sin embargo, pasa.
      Aquello era como hablarle a una pared. Por eso Lucía prefirió esperar algo coherente.
     —Los niños heredan todas estas taras que tendrían sus padres. Y, al tener sus propios hijos, estos defectos se traspasan a ellos. Así conseguimos la salud… pero a un precio alto.
     —¿Cuál, que vuestros hijos acaben muriendo horriblemente?
     —Algo así —le dio la razón—. Has podido verlo por ti misma.
     Lucía no rectificó. Aquel cuarto era real. Su dolor era real; por tanto, aquel engendro imposible…
     —De modo que, según tú, ese hijo tuyo, Julián…
     —Imagínatelo. Siglos y siglos de enfermedades, lesiones y malformaciones coincidiendo en una sola persona a la vez. Para que te hagas a la idea de hasta qué grado y  a qué velocidad degeneran los seres humanos.
     —Sigue siendo imposible. Que pueda vivir así…
     —Sí, cada vez son peores. Y, sin embargo, sobreviven, pero soportando un dolor que sólo sus padres pueden imaginar…
     Emilio volvió a girarse, mirando al espejo.
     —Fíjate en eso, por ejemplo —señaló al centro de las grietas—. Le dije que este espejo era para que viese lo guapo que sería. Sin embargo, él nunca me creyó. Pensó que era para recordarle cada día lo horrible que era, por qué tenía que seguir en este sótano. Hasta que lo rompió…
     Emilio suspiró antes de levantarse. Sonreía.
     —Me hace gracia. ¿Sabes? Porque mi padre me explicó lo mismo a  mí. Yo tampoco le creí entonces. E hice lo mismo. Por eso, una de las primeras cosas que le pedí fue reponerlo. Pensé que, con mi experiencia, conseguiría que me creyese. Pero no lo logré… hasta ahora.
     Lucía, al borde de la histeria, empezó a jadear. Miraba a Emilio de arriba abajo.
     —Entonces, dices que tú…
     —Esta, —extendió los brazos—, es la habitación de mi hijo Julián. Antes, cuando tenía su edad, fue la mía. Aquí fue donde nací. Y donde nació y creció mi padre. Y mi abuelo. Y donde nacerá el hijo de Julián. Mi nieto…
     Avanzó hacia ella, a lo que Lucía reaccionó retrocediendo. Su enfado, su orgullo, se veían desplazados como la luz bajo la sombra de lo pies de Emilio. Al llegar sobre ella, apenas podía mirarle sin temblar.
     —Yo tampoco me lo creí hasta entonces, Lucía. Hasta que lo hice… y cambié. Entonces pude subir. Salir, ver el cielo, respirar el aire, bañarme en el mar… Vivir. Pero hasta entonces, no había ni un día que no maldijese mi vida, deseando morir y odiando a mi padre. Para eso están las cadenas…
     Señaló a las tira de cuero que rodeaban sus miembros.
     —Julián, por suerte, ha sido tranquilo. Nunca me hicieron falta. Claro que, conmigo…
     Dio un paso más; Lucía podría tocarle si estirase la mano.
     —Por eso yo entiendo… cómo se siente...
     —Y… ¿Y nunca ha pasado… que tantas malformaciones, tantas enfermedades, puedan matarlo?
     —Bueno, hasta la fecha no ha pasado, así que no lo se —replicó, antes de apartarse—. Pero lo que sí se es que sólo podemos tener un hijo. Si muere, nuestro linaje acaba con él. De ahí que nos tomemos el tiempo en ese estado muy en serio.
     Se rascó la frente mientras tomaba aire.
     —Por eso, como te dije, aprendemos a tratar a las mujeres desde muy jóvenes —aseguró,—. Para seducir a la que concebirá a la siguiente generación. Y para poder fecundarla…
     Aquellas palabras tuvieron en Lucía el mismo efecto que meter un dedo en un enchufe. Un violento escalofrío la hizo tiritar, encogiéndose antes de darse cuenta de que su origen estaba en el centro de su cuerpo, dentro de su…
     —Emilio —habló, sin atisbo alguno de su anterior seguridad—. ¿Qué me ha…?
     —Te ha dejado embarazada —le dijo—. Somos bastante fértiles desde muy jóvenes; no sé si será también por nuestra condición.
     Ella lo escuchó boquiabierta; su cuerpo traduciendo en su parálisis su negativa a creerlo.
     —Es imposible —aseguró—. ¿Cómo puedes saberlo con…?
     —Porque Julián se ha recuperado. Ha renacido como un niño precioso y sano. Si hubiese fallado, no sería así… —Emilio suspiró—. Y me tocaría volver a empezar desde cero.
     La mandíbula inferior de Lucía temblaba, deseando gritar, mientras sus ojos escocían y sus manos palpaban la plana superficie de su estómago como los dedos de un ciego descifrando braille.
     —Por qué… Dime, ¿por qué yo?
     Emilio la miró fijamente, esta vez con compasión. Volvió frente a ella, tendiéndole una mano. Ella la rehuyó, cobijándose hasta donde le dejaron las cadenas, aun sabiendo que no podía huir.
     Le puso la mano bajo la barbilla.
     —Porque eres preciosa, preciosa y sana. Eso es algo en lo que siempre ponemos mucha atención.
     Sonreía sin parar; de haber tenido fuerzas habría intentado morderle, pero no tuvo ocasión. Su mano se alejó, subiendo hasta su pelo color miel.
     —Y, además, me gusta tu pelo —admitió—. No sé por qué, pero… siempre pensé que sería bonito tener un nieto rubio. Sería… —Se encogió de hombros—… diferente.
     La soltó y le dio la espalda.
     —Bueno y ahora, si me disculpas… —añadió, empezando a caminar—. Tengo que irme. Tenemos una cena que celebrar arriba. Igual armamos algo de ruido. —Se rió—. Pero tranquila, no durará. Sabemos que tienes que descansar.
     —Espera. —Estiró hacia él su brazo derecho, intentando retenerlo un poco más—. Ahora qué… ¿Qué… qué va a ser de mí?
     Emilio se paró al llegar a la escalera, volviéndose para mirarla.
     —Pues… lo siento mucho —dijo, adquiriendo por un momento genuino un aire compungido—. No podrás salir de aquí. Pero tranquila nosotros te cuidaremos. Durante los nueve meses… del embarazo.
     Se volvió definitivamente.
     —Luego bajaré a apagar las luces —dijp desde arriba—. Que descanses. Y gracias, Lucía.
      Aún presa de su asombro, quiso replicarle, hacerle hablar algo más, pero Emilio ya había salido del sótano. Le oyó reír, llamar a su hijo y cerrar la puerta con llave.

      Lucía se había quedado sola sobre la cama, exhausta, encadenada y sabedora de que encerraba un horror en su cuerpo.
     Sintiéndose derrotada, se tumbó sobre la cama. ¿Un hijo como Julián? ¿Un hijo como esa cosa?
     Una revelación le quemó bajo el cráneo, incorporándola con violencia antes de que las cadenas le recordasen que debía evitar los movimientos bruscos. Sus pupilas se habían dilatado y su corazón, unos segundos antes frío y aletargado, volvió a bullir.
     Las mujeres. Las madres. ¿Dónde estaban? En las fotos del recibidor sólo eran hombres, padres e hijos. Nunca salía la madre.
     Y eso de que sólo tenían un hijo…
     Una terrible certeza se adueñó de su mente: de un modo u otro, aquel parto sería su última acción en este mundo.
     ¿Por qué? ¿Sería un efecto de su particular genética familiar?
     O el parto. Lucía no pudo evitar imaginárselo, su vientre hinchado y con las piernas abiertas, chillando de dolor mientras expulsaba… ¿Qué? No sabía cómo sería aquel hijo, salvo que sería horrible, inhumano.
     ¿Tan imposible que mataría a su madre al nacer, desgarrándola en su camino a través del canal pélvico? O, quizás, la matase la locura, el verlo. Ver parir algo así, pequeño y envuelto en toallas, cubierto con su sangre, mirándola mientras lloraba… ¿Habría modo de soportar aquello?
     Suspiró con pesar, sabiendo de antemano la respuesta: tendría que enterarse.
     Sucumbió al cansancio y se tumbó en el colchón, intentando descansar bajo la luz de las bombillas, mientras otra lágrima solitaria, esta de resignación, trazó un rastro luminoso a lo largo de su mejilla derecha.
     Sobre ella, padre e hijo celebraban el comienzo de su vida juntos.  Fuera, el débil canto de un grillo llegó a sus oídos a través de la ventana. Ya era completamente de noche.



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