lunes, 12 de octubre de 2015

EL NIVEL SUBE

     No podía ser. Era una pesadilla recurrente, hecha realidad de lo mucho que la había tildado de imposible; una posibilidad que sólo se da una de cada mil millones de veces en la vida. Y, mal que le pesase, la moneda había elegido ese día para caer de canto.
     Eran las nueve menos cuatro. Nicolás Carrión Capitán corría sobre las brillantes baldosas grises del aulario, intentando no sucumbir por completo a los nervios. Con dedos temblorosos, intentaba meterse la mano derecha en su bolsillo y alcanzar el paquete de chicles; la única panacea disponible para la tensión. Lo mejor sería salir y fumarse un cigarro, o medio. La cosa tendría que ir muy rápida, pero sabía que lo bastante rápida. No le quedaba tiempo ni para salir. Dios, ni siquiera estaba seguro de tener tiempo suficiente para eso.
     Dejando atrás exposiciones de abominables cuadros pretendiendo ser obras de arte y bancos atestados de alumnos nerviosos repasando apuntes y comentando temarios. Consiguió por fin, a apenas veinte metros del aula asignada (que le parecieron cien kilómetros), encontrar la puerta de madera. Para él, la pequeña placa de plástico representando una figura antropomórfica supuestamente masculina, con un círculo vacío por cabeza, le alegró tanto la vista como oír que acababa de ganar la lotería. No obstante, cuando su vista nerviosa y llorosa se fijó en ella con más detalle, tuvo que apretar los dientes para no chillar, apretando al amasijo de hojas rayajeadas que llevaba consigo.
     Joder. No. No. ¡Esto no puede ir tan mal!
     No podía ser, no quería ver el precinto de plástico blanco rodeándolo como un lazo de regalo ni la hoja fotocopiada que rezaba: ASEOS FUERA DE SERVICIO. DISCULPEN LAS MOLESTIAS.
     Disculpar. Molestias. Nicolás maldijo, esta vez en voz alta. El siguiente servicio masculino estaba en el otro extremo del edificio o subiendo dos tramos de escaleras en la primera planta. Y no podía. No podía…
     Frustrado, hizo amago de correr. Sus apuntes resbalaron, desperdigándose por el suelo como si un libro hubiese sido asesinado y destripado.
     Aquello fue demasiado, otra piedra en el zapato, y ya eran demasiadas para seguir andando. Cruzándose de piernas, Nicolás se inclinó, arrugó lo que pudo el amasijo de folios y lo levantó como un trozo de periódico envolviendo un ramo. Seguramente alguna hoja quedó en el suelo, pero no estaba para ponerse metódico con su futuro en el filo de la navaja. El cartel parecía el rostro simbólico del muñeco sin cara, burlándose de su impotencia para escapar a la situación.
     Un gesto inaceptable, que le enfureció. Y quizás por eso, por tener la mente nublada por la ira y el miedo, lo hizo. Sería inadecuado asegurar que lo pensó, ya que la idea apenas rondó una fracción de segundo por su cabeza.
     Nicolás agarró la manivela, bajándola. Sabía que era inútil; estaría cerrado. Pero, para su sorpresa, notó retroceder la cerradura. La puerta quedó entreabierta. Pasase lo que pasase dentro, los servicios estaban abiertos. Para él.
     Consciente de que tendría problemas si alguien le pillaba, miró a los lados. Había mucha gente, sí, miniaturizados en la distancia y con la vista puesta en sus compañeros y anotaciones. Ni un ojo cerca ni un alma mirándole. La oportunidad en la que el fin justifica los medios había llegado para él. Después de todo, una pequeña infracción en seis años de trayectoria medio decente no iba a manchar demasiado su expediente.
     Nicolás terminó abrir, arrancando en el proceso el precinto y, con el fin de cubrirse las espaldas, separó el trozo de flexo del aviso y se lo llevó con él adentro. Ya podría reponerlo al acabar.
     Le recibió una oscuridad casi total, sólo rasgada por algunos rayos de luz saturada por el polvo que se filtraban desde un respiradero; bastante para precisar la posición de los elementos de los urinarios.
     El olor en la sala era, como poco, inusual. Era como lejía y desinfectante pero rancio, como si la clausura tras la última limpieza hubiese degradado y amargado aquellos elementos, sinónimo de pureza. Intuitivamente, Nicolás palpó los azulejos a su izquierda, buscando el interruptor. Por fin, sus dedos notaron el duro contorno cuadrado de plástico.
     La luz se hizo por completo. Las seis hileras de tubos luminosos parpadearon al unísono un par de veces para quedar encendidas, rociándole con su brillo azulado. Una sala bonita, tratándose de unos servicios.
     Las losas del suelo, color rojo sangre, contrastaban con las de color crema de las paredes; atravesado por tres flancos por las piezas de cerámica blanca destinados a la higiene: seis urinarios de pared a la izquierda, como sospechosos en una rueda de reconocimiento, y cinco puertas entre paneles de madera, ocultando los excusados propiamente dichos. Dos tribus emparentadas pero enfrentadas, separadas por la brillante barrera de lavamanos; cuatro a cada lado, ocho en total, adosados a la falsa pared que ocupaba todo el centro. Una tierra sin polvo, fruto del laborioso esfuerzo de artistas que mojaban larguísimos pinceles en cubos de agua y limpiador.
     Notando su miembro irritado, el estudiante arrojó otra vez sus apuntes al suelo, justo en la esquina derecha, frente al comienzo de la hilera de madera. Les siguió su mochila; luego se lanzó él, sin mirar ni calibrar, contra una puerta, la segunda en su camino; abierta como esperaba. El trono que le recibió, amigo íntimo de la humanidad que los acompaña durante los procesos más sucios de la vida, casi pareció alegrarse de volver a ser usado.
      Y es que ese servicio, por alguna razón, era diferente. Ni restos de manchas ni salpicaduras en borde, taza o suelo. Ni restos de papel higiénico en el suelo o flotando en su interior. Y, no menos importante, sin grafitis, mensajes de amor u obscenidades grabadas sobre la madera. Parecía que le habían hecho un buen servicio de limpieza antes de sellarlos. Hasta tenía un rollo de papel higiénico entero colgando y una escobilla la lado, blanca como el marfil.
     Nicolás se bajó la cremallera de los vaqueros y, con puntería, descargo sus nervios en lo más hondo de aquel esófago, volviendo su superficie transparente amarillenta en los treinta segundos que necesitó para quedar purgado. Eso le calmó hasta que pensó que ya debían estar pasando lista y la C no distaba demasiado de los primeros nombres del selecto grupo que había llegado hasta allá.
      Le bastó para que los nervios volviesen y, sin poder contenerse, añadió algo de sólido al fondo de la taza, devolviendo los restos del pan tostado con mantequilla y la manzana con piel de esa mañana junto a lo poco que quedaba del bocadillo de tortilla con chorizo que cenó por el mismo orificio por el que entraron. Postrado sobre el váter, como una madre pájaro regurgitando, no paró hasta quedar vacío, con un pequeño hilo de bilis resbalándole por los labios. Con mano temblorosa, agarró un pedazo del rollo, se limpió como pudo y lo sumó al resto de desperdicios cotidianos. Luego se incorporó, sintiéndose cada vez peor mientras tiraba de la cadena. El pequeño Maëlstrom lo absorbió todo, volviendo las aguas cristalinas que, con un leve gemido, se calmaron poco a poco.
     De allí, Nicolás se volvió y alcanzó (o más bien se arrastró) hasta el lavabo más cercano. Pudo apreciar, a escasos centímetros de las losas claras, que los dispensadores de jabón estaban llenos de gel rosado. Vació un poco en sus manos, dejando un rastro fino como un hilo de araña, y procedió a lavarse las manos, abriendo al máximo el grifo cilíndrico, que resbaló en su mano pringosa. Se formó un amasijo de burbujas entre sus dedos, escurriéndose por el ansioso desagüe, que chupaba como alguien a punto de deshidratarse. En cuestión de segundos, la espuma se esfumó de sus manos y cerró el grifo. Aprovechó para mirarse en el espejo que cubría por completo la mitad superior de las hileras de lavamanos. Un cruel pintor que retrataba la crudeza del mundo cotidiano sin trampa ni cartón y que, ahora mismo, le enseñaba su retrato: un chico de veinticuatro años, pelo moreno y corto, mentón afilado cubierto por los primeros pelillos de una incipiente barba sin afeitar en tres días. Y que, había que añadir, estaba mucho más pálido de lo que solía, temblaba de forma exagerada y tenía tanto miedo en los ojos como un reo esperando el grito de un pelotón de ejecución.
     Nicolás suspiró. Volvió a abrir el grifo, rellenó de agua normal el hueco entre sus manos y se la arrojó a la cara, notando sus caricias tibias mientras le bajaban hasta el cuello.
      Volvió a abrir los ojos, intentando calmarse. Sabía que no tenía tiempo. Pero, joder…
     Era irrefutable: se había pegado el batacazo justo en la última curva. Durante los seis últimos años había superado sin demasiadas dificultades la carrera. Su sueño de ser médico (o su dogma, según se viese; inculcado con religiosa consciencia por su padre casi desde que fue capaz de comprender) estaba a punto de cumplirse.
     Era el último año. Le había ido bien. Las asignaturas, al contrario de lo que esperaba, le fueron rodadas como canicas. Y ahora, en el último examen de una asignatura obligatoria (la clínica quirúrgica), materia eminentemente práctica, que había atendido con entusiasmo y estudiado durante casi una semana sin complicaciones…
      Toda la tensión de un expediente bordado al detalle puntada a puntada se le había caído encima de la peor manera. Había llegado hacía apenas un cuarto de hora, listo para hacer la prueba y prepararse para disfrutar del tiempo previo a su licenciatura. Y entonces, una trivial pregunta de Susana Nanclares sobre el nódulo tiroideo había iniciado el dominó. Quizás fuese porque era una buena amiga con la que intimaba, con la que esperaba poder celebrar la noche con contacto como ya había hecho otras veces… y esas ideas ocuparon todo el espacio en su cabeza. O, quizás, sencillamente, había subestimado el poder sugestivo de los casos clínicos frecuentes.
     Se había quedado en blanco; así, sin más. Todo lo que, tan laboriosamente, había preparado, se había ido como si el disco duro de su cerebro se hubiese formateado. Su mente divagaba a lo largo de columnas vertebrales sin conseguir que volviesen los detalles sobre los traumas y trastornos interdiscales. Se avergonzaba de reconocer que ni recordaba los tratamientos para el pie plano y el pie cavo. Qué demonios, ni siquiera se sentía capaz de distinguir una hemorragia gástrica de una obstrucción. Todo eran nombres, detalles y datos que mezcló, intentó ordenar y, como llegaron, se fueron.
     Nicolás miró a su agotado reflejo, deseando darle un puñetazo; pero la idea de los múltiples cortes en los nudillos le contuvo. Era una materia fácil, la de menor valor académico del final de la carrera… y estaba perdido. Su padre no se pondría contento. ¡Sería capaz de repudiarle, echándole para que se buscase la vida hasta que (eso sí) pudiese repetir el examen! Y sin tener los resultados hasta, al menos, dos semanas… Pensó en el plan de esa noche; una pequeña fiesta en la playa iluminada por hogueras. Joder. Como hubiese suspendido después de ir, si su padre se enteraba, aquella celebración sería su última cena.
     Nicolás suspiró, con cierta resignación, cubriéndose el rostro mientras, las gotas de agua chorreaban. Su cara llorara, presagiando lo que muy posiblemente harían sólo sus ojos unas horas después. Dios, lo que daría por solucionarlo, por no hacer aquel examen fatídico. ¡Aunque tuviese que pasarse el resto de su vida, hasta pudrirse, escondido en esos urinarios!
     La hostia, joder. ¿Eso voy  hacer? ¿De qué cojones va todo esto?
     Una voz le despertó del vacío sueño de los desesperados; la razón o el subconsciente; no sabía cómo llamarlo porque la psicología nunca fue uno de sus fuertes. O, simplemente, se había dado cuenta por fin de que aquello era absurdo. A punto de llorar como un bebé, a sus años… ¿Y por qué, por una crisis de ansiedad? No era el primer examen que afrontaba. De hecho, era el enesísimo. Siempre era igual. El miedo, los nervios, el omnipresente terror al fracaso. Pero lo pasaba. Tarde o temprano, una vez la hoja de repuestas estaba en mano de aquel implacable juez, jurado y verdugo con un doctorado. Y siempre, mejor o peor, pasaba el corte. ¿Qué iba a cambiar?
      —Puedo hacerlo —se dijo así mismo, animando a su reflejo—. Y lo voy a hacer.
     Jadeando, a punto de romper a reír, Nicolás se secó la cara con las manos y se apartó. Su mente, al final, no estaba en blanco. Era, sencillamente, una amalgama caótica de visiones inconexas. Sus padres, esperándole en el sofá del salón con una sonrisa en falsete lista para crecer o menguar según sus noticias, el recuerdo de la ida en coche hasta la universidad; la breve carrera que le había llevado del parking al aulario; las risas de sus amigos, las hojas que había estudiado…
     Con su respiración normalizada, el futuro médico (ginecólogo o traumatólogo, todavía no lo tenía decidido) se recolocó con dos golpes de índice, el flequillo en su sitio y cerró definitivamente el grifo. Los aseos quedaron casi en silencio; sólo se oía el trasiego de alumnos fuera, murmurando mientras se metían en sus aulas. Bueno, y un par de borboteos procedentes del váter donde había escupido sus males, mientras recargaba su cisterna. Pero aquel se notaba menos.
     Los exámenes de junio empezaban ya, y él no podía perder más tiempo.
     Nicolás se dirigió al rincón y recogió su mochila y apuntes como pudo, de modo desordenado pero calmado. Seguramente ya habrían entrado, y puede que hasta empezado. Pero iba a ir con calma. Ya había tenido bastante suerte con aquellos aseos. ¿Por qué estarían clausurados? A él le parecía que iban perfectamente. Y, desde luego, un retrete averiado no iba a ser razón para dejar inutilizados los otros cuatro y los cinco de las paredes…
     Mientras se levantaba, apretando el legajo dentro de la mochila, el murmullo del agua corriente pasó por sus oídos. Las cañerías se vacían pensó, en respuesta al buen uso que había hecho de ellas. Con un último suspiro, Nicolás fue hacia la puerta, disponiéndose a abrirla mientras, la agitación  de aguas volviendo a su cauce no parecía reducirse; de hecho parecía cada vez más fuerte…
     Entonces pasó; primero un sonido ahogado y seco como una arcada forzada. Fue tan fuerte que Nicolás se asustó, volviéndose por si hubiese alguien más escondido en la sala precintada. Sin embargo, el sonido que siguió fue diferente; húmedo, intenso y burbujeante como el de un cubo llenándose hasta rebosar. Y aumentaba.
      Sintiendo otra clase de nervios, Nicolás se dispuso a salir, temiendo que su inocente intrusión hubiese iniciado una preocupante reacción en cadena con la fontanería. Sin embargo, algo le disuadió.
     Un curioso brillo en el suelo se fue extendiéndose junto a él, como si una capa de mercurio estuviese barnizando las baldosas.
     Tardó unos segundos en encontrar el reflejo blanco de las luces del techo, seguidas de su propia y atolondrada imagen sobre la superficie del charco; un charco de agua que crecía en el suelo, saliendo de debajo de la puerta entreabierta del váter que había usado hacía escasos segundos.
     Suspirando, sintiendo como si una mano le presionase la garganta, caminó hacia él deprisa. Se paró un momento, viendo a la mancha líquida crecer por momentos. En segundos se coló por las grietas entre losas, filtrándose bajo la suela de sus deportivas.
     Nicolás abrió la puerta del servicio de un manotazo.
     —Oh, mierda.
     La maldición emergió por sí misma, de forma natural. Como una olla hirviendo, la taza destapada bullía, escupiendo agua a borbotones que se desparramaba por el suelo. Ya había, de hecho, encharcado por completo el que tenía alrededor.
     Nicolás se pasó la mano por la frente parar retirar el sudor que de repente le empapaba. Luego, chapoteando, se situó sobre el váter. No veía explicación técnica, científica ni física para lo que pasaba. Parecía que hervía, sin calor. No, más bien vomitaba como hizo él mismo; devolviendo a la superficie el contenido de sus ahogadas entrañas.
     Nervioso por momentos, pensando que sus pisadas le delatarían tanto como el momento en que el agua se colase bajo la puerta, Nicolás hundió el botón en el centro de la cisterna. Para nada. No hizo ruido ni se formó el remolino succionador. Como mucho, parecía que salía con más energía.
      Nicolás se fijó entonces en el rollo de papel casi entero, pensando que podía servirle. Coger los metros que necesitase, en una bola y atascar aquella fuente.
     Sus manos exhibieron su entrenamiento en salvamentos de urgencia; enrollándolas en celulosa hasta formar unos guantes desmedidos que hundió en lo más hondo de la taza sin remilgos. Arrugó la cara, agradeciendo que al menos ese agua fuera limpia.
     Sintiendo como si hundiese su brazo en barro marino, el líquido le  cubrió hasta el hombro derecho, escupiéndole pequeñas partículas líquidas a la oreja. Notó la gran masa de papel sucumbir, volverse pesada y blanda. Bajó el brazo todo lo que pudo, pasando el colector de residuos orgánicos, hasta la estrecha apertura desde la que debía subir…
     Nicolás casi gritó de rabia; lo que hacía era inútil. Lo entendió antes de ver minúsculos confetis  escupidos con el agua. No era suficiente; la fuerza del líquido era demasiado fuerte y el papel se ablandaba demasiado. Al final, gimiendo resignado, Nicolás dejó que la masa informe se desprendiese de sus manos, siendo expulsada a los pocos minutos.
     Empezó a retroceder, con la vista en el vate convertido en cascada, hasta que sus riñones dieron contra el primer fregadero tras él. Estaba paralizado. No entendía qué pasaba.
     La solución era simple: tenía que largarse de allí; ya no tanto por el examen razón suficiente de por sí, como por estar seguro de que aquello era grave y que, si se llegaba a saber el nombre del responsable, la justicia del campus no sería comparable al castigo de sus padres.
     Nicolás, tomando aire antes de correr, bajó la vista, viendo como las olas sobre el rojo del fondo  le lamian las zapatillas, levantadas por el viento al dar sobre su superf…
     Su pensamiento paró un momento. Había  varias ondulaciones en la superficie del agua; una, dos, varias procedentes de la izquierda y una sola, más débil, a la derecha. Miró a los lados, comprobando que las proporciones del charco ya eran enormes, entrando bajo las puertas de sus vecinos. Nicolás abrió los ojos, tragó saliva con dificultad y se frotó los globos oculares.
     Cuatro surtidores se habían unido al promotor de la revuelta. Los cuatro váteres restantes también se desbordaban.
     De un fuerte giro que casi le hizo resbalar, Nicolás se lanzó a la salida, lejos de aquella locura acuática. Al girar hacia la derecha lo vio, el extremo de otro charco. El comienzo de otra marea, al otro lado de la sala.
     Respirando agitadamente, se cubrió el mentón con la mano antes de asomarse a la otra esquina. Tuvo que apretar la mano para conseguir reprimir un grito.
      Los urinarios lloraban en las paredes. El agua bajaba de ellos como canalones en una tormenta, formando en el suelo un río parejo al de sus semejantes enclaustrados.
   Era el desafío final a la lógica. ¿Qué podía reventar todas esas  tuberías a la vez? ¿Una anomalía en las conducciones tan rara que lo cerraron, simplemente, por ser incapaces de entenderlo? Desde luego, no parecía que respondiese a la ley universal de causa-efecto. ¿Lo habría provocado todo él?  
            Sintiéndose mojado de talón para abajo, Nicolás se volvió hacia la manivela, topándose con otra ley universal de la medicina, la ingeniería, la vida común y todo al bajarla: lo que puede ir mal siempre puede ir a peor.
     Su mano no desplazó la puerta hacia el exterior. Lo probó con más fuerza, pero nada. No se abría. Pensó que podía ser un error, y tiró hacia él, pero se movió incluso menos.
     La puerta estaba atascada. Mientras, los dos afluentes se unían en un único y gigantesco río. El secreto se escapaba por debajo de la puerta. Ya no había motivos para esconderse.
     Riéndose con histerismo ante aquel verdadero torrente de mala suerte, Nicolás miró al suelo. Algo debía haberse colado bajo la puerta; algo minúsculo e imperceptible que, al contacto con el agua, se había dilatado como una esponja hasta formar una cuña. ¿Pero qué? Una astilla de una silla, virutas enrolladas de un lápiz, alguna de las hojas que se le cayeron antes de entrar…
     Nicolás fue a agacharse para pasarle algo por debajo; la punta de un boli, el canto de su carpeta, sus uñas…
     Lo que vio le produjo un vacío profundo en el pecho, en contraste con los furiosos latidos de su corazón.
     El agua, arremansada como en una cala, golpeaba suavemente el borde inferior de la puerta. Y, al no poder atravesarla, retrocedía, agitando la superficie antes de volver como un péndulo.
     No daba crédito; lo atascado debía ser mayor de lo que pensaba. Y, si el agua no podía salir…
     Dos pequeñas olas más y entró en sus calcetines, mojándole los pies. La señal para los gritos.
      —¡Hola! ¿Me oye alguien? —llamó, intentando no sonar tan desesperado como estaba—. ¡Hola! ¡Por favor!
     Parecía que sus ojos pesaban, atraídos hacia el suelo continuamente; como para no perderse al agua rebasando sus talones.
      —¡Estoy encerrado! ¡La puerta está… atascada! Por favor. ¿Puede alguien…?
     No había sonido fuera; ni murmullos ni pasos. Los alumnos estaban recluidos en sus celdas de silencio y el personal atendía sus quehaceres, en cualquier otra parte.
     —¡Joder! —Nicolás gritó con todas sus fuerzas, irritándose la garganta—. ¡Que alguien me ayude!
     Cargó contra la puerta, la aporreó con los dos puños. La frustración primero y el miedo después le sacaron lágrimas mientras sus pies chapoteaban en el agua cada vez más alta.
     Nicolás atendió un momento a los retretes. ¿Hasta cuándo duraría? ¿Hasta dónde subiría?
     El murmullo del líquido bullendo y sus restallidos se interrumpió por un momento. La sonrisa volvió a la cara del chico. Las cisternas debían haberse vaciado vacías.
     Una fuerte succión, como de alguien apurando con una pajita el fondo de un vaso, resonó contra cada esquina, parando al cabo de medio minuto. Entonces el sonido del agua saliendo se reanudó, pero algo había cambiado.
     Nicolás vio las delatoras ondas que indicaban que la inundación proseguía. Y también vio un extraño tinte extenderse desde debajo de las puertas; una sustancia negruzca y oleaginosa que oscurecía todo el charco. Sintió nauseas cuando le llegó su olor.
     Así había sido. Las cisternas se habían vaciado. Ya no había más agua potable que escupir. Por eso, ahora expulsaban las aguas residuales de las cloacas.
     Resoplando nervioso, queriendo gritar, se alejó cuanto pudo de aquel caldo tóxico, hacia la izquierda. Pero el panorama no era mejor; de los seis tótems blancos encofrados contra la pared seguía lloviendo, pero la cascada se había vuelto dorada, con un olor dulzón y penetrante a fermentación.
     Desesperado, sus ojos del iban de un rincón a otro, verificando su primera impresión de aquella sala. Estaba totalmente cerrada, sin ninguna ventana a la que subirse. Sólo aquel respiradero, demasiado alto, pequeño y en el lado opuesto.
     Se encaramó al lavabo; sus suelas dejaron un negro surco fangoso en su interior mientras encajaba su cuerpo como podía en el pequeño hueco, con su mochila arañando el espejo.
     A sus pies, la peste y corrupción de la sopa opaca ya debía estar llegar a pocos centímetros de su cintura.
     Conteniendo como pudo la respiración, Nicolás miraba al techo y al suelo sucesivamente. ¿Dios, cuando terminará…?
     El doctor Molla Hernández terminó de repartir las hojas con las cuestiones y volvió  a sentarse tras el escritorio en la cabecera del aula. Su penetrante vista lo abarcaba todo desde sus gafas de montura metálica.
     Su docena de pupilos, entre varones y hembras, dio la vuelta a las hojas y empezaron a escribir, todos con una mezcla de concentración y ansiedad, todos empezando con prisa.
     Con calma, el docente repasó la lista de asistencias. Todos estaban menos uno: Nicolás Carrión Capitán. Se sintió un poco decepcionado; lo tenía por un alumno responsable. Se habría quedado dormido, habría tenido problemas de tráfico o, simplemente, se habría rajado. Ya lo había visto otras veces en su vida.
    Preguntándose si modificaría en un futuro el veredicto, sin embargo, el doctor levantó la hoja de nombres y marcó su casilla con NP. Su reloj daba casi las nueve y cuatro.

     El murmullo del agua brotando ya era ensordecedor. Su nivel estaba a segundos de inundar los lavamanos, donde una figura solitaria, acurrucada como un pajarillo y temblando como una rata acorralada, se reía para sus adentros, preguntándose qué sería de él cuando aquel caldo cubriese sus pies, su pecho, su cara, su boca y llenase sus pulmones.

     A su ritmo lento pero inexorable, el nivel seguía subiendo; llenando una pecera en la que pronto, un solitario pez nadaría. Mientras, en el exterior, el reino del aire y la tierra, sus habitantes seguían con sus vidas. En alguna pulsera, las agujas marcaban las nueve y seis.

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