EL NIVEL SUBE
No podía ser. Era una pesadilla recurrente, hecha realidad de lo mucho
que la había tildado de imposible; una posibilidad que sólo se da una de cada
mil millones de veces en la vida. Y, mal que le pesase, la moneda había elegido
ese día para caer de canto.
Eran las nueve menos cuatro. Nicolás Carrión Capitán corría sobre las
brillantes baldosas grises del aulario, intentando no sucumbir por completo a
los nervios. Con dedos temblorosos, intentaba meterse la mano derecha en su
bolsillo y alcanzar el paquete de chicles; la única panacea disponible para la
tensión. Lo mejor sería salir y fumarse un cigarro, o medio. La cosa tendría
que ir muy rápida, pero sabía que lo bastante rápida. No le quedaba tiempo ni
para salir. Dios, ni siquiera estaba seguro de tener tiempo suficiente para eso.
Dejando atrás exposiciones de abominables cuadros pretendiendo ser obras
de arte y bancos atestados de alumnos nerviosos repasando apuntes y comentando
temarios. Consiguió por fin, a apenas veinte metros del aula asignada (que le
parecieron cien kilómetros), encontrar la puerta de madera. Para él, la pequeña
placa de plástico representando una figura antropomórfica supuestamente
masculina, con un círculo vacío por cabeza, le alegró tanto la vista como oír que
acababa de ganar la lotería. No obstante, cuando su vista nerviosa y llorosa se
fijó en ella con más detalle, tuvo que apretar los dientes para no chillar, apretando
al amasijo de hojas rayajeadas que llevaba consigo.
Joder. No. No. ¡Esto no puede ir tan mal!
No podía ser, no quería ver el precinto de plástico blanco rodeándolo
como un lazo de regalo ni la hoja fotocopiada que rezaba: ASEOS FUERA DE
SERVICIO. DISCULPEN LAS MOLESTIAS.
Disculpar. Molestias. Nicolás maldijo, esta vez en voz alta. El
siguiente servicio masculino estaba en el otro extremo del edificio o subiendo
dos tramos de escaleras en la primera planta. Y no podía. No podía…
Frustrado, hizo amago de correr. Sus apuntes resbalaron, desperdigándose
por el suelo como si un libro hubiese sido asesinado y destripado.
Aquello fue demasiado, otra piedra en el zapato, y ya eran demasiadas
para seguir andando. Cruzándose de piernas, Nicolás se inclinó, arrugó lo que
pudo el amasijo de folios y lo levantó como un trozo de periódico envolviendo
un ramo. Seguramente alguna hoja quedó en el suelo, pero no estaba para ponerse
metódico con su futuro en el filo de la navaja. El cartel parecía el rostro
simbólico del muñeco sin cara, burlándose de su impotencia para escapar a la
situación.
Un gesto inaceptable, que le enfureció. Y quizás por eso, por tener la
mente nublada por la ira y el miedo, lo hizo. Sería inadecuado asegurar que lo
pensó, ya que la idea apenas rondó una fracción de segundo por su cabeza.
Nicolás agarró la manivela, bajándola. Sabía que era inútil; estaría
cerrado. Pero, para su sorpresa, notó retroceder la cerradura. La puerta quedó
entreabierta. Pasase lo que pasase dentro, los servicios estaban abiertos. Para
él.
Consciente de que tendría problemas si alguien le pillaba, miró a los
lados. Había mucha gente, sí, miniaturizados en la distancia y con la vista
puesta en sus compañeros y anotaciones. Ni un ojo cerca ni un alma mirándole.
La oportunidad en la que el fin justifica los medios había llegado para él.
Después de todo, una pequeña infracción en seis años de trayectoria medio
decente no iba a manchar demasiado su expediente.
Nicolás terminó abrir, arrancando en el proceso el precinto y, con el
fin de cubrirse las espaldas, separó el trozo de flexo del aviso y se lo llevó
con él adentro. Ya podría reponerlo al acabar.
Le recibió una oscuridad casi total, sólo rasgada por algunos rayos de
luz saturada por el polvo que se filtraban desde un respiradero; bastante para
precisar la posición de los elementos de los urinarios.
El olor en la sala era, como poco, inusual. Era como lejía y
desinfectante pero rancio, como si la clausura tras la última limpieza hubiese
degradado y amargado aquellos elementos, sinónimo de pureza. Intuitivamente, Nicolás
palpó los azulejos a su izquierda, buscando el interruptor. Por fin, sus dedos
notaron el duro contorno cuadrado de plástico.
La luz se hizo por completo. Las seis hileras de tubos luminosos
parpadearon al unísono un par de veces para quedar encendidas, rociándole con
su brillo azulado. Una sala bonita, tratándose de unos servicios.
Las losas del suelo, color rojo sangre, contrastaban con las de color
crema de las paredes; atravesado por tres flancos por las piezas de cerámica
blanca destinados a la higiene: seis urinarios de pared a la izquierda, como
sospechosos en una rueda de reconocimiento, y cinco puertas entre paneles de
madera, ocultando los excusados propiamente dichos. Dos tribus emparentadas
pero enfrentadas, separadas por la brillante barrera de lavamanos; cuatro a
cada lado, ocho en total, adosados a la falsa pared que ocupaba todo el centro.
Una tierra sin polvo, fruto del laborioso esfuerzo de artistas que mojaban
larguísimos pinceles en cubos de agua y limpiador.
Notando su miembro irritado, el estudiante arrojó otra vez sus apuntes al
suelo, justo en la esquina derecha, frente al comienzo de la hilera de madera. Les
siguió su mochila; luego se lanzó él, sin mirar ni calibrar, contra una puerta,
la segunda en su camino; abierta como esperaba. El trono que le recibió, amigo íntimo
de la humanidad que los acompaña durante los procesos más sucios de la vida,
casi pareció alegrarse de volver a ser usado.
Y es que ese servicio, por alguna razón, era diferente. Ni restos de
manchas ni salpicaduras en borde, taza o suelo. Ni restos de papel higiénico en
el suelo o flotando en su interior. Y, no menos importante, sin grafitis,
mensajes de amor u obscenidades grabadas sobre la madera. Parecía que le habían
hecho un buen servicio de limpieza antes de sellarlos. Hasta tenía un rollo de
papel higiénico entero colgando y una escobilla la lado, blanca como el marfil.
Nicolás se bajó la cremallera de los vaqueros y, con puntería, descargo
sus nervios en lo más hondo de aquel esófago, volviendo su superficie
transparente amarillenta en los treinta segundos que necesitó para quedar purgado.
Eso le calmó hasta que pensó que ya debían estar pasando lista y la C no
distaba demasiado de los primeros nombres del selecto grupo que había llegado hasta
allá.
Le bastó para que los nervios volviesen y, sin poder contenerse, añadió
algo de sólido al fondo de la taza, devolviendo los restos del pan tostado con
mantequilla y la manzana con piel de esa mañana junto a lo poco que quedaba del
bocadillo de tortilla con chorizo que cenó por el mismo orificio por el que
entraron. Postrado sobre el váter, como una madre pájaro regurgitando, no paró
hasta quedar vacío, con un pequeño hilo de bilis resbalándole por los labios.
Con mano temblorosa, agarró un pedazo del rollo, se limpió como pudo y lo sumó
al resto de desperdicios cotidianos. Luego se incorporó, sintiéndose cada vez
peor mientras tiraba de la cadena. El pequeño Maëlstrom lo absorbió todo,
volviendo las aguas cristalinas que, con un leve gemido, se calmaron poco a
poco.
De allí, Nicolás se volvió y alcanzó (o más bien se arrastró) hasta el
lavabo más cercano. Pudo apreciar, a escasos centímetros de las losas claras,
que los dispensadores de jabón estaban llenos de gel rosado. Vació un poco en
sus manos, dejando un rastro fino como un hilo de araña, y procedió a lavarse
las manos, abriendo al máximo el grifo cilíndrico, que resbaló en su mano
pringosa. Se formó un amasijo de burbujas entre sus dedos, escurriéndose por el
ansioso desagüe, que chupaba como alguien a punto de deshidratarse. En cuestión
de segundos, la espuma se esfumó de sus manos y cerró el grifo. Aprovechó para
mirarse en el espejo que cubría por completo la mitad superior de las hileras
de lavamanos. Un cruel pintor que retrataba la crudeza del mundo cotidiano sin
trampa ni cartón y que, ahora mismo, le enseñaba su retrato: un chico de
veinticuatro años, pelo moreno y corto, mentón afilado cubierto por los
primeros pelillos de una incipiente barba sin afeitar en tres días. Y que,
había que añadir, estaba mucho más pálido de lo que solía, temblaba de forma
exagerada y tenía tanto miedo en los ojos como un reo esperando el grito de un
pelotón de ejecución.
Nicolás suspiró. Volvió a abrir el grifo, rellenó de agua normal el hueco
entre sus manos y se la arrojó a la cara, notando sus caricias tibias mientras
le bajaban hasta el cuello.
Volvió a abrir los ojos, intentando calmarse. Sabía que no tenía tiempo.
Pero, joder…
Era irrefutable: se había pegado el batacazo justo en la última curva.
Durante los seis últimos años había superado sin demasiadas dificultades la
carrera. Su sueño de ser médico (o su dogma, según se viese; inculcado con religiosa
consciencia por su padre casi desde que fue capaz de comprender) estaba a punto
de cumplirse.
Era el último año. Le había ido bien. Las asignaturas, al contrario de
lo que esperaba, le fueron rodadas como canicas. Y ahora, en el último examen
de una asignatura obligatoria (la clínica quirúrgica), materia eminentemente
práctica, que había atendido con entusiasmo y estudiado durante casi una semana
sin complicaciones…
Toda la tensión de un expediente bordado al detalle puntada a puntada se
le había caído encima de la peor manera. Había llegado hacía apenas un cuarto
de hora, listo para hacer la prueba y prepararse para disfrutar del tiempo
previo a su licenciatura. Y entonces, una trivial pregunta de Susana Nanclares
sobre el nódulo tiroideo había iniciado el dominó. Quizás fuese porque era una
buena amiga con la que intimaba, con la que esperaba poder celebrar la noche con
contacto como ya había hecho otras veces… y esas ideas ocuparon todo el espacio
en su cabeza. O, quizás, sencillamente, había subestimado el poder sugestivo de
los casos clínicos frecuentes.
Se había quedado en blanco; así, sin más. Todo lo que, tan
laboriosamente, había preparado, se había ido como si el disco duro de su
cerebro se hubiese formateado. Su mente divagaba a lo largo de columnas
vertebrales sin conseguir que volviesen los detalles sobre los traumas y
trastornos interdiscales. Se avergonzaba de reconocer que ni recordaba los
tratamientos para el pie plano y el pie cavo. Qué demonios, ni siquiera se
sentía capaz de distinguir una hemorragia gástrica de una obstrucción. Todo
eran nombres, detalles y datos que mezcló, intentó ordenar y, como llegaron, se
fueron.
Nicolás miró a su agotado reflejo, deseando darle un puñetazo; pero la
idea de los múltiples cortes en los nudillos le contuvo. Era una materia fácil,
la de menor valor académico del final de la carrera… y estaba perdido. Su padre
no se pondría contento. ¡Sería capaz de repudiarle, echándole para que se
buscase la vida hasta que (eso sí) pudiese repetir el examen! Y sin tener los
resultados hasta, al menos, dos semanas… Pensó en el plan de esa noche; una
pequeña fiesta en la playa iluminada por hogueras. Joder. Como hubiese
suspendido después de ir, si su padre se enteraba, aquella celebración sería su
última cena.
Nicolás suspiró, con cierta resignación, cubriéndose el rostro mientras,
las gotas de agua chorreaban. Su cara llorara, presagiando lo que muy
posiblemente harían sólo sus ojos unas horas después. Dios, lo que daría por
solucionarlo, por no hacer aquel examen fatídico. ¡Aunque tuviese que pasarse
el resto de su vida, hasta pudrirse, escondido en esos urinarios!
La hostia, joder. ¿Eso voy hacer? ¿De qué cojones va todo esto?
Una voz le despertó del vacío sueño de los desesperados; la razón o el
subconsciente; no sabía cómo llamarlo porque la psicología nunca fue uno de sus
fuertes. O, simplemente, se había dado cuenta por fin de que aquello era
absurdo. A punto de llorar como un bebé, a sus años… ¿Y por qué, por una crisis
de ansiedad? No era el primer examen que afrontaba. De hecho, era el enesísimo.
Siempre era igual. El miedo, los nervios, el omnipresente terror al fracaso.
Pero lo pasaba. Tarde o temprano, una vez la hoja de repuestas estaba en mano
de aquel implacable juez, jurado y verdugo con un doctorado. Y siempre, mejor o
peor, pasaba el corte. ¿Qué iba a cambiar?
—Puedo hacerlo —se dijo así mismo, animando a su reflejo—. Y lo voy a
hacer.
Jadeando, a punto de romper a reír, Nicolás se secó la cara con las
manos y se apartó. Su mente, al final, no estaba en blanco. Era, sencillamente,
una amalgama caótica de visiones inconexas. Sus padres, esperándole en el sofá
del salón con una sonrisa en falsete lista para crecer o menguar según sus
noticias, el recuerdo de la ida en coche hasta la universidad; la breve carrera
que le había llevado del parking al aulario; las risas de sus amigos, las hojas
que había estudiado…
Con su respiración normalizada, el futuro médico (ginecólogo o
traumatólogo, todavía no lo tenía decidido) se recolocó con dos golpes de
índice, el flequillo en su sitio y cerró definitivamente el grifo. Los aseos
quedaron casi en silencio; sólo se oía el trasiego de alumnos fuera, murmurando
mientras se metían en sus aulas. Bueno, y un par de borboteos procedentes del
váter donde había escupido sus males, mientras recargaba su cisterna. Pero
aquel se notaba menos.
Los exámenes de junio empezaban ya, y él no podía perder más tiempo.
Nicolás se dirigió al rincón y recogió su mochila y apuntes como pudo,
de modo desordenado pero calmado. Seguramente ya habrían entrado, y puede que
hasta empezado. Pero iba a ir con calma. Ya había tenido bastante suerte con
aquellos aseos. ¿Por qué estarían clausurados? A él le parecía que iban
perfectamente. Y, desde luego, un retrete averiado no iba a ser razón para
dejar inutilizados los otros cuatro y los cinco de las paredes…
Mientras se levantaba, apretando el legajo dentro de la mochila, el
murmullo del agua corriente pasó por sus oídos. Las cañerías se vacían pensó,
en respuesta al buen uso que había hecho de ellas. Con un último suspiro,
Nicolás fue hacia la puerta, disponiéndose a abrirla mientras, la agitación de aguas volviendo a su cauce no parecía
reducirse; de hecho parecía cada vez más fuerte…
Entonces pasó; primero un sonido ahogado y seco como una arcada forzada.
Fue tan fuerte que Nicolás se asustó, volviéndose por si hubiese alguien más
escondido en la sala precintada. Sin embargo, el sonido que siguió fue
diferente; húmedo, intenso y burbujeante como el de un cubo llenándose hasta
rebosar. Y aumentaba.
Sintiendo otra clase de nervios, Nicolás se dispuso a salir, temiendo
que su inocente intrusión hubiese iniciado una preocupante reacción en cadena
con la fontanería. Sin embargo, algo le disuadió.
Un curioso brillo en el suelo se fue extendiéndose junto a él, como si una
capa de mercurio estuviese barnizando las baldosas.
Tardó unos segundos en encontrar el reflejo blanco de las luces del
techo, seguidas de su propia y atolondrada imagen sobre la superficie del
charco; un charco de agua que crecía en el suelo, saliendo de debajo de la
puerta entreabierta del váter que había usado hacía escasos segundos.
Suspirando, sintiendo como si una mano le presionase la garganta, caminó
hacia él deprisa. Se paró un momento, viendo a la mancha líquida crecer por
momentos. En segundos se coló por las grietas entre losas, filtrándose bajo la
suela de sus deportivas.
Nicolás abrió la puerta del servicio de un manotazo.
—Oh, mierda.
La maldición emergió por sí misma, de forma natural. Como una olla
hirviendo, la taza destapada bullía, escupiendo agua a borbotones que se
desparramaba por el suelo. Ya había, de hecho, encharcado por completo el que
tenía alrededor.
Nicolás se pasó la mano por la frente parar retirar el sudor que de
repente le empapaba. Luego, chapoteando, se situó sobre el váter. No veía
explicación técnica, científica ni física para lo que pasaba. Parecía que hervía,
sin calor. No, más bien vomitaba como hizo él mismo; devolviendo a la
superficie el contenido de sus ahogadas entrañas.
Nervioso por momentos, pensando que sus pisadas le delatarían tanto como
el momento en que el agua se colase bajo la puerta, Nicolás hundió el botón en
el centro de la cisterna. Para nada. No hizo ruido ni se formó el remolino succionador.
Como mucho, parecía que salía con más energía.
Nicolás se fijó entonces en el
rollo de papel casi entero, pensando que podía servirle. Coger los metros que necesitase,
en una bola y atascar aquella fuente.
Sus manos exhibieron su entrenamiento en salvamentos de urgencia; enrollándolas
en celulosa hasta formar unos guantes desmedidos que hundió en lo más hondo de
la taza sin remilgos. Arrugó la cara, agradeciendo que al menos ese agua fuera
limpia.
Sintiendo como si hundiese su brazo en barro marino, el líquido le cubrió hasta el hombro derecho, escupiéndole
pequeñas partículas líquidas a la oreja. Notó la gran masa de papel sucumbir,
volverse pesada y blanda. Bajó el brazo todo lo que pudo, pasando el colector
de residuos orgánicos, hasta la estrecha apertura desde la que debía subir…
Nicolás casi gritó de rabia; lo que hacía era inútil. Lo entendió antes
de ver minúsculos confetis escupidos con
el agua. No era suficiente; la fuerza del líquido era demasiado fuerte y el
papel se ablandaba demasiado. Al final, gimiendo resignado, Nicolás dejó que la
masa informe se desprendiese de sus manos, siendo expulsada a los pocos minutos.
Empezó a retroceder, con la vista en el vate convertido en cascada,
hasta que sus riñones dieron contra el primer fregadero tras él. Estaba paralizado.
No entendía qué pasaba.
La solución era simple: tenía que largarse de allí; ya no tanto por el
examen razón suficiente de por sí, como por estar seguro de que aquello era
grave y que, si se llegaba a saber el nombre del responsable, la justicia del
campus no sería comparable al castigo de sus padres.
Nicolás, tomando aire antes de correr, bajó la vista, viendo como las
olas sobre el rojo del fondo le lamian las
zapatillas, levantadas por el viento al dar sobre su superf…
Su pensamiento paró un momento. Había varias ondulaciones en la superficie del agua;
una, dos, varias procedentes de la izquierda y una sola, más débil, a la
derecha. Miró a los lados, comprobando que las proporciones del charco ya eran
enormes, entrando bajo las puertas de sus vecinos. Nicolás abrió los ojos,
tragó saliva con dificultad y se frotó los globos oculares.
Cuatro surtidores se habían unido al promotor de la revuelta. Los cuatro
váteres restantes también se desbordaban.
De un fuerte giro que casi le hizo resbalar, Nicolás se lanzó a la
salida, lejos de aquella locura acuática. Al girar hacia la derecha lo vio, el
extremo de otro charco. El comienzo de otra marea, al otro lado de la sala.
Respirando agitadamente, se cubrió el mentón con la mano antes de
asomarse a la otra esquina. Tuvo que apretar la mano para conseguir reprimir un
grito.
Los urinarios lloraban en las paredes. El agua bajaba de ellos como canalones
en una tormenta, formando en el suelo un río parejo al de sus semejantes
enclaustrados.
Era el desafío final a la lógica. ¿Qué podía reventar todas esas tuberías a la vez? ¿Una anomalía en las
conducciones tan rara que lo cerraron, simplemente, por ser incapaces de
entenderlo? Desde luego, no parecía que respondiese a la ley universal de causa-efecto.
¿Lo habría provocado todo él?
Sintiéndose mojado de talón
para abajo, Nicolás se volvió hacia la manivela, topándose con otra ley
universal de la medicina, la ingeniería, la vida común y todo al bajarla: lo que
puede ir mal siempre puede ir a peor.
Su mano no desplazó la puerta hacia el exterior. Lo probó con más fuerza,
pero nada. No se abría. Pensó que podía ser un error, y tiró hacia él, pero se
movió incluso menos.
La puerta estaba atascada. Mientras, los dos afluentes se unían en un
único y gigantesco río. El secreto se escapaba por debajo de la puerta. Ya no
había motivos para esconderse.
Riéndose con histerismo ante aquel verdadero torrente de mala suerte, Nicolás
miró al suelo. Algo debía haberse colado bajo la puerta; algo minúsculo e
imperceptible que, al contacto con el agua, se había dilatado como una esponja
hasta formar una cuña. ¿Pero qué? Una astilla de una silla, virutas enrolladas
de un lápiz, alguna de las hojas que se le cayeron antes de entrar…
Nicolás fue a agacharse para pasarle algo por debajo; la punta de un
boli, el canto de su carpeta, sus uñas…
Lo que vio le produjo un vacío profundo en el pecho, en contraste con
los furiosos latidos de su corazón.
El agua, arremansada como en una cala, golpeaba suavemente el borde
inferior de la puerta. Y, al no poder atravesarla, retrocedía, agitando la
superficie antes de volver como un péndulo.
No daba crédito; lo atascado debía ser mayor de lo que pensaba. Y, si el
agua no podía salir…
Dos pequeñas olas más y entró en sus calcetines, mojándole los pies. La
señal para los gritos.
—¡Hola! ¿Me oye alguien? —llamó, intentando no sonar tan desesperado como
estaba—. ¡Hola! ¡Por favor!
Parecía que sus ojos pesaban, atraídos hacia el suelo continuamente; como
para no perderse al agua rebasando sus talones.
—¡Estoy encerrado! ¡La puerta está… atascada! Por favor. ¿Puede
alguien…?
No había sonido fuera; ni murmullos ni pasos. Los alumnos estaban recluidos
en sus celdas de silencio y el personal atendía sus quehaceres, en cualquier
otra parte.
—¡Joder! —Nicolás gritó con todas sus fuerzas, irritándose la garganta—.
¡Que alguien me ayude!
Cargó contra la puerta, la aporreó con los dos puños. La frustración
primero y el miedo después le sacaron lágrimas mientras sus pies chapoteaban en
el agua cada vez más alta.
Nicolás atendió un momento a los retretes. ¿Hasta cuándo duraría? ¿Hasta
dónde subiría?
El murmullo del líquido bullendo y sus restallidos se interrumpió por un
momento. La sonrisa volvió a la cara del chico. Las cisternas debían haberse
vaciado vacías.
Una fuerte succión, como de alguien apurando con una pajita el fondo de
un vaso, resonó contra cada esquina, parando al cabo de medio minuto. Entonces
el sonido del agua saliendo se reanudó, pero algo había cambiado.
Nicolás vio las delatoras ondas que indicaban que la inundación
proseguía. Y también vio un extraño tinte extenderse desde debajo de las
puertas; una sustancia negruzca y oleaginosa que oscurecía todo el charco. Sintió
nauseas cuando le llegó su olor.
Así había sido. Las cisternas se habían vaciado. Ya no había más agua
potable que escupir. Por eso, ahora expulsaban las aguas residuales de las
cloacas.
Resoplando nervioso, queriendo gritar, se alejó cuanto pudo de aquel
caldo tóxico, hacia la izquierda. Pero el panorama no era mejor; de los seis
tótems blancos encofrados contra la pared seguía lloviendo, pero la cascada se
había vuelto dorada, con un olor dulzón y penetrante a fermentación.
Desesperado, sus ojos del iban de un rincón a otro, verificando su
primera impresión de aquella sala. Estaba totalmente cerrada, sin ninguna
ventana a la que subirse. Sólo aquel respiradero, demasiado alto, pequeño y en
el lado opuesto.
Se encaramó al lavabo; sus suelas dejaron un negro surco fangoso en su
interior mientras encajaba su cuerpo como podía en el pequeño hueco, con su
mochila arañando el espejo.
A sus pies, la peste y corrupción de la sopa opaca ya debía estar llegar
a pocos centímetros de su cintura.
Conteniendo como pudo la respiración, Nicolás miraba al techo y al suelo
sucesivamente. ¿Dios, cuando terminará…?
El doctor Molla Hernández terminó de repartir las hojas con las
cuestiones y volvió a sentarse tras el
escritorio en la cabecera del aula. Su penetrante vista lo abarcaba todo desde
sus gafas de montura metálica.
Su docena de pupilos, entre varones y hembras, dio la vuelta a las hojas
y empezaron a escribir, todos con una mezcla de concentración y ansiedad, todos
empezando con prisa.
Con calma, el docente repasó la lista de asistencias. Todos estaban
menos uno: Nicolás Carrión Capitán. Se sintió un poco decepcionado; lo tenía
por un alumno responsable. Se habría quedado dormido, habría tenido problemas
de tráfico o, simplemente, se habría rajado. Ya lo había visto otras veces en
su vida.
Preguntándose si modificaría en un futuro el veredicto, sin embargo, el
doctor levantó la hoja de nombres y marcó su casilla con NP. Su reloj daba casi
las nueve y cuatro.
El murmullo del agua brotando ya era ensordecedor. Su nivel estaba a
segundos de inundar los lavamanos, donde una figura solitaria, acurrucada como
un pajarillo y temblando como una rata acorralada, se reía para sus adentros,
preguntándose qué sería de él cuando aquel caldo cubriese sus pies, su pecho,
su cara, su boca y llenase sus pulmones.
A su ritmo lento pero inexorable, el nivel seguía subiendo; llenando una
pecera en la que pronto, un solitario pez nadaría. Mientras, en el exterior, el
reino del aire y la tierra, sus habitantes seguían con sus vidas. En alguna
pulsera, las agujas marcaban las nueve y seis.
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