lunes, 11 de enero de 2016

EL HATER

     Hater (de Internet): Usuarios que desprecian, difaman o critican destructivamente a una persona, entidad, obra, producto o concepto en particular, por causas poco racionales o por el mero acto de difamar–Wikipedia.

     Carol se dejó caer sobre la cama. Tenía los ojos rojos y temblaba, asustada por lo que había pasado y por lo que le iba a pasar. Ella no lo quería, no se lo merecía. Pero estaba acabada
     Se tumbó de espaldas. La almohada seguía empapada en lágrimas. A su derecha, sobre la mesa, la cara oculta de su vida refulgía en una pantalla. Había intentado borrar el texto, cerrar la página, replicar, defenderse.
      Era inútil. Siempre volvía.
     ¿Cómo había pasado? Además de haber pasado hacía mucho, casi todo eso era secreto; no se lo había contado nunca a nadie. ¿Quién se había enterado, y por qué le hacía eso?
     Es una puta. Debería matarse.
     Aquel mensaje había resultado concluyente, aunque no le dolía tanto como el que salía iluminado debajo, aparecido por primera vez esa misma mañana cuando encendió el ordenador y que ahora parpadeaba, confirmando la acción.
      Pensó en la lista de consecuencias: perder a los amigos de toda la vida era una forma de morir, pero perder sus padres, perder a la familia; la soledad absoluta sin nadie que te quiera ni te recuerde, que sepa que sigues viva…
      Eso era una destrucción más literal.
     Estiró la mano a la derecha, palpando la mesita hasta sentir la caja de ibuprofeno. Era la hora de que la ayudase a dormir de verdad. Sería la salida de los cobardes, pero por lo menos era fácil.
     Reventó los blísteres y se llenó la boca de cápsulas. Hubiese preferido que la botella junto a ellas fuese de cerveza o algo más fuerte; se suponía que con alcohol era más efectivo e indoloro. Pero no importó. El agua fría no le hizo menos amargo el trago.
     Carol cerró los ojos mientras su interior se retorcía desgarrado por los fármacos; un único y gigantesco ojo veía su agonía con indiferencia. Su lista de pecados parecía pasar lista por voluntad propia, burlándose, echándole en cara la verdad secreta: aquello no era suicidio, sino pena capital.

     —Eh, Pagés. —Un nudillo repicó dos veces sobre el marco del pequeño despacho de la Brigada de Investigación Tecnológica—. Tenemos que hablar. 
     Al oír su nombre, Lucas Pagés dio la espalda a su ordenador.
     —Usted dirá. —Se levantó y fue hasta su superior, José Tebano, quien le indicó con la mano que no hacía falta.
     —¿Te acuerdas… de hace dos meses? ¿La chica esa de Carolinas?
     —¡Ah, claro!
     Un feo asunto. La chica, estudiante de diecisiete años de El Pla, fue invitada a unirse a una página comunitaria nueva, con el elocuente nombre de LineTeller[1], por varios amigos a los que reconoció por sus nombres de Facebook e imágenes icónicas.
     La chica se limitó a aceptar, abriendo la caja de Pandora en pixeles: era un malware; el troyano más cabrón y malintencionado visto por la BIT en mucho tiempo.
     La página no dejaba abrir líneas de diálogos, contactar, enviar mensajes o fotos. Por lo visto consistía, simple y llanamente, en una cartelera como presentación, una lista de contactos y una sucesión de pestañas de comentarios de usuarios que se añadían automáticamente y contaban secretos y miserias de la destinataria de modo progresivamente cruel.
     La madre, al enterarse, puso una demanda, que llevó a una investigación en torno a su círculo de conocidos en las aulas que duró casi tres meses.
     ¿Era la chica un objetivo premeditado? Por supuesto. Al investigar, comprobaron que ninguno de los amigos y conocidos figurantes como contactos y autores de los mensajes había accedido nunca a LineTeller (ni siquiera habían oído el nombre antes), por lo que el responsable, de algún modo, había pirateado sus cuentas en otras webs, las incorporó a la página y las envió como cebo. Lo peor era que, después de desfogarse a gusto, los mensajes eran reenviados a los perfiles en redes sociales de todos los miembros de la lista de contactos; cosa que ninguna adolescente querría vivir para ver.
      Cuando pidieron permiso para analizar mejor los ordenadores atacados, la propia demandante se echó atrás. No era difícil entender por qué: los tiempos cambian, pero las costumbres se heredan. Para la juventud moderna era más fácil escribir en un teclado que en un libro en blanco, y Pagés no conocía aún un diario que no pareciese escrito mojando en mierda.
     —¿Qué ha pasado, ha vuelto a aparecer?
     —Peor que eso. —Tebano le pasó unas hojas, empezando el resumen para ahorrarle leerlas—. Esta mañana una chica, Carol Álvarez, ha sido encontrada muerta en el Colegio Mayor de la Universidad. Se ha suicidado. Sobredosis de fármacos.
     —Entendido. —Pagés no necesitaba usar la imaginación. Ellos no investigaban homicidios; mucho menos suicidios.
     —Se mató con el ordenador encendido. Adivina qué página estaba visitando.
     —¿Tenía alguna relación con…?
     —Negativo. La chica es de Villena. Vino aquí a estudiar.
     Pagés dedicó unos segundos a pensar.
     —¿Era igual? Insultos y secretos sucios…
     —Cambiando nombres y cosas. Intencionado. Quiero que vayas con del Soto a por su ordenador. Quiero saber quién lo envió. Y rapidito.
     —Sí señor.
     Pagés se mantuvo de pie, viendo a Tebano salir. Entendía su urgencia.
     —¡Eh, Ángel! —Se acercó a del Soto, al otro lado del despacho—. Tenemos trabajo.
     —¿De qué clase? —Pese a la distancia, Ángel había estado atento a la conversación—. ¿Ciberbulling?
     -Un hater. Y bastante cabrón.
      Del Soto suspiró, inclinando la cabeza y negando.
     —Putos adolescentes —mascullo mientras se levantaba—. Dios, como hecho de menos las cartas nigerianas.
     Debían darse prisa. Algo decía a Pagés que aquel tío no iba a parar.

      Iker Bayón entró en su habitación, dejando caer la mochila a los pies de la cama y su culo en la silla. Tardó sólo tres minutos encender el ordenador.
     Su primer destino fue Hotmail. Habían mandado al despacho del director a su mejor amigo, Roger; se decía que por pelearse con un capullo de primero. Aparte, y más importante, Julio juraba saber seguro las preguntas del examen de historia del jueves.
      Mucho que ver y poco tiempo. Aún no había comido e iba a tener que dejarse unas cuantas neuronas en los deberes de matemáticas e inglés. Y tenía entrenamiento de fútbol a las seis, que no podía perderse de ninguna manera.
    Se traicionó a sí mismo al ver una entrada en su bandeja de correo marcada como prioritario. El mensaje era simple:
     Has sido invitado a unirte a LineTeller por CRSuper, RBullT, Sergi González…
     Se pasó la mano sobre su corta cresta, enderezándola. Una lista de conocidos muy larga. Uno era de un foro de fútbol, otro de automovilismo, el tercero era del instituto. Y eran tres de doce.
     ¿LineTeller? Debía ser una especie de Facebook, o un administrador de foros. Daba igual. Echaba una miradita, lo cerraba y a otra cosa.
     Pulsó la pestaña azul de Aceptar.
     La nueva página se abrió sola, sin apartado de registro pidiéndole nombre, edad y contraseña.
      Con tonos grises claros que parecían aludir a templos griegos y clases con pergaminos, el nombre en mayúsculas de la cabecera se quedaba pequeño sobre un fondo verde grisáceo y ondulado en el que, al fijarse bien, vio letras flotando. Su nombre completo estaba debajo; a la derecha lo que suponía era el número de ingreso: 85. 806.177.
     Suspiró. Para acabar de enterarse de que existía, parecía una página muy popular; lo comprobó consultando la lista de contactos a la derecha; allí estaban casi todos sus compañeros de clase, de fútbol, miembros de foros, algún excompañero de primaria… Parpadeó al reconocer el apellido del profesor de educación física.
     Pero no le gustaba del todo. ¿De dónde habían sacado sus datos para rellenarlo?
     Se abrió una pestaña de diálogo, a nombre de Roger.
     Iker Bayón García, catorce años. Nacido el diecisiete de mayo. Estudiante de tercero de ESO. Vive con sus padres.
     Bueno. Era agradable saber que su amigo le conocía bien.
     Le gusta el fútbol, los coches y soñar. El muy mierda se cree que puede comerse el mundo.
     Sus párpados aletearon, al ritmo de su cerebro entendiendo la frase. ¿Qué?
     Se abrió otro recuadro, con el nombre de Sergi.
     Se cree el crack. Pobre imbécil. Sólo sabe poner zancadillas y mamar balones. Si marca de suerte, se pone a celebrarlo como la gran proeza. Si falla, se pone a discutir con los demás como un gilipollas. Al equipo le iría mejor si se rompiese una pierna.
     ¿Y? Eso lo hacían todos…
     ¿Estás ahí, Iki? Eres ridículo. Todos nos reímos en tu cara y ni te enteras.
     Apretó los nudillos, dejando salir el aire entre los dientes. Iki. No soportaba aquel diminutivo desde el parvulario; lo que no le jodía tanto como saber que Sergi pensaba así de él, se atreviese a decírselo… o lo supiese. ¿De dónde lo habría sacado?
     Otro recuadro. Patricia Heredia, una compañera de clase.
     Cree que es guapo y va de listo. No sabe ni escribir su nombre sin chuletas. Trocitos de papel en el estuche, las zapatillas, y hasta  dentro de los calzoncillos. Al menos, ahí le sobra espacio.
     Iker empezó a morderse con ganas el labio inferior.
     Hasta a veces lo escribe en letra minúscula en los dedos. ¿Se puede ser más patético? Creo que puede ser un poco deficiente.
     Iker se hizo atrás en la silla, saboreando la sangre. ¿Cómo sabía eso? ¿Cómo, y con tanto detalle? Todo… menos, por supuesto, lo último.
     Otro texto empezó a alargarse.
     También quiere dejar de ser virgen, pero no tiene claro con quién. Por eso le gusta mastur…
     —¡Iker, a la mesa!
     —¡Ya voy! —No podía dejarlo todavía. Su madre, alarmada por su contundencia, decidió esperar.
     …barse pensando en chicas. Le gustan Sofía, Lia, Yolanda de la clase C, la profesora Maite de Matemáticas y Miley Cyrus. Aunque  todavía es joven y la tiene muy pequeña, necesita casi cuatro minutos frotando sin parar para levantarla. Por lo menos, eso sí, es muy limpio.
     Su mano derecha arañó la mesa; sus dientes rozaron al crujir una uña. Luego se tapó la cara con las manos, respirando profundamente hasta calmarse. Era una broma, terrorífica y de mal gusto, pero sólo eso.
     Cerró la página y fue al comedor. Filete con ensalada. Iker comió deprisa y con desgana, evitando mirar a sus padres a los ojos. No podía evitarlo; se sentía desnudo, vulnerable…
     —Hijo, ¿te pasa algo?
     —Estoy bien —respondió a su padre con sequedad, engullendo los últimos trozos de carne y dejando la mesa a la carrera. Los dos adultos se quedaron viéndole irse.
     De vuelta en su habitación, Iker resolló irritado. La página había vuelto a abrirse, sola.
      Un virus, no hay otra explicación.
     Un recuadro más se había abierto. Leerlo le sentó como un puñetazo contra su frente.
     A Iker le encanta cree que es un buen hijo, todo el tiempo dando besos y diciendo que nos quiere. Es un falso, lo sabemos los dos. Sólo nos quiere de chóferes y de banco. Cuando murió su abuelo ni siquiera lloró. Si le preguntas, puede que diga que para ser fuerte. Pero en realidad no le importaba.
     El texto estaba firmado por su padre, quien no había entrado en Facebook en su vida y al que podía oír repelar su plato; lo que no le alarmó tanto el mensaje  que se encendió, parpadeando intermitente, debajo de los otros.
     Al acabar el día, el contenido se enviará automáticamente a todos los contactos.
     Iker tragó saliva. Su trastero vital seguía aireándose, creciendo al ritmo de la lista de contactos. Ya eran casi cincuenta. Virtualmente, todas las personas que había conocido en su vida.
     Todas iban a leerlo, cosas malas que, en su justa medida, tenían su parte de verdad.
    
     Valeria Gracia metió el bolígrafo en su estuche, barrió con el canto de la mano derecha las virutas de borrador del papel y, con el dorso de la misma, retiró el sudor de su frente. Ya estaba, había terminado el análisis sintáctico, la peor parte de lengua. Ahora podía entretenerse un poco.
     Se puso frente al portátil con la intención de entrar en Todo Jardín (su afición, secreta para casi todo el mundo como casi todo en su vida, eran las plantas) cuando le llamó la atención un icono en la esquina. Había recibido un mensaje.
     Lo abrió, más extrañada por haberlo recibido que por su contenido. Había aprendido a temer los spams, publicidad agresiva que solía incluir un virus o dos….
     Has sido invitada a unirte a LineTeller por Carmencita Margi.
     Carmen Marcena era una de sus pocas amigas de clase, pero aun así le extrañó. Carmen pasaba mucho tiempo estudiando, desterrando de su intensa mente los problemas cotidianos. Que supiese, no era aficionada a las redes sociales.
     Al cuerno, a lo mejor conozco a alguien interesante.
     Después de darle  a Aceptar, su propia idea le provocó una risa sardónica.
     Acercó la cara a la pantalla cuando se abrió la página. Aunque tampoco le gustaba hacer amigos por Internet, reconocía que no era como la mayoría de páginas de ese tipo, anunciadas con colores suaves de los que sobresalía el binomio azul-blanco. Esta era gris como un día nublado.
     También estaba rellena. Su nombre estaba bajo el título, junto a un número de nueve cifras. A la derecha había una lista de nombres; la mayoría alias que no reconocía, aunque otros eran compañeros de clase: Gonzalo Peña, Maribel Cortázar, Irene Hernández… Cualquiera de ellos sabía lo bastante de ella para abrir una cuenta con su nombre. Empezando por eso.
     Soltó aire, agarrando su colgante con el símbolo de la paz mientras sus nervios se erizaban. Podía oler a broma en todo aquello.
     Precisamente entonces se abrió una pestaña de diálogo, iniciada por una de esas compañeras que no le hablarían en persona sin llevarse un premio por eso.
     Valeria Gracia López, dieciséis años. Nacida el veintinueve de noviembre. Estudiante de cuarto de ESO. Vive con su madre y su actual pareja.
     Valeria jadeó ligeramente. Nunca había hablado demasiado con Ainhoa Dato; que supiese tanto de ella la emocionaba: es bonito comprobar que otros saben que existes.
     Su gran pasión son las plantas, seguramente porque es más fáciles estar con ellas que con la gente: no hablan, no pueden irse, y si no las riegas mueren. Sería mejor que ella se enterrase.
     Valeria asintió despacio, con un tic en la mejilla que emulaba una sonrisa. Había acertado. Al menos, ponerse en lo peor había ayudado a minimizar el golpe.
     Otro recuadro de dialogo. Reconoció el nombre: Maritú. La conoció hacía tiempo en un foro:
     No sale nunca y está siempre frente al ordenador porque es una fracasada. Tiene las tetas pequeñas y es todo hueso, como una bruja. En el fondo es buena; le ahorra a la gente tener que verla.
     Valeria se quedó boquiabierta. Estaba acostumbrada a la indiferencia pero no a la crueldad, al menos tan cruda. Pero eso no era lo más raro. ¿Cómo podía describirla con tanta exactitud? Nunca había subido ninguna foto suya y con ese usuario sólo habló una vez, de enfermedades en rosales.
     Como todas las feas que no valen para nada, cree que sirve de algo si intenta ser buena. Por eso es la primera en levantar el brazo en clase, aunque nadie la mira. Cree que besando culos la gente va a mirarla.
     —Para. —Valeria se hizo atrás, mordiéndose la punta del pulgar derecho.
     ¿Y sabéis qué más? Su padre murió. Unas pastillas le hicieron mala reacción. ¿Accidente? Si no, es fácil saber por qué.
     Valeria cerró la página, dejándose hipnotizar por su salvapantallas de un ave del paraíso. Sus tonos azules y naranjas convertían sus lágrimas en ámbar.

     Carol es una puta celosa, pero sin cojones para enfrentarse a Ramón. Le pone los cuernos cada sábado por la noche con el primero que pilla, simplemente por si el muy desgraciado alguna vez hace lo mismo.
     También le mandó un mensaje con amenazas a Carmen porque creía que merecía mejor nota que ella, pero como es una cobarde de mierda no puso su nombre.
     ¿Por qué ya no va tanto a la playa? Se está poniendo gorda. No quiere que se le noten las estrías.
     Es una guarra. Se iba cada fin de semana a ver a su abuela, sólo para sisarle de la cartera sin que la viesen. La farlopa cuesta.
     Y así hasta cuarenta textos más, incluido el último; al parecer el que le dio la idea.
     —Fiu —silbó Ángel cuando iba más o menos por la mitad—. Desde luego, si la mitad de esto es verdad, la chica era una joya.
     —Depende de con quién la compares —opinó Lucas, tecleando enérgicamente en una pantalla accesoria—. Desde luego, el que lo hizo se esmeró. Dos tercios de los textos son para morirse de vergüenza, ¿pero para querer matarse?  
    —Vete a saber. —Ángel repasó los correos de los contactos—. Hoy en dio la juventud… Todos parecen tan buenos, unos santos, y luego mira.   
     Lucas asintió.
       Pagés sintió, luego paró un segundo para limpiarse el sudor de la frente. Rastrear el mensaje, siguiendo su rastro inodoro a través de la red, era la parte más difícil. Una vez determinado el remitente, si tenían suerte (en el caso poco probable de que tuviese pocas defensas) obtendrían la dirección de su IP. Con ella tendrían su dirección; luego, con suerte, un responsable.
     —Esto requiere muchas horas de investigación.
     —De momento, podemos sacar que es alguien con mucho tiempo libre —observó Lucas.
     —Como muchos genios de la informática. La verdad, las chicas deben ser ahora más confiadas que cuando éramos jóvenes —comentó del Soto.
     —¿Y eso?
     —De momento, aunque empleó distintos nombres de sus conocidos, sabemos que todos los mensajes los envió el mismo. —Repasó varias líneas de texto con el dedo—. Lo que da más miedo no es que la atacase con esto. Joder, ¿qué clase de loco pone cosas de su vida así a mano? Muchas no creo que se las supiesen ni su familia ni sus amigas más íntimas.
     —Sí, eso es verdad —masculló Pagés, sintiendo el esfuerzo en su falanges.
     —Te hace tener miedo al futuro. —del Soto siguió haciendo gala de su no paternidad—. Quiero decir, yo de joven era un cabrón, como todos.
     —Habla por ti.
     —Me refiero a que siempre nos metíamos con alguien admitió. Había algún amigo más gordo, lerdo o rarito y le fastidiábamos un poco. Me acuerdo de que una vez le hicimos el vacío a uno un mes entero por chivarse de una cosa.
      Lucas se rio, recordando su propia juventud.
      —Pero nunca empujábamos a nadie al suicidio. Al final, seguíamos siendo amigo. Ahora, en cambio…
      Pagés rumió para sí
     —¿Qué crees que pretende ese cabrón?
     —Pues parece evidente. Joder a sus víctimas, hacer que se suiciden si puede.
     —Sí, pero, ¿por qué? ¿Qué gana con eso? Si las chicas tuviesen relación, podría pensarse en una venganza.
      Pagés siguió tecleando.
     —Si se pareciesen podría pensarse en un fetiche raro, o en un trauma porque una novia le dejó…
       Lucas frunció el ceño. Puesta una al lado de la otra, sus fotos no se parecerían ni con un fotoshop extremo.
     —Quien sabe —lamentó—. Supongo que tiene demasiado tiempo libre. El aburrimiento puede ser fatal.
    —Sobre todo para sus objetivos. Ponerse a ridiculizar y humillar a la gente. —Resopló—. Putos haters. Y dicen que los toros son crueles…
     Cada se dedicó en exclusivo a su trabajo durante los siguientes diez minutos, hasta que del Soto vio algo. Frunció el ceño y señaló a la pantalla.
     —Pone algo detrás del título.
     —¿Cómo? —Pagés paró un momento para ver a qué se refería. Del Soto puso el dedo en la cabecera.
     —Detrás del nombre hay unas letras…
     —Sí, las he visto. Están como revoloteando.
     —Pero… —Cogió una libreta y un boli—. Por un momento, se juntan y forman una palabra.
     —¿A ver? —Pagés centró la mirada. Lo que vio le hizo arrugar la frente—. Es verdad.
     —A ver… —del Soto necesitó casi cuatro minutos para captar por completo el mensaje—. Parece latín.     
     Pagés miró la libreta. Veritatem ante omnia
     —La verdad ante todo —tradujo, ganándose una mirada de admiración de Ángel.
     —¿Sabes latín?
     —Fui monaguillo —respondió, provocándole una carcajada.
     —¿Por eso ya no vas a misa?
     Pasaron cinco minutos callados, envueltos por el ronroneo de los discos duros y el chasquido de sus dedos sobre las teclas. Por fin, Pagés se detuvo en seco.
     —Tenemos una IP.
     Se la señaló a del Soto, que procedió a anotarla.
     —¡Señor! —fue a buscar a Tebano.
     El inspector jefe se reunió con ellos.
     —Buen trabajo —les dijo—. Vamos a prepararnos. Aunque, de momento, es mejor que vayáis con una patrulla a tantear el terreno. No asustemos a nadie innecesariamente.
     Sus hombres asintieron. Aunque trabajasen sentados frente a una pantalla, seguían siendo policías.

     Iker llegó muy puntual al polideportivo, como siempre. Mientras dejaba su equipo en la taquilla otros tres compañeros pasaron para imitarle (todos tenían el sentido común de venir con el uniforme de casa).
     —Hola a todos. —Reconoció por las voces a Sergi y a Paco, dos de sus mejores amigos y de los contactos chivatos.
     Iker tomó aire; su corazón retumbaba y sus rodillas temblaban, amenazando con echarle atrás.
     —Hola. —Les saludó levantando un momento la mano.
     —¿Qué, tío? —Sus sonrisas quedaron fijadas unos segundos, antes de desaparecer—. Oye, ¿estás bien? —preguntó Paco.
     Concéntrate, se exigió. Si su padre era inocente, no debía meter la pata.
     —¿Habéis hecho algo antes de venir?
     —Pues claro. De pronto, adelantar un poco —dijo Álvaro, que charlaba con Sergi y Paco antes de entrar en el vestuario.
     —Como todos. —Paco negó con la cabeza—. Dios, creo que me van a quedar mates.
     —Tú no aprobarías mates ni aunque te fumases una calculadora. —Sergi se rió solo.
     —No me hace falta. Tengo novia —le recordó-—. Podrías intentar hacer lo mismo.
     Todos los chicos se rieron.
     —¿Alguno se ha metido en Internet? En Facebook o algo así.
    —Bueno… —empezó Sergi—. Yo he subido unas fotos del partido del sábado.
     Un buen día; ganaron por tres goles.
     —Y alguno… ¿Conocéis LinLineTeller?
     Sus tres compañeros y Carlos, recién llegado, se miraron.
     —¿Qué es eso? —preguntó Sergi—. ¿Un foro?
     El primero en hablar. El primero que puso un mensaje. Parecía no tener ni idea, aunque seguía riéndose.
     —¿Seguro? —insistió Iker, acercándose a ellos.
     —Seguro. —Paco y Álvaro le miraron entornando los ojos, percibiendo que pasaba algo.
     —¿Qué pasa? —Sergi se le puso delante—. Te estás poniendo…
     Fue un mero acto reflejo; Iker le agarró por los hombros y lo apartó. Sólo quería eso.
       Pero la espalda de Sergi se estrelló contra una taquilla.
     —¿Qué haces? —Paco saltó, agachándose para ayudarle.
     —Yo… yo… —Iker había empezado a sudar, sin darse cuenta. Su mano derecha se abría y cerraba mecánicamente, fuera de su control.
     —Tío, calma —intervino Álvaro, acercándose para mediar.
     —Sí, ya… —Se agachó también para ayudar a Sergi. Este se encogió al principio, pensando que iba a volver a pegarle—. Perdóname. No…
      —¿Qué te pasa? Mierda —Le miró de arriba a abajo con la boca torcida—. ¿Te has drogado o qué?
     Le dieron la espalda, dejándole solo para seguirles. Iker tardó otros cinco minutos en salir al campo; al miedo original se había sumado la vergüenza. Algo más que añadir a la lista de la página.
     Iker había conocido días mejores; su rendimiento en el campo era el ejemplo perfecto. No podía calentar, correr por el balón ni interceptar un pase sin sentir miradas de rechazo desde todo el campo. Y con ellas, oía palabras sin voz sonar en su cabeza.
     Cabrón. Inútil. Miedica. Ladrón. Falso. Imbécil…
      No recordaba la última vez que había contado el tiempo para terminar un entrenamiento. Cuando volvió a su casa, lo primero que vio al encender la pantalla fue la página abierta.
     Mirad al maricón, jugando al futbol porque cree que así es más hombre.
     Sus padres ni le miran. Seguro que les jode las retinas.
     Y había un mensaje más, el penúltimo. Al leerlo, su vista su nubló; haciéndole pensar en una bajad de tensión. Era algo mucho peor que cualquier insulto:
     Faltan tres horas, chicarrón. ¿Qué vas a hacer?

     Eran casi las siete de la tarde cuando los dos inspectores del BIT volvieron a comisaría. Los pocos compañeros que les saludaron al cruzarse con ellos intuyeron por sus caras que no había sido un buen día.
     —Esto ha sido un puto desastre —maldijo del Soto en el pasillo antes del despacho.
     —Cálmate. —Palabras banas. Pagés se sentía igual.
     —¿Y lo mejor? —preguntó del Soto—. A ver con qué cara le decimos a Tebano…
     —Lo haré yo —se ofreció Pagés, poniéndole una mano en el hombro y acelerando.
     —Oye, no te hagas…
     —Da igual. Yo localicé la IP.
     Al fondo de la BIT, Tebano miraba con preocupación la pantalla de su ordenador. Alternativamente, consultaba una libreta.
     —Malas noticias, señor —se presentó Pagés.
     —¿La pista era falsa?
     Su agente asintió.
     —-Comprobaremos la dirección, a ver si nos enteramos de cómo nos ha burlado.
     —¿Y cómo os ha burlado… exactamente? —preguntó Tebano, cruzando las manos.
     Hora de limpiar la fosa séptica. Pagés se sentía tan ridículo, tan humillado, que casi preferiría hundirse en ella.
     —Si me permite, por favor… de momento, vamos a seguir. Le daremos los detalles en el informe —solicitó, antes de añadir—: De momento me… nos gustaría tramitar una orden para consultar el ordenador de la primera chica. Quisiéramos comparar la dirección de su remitente con la obtenida.
     Tebano asintió. Se fiaba de sus hombres, y entendía cuando algo iba mal. Sin embargo, su expresión hablaba sola.
     Estaba preocupado. Por otra cosa.
     —Veré lo que puedo hacer. Pero vais a tener que daros prisa —le confió.
     Lucas fue rápido en imaginarse el motivo.
     —¿Hay más casos, señor?
     —De momento, ha habido otras cuatro demandas. Y… —Tebano tomó aire—. Otro muerto.
     —¿Suicidio?
    -Homicidio. Un chico ha matado a un compañero de un puñetazo en clase, acusándole de decir cosas de él en una página web. Te ahorraré el nombre.
     —¿Otro estudiante?
     —De formación profesional. Veintiún años. Un grado superior de fontanería. La buena noticia es que se ha incautado el ordenador. Homicidios le echará un ojo y después… estará a vuestra entera disposición.
     —Al menos… nos puede ahorrar la orden.
     Mientras se iba a su puesto, Pages se llevó las manos a la frente. Cambio en la victimología y, por ende, en el perfil. La cosa se complicaba.
    
     Valeria es una fracasada. ¿Veis? Piensa que puede borrar la verdad.
     Cobarde. Dejaría a su madre quemarse si pensase que se le iban a chamuscar las pestañas.
     Le encanta mirar fotos de chicas, de modelos en bañador. ¿Será tortillera?
     No, no tiene huevos (jajaja) para eso. Lo hará para soñar con lo que no es.
     Desgraciada. Cobarde. Desecho. Cardo. Llorona…
     Valeria ya no veía los mensajes, sólo las palabras. La idea principal, siempre la misma. Resollaba, sepultada bajo el peso del ataque, hasta que una nueva frase cobró sentido en su cabeza.
      ¿Se matará? Nos haría un favor. Aunque no tenga lo que hace falta.
     Leyó los últimos recuadros entre sus dedos. En ese momento dejó de llorar y bajó sus manos pegajosas.
     —No —dijo con voz ahogada—. Soy así, vale.
     Se levantó, con tanto ímpetu que tiró su silla. Le pareció oír una voz; su madre preguntando ¿pasa algo?
     —Y no puedo cambiar lo que soy. Pero sí cómo soy. Lo que me pase, será. Pero no voy a quedarme llorando como una cría.
     Acercó la cara a la pantalla, hablando con rabia.
     —Ni a aguantar que un imbécil me insulte. —Consiguió sonreír.
     Apagó la pantalla; luego arrancó el enchufe de la torre. Se hizo el silencio en su habitación.
     —A ver qué haces ahora —dijo sonriendo—. ¿Puedes enchufarlo?
     La sonrisa se convirtió en risa, aunque unas últimas lágrimas llovieron de sus ojos. Había encontrado la solución a su problema.
     Después de una noche tranquila, Valeria entró en el instituto con la cabeza alta. ¿A alguien no le gustaba lo que veía? Que mirase a otro lado. ¿Qué no le gustaba ella? Ahí estaba. Que se lo dijese a la cara, si era valiente.
      No volvería a agachar la cabeza, ni a ponerse a llorar, por nadie; ni ahora ni nunca.

     Nieves García había puesto a calentar la cena hacía diez minutos. La sopa de sobre estaba lista. A su derecha, a través de la puerta de la cocina, veía la luz de su dormitorio. Su marido, recién llegado del trabajo, se cambiaba de ropa.
     —Muy bien, ¡a cenar! —anunció a voz en grito mientras llenaba los platos.
     —Voy. —Lorenzo llevó su propio plato a la mesa.
     —¡Iker! —le llamó mientras colocaba los dos humeantes discos restantes.
     —En seguida…
     Nieves miró preocupada a su marido. Iker había estado muy raro, y esas dos sencillas palabras llegaron cargadas de pena.
     —Ya veremos —le dijo Lorenzo por lo bajo.
     Como todo chico, Iker tenía sus días. Suspensos, problemas en el fútbol, inquietudes exclusivas del chico. Una vez se pasó una semana saliendo de su cuarto sólo para ir a clase y comer; sin decir que le pasaba. Luego supieron que una chica que le gustaba le había dado calabazas. Del mismo modo, no quiso hablarles durante dos días después de decirle que no le dejarían hacerse un tatuaje hasta los diecisiete  y si sus notas lo merecían.
      Si necesitaba su ayuda, no se cortaba en dar un paso al frente y llamarles, cabizbajo. Si no, sabían dejar que el tiempo solucionase el problema. De momento, nunca había hecho falta sentarlo en el sofá para charlar. Nada, nunca les había hecho pensar en esa opción. Pero la adolescencia, además de difícil, era larga.
     Los pasos ya se oían en el pasillo; lentos, arrastrados, como si le costase andar.
     —¿Iker? —Nieves abortó su toma de asiento, mirando al pasillo—. ¿Estás bien?
     Le vio llegar al rellano de la puerta, costándole creer que aquella aparición fuese su hijo. Iba encorvado, con los brazos colgando hacia abajo y la mirada perdida. Un sonámbulo, alguien extraviado. ¿Por qué?
     —Sí, no pasa nada —contestó entonces.
     Ella asintió hasta que Iker, en vez de al comedor, giró hacia la derecha. Al salón.
     —¿Adónde…?
     —Voy a ver una cosa. Vengo enseguida.
     Nieves se sentó, levantando una cucharada dubitativa mientras veía la espalda de su hijo tragada por la oscuridad. Ni siquiera se molestó en encender la luz.
     —¿Iker? —Era una llamada curiosa; había dejado de verle y oírle.
     Sin respuesta. Nieves apretó los dientes cuando un chorro del líquido caliente se escurrió por su mejilla y le salpicó el antebrazo.
     —¿Iker?
     Su voz ya no disimuló la tensión. Le había parecido oír una ventana abrirse.
     —¡Iker! — Nieves chilló al comprobar lo que hacía su hijo.
    Para cuando llegó al salón, supo que siempre le quedaría la duda de si Iker llegó a oírla.

     —Hola, jefe. —Pagés se reunió con Tebano casi a las dos de la tarde.
     —Dime. Te escucho. —Los dos inspectores llevaban desde las siete de la mañana con los equipos de las víctimas, rastreando la pista. Llegaba la hora de exponer conclusiones.
     Por la cara de Pagés y su forma de moverse, Tebano ya imaginaba que las noticias no eran buenas.
     —No hay nada fiable en ninguno.
     —Qué me dices. ¿No habíais localizado la IP de ese tío ayer?
     —Sí, señor —asintió con desgana, viendo sus dedos teclear rítmicamente sobre el mango del sillón en recuerdo de la bochornosa tarde—. En la calle Virgen de África, en Florida Alta. Fuimos allí ayer.
     —No jodas —Tebano arrugó la frente—. ¿Y qué había?
     —Nada —negó Pagés—. Una viejecita muy maja, la señora Asunción Rodríguez, de setenta y ocho años. Es viuda, vive sola y… —levantó las manos para luego dejarlas caer—. En su casa no hay ordenador. Ni router. Ni siquiera tiene conexión en línea. Qué coño, —Pagés sonrió—, estoy por decirte que hasta ayer, si le hubieses preguntado que es un ordenador, hubiese respondido que un clasificador de biblioteca.
     —Ya. —Tebano asintió lánguidamente—. Y en los pisos vecinos…
     —Lo comprobamos. Todos muy viejos; en la mayoría sí había conexión pero nada que ver con esa página.
     —De modo que nos ha engañado —resumió Tebano, soltando el aire—. Ese cabrón debe ser muy bueno.
     —Mejor que eso, señor —sentenció Pagés—. Debe de ser el mejor hacker de la historia.
     —Y el peor hater.
      —También.
     Tebano entrelazó las manos.
     —Hemos vuelto a revisar el historial en el mismo ordenador. Sacar la IP sigue siendo igual de fácil, sólo que… ha cambiado.
     —¿Cambiado? —Tebano le miró a los ojos.
     —Lo hemos comprobado en los dos ordenadores. La de la chica del colegio mayor no era la misma.
     —¿Ha cambiado? —Pagés asintió—. ¿Y adónde os remite ahora?
     —Lo hemos comprobado. A una nave en el Pla de la Vallonga. Hemos llamado para saber quién es el dueño y la usan de almacén. El único ordenador que hay lo usa el encargado para llevar el registro… y supongo que para jugar al solitario.
     —Entonces, puede que se mueva pirateando redes… —Por la cara de su subordinado, Tebano entendió que esa opción estaba descartada—. ¿Y qué pasa con la otra dirección?
     —¿La del chico de ayer? Nos ha llevado junto a la carretera a Villafranqueza, junto a San Vicente. —Pagés cerró los ojos, antes de añadir—. Es un solar. Allí sólo hay hierba.
     Tebano asintió resignado.
     —De modo… que sólo podemos esperar a ver si vuelve.
     —Exacto.
     —¿Se te ocurre a por quién puede ir?
     Claro que lo sabía. Era una respuesta demasiado terrible para pensarla siquiera, pero la dijo:
     —Cualquiera… con contactos en las redes.




[1] Narrador en línea

1 comentario:

  1. Desgraciadamente en esta historia hay poca fantasía; puede ser real, cosa que a uno le hacer pensar...

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