EL ANTICRISTO
Detrás de la cruz está el diablo - Proverbio español
El hombre daba vueltas sin parar por la habitación cerrada hasta que,
cansado, se sentaba en la cama; sin dejar de reír en ningún momento. No podía
evitarlo, las últimas palabras que había oído eran tan absurdas que le hacían
gracia.
Viajó al pasado con su mente, cuando recayó sobre él la tarea heroica de
salvar su patria. Necesitaban un salvador. La sociedad había demostrado que no
podía nadar sola sin ahogarse.
La inflación llegaba a los cielos. Los comercios echaban el cierre como
párpados de moribundos cayendo, llenando parques, calles y avenidas de mendigos
y simples desheredados que veían pasar el tiempo sentados o abordando a los
caminantes que parecían tener más suerte, sepultándolos como buitres a la hora
de alimentarse. No había revueltas; no quedaban fuerzas, moral, ni siquiera
odio suficiente para levantarse. Los policías paseaban entre ellos, viejos
perros ovejeros con respeto pero sin autoridad. La basura era la materia prima
de los nuevos pueblos. Hacía falta un cambio drástico.
Entonces llegó él, un político desconocido, sencillo pero sincero. Un
hombre con ideas nuevas y sin enemigos, que no había cometido errores para
ganárselos. Desde una plataforma desconocida consiguió suficientes votos para
ocupar el sillón presidencial. Reformó las leyes laborales, obligando a los
empresarios a cubrir sus plantillas; equiparó los precios y creó nuevas
empresas estatales para reducir la importación. Aunque los primeros años fueron
duros, al tercero la economía se había recuperado, los inversores extranjeros
empezaron a aportar al fin su grano de arena y los ciudadanos habían recobrado
la confianza. Las feroces críticas de otras formaciones sólo mejoraban su
prestigio.
En su segunda candidatura obtuvo mayoría absoluta.
—Estamos seguros de que la solución a nuestros problemas pasa por un
mayor entendimiento de los mismos, escuchar las demandas populares y poner en
administración e industria personal competente.
Y la gente tras los micrófonos asentía, mientras los aplausos ensordecían
a los presentes y los flashes reflejaban sobre su sonrisa como si tuviese
dientes de oro.
Sí, eso era lo que la gente quería oír, lo que necesitaba que pensasen.
Pero en su corazón, en su fuero interno, sabía que los males atravesados tenían
raíces más profundas.
Llevaba tiempo viéndolo. Los jóvenes se habían vuelto hedonistas y
descreídos, gastando sus vidas en el alcohol, la droga y los vicios. Los
adultos, indiferentes e indolentes, se desentendían de su deber de educarles.
La sociedad se había infectado con ideas obscenas y prácticas antinaturales que
debilitaban su entendimiento, una sífilis que atacaba a todas las células del
sistema.
Él supo, desde el principio, que Dios le había confiado el poder para
cambiar las cosas a mejor; su madre siempre se lo había dicho así. Ahora podía,
pero debía ser cauto. Los apóstatas eran fuertes y, si le descubrían, sólo
podía esperar el martirio.
Esperó a su sexto año de presidencia para ponerse en marcha. Había
establecido, a título personal, una serie de albergues sociales llamados Casas de los Pobres, donde los que no
tenían nada podían pedir comida y techo a cambio de escuchar y aprender las
leyes del Señor. La gratitud y la verdad le proporcionaron suficientes fieles
para llenar los puestos clave.
Los situó con disimulo; cambiando a funcionarios, jefes de policía y
soldados por discretos creyentes que sólo respondían ante él, su paraguas para
la inminente tormenta.
Empezó con la educación, siempre es mejor empezar impidiendo que los
niños se tuerzan. La religión se hizo obligatoria, como la asistencia a
catequesis. La negativa se sancionaría con el suspenso y la repetición
obligatoria de curso. También incrementó las ayudas a los centros de las
órdenes.
Por supuesto, los sectores más recalcitrantes del laicismo reaccionaron
con dureza; los colegios hicieron huelgas, los tertulianos y políticos aullaron
en pantalla. Pobres idiotas, pensando que enseñando la cara sus voces se oirían
mejor. Empezaba a identificar al enemigo.
Las siguientes medidas esperaron al final de su mandato, directamente
dirigidas a sanear la moral social: reinstauró el diezmo. Estableció un recorte
de impuestos a los asistentes asiduos a misa. Prohibió la prostitución, la
drogadicción y el aborto en todas sus formas.
La calle estalló; chicos desaliñados con ropas indecentes llevaban
pancartas mientras chicas se desnudaban en público sin pudor. Debieron elegir
escudos más resistentes.
La juventud necesitaba recordar
lo que era la mano dura, y la suya no tembló al ordenar a la policía que los
aplastase, pisoteando sus proclamas.
El país quedó bloqueado y, como era de esperar, el Congreso celebró una
sesión de emergencia. La oposición, unida al margen de ideologías contra él, se
pronunció.
—Y por eso… —terminó su portavoz, una mujer de pelo hasta los hombros,
gafas redondas y creía que divorciada—. Le pedimos su inmediata dimisión.
Se incorporó, furioso porque aquella ramera se atreviese a hablarle como
a un igual.
—Muchas gracias. Es todo lo que necesitaba oír.
Era la señal. El ejército, depurado de viejos mandos desleales, ocupó la
cámara. Los que se pronunciaron en su contra fueron arrestados, las sedes de
sus formaciones clausuradas. Se establecieron listas de militantes, a cuyas
casas ya iban camiones policiales.
Aprovechó para dar un comunicado inmediato, la gente debía saberlo.
—Desde hoy, decreto la instauración del Gobierno de Dios en la Tierra.
Que Él me de fuerzas para cumplir su voluntad.
Durante los tres días siguientes, aprovechando que el país seguía
demasiado conmocionado para reaccionar, dispuso las líneas maestras de su
mandato.
No había más poder que el de Dios, por medio de sacerdotes en el ámbito
civil y de él en el administrativo. El resto de formaciones sociales eran
innecesarias.
Por ello, creó los Centros de
Evangelización, establecidos en estadios y plazas de toros (centros de
actividades corruptas que sólo servían para deteriorar la moral). Allí se
educaría a los adultos para corregir sus ideologías. Como incentivo mientras
sus hijos, de tenerlos, irían a centros de acogida hasta su correcta
reinserción.
—El divorcio, la convivencia de hecho y la apostasía quedan prohibidos
—proclamó poco después—. En caso de solicitarse, los implicados deberán ser
internados en el correspondiente centro más cercano.
La fe debía ser la base de la sociedad. La asistencia a misa sería
obligatoria. Derogó las medidas civiles diseñadas para socavar sus valores: el
matrimonio homosexual, los cuidados paliativos… ¿cómo podían aquellos idiotas
ser tan ciegos a la corrupción del alma? Además, cuanto más se sufre en este
mundo, mayor es la recompensa en el otro. Se le ocurrieron otras ideas para
incentivar a la sociedad.
—Las mujeres estarán mejor en sus casas, como es tradicional. Trabajar
es cosa de hombres. Lo que necesitaba el país son madres.
Asignó departamentos especiales en los ministerios: en Cultura
estableció un equipo de censura, encargado de revisar el contenido de todas las
producciones, nacionales y extranjeras; con capacidad de suprimir o
directamente prohibiendo los contenidos contrarios a la fe. Por supuesto, los autores protestaron, aunque
nada que no pudiese corregir con su proverbial conocimiento. Esa vez no fueron
necesarios agentes.
—Toda arte en sí es inútil. Si además, tiene como fin secundario
pervertir la moral y la obediencia,
entonces no tiene causa. Que lo piensen, antes de perder su tiempo y su
dinero.
En Sanidad, un riguroso control
de los medicamentos en el mercado llevó a la retirada que cualquiera que, por
mínimo que fuese, pudiese emplearse para fines inmorales como la drogadicción o
el aborto.
—Pero señor —le comentó un tímido funcionario, encargado del listado—, uno
de estos productos se usa para prevenir infartos.
—Bueno, si el corazón es puro no se para hasta que llega la hora —replicó—.
Mientras rece, no debe preocuparle la salud.
Por supuesto, había muchos que no acataban la ley, y eran tan necios de
alardear de ello.
Recibirían tolerancia cero. Se estableció un cuerpo especial, las Brigadas de la Fe, vestidos con ropa
negra y una cruz blanca sobre el pecho; distintivo también de sus vehículos.
Estos patrullaban las ciudades por distritos, visitando ausentes que fuesen
anotados por los párrocos de las iglesias. Aquellos apóstatas eran enviados
también a los Centros de Evangelización,
en caso de reincidencia pasaban una temporada en la cárcel y, de tenerlo, se
les retiraba completamente la custodia de los hijos. Ninguna buena semilla
podía crecer recta a la sombra de árboles así.
No tardó en comprobar que la red se convertía en su caballo de Troya, la
herramienta de los emisarios del mal para socavarle. A fin de no perder el
tiempo, decidió suprimir las conexiones internacionales; habilitando un
departamento en el Ministerio del Interior para los mensajes internos.
Pero el mal era fuerte, y disfrutaba desafiándole. Lo que más le
disgustó fue comprobar que buena parte del clero se opuso a sus medidas,
tildándolas de aberración. El más tajante fue el arzobispo de la capital:
—Lo que está haciendo no es obra de Dios. Parece más bien cosa del
diablo.
Era una prueba de que la corrupción llegaba a todos los niveles. Y él,
como buen pastor, debía aplicar la vara.
El clero a todos los niveles fue obligado a jurarle lealtad, los que se
negaron tuvieron que colgar los hábitos. No iba a tolerar lobos disfrazados en
su rebaño. Otros partieron exiliados al extranjero, junto a charlatanes y
paganos cuyas obras habían sido prohibidas en canales y editoriales. Que
hablasen desde fuera, dijo; sus palabras no podían herirle.
Esperaba que el pueblo acogiese las medidas de su salvador con aplausos
y marchas con fotos. Pero la mayoría calló y los ateos iniciaron una campaña de
subversión y terrorismo, llamando a la insumisión y cometiendo atentados
terroristas, incluidas la quema de dos iglesias y la explosión en un Centro de
Evangelización.
Aquel episodio le convenció de que debía ganarse el alma de los jóvenes.
Prohibió las asignaturas que negaban la obra divina, agrupando los contenidos
docentes en los Libro de las Buenas
Maneras. Además, todos los menores desde los tres a los veintiún años
debían vestir, tanto en sus centros como en la calle, un uniforme que él mismo
diseñó, consistente en chaleco negro y pantalón largo para los chicos y camisa
con mangas y falda larga para las chicas. Todo decente, sin exhibicionismos que
incitaran a la soberbia. Prohibido también el pelo demasiado largo en ambos
sexos; una moda decadente y un escupitajo en la cara del buen gusto. Además,
convencido de lo necesario de la disciplina, estableció a partir de la mayoría
de edad el servicio militar obligatorio.
De nuevo, hubo protestas. Y frente a la realidad del dolor a base de
porras, las palabras corrieron a esconderse. Tuvo que dotar de nuevos poderes a
las Brigadas de la Fe para mantener el orden y la moral, especialmente en el
ámbito privado. Prohibida la pornografía, el arte impío, las teorías
darwinianas y los festivales musicales, adquirieron potestad para investigar
ordenadores y teléfonos móviles de sospechosos, requisándolos para registrarlos
y deteniendo a sus dueños. Enormes montañas de blasfemia en plástico y papel se
levantaron frente a las iglesias para arder.
—Informad a la gente de que recibirán una compensación por cada denuncia
que signifique un éxito —instruyó a su máximo comandante como medida para
mejorar su eficacia.
También comprendió que la cura del alma pasaba por el cuerpo. Instauró
en los Centros de Evangelización y las prisiones para reclusos irredentos la
figura del capellán carcelario, encargado de limpiar sus mentes mediante el
dolor. Nada de mecanismos inquisitoriales, no; quería que se diesen cuenta de
sus errores, no matarlos. Luego, una retransmisión televisada de su confesión,
arrepentimiento y expiación alabando su misericordia asestaba un golpe de
ariete a los cimientos de su oposición.
Las cárceles se llenaban y, pese a la buena economía, el buen nivel de
vida y la decencia, el descontento creció. Debió suprimir tres grandes
manifestaciones en la capital (un seísmo con muchas réplicas provinciales) e
hizo fusilar a los cabecillas (treinta y ocho en total por todo el país).
Aquello le hizo plantearse el motivo. No podía ser él; estaba seguro de
hacer lo correcto. Debía ser otra persona, alguien desleal de su personal o…
Lo vio todo con claridad en un instante. El país estuvo a punto de
hundirse antes de su llegada. El final de todo. El Apocalipsis. Y eso sólo
tenía un culpable.
El Anticristo caminaba sobre la tierra, y estaba presenciando su obra.
Si quería evitar la destrucción del mundo, debería ser más drástico.
Las condiciones se endurecieron en las prisiones. Si la tortura no era
una medicina eficaz con algún preso, quedaba designado como irrecuperable. Le
salvaría la muerte.
—¿Cómo? —quiso saber su secretario, muy tembloroso últimamente, mientas
redactaba la orden.
Se llevó un dedo a la barbilla. La
desfasada y sádica hoguera quedaba descartada. Necesitaban algo más moderno y
eficaz
—Tiro en la nuca —decidió.
También limpió el país de paganos; recurriendo a listas de extranjeros
procedentes de países infieles.
—Lo tienen fácil: o conversión o expulsión.
Después de todo, los Reyes Católicos lo hicieron y el país vivió una
edad dorada. Ninguno aceptó, prefiriendo marcharse. Y, para borrar todo rastro
de su influencia nefasta, mezquitas, sinagogas, templos y sedes de sectas y
falsos fieles como los autodenominados testigos de Jehová fueron quemados o demolidos.
—pero señor; muchos de esos edificios son patrimonio de la humanidad.
—Miembros gangrenados de viejos cuerpos enfermos, más bien. Piedras, como
las que pavimentan este suelo. La gente podrá seguir viviendo sin su sombra.
El país quedó libre de herejes, un lienzo blanco y puro para que lo
adornase.
Pero su lucha no se reducía a los agentes enemigos. Lo prioritario era
encontrar al enemigo en sí.
La crisis había empezado hacía casi siete años. Por eso, hizo hacer
listas de todos los niños nacidos por esa fecha y posteriores, que debían ser
llevados (lo más discretamente posible) por Brigadas de la Fe a Centros o
iglesias para que un capellán aplicase una sencilla prueba de pureza.
—¿Prueba de pureza? —Su secretario, hombre fiel y obediente hasta
entonces, enarcó una ceja. Estaba empezando a transcribir menos y preguntar
mucho—. ¿Cómo sería eso, señor?
—Fácil. Dándoles a probar la hostia bendita y ungiéndoles la frente con
agua bendita.
El secretario se quedó mirándole, parecía una estatua de cera.
—Y, si la escupen o reaccionan de forma negativa, como llorando, a la
bendición…
La siguiente medida era tan lógica que casi le dio vergüenza decírsela.
El hombre palideció.
—Pero no puede estar seguro…
—En caso de error, irán a la derecha del señor. Salen ganando en
cualquier caso.
El secretario dejó caer el lápiz y la carpeta y se marchó del despacho.
Lo que más le disgustó fue, sabiendo que su causa era justa, el horror de su
cara.
En fin, la fe de los mejores flaquea en algún momento. Con mandarle una
temporada a un Centro y buscarle mientras un sustituto fue suficiente.
El poder, de la mano de Dios, crea amor. A mediados de su tercer mandato
nadie protestaba. El número de presos en las cárceles se redujo, la gente vivía
con conformidad y los medios de comunicación daban gracias a Dios por haberle
puesto a cargo de sus vidas.
Pero seguía sin encontrar al Anticristo. Y peor, el resto del mundo,
envidioso por vivir fuera de la gracia, se volcó contra él, como supo por la
prensa extranjera que recibía a diario.
—Este demente pretende devolver a su país al medievo. La economía cae
cada día, la esperanza de vida ha bajado de los sesenta años y se sabe que se
practican torturas inquisitoriales en las prisiones —decía la voz en off en un
reportaje en inglés.
Casi lanzó el mando a la pantalla, furioso. Claro que había que
torturarles, ¿creían acaso que el mal podía expulsarse con cosquillas? Pero no
le enfureció tanto como la imagen que daban de su hermoso y justo país; calles
pulcras por las que pululaban ciudadanos tildados de zombis muertos de miedo,
policías y Brigadas de la Fe tildados de nazis, y las menciones a que se
conformaban alianzas internacionales en su contra.
Entrelazó las manos, meditándolo. Claro, tenía sentido. Su búsqueda del
Anticristo estaba resultando infructuosa.
Al no dar con él, sopesó que su llegada estuviese por producirse, que
los desastres anteriores hubiesen sido un presagio, por lo que extendió las
pruebas de pureza a los neonatos. Fueron aplicadas a más de quince mil niños de
entre ocho años y meses, más de mil quinientos sospechosos fueron purificados
tras aplicarles los convenientes sacramentos e internar a sus padres en
Centros. Y mientras, el resto del mundo se unía contra él, unido por la misma
corrupción a la pureza. Nunca lo había pensado antes: que el Anticristo fuese
extranjero, nacido en una nación exterior desde la que atacarles con su
influencia nefasta.
Tendría que evangelizar también al mundo entero, declarar una santa
cruzada por su cuenta (el Papa estaba acobardado por los poderes seculares). Y,
como todo gran estadista tocado por la gracia del cielo sabía que la mejor
defensa es el ataque.
Reunió a su nuevo cuerpo de élite, los Soldados de Cristo, especialmente
preparados en lo militar y espiritual, como vanguardia; más de doscientos
cincuenta mil hombres reforzados por el reclutamiento de civiles
—Señor, carecen de entrenamiento —se quejó uno de sus comandantes.
—No importa. La fe nos dará la victoria.
Inició su campaña arrasando la frontera en dos frentes, incendiando doce
pueblos en las primeras horas y ejecutando a los herejes que se negaban a
rendirse de un tiro de gracia, antes de apilar sus cuerpos con los de sus
familias en los parques para reducirlos a cenizas. No iba a arriesgarse a que
una sola raicilla rebrotase.
Pero pecó de orgulloso. La fe no basta sola contra un mundo corrupto,
preparado para hacerte la guerra.
Los bombardeos y cañones silenciaron las plegarias de sus soldados,
destrozando a los Soldados de Cristo. El resto, cobardes traidores, se rindió
en masa, soltando los rifles, levantando los brazos y luego, finalmente,
abrazando a los soldados enemigos como a buenos amigos esperados largo tiempo.
Iniciaron la invasión de su país. Desesperado, hizo un llamamiento a la
resistencia, pero o nadie le oyó o todos le dieron la espalda. Veinticuatro
horas después estaba depuesto y preso.
Dejaron una televisión encendida al otro lado de los barrotes de su
celda para torturarle, viendo toda su labor destruida. Al demonio le gusta
imitar la labor de Dios.
Los uniformes, libros de Buenas Maneras, Biblias, crucifijos y
fotografías suyas ardían. Las iglesias y Centros de Evangelización eran
saqueados. Los Brigadas de la Fe eran tirados al suelo, sus negros uniformes
teñidos de gris a base de escupitajos, patadas, pedradas. Las cárceles se
abrían, los propios reclusos abrazaban y estrechaban manos, sonrientes,
mientras los capellanes eran pateados, desnudados y arrastrados a ocupar las celdas.
Bueno, Dios habría abandonado su país, pero no a él. La prueba era que
sus captores pedían aplicarle la cadena perpetua.
Dio su alegato, su defensa, la única verdad irrefutable:
—Todo lo que he hecho y, con la gracia de Dios haré, ha sido por el bien
del mundo, para impedir su destrucción a manos del Anticristo.
Se leyó la sentencia, sin ninguna sorpresa. No como con el último
comentario del juez supremo, la soberana estupidez en boca de un supuesto
hombre de ley:
—-El único que ha querido destruir el mundo está en esta sala. Lo más
parecido que he visto nunca al Anticristo es usted. Espero que piense en mis
palabras.
Y lo hacía, dando vueltas por la celda sin parar hasta que, cansado, se
sentaba en la cama; sin dejar de reír en ningún momento. No podía evitarlo, las
últimas palabras que había oído eran tan absurdas que le hacían gracia.
Y rió y rió; podía hacerlo porque tenía todo el tiempo del mundo.
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