lunes, 25 de enero de 2016

NO SOY UN MONSTRUO

     A estas alturas de mi larga vida, siento que debo contar mi historia. ¿Por qué? Porque puede que no vuelva a tener ocasión de hacerlo.
     ¿Cómo empezarla? Iré a lo esencial: nunca he tenido nombre, menos el que me dio la primera especie; no para designarme a mí sino a mi naturaleza. Lo que soy.
     Soy un vampiro. ¿Pero importa? Hace ya mucho de eso; no he vuelto a oír a ese nombre ni ningún otro referido a mí
     ¿Qué decir para definirme? Para empezar, soy inmortal. He vivido tanto tiempo que perdí la cuenta hace… ya ni me acuerdo. Sí, en eso me parezco al monstruo que inspiré, como en que necesito alimentarme de los vivos, pero no por lo que ellos creían. Como toda gran vida, la mía está plagada de leyendas y exageraciones. Voy a intentar despejarlas.
     ¿Cuándo nací? Cuesta creerlo, pero fue al principio de los tiempos, de la vida. Desperté tras un chispazo a un mundo simple, ignorante; sin sentidos, colores ni pensamientos. Todavía no se habían inventado las palabras. Más tardé, lo recordaría diciendo que era un período de impulsos.
     Se sentían las cosas cerca, su sabor, sus flagelos acariciando tu superficie. La vida se reducía a comer y no ser comido; la muerte a base de ensayo y error. Yo siempre tuve suerte: ya fuese devorado o devorador, siempre permanecía. Si algo grande me envolvía y absorbía no me disociaba como los organismos pequeños de que me nutría. En vez de eso, crecía dentro del depredador hasta llenar su forma (todavía no se le podía llamar cuerpo).
     Creo que es el momento de decir cómo soy. Ni antropomórfico, ni bestial, ni niebla vaporosa. Supongo que la evolución me dejó a medias: mis células se multiplicaban, mi cuerpo crecía y mi conocimiento progresaba, pero siempre he sido y seré un trozo azul de gelatina reptante.
     Aprendía con los cambios cuáles eran mis nuevas presas y enemigos, durante una eternidad de cambios que acabó con la sociedad de las células: la vida dejó de conformarse con la soledad y la multiplicación, aliándose en formas mayores, más sofisticadas y elaboradas. Con el tiempo, surgiendo las tres grandes sectas del nuevo mundo: los que tenían esqueleto por fuera, los que lo tenían dentro y los que seguían siendo bolsas pastosas. Los que se resistieron al cambio sobrevivieron a la sombra, invisibles en un mundo de gigantes.
     He aquí el otro gran mito sobre mí: no me multiplico mordiendo cuellos y chupando sangre. Yo, por lo que sé, soy único; nunca he encontrado a otro de mi especie. Simplemente, me mantengo en el mundo siendo lo que como. De ahí supongo que salió también la idea de que los vampiros pueden cambiar de aspecto. Esto sí es verdad, a medias.
     Al ser devorado quedaba y quedo ligado al ciclo vital de mi anfitrión. Sigo teniendo que alimentarme como él, moverme como él, descansar e incluso procrear como él. Simplemente, mi cuerpo de plasma se nutre de él por dentro, absorbiendo tejidos desde la seguridad del sistema nervioso. Y, si acabada su vida, no tenía la suerte de morir en la boca de un depredador mayor, sus órganos paraban y se iniciaba la putrefacción. Para mí, llegaba la hora de salir.  Me elevaba en el caldo primigenio lleno de formas y colores (los sentidos fueron otra novedad desconocida) hasta encontrar un nuevo receptor. Entonces, como un vulgar parásito (aunque siempre me he considerado un cazador) entro por sus orificios nasales u orales (los auditivos, de tenerlos, suelen dar a una pared insalvable de hueso) y me deslizo hasta su centro neuronal, insertándome en sus células. Supongo que de eso derivan otros dos mitos: la del depredador mordiendo el cuello de un victima durmiente y lo de que necesito invitación para entrar. En ese sentido, sólo diré que es más fácil si mi huésped está durmiendo. ¿y hay algo más invitador que roncar patas arribas sin pensar siquiera que algo puede matarte en sueños?
     Aunque pensé por mucho tiempo que el mundo sería siempre agua gobernada por pinzas y tentáculos (unos cuantos de lo que llamarían millones de años da para eso) hubo otro cambio: los seres con esqueleto interno empezaron, poco a poco, a ganar la partida; primeros a los invertebrados, luego a las aguas y, por último, a la tierra. Fue gracias a uno de estos primeros colonos, un pez con patas de los pantanos, que vi la superficie por primera vez. Pero tuve que esperar a que llegasen las criaturas con escamas y garras para pisarla.
     Vi poco a poco el mundo transformarse, de erial a pasto, a bosque; creciendo como sus habitantes, asociadas en un equilibrio circular: las fotosintéticas (plantas) daban de comer a animales pequeños y grandes, éstos devorados por los medianos y enormes. Durante esos días tropicales de continentes cambiantes, mi existencia consistía (como antes) en vagar de una forma de vida a otra, probando cada nueva perspectiva, sus instintos y miedos, su conducta.
     Y es que el sol no me mata. En esto, debo decir, el mito original se parece mucho a la realidad: siendo ectoplasmático, la deshidratación me debilita, volviéndome lento y torpe, hasta que, simplemente, no puedo moverme. O encuentro un huésped que me sirva de refugio o me entierro o sumerjo  para ponerme a dormir. ¿Hasta cuándo? Hasta que llega el momento de despertar.
     Mi error, cometido en el pasado y repetido una y otra vez en el futuro, era pensar que la situación se mantendría para siempre. Un día, una gran mancha ardiente (meteorito) cayó del cielo, levantando un parasol de polvo sobre el planeta. Las temperaturas bajaron. Las fotosintéticas se marchitaron. El ciclo se rompió. Las criaturas, una a una, murieron.
     Desesperado por la soledad y el hambre, volví a los océanos, sólo para encontrarme que la situación no era mejor. Tuve que sumergirme hasta donde nunca llega la luz, vagando en la nada hasta tener la suerte de encontrar alguna criatura de grandes ojos y boca llena de dientes en mi misma situación. Así superé el hambre.
    Realizaba esporádicas excursiones a la superficie, trepando a las costas para ver si la situación había mejorado. Poco a poco el sol clareó, los insectos volvieron a volar y la tierra volvió a cubrirse de verde. Pero iba demasiado despacio; todavía no había criaturas adecuadas a mí.
     Perdí la cuenta de mis visitas. Con el tiempo empecé a internarme tierra adentro, hasta que el sol me empujó a una grieta en la que dormí durante eones.
     Cuando desperté, el mundo había renacido. Ahora las criaturas con pelo y plumas ocupaban la posición dominante, aunque la mecánica de la vida no cambió en nada más.
     Así fui testigo de su llegada. No eran muy distintos a otros animales peludos; vivían en los árboles, comían del pillaje. Luego les vi bajar de las ramas al suelo, levantarse sobre dos patas, hacerse con herramientas. Cambiar. Y con ellos, por primera vez en mis millones de años, vi a una criatura modelar el mundo.
     Se asentaban. Levantaban numerosos nidos con piedras y troncos. Trabajaban el metal. Devastaban los bosques. Moldeaban plantas y animales a su antojo. Adoraban a poderes por encima de ellos. Y exterminaban a los que consideraban peligrosos o rivales.
     Mi relación con los hombres siempre ha sido hostil. Como siempre se reproducían sin control, no me faltaban huéspedes, aunque los restos dejados atrás, muertes misteriosas para ellos, desataban más el pánico. Las consecuencias me obligaron, por primera vez, a tener que ocultar mis desechos.
     Mi opinión sobre ellos es bastante agridulce. Siempre han pisado con un pie la evolución y con el otro la regresión. Reconozco que siempre estaré en deuda con ellos por enfocar mi existencia. Me dieron palabras para explicar mi vida pasada; la necesidad ahora era hambre, la consciencia de un peligro miedo. Aunque fuesen mis enemigos, he llegado a echarlos de menos.
     Las primeras veces, al saber que existía, se limitaban a rezar, aterrados. Luego se volvieron contra sí mismos. Ahorcaban a unos, quemaban vivos a otros. Una vez, el día amaneció con tres cadáveres clavados en lanzas. Sí, yo necesitaba matarlos. Pero ellos también mataban a otras criaturas para vivir y yo, que llevaba viviendo más tiempo del que podrían siquiera soñar, nunca tuve que plantearme el mal que hacía a otros para existir. Ellos, por lo que vi, tampoco.
     Por suerte, el mundo era grande; bastaba con no quedarme mucho tiempo en el mismo sitio. Así aprendí sus idiomas. Sus leyes. Su fe. Sus males.
     El miedo a la muerte les impulsaba a matar. Lo que al principio atribuí al miedo a mí luego lo hacían a sus semejantes para robar su comida, sus hogares, sus recursos; el miedo a la muerte por no tener suficiente se convirtió en querer más y más; lo que llamaron codicia.
      Con el metal, las guerras crecieron. Con la pólvora, los cuerpos reventados cubrieron a cientos el suelo. Con las armas biológicas, ciudades enteras quedaban vacías de vida. Y yo, el demonio del mundo, condenado a las sombras, veía horrorizado lo que hacían mis presas con el mundo.
     Como ya he dicho, lo más escalofriante era que cuanto más progresaban, más bárbaros se volvían. A los cuatro mil años de existencia, sus líderes más poderosos se enzarzaban en competiciones de conquista y aniquilación. Cuando descubrieron el átomo crearon armas capaces de destruir no sólo a sí mismos, sino al planeta entero; a la vida misma. Sólo cien años después resucitaron a Dios como motivo para exterminarse. Cuando llegaron al espacio, diezmaron continentes en nombre del progreso. Cuando colonizaron otros mundos, volvieron las guerras en nombre de la libertad.
     En total, su reinado duró casi seis mil años. Un nuevo fanatismo por el retorno a los orígenes hizo estallar sus reactores y volar sus cohetes. Sus ciudades, muertos donde ellos eran lo único que respiraba, se convirtieron en mausoleos  de acero, titanio y carbono.
     Su agonía fue patética. El mundo estaba devastado; sin selvas, lagos potables ni grandes animales para comer. Primero lo que quedó de cada ciudad se dividió en facciones,  matándose por lo que quedó en cámaras selladas, luego reverenciadas con el tiempo. Cuando el alimento escaseó mataron hasta a los suyos, esperando a la noche mientras los demás dormían para degollarse. De más de siete mil millones de humanos, su población se redujo hasta la extinción.
     Me dejaron heredero de un desierto en el que, como después del meteorito, la vida debía reiniciarse. Me tocaba volver a esperar o el hambre. Esa vez ni siquiera tuve el privilegio del mar; demasiado lejos bajo un sol de justicia. Allí, en las ruinas de unas de sus maravillosas ciudades, dormí. ¿Por cuánto? Millones de eones. El tiempo no volvería a importarme hasta mucho después.
     Desperté al amparo de una nueva civilización, irónicamente un salto atrás en la historia. De nuevo, los artrópodos dominaban el mundo.
     El planeta nunca se recuperó por completo del azote del hombre. Sólo los más duros lograron prosperar. Las fotosintéticas ya no pasaban de arbustos tubulares y crasos, resistentes a las sequías. Los vertebrados habían quedado relegados a alimañas ciegas en profundas grietas. En aquel tiempo, los descendientes de las Blattodea, las cucarachas, eran la especie más avanzada de la tierra.
     El clima volvía a ser tropical, y más húmedo. Los insectos habían crecido en tamaño e intelecto, organizados en clanes que habitaban en madrigueras subterráneas. Excavaban la roca con herramientas, consolidaban sus túneles con cemento y criaban a sus ninfas en amplias cámaras. Aunque en general no resultaban tan destructivas como los humanos, sí eran más inclementes con el resto de criaturas. Aunque habían ganado en inteligencia, sus mentes seguían siendo primarias, centradas en sobrevivir. No les importaba alimentarse de un campo de fotosintéticas entero hasta no dejar ni una semilla si llenaban así sus abdómenes; ellos mismos eran canibalizados sin piedad cuando estaban demasiado débiles para moverse. Un mundo implacable, más adecuado para mí. Aunque, debo decirlo, las desprecio porque nunca llegaron a desarrollar un lenguaje.
      Tras lo que debieron ser tres millones de años (en los que una glaciación casi las aniquiló) de relativa paz, una amenaza volvió a caer del espacio. Pero, esta vez, no era una ciega fuerza destructiva.
     Vehículos espaciales plateados, de forma ovalada, llegaron como langostas, ocupando los continentes. Sus ocupantes, humanoides altos de piel plateada y grandes cabezas con uniformes y respiradores, venían para quedarse. Ante ellos, una lucha tan desigual que se hizo entretenida.
     Ellos tenían tecnología y ciencia. Mi raza adoptiva, el número y el desconocimiento del miedo. Organizados, los recién llegados podían barrer doce colonias enteras en un día, liquidando a más de un millón de habitantes. Pero los artrópodos eran superiores en número, haciéndose fácil para ellos asaltar a partidas dispersas o a convoyes, aislando a las fuerzas principales para diezmarlas después. Además, eran lo bastante inteligentes para aprender a usar las pistolas alienígenas, que desechaban al principio por no ser comestibles.
     En cuanto a los extranjeros de las estrellas, sólo ocupé una vez a uno de ellos, un soldado herido dejado atrás en la huida por los suyos. Así aprendí de su planeta, fuera de nuestra galaxia; de su avanzada civilización, parecida a la humana antes de su muerte pero más cordial, y de sus intenciones. Se creían dioses, con derecho a la conquista del cosmos, al exterminio de toda vida en otros mundos para poder colonizarlos a su antojo.
     No fue una experiencia agradable. Aunque sobreviví en él, mi forma de percibir el mundo, de moverme con su cuerpo, de mantenerme en su interior, estaba desajustada. Por primera vez sentí que era yo, y no mi huésped, quien había enfermado. Deduje que algo en su fisiología, en su sistema inmunitario, me afectaba, por ser ajeno a mi planeta. Por eso lo dejé, prefiriendo quedarme con los organismos con que estaba familiarizado.
     Finalmente, los invasores desistieron. Se fueron con sus naves, no sin dejar atrás un último recuerdo de su visita: una toxina gaseosa con la que contaminaron el aire y las aguas, confiando quizás en volver luego con el trabajo hecho o, simplemente, como un castigo por recordarles que eran poderosos pero no omnipotentes.
     Pensé que ahora sí, mi mundo llegaba a su fin. Aunque las cucarachas, haciendo honor a su fama, sobrevivían con pocos miembros, la nube púrpura se llevó casi todo lo demás. Hasta el mar, convertido en sopa cáustica que hacía hervir mis células apenas me sumergía.
    Sopesé seriamente el enterrarme; los excavadores insectos podían despertarme prematuramente para seguir con su holocausto ya cantado. Aunque sé lo que era rezar nunca lo he hecho; no lo he necesitado. Me encomendé a la buena suerte y la oscuridad después de casi otros cuatro millones de años en la superficie.
     Una vez más, pasados los eones, desperté en un mundo revitalizado. El lecho oceánico se había purgado y había amasado los continentes, uniéndolos de nuevo en uno, en lo que debió ser un festival volcánico de terremotos del que yo, al menos, no me enteré.
     En el nuevo supercontinente, el desierto estéril quedaba reducido al interior, mientras nuevas selvas vírgenes de árboles altos y ríos potables formaban un anillo verde en línea con el mar.
     Allí, precisamente, encontré a los nuevos amos del mundo, los supervivientes desterrados de los abismos. Grotescos anfibios con aletas de foca, crustáceos que planeaban en el aire y cefalópodos que maquinaban y conjeturaban qué hacer con lo que caía en sus múltiples brazos con ventosas.
     No perdí tiempo en unirme a ellos. De nuevo, pude ver una civilización nacer. Y, debo decirlo con felicidad, fue la más larga y próspera de todas.
     ¿Y por qué cuento ahora esta historia? Porque después de todo este tiempo, de tantas civilizaciones, tantas extinciones y tantísimas muertes, por fin, he entendido el motivo de mi existencia. Por qué no puedo morir, por qué debo mantenerme consciente.
     Yo no soy un monstruo. Soy un albacea. El albacea de la vida, de su historia en este planeta. Cuando todo acabe, si algo queda, seré yo, con el conocimiento que me lleve conmigo. Claro que, si algo he aprendido, es que nada es eterno. Yo tampoco debo serlo. Desde luego, este planeta no lo es.
     ¿Que qué vendrá ahora? Lo ignoro. Hace tiempo que los mares se secaron. Hace tiempo que las fotosintéticas ardieron. Hace tiempo que el sol rojo ocupa todo el cielo. No he visto vida desde hace mucho y, la verdad, no estoy seguro de volverla a ver.

     Por eso, antes de que mi actual carcasa cefalópoda termine de descomponerse, creo que me iré a dormir.

1 comentario:

  1. Genial! Otra historia que me deja toda la mañana pensando...

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