lunes, 14 de marzo de 2016

UNA POSIBILIDAD ÍNFIMA

     El fantasma había vuelto a golpear las tiendas de la calle Hernán Cortes. Y, para Luismi Navas, era una maravilla; porque si no, no estaría haciendo su trabajo, seguramente el más fácil de su vida.
     Luismi bostezó y se repantigó en su silla plegable traída para la ocasión; no había asientos disponibles en el local y, como esperaba, la cosa era muy aburrida. Vio la hora en su teléfono; ya eran las tres y diez. Se quitó el auricular de la oreja derecha y bajó la radio; convenía reservar sus pilas un poco más. Decidió, a los pocos minutos de duda, que le sentaría bien una pequeña siesta; así estaría despejado y fresco si aquel cabrón se presentaba. Al carajo sus compañeros, podían hablar de él todo lo mal que quisieran. ¿Tan terrible era descansar un poco? Además, ni siquiera le habían dejado el arma…
     Luismi rechinó los dientes. ¿Para qué una pistola? Con la porra y el spray, este último un accesorio personal, le sobraba. Por lo visto, su enemigo no podía ser más grande que un niño.
     La ola de robos en el barrio empezó la semana anterior. Primero fue una peluquería, luego un bar, después una joyería. El ladrón, aunque sofisticado y muy meticuloso (no había roto de momento nada imprescindible) no parecía especialmente ambicioso; las vitrinas estaban intactas, las cajas fuertes sin tocar. Se limitaba a vaciar la registradora (casualmente) el día antes de que el dueño o empleado designado fuese a ingresar el grueso de las ganancias; la cuarentona de pelo encalado los lunes, el hostelero calvo los miércoles y el canoso con gafas los martes. Podía deducirse que era alguien de la zona, que conocía los locales y los hábitos de dueños y empleados.
    ¿Por qué se decía, entonces, que era un fantasma? Porque su modus operandi se pasaba de misterioso. Nada de butrones, alunizajes ni demoliciones con mazos; las ventanas y rejas no tenían arañazos nuevos y las puertas seguían tan cerradas como las dejaron. En realidad, ni la policía ni los peritos de los seguros habían podido establecer cómo se coló. Todos los locales tenían escondrijos o aperturas susceptibles (un respiradero en la peluquería, un ventanuco en el bar y la joyería) pero quedaban sellados por las persianas metálicas, estaban a casi dos metros del suelo y no superaban los diez centímetros por cinco, lo que (sospechaba Luismi) era menos que el diámetro de su culo cuando tenía hemorroides.
     La trayectoria había sido lo bastante vertical para que el dueño de los ultramarinos del barrio, un viejo Tío Gilito uruguayo, telefonease a la empresa de seguridad con sus peticiones de contratación.
     Luismi decidió pasearse un poco por el local, así comprobaría que todo seguía en orden y, qué demonios, para eso le pagaban. Encendió su linterna, descolgó la porra y la usó para rascarse el gemelo izquierdo. Delante suyo estaba la caja registradora, bloqueada como las cuentas de un ministro. A su derecha, la puerta principal, cerrada hasta la mañana siguiente. Pensaba que le habían elegido por no ser claustrofóbico. Las únicas ventanas estaban allí, tapadas con acero, y no había otro hueco que conectase con el exterior. Y a su izquierda quedaban las filas de estanterías cargadas de mercancía, con los congelados al fondo a la derecha, la fruta con su balanza en el centro y el mostrador de la carnicería a la izquierda, frente a la puerta del almacén.
     La otra posibilidad barajada era que el ladrón ya estuviese dentro antes del robo. Se escondería en algún rincón, pasaría allí la noche después del robo y se largaría por la mañana sin ser visto. Luismi tuvo la precaución de registrar la tienda después de cerrar: la despensa y el congelador estaban vacíos y no creía que hubiese nadie lo bastante delgado para meterse bajo las estanterías sin quedar con los pies fuera. Así que, de momento, el misterio seguía sin respuesta.
     Media hora después volvió a la silla, con los ojos cerrados y la radio en la oreja. No iba a dormirse; no era tan inútil. Sólo quería descansar…
     Hubo un golpe a su izquierda. Abrió los ojos. Una lata de conservas rodó por el suelo hasta detenerse. Luismi se incorporó; no pensaba que se hubiese colado alguien, sólo quería descartar sustos.
     Otro bote cayó, y otro y otro; al cuarto parecía que hubiese caído una hilera entera. La estantería estaba al fondo, la primera por la izquierda. Aunque rozaba su porra con los dedos, acabó cruzándose de brazos. El dueño querría saber qué había pasado y por qué lo había dejado así, pero su trabajo no era de reponedor.
     Ya lo había olvidado cuando dobló el cuello, aguzando el oído. Acababa de oír algo más, que le erizó la nuca.
     Se desplazó deprisa desde detrás de la estantería siniestrada a la derecha, la pared que llevaba a la caja registradora. Ahora había parado, tras la estantería de las galletas. Eran chasquidos duros y secos, a muy bajo volumen y mucha velocidad. El sonido de muchas uñas contra las losas; suficiente para convencerle de que era grande y con varias patas.
     Luismi inició el acercamiento, con la porra levantada y la vista en el suelo. Dio dos pasos muy separados en el tiempo, esperando que volviese a moverse. La imagen cómica mental que se hizo del ladrón durante la duermevela, un niño contorsionista de unos diez años que trepaba al techo usando ventosas, se esfumó.
     Se apoyó en el mostrador, cubriéndose la espalda hasta llegar a la pared. Volvió a oírlo, ahora en forma de un chirrido lento. Se arrastraba (una manera poco eficaz de pasar desapercibido).
      Sin embargo, cuando al vigilante se le acabó el camino, no vio nada. Debía haberse metido bajo la estantería.
     Un animal, sólo puede ser eso…
     Se acordó de una película donde un mono entrenado cometía robos planificados por su dueño. Quizá, con la crisis, a alguien se le hubiese ocurrido que era un buen modo de hacer caja extra con robos de poca monta. Con el bicho y tiempo para enseñarle…
     El haz de la linterna recorrió el fondo del pasillo hasta cuatro veces, antes de que Luismi, nervioso, decidiese ponerse de rodillas. Ya en el suelo, viendo la línea de baldosas grises llena de polvo y pelusa más cercana, comprobó que no podría ver desde allí el que le interesaba. Tendría que ir hasta ahí y pegar la cara al suelo para mirar, una idea que le hizo torcer la boca. Por lo menos, seguía quieto.
     Dio dos pasos hacia allí.
     —Me cago en…
     Un jaleo (varias cosas pesadas cayendo) sacudió el extremo opuesto de la tienda; una pila de detergentes, lejía y otros productos de limpieza. Mientras se volvía para evaluar el desplome, tomando aire, el sonido de uñas arañando el suelo volvió; no le calmó en absoluto que desde el nuevo desplome.
     Una sombra alargada fue a toda prisa hasta la carnicería. Luismi pensó en una rata, del tamaño de un gato. Apenas pudo rozarla con la linterna antes de que se metiese tras el mostrador.
     Tragó saliva. No había podido verlo claro, pero estaba seguro de que no era una rata; ni siquiera se le ocurría ningún animal así. Cuerpo largo y demasiado grueso para una serpiente, con muchas patas que no veía, porque debían ser minúsculas.
     Levantó la porra y se puso en marcha con los músculos tensos. Estaba tan concentrado que dio un respingo con el primer golpe.
     Venía del suelo, detrás del mostrador de la carne. Frunció el ceño; aunque fuese imposible, parecía que alguien la hubiese tomado a patadas con las chapas de abajo. Cada impacto vibraba como un gong, repitiéndose a los pocos segundos.
     Luismi cambió la porra por el bote de spray, sin confiar mucho en vérselas con eso a golpes. Llegó hasta el cristal y se puso a bordearlo andando de lado, sin levantar los ojos del suelo.
     —¡Ay! —Luismi gruñó, sujetándose el tobillo izquierdo mientras daba saltos cortos con su otra pierna, intentando mitigar el dolor.
     Algo pesado le había dado en el talón, llenándolo de un dolor punzante. La linterna  cayó y rodó hasta el montón de cajas de detergente y botellas de lejía.
     Luismi lo maldijo con los dientes apretados.
      ¿Quién, cómo?
      Cuando fue capaz de volver a mirar abajo, vio una lata rodar a sus pies.
     —¡Agh… ¡
    Otro golpe le traspasó la base del cráneo, apagando las luces de su cabeza durante unos segundos. Con la vista nublada, Luismi se arrodilló sobre la pierna derecha, frotándose la nuca con la mano izquierda. Parecía una pedrada…
     Sacudió el cuello, intentando reactivar el cerebro. El traqueteo se le acercaba por detrás, a toda prisa.
     Se levantó, impulsivamente. Al momento siguiente sintió una presión, poderosa pero frágil (ni eran pinzas de metal ni garras carnívoras) agarrar su tobillo derecho. Pequeños dientes sin filo mordieron su otra pierna, haciéndole chillar. Luismi sintió después una fuerza rígida rodearle la pierna, doblándose sobre sí misma para ejercer presión hacia delante, hasta que perdió el equilibrio.
     Cayó de cara, desviándose en el último momento para no abrirse la cabeza contra el canto del mostrador. El dolor trepó por sus brazos, amortiguadores del grueso de la caída, abortando su primer intento por levantarse. Al volver a apoyarlos otra cosa le paró.
     Recibió un golpe duro sobre los riñones, con un garrote o algo parecido. Al intentar moverse otra vez recibió otro golpe, acompañado de un mordisco en la espalda.
     —¡Para, joder… ¡
     El chasquido de uñas le asaltó por delante; el segundo atacante, actuando como distracción, se unía a la tarea de vapulearle. Luismi levantó la cabeza, quería verlo…
     Boquiabierto, sólo distinguió un racimo de patas largas y finas, como de araña, antes de que otro golpe por la espalda le doblase la nuca. Ahora sentía un caldo pastoso y frío bajarle por la sien, lo que le hizo pensar que le había abierto la cabeza.
     La batería de golpes continuaba sin parar, en su espalda, riñones, hombros, piernas. Intentaban postrarle, someterle a base de dolor o dejarle sin sentido. Al darse cuenta Luismi, demasiado dolorido hasta para chillar, llenó sus pulmones y giró sobre su hombro derecho. Sobre él los animales dudaron, cayendo al suelo. Pero habían ganado.
    Mirando a las luces apagadas del techo, Luismi inhaló por fin. Era un instante de paz: no iba a reaccionar lo bastante deprisa para protegerse; lo supo al sentir los pequeños dientes hundirse en su costado mientras los largos cuellos reptaban sobre…
     Luismi frunció el ceño. Desde la distancia, la linterna arrojaba suficiente luz para apreciar al primero de ellos, apoyado sobre su pecho a la espera del segundo. Aunque la propia sombra que arrojaba sobre su cara le cegaba, reconoció que la parte larga del cuerpo no era un cuello. Y lo que le hincaban al moverse no eran dientes.
     De hecho, aunque fuese imposible, parecía…
     El sonido de una lata rodando se acercó a su oreja izquierda. Luismi dobló todo lo que pudo el cuello, arrepintiéndose al encontrar el bote de spray.
     La boquilla silbó.
     —¡Aaayyyyy!
     Se cubrió los ojos con las manos, olvidándose de luchar, mientras los golpes sobre su pecho se reanudaban.

     —¿Sabe lo de los robos que han pasado aquí últimamente?
     —Sí, algo he oído.
     —Bien. -El agente, uno de los primeros en llegar al escenario, miró de soslayo al interior del comercio.
     —La víctima es vigilante privado, de la S.G. Fue contratado para pasar la noche dentro, vigilando el establecimiento… —al narrador no se les escapó que, mientras hablaba, su oyente enarcaba una ceja—. Parece que el dueño quería seguridad extra. —Se encogió de hombros—. Total, para lo que ha servido.
     —¿Sigue aquí?
     El agente asintió, señalando sobre su hombro a la calzada, junto a una ambulancia.
     —Ahí, inspector.
     Landa, recién llegado y sabiendo que no le llamarían por un simple robo, se acercó al vehículo. El dueño del local, Eugenio Zafra, había telefoneado a las ocho y cuarto, hacía diez minutos, para informar de la situación. La patrulla local que se presentó, sencillamente, no imaginaba qué les esperaba.
     Landa se acercó a la camilla sobre la que reposaba Luismi Navas, la víctima. Tenía la cara roja e hinchada, producto combinado de varios golpes y del spray irritante, y el cuerpo cubierto de moratones. Una masa granate y coagulada le apelmazaba el pelo, descartando la paliza autoinfligida. Cosa que, desde luego, no explicaba las dos incógnitas restantes: ¿Quién lo hizo? El atacante había reventado la caja registradora, vaciándola de efectivo ¿Y cómo había salido? El dueño no vio a nadie más al llegar, ni el registro posterior había revelado rastros de una segunda presencia.
     —¿Está consciente? —Landa miró a una paramédica morena que sujetaba sobre el desgraciado una máscara de oxígeno.
     —Sí, pero no le servirá de nada —contestó—. Le hemos sedado por el dolor; aún no se ha dormido pero le afecta. Y mírele…
     En aquel momento el hombre gimió, entreabriendo los ojos. Al ver la placa colgada del cuello de Landa hizo ademán de incorporarse. Landa se inclinó para escucharle. Luismi le sujetó el brazo.
     —¿Pudo ver a quién lo hizo? —Luismi asintió, provocando un destello de satisfacción en la cara del detective—. ¿Cómo era?
     —Brazos…
      Fue lo único que dijo antes de sucumbir al fármaco. Sus responsables levantaron la camilla para meterlo en la ambulancia.
     —Todo por ahora, agente —sentenció la misma mujer—. A lo mejor más tarde.
     Se llevaron al único testigo con las luces amarillas girando. Landa fue al interior del local.
     —¿Qué tenemos? —preguntó, mirando de refilón la caja registradora sobre el mostrador. Estaba abierta, y más reluciente que el rellano de su apartamento. Si pillaba al responsable, debería contratarle para hacerle la limpieza.
     —A simple vista, parece que hubo dos puntos de lucha. —Un agente señaló los dos extremos opuestos, donde la mercancía se amontonaba sobre el suelo—. El atacante debió derribarle y, ya en el suelo, usar su porra y el spray para reducirle. Lo curioso es que sólo se ha caído lo que había en los estantes inferiores…
      —Y desde luego que hubo ensañamiento. —Fue delante del mostrador de la carne—. ¿Alguna idea de cómo le redujo?
     A sus pies estaba el spray de autodefensa volcado, junto a una lata de albóndigas reventada.
     —Por la distancia a su sitio, parece que le lanzaron esto y le dieron.
     —Bien. —Landa se cruzó de brazos—. Supongo que  ni idea de cuántos fueron.
     —No —asintió el agente—. Digo, sí.
     —Bueno. —Se agachó, abriendo un par de bolsas de pruebas—. Veamos qué dicen en dactiloscopia.

     —Señor, hemos identificado las huellas.
     —Vaya —Landa echó un vistazo a su reloj—. En menos de dos horas. Habrá que felicitar a alguien.
     Landa levantó la vista de la pantalla de su ordenador, mirando ansiosamente al subinspector Pérez, que se acercaba a su mesa con una hoja de papel en la mano.
     Una suerte, desde luego. Todo era rematadamente raro. Para empezar, no había ninguna señal de entrada o salida del atacante que no fuese la puerta principal, por más que el señor Zafra jurase no haber visto a nadie salir hasta que llegaron. Segundo, el bote y la lata estaban llenos de huellas, que coincidían con las que sacaron de la caja, ya descartadas las del propietario y su única empleada. Un robo tan chapucero que era brillante; de no mediar la grave agresión seguramente el estaría abierto hasta que todos se jubilaran.
     —Bien. –Se apartó, arrastrando su silla—. Y el afortunado es…
     —Miguel Candela García, veinticuatro años. Coinciden casi en un cien por cien.
     —Umh. Muy joven. —Landa agitó los labios. Algo en cómo lo dijo Pérez no le gustó—. ¿Tiene antecedentes?
     —No. —Negó con la cabeza—. Curioso, hace tres años robaron en un apartamento de sus padres en la playa. Cogimos sus huellas para compararlo. Y ahí se quedaron.
     —Una suerte para nosotros —dijo, sonriendo con sorna—. ¿Y la residencia del chico es…?
     —Un bajo de la calle Magallanes.
     Magallanes. El nombre le sonaba. Un minuto después, Landa lo asoció: era paralela a Hernán Cortes, a cinco minutos andando deprisa. Más claro que un político mintiendo.
     Landa se levantó.
     —Creo que voy a hacerle una visita.
     -Señor… —Pérez se interpuso en su camino, dejando la hoja sobre la mesa—. Creo que no es adecuado.
     Landa entreabrió la boca.
     —¿Y eso? Dices que las huellas coinciden.
     —-He revisado si había algo sobre él. Vive con una tía viuda. —Le dio el nombre y el número—. La casa es de ella.
     —¿Y eso? —Landa arrugó la frente—. Has dicho que tenía padres…
     —Sufrieron una accidente de coche hará año y medio. Ellos murieron. —Pérez apartó la vista de su superior—. A él, parece que le quedan algunas secuelas.
     —¿Dice algo de lo que has visto que no pueda hacer vida normal?
     —No, eso no, pero…
     —En ese caso, respóndeme. —Landa suspiró—. ¿Sabes cuál es la posibilidad de que dos personas distintas tengan las mismas huellas?
     Pérez negó con la cabeza.
     —Muy pequeña. De millones.
     —De billones, más bien. Creo, no me acuerdo dónde lo leí, que de una contra sesenta y cuatro billones. Y, que yo sepa, la población mundial ahora es de… ¿siete mil millones, más o menos?
     Pérez silbó.
     —Vaya.
     —Imagínate ahora que, además, esas dos personas vivan al mismo tiempo y en la misma población. ¿Te parece  que es lo bastante pequeña para no comprobarlo?
     Pérez no necesitó responder para decir que se había hecho a la idea. Ni fue capaz, mientras Landa se iba, de decir por qué consideraba imposible que Miguel Candela fuese el culpable.

     La vivienda, el número 21, era una casa de una sola planta y aspecto avejentado, con las paredes blancas cubiertas de grietas, una persiana enrollable sobre la puerta y rodeada por un burdo jardín de tierra lleno de piedras y hierbajos con una higuera en su rincón derecho.
     Landa, que había aparcado a dos calles de distancia, llamó a la puerta con el puño. A los dos minutos, cuando iba a volver a llamar, la puerta se abrió. Una mujer de unos sesenta años, con un moño negro blanqueado por las canas y un delantal, salió a recibirle.
     —¿La señora Adelina García? —La mujer asintió—. Soy el inspector Landa, de la policía…
     —¿Policía? —Adelina, mirándole con temor, se llevó las manos al pecho—. ¿Pasa algo?
     —Verá, querría ver a su sobrino… —Al verla empalidecer, Landa decidió cambiar de tono—. Es sobre los robos… —Señaló con el pulgar sobre su hombro—. Creemos que puede haber visto algo sobre un caso que estamos investigando.
     —¡Ah, menos mal! —Adelina volvió a entrar, indicándole que la siguiese—. A Miguel le encanta hacer deporte; suele salir por las mañanas a correr. Nunca me ha dicho que viese nada, pero…
     —¿Está él ahora? —preguntó el policía, interesado.
     —Sí. Venga.
     Cruzaron la casa, tan vetusta y oscura como uno esperaría de un hogar anciano habitado por una anciana, aunque este fuese compartido con un joven. Pasado el salón, donde un viejo gato blando le siguió con la mirada desde un sofá, y un patio interior, la mujer llamó a una puerta.
     —Miguel. —La abrió lo bastante para asomarse—. Ha venido un policía a preguntarte algo.
    —Que pase.
     A Landa no le dio buena espina; aunque la voz del chico todavía era suave, como la de un adolescente, la sequedad con que sonó le impactó. Adelina se apartó, abriendo la puerta con la mano derecha.
     —Buenos días, Miguel —saludó mientras pasaba—. Soy…
     La habitación suponía un soplo de modernidad; una cama, un armario y una mesita modernos. Sobre esa última, delante de la única ventana del cuarto, un portátil. El chico bajó la pantalla y se volvió para encararle.
     Landa pensó, por el tono ceniciento de su piel, en otro tiempo debió ser muy moreno, habiendo empalidecido porque no pasaba mucho tiempo fuera. ¿Desde cuándo? No le costó imaginarlo.
      Mediría en torno a metro sesenta y era delgado y atlético, con el pelo compuesto de mechones oscuros que formaban una corona en torno a su cabeza y unas cuantas pecas sobre su pequeña nariz (destacando entre los ojos cerrados y la fina sonrisa con que le recibió). Una fina cicatriz la cruzaba en diagonal desde la frente hasta debajo del ojo derecho, dándole la apariencia de un muñeco de porcelana roto. Así, se veía en buena forma y conservaba bastante atractivo para que  Landa no creyese que el luto bastase para recluirle.
     —Me llamo Adrián Landa. Soy inspector de la policía. Querría preguntarte sobre…
     Landa iba a tenderle la mano derecha cuando comprobó que Miguel ya le había ofrecido la izquierda. Un gesto que, sin entender por qué, le sorprendió. No le tenía miedo a los zurdos…
     Se la estrechó despacio, con la fuerza perdida, dando gracias de que el chico hubiese cerrado los ojos. No quería que viese qué cara se le había quedado: los ojos abiertos, la boca entreabierta, al entender… Ahora comprendía las dudas de Pérez. Era imposible que él fuese el ladrón que había dado la paliza al vigilante.
     —¿Quiere sentarse? —Miguel ya había abierto los ojos, señalaba a su cama.
     —Sí, gracias. —Landa no podía dejar de mirarlo, apartando la mirada a cada segundo para disimular.
     —Para empezar, estás al tanto de los robos, ¿verdad?
     —Sí, claro.
     Vestía pantalón corto de pijama y una camiseta de manga larga azul.
     —Verás, tu tía me dice que te gusta salir a correr por las mañanas… No sé si sabrás…
     Sus ojos parecían enamorados del brazo derecho de la camiseta, arrancado a la altura del hombro, seguramente por comodidad: aquel brazo de tela no tenía nada que cubrir.

     —Bueno, eso es todo. Muchas gracias.
     —De nada, señor. Espero haberle ayudado.
     Desde luego, pensó Landa. Iban a tener entretenimiento para tres meses, por lo menos.
     Mientras la anciana volvía a su casa, Landa volvía a su coche. Era increíble, pero la mínima posibilidad que había negado a Pérez se había cumplido. La forma que tiene el cosmos de darte una patada en el culo.
     Al llegar a la acera, unos crujidos tras él le llamaron la atención. Se volvió, viendo la hierba agitarse hacia el lateral izquierdo de la casa.
     Otro gato, quizás. Por desgracia, no el que necesitaba encontrar.

     Cuando estuvo seguro de que el policía se había ido, y de que oía a tía Adelina en la cocina, Miguel abrió su ventana. Su secreto debía seguir siendo exclusivamente suyo, al margen de lo que quedaba de su familia.
     Sonrió. Las ganancias (se sentía orgulloso de poder contribuir) llevaban a salvo desde hacía ya un buen rato. Ahora le tocaba volver a sentirse entero.
     Se encaramó a su regazo, reuniéndose entusiasmado con su hermano.
     —Ya está. Volvemos a estar juntos.
     Empezaron a acariciarse, provocándole una sonrisa. Luego se subió la manga izquierda hasta el hombro, dejando a la vista el vendaje; las tres vueltas de gasa apretada que le mantenían a salvo, cegando a entrometidos como aquel poli con la venda de la lástima.

     Curioso. Sus padres solían decir que estaba hecho de buena pasta. Y era verdad: ni dos mil kilos de metal dando vueltas de campana habían podido deshacerlo. Simplemente, le permitió conocer un nuevo concepto de libertad.

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