UNA POSIBILIDAD ÍNFIMA
El fantasma había vuelto a golpear las tiendas de la calle Hernán Cortes. Y, para Luismi Navas, era una maravilla;
porque si no, no estaría haciendo su trabajo, seguramente el más fácil de su
vida.
Luismi bostezó y se repantigó en su silla
plegable traída para la ocasión; no había asientos disponibles en el local y,
como esperaba, la cosa era muy aburrida. Vio la hora en su teléfono; ya eran
las tres y diez. Se quitó el auricular de la oreja derecha y bajó la radio;
convenía reservar sus pilas un poco más. Decidió, a los pocos minutos de duda,
que le sentaría bien una pequeña siesta; así estaría despejado y fresco si
aquel cabrón se presentaba. Al carajo sus compañeros, podían hablar de él todo
lo mal que quisieran. ¿Tan terrible era descansar un poco? Además, ni siquiera
le habían dejado el arma…
Luismi rechinó los dientes. ¿Para qué una
pistola? Con la porra y el spray, este último un accesorio personal, le
sobraba. Por lo visto, su enemigo no podía ser más grande que un niño.
La ola de robos en el barrio empezó la
semana anterior. Primero fue una peluquería, luego un bar, después una joyería.
El ladrón, aunque sofisticado y muy meticuloso (no había roto de momento nada
imprescindible) no parecía especialmente ambicioso; las vitrinas estaban
intactas, las cajas fuertes sin tocar. Se limitaba a vaciar la registradora
(casualmente) el día antes de que el dueño o empleado designado fuese a
ingresar el grueso de las ganancias; la cuarentona de pelo encalado los lunes,
el hostelero calvo los miércoles y el canoso con gafas los martes. Podía
deducirse que era alguien de la zona, que conocía los locales y los hábitos de
dueños y empleados.
¿Por qué se decía, entonces, que era un
fantasma? Porque su modus operandi se
pasaba de misterioso. Nada de butrones, alunizajes ni demoliciones con mazos;
las ventanas y rejas no tenían arañazos nuevos y las puertas seguían tan
cerradas como las dejaron. En realidad, ni la policía ni los peritos de los
seguros habían podido establecer cómo se coló. Todos los locales tenían
escondrijos o aperturas susceptibles (un respiradero en la peluquería, un
ventanuco en el bar y la joyería) pero quedaban sellados por las persianas
metálicas, estaban a casi dos metros del suelo y no superaban los diez
centímetros por cinco, lo que (sospechaba Luismi) era menos que el diámetro de
su culo cuando tenía hemorroides.
La trayectoria había sido lo bastante
vertical para que el dueño de los ultramarinos del barrio, un viejo Tío Gilito
uruguayo, telefonease a la empresa de seguridad con sus peticiones de
contratación.
Luismi decidió pasearse un poco por el
local, así comprobaría que todo seguía en orden y, qué demonios, para eso le
pagaban. Encendió su linterna, descolgó la porra y la usó para rascarse el
gemelo izquierdo. Delante suyo estaba la caja registradora, bloqueada como las
cuentas de un ministro. A su derecha, la puerta principal, cerrada hasta la
mañana siguiente. Pensaba que le habían elegido por no ser claustrofóbico. Las
únicas ventanas estaban allí, tapadas con acero, y no había otro hueco que conectase
con el exterior. Y a su izquierda quedaban las filas de estanterías cargadas de
mercancía, con los congelados al fondo a la derecha, la fruta con su balanza en
el centro y el mostrador de la carnicería a la izquierda, frente a la puerta
del almacén.
La otra posibilidad barajada era que el
ladrón ya estuviese dentro antes del robo. Se escondería en algún rincón, pasaría
allí la noche después del robo y se largaría por la mañana sin ser visto.
Luismi tuvo la precaución de registrar la tienda después de cerrar: la despensa
y el congelador estaban vacíos y no creía que hubiese nadie lo bastante delgado
para meterse bajo las estanterías sin quedar con los pies fuera. Así que, de
momento, el misterio seguía sin respuesta.
Media hora después volvió a la silla, con
los ojos cerrados y la radio en la oreja. No iba a dormirse; no era tan inútil.
Sólo quería descansar…
Hubo un golpe a su izquierda. Abrió los
ojos. Una lata de conservas rodó por el suelo hasta detenerse. Luismi se
incorporó; no pensaba que se hubiese colado alguien, sólo quería descartar
sustos.
Otro bote cayó, y otro y otro; al cuarto
parecía que hubiese caído una hilera entera. La estantería estaba al fondo, la
primera por la izquierda. Aunque rozaba su porra con los dedos, acabó
cruzándose de brazos. El dueño querría saber qué había pasado y por qué lo
había dejado así, pero su trabajo no era de reponedor.
Ya lo había olvidado cuando dobló el
cuello, aguzando el oído. Acababa de oír algo más, que le erizó la nuca.
Se desplazó deprisa desde detrás de la
estantería siniestrada a la derecha, la pared que llevaba a la caja
registradora. Ahora había parado, tras la estantería de las galletas. Eran
chasquidos duros y secos, a muy bajo volumen y mucha velocidad. El sonido de
muchas uñas contra las losas; suficiente para convencerle de que era grande y con
varias patas.
Luismi inició el acercamiento, con la
porra levantada y la vista en el suelo. Dio dos pasos muy separados en el
tiempo, esperando que volviese a moverse. La imagen cómica mental que se hizo
del ladrón durante la duermevela, un niño contorsionista de unos diez años que
trepaba al techo usando ventosas, se esfumó.
Se apoyó en el mostrador, cubriéndose la
espalda hasta llegar a la pared. Volvió a oírlo, ahora en forma de un chirrido
lento. Se arrastraba (una manera poco eficaz de pasar desapercibido).
Sin embargo, cuando al vigilante se le
acabó el camino, no vio nada. Debía haberse metido bajo la estantería.
Un
animal, sólo puede ser eso…
Se acordó de una película donde un mono
entrenado cometía robos planificados por su dueño. Quizá, con la crisis, a
alguien se le hubiese ocurrido que era un buen modo de hacer caja extra con
robos de poca monta. Con el bicho y tiempo para enseñarle…
El haz de la linterna recorrió el fondo
del pasillo hasta cuatro veces, antes de que Luismi, nervioso, decidiese
ponerse de rodillas. Ya en el suelo, viendo la línea de baldosas grises llena
de polvo y pelusa más cercana, comprobó que no podría ver desde allí el que le
interesaba. Tendría que ir hasta ahí y pegar la cara al suelo para mirar, una
idea que le hizo torcer la boca. Por lo menos, seguía quieto.
Dio dos pasos hacia allí.
—Me cago en…
Un jaleo (varias cosas pesadas cayendo)
sacudió el extremo opuesto de la tienda; una pila de detergentes, lejía y otros
productos de limpieza. Mientras se volvía para evaluar el desplome, tomando
aire, el sonido de uñas arañando el suelo volvió; no le calmó en absoluto que desde
el nuevo desplome.
Una sombra alargada fue a toda prisa hasta
la carnicería. Luismi pensó en una rata, del tamaño de un gato. Apenas pudo
rozarla con la linterna antes de que se metiese tras el mostrador.
Tragó saliva. No había podido verlo claro,
pero estaba seguro de que no era una rata; ni siquiera se le ocurría ningún
animal así. Cuerpo largo y demasiado grueso para una serpiente, con muchas
patas que no veía, porque debían ser minúsculas.
Levantó la porra y se puso en marcha con
los músculos tensos. Estaba tan concentrado que dio un respingo con el primer
golpe.
Venía del suelo, detrás del mostrador de
la carne. Frunció el ceño; aunque fuese imposible, parecía que alguien la
hubiese tomado a patadas con las chapas de abajo. Cada impacto vibraba como un
gong, repitiéndose a los pocos segundos.
Luismi cambió la porra por el bote de
spray, sin confiar mucho en vérselas con eso a golpes. Llegó hasta el cristal y
se puso a bordearlo andando de lado, sin levantar los ojos del suelo.
—¡Ay! —Luismi gruñó, sujetándose el
tobillo izquierdo mientras daba saltos cortos con su otra pierna, intentando
mitigar el dolor.
Algo pesado le había dado en el talón, llenándolo
de un dolor punzante. La linterna cayó y
rodó hasta el montón de cajas de detergente y botellas de lejía.
Luismi lo maldijo con los dientes
apretados.
¿Quién, cómo?
Cuando
fue capaz de volver a mirar abajo, vio una lata rodar a sus pies.
—¡Agh… ¡
Otro golpe le traspasó la base del cráneo,
apagando las luces de su cabeza durante unos segundos. Con la vista nublada,
Luismi se arrodilló sobre la pierna derecha, frotándose la nuca con la mano
izquierda. Parecía una pedrada…
Sacudió el cuello, intentando reactivar el
cerebro. El traqueteo se le acercaba por detrás, a toda prisa.
Se levantó, impulsivamente. Al momento siguiente
sintió una presión, poderosa pero frágil (ni eran pinzas de metal ni garras
carnívoras) agarrar su tobillo derecho. Pequeños dientes sin filo mordieron su
otra pierna, haciéndole chillar. Luismi sintió después una fuerza rígida
rodearle la pierna, doblándose sobre sí misma para ejercer presión hacia
delante, hasta que perdió el equilibrio.
Cayó de cara, desviándose en el último
momento para no abrirse la cabeza contra el canto del mostrador. El dolor trepó
por sus brazos, amortiguadores del grueso de la caída, abortando su primer
intento por levantarse. Al volver a apoyarlos otra cosa le paró.
Recibió un golpe duro sobre los riñones,
con un garrote o algo parecido. Al intentar moverse otra vez recibió otro golpe,
acompañado de un mordisco en la espalda.
—¡Para, joder… ¡
El chasquido de uñas le asaltó por
delante; el segundo atacante, actuando como distracción, se unía a la tarea de
vapulearle. Luismi levantó la cabeza, quería verlo…
Boquiabierto, sólo distinguió un racimo de
patas largas y finas, como de araña, antes de que otro golpe por la espalda le
doblase la nuca. Ahora sentía un caldo pastoso y frío bajarle por la sien, lo
que le hizo pensar que le había abierto la cabeza.
La batería de golpes continuaba sin parar,
en su espalda, riñones, hombros, piernas. Intentaban postrarle, someterle a
base de dolor o dejarle sin sentido. Al darse cuenta Luismi, demasiado dolorido
hasta para chillar, llenó sus pulmones y giró sobre su hombro derecho. Sobre él
los animales dudaron, cayendo al suelo. Pero habían ganado.
Mirando a las luces apagadas del techo,
Luismi inhaló por fin. Era un instante de paz: no iba a reaccionar lo bastante
deprisa para protegerse; lo supo al sentir los pequeños dientes hundirse en su
costado mientras los largos cuellos reptaban sobre…
Luismi frunció el ceño. Desde la
distancia, la linterna arrojaba suficiente luz para apreciar al primero de ellos,
apoyado sobre su pecho a la espera del segundo. Aunque la propia sombra que
arrojaba sobre su cara le cegaba, reconoció que la parte larga del cuerpo no
era un cuello. Y lo que le hincaban al moverse no eran dientes.
De hecho, aunque fuese imposible, parecía…
El sonido de una lata rodando se acercó a
su oreja izquierda. Luismi dobló todo lo que pudo el cuello, arrepintiéndose al
encontrar el bote de spray.
La boquilla silbó.
—¡Aaayyyyy!
Se cubrió los ojos con las manos,
olvidándose de luchar, mientras los golpes sobre su pecho se reanudaban.
—¿Sabe lo de los robos que han pasado aquí
últimamente?
—Sí, algo he oído.
—Bien. -El agente, uno de los primeros en
llegar al escenario, miró de soslayo al interior del comercio.
—La víctima es vigilante privado, de la
S.G. Fue contratado para pasar la noche dentro, vigilando el establecimiento… —al
narrador no se les escapó que, mientras hablaba, su oyente enarcaba una ceja—.
Parece que el dueño quería seguridad extra. —Se encogió de hombros—. Total,
para lo que ha servido.
—¿Sigue aquí?
El agente asintió, señalando sobre su
hombro a la calzada, junto a una ambulancia.
—Ahí, inspector.
Landa, recién llegado y sabiendo que no le
llamarían por un simple robo, se acercó al vehículo. El dueño del local,
Eugenio Zafra, había telefoneado a las ocho y cuarto, hacía diez minutos, para
informar de la situación. La patrulla local que se presentó, sencillamente, no
imaginaba qué les esperaba.
Landa se acercó a la camilla sobre la que
reposaba Luismi Navas, la víctima. Tenía la cara roja e hinchada, producto
combinado de varios golpes y del spray irritante, y el cuerpo cubierto de
moratones. Una masa granate y coagulada le apelmazaba el pelo, descartando la
paliza autoinfligida. Cosa que, desde luego, no explicaba las dos incógnitas
restantes: ¿Quién lo hizo? El atacante había reventado la caja registradora,
vaciándola de efectivo ¿Y cómo había salido? El dueño no vio a nadie más al
llegar, ni el registro posterior había revelado rastros de una segunda
presencia.
—¿Está consciente? —Landa miró a una
paramédica morena que sujetaba sobre el desgraciado una máscara de oxígeno.
—Sí, pero no le servirá de nada —contestó—.
Le hemos sedado por el dolor; aún no se ha dormido pero le afecta. Y mírele…
En aquel momento el hombre gimió,
entreabriendo los ojos. Al ver la placa colgada del cuello de Landa hizo ademán
de incorporarse. Landa se inclinó para escucharle. Luismi le sujetó el brazo.
—¿Pudo ver a quién lo hizo? —Luismi
asintió, provocando un destello de satisfacción en la cara del detective—.
¿Cómo era?
—Brazos…
Fue lo único que dijo antes de sucumbir
al fármaco. Sus responsables levantaron la camilla para meterlo en la
ambulancia.
—Todo por ahora, agente —sentenció la
misma mujer—. A lo mejor más tarde.
Se llevaron al único testigo con las luces
amarillas girando. Landa fue al interior del local.
—¿Qué tenemos? —preguntó, mirando de
refilón la caja registradora sobre el mostrador. Estaba abierta, y más
reluciente que el rellano de su apartamento. Si pillaba al responsable, debería
contratarle para hacerle la limpieza.
—A simple vista, parece que hubo dos
puntos de lucha. —Un agente señaló los dos extremos opuestos, donde la
mercancía se amontonaba sobre el suelo—. El atacante debió derribarle y, ya en
el suelo, usar su porra y el spray para reducirle. Lo curioso es que sólo se ha
caído lo que había en los estantes inferiores…
—Y desde luego que hubo ensañamiento. —Fue
delante del mostrador de la carne—. ¿Alguna idea de cómo le redujo?
A sus pies estaba el spray de autodefensa
volcado, junto a una lata de albóndigas reventada.
—Por la distancia a su sitio, parece que
le lanzaron esto y le dieron.
—Bien. —Landa se cruzó de brazos—. Supongo
que ni idea de cuántos fueron.
—No —asintió
el agente—. Digo, sí.
—Bueno. —Se agachó, abriendo un par de
bolsas de pruebas—. Veamos qué dicen en dactiloscopia.
—Señor, hemos identificado las huellas.
—Vaya —Landa echó un vistazo a su reloj—.
En menos de dos horas. Habrá que felicitar a alguien.
Landa levantó la vista de la pantalla de
su ordenador, mirando ansiosamente al subinspector Pérez, que se acercaba a su
mesa con una hoja de papel en la mano.
Una suerte, desde luego. Todo era
rematadamente raro. Para empezar, no había ninguna señal de entrada o salida
del atacante que no fuese la puerta principal, por más que el señor Zafra
jurase no haber visto a nadie salir hasta que llegaron. Segundo, el bote y la
lata estaban llenos de huellas, que coincidían con las que sacaron de la caja,
ya descartadas las del propietario y su única empleada. Un robo tan chapucero
que era brillante; de no mediar la grave agresión seguramente el estaría
abierto hasta que todos se jubilaran.
—Bien. –Se apartó, arrastrando su silla—.
Y el afortunado es…
—Miguel Candela García, veinticuatro años.
Coinciden casi en un cien por cien.
—Umh. Muy joven. —Landa agitó los labios.
Algo en cómo lo dijo Pérez no le gustó—. ¿Tiene antecedentes?
—No. —Negó con la cabeza—. Curioso, hace
tres años robaron en un apartamento de sus padres en la playa. Cogimos sus
huellas para compararlo. Y ahí se quedaron.
—Una suerte para nosotros —dijo, sonriendo
con sorna—. ¿Y la residencia del chico es…?
—Un bajo de la calle Magallanes.
Magallanes. El nombre le sonaba. Un minuto
después, Landa lo asoció: era paralela a Hernán Cortes, a cinco minutos andando
deprisa. Más claro que un político mintiendo.
Landa se levantó.
—Creo que voy a hacerle una visita.
-Señor… —Pérez se interpuso en su camino,
dejando la hoja sobre la mesa—. Creo que no es adecuado.
Landa entreabrió la boca.
—¿Y eso? Dices que las huellas coinciden.
—-He revisado si había algo sobre él. Vive
con una tía viuda. —Le dio el nombre y el número—. La casa es de ella.
—¿Y eso? —Landa arrugó la frente—. Has
dicho que tenía padres…
—Sufrieron una accidente de coche hará año
y medio. Ellos murieron. —Pérez apartó la vista de su superior—. A él, parece
que le quedan algunas secuelas.
—¿Dice algo de lo que has visto que no
pueda hacer vida normal?
—No, eso no, pero…
—En ese caso, respóndeme. —Landa suspiró—.
¿Sabes cuál es la posibilidad de que dos personas distintas tengan las mismas
huellas?
Pérez negó con la cabeza.
—Muy pequeña. De millones.
—De billones, más bien. Creo, no me
acuerdo dónde lo leí, que de una contra sesenta y cuatro billones. Y, que yo
sepa, la población mundial ahora es de… ¿siete mil millones, más o menos?
Pérez silbó.
—Vaya.
—Imagínate ahora que, además, esas dos
personas vivan al mismo tiempo y en la misma población. ¿Te parece que es lo bastante pequeña para no
comprobarlo?
Pérez no necesitó responder para decir que
se había hecho a la idea. Ni fue capaz, mientras Landa se iba, de decir por qué
consideraba imposible que Miguel Candela fuese el culpable.
La vivienda, el número 21, era una casa de
una sola planta y aspecto avejentado, con las paredes blancas cubiertas de
grietas, una persiana enrollable sobre la puerta y rodeada por un burdo jardín
de tierra lleno de piedras y hierbajos con una higuera en su rincón derecho.
Landa, que había aparcado a dos calles de
distancia, llamó a la puerta con el puño. A los dos minutos, cuando iba a
volver a llamar, la puerta se abrió. Una mujer de unos sesenta años, con un
moño negro blanqueado por las canas y un delantal, salió a recibirle.
—¿La señora Adelina García? —La mujer
asintió—. Soy el inspector Landa, de la policía…
—¿Policía? —Adelina, mirándole con temor,
se llevó las manos al pecho—. ¿Pasa algo?
—Verá, querría ver a su sobrino… —Al verla
empalidecer, Landa decidió cambiar de tono—. Es sobre los robos… —Señaló con el
pulgar sobre su hombro—. Creemos que puede haber visto algo sobre un caso que
estamos investigando.
—¡Ah, menos mal! —Adelina volvió a entrar,
indicándole que la siguiese—. A Miguel le encanta hacer deporte; suele salir
por las mañanas a correr. Nunca me ha dicho que viese nada, pero…
—¿Está él ahora? —preguntó el policía,
interesado.
—Sí. Venga.
Cruzaron la casa, tan vetusta y oscura
como uno esperaría de un hogar anciano habitado por una anciana, aunque este fuese
compartido con un joven. Pasado el salón, donde un viejo gato blando le siguió
con la mirada desde un sofá, y un patio interior, la mujer llamó a una puerta.
—Miguel. —La abrió lo bastante para
asomarse—. Ha venido un policía a preguntarte algo.
—Que pase.
A Landa no le dio buena espina; aunque la
voz del chico todavía era suave, como la de un adolescente, la sequedad con que
sonó le impactó. Adelina se apartó, abriendo la puerta con la mano derecha.
—Buenos días, Miguel —saludó mientras
pasaba—. Soy…
La habitación suponía un soplo de
modernidad; una cama, un armario y una mesita modernos. Sobre esa última,
delante de la única ventana del cuarto, un portátil. El chico bajó la pantalla
y se volvió para encararle.
Landa pensó, por el tono ceniciento de su
piel, en otro tiempo debió ser muy moreno, habiendo empalidecido porque no
pasaba mucho tiempo fuera. ¿Desde cuándo? No le costó imaginarlo.
Mediría en torno a metro sesenta y era delgado
y atlético, con el pelo compuesto de mechones oscuros que formaban una corona
en torno a su cabeza y unas cuantas pecas sobre su pequeña nariz (destacando
entre los ojos cerrados y la fina sonrisa con que le recibió). Una fina
cicatriz la cruzaba en diagonal desde la frente hasta debajo del ojo derecho,
dándole la apariencia de un muñeco de porcelana roto. Así, se veía en buena
forma y conservaba bastante atractivo para que
Landa no creyese que el luto bastase para recluirle.
—Me llamo Adrián Landa. Soy inspector de
la policía. Querría preguntarte sobre…
Landa iba a tenderle la mano derecha
cuando comprobó que Miguel ya le había ofrecido la izquierda. Un gesto que, sin
entender por qué, le sorprendió. No le tenía miedo a los zurdos…
Se la estrechó despacio, con la fuerza
perdida, dando gracias de que el chico hubiese cerrado los ojos. No quería que
viese qué cara se le había quedado: los ojos abiertos, la boca entreabierta, al
entender… Ahora comprendía las dudas de Pérez. Era imposible que él fuese el
ladrón que había dado la paliza al vigilante.
—¿Quiere sentarse? —Miguel ya había
abierto los ojos, señalaba a su cama.
—Sí, gracias. —Landa no podía dejar de
mirarlo, apartando la mirada a cada segundo para disimular.
—Para empezar, estás al tanto de los
robos, ¿verdad?
—Sí, claro.
Vestía pantalón corto de pijama y una
camiseta de manga larga azul.
—Verás, tu tía me dice que te gusta salir
a correr por las mañanas… No sé si sabrás…
Sus ojos parecían enamorados del brazo
derecho de la camiseta, arrancado a la altura del hombro, seguramente por
comodidad: aquel brazo de tela no tenía nada que cubrir.
—Bueno, eso es todo. Muchas gracias.
—De nada, señor. Espero haberle ayudado.
Desde
luego, pensó Landa. Iban a tener entretenimiento para tres meses, por lo
menos.
Mientras la anciana volvía a su casa,
Landa volvía a su coche. Era increíble, pero la mínima posibilidad que había
negado a Pérez se había cumplido. La forma que tiene el cosmos de darte una
patada en el culo.
Al llegar a la acera, unos crujidos tras
él le llamaron la atención. Se volvió, viendo la hierba agitarse hacia el
lateral izquierdo de la casa.
Otro gato, quizás. Por desgracia, no el
que necesitaba encontrar.
Cuando estuvo seguro de que el policía se
había ido, y de que oía a tía Adelina en la cocina, Miguel abrió su ventana. Su
secreto debía seguir siendo exclusivamente suyo, al margen de lo que quedaba de
su familia.
Sonrió. Las ganancias (se sentía orgulloso
de poder contribuir) llevaban a salvo desde hacía ya un buen rato. Ahora le
tocaba volver a sentirse entero.
Se encaramó a su regazo, reuniéndose
entusiasmado con su hermano.
—Ya está. Volvemos a estar juntos.
Empezaron a acariciarse, provocándole una
sonrisa. Luego se subió la manga izquierda hasta el hombro, dejando a la vista
el vendaje; las tres vueltas de gasa apretada que le mantenían a salvo, cegando
a entrometidos como aquel poli con la venda de la lástima.
Curioso. Sus padres solían decir que
estaba hecho de buena pasta. Y era verdad: ni dos mil kilos de metal dando
vueltas de campana habían podido deshacerlo. Simplemente, le permitió conocer
un nuevo concepto de libertad.
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