lunes, 7 de marzo de 2016

CADÁVERES VACIOS

     Hay cosas que es mejor no saber, como lo que descubrí a raíz de la desaparición del teniente Francisco Villanueva. Ahora tengo miedo. Sé que voy a morir; no sé como, pero sí que seguramente será horrible. ¿Se limitará a estrangularme… o a usarme?
     Será mejor contarlo desde el principio.
     Hace casi un año era ayudante de redacción en el periódico local de un pequeño pueblo alicantino entre las comarcas de l´Alacantí y el Alto Vinalopó; un trabajo sencillo y aburrido que, al menos, me daba para vivir. Allí las noticias más frecuentes eran sobre ferias y actos sociales, medidas municipales y la apertura o cierre de comercios de todos los colores. Añadiendo resultados de fútbol de tercera, artículos de opinión, anuncios de contactos y alguna habladuría que casi nunca pisa el papel, daba la sensación de que mi trabajo era repetir lo mismo una y otra vez; cambiando fotos y reciclando fechas y protagonistas.
     Sí, me aburría mucho de estar atrapado en aquel bucle sin fin
      —Por Dios, ¿es que no puede pasar una noticia de verdad por una vez?
     No sé cuando recé por eso; sólo que ahora me tiraría por un barranco, por idiota.
      Empezó con dos niños paseando. Y Dios, maldita la hora en que encontraron eso.
     La familia, hombre y mujer con dos hijos de siete y cuatro años, habían aparcado en las afueras a finales de agosto para dar un paseo por un descampado, seguramente para que los niños buscasen saltamontes y arañas entre las piedras blancas y la hierba dorada y marchita; antes de que se convirtiese en solar para otra urbanización.
     Siendo finales de verano, el calor coleante aturdía y adormecía a los padres mientras llenaba de energía a sus hijos. Por eso, seguramente, fue que los pequeños salieron corriendo secarral adentro sin que sus padres pudieran evitarlo. Al darse cuenta los siguieron al trote, gritando sus nombres, hasta que los vieron parados no muy lejos; a unos treinta metros, mirando algo en el suelo fijamente.
     Primero notaron una peste terrible a putrefacción, que crecía a medida que se acercaban. Supusieron que sería el cadáver de un animal; el primer y fascinante contacto de los chiquillos con la muerte. Pero al llegar, vieron que salía de debajo de una lona de plástico negra cubierta de polvo. El padre, convencido de que sería una mascota fallecida, la destapó.
      Dijo después que la ráfaga fue tan fuerte que hizo vomitar al pequeño y que él mismo casi se desmayó. Llamó a emergencias para que acudiese la policía que, diez minutos y  dos coches patrulla después, sólo pudieron quedarse mirando sin saber muy bien cómo actuar.
     Era, a falta de otra descripción, un montón de carne,  en avanzada descomposición en contraste con el ambiente estival. Debieron dejarla hacía poco. Mediría como 1,70 y su anchura espachurrada no llegaba al metro; con una vaga silueta antropomórfica en forma de cuerpo central con cuatro apéndices, dos superiores y dos inferiores. A primera vista podía parecer que estaba hecha picadillo, pero era un cuerpo entero, deformado por enormes desgarros que, en algunos puntos, brillaban como el sol sobre un metal.
      Pero lo más llamativa era la carne en sí. La piel gris amarillenta se abría en distintos puntos, dejando a la vista el músculo putrefacto. No se percibía ninguna estructura ósea, ni señal de su raza o sexo. Sólo se podía suponer que era humano por su tamaño, silueta y unos pliegues en un extremo, bajo una mata de pelo desprendido, que esbozaban ojos, orejas, nariz y boca.
     Los agentes acordonaron la zona y avisaron a sus superiores. El furgón forense llegó en quince minutos, los restos guardados en una bolsa para cadáveres y los técnicos batieron el terreno, recogiendo pruebas, entre las que se incluía la lona que lo tapaba.
     Las autoridades quisieron llevar el caso en secreto al principio, evitando declaraciones hasta estar en marcha la investigación, pero a la mañana siguiente los técnicos realizaron, en una depresión natural a veinte metros de la carne, un segundo hallazgo.
     Huesos. Humanos. Un esqueleto completo. Estaban totalmente separadas entre sí y apilados como los trozos barridos de un jarrón roto; cubiertos de sangre seca y coagulada lo bastante bien conservada para establecer que llevaba allí tan poco tiempo como el cadáver deshuesado. A su vez, la sangre evidenciaba la falta total de carne, separada a consciencia.
     Se enviaron los nuevos restos al laboratorio de inmediato, donde tomaron muestras para comprobar si eran lo que faltaba del cuerpo vecino. Luego se decidió enviar el cráneo al anatómico forense de la capital provincial, con equipos capaces de reconstruir en tres dimensiones su correspondiente cara. Por último se anunció que se concedería en dos horas una rueda de prensa en la comandancia municipal. El caso se había complicado demasiado para ser discretos.
     —Juan está de baja — me anunció Martín Hurtado, el redactor jefe, refiriéndose a nuestro mejor reportero—, y ando escaso de personal. Lo quiero todo.
     Con el tiempo que llevaba queriendo hacer un reportaje (aunque fuese de poca monta) me dieron ganas de besarle.
     La rueda de prensa pasó volando sin sorpresas. El capitán Héctor Sierra y el sargento Juan García se alternaban tras sus respectivos micrófonos para explicarnos a la decena de enviados de periódicos (más un par de revistas de sucesos) donde, cuando y en qué consistían los dos grupos de restos.
     —Este es el teniente Francisco Villanueva, responsable de la investigación —anunció después Sierra,  mirando a la derecha; a un hombre robusto de cuarenta y pico años, alto, moreno y con el pelo corto salpicado de canas que se había mantenido callado—. Él les dará los detalles al respecto.
     —Por el momento —dijo, con una voz profunda y agradable—, no disponemos de mucha información. En estos momentos se están analizando los restos para identificarlos y establecer la posible causa de muerte. Garantizo que los resultados se harán de dominio público cuando se levante secreto de sumario.
     Hubo preguntas sueltas y redundantes contestadas con evasivas; luego la rueda acabó, apenas media hora después. Los reporteros desbandaron rápido para informar a sus respectivos editores, mientras yo conseguí alcanzar a Villanueva. Me presenté, le di la mano y le recalqué la importancia que tenía para la población cualquier información sobre lo sucedido en el municipio.
     —Desded luego —coincidió—, no vaya a creerse la gente que tenemos suelto a un Jack el Destripador.
       Nos comprometimos a seguir informados y se despidió, llevándose mi teléfono de contacto y dejándome su opinión personal.
     —Aquí hay muy pocos incidentes graves, y mucho menos homicidios. Yo, personalmente, nunca he visto un muerto que se parezca a esto.

     El teniente cumplió su palabra. A las dos semanas, sobre las once de la mañana, me llamó.
     —La carne y los huesos pertenecen a dos varones distintos no identificados. Estamos buscando en la base de datos y en listas de desaparecidos, por si hubiese algo. Aparte, ya está lista la reconstrucción en 3D.
     —¿Hay algo sobre la causa de la muerte?
     —En el caso de los huesos es imposible determinarla. Aparte de estar desguazados, ninguno presenta roturas, recientes ni antiguas. El cuerpo ya es otra historia. Aunque se conservaba medio bien, murió hace al menos cuatro meses. Y tiene restos de metal por todas partes.
      —¿Metal?
     —Plata. Y esto es aún más raro: tienen el grosor y la consistencia de hilo de coser.
     Villanueva se despidió y colgó, dejándome lleno de interrogantes. Un cuerpo putrefacto sembrado con hilos de plata; un esqueleto ensangrentado sin dueño. Esperaba que el tiempo y la investigación los aclarasen. No sabía la razón que tenía.

     A los tres días el cráneo fue identificado por la reconstrucción digital. Era de el Tito, un joven vagabundo que solía pedir comida por las noches en las  terrazas de las y mendigar monedas a jubilados en los parques de día. Lo raro fue que dos policías locales juraron que le vieron haciendo su ronda habitual unas noches antes, igual que un grupo de mendigos con los que solía dormir.
     —fue hace tres… cuatro o cinco noches. Ni idea de donde puede estar ahora —dirían—. Además, estaba raro. Iba como a la suya, sin hablar con nadie.
     Sin familia; ni un nombre real siquiera, la identificación llevó el caso a un punto muerto.
     Dos meses después, un obrero de un polígono industrial que aprovechaba el alto del almuerzo para estirar las piernas encontró algo que nadie buscaba. Primero fue el olor a podrido detrás de unos arbustos, sobre los que nubes de moscas hacían acrobacias aéreas. El hombre descubrió un montón de carne descompuesta y pastosa. Al contrario que el primer cuerpo, este parecía más una fruta muy madura apretada que un ser humano.
     La policía se presentó de inmediato, realizando hallazgos casi igual de rápido. Se extrajeron finos hilos de plata pura de la carroña, pero lo que terminó de conectar los dos casos fue el ADN: era el dueño de los huesos encontrados a kilómetros de allí hacía casi dos meses y medio.
     Este caso fue más discreto y menos llamativo, además de poner a Villanueva en jaque. La primera víctima no tenía cara ni nombre, no habiéndose encontrado coincidencias con desaparecidos en los últimos meses. También investigó joyerías, orfebrerías, casas de empeños y empresas de electricidad y fabricación de material científico, sin dar con el fabricante de los hilos de plata.
      Era así de simple: un cuerpo policial pequeño trabajando con poquísimas pistas irrastreables.
      Otros dos meses después volvió a pasar. Un ciclista se arrimó al arcén de una carretera intercomarcal para dejar pasar a un coche, detectando el olor que salía de una zanja. La masa de carne grisácea estaba más apelmazada, como si le hubiesen quitado el esqueleto de cuajo y tirado el resto como un papel de chocolatina.
     La policía encontró más hilos de plata en los restos. Y algo más.
      Se detectaron trazos de etanol y otros compuestos químicos orgánicos que, aunque no eran raros en cuerpos descomponiéndose, si estaban en cantidades anómalas, como si antes de morir se le hubiesen suministrado en cantidad; posiblemente con inyecciones. Y los restos, ahora sí, fueron identificados sin ninguna duda.
     Eran de un vecino de la localidad, cuya familia aun reside en el pueblo. Yo mismo averigüe que era un veinteañero inestable que vivía con sus padres en un apartamento en el núcleo urbano. Digo inestable porque su reputación era terrible.
      —Se le va la pinza —contó la mujer que vivía enfrente—. Yo creo que tiene alguna enfermedad mental.
      En esos momentos se ponía furioso sin motivo, lanzando terribles gritos e insultos y destrozando contra las paredes p el suelo  la vajilla o el mobiliario. Lo chocante fue que la muestra de ADN que sirvió para identificarlo la facilitaron sus padres tres semanas antes en el cuartel, donde denunciaron su desaparición.
     —No lo vemos desde hace casi dos semanas —contó la madre, muy preocupada—. Tampoco llama, ni nada…
       Antes de irse, eso sí, estuvo unos días portándose raro; inusualmente frio y pasando casi todo el tiempo en su habitación, a la que también se llevaba la comida.
     —No nos dijo nada en ningún momento —añadieron.
     Los cadáveres vacíos encontrados tenían ya pautas comunes. Aquel asesino en serie (aunque se evitó llamarlo así) parecía experto en hacer desaparecer a hombres jóvenes que sabía no iban a ser muy echados de menos, abandonando sus restos destrozados en zonas transitadas pero poco a la vista, llenos de restos de alcohol y minúsculos hilos de plata. ¿Pero qué hacía con ellos? La imaginación era el límite.
     Por otro lado, habiendo dicho que era un pueblo pequeño, ocupa una buena superficie de treinta y cinco kilómetros cuadrados, y los cadáveres siempre aparecían en la periferia, separados entre sí por varios kilómetros. Y, aunque descubiertos en poco tiempo por casualidad, nadie había visto nada raro, como un coche parado en el arcén de noche con las luces apagadas mientras alguien sacaba de él un bulto. El asesino debía tener vehículo propio lo bastante grande para transportar su carga y estar parado o tener horarios flexibles para moverse en los momentos de menos afluencia.
     —O eso o tiene cómplices —deduje yo mismo, en una charla con Martín.
     Fue cuatro meses después, cumplido medio año del primer hallazgo, que el caso alcanzó el punto de inflexión. Era viernes noche y estaba en mi apartamento revisando anotaciones antes de acostarme cuando sonó el teléfono.
    —Soy yo —dijo el teniente Villanueva—. Si preguntas por mí, quiero que sepas que me voy una temporada.
     —¿Por qué? —quise saber.
     —Motivos personales.
     —¿En serio?
       No debió quedarse muy a gusto con mi silencio inmediatamente posterior, porque casi minuto y medio después dijo:
      — Mira, es otra cosa. Y como hables antes de tiempo, se te va a caer el pelo.
     —Tranquilo; ya sabe que estamos comprometidso con la investigación —prometí, llevado por mera curiosidad personal. Habia algo, y quería saberlo.
       Suspiró. Cuando lo dijo, me brincó el corazón:
     —Hemos identificado al primer muerto.
     El que encontró la familia en el descampado. Al ampliar la búsqueda a nivel nacional consiguieron un nombre: Juan Andrés Marco Carretero, un universitario con roces legales menores por posesión de drogas. Se denunció su desaparición en su pueblo natal en Campos de Hellín, Albacete, hacía casi medio año.
     —Y eso no es todo —continuó—. He hablado con la policía nacional  de La Mancha. Puede haber otros casos en otras partes del país. Me voy a ver si alguien en alguna parte tiene algo que pueda ayudarnos
     Y se despidió diciendo:
     —En todo esto hay algo muy raro. Y no pienso parar hasta saber qué es.
     Fue la última vez que hablé con Francisco Villanueva y esas, a oídos del mundo, sus últimas palabras. Salió a Albacete la mañana siguiente. Su viaje le llevó más lejos de lo que nadie imaginaba, alargándose casi dos meses.
     En ese tiempo pasaron dos sucesos extraños de naturaleza opuesta. A la semana de irse una llamada anónima denunció un fuego en un descampado. Un coche de la policía local fue allí, viendo la columna de humo en ascenso. Acostumbrados a nómadas vagabundos pasando frío y a grupos de jóvenes demasiado pasados tras el fin de semana, lo inspeccionaron para evitar un posible incendio. Encontraron una hoguera improvisada que olía un poco a carne quemada. Al mirar las cenizas y los rastrojos empleados mejor, se podía reconocer un fémur adulto.
     Veinte minutos después la zona fue acordonada. De la hoguera se recuperó un esqueleto humano completo. En los restos rociados con gasolina se detectaron trazas de plata.
     Dos días después de esta evolución del asesino, más esmerado en borrar sus crímenes, hubo un asalto en una empresa química en un polígono industrial a tres kilómetros del fuego. El ladrón o ladrones forzaron la entrada, cargaron su botín y se largaron sin dejar rastro. Se llevaron dos bidones de diez litros de alcohol etílico y un tanque de veinte litros de formaldehido, sustancias para conservar restos orgánicos. Ni las cámaras de la zona ni los vigilantes privados vieron nada raro.
     Vino entonces un periodo de calma, rota al morir la investigación.
      Según supe en la redacción la mañana de autos, un coche fue encontrado abandonado en una salida de autovía en dirección al pueblo sobre las dos de la madrugada, con las luces de posición y de carretera encendidas pero ninguna señalización de parada por emergencia. El viejo Peugeot rojo tenía el motor apagado, las puertas abiertas y las llaves no se encontraron, aunque sí la documentación del dueño, provocando el caos en el cuartel.
     Era de Francisco Villanueva, y se lo había llevado a su viaje. Por lo que supe, llamó al capitán Sierra la mañana anterior para decirle que volvía. Pero de él no se volvió a saber. Su piso estaba cerrado y como lo dejó al marcharse. Sus familiares y amigos más íntimos no sabían nada. Nunca se lo encontró, vivo o muerto.
     Con su desaparición, las muertes se clasificaron como Casos sin resolver. Los cuerpos extraños dejaron de aparecer. Esa fue la conclusión oficial del caso, la que todos conocen o recuerdan y la que verá quien eche de hemeroteca.
       Pero yo, a través de las pesquisas del teniente, descubrí otra verdad, rocambolesca e increíble. Sin embargo, voy a morir por eso.

     Una semana después del carpetazo me pasé por la comandancia, por si el teniente Villanueva dejó algo dicho.
      —Ya nos gustaría, créame —aseguró el sargento García—. Pero si sabía algo más, se lo ha llevado con él.
      Lo mandé al cuerno entre dientes y fui a salir cuando tropecé con un guardia de unos treinta años
     —Perdón. —me disculpé—. Es que hoy…
     —¿Puedo ayudarle en algo?
      Me presenté y le expliqué a qué había ido. Sonrió y dijo:
     —Sí, puedo ayudarle en algo.
      Se identificó como Jorge Guzmán, asignado a labores de despacho. Me llevó a una mesa llena de papeles en un rincón, me indicó que me sentase y que esperase un momento. Luego se fue, volviendo con una carpeta de cartón marrón. La dejó sobre la mesa y ocupó su puesto.
     —Como ya sabe, no puedo decirle nada que no autoricen mis superiores. Y, de todos modos, en su caso no iba a servir; Villanueva no comunicó nada antes de desaparecer.
     —Sí, eso me han dicho —recordé, maldiciendo en silencio mi suerte.
     —Lo que sí puedo decirle es donde fue y por qué. Casi todo se sacó de la prensa local de diferentes pueblos, por lo que es información de dominio público.  
     Escuché con atención, perplejo, los sucesos similares acaecidos por el país.
     El más cercano, como ya sabía, fue en un pueblo en la comarca de Campos de Hellín, Albacete. Un senderista encontró un esqueleto humano, completo pero totalmente desestructurado, en un pozo junto a una carretera rural. Los huesos, sin ser antiguos, si tendrían al menos tres meses, conservando suficiente ADN para saber de quién eran: un ratero ocasional del pueblo al que se empezó a echar en falta hacía algunos meses. Sin familia, allegados y su estilo de vida, su falta se notó más que se extrañó.
     El siguiente caso fue en Toledo, en una carretera rural entre la Campiña de Oropesa y la Sierra de San Vicente. Unos basureros haciendo su ronda en camión vieron tras un contenedor una masa informe que olía a podrido, con más huesos a unos metros. Los carroñeros locales dificultaron la identificación, y a la espera de los resultados genéticos, se hallaron restos de plata.
     Por último, en una carretera junto a unos trigales entre el Bierzo y Astorga, en León, una nube de cuervos y urracas llamó la atención de un labrador, que al ir a ver encontró un sendero de tallos aplastados que se metía en sus cultivos. Encontró al final un montón de carne que parecía una persona vaciada por dentro.
     Situadas sobre el mapa, las denuncias trazaban una trayectoria de muerte a través de la península, un desplazamiento norte-sureste que acababa en nuestro municipio. Era difícil saber cuántos cuerpos podía haber dejado a su paso.
     —Y no es todo —añadió Guzmán—. El cuerpo de León  fue identificado: Joan Lloret Martorell, un estudiante de Barcelona.
     El nuevo dato me desalentó. Que la presunta primera víctima hubiese sido encontrada tan lejos de su residencia trastocaba por completo el orden. Sin embargo, añadió:
     —Su desaparición ya tiene tiempo. Hace casi un año, mientras estaba de vacaciones.
     —¿En dónde?
     —En Orense.

     Era la culminación del rompecabezas. Los asesinatos empezaron en un minúsculo pueblo gallego de Laza-Sarraeaus, llamado Pobar. Joan Lloret aprovechó un puente para irse al norte a buscar paz e intimidad (seguramente incluyendo sustancias prohibidas y hacer nuevas amigas), haciendo un alto en la remota población, donde llegó pero no se sabe si salió. Era difícil no sentir lástima por el pobre diablo, que se había ido de un punto a otro de Iberia para morir, dejando la pista que siguió Villanueva antes de desaparecer
     Le di las gracias a Guzmán y me fui a ver a Martín Hurtado, para hacerle una proposición.
     —Debes estar loco para pedirme esto. Ni de coña
     —Creo…que se puede sacar algo.
     —Eso está olvidado —dijo, agitando un dedo en el aire como siguiendo el rastro de una mosca. Después de casi nueve meses, no iba a discutírselo—. Y además, es trabajo de la policía. Mira, sé que el que llevaba el caso llegó hasta allí y no volvió…Bueno, mejor dicho no llegó a volver… y ya han investigado esa desaparición. De cómo acabó en León no hay nada.
     —Te lo suplico…
     —No insistas. Además, aquí hay mucho trabajo por hacer.
     —Te lo compensaré…considéralo unos días libres…y además, si al final sí que hay algo, tendremos la exclusiva.
     Mi jefe juntó las manos sobre su escritorio, meditando unos instantes.
     —Bueno…Vete, pero porque no quiero seguir viéndote…Te doy cinco días. Si tardas más me enfadaré. Bueno, mejor dicho, te pondré de patitas en la calle. Y más te vale que traigas algo o yo mismo te mataré.
     Sonreí y fui hacia la puerta.
     —Gracias, jefe.
     Me fui temprano para prepararme. Llené una maleta con ropa, apreté cuatrocientos euros en mi cartera y cené ligero. Quería levantarme a las siete y conducir por autopistas hasta Galicia. Ya en Pobar, hablaría con los lugareños para ponerme al día antes de centrarme en qué fue de Joan Lloret.
      Casi a las nueve y media llamaron a mi puerta. Considerando que la cerradura de la puerta principal de mi bloque de pisos lleva tiempo estropeada, no podía saber quién podía ser, así que miré por la mirilla.
      Sentí mi cara arder. Giré la llave y abrí temblando de los nervios.
     —Buenas noches He visto tu llamada.
     —Hola ¿Te has vuelto a dejar las llaves?
     Me aparté para dejarla pasar. Sandra, mi mejor amiga (no soy capaz de llamarla novia entró con pasos muy largos. Su piso, donde tenía montado su estudio de fotógrafa, está a pocas calles. Tiene su copia de las llaves de mi apartamento pero, por alguna extraña fuerza cósmica, es incapaz de cogerlas cuando viene a verme. Nunca entraba si yo no le abría.
     —¿Es verdad que vas a estar casi toda la semana en Galicia?
     —No puedo evitarlo, cariño. Es cuestión de trabajo.
     La puse al corriente de mis últimas comprobaciones.
     —Si quieres mi opinión, no deberías ir. Algo en esto no me gusta.
     Me reí y la miré.
     —No hables como Martín.  Y por Dios, prométeme que no te parecerás a él en nada más.
     Me dio un puñetazo amistoso (y fuerte) en el hombro.
     —¡No jodas! Esos muertos…totalmente vaciados… El que lo haya hecho debe de ser un completo psicópata. Y si sabe que…
     Empezó a respirar deprisa. Me puse a su lado en el sofá y le cogí las manos.
     —Todo va a ir bien. Sólo es para ver qué encuentro. Además, si ese pirado sigue por aquí, no creo que vaya a salir a perseguirme. Es más, últimamente ni siquiera ha pasado nada más.
     Ella me miró a los ojos.
     —¿Cuándo sales?
     —Mañana por la mañana. Muy temprano.
     —¿No hay otro modo?
     —Soy periodista, este es mi trabajo.
     —Prométeme que tendrás cuidado.
     —Lo prometo. Sabes que lo tendré.
     La abracé y la besé en los labios.
     —Además, si todo sale bien…—añadí—. Piénsalo, podría publicar un artículo, podría ficharme un periódico de verdad… y podría olvidarme de este pueblecito y todo lo que…
     —No sigas.
     Me calló de una bofetada, que me pareció una caricia, y nos retiramos al dormitorio.

     Todavía era de noche cuando me subí al coche. Mientras el sol empezaba a despuntar, crucé los campos de la Mancha, los pueblos de Madrid y los trigales de León. Poco a poco, el suelo rojo y la maquia rubia mediterránea cambiaron a los bosques verdes y la tierra oscura atlántica. Una capa de nubes empezó oscurecer el sol a modo de bienvenida. El trayecto fue más rápido de lo que pensé; a la  hora de comer ya había llegado.
     Era un pueblo minúsculo en la comarca de Allaris-Maceda, cerca de la Sierra de San Mamede. Tenía a lo mucho treinta casas de ladrillo de una sola planta, agrupadas de modo que apenas dejaban hueco para las calles; con chalets más heterogéneos en la periferia. Dos carreteras asfaltadas lo atravesaban, marcando la entrada y la salida, rodeadas por pastos para las vacas, más allá de los que se veían pequeñas agrupaciones de alisos, sauces, avellanos y castaños que quizás, unos metros más lejos, crecían hasta la categoría de bosques.
     Me metí en sus calles, asfaltadas hasta el punto de no dejar acera a la vista, con las casas echándoseme encima. Aparqué y empecé a buscar la dirección del albergue. No tardé en llegar a un edificio blanco como los demás, aunque de dos plantas. En una recepción de madera improvisada, una mujer de más de cincuenta años con un moño castaño me saludó. Le di mi nombre; aunque imaginaba que estaría vacío había  reservado. Comprobó una libreta, se presentó y me dio las llaves de mi habitación.
     —Por cierto, si bajas ahora, puedes comer —me dijo con un acento más cerrado que una pirámide.
     Mientras tomaba mi sopa la interrogué. Tanto Lloret como el teniente Villanueva se instalaron allí; hasta fue capaz de describírmelos. Del estudiante recordaba que llegó hacía como un año y que sólo iba a dormir, admitiendo que se acordaba por el revuelo que causó su desaparición. Del teniente , más reciente, no dijo mucho más.
     —No sabría decirle…Venía a dormir y a comer y se pasaba el día por ahí, a lo suyo.
     Le di las gracias y me fui a mi habitación. Aunque era en torno a las cuatro, el cielo estaba oscurecido por nubes grises y el aire cargado de humedad, como si la lluvia fuese inminente.
     El pueblo, como me esperaba, estaba casi vacío; unido a su tamaño, dejó mi paseo en media hora. Me pateé todas las calles pero no me tropecé con nadie; ni siquiera se oía ruido en las casas.
      Seguí por la carretera que dejaba el pueblo. En torno a los pastos había dos construcciones, casas de ladrillo y cemento con techos de teja, puertas blindadas y caminos de acceso empedrados y construcciones bajas de piedra gris y ladrillo desnudo con techos de piedra, chapa o hasta madera, de alambre y pequeños huertos visibles. En uno un hombre arrugado y delgadísimo cavaba con una azada.
     —Hola —saludé.
     Mi voz le sobresaltó.
     —Hola —respondió—. ¿Desea usted algo?
     Le conté por qué estaba allí, sin entrar en detalles. El hombre me escuchó con atención.
     —Por eso… ¿Le suena a usted que este hombre pasara por aquí?
     Le describí a Villanueva.
     —No, lo siento —respondió con acento cerrado—. Aunque oí que había hablado con algunos.
     —¿Y un chico? —le describí a Lloret.
     Casi me esperaba una evasiva, mezcla de la cortesía y típicos de los gallegos.
     —Ah, ese… Como para olvidarlo. Era un bala perdida. Cuando se fue, se lió parda. Yo le vi por a casa do ingles.
     —¿La casa qué…? —parpadeé, interesado.
     El hombre señaló tras de mí, hacia un punto cerca de la ladera de la montaña.
     Allí vi una vivienda, tan lejos de las otras como diferente. Era de piedra gris, aunque parecía tener pilares de madera, con un tejado picudo y oscuro plegado hacia sus lados. Tenía dos plantas y era el doble de grande que sus vecinas, incluidas las más nuevas. También era mucho más vieja, en obvio mal estado y abandonada. Los postigos de las ventanas colgaban a medio caer (si no caídos ya) de sus goznes y el musgo y la vegetación reptaban por sus paredes, por no hablar de un enorme boquete en el tejado.
     —A casa do ingles —repitió—. Es muy antigua y está abandonada. Lleva aquí cientos de años, no sabría decirle cuantos. Alguna vez vi al rapaz ese cerca, pero…no sé más.
     —Y sabe… ¿Sabe si el teniente  se acercó a esa casa?
     El anciano meditó un momento su respuesta.
     —Yo no sé nada. Pero creo que se quién puede.
     Le mire, impaciente.
     —Pregunte en el pueblo por A Taberna. Valla mañana por la mañana, a eso de las diez. Pregunte por Xosé Borrajo. Quizás él sepa.
     Le di las gracias, la mano y le deseé suerte con su huerto.
     A la hora de la cena, mi anfitriona me aclaró las señas. A Taberna era el único bar del pueblo, a tres calles de allí, en el centro de Pobar. Xosé Borrajo era un habitual de sesenta y tres años, natural de allí de toda la vida. Empezó como ordenanza municipal y luego fue bibliotecario hasta jubilarse. Esto le despertó el interés por la historia y las leyendas populares de la región, convirtiéndose en el historiador y folclorista local hasta la fecha. Nadie sabía más que él sobre Pobar, y nadie mejor que él para preguntarle sobre esa casa.

     Hice el corto trayecto a la taberna envuelto en un aire tan húmedo y frio que al llegar, aparte de la información, necesitaba un desayuno. El sitio en cuestión no tenía más de quince metros cuadrados, pero era muy acogedor. Había ocho mesas cuadradas de madera ocupadas por hombres y mujeres ancianos; solos, en parejas o cuartetos, desayunando en silencio o conversando en voz baja, algunos incluso acompañando sus cafés con un dominó. Al fondo estaba la barra, con tres o cuatro consumidores frente al dueño, un hombre robusto, calvo y bigotudo que parecía el más joven del pueblo hasta mi llegada. Nadie pareció fijarse en mí, ni se volvieron a mirar, así que me senté en un taburete.
     —Quiero una taza de café con leche, dos tostadas con mantequilla y si Xosé Borrajo está aquí.
     Luego pagué, dejándole una propina generosa.
     —Es el caballero de allí. —Me indicó una mesa en la esquina izquierda del local.
     Xosé Borrajo era un hombre corpulento, tirando a gordo por la edad, de pelo negro grisáceo con algunas canas y la cara cuadrada enmarcada por una espesa barba; resaltada por gafas de gruesa montura cuadrada.  Bebía con calma un café mientras ojeaba un periódico, dándome la impresión de ser un hombre al que le encantaba hablar.
     —Hola. ¿Es usted Xosé Borrajo?
     Dejó su taza y me miró.
     —Sí —confirmó, explorándome con la mirada—. Y usted no es de por aquí, ¿verdad?
     Sonreí ante la obviedad.
     —¿Le importaría que le hiciese… algunas preguntas?
     —Depende —avisó—. ¿De qué tipo?
     Me presenté, me senté frente a él y le expliqué a qué había ido y lo que me interesaba saber.
      —Lo siento, pero en eso no podré ayudarle. Ya hablamos con la policía, todo el pueblo, y nadie sabía nada.
     —En realidad, me interesa saber sobre… una casa donde pienso que pudieron estar.
     —A casa do ingles —intervino—. Entonces la cosa cambia. Sí, oí que el policía estuvo rondándola. Y antes que él, los policías la registraron, pero tampoco vieron nada raro.
     —Creemos… Creo que el estudiante pudo buscar un sitio… apartado para sus vacaciones. ¿Sabe si hay muchas casas como esa?
     Dio un sorbo antes de responder.
     —En este pueblo hay muchas casas vacías. Está perdiendo la gente —confesó, apenado—. Pero abandonadas, creo que es la única. Es del siglo dieciséis y ha tenido pocos dueños desde entonces; por eso se cae a trozos. Alguna vez se pensó en venderla para edificar en el terreno, pero siendo tan vieja es casi un monumento…y el pueblo se resiste. Lo que queda, al menos.
     —¿Tan vieja es? —Me sorprendí—. La verdad es que el diseño… No se parece a nada de aquí.
     —Es porque no se hizo como las casas de aquí. Se construyó según quería su dueño.
     —¿Su dueño?
     —James Murton. Era inglés. De ahí el nombre.
     Tras un nuevo trago, me miró a los ojos.
     —Es una historia curiosa. No tiene mucho que ver con lo que busca, pero…  ¿Le interesaría oírla?
     Le dije que sí, me había picado la curiosidad.

     En 1537, un forastero llegó a la pequeña aldea en un gran carro cargado con cofres, tirado por dos caballos. El sujeto llevo puesta en todo momento una gran caperuza de cuero sobre su rostro porque, según dijo, sufrió una desfiguración que le avergonzaba enseñar. Aunque al principio los lugareños se mostraron recelaron, pensando que era un leproso, cambiaron de opinión al comprobar que bajo su capa de viajero iba lujosamente vestido con jubón de seda, con un broche de diamantes sobre el pecho y calzas de seda roja; prueba de que era adinerado.
     Se presentó como James Murton, comerciante británico y devoto católico que huía de las consecuencias del cisma anglicano en su patria, abandonando su hogar cerca de Kingston y exiliándose. Embarcándose en un pequeño navío y sobornó a su capitán para que le dejase en el primer puerto fuera de Inglaterra que encontrasen,  que estuvo cerca del cabo Finisterre. De allí fue tierra adentro, buscando donde instalarse.
      Tras mostrar su interés por la región, compró por un generoso precio una pequeña parcela y contrató a varios hombres del pueblo para construirle un hogar a su gusto. En pocos meses el inglés se instaló en su casa y, aunque ya nadie dudaba de que era dueño de una gran fortuna, su conducta fue siempre extraña como poco. Era un auténtico ermitaño, visto pocas veces fuera de su casa; siempre con su capucha y su capa. Tampoco inició nunca en el pueblo ningún negocio, ni adquiría sus suministros en persona, ni contrató a criados o sirvientes, aunque acordó con algunos comerciantes la compra y entrega de alimentos, dejados a su puerta por la noche, tras lo que una mano enguantada les entregaba una bolsa con su pago; sistema usado también para pagar sus tributos.
      La situación se mantuvo durante uno o dos años; luego James Murton desapareció. Un buen día, o noche, a su proveedor le extrañó que no respondiera a sus llamadas. Unos días después, comprobado que no daba señales de vida, un grupo de vecinos irrumpió en su propiedad. La hallaron limpia y, en contraste con la riqueza de su dueño, amueblada con mucha modestia, pero de Murton (y de su fortuna) ni rastro. Nadie acertó o se atrevió a dar una explicación. Una familia local compró la casa y la ocupó un tiempo, dejándola poco después por no sentirse del todo cómodos. Otros residentes repitieron la experiencia con el mismo resultado, por lo que acabó abandonada. Nadie se atrevió a derribarla, quizás para que sirviese de testigo de la historia.
     —Una historia rara, sí —corroboré—.¿Y se llegó a saber algo del tal Murton?
     —No, de él no upo. Pero sí su historia. Parece que la había compartido con el notario al que adquirió el terreno. Este la contó al poco de que desapareciese.
     Su asombroso linaje empezó con Edward Murton, muchacho que a finales del siglo XIII ingresó como novicio en la escuela franciscana de Oxford. Aunque sus orígenes no estaban claros, se rumoreaba que era pariente de alguien de la pequeña nobleza local, lo que equivalía a decir que era casi seguro un bastardo que había conmovido a su progenitor para que le diese una buena vida. Desde el principio le atrajo la obra de Roger Bacon, en concreto la relativa a la alquimia. Las ideas sobre aumentar la longevidad mediante un estudio basado, no en el razonamiento, sino en la experiencia le fascinaban. Edward dedicó su estancia a aprender latín y otras lenguas antiguas, a estudiar la naturaleza y a las prácticas alquímicas. Su dedicación y talento le permitieron ingresar en la orden y su institución, pasando de alumno a maestro con la esperanza de perfeccionar los conocimientos y teorías de su antecesor.
     Pero, casi veinte años después, el papa Juan XXII decretó el fin de la alquimia en las instituciones católicas, cortando su principal vínculo con la orden. Poco después, Edward Murton abandonó la orden y la escuela, volviendo discretamente a la sociedad secular. No se sabe muy bien cómo lo hizo, pero unos años después se casó con la hija de un adinerado burgués de Oxford, que le instruyó en el comercio y la negociación. Con ya más de cuarenta años y una fortuna propia, Edward Murton se trasladó con su esposa y su hijo adolescente Thomas a Kingston, en el condado de Surrey; intentando quizás huir de la peste que asoló la ciudad en 1348 y el resto de la isla poco después. Todo indica que Murton y su familia sobrevivieron a la plaga, prosiguiendo sus actividades como comerciante desde su pequeña hacienda en la ciudad. A su muerte tres años después, posiblemente por tuberculosis, Thomas ocupó su lugar, iniciando un linaje de ricos arrendatarios y mercaderes del sudeste de Inglaterra.
     Eran una familia discreta. El patriarca no solía abandonar el hogar menos para ocuparse en persona de negocios importantes, y su esposa e hijo, educado en el hogar, ni siquiera se dejaban ver. Se llegó a rumorear que su secretismo era porque proseguían los estudios alquímicos de Edward, ampliado a la brujería, aunque su posición los mantenía a salvo de las autoridades, pudiendo también conseguir para sus vástagos la esposa que quisieran.
     La familia continuó esta trayectoria hasta 1536, cuando James Murton, muertos sus padres hacia años y temiendo ser perjudicado por el conflicto de Enrique VIII con la iglesia católica, se expatrió a Pobar, donde acabó desaparecido.
     —Debía ser todo un personaje—opiné.    
     —Y no es todo —añadió Xosé—. Mientras se construía la casa, varios obreros desaparecieron también sin dejar rastro; y se dice que los años que vivió aquí, alguien desaparecía cada pocos meses, aunque siempre gente no muy conocida. Creo que empezaron a pensar que era una especie de brujo; por eso no tocaron su casa. Por miedo.
     Iba a decir algo, pero no lo conseguí. Se me había secado la boca.
     —Igual… era un vampiro.
     Se rio.
     —¿Sabe quién era Paracelso?
     —¿Quién? Negué con la cabeza.
     —Paracelso. Un alquimista suizo. Una vez miré sobre el tema y me encontré su nombre –Cambió su postura en la silla—. Se dice que creó un homúnculo.
     —Homúnculo… —repetí.
     —Un ser vivo.
     Arqueé las cejas.
     —¿Cómo Frankenstein?
     —No sacudió la cabeza—. Se supone...que mezcló distintas sustancias en un frasco, lo incubó… y pasado un tiempo, dentro había un hombrecillo.
      —Ah, vale —contesté, intentando no parecer demasaido incredulo.
      —Y añadió—, se supone que lo mantenía vivo alimentándolo… con sangre humana.
     Esa parte ya no me hizo tanta gracia. Me despedí, dándole las gracias por su tiempo.
     —Ha sido un placer. De joven estudie mucho esa historia.
     —¿Por alguna razón?
     Volvió a reirse.
     —Es curioso…que un brujo se escondiese aquí, en la tierra de las meigas. Parecía hecho adrede.
     Desande de vuelta a mi residencia. Aunque fantástica, una cosa me llamó la atención de la historia: algunos de los constructores de la casa desaparecieron, como Joan Lloret y el teniente  Villanueva, supuestamente, después de pisarla.

     Esperé a la noche, cogiendo sólo una linterna, mi móvil y una libreta y un bolígrafo en un bolsillo de mi chaqueta.
     —Me apetece pasear un poco, respirar aire freco —me excusé, inhalando de forma exagerada—. No me espere para cenar, por favor.
      El alumbrado urbano estaba tan focalizado que llegué a mi destino en una oscuridad total, rota sólo en algunos puntos por la luz en las ventanas de las viviendas vecinas. Salí del asfalto y saqué la linterna, aproveché para ver con más detalle la casa do ingles.
     Tendría unos ocho metros de altura, con tejas grises más oscuras que las piedras de las paredes. Debió tener un porche de madera, pero el tiempo lo había reducido a un escalón de piedra rodeado de trozos de madera podrida.
     Dudé en aquella estructura deteriorada, que parecía a punto de hundirse; momento tras el cual seguí el haz de mi linterna hacia la entrada. La puerta de madera, sólida y antigua, era lo que estaba en mejor estado; tanto que me hizo comprobar las ventanas. Todas estaban rotas. Si no podía abrirla, no me faltarían entradas.
      Al coger el oxidado picaporte de hierro retrocedió, gimiendo como si me invitara. Casi medio millar de años se habían comido también su cerradura.
     El suelo, a diferencia de las paredes, era por entero de madera. El interior consistía en un amplio recibidor que daba a un comedor con una chimenea en la pared derecha. A los lados del recibidor había dos puertas, la izquierda daba a una cocina con un hornillo de leña y una pila para lavar cacharros; la derecha daba a una sala amplia y totalmente vacía; quizás una despensa.
      Avancé sobre el suelo crujiente, temiendo morir enterrado vivo por un hundimiento. Las incontables capas de polvo daban a todo un tono fantasmal, resaltado por viejas telaraña que ondeaban en algunas esquinas, aunque admito que por dentro estaba mejor conservada.
     Al final del comedor se pasaba a un salón, vacío salvo por unas escaleras de piedra que subían a la izquierda. Las subí con mucho cuidado, ya que el pasamanos de madera se había desprendido y reducido a astillas humedecidas. Arriba sólo había un pasillo estrecho que daba a un único dormitorio, muy angosto y limitado. Allí no encontré nada; cama, armario, cómoda ni otro resto superviviente de su primer dueño. Sí vi la depresión del tejado, aunque no había abierto brecha.
     Convencido ya de que estaba tan abandonado como me adelantó el historiador y que de haber habido cualquier pista ya habría sido retirada, volví a bajar, decidido a la esa ruina antes de que me aplastase.  Por casualidad, al pasar al comedor resbalé con un tablón, saliente, soltando la linterna, que rodó hacia la chimenea. Aunque no llegué a caer, me desvié hacia ella lo suficiente para notar algo: aquel pedazo de suelo sonaba a hueco.
       Con la vista baja, me agaché hacia la linterna. Había quedado enfocando el límite entre piedra y tablones, donde distinguí una pieza negra, como un clavo, encajada en un hueco.
      Metí como pude las uñas, sintiéndolas agrietarse hasta conseguir sacarlo. Con él levanté sin problemas una cadena de finos pero fuertes eslabones de hierro. Me levanté por completo y tiré de la cadena, arrastrando con ella un cuadrado de tablones de dos por dos, una trampilla en el suelo del salón. Al quedar levantada, vi que estaba revestida de metal.
      Alumbré el hueco, viendo unos peldaños de piedra bajar. Sin nada que perder, me metí dentro.
       Bajé despacio los trece peldaños, con la mano en la pared; comprobando que eran de argamasa. El ambiente, además cerrado, lejos del polvo y la humedad de fuera, era templado y seco; lo que no explicaba un olor raro, más artificial, más… químico.
     Acabé en una sala más grande que el comedor. Tenía justo enfrente una especie de hornillo de metal unido a un bidón de cobre por un tubo, y que supuse sería un alambique. A mi izquierda había una mesa de madera en perfecto estado, cubierta de morteros y mazas, vasos, botellas, y recipientes de cristal de distintas formas y tamaños; tenazas de hierro, guantes y delantal de cuero…
     En la pared, sobre ella, había una repisa llena de frascos que contenían polvos y líquidos de distintos colores y en distintas proporciones. Todo daba la impresión de un laboratorio primitivo; comprendí que era la sala de trabajo del alquimista, donde realizaba sus estudios protocientíficos. Y no sólo eso. Aquel olor se mezclaba allí con otro; agrio, picante y familiar, pero que no reconocía.
     Me fijé también en un libro de tapas grandes en el borde opuesto de la mesa, encuadernado en piel. Parecía un diario o libro de notas. Iba a tocarlo cuando me fijé que tenía una mancha oscura, que parecía una huella dactilar de sangre reseca.
      Lo abrí y comprobé, decepcionado, que las hojas amarillentas y arrugadas estaban vacías, además de desprendidas del encuadernado. Sin embargo, encontrar sólo un puñado me hizo pensar que faltaba buena parte de su contenido, como si lo hubiesen arrancado.
     Al mover el haz de luz a la derecha, vi que la sala formaba un hueco, añadiendo profundidad. Justo a mi lado, amontonados en una estantería, se apilaban libros, pergaminos y pliegos de distinto grosor y aspecto arcaico. Les eché un vistazo y comprobé que la mayoría estaban escritos no sólo en idiomas antiguos e incomprensibles, sino con símbolos ajenos a los alfabetos conocidos. Saqué la libreta y anoté algunos para intentar identificarlos. Cuando lo hice, un tiempo, después, el resultado no era muy sorprendente: Tabula Smaraglina, la Tabla esmeralda de Hermes Trismegistos; los diez libros de Geberus; el Manuscrito Voynich; el Speculum alchemiaey la Epistola de Secretis Opericus Artis et Nature de Roger Bacon, Le Breviaire de Nicolás Flamel, La Numerologia Oculta y el De occulta philosophia libri tres de Heinrich Cornelius Agripp. Una biblioteca de alquimia medieval. Lo que me sorprendería entonces fueron otros libros, como el De Vermis Mysteriis de Ludwig Prinn, y una copia en latín del Necronomicón de Abdul al-Hazred.
     Había otra estantería en el lado opuesto del hueco, con dos estantes. En el superior se alineaban pequeños instrumentos metálicos; tenazas, cuchillas, sierras, escalpelos, agujas…  Sólo podía pensar en ellos como un surtido de material quirúrgico primigenio. La mayoría estaba sucio, manchado por costras negras que parecían algo más que oxido. En el de abajo, al principio sólo vi un par de cilindros de madera de casi diez centímetros de grosor y muy cortos, con un brillo lanzado por la linterna debajo. Al pasar la mano sentí algo, fino como pelo.
     —No jodas.
      Me estremecí al reconocerlo.
     Pero lo peor estaba al final del espacio, precisamente de donde salía el olor químico. Al acercarme oí cristales rotos crujir bajo mis pies; al alumbrar el suelo lo vi cubierto de grandes esquirlas que me causaron visiones de mis pies traspasados y sangrando.  Parecía los restos de un juego de vasos entero… o un recipiente enorme; que determiné debió reposar sobre una pequeña tarima elevada a la izquierda, con una mancha oscura extendiéndose en el suelo frente a ella. Aunque ahora estaba seco y evaporado, en otro momento debió ser un gran charco, salido de aquel vaso gigante. Y también podía notar que no era tan viejo como la casa. Aquello fue derramado no hacía tanto tiempo.
     Terminé por el único rincón que no había comprobado, el lado derecho. Había una mesa rectangular de casi dos metros de largo por uno de ancho con patas tubulares. Un canal hendido la cruzaba por el centro acabando en una rejilla de desagüe en el suelo. Era una camilla medieval.
     Enrollado a los pies, había algo que parecía un tubo de caucho de color pardo con unas tijeras encimas; sin embargo, al tocarlo era seco y correoso, como el cuero. Pero lo que terminó de quitarme el aliento fue lo que tenía encima.
     Un esqueleto humano negruzco, dormía tumbado sobre ella, cubierto de sangre coagulada y apelmazada. No necesitaba comprobar que estaban separados.
      Más de uno pensaría que era lo que quedaba de una autopsia arcaica. Yo, sin embargo, estaba seguro de haber encontrado a Joan Lloret.
     Salí corriendo de la abandonada morada y volví corriendo a mi residencia. Saludé a la encargada al entrar y me fui a la cama sin cenar, intentando tranquilizarme. Aunque me dormí, no sé si lo hice.

     Al día siguiente, después de desayunar, me inventé un imprevisto para cancelar mi reserva, aunque le dejé a mi anfitriona el equivalente a los dos días siguientes.
      —Por cuidarme tan bien —dije—. Espero tener ocasión de volver.
     Mi coche esperaba tal y como lo deje, salpicado por incontables gotas de roció. Guardé mi equipaje y llamé a Martin Hurtado para decirle que volvía. La idea le entusiasmó.
     —Si puedes, quiero verte esta tarde. Espero que tengas grandes noticias.
     Ya lo creo. Todo empieza como acabó: con nada.
     En mis casi siete horas de viaje, los datos daban vueltas en mi cabeza. Todo empezó allí, en la casa del alquimista británico James Murton. Alquimistas, mitad científicos, mitad hechiceros, que atribuían a todos los seres una composición en proporciones de azufre, mercurio y sal; creyentes de que los materiales podían transmutarse y la vida prolongarse hasta lo eterno.
     Algo pasó en ese laboratorio del sótano, que aquel infeliz debió encontrar por casualidad. ¿Pero quién…o qué era el asesino? No dejaba de visualizar el tanque roto, y la historia del homúnculo, un ser vivo desnudo en un frasco conectado a un tubo de sangre para alimentarse…
     Al final negué resignado, creer lo imposible me ponía tan nervioso que podía acabar estampado contra un quitamiedos.
     Llegué casi a las cuatro. Llevé la maleta a mi portal, necesitado con urgencia de descanso. Víctima de mis rutinas familiares, de camino al ascensor me paré a revisar el buzón. Saqué un puñado de cartas sin prestarles mucha atención y seguía hasta mi apartamento, tirándolas sobre la mesa del salón y dejando la maleta sobre el sillón. Yo  me senté en el sofá, llamé a Sandra y le dije que ya estaba en casa.
      —Me pasaré a verte cuando termine —prometió, despidiéndose con una risita.
     En cuanto a Martin, lo dejé para luego, cuando tuviese pensado que decirle y cómo.
     Iba a acostarme para echarme una siesta cuando, por curiosidad, ojeé el correo. Había cinco sobres blancos; tres recibos de facturas, dos de publicidad. Los fui desechando antes de fijarme en una sexta pieza; un sobre muy grueso del tamaño de un folio.
     Miré remitente. Francisco Villanueva.
     Mi pulso se reactivó, retirando el sueño. Comprobé la fecha. Fue expedido en Orense dos días antes de que su coche apareciera abandonado.
      Lo desgarré y metí la mano. Saqué un puñado de hojas amarillentas y arrugadas, escritas con tinta semiborrada en un idioma que tardé en suponer sería un inglés muy arcaico. Las hojas que faltaban del diario de James Murton.
      Las acompañaba una hoja aparte, blanca, nueva y escrita en perfecto castellano.

     A la atención de...
     Mi amigo periodista. Prometí tenerte informado, y ahora tengo que pedirte un favor.
     Me encontré esto por casualidad investigando. No sé si está relacionado porque es muy antiguo, y no sé suficiente inglés para esto. Te pido que intentes traducirlo. Seguramente será sólo palabrería medieval, pero he encontrado algo muy raro, tanto que no sé si puede tener relación o no.
     Por supuesto, te lo pido por favor, si es importante, no publiquéis nada todavía.
     Atentamente, Francisco Villanueva Garce,  
       Casi la suelto sin terminarla. De modo que, saltándose todos los protocolos, Villanueva me había pedido ayuda. ¿Por qué? Seguro que tenía acceso a un departamento entero de lingüística…
     Suspiré con pena al entenderlo. Pobre hombre.
      La mancha de sangre en la cubierta. El esqueleto en la camilla. La fantástica historia de Murton. Hasta que pudiese identificarse, los restos de Lloret podían ser de cualquiera. Si informaba para eso, sería el hazmerreír.
     Me tumbé con aquellas hojas que olían a moho frente a la cara, prometiéndome (en vano) que luego me prepararía café.
     A las siete menos cuarto, casi tres horas y con un agudo dolor de ojos después, terminé. Las dejé caer, casi tiré, sobre la mesa, lejos de mí. Mi corazón latía desesperado por el descanso y frustrado por el esfuerzo, mientras entrelazaba los detalles descifrados de aquel cuento de fantasmas.
     Me duché y vacíe un brick de zumo de naranja, intentando decidir qué hacer.
     Cogí mi móvil y llamé a Martin, que respondió al segundo tono.
     —Que hay ¿Cómo va tu viaje?
     Le mentí; dije que todavía no había legado y que había hecho un alto en una estación de servicio.       
     —Tengo algo que quiero contarte. ¿Podrás pasarse por mi casa luego, en un momento?
     —Iré después del trabajo, a eso de las ocho ¿Me puedes dar tu dirección?
     Colgué y me tumbé en el sofá. Quería dormir. No hacerlo me ahorró las pesadillas.
    
     Martin fue puntual, llamando dos minutos después de las ocho de la tarde, con las farolas ya encendidas.
     Retrocedí para dejarle paso, arrugando la nariz. Su cuerpo rollizo de abultada panza brillaba por el sudor, y sonreía de forma forzada. Debía llevar encima al menos veinte kilos de colonia.
      —Dios, ¿qué te has…?
     —Ah, nada. —Primero pareció sorprendido, luego avergonzado y, por fin, se rio—. Tengo una cita al acabar aquí y he pensado venir preparado…
     Le eché un vistazo; sus zapatos, pantalón de tela y camisa a rayas, muy elegantes para la hora, parecían justificarlo.
     —¿Qué te pasa? —Se puso brazos en jarra, con una ceja arqueada—. ¿No te piensa que un viejo como yo… pueda seguir gustando a las mujeres?
      —No, lo que me extraña es que una se te acerque sin asfixiarse. Te has pasado con el perfume.
     Le invité al salón.
     —¿Quieres tomarte alg…?
     Al pasar me rozó
     —Eh, ¿qué pasa ahora?
     No pude evitarlo; su piel sudorosa era viscosa y fría como la de un sapo. Sentí un escalofrío, seguido de una arcada.
     —No gracias.
     Fue hasta el sofá y se sentó.
     —Bueno ¿Y de que va esto?
     Volví al sillón, tomando aire antes de repetir lo que llevaba un rato preparando.
     —De una explicación fantástica e imposible para lo que ha estado pasando.

     Le conté por encima como yo y el teniente  seguimos el rastro de muertos hasta Pobar y la casa del alquimista, incluido lo que había en el sótano.
     —Vaya. —Martin se cruzó en ese punto de brazos—. ¿Y que tiene eso que ver con…?
     Suspiré, apartando con la mano mi propio sudor de la frente.
     —En el sótano había un diario, del tal James Murton.
     —¿Ah, sí? ¿Y, contaba algo sobre… esto? —Abrió las manos, esperando lo que tenía que darle.
     Me sentía cada vez peor. Ahora tocaba la parte difícil.
     —Aunque James Murton era comerciante, desde su bisabuelo su familia investigaba una forma de alargar su vida y librarse de la edad y la enfermedad. Vamos, querían se inmortales. La investigación pasaba de padres a hijos, hasta llegar a él.
     —Muy interesante —asintió Martin—. A lo mejor a algún escritor de literatura fantástica le gusta.
      Se rio. Yo quise imitarle. Pero no pude.
      Me rasqué la nuca.
     —¿Qué pasa? ¿Hay algo más?
     —Pues… que él lo consiguió.
     Martin dejó de reír. Siguieron unos minutos de silencio. Me miraba con ojos desorbitados.
     —¿Qué dices?
     —James Murton, no sé cómo, se volvió inmortal. Ninguna lesión, herida o enfermedad le afectaba desde entonces. Así fue como sobrevivió a la peste.
     —¿La peste?
     —Sí, en el siglo XIV. Afectó a toda Inglaterra. Y a él.
     »Pero no era como esperaba.
     Martin torció un momento el cuello hacia la mesita. Acababa de ver las hojas.
     —¿Pone algo de eso ahí? —preguntó, señalándolas.
     —No lo he entendido muy bien; sólo menciona algo de… libros prohibidos y poderes primigenios.
      Alargué un dedo a la mesa, señalando a las hojas.
      —Lo que sí he entendido es que….sólo logró unir su existencia inmortal a su cuerpo mortal.
      —Bien. —Esperaba a que me dijera que desvariaba—. ¿Puedes traducirme eso?  
      —Por lo que he entendido soportaba todo, seguía vivo, pero su cuerpo mantenía el procedimiento natural de envejecimiento y descomposición. Es decir, envejece como cualquiera hasta la muerte… y empieza a pudrirse.
     »Pues bien, él a la larga, aunque seguía consciente, empezaba a pudrirse.
      Hice una pause. Respiré. Junté las manos, apretándolas para que no temblasen.
     —Cuando se dio cuenta, intentó revertir el proceso, buscando morir de forma permanente.  Pero fracasó y acabo vivo en un cuerpo que se pudría. Y lo sentía, un dolor que casi lo volvió loco.
     En aquel punto me detuve. Hora de poner las cartas sobre la mesa.
     —Martin, te cuento esto… porque también pone como lo solucionó: sustituyendo las partes deterioradas por equivalentes sanos; separando piel, grasa, musculo y nervio del hueso para restituir su cuerpo; renovando los sentidos, los órganos y la sangre.
     »Dice que debía matar a alguien, vaciarle de huesos y usa su cuerpo como si fuera suyo. Y para hacerlo, además de implantarlo, necesitaba un material correcto para unirlo a su sistema nervioso. Plata. Hilos finísimos de plata insertados en partes concretas, como en la acupuntura; formando un circuito eléctrico.
     »Y aquí viene la mejor parte. Eso también era provisional, porque al final el cuerpo nuevo empezaba a pudrirse. Así que lo renovaba sin parar, mientras buscaba una solución definitiva. Se le ocurrió embalsamarse, o quedarse en suspensión usando un líquido, que lo dejaría en una muerte aparente. Pone que llegó a fabricarlo, pero no tuvo suficiente hasta después de huir de Inglaterra.
    —Resumiendo —dijo al fin—. Según tú el asesino es una especie de brujo inmortal que hace se viste con los cuerpos de los muertos. ¿Correcto?
     —¿La verdad?  Yo tampoco me lo creo. Aunque esté esta prueba…
     —¿Pruebas? —reaccionó, mirándome sin parpadear mientras cogía el diario—. Rumores, cuentos chinos y hojas ilegible de hace siglos…
     Mientras hablaba las iba pasando, devolviéndolas en orden a la mesa.
     —Nada de esto puede asociarse con lo que pasó —concluyó—. Como lo hagas, no nos cerraran, nos tildaran de locos.
     —Sí, es verdad —Bajé la mirada—. Supongo… que ha sido un viaje para nada.
     —Y de todos modos el caso está estancado. No ha muerto nadie más. Debió ser un loco de paso.
     Asentí.
     —Creo…que será mejor olvidar todo esto —opinó—. Recordar a los que han podido ser identificados y no ahondar más en la herida.
     —Te doy la razón —dije, antes de añadir, pasmándole—: Y he pensado que deberíamos incluir la historia del alquimista, como parte de la investigación de Villanueva… a modo de homenaje.
     Martín rio por lo bajo, paseando la vista el apartamento como si estuviese nervioso. Igual se le hacía tarde para su otra cita.
     —Insisto, un cuento fantástico de un hombre que vacía cuerpos para vestirse con ellos… Hundiría su reputación. Es mejor dejarlo así.
     —¿Qué te pasa? —inquirí—. Incluyéndolo como leyenda ni ganamos ni perdemos nada ¿Así que qué más te da?
     —Es un periódico pequeño; no tenemos espacio para cuentos populares, sobre todo de fuera.
     —¿Qué te pasa? —pregunté, pillándole por sorpresa—. Parece… que no estás bien.
       Suspiró, junto las manos y bajó la cabeza. Estaba tan rojo que temí que le fuese a dar un infarto.
     —Este tema muy es malo —dijo, levantándose—.Terrible. Han pasado muchas cosas raras. Si sigue así, alguien podría salir herido…
     — Tú lo has dicho, los crímenes han parado. Si el asesino se ha ido, no le va a importar que…
     —Bueno, entonces… —me interrumpió, metiéndose la mano detrás del pantalón—. No estará de más tomar precauciones.
     Cuando volvió a ponerla delante llevaba un pequeño revolver plateado con la empuñadura negra. Al verlo me sobresalté, tensando mi espalda. Lo dejó caer sobre la mesa, delante de mío.
     —Puedes cogerla —me ofreció—. Hasta puedes quedártela; yo no creo que vaya a utilizarla.
     Estiré la mano sin creérmelo, intentando no temblar. Cogí la culata y me la puse frente a los ojos. Estaba en buen estado, y era muy ligera. No parecía cargada; sin embargo el tambor estaba lleno.
     —¿Esto…? —empecé, todavía asimilándolo—. ¿Desde cuando tienes llevas pistola?
     —Es de un hombre muerto —contestó.
     —¿Quién, Billy el niño?
     Rio y se recostó hacia atrás, pero no respondió. En vez de eso, la señaló.
     —Es un aparato muy curioso. Un gatillo y un proyectil del tamaño de una uña, y juntos matan a un hombre en el acto.
     Le miré, entornando los ojos. No me gustaba lo que oía.
     —¿Has disparado alguna vez?
     Mientras negaba con la cabeza, se levantó y avanzó hacia mí.
     —Es muy fácil —aseguró.
     Me lanzó las manos, rodeando las mías e inmovilizándolas. Junto al arma. Yo no pude reaccionar.
     —Martin, ¿qué coño…?
     Me sacudí, quería que me soltara. Sus manos, húmedas y pegajosas, parecía que se estuviesen derritiendo, pero aún así parecían de acero.
     —Es muy fácil —repitió, sonriendo como un loco—. Hasta un niño podría¿Te lo enseño?
     Tiró de mis manos, acercando el cañón hasta su pecho mientras sus dedos apartaban los míos hacia el gatillo.
     —Martín, para —exigí con la voz reseca—. No tiene gracia.
     —La muerte no es graciosa.
     Llevó el cañón hasta su pecho. Yo lo vi hundirse contra la carne, provocando un sonido húmedo. Una mancha oscura se formó a su alrededor.
      Me quedé mirándolo, olvidándome de la pistola un momento.
     —¿Pero qué?
     El estallido me sacudió con violencia los brazos; solté el arma, que no cayó porque seguía sujetándome. Cuando lo hizo, segundos después, el revólver rebotó en el suelo y yo me lancé hacia atrás, dándome contra la mesa y arrastrándola unos centímetros. Mientras me recuperaba del golpe, respirando por la boca, miré a Martin.
     Estaba de pie, sonriendo con un pequeño agujero sangrando donde se había formado la mancha. Sonrió triunfante mientras la hemorragia paraba, haciéndose adelante para que viese el montón desangre y carne rojos que manchaban el respaldo del sofá.
     —Martin… —dije al fin—. Qué truco…
     No cambió el gesto. Sonreía como si su cara fuese a partirse en dos.
     —Es gracioso. Él dijo lo mismo. Bueno… algo parecido.
     —Él…
     —El dueño de la pistola. El hombre muerto. —Y añadió—: El teniente  Villanueva. 
        Su respuesta me puso en pie, rozando el duro canto de metacrilato de la mesita.
     —¿Qué dices? Eso  es… imposible.
     Él asintió, retrocediendo para dejar espacio. Unas pocas gotas de sangre cayeron al suelo.
     —Me enteré de que había un policía investigando muy en serio las muertes, que se había ido a buscar información. Decidí esperarle. Cuando me enteré de que volvía casi dos meses después y de saber dónde había estado, quise tener con él. Una… pequeña charla.
     »No fue muy difícil saber cómo era su coche y por dónde vendría, lo bueno de un pueblo pequeño es que tiene pocos a accesos. Esperé y esperé; tardó un tiempo, pero eso para mí no es problema. Cuando le vi llegar, me puse frente al coche para que parase. Al principio me insultó; luego creo que sospechó lo que le espera… Intentó luchar, me disparó… Aún me acuerdo de la cara que puso después.
     » Me aseguré de que dijese todo lo que sabía; así supe de ti. Era duro… pero nadie conoce el dolor mejor que yo.
     Estaba atónito, tembloroso e inmóvil. No podía creerme la explicación, ni lo que implicaba.
     —¿Y sabes lo mejor? La has usado tan a bocajarro que mi cuerpo ha amortiguado el disparo. Nadie lo ha oído.
     Se situó tras el sillón, entendí al instante por qué: quería cortarme el paso a la puerta.
     —Martín…—conseguí pronunciar—.Tú…
     —Deja de llamarme así —me espetó secamente, cambiando su entonación—. Los dos sabemos cuál es mi nombre.
     No podía ser; decirlo parecía una forma de reconocer la locura. Pero lo escupí.
     —James Murton.
     —Ah… Ha pasado tanto desde la última vez que lo empleé, y ni decir desde la última vez fue usado para llamarme.
     —Pero… ¿Cómo?
     La cara de mi viejo amigo y jefe volvió a alargarse.
     —Lo que ves es el resultado de cuatro generaciones de investigación y experimentación. Desde que mi antepasado Edward dio la espalda a la orden de San Francisco, mi familia se volcó en cuerpo y alma en lograr su objetivo, empleando la fortuna que amasamos. Pero compaginarlo con los negocios y la continuación de nuestro linaje nos llevó mucho tiempo, más de lo que abarca una simple vida. Era necesario que el conocimiento se heredase.
     »Cuando me llegó la hora, se me ocurrió complementar nuestro saber de Inglaterra y Europa con el saber más antiguo aún de Oriente. Conseguí manuscritos de alquimistas árabes y místicos arcanos cuyo origen se pierde en el tiempo. La combinación de ciencias dio este resultado. Claro que, si lo hubiese sabido creo, que nunca lo hubiese hecho.
     Era obvio que estaba dispuesto a hablar, y yo necesitaba ganar tiempo.
     —¿Y…por qué esa… investigación tan…fanática?
     —No lo entenderías, nadie puede ahora. Yo no sólo procedo de otra tierra, sino de otra época. Esta nación y el mundo parecen haber progresado en todo hasta un punto impensable entonces. Agricultura, ingeniería, vehículos,…capacidad de sanación. Todo es muy distinto a… entonces.
     Caminó hasta detrás del sofá, acariciando el respaldo con los dedos izquierdos.
     —Yo tuve mucha suerte. Podía permitirme una vida dichosa, pero eso no me impedía ver el resto del mundo. El sufrimiento, el dolor… la muerte nos daba lo único que todos, plebeyos o aristócratas, mendigos o burgueses, clérigos o incluso el rey teníamos en común…el miedo.
     —Pero el miedo aún existe siempre lo hará; en tu país, el mío y en todas partes.
       Quería que pasase de largo, que se pusiese a mi derecha. La puerta no estaba cerrada con llave...
       Se paró y se rio.
     —No —me corrigió—. Porque el miedo de ahora no es como el de entonces. Ahora a la gente le preocupa llegar tarde a su trabajo o no tener suficiente dinero para pagar sus vicios. La gente ya no teme a la muerte, porque da por sentado que  tardará en llegar; o incluso que afecta sólo a otros.
     »Entonces se temía a todo. A Dios, más caprichoso que compasivo, con representantes terrenales torturando o ejecutando a cualquier posible hereje por evidente que fuese su inocencia; y al que no le importaba premiar la fe y la devoción con el hambre y la enfermedad. El miedo al mañana, sin saber si el más corto trayecto supondría un encuentro con el bandido y su espada; si la sequía reducirá tu sustento a polvo y a quienes te rodean a pasto de las ratas… La enfermedad y la peste, azotándonos con la misma imparcialidad. Y el miedo a la otra vida, a que la promesa del Paraíso nos acabase arrojando al infierno o la nada.
     »Mi familia quería remediar eso, mejorar la vida humana, destruir el miedo…antes de la inevitable llegada de la muerte.
     —Pero si querías hacer la vida de la gente mejor, ¿por qué, ahora tú, que no puedes morir, asesinas y mutilas sin parar?
     Resopló e inclinó la cabeza.
     —Ya te lo he dicho. Pretendíamos prolongar la vida, no hacerla indefinida. La vida eterna implica sufrimiento eterno. Este… no es el resultado que buscábamos.
     »Acabé mi investigación a los veintiún años, sin poder saber si había tenido éxito o no. Fue casi diez años después cuando lo comprobé. La peste llegó a mi hogar. Mi esposa, mi hijo, mis sirvientes…Fue una catástrofe. Yo mismo empecé a manifestar los síntomas. Los bultos crecieron en mis costados, y empezaron a extenderse.
     No dejaba de gesticular mientras hablaba, frotando su cuerpo como si se embadurnase con jabón. Yo, que al principio sólo tenía ojos para el coagulado círculo en su pecho, ahora no podía dejar de mirar sus ojos. Parecía sufrir de verdad al revivirlo.
     —Cuando llegó a mi sangre, ardí de fiebre y mi piel se cubrió de marcas. Pensé entonces que mi experimento falló, hasta que pasaron los días, semanas, meses…años. La plaga acabó, la región se repobló. Yo no me recuperé, pero… seguía vivo.
     »Y aunque la enfermedad paró, mi estado empeoraba. Estaba cubierto de pústulas, mi piel se volvía gris  se separaba de mi carne. Perdía vigor a diario, sentía un dolor como fuego corriendo por mis venas, garfios al rojo desgarrándome de arriba abajo. Mi agonía duró tanto que, tres años después, cometí el pecado supremo. Cogí mi espada y la hundí en mi pecho. Sentí el metal entrando en mí, causándome más dolor, pero seguía vivo y lo que fue peor, la herida no se curó. Tuve que suturarla como pude.
     »Entonces lo comprendí.
     Se me acercó, a lo que reaccioné apartándome. Se paró, supongo que para evaluarme.
     —Intenté cambiar el proceso. Perfeccionarlo, revertirlo... pero en vano. Lo que hice estaba hecho. Los años siguientes —se llevó una mano al entrecejo, tapándose los ojos— fueron peores. Me cubrí con vendajes y una capucha, como un leproso. El dolor ya era insoportable y no dejaba de empeorar, sin dejarme ni dormir. Temí que no fuera a parar, que me pudrieses por completo; reducido a huesos ciegos, sordos, mudos e inertes, pero aun conscientes. Ese miedo me impulsó a buscar una solución, cualquiera que fuese.
     Se dejó caer en el sillón; parecía cansado.
     —Una noche de lluvia, un viajero extraviado me pidió auxilio. Me contó que un rayo había asustado a su caballo, que le derribó y huyó. Me ofreció unas cuantas monedas a cambio de pasar la noche bajo mi techo. Yo, no sé por qué, acepté. Le mentí sobre mi aspecto, diciendo que era una  malformación, que por eso vivía solo. Cenamos juntos y durmió en las dependencias de mis criados. Yo, en mi dormitorio, ojeaba tratados que pudiesen darme una solución.
     »No sé cuánto tiempo pasó, sólo que me volví y le vi. Al ver los textos antiguos me acusó de ser un brujo, un hereje que debía ser castigado por Dios ¡Ja! ¡Yo ya sabía lo que era eso! Mejor que nadie…En cualquier caso, ya no podía dejarle ir.
      Se encogió de hombros, como dando a entender que fue inevitable.
     —Se resistió, golpeándome, arrancando los vendajes, pero no le sirvió de nada… Cuando murió, comprobé en un espejo los efectos de la lucha. Le maldije por enseñármelos.
     Empezó a tocarse la cara, como temiendo perder alguna de sus partes, perfectamente firmes.
     —También debía librarme del cadáver. Era un hombre grande, ancho como un tonel. Creo que eso me dio la idea hecho me animó a tomar mi decisión.
     »Lo desmembré y despelleje. Le arranqué los huesos uno a uno. Cuando acabé me desnude por primera vez en mucho tiempo. Casi grité al ver los grandes pedazos de carne que se desprendieron con la ropa. Sin pensarlo más,  los reemplace con la carne cálida y fresca del traidor, salvo un trozo de torso y parte de los brazos y piernas. Lo cosía a cada paso. Luego tiré los huesos en un bosque a unas millas, donde supongo que seguirá lo que de ellos quede. Admito que fue doloroso.
     Volvía a sonreír. Sus ojos, fijos en mí ardían. ¿De odio, de desesperación? ¿De gula?
     —Tenía dos problemas. La carne muerta, aunque sujeta, no seguía mis movimientos como debía, y por supuesto era cuestión de tiempo que siguiese el camino de mi cuerpo original. Decidí continuar aislado, atrayendo a ocasionales viajeros o vagabundos; siempre que podía forasteros. Con la práctica llegó la perfección.
     Asentí, ya sabía como. Cuando volvió a hablar, su tono era nostálgico.
     —Estaba a punto de lograrlo. Conseguí crear una capaz de sumirme en la…muerte. Pero ese maldito hereje me hizo comprender que era sólo cuestión de tiempo que alguien se inmiscuyera en mis asuntos. Tuve que huir, a esta oscura y barbará península donde, al menos, sus asustados lugareños me permitieron continuar mi… labor el tiempo suficiente para acabar.
     Terminada su explicación, se inclinó tanto que pensé que iba a caerse del sillón.
     —Créame, hubiese seguido así. Pero ese necio entró en mi hogar, encontró mi refugio y me despertó.
      »Me desperté en el duro suelo, mojado aún de mi formula y rodeado de pedazos del depósito. El poco aire en la sala me secó, reviviendo mis sentidos y el dolor. Entonces lo vi, un muchacho que parecía perder su consciencia, tirado a mi merced. Lo último que hizo fue abrir los ojos y reírse; creo que pensando que no era real.
     —¿Y por qué volviste a empezar?
     —Porque ese fluido era irremplazable, y no sabía nada del mundo. Ahora hay más gente, incluso demasiada; tanta que muchos no le importan a nadie. Los desgraciados han pasado de ser la mayoría a los despojos.
     Así que me dediqué a observar y aprender. Ahora domino muchas cosas nuevas, incluida vuestra alquimia. Lo que llamáis conservantes. He visto sus efectos en los muertos., parecidos a mi fórmula. Por eso he decidido vivir así hasta tener suficiente. Entonces volveré a dormir, con la esperanza de no volver a despertar.
     —¿De verdad? Habrás comprobado que casi no hay sitios vacíos.
     Murton rio nerviosamente.
     —Vamos, pude permanecer en paz casi medio milenio —contraatacó—. Sólo debo buscar el sitio adecuado, lejos de todo y de todos. Y, por supuesto, no dejar testigos de mi secreto
     Sus últimas palabras me pusieron en alerta. Después de pronunciarlas se levantó.
     —¿Qué … qué vas a hacer conmigo?
     Retrocedí, rozando con las piernas la mesita La cara de mi jefe parecía divertida.
     —Vamos, sabe que no voy a permitir que alguien que conoce mi historia viva para contarla.
     —¿Qué dices? ¡Yo no sé nada de cómo va esto! Y además, nadie me creería.
     —Tiene razón, nadie lo cree al principio. Pero aquí estoy.
     »No debe olvidar que la verdadera razón detrás de mi primera muerte fue ocultar mi secreto. Entonces nadie lo habría entendido salvo como brujería y pactos con el diablo. Me habrían quemado o torturado de mil maneras inimaginables y, sin conocer mis límites, mi sufrimiento no habría tenido fin.
     »Ahora la gente teme menos a Dios pero más a las rarezas, a cualquier cosa que se salga de lo mundano. Seguramente me torturarían o retendrían, buscando repetir mi resultado. Increíble, como usted dice, más en su escéptica sociedad. Pero no voy a arriesgarme.
     Avanzaba con pasos largos y lentos, deliberados. Me miraba como un ave de presa.
     —No debe temer. Su muerte va a ser rápida. Luego quemaré todo rastro y mi existencia acabará.
     Me lancé corriendo a por el revólver, haciéndole reír otra vez.
     —Eso me hace mucho daño, pero sus aguijonazos no son nada comparado con lo que ya he sentido. Además, ya has visto que no puede matarme. No salvó a su dueño ni te salvará a ti.
     Mientras lo levantaba para apuntar, se me echó encima, tirándome de espaldas.
      Estaba bajo sus rodillas, atrapado bajo su peso. Con la mano derecha me agarró la garganta, mientras la izquierda aplastaba contra el suelo mi brazo con el arma. No quería que disparase por miedo a las heridas como había dicho, sino para no alertar a los vecinos o la gente de la calle.
     Mi laringe empezó a dolerme de verdad, y mi visión se volvió neblinosa. Sus dedos se hundían como escalpelos; hasta me pareció que me había cortado y la sangre me resbalaba por el cuello. Mis débiles golpes no conseguían apartar su brazo, así que llevé el brazo izquierdo con el derecho y, con todas mis fuerzas, conseguí moverlo.
     —No te esfuerces y sufrirás menos —me aconsejó.
     Me rodeó el cuello con las dos manos. Mi voz se ahogó por completo, mi pecho se hundió; estaba a punto de perder el sentido.
      Fue un último acto de supervivencia. Levanté la pistola y la puse contra él a ciegas, bajé el percutor y disparé.
     Mis brazos volvieron a agitarse, aunque no llegué a oír el disparo. Sí noté la presión sobre mi cuello y cuello aflojar. Me senté y aspiré varias veces, soltando el arma y frotándome el cuello con las manos. Seguía doliéndome horrores.
       Mientras recuperaba la vista, vi las salpicaduras extenderse hacia la mesita. Le busque de un lado a otro. Estaba dándome la espalda el otro extremo del salón, donde tenía un pequeño armario para guardar vajillas coronado por un espejo oval. Se cubría la cara a la altura de la boca y temblaba levemente. Vi que la sangre había formado un reguero a sus pies.
     —Maldito necio —musitó—. Mira lo que has hecho
     Se dio la vuelta. Tenía los dientes apretados, dejando a la vista sus encías color morado. La mejilla izquierda había reventado, dibujándole una cicatriz sangrienta hasta el borde de la oreja.
     —Ahora no me puedo ir de aquí así. Así que no tengo elección.
     Avanzó hasta el centro de la sala, firme. Yo recuperé el revólver y le encañoné. Él me ignoró.
     Estiró los brazos hacia atrás para devolverlos adelante, trazando un rápido arco y quedando tensado. Parecía un ejercicio de estiramiento; que provocó varios chasquidos en su cuerpo.
      —Es curioso, no te reservaba esto —aseguró con pretendido lamento—. Tú te lo has buscado. Pero piense que, al contrario que los demás, tú verme empezarlo. Considérate afortunado.
     Mientras lo decía su cara empezó a cambiar; parecía que ponía una expresión triste, entornando los ojos y bajando los labios. Luego me di cuenta de que la carne de su cara se volvía flácida, aflojándose; como su vientre abultado, como si Martín Hurtado se desinflase. Y entonces, acompañado del un violento desgarro, pasó.
     Un estallido rojo llenó mi de miles de gotas carmesíes, mientras el cuerpo vació caía de cara, formando un guiñapo arrugado  y ensangrentado envuelto en sus desgarradas ropas.
     El culpable estaba allí, de pie sobre los restos destrozados, salido de su espalda. James Murton, igual de salpicado, me miraba. No pude reprimir un grito, queme hizo bajar el revólver; ahora que estaba claro que sería inútil.
     A primera vista parecía una figura de estudios anatómicos, esos torsos desollados de plástico de algunos colegios e institutos cubiertos de rojos músculos pintados. Al segundo vistazo me pareció más una momia; no un embalsamado rey egipcio cubierto de vendas sino un cuerpo de alguna parte de Asia y América enterrado en un nicho estrecho, a veces aún vivos, consumido despacio hasta dejar un esqueleto envuelto en finas capas de su propia piel.
     No debía superar mi metro sesenta y seis, pero su extrema delgadez le hacía parecer más alto. Enrojecido por la sangre fresca, su cuerpo tenía un extraño tono grisáceo. Parecía que pelo, grasa y hasta piel habían desaparecido, dejando una capa de músculo sólido y correoso que dejaba apreciar los huesos de debajo. En el pecho se perfilaban los pectorales, deformados por los bultos de las costillas. Había una extraña estructura sobre el vientre que rodeaba la cintura, justo debajo; una especie de cesta metálica amarillenta, tal vez de bronce, con una apertura central que encajaba como los dientes de un cepo.
     La cabeza resultaba especialmente grotesca, porque podía verse todo lo vivo que tenía de muerto. El cráneo, descarnado, no tenía nariz y orejas, pero sus respectivos canales estaban abiertos. La tráquea blanca bajaba por el cuello como una tubería de desagüe, escoltada por fibras elásticas y oscuras que supuse serían las cuerdas vocales de su anterior dueño; extirpadas como sus ojos castaños sin párpados.
      El detalle más llamativo y extravagante eran unas pequeñas protrusiones metálicas parecidas a tornillos repartidas desigualmente por todo su cuerpo, de las que partían los hilos de plata de al menos siete metros. A un movimiento, como el resultado de un espasmo nervioso, todos se plegaron hacia atrás, rodeando su cuello y la parte inferior del pecho, formando una asombrosa cola artificial a medio camino entre un velo nupcial y el mar de ojos de los pavos reales. Ahora entendía que perdiese fragmentos con sus cambios de piel.
     —Bien —pronunció, revelando que conservaba también la lengua—. Terminemos esto.
     El cadáver monstruoso volvió hacia mí, emitiendo un sonido húmedo al pisar su última presa. Todavía impactado, intentando creer lo que veía, levanté la pistola; pero Murton, más rápido de lo que parecía, llegó frente a mí. De un manotazo la mandó volando al otro extremo de la habitación, para luego volver a agarrarme por el cuello con las dos manos.
      Levantó los brazos y a mí una fuerza impensable. La sensación de pinchazos se incrementó; dejándome ver otro detalle: insertados, incrustados en las puntas de sus dedos; había piezas metálicas a camino entre dedales y anillos; afilados y con puntas de distintas formas: rectos, curvos, finos como agujas; seguramente sus instrumentos para desollar, descarnar y destripar a su víctima ya muerta.
     Desesperado, me puse a arañar y pegar como un cachorro, sobre todo a la altura del pecho. Al mirar, vi sobresalir a la altura de sus axilas sobresalía una pequeña fila de piezas metálicas, parecidas a bisagras, que bajaban por su costado. También, atravesando su esternón, una fina hendidura bajaba hasta la cesta metálica, y dos púas de metal estrechas, parecidas a boquillas de manguera, asomaban sobre el primer par de costillas.
      Pensando que podía ser un punto débil, le cogí como pude los pectorales tiré de ellos hacia fuera. Su costillar se abrió como un armario de cocina, revelando su contenido en medio de un espeso olor a óxido.
     Acomodados en su sitio, un corazón rojo latía con energía, flanqueado por dos pulmones; el trío de órganos estaba cubierto de una maraña de milenarias telarañas, finos gusanos que se escurrían sobre ellos para devorarlos, entre los que sobresalían dos gruesos tubos, conectados a las boquillas del pecho.
     Acababa de saber cómo me sacaría la sangre, y para que servía la cesta de su mitad inferior.
     Mi acto pareció enfurecerlo. Murton gruño y me empujó, tirándome de espaldas, aprovechando para volver a cerrarse. Una vez hecho volvió sobre mí, me agarró por los pelos y estampó mi cabeza contra el suelo una, dos…varias veces.
     Justo cuando me quedaba sin sentido oí un ruido nuevo, abrupto y repentino; un chasquido metálico y seco en alguna parte de la casa. Murton también se dio cuenta y me soltó
     Lo último que sentí fue algo parecido a un grito de mujer, rápidamente acallado.

    Despertaría a las dos de la madrugada en la cama de un hospital con una corona y un collar de vendas, la cabeza como unas maracas y afónico. A mi lado había una enfermera joven y dos hombres, vestido con camisa, chaqueta y pantalones largos. Se identificaron como policías.
     —Buenas noches, señor. Nos alegra que haya despertado.
     —¿Qué…dónde estoy? —conseguí pronunciar con esfuerzo.
     No perdieron tiempo en ponerme al corriente: una vecina llamó a emergencias al ver fuego en mi apartamento. Los bomberos evacuaron deprisa el edificio y entraron en mi piso tras comprobar que, en efecto, era la fuente del fuego. Me encontraron inconsciente en el salón, con el sofá, una cómoda y mi dormitorio ardiendo por separado; lo que descartaba que me hubiese dormido fumando. Los sofocaron sin problemas y me trasladaron allí.
     —¿Recuerda algo de lo ocurrido en su apartamento antes del incendio?
     Use en todo momento evasivas, no dijese algo de lo que pudiese arrepentirme.
     —No…no sé…La cabeza me da vueltas…Puede que con más tiempo…
     —¿Había alguien con usted?
     La pregunta me pilló de improviso.
     —¿Por qué lo pregunta?
     El autor miró a su compañero y luego a mí.
     —El apartamento no tiene daños graves, pero hemos hallado restos humanos calcinados en el dormitorio.
     Mi atención creció. Sí, había restos allí pero, de haber ardido…
     —¿Saben quién?
     El agente asintió.
     —Han hecho falta sus registros dentales. Han sido identificados como pertenecientes a Sandra Ruiz Fernández, que vivía y trabajaba en…
     —Sandra…No….
      Las lágrimas cayeron de mis ojos, arrancadas por el golpe emocional directo, que me hizo recordar lo último que oí. Era irónico. Había elegido un mal  momento para acordarse de sus llaves.
     —Hemos hablado con sus vecinos. Dicen que oyeron jaleo antes del incendio, como una pelea. Si quiere… —Lo decía mirándome al cuello, a los vendajes sobre un collage de arañazos.
     Aquello fue demasiado. Decidí acabar con todo.
     —Espere. Creo que…ya me acuerdo.
     La mentira fue casi espontanea: mi jefe me había visitado y, mientras charlábamos, a eso de las nueve, alguien llamó a mi puerta. Vestía de negro y no pude verle la cara. Se me tiró encima y empezó a pegarme; no me acordaba de nada más. Mi pobre amiga debió llegar al rato y sorprenderle. Luego el intruso usó combustible para intentar borrar sus huellas.
     Mi versión zanjó el caso; aunque no parecían muy convencidos, me dejaron sólo. Que persiguiesen fantasmas, aunque nunca encontrasen a Martin Hurtado. En unos meses, todo pasó.
     Me enteré de que la mujer que avisó del incendio no fue identificada. El móvil que uso era robado, propiedad de un hombre desaparecido hacía tiempo. Aunque los restos no pudieran atestiguarlo, sospecho lo que pasó de verdad: James Murton había saltado del disfraz al travestismo.

     Pasé un tiempo enfadado, desenado vengarme, y vengarlos. En lo momentos en que no me volvía loco de furia, pensaba que debía considerarme con suerte y rezar para que me olvidase.
     No me importaba que fuese inmortal. Decidí conocer a mi enemigo, empezando por estudiar los libros de su laboratorio, pero lo poco que encontré me convenció de que la causa de su maldición estaba a un nivel muy superior para mí. Si Murton llegaba a morir, no sería por mi mano.
      Yo también intenté olvidar. Lo intenté un tiempo, como un mes después, con la bebida. No era un buen sistema; además de unas resacas terribles me dejaba suficientes momentos de lucidez para pensar.
      Las mujeres que andaban por la calle. El hombre que llenaba mi vaso, que a veces sonreía mientras inclinaba la botella. Desconocidos cuyos ojos sentía me apuñalaban la espalda.
     ¿Podía ser él? Yo no puedo esconderme. Él, en cambio, no deja de cambiar de cara, literalmente.
      Dejé el alcohol, necesitaba estar lucido. Intenté abstraerme volviendo al trabajo. La desconfianza y los nervios acabaron por liberarme. Por fin había escapado de la rutina.
      Tengo miedo. Mi vida ha acabado. He perdido mi trabajo, dentro de una semana me desahucian y no tengo a donde ir. En la calle seré uno más de los millones sin nombre y cara de los que se alimenta.
 
     Tengo miedo en mi cama. Fuera, las farolas alumbran la noche.
     Oigo pasos en el pasillo. Una luz se enciende. La sombra de dos pies pasa bajo mi puerta. ¿Sigue o se ha parado?
     Espero, espero oír que se va; como espero ver el sol del día siguiente.


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