lunes, 21 de marzo de 2016

LA MALDICIÓN DE LOS HUESOS - 1º PARTE

     Gilmore dejó Tremont para meterse en una calleja oscura que, a través de un par de atajos, le llevaría a su casa. Se sentía inquieto.
       Desde que dejó el taller de coches había visto poca cosa: un negro bien vestido que podía ser abogado vociferando en una cabina y dos hombres jóvenes con pinta de estudiantes que bien podrían haber salido a buscar chicas, si no fuese porque estaba seguro de haberles visto cogidos de la mano. Nada del otro mundo; al menos nada que justificase la tremenda rigidez que le había entorpecido todo el santo día, convirtiendo en un reto girar las tuercas en los motores, o el tremendo frío impropio que le atenazó al pisar la calle, metiéndose bajo su chaqueta y su piel para pulular por sus huesos como una legión de hormigas.
     Imaginaciones mías.
     Aquello no era nada; quizás achaques de la edad. El viejo Jared estaba a punto de cumplir los sesenta y nueve, aunque la gente no se cansaba de decirle que lo disimulaba de maravilla; incluso Linda no dejaba de insistir en que pensase en jubilarse, aunque dudaba de que su pensión de veterano pudiese competir con su actual empleo. Una buena cena caliente y un par de Yuengling Lager mientras veía las últimas noticias sobre los Celtics en la tele bastarían para tratarle.
      El camino hacia Columbus, delante suyo, estaba despejado; sólo debía atravesar aquel corredor de ladrillo, iluminado por las luces de South End. Apenas veinte metros de recorrido peatonal  en perfecta línea recta. A la derecha estaba la entrada trasera de un restaurante francés (creía) del que no era raro ver salir esporádicamente a un puertorriqueño para apilar bolsas de basura junto a un cubo de aluminio. Normalmente podía contar a simple vista todas y cada una de las losas bajo sus pies, pero era como si un apagón parcial hubiese aislado el corredor. La única luz del callejón en ese momento era,  precisamente, la que se arrastraba con el susurrar del vapor hirviendo y los gritos de la cocina por debajo de aquella puerta.
     Era un último día de marzo raro, en el que parecía que la primavera hubiese perdido su vuelo. Aunque las nieves ya se habían derretido sobre las aceras hacía frio, más que de costumbre. Y el cielo…
     Gilmore no podía dejar de levantar hacia arriba su agarrotado cuello. Estaba demasiado oscuro; hasta en al noches cerradas podía verse algún reflejo en las nubes. Ese día se sentía en una jaula tapada con cortina negra. Al fondo, en el edifico anexo a la salida del callejón, había habido una almacén; de ropa o algo por el estilo que ahora tenía las persianas echadas, las ventanas clavadas y un grueso candado sobre la puerta de su lateral. Y entre ambas construcciones, como un escote entre dos pechos muy grandes, un pequeño callejón sin salida daba a una pared que hacía de puente entre los dos. En su tiempo, quizás, allí se acumulaban los residuos de las dos puertas traseras; ahora, que sólo una escupía mierda por su culo, debía parecer demasiada distancia para mandar al mozo.
      Gilmore odiaba ese callejón, pasar por su lado revivía viejos miedos: algún desgraciado esperando a oscuras a que pasase de largo para ganarle la espalda, deslizarle un cuchillo por la garganta y cortar; dejándole desangrarse mientas le vaciaba los bolsillos…
Gilmore rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar los Lucky Strike; cubrió uno las manos y lo encendió con su zippo. Un día oscuro, ¿y qué? Llevaba pateándolo muchas veces, esperando un ataque que nunca llegaba. El sonido  cercano de los coches debía bastar para asustar a los gamberros, que correrían sin mirar atrás. Gilmore dio una calada primero y un paso después. Al menos había ganado una luz adicional y algo de calor interno.
     El hombre aceleró con la brasa del cigarro brillando en sus labios. No era miedo; simplemente quería, sentía que tenía que volver a estar con más gente. Los veía delante; los coches pasando a toda velocidad, la gente yendo y viniendo entre charlas, a veces risas. Normalmente lo oía todo; el motor perdiéndose, la carcajada parecía hacerle burla. El sonido de la civilización llamándole gallina.
      Ahora, como en un cine mudo, veía la vida pero el sonido se perdía, evitándole. Parecía subir como el humo por una chimenea, desviado a la entrada de la calle.
     Al pasar junto al restaurante, Gilmore se quedó mirándolo. El frenesí al otro lado retumbaba en sus tímpanos, haciéndole temer una sordera inesperada y galopante…
      Delante, las farolas blanqueaban el suelo gris y una columna de vapor se elevaba desde una reja de alcantarillado a su izquierda. Sin correr, para no romper la  promesa hecha a si mismo hacía tiempo de no volver a ceder al miedo, avanzó, deseoso de volver al mundo real; tanto que incluso ignoró el callejón de su derecha.
     Acababa de dejarlo atrás cuando lo oyó. Por primera vez, un sonido se asomaba desde su interior.
      Con el papel convirtiéndose en cenizas entre sus labios, Gilmore giró la cabeza retrocedió un paso, contemplando la oscuridad de soslayo.
     —¿Hola? —preguntó sin subir demasiado la voz—. ¿Hay alguien ahí?
     Claro que lo había; era un conocimiento tácito. En el estrecho hueco, negro como una pantalla apagada, no se veía nada pero se oía algo, que al mismo tiempo no era capaz de entender. Gilmore se acercó y se apoyó en el  borde para oír mejor.
     Parecía el murmullo de quien habla en sueños, seguido de crujidos que podían ser de cartones al doblarse o bolsas de basura aplastadas.
     Un vagabundo durmiendo sobre una montaña de porquería. Mejor lo dejo con sus penas.
      La explicación y la conclusión que quería.
      Gilmore empezó a volverse cuando de la oscuridad salió un silbido, seco, áspero y pesado como una voz intentando chillar. Se imaginó de pronto a un pervertido con una niña raptada a punta de navaja y arrastrada hasta allí. Se habría lanzado de frente a ayudar si tuviese garantías. Podía interrumpir algo consentido y legal. Y salir escaldado.
     Un suave arrastre acompañó al creciente ruido, que se fue acompasando, volviéndose rítmico. Su dueño se había incorporado. Gilmore ya lo había identificado como una respiración, enferma… o sólo anormal.
      Sin peticiones ni gritos diciéndole que fuese o que le diesen por culo, decidió que había perdido suficiente tiempo. Con una nube de humo enmascarándole la cara, volvió a caminar, mientras el hombre del callejón se acercaba despacio.
     Ya casi había alcanzado Columbus Avenue, levantando los pies para alargar sus zancadas mientras sentía su corazón oprimido en el pecho. No pasaba nada; la salida seguía allí, al alcance de su mano…
     Los pasos le alcanzaban. Gilmore, después de otra calada, miró atrás por el rabillo de ojo.
     Será sólo más pobre viejo, borracho y que ni sabe dónde está…
     Instintivamente palpó con su mano derecha el bolsillo interior de su chaqueta. Llevaba un revolver del 35; nunca dejaba su casa sin él. Era bonito, manejable y garantía de seguridad; un vistazo y echaba atrás a cualquiera…
     Gilmore lo habría sacado si su pierna izquierda no hubiese tropezado. Gruñó mientras tensaba sus músculos, sintiendo la presión sobre su corazón convertirse en un pinchazo. Sintió las fuerzas dejarle, que caía de rodillas… Sólo su determinación a seguir en pie y sus piernas de ex marine lo mantuvieron firme.
     Los halitos estaban tan cerca que creyó sentirlos en la nuca; sólo le sacaron de su error los pies, por lo visto descalzos, arrastrándose sobre el frío suelo y el arañazo lento y premeditado de una uña sobre los ladrillos.
      Se le erizó el bello en brazos y espalda. Sacó la pistola por fin, bajó el percutor y apuntó atrás.
      Estaba ahí, asomado al muro; parecía que con la cabeza o el hombro izquierdo apoyados.
       —Vale, amigo, no sé quién eres ni qué coño…
      Dos pasos más lo sacaron de la calleja y la oscuridad. Gilmore se quedó sin voz, con sus ojos muy abiertos, sin notar siquiera que había dejado caer al suelo la colilla
      Fue captándolo de arriba a abajo. Primero los pies, grandes, arrugados y negros, al final de dos piernas decrépitas y arrugadas que parecían palitos de regaliz. Su llegada fue anunciada por un resuello final, mucho más largo e intenso que iba acompañado del olor agrio de la carne quemada y las aguas sulfurosas, que desplazó al tabaco en la nariz de Gilmore. Este, inmóvil y con la pistola en alto, habría vomitado si se atreviese a dejar de verlo.
     Era real, la piel negra y marchita como quemada, el rostro anciano pelado salvo por unos largos mechones blancos pegados en torno al cráneo sin orejas, nariz ni labios; sólo la mandíbula descarnada y sonriente y los ojos, vacíos, en los que refulgía una luz amarillenta.
      De todo, lo más imposible era el torso. La caja torácica abierta, con seis costillas abiertas haca fuera, sobre un hueco sin corazón; sólo una hendidura oscura y vacía que parecía hundirse hasta traspasarlo y más, atrayendo la vista de Gilmore hasta que parpadeó porque le escocieron los ojos.
     Y, peor aún que estar con un monstruo, fue reconocerlo.
     —Tú…
     Respondió al entrecortado monosílabo dejando caer la mandíbula inferior y aullando. Gilmore tembló.
     —No… puede ser. Ha pasado mucho tiempo de eso…
     Su sonrisa parecía más viva, como preguntándole ¿sabes cuánto? Avanzó, despacio pero en línea recta, hacia él. Gilmore le apuntaba con manos trémulas mientras retrocedía sin mirar atrás. La calle estaba cerca.
     —Eso estaba…ya sabes lo que pasó; por qué lo… —Sonrió, pensando que si parecía animado se sentiría así—. Yo no…
     Se paró. Había empezado a levantar su brazo derecho, en el que podía ver el hueco en forma de cero que formaban la tibia y el peroné. Una mano esquelética cubierta de jirones de piel marrón podrido y uñas largas y finas como agujas le señaló. Parecía una jeringuilla, sí, que le iba a aplicar una sana y dolorosa vacuna.
     Gilmore contuvo la respiración y consiguió, por fin, apuntar con firmeza. De acuerdo, si quería pelea…
     La boca se abrió, revelando una lengua hinchada y purpurea que se sacudió.
     Bakuhatsu[1]
     Cuatro sílabas, una palabra que reconoció como japonés y nada más, sin decirle nada…
     El efecto fue inmediato. Una descarga, como un escalofrió generalizado recorrió su cuerpo. Gilmore abrió la boca, intentando respirar, mientras abría la mano y soltaba la pistola.
      En ese momento lo oyó.
     Parecían una boca mascando puñados de pipas de girasol sin pelar; demasiados para contarlos. Sus huesos crujían, mientras el dolor del pecho se transmitía a todo su cuerpo; cabeza, cuello, hombros, brazos, dedos…
      Gilmore abrió la boca para chillar, sin lograrlo. Sentía como si sus venas se hubiesen llenado de  minúsculos erizos de mar. La impresión primero y la magnitud remataron sus rodillas. Gilmore cayó doblado al suelo, con el rostro contraído; jadeando para meter en sus pulmones una bocanada de aire…
     El ser seguía delante, señalándole. Sería lo último que vería.
      Sus huesos crujieron con más fuerza, bloqueando su cerebro. Su piel sangró, presionada en todas partes desde el interior. Un espasmo en su diafragma le impidió chillar, disipando el dolor un momento, antes de repetirse. Al tercero, Gilmore dejó de sentir.
     Una joven con chaqueta y gorro blancos chilló en Columbus Avenue, atrayendo varias miradas curiosas que se fueron convirtiendo en horror y asco. Fue un hombre adulto con traje de oficina quien se animó a ir hasta ella.
     —¿Está bien?
     La joven, no respondió, palpándose. Estaba salpicada de sangre de la cabeza a la cintura, pero no parecía suya…
      Las miradas pasaron al callejón, brillante bajo una nueva capa de barniz rojo. La policía irrumpiría en la frenética cocina por la puerta, preguntando si tenían una picadora de carne industrial. Nadie había oído nada.
     Lo único que quedó reconocible en la escena fue un revólver del 35 y un medio Lucky Strike, que se había vuelto rojo.

     A dos mil ochocientos kilómetros de Boston, en la cama de matrimonio de su casa de Queens, Nueva York Timothy Young, de sesenta y dos años, se despertó de forma súbita.
      ¿Qué…?
     Parpadeó dos veces, bostezó y se sentó en la cama. Le había parecido como si la habitación temblase.
     ¿Un terremoto?
      No, era imposible; todo estaba en orden, y la calle guardaba silencio.
     Una pesadilla, seguramente. ¿Pero qué había soñado? Tim se rascó la frente con fuerza, como queriendo desenterrar la memoria bajo las capas de músculo duro y curtido, pero no recordó nada.
     Volvió a acostarse, intrigado por el misterio, hasta que le sueño lo hizo a un lado.
      Ya ha empezado.
     El anciano abrió otra vez los ojos. No estaba seguro de qué había sido; lo había oído pero no parecía la voz. Tampoco estaba seguro de que fuese solo su cabeza.
      Esperó unos segundos, por si oía algo más. Seguía tan solo como estaba al despertar
      —¿Qué? —Preguntó, por mera curiosidad—. ¿Qué ha pasado?
      No lo sabría hasta catorce horas después, al enterarse de que tenía que coger un avión para asistir a un funeral en otro estado.

     Ernest Godway suspiró con furia, frunciendo el ceño mientras su cerebro gesticulaba. La cosechadora acababa de atascarse, y parecía que el golpe había dañado el motor, dejando a medias el corte militar que aplicaba a sus más que crecidas veinticuatro hectáreas de pelo verde. Si no la ponía en marcha no podría recolectar; si no la movía no podría repararla. Tras varios insufribles minutos de esfuerzo excesivo, Ernest se quitó el sudor de la frente con su mano enguantada y lo limpió contra el pecho del mono. Luego se asomó. Al menos sabría dónde estaba.
     No se había alejado demasiado, lo que era bueno. El maizal le esperaba delante como un ejército de cabezas amarillas esperando que las decapitase. Detrás, un surco se abría unos quince metros por delante de su casa, donde Dona debía estar preparando el desayuno de los niños, cada visita más perezosos. Y, sobre todos, el cielo azul de Nebraska refulgía con luz propia sobre el sol, que no brillaba precisamente con simpatía.
     Ernest se recolocó las gafas sobre la resbaladiza nariz y, después de una pausa, intentó encender el motor; siempre un buen indicativo de la gravedad de los daños. La máquina roja rugió tras él y las cuchillas iniciaron su movimiento, perdiendo la fuerza al segundo segundo. Miró a un lado y a otro. Aunque no estaba sólo, si iba a necesitar ayuda aquella compañía no sería demasiado útil.
     A la izquierda Marge, bautizada así por la larguísima funda de almohada que constituía su abultada cabeza, se inclinaba en señal de fatiga. No muy lejos de ella Jack, con su todavía persistente cabeza de calabaza bajo un sombrero de paja, sonreía como en una visita al dentista. Eran la más reciente contribución al maizal y, debía reconocerlo, una de las mejores. Joley y Brad aprendían rápido el oficio; más de lo que él lo hizo con once y seis años, aunque sabía que su hijo no dejaría que el apego de los niños por el campo echase raíces. No muy lejos de allí estaba el viejo Fred, con su sonrisa negra borrándose de su cabeza de cubo, lo único que quedaba de él aparte de los dos guantes de goma que sobresalían de la cruz, y Ronald, con su cabeza de payaso despintada por el sol y algún cuervo particularmente valiente, atestiguaban lo en serio que se tomaban sus nietos el ayudarle, aunque sus esmirriados brazos pudiesen hacer poco.
     Ernest abrió a su lado la caja de herramientas, sacando la llave inglesa y la llave fija del nueve. Lo bueno de la rutina era que ya se sabía de memoria qué número calzaban sus tuercas. Salió y fue hacia la parte trasera de la máquina. La idea de un posible baño facial de aceites y gasolina no le atraía, pero…
     Una suave brisa el maíz de este a oeste, provocándole un temblor al rozar su nuca aquella mañana tranquila, cálida e inusualmente silenciosa. La música del campo, solía llamarla, una banda sonora particular que desde hacía más de media vida asociaba a aquel terreno, estaba callada. No veía pájaros volar en el cielo, los insectos no zumbaban a su alrededor. …
     En ese momento, lo sintió; lo que sólo conocen los que han pasado bastante tiempo en la naturaleza para incorporar a su ser parte de ella. Algo en alguna parte del campo de maíz le estaba mirando.
     Ernest se volvió, mirando entre las filas, usando los espantapájaros como referencia. Fred al oeste, Maggie delante…
     Sintió en el acto un puñetazo en su corazón, que le hizo boquear para recobrar el aliento mientras buscaba con las manos la cabina para no caerse.
     Donde había antes cuatro efigies, ahora había cinco. La quinta se alzaba a apenas cincuenta metros delante de él.
     —¿Joley? ¿Brad? — les llamó cuando recuperó la compostura, consiguiendo reírse—. ¿Dónde estáis?
     Ignoraba cuando lo habrían confeccionado y cómo lo habían llevado hasta allí y plantado sin que se diese cuenta, pero si querían asustarle lo habían conseguido. Ahora no podían estar lejos.
     Bajó de la cosechadora, devolviendo las herramientas a la cabina.
     —Vamos, venid; el abuelo quiere hablaros. Obedeced, o tendré que daros unos azotes.
     Siguió sin respuestas, sin que las plantas se moviesen o doblasen más de lo habitual. La curiosidad pudo con su paciencia y se acercó a verlo, preguntándose con qué materiales lo habrían confeccionado.
       Como hayan cogido una de mis camisas nuevas…, mascullaba mientras apartaba los brotes.
     A unos treinta metros lo pudo ver mejor. Parecía un hombre alto y muy delgado, con los brazos extendidos y un largo sombrero chicano sobre la cabeza inclinada, como haciéndole una reverencia. Respecto a la ropa… Debían haberla sacado del desván, había dos baúles llenos de trapos desasados y harapientos que sólo servían para limpiar la cocina y hacer muñecos. Aquel conjunto, en concreto, ni siquiera lo reconoció.
     Ernest suspiró y volvió a lo suyo. Subió la escalerilla y se disponía a entrar en la cabina cuando volvió a mirar al maizal.
      Parpadeó dos veces. Le picaron los ojos, por lo que aparto las gafas y se rascó. Ahí estaba, el hombre de palos y tela con su gran sombrero sobre las mazorcas, a algo menos de veinte metros de él.
     Veinte metros… Juraría que antes eran cincuenta…
     El viento volvió a soplar, agitando un poco sus ropas. A los lados, sus congéneres sacudieron sus manos, como saludándole.
      Ernest, en ese momento, se dio cuenta. No había visto los palos de su cruz.
     Volvió a salir, ahora sujetando con fuerza la llave inglesa. El viento le hizo arrugar la nariz; llevaba consigo el olor intenso del abono y el dulzón de las mazorcas maduras. Y algo más, que apestaba.
     Ernest se mantuvo mirando a la silueta oscura, sin pestañear, mientras bajaba peldaño a peldaño de la cosechadora.  Debía ser como una marioneta gigante, de esas manejadas con un palo por debajo; lo que significaba que los niños lo movían.
      Lo estuvo mirando hasta que los tallos, de más de dos metros, lo taparon. El viento paró. No oía nada.
     Esperó unos minutos. Luego inclinó la rodilla derecha como si para declararse por segunda vez; esperando ver algo, no sabía que.
     El otrora suave sonido de los tallos al moverse ganó volumen, como si un desgraciado se hubiese salido de la carretera y se estuviese llevándose su valiosa cosecha por delante; lo recordó porque ya había pasado antes, y no porque el desgraciado en cuestión sufriese un fallo mecánico.
     Ernest apretó la mandíbula inferior, esperando, tentado de levantar la llave.
     El maíz frente a él se inclinaba; los tallos clareaban como encalados, formando un pasillo. El espantapájaros estaba al fondo del pasillo, a menos de diez metros. Ahora podía ver que no tenía cruz, ni estaca que lo clavase al suelo. Se levantaba suelo sobre piernas largas y delgadas como zancos que salían de una especie de calzón raído. Los brazos, delgados hasta lo imposible, se doblaron, casi rozando el suelo, en un ángulo que le causó una mueca. Su respiración, inconfundible, lo inflaba; aunque lo tapase aquel estúpido sombrero…
     Ernest parpadeó; de pronto le resultó familiar. Era ancho y de ala estrecha, como los sombreros mexicanos de paja, pero no era mejicano; un platillo enorme y cóncavo rematado por una pequeña chimenea. Era convexo como un cuenco del revés, como los sombreros asiáti…
      Ernest tragó saliva. Perdió la sensibilidad en los miembros, dejando caer la llave inglesa, mientras notaba bajo los brazos el frio de la transpiración. Como oliendo su miedo, levantó la cabeza, mirándole a los ojos. Ernest no podía verla; sólo sus ojos; dos cuencas enormes y redondas que refulgían como hogueras en la noche. Y aquello sonrió, estaba seguro, antes de arrancar uno de sus pies del suelo y dar un paso hacia él.
     Ernest reaccionó exhalando con fuerza. Su primer impulso fue correr; su casa estaba allí, pero no tenía fe en sus sexagenarias rodillas, que se sacudían como hechas de gelatina. No podía pedir ayuda; no estaba tan cerca para que se oyesen sus gritos, y como no se escondiese debajo de su armatoste...
     Ernest se encaramó a la cosechadora y se encerró en la cabina. Estaba atrapado, pero podía verlo y él no podía entrar. Si lo intentaba, podía intentar reventarle la cabeza con un martillo. Y, como último recurso, podía intentar poner en marcha las cuchillas. No sabía tenía aquel tipo en la cabeza, pero cualquiera se lo pensaría dos veces antes ponerse bajo las cuchillas motorizadas de doce metros.
     Mientras, había recortado casi por completo la distancia, en apenas treinta segundos. Desde su celda, Ernest pudo verlo cruzar las fronteras del reino verde. El torso escuálido color salmón bajo la camisa fina sin botones, la piel que parecía madera vieja, el rostro debajo del sombrero. Juvenil, sin pelo ni nada para reconocer su sexo; sólo sus ojos, rasgados, debajo del sombrero. El resto de la cara la tenía cubierta por un trapo, parecido al de los forajidos del oeste pero que colgaba, como si no estuviese anudado por detrás. En el centro lucía lo que parecía una vieja mancha de óxido.
     Ernest frunció el ceño, poniéndose rojo. Era un eco de un pasado que creía olvidado como un mal sueño. En su cabeza se formaron mil opciones, gritos, suplicas y frases de desaliento; como último recurso arriesgarse huyendo.
     Todo fue muy rápido. Dobló el brazo derecho noventa grados, apuntándole con su finísimo índice. Pese a estar fuera y tener las ventanas cerradas; pese a que tenía la boca cerrada, entendió lo que dijo:
     Mukade[2]
     Ernest se contorsionó, de golpe le dolía espalda. Algo le había apuñalado.
     Resollaba, asfixiado, mientras gruesas gotas de sudor le bajaban por la cara. Su corazón respiraba como una campana, haciéndole pensar en la sangre que perdería por la herida. Apretando la espalda contra el asiento, intentó llevar la mano a su espalda, hacia donde el dolor crecía. Pero sus brazos eran cortos y sólo pudo palpar la ropa húmeda y apelmazada, mientras por su espalda empezó a bajar el cuchillo…
     ¿Cuchillo?
     El momento de lucidez no alivió su dolor; sólo le ayudó a ver que se equivocaba. No tenía nada clavado. Algo había traspasado su carne desde dentro y ahora bajaba, desde el centro de sus omóplatos.
     Aquello se estiró y Ernest gritó por fin, preguntándose si Dona sintió algo parecido al dar a luz mientras oía la ropa desgarrarse y su carne troncharse. Estaba saliendo de su cuerpo, dejándolo, y partiéndole en dos mientras…
     Todo paró tan de pronto como empezó. El afligido granjero sintió un vacío interno que pesó en su cuerpo como un yunque, desplomándose sobre el volante con las manos para amortiguar. Respiraba de forma lenta trabajosa, y estaba empapado en sudor
      ¿Había pasado de verdad? No quedaba ni rastro del dolor.
     Miró a través del limpiaparabrisas y comprobó, sintiendo la boca pastosa, que sí lo había sido. Allí seguía el espantapájaros con sombreo asiático, señalándole con su brazo doblado.
     Ernest intentó levantarse, cobrando en ese momento de lo viejo y lo débil que se había vuelto. Sus brazos no parecían capaces de apartarse del volante, y su cuerpo no colaboraba, como si se hubiese quedado pegado.
       Intentó mover los dedos arriba y abajo, que bombease la sangre y los despertase. Había separado los índices cuando oyó una serie pausada de clics sobre metal, allí dentro, justo a su derecha.
     Ernest movió el cuello como pudo, formando un babero flácido bajo su barbilla. El auto del sonido había llegado frente a él. lo miró con curiosidad. Y bastante repugnancia.
      Primero le pareció que veía algún tipo de lagarto, largo como una serpiente y con espina dorsal; algo primigenia y sin patas atraído por los ratones a su maizal. Pero había oído que movía sus patas, múltiples patas… Volvió a mirarlo y vio un ciempiés, cosa que le aterró: era enorme, al menos diez veces más grande que el mayor de esos cabrones venenoso que hubiese visto en su vida, y totalmente blanco, albino creía que se decía. Su cuerpo, articulado y espinoso, brillaba, cubierto de una especie de baba. Las patas, cortas y aplanadas, estaban tapadas por su vientre. Su boca, en el centro de un anillo de aspecto óseo, era un circulo gris que no dejaba de hacer ruidos de succión, dejando salir tres pequeñas lenguas rojas rozaban un circulo de dientes finísimos.
     La vista de Ernest se nubló, privada definitivamente de aire, al terminar de reconocerlo. Sólo se parecía a una cosa, a algo que era imposible que estuviese vivo; al menos sólo y fuera de su sitio…
     Lo reconoció un segundo antes de se tirase sobre él. La cara plana y sin ojos sabía adónde apuntaba y Ernest sintió algo frio y húmedo pegarse a su cuello a la altura de la carótida, haciéndole más daño; ahora parecido a la quemadura de un cigarro.
     —¡Aaaaah! —Chilló con todas sus fuerzas, hasta quedarse sin aire y sin voz.
      Agarró con las dos manos el largo cuerpo de la cosa, que reaccionó sacudiéndose como un pez colgado de un sedal, hiriéndole los dedos con sus patas duras y dejándolas cubierta de aquel pringue de olor metálico.
     —Maldito, no te…
      Ernest perseveró, consiguiendo encajar los dedos entre las perlas deformes y coriáceas de aquel collar que quería su cuello. Reaccionó contrayendo sus segmentos, aplastándolos y añadiendo nuevos gritos. Pero Ernest no lo soltó, ahora que lo tenía, y tiró, intentando que arrancárselo; antes de que le chupase la sangre o lo que estuviese haciendo. Las patas treparon por sus brazos hasta su cuerpo, rodeándolo como si fuese una miss que hubiese ganado un certamen.
     Ernest volvió a intentar tirar, pero no pudo; la vuelta que había dado le había atado los brazos. Mientras, el roce de sus tres lenguas le provocó un escalofrío que despertó sus piernas, levantándole para intentar huir de aquella situación imposible: su propia columna vertebral quería matarle.
     Ernest empezó a pestañear frenético, dando vueltas en la cabina. No pudo reprimir una sonrisa al mirar hacia atrás, frente a su casa, donde vio su salvación correr hacia el maizal. Dona, con su pelo revuelto y su cuerpo de percherón, seguida de Tad, su viejo y perezoso pero leal Golden Retriever.
     Consiguió sacar el codo derecho de la cadena, dando un giro que lo lanzó sobre el contacto. La cosechadora rugió, en respuesta al golpe. Luego salió despedido contra la puerta. Consiguió agarrar la manija con la mano izquierda y salir. Ya sólo tenía que avisarla, dejarse ver y…
       La cosa se contorsionó aún más, haciéndole perder el equilibrio. Cayó hacia atrás con un grito.
     Lo último que Ernest Godway acertó a hacer, después de encajar el dolor del cristal que había atravesado con la cabeza, fue gritar mientras las cuchillas de la segadora lo tragaban. En la distancia su esposa, al presenciar la escena, dejó de correr y se llevó las manos a la cara, gritando despavorida mientras veía las mazorcas amarillas y los tallos verdes mancharse de rojo. Tad la rebasó, todavía tenía que efectuar un rescate; sin importar que fuese tarde.
     Junto a ella, caía, olvidado, el papel que llevaba a su marido; la carta sacada de un sobre recién rasgado que informaba de la defunción de su ex compañero y amigo Jared Gilmore. Eran las once de la mañana.

     La luz matinal empezó a filtrarse bajo de las cortinas, delante de él. Frente a su cama, coronando la mesita con dedos de rubí, el despertador le anunciaba que eran las nueve y ocho minutos de la mañana. E, inconscientemente, su mano se desplazó hacia la derecha, hacia el hueco vacío a su lado, anhelando el calor del cuerpo que, y eso lo recordó rápido como cada mañana desde hacía nueve años, ya no estaba.
     Con un suspiro, Tim volvió a apoyar su cabeza en la almohada, preguntándose si merecía la pena seguir durmiendo un poco más.
     Veinte minutos después, un chirrido procedente de la entrada de su casa le abrió los párpados. El cartero acababa de hacerle una visita.

      —Papá, creo que he visto algo en la ventana. —Anton Fruge dejó el sillón que ocupaba en el salón.
      —¿Qué dices?
     Gregoire Fruge salió de la cocina para ver qué quería su hijo. Anton, de treinta y seis años, les había visitado mientars esperaba que pasase su terrible racha. Hanna, la zorra de su mujer, se había ido con los niños y, encima, la fábrica de fertilizantes donde trabajaba, cerca de Saint Martinville, amenazaba con echar el cierre, dejándole en la calle… o echándole a él y a un buen puñado de buenos trabajadores más a cambio de seguir funcionando.
       Greg gruñía con resignación y asco cada vez que lo pensaba. En sus tiempos no se hacía eso con la gente honrada. Quizás, al final, los comunistas sí habían conseguid minar los principios del país. Él, al menos, ya no lo reconocía.
      Anton había llegado a la ventana junto a la puerta principal, intentando ver el exterior.
      —Habrá sido un mapache —dijo su padre, hambriento, con ganas de volver a la mesa.
      —¿Los mapaches pueden llegar tan arriba? —replicó Anton sin dejar de mirar, con esa mezcla suya de insolencia e ingenio de la que Greg estaba tan orgulloso (por más que desde niño le provocase ganas de darle un puñetazo).
      —Bueno —suspiró, recordando que la casa de madera donde llevaba viviendo casi cuarenta años sólo tenia una planta—, si esos cabritos se las apañan para tirarme la basura cada dos días, seguro que pueden trepar como Spider…
      —¡Dios!
       Anton se hizo atrás, retrocediendo a ciegas hasta tropezar con una mesita, volcando una foto del día de la boda de sus padres. Greg, furioso por ver a su hijo portarse como un cobarde, tan asustado que ni se había fijado de que había violado el segundo mandamiento, ocupó su lugar en el campo de visión de la ventana.
    Se le fueron las ganas de reprenderle; su propio corazón se aceleró,  no tanto por lo visto como por oído.
     Había visto algo blanco, que parecía humano, pasar caminando, acompañado de un chasquido metálico parecido a un carrillón.
      —¿Has oído eso? —preguntó, mirando a su hijo.
      Anton negó, acercándose a su lado
     — Ha ido hacia la orilla del rio — observó.
     —Ya, lo he visto…
     El sonido de percusión, engañosamente dulce, se fue alejando hacia el oeste.
      —¿Greg? —Anna irrumpió desde la cocina, acompañada del olor de las especias en el puchero—. ¿Pasa algo? He oído…
      — Tranquila, cariño —aseguró con osadía, moviéndose con agilidad para sus setenta y dos años—. Parece que hoy el cartero quiere hacer horas extras.
      —Por lo más sagrado Greg, ¿Qué vas a…?
      —He dicho que tranquila, mujer.
     Fue derecho a la chimenea, sobre la que descansaba la segunda (o en su opinión, primera y verdadera) mejor amiga de todo hombre. Aunque la vieja Springfield de dos cañones de su padre, a la que había visto abatir a tantos conejos, pájaros y algunos caimanes de niño siempre estaba cargada, comprobó la recamara. Presumía de ser un hombre prudente.
      —Greg, ¿qué vas a…?
     —Sólo voy a ver que pasa —aseguró,  colocándola contra su pecho.
     —¿Y vas a… -Anton le señaló-, preguntarle que tal el día con un arma?
     —He, se llega a viejo siendo prudente —aseguró, ahorrándose decirle que había estado en una guerra y pasado otra.
      Agarró su chaqueta junto a la puerta, se calzó las botas de goma y salió, asegurándose de cerrar bien la puerta. Prefería que no le siguiesen, pro si acaso.
     La casa de los Fruge estaba junto al Rio Dauterive, rodeados de un pequeño bosque de cipreses calvos que los separaban de los campos de caña de azúcar. Greg miró primeo hacia allí, a ver si veía a aquel hombre blanco, imposiblemente blanco, alejarse por el camino, hacia sus vecinos. Nada; las únicas huellas sobre el polvo eran las rodadas fosilizadas de los coches.
      Greg no tragó saliva hasta mirar en sentido opuesto. A cincuenta metros estaba el rio. Él mismo tenía una pequeña barca en el garaje, una caseta construida aparte; todos los que el conocía por allí tenían una. El amarradero estaba vacío y el hueco entre los arboles era muy amplio. No podía haberse ido de ese modo.
      ¿Y quién sería? Greg bajó la escopeta y pensó. Si su cabeza fuese más puntiaguda hubiese pensado en el Klan, que llevaba mucho tiempo callado. No creía, desde luego, que fuese un fantasma; y eso que él había visto algunos.
       —Greg, ¿vas a volver a casa? —Anna, desayúdele como se había acostumbrado a hacer desde que rebasó la menopausia, se había asomado a la puerta.
       Iba a contestarle cuando oyó otra cosa.
     —¿Qué…?
     —Sssh —siseó, levantando la mano para pedirle silencio.
      Lo había oído bien, estaba seguro.
     —Vuelve adentro, querida. No voy a tardar mucho.
     —-Oh, Greg…
     Greg se rió al oír el portazo. Sería tozuda pero, a su modo, sabía cuando hacerle caso.
     Aquel tintineo tan extraño venía del marjal, estaba seguro. No parecía que hubiese alterado el fluir calmado del rio; el agua era turbia pero se podía ver el fondo. Tendría que haber provocado ondas o…
     Levantó la mano izquierda, dándose una sonora palmada en la mejilla.
     Gregoire, no seas imbécil. ¿Cuándo se ha oído algo así sonar bajo el agua?
     El eco fue alejándose rio arriba, a no mucha distancia, como tentándole a seguirlo.
       —¡Eh, me oyes! —chilló al llegar a la orilla—. Si se ha perdido, Loreauville no queda lejos…
      La falta de respuesta no le disgustó tanto como no ver nada y seguir oyéndolo. La curiosidad acabó imponiéndose; salió del camino y se  internó entre los arboles. Unos pasos más y se mojaría los pies, lo que le recordó porque tenía la costumbre de ponerse siempre las botas. Además, y más importante, no parecía que hubiese caimanes.
      Tendría que darse prisa; si Anna o Anton volvían a asomarse y no le veían, saldrían tras él. Al menos allí, con la escopeta a la altura del pecho, no debía preocuparse de que algún vecino en su porche pensase mal. La caza allí era una tradición respetada, siempre que el plomo no pasase sobre ninguna vaya.
      Greg recorrió en dos minutos casi veinte metros; el agua se acercaba ya a sus rodillas y el espacio entre cipreses se apretaba.
      Bueno, se rascó la frente, confirmado. Me estoy volviendo viejo. Me tocará ir a Lafayette, a ve si encuentro un
     Casi soltó la Springfield al oírlo, más fuerte que antes, como si lo tuviese a su lado. Puso el índice sobre los dos gatillos y miró a su alrededor. Parecía venir del agua…
      Se asomó por el hueco que dejaban dos arboles. El rio seguía en calma, pero algo estaba saliendo a la superficie, algo que no provocaba ondulaciones.
      —¡Dios bendito!
      Greg le apuntó, retrocediendo de forma no muy distinta a la de su hijo. Con cada paso se repetía el sonido; al sexto estaba fuera por completo. Apenas goteaba. Pasó por el hueco, quedando frente a él.
      Lo que veía era el esqueleto peor reconstruido de la historia; obra quizás de algún artista loco.
     Caminaba sobre las manos, perfectamente montadas hasta los codos, donde la rotulas las unían a los fémures. Al final de estos, las vertebras formaban dos columnas gemelas que se doblaban hacia el centro, donde se unían a los anchos omoplatos. Sobre ellos, como un trono en miniatura, descansaba la pelvis.
      Lo ella se alzaba algo que al principio le pareció una gallina. Era el cráneo, sostenido sobre los pies, enteros hasta los tobillos. El motivo de la confusión se debía, simplemente, a que la no tenía cara. Dientes, nariz, cuencas, todo había sido destrozado, dejando un contorno agrietado como el de un jarrón al recibir un martillazo; sólo quedaba la mandíbula inferior, fina y desdentada.
       Al estudiarlo de arriba abajo, Greg comprobó que el sonido venía de los fémures. Las costillas colgaban a su alrededor, formando anillos como si fuesen cuellos moldeados en marfil de mujeres africanas. Al moverse, sonaban como hechos de acero o bronce.
      Greg tomó aire. Ahora que sabía lo que era, le encañonó con más firmeza. Y se rio.
     La leche. —Y agregó, superado el pasmo—: ¿Sabes por qué me rio?
     La calavera andante pareció inclinarse un poco sobre su plataforma, quizás en señal de curiosidad.
      —Porque pensé que a por mí, un hombre americano de verdad, vendría tu jefe en persona; ese… de la piel y la cara… Se pasó la mano izquierda sobre la suya, rememorándolo—. No uno de sus fenómenos.
     La cosa se agitó, haciendo tintinear las costillas. Greg apuntó con cuidado.
      —Sí, no me he olvidado. Y por lo visto, tú tampoco.
      Y apretó los dos gatillos simultáneamente.
      Esperaba que los dos cartuchos atravesasen el hueco de la cabeza y la reventasen; sin embargo la masa de perdigones fue absorbida; no sabía otra forma de describirlo. Los vio confluir allí, meterse en la calavera sin hacer ruido… y nada.
       —Mierda.
       Greg abrió la Springfield y sacó los dos cartuchos, momento en que su mano empezó a temblar, dejándolos caer. Arma estaba pensada para disuadir y, como último recurso, para acabar con el problema. No llevaba más munición encima; la que  quedaba estaba en su casa.
      El esqueleto empezó a agitarse, tintineando como una cigarra.
      Bueno, se dijo Greg, no pasa nada. Anna, Anton y  quien esté cerca habrán oído el disparo. Y si he llegado hasta aquí, todavía puedo darme la vuelta y salir co…
       Otro sonido empezó a acompañar al de las costillas; algo más chirriante y familiar, que asociaba a las noches, especialmente de verano…
      Algo negro cayó del interior del cráneo destrozado. Greg entornó los ojos, barajando posibilidades. Perdigones, los restos de un cerebro podrido…
      Era pequeño y brillante. Quedó colgando de modo inestable en la mandíbula abierta.
      Más y más empezaron a caer, ni uno sólo llegó al suelo. Llenaron el espacio mientras su sonido se hacía ensordecedor, formando una masa compacta con relieves y huecos parecidos a una cara.
       Grillos. Docenas, frotando sus alas y entrelazando sus patas peludas y largas antenas como bigotes chinos. Cuatro se habían sujetado a la quijada, como incisivos supervivientes.
        De pronto, levantó la pierna-mano izquierda mientras la calavera imitaba el gesto con el pie correspondiente. Sin dejar de armar jaleo, su nueva cara gesticuló una palabra, que fue capaz de entender sobre el jaleo que hacía:
     Uemashita[3]  
       Greg soltó el arma, acababa de sentir un espasmo tan fuerte que le cortó el aliento. Inclinado hacia delante, con la boca abierta preparando un grito que no llegó a dar, sentía sus tímpanos vibrar, movidos por las alas de los grillos, amenazado con hacer papilla su cerebro.
     El dolor, como empezó, se fue. Greg apretó los dientes y se incorporó. El demonio no se había movido.
     —Bueno, amigo, parece que soy más duro que... ¡ay!
     Había sentido un pellizco, minúsculo pero intenso, en la punta del índice derecho. Greg lo miró, pensando que le había picado algún insecto.
      Vaya momento.
      Levantó la mano para evaluar el daño. Al principio no vio nada, pero si sintió algo. El dolor había dado paso a un cosquilleo, convertido ahora en un picor insistente.
     Greg lo presionó contra el pulgar, momento en que una gota de sangre se formó entre los dedos.
       ¿Qué demonios está pasand…?¡Au!
     La gota engordó hasta que el líquido cayó en cascada. El dolor siguió cambiando, a quemadura, al corte de una navaja y, ahora, al de una sierra.
       Greg dobló las rodillas en un momento de flaqueza, viendo la carne en torno a la uña desaparecer, engullida por algo bajo el dedo. Algo pequeño, manchado de rojo, que fue saliendo de la herida y trepando por el índice hasta el dorso de la mano, mirándole con curiosidad.
      No tenía patas. Ni cabeza, aunque sí algo parecido a dientes en un extremo. Se parecía condenada, jodidamente, a su desaparecida falange.
     Entre resoplidos, intentando a la vez ahuyentarlo y sobreponerse al dolor, Greg levantó la mano izquierda, listo para aplastarlo o hacerlo volar de un manotazo, lo que fuese antes. Su mano quedó tendida en el aire al sentir un dolor parecido en el codo, y en el hombro derecho, y en las piernas…
      —Ay, au, mierda, para…
      Empezó a sacudirse como un epiléptico, palpándose el cuerpo primero para darse manotazos después, intentando que parase. Olvidándose del extraño insecto sobre su mano, acabó tirando su chaqueta al suelo. Iba a hacer lo mismo con la camisa cuando la notó húmeda, pegajosa al tacto.
       No jodas…
      Sangraba por varios sitios. Arrancó los botones y la tiró.
      Parecía que sudase sangre. Cerró la mandíbula, dejando pasar el aire entre sus dientes. Pudo ver como sobre su pecho, algo colgandero por los años, se estaban abriendo heridas pequeñas e irregulares. Por los agujeros resultantes asomaron gusanos blancos de cuerpo aplanado pero sólido; situación que aunque asquerosa, no podía dejar de mirar, sobre todo imaginando lo que eran. Sentía que presionaban su esternón, lo ampliaban…
       Lanzó un grito, su última esperanza de recibir ayuda, antes de caer de espaldas, retorciéndose de dolor. Ya no sólo era superficial, ahora también era por dentro, como si…
      Una rata me royese las entrañas…
      El pensamiento tenía su gracia; no en balde estaba quedando como un queso gruyer. Aunque quien se lo comía no era precisamente una rata.
      Empezó a costarle respirar, pensó que porque se estaba quedando sin pulmones. Sin embargo, fue sólo hasta que sintió una presión crecer bajo su coronilla.
     No puede ser. Esto si que…
      Sus dientes empezaron a castañear, su mandíbula inferior empujaba hacia arriba, rebelde. Greg, impulsivamente, quiso levantar el bazo derecho, intentar pararlo…
       Vio su cuerpo roto por un accidente brutal. De niño, un coche se llevó por delante a Johnny Grass, un compañero del colegio de seis años, dejándole muy parecido. En la guerra había visto  cuerpos alcanzados de lleno por granadas y morteros. Eran iguales, ensangrentado de arriba abajo y con los huesos por fuera… Claro que, desde luego, no era como en su caso. Entonces sólo eran cadáveres. Sus huesos ensangrentados no pululaban sobre ellos como lombrices en una pila de abono, disfrutando de la libertad.
       Greg sintió una arcada ácida en la garganta, acompañando a sus últimas ganas de chillar. Fue lo último que vio y sintió antes de sentir que le volvían la cabeza del revés. Hubo un giro, oyó el chasquido del cuello y se quedó ciego, sordo y mudo pero todavía consciente; pudiendo sentir hasta el final como si le taladrasen la cabeza, con los grillos aullando hasta el final.
     No fue encontrado hasta veinte minutos después, cuando su familia empezó a preocuparse. Habían oído los disparos, sí, pero no eran tan raros, y se había alejado lo suyo. Lo más increíble fue que su cuerpo hubiese quedado así tan rápido. El primer sospechoso fue un caimán, aunque uno de sus vecinos, Wayne Layton, sugirió que debieron ser pirañas.
      —¿Y cómo salió del agua? —aventuró Anton, conteniendo las lágrimas.
      —Ni idea —admitió el hombre de sesenta y cinco años y espeso bigote—. Hoy en día tanta porquería acaba en los ríos… Igual es hasta un experimento secreto del gobierno.
     La sorpresa más amarga para la familia, sin embargo, llegaría diez minutos después, mientras esperaban que la policía de Loreauville llegase para llevarse el cuerpo. Un cartero, que se lamentó por haberse retrasado una hora, llegó con un correo especial.
      Por lo visto, Gregoire Fruge no había sido el único veterano en dejar ese día el mundo de manera extraña. Y sangrante.





[1] Estalla
[2] Escolopendra
[3] Hambrientos

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