domingo, 10 de abril de 2016



LA MALDICIÓN DE LOS HUESOS - 4º PARTE

Al verse descubierto se volvió, retrocediendo hacia el interior de la terraza.
     —Vamos. Hay que hablar con él.
     Esa vez Keller fue el último en ponerse en marcha, seguramente para comprobar que ninguno de sus hombres se quedaba atrás. Gilmore, Godway, Fruge, Jackson llevando a cuestas la Thompson, Travis, el sargento Mullford y Tim se pusieron en fila de uno, la única forma de pasar por la escalera ascendente. Mientras los de delante subían, Tim giraba la cabeza hacia atrás, percibiendo el eco cercano de los pasos del capitán. Al volver la vista al frente para pisar donde debía, vio las espaldas de sus compañeros perderse sobre el borde. Cuando le llegó el turno a Travis, se detuvo un momento y miró hacia arriba. Él le imitó, aminorando al volver a pisar tierra plana. Tragó saliva, sintiendo la sangre de su cabeza retirarse a las profundidades de su cuerpo.
     Un amplio portal coronaba las escaleras; dos pilares cilíndricos pintados de rojo de al menos tres metros coronados por una estrecha plataforma en forma de viga ferroviaria con un segundo cabezal, cóncavo como un cayac, encima; un símbolo que Tim reconoció con un ligero escalofrió.
     Una puerta Shinto, la entrada a un templo japonés. El miedo religioso, inculcado en su propia tierra y con su propia fe, se adueñó de él, presintiendo un sacrilegio. Y lo que vio delante no disipó sus temores.
     Los cuatro combatiente y el medico se habían dispuesto en hilera unos tres metros más adentro, sobre un sendero de baldosas grises. Al final, a otros dos metros, se veía una pequeña pero estrafalaria construcción. Parecía un altar, con el techo de madera maciza en forma de arca y muros negros en torno a una pequeña mesa o camilla sobre la que había dos puertas cerradas, enmarcadas con un diseño que recordaba a una réplica en miniatura del santuario. Debía ser un relicario, que guardaba una reliquia venerada; sobre la que colgaban guirnaldas de papel blanco trenzado y con un pequeño plato con la rama en flor de algún árbol exótico delante. Se llegaba a él por cuatro peldaños de madera, también pintados de negros, que nacían al final del camino de piedra, guardado por dos estatuas de piedra negra, erosionadas y cubiertas de musgos, que en su día debieron ser leones.
     El sacerdote estaba enfrente a, haciéndole un boca a boca al suelo con las manos a la espalda.
     —¡Eh! —Tim oyó a Keller acercarse a su lado—. ¿Qué hace ese tío?
     El hombre le ignoró; puesto así parecía una paloma suplicando.
     —Travis. —Keller le llamó mientras avanzaba— Conmigo. Vamos a…
     Travis esperó a que pasase de largo para seguirlo, pálido y con la frente iluminada por el sudor.
     Los dos se detuvieron a un metro del sacerdote. Había separado la boca del suelo, poniéndose en rodillas; dándoles la espalda. Seguía vociferando su galimatías, ahora a viva voz, sin parar a respirar durante casi un minuto entero. Luego, sin levantarse, se volvió hacia los soldados, sonriendo alegremente.
     —No me jodas…
     Keller apretó el paso, parando antes de que su siguiente paso supusiese un rodillazo en el mentón del anciano. Este, sin parpadear siquiera, no había dejado de sonreír mientras le veía llegar.
     —Travis —avisó sin apartar la vista—, pregúntale a este chalado quien es pasa.
     Mientras Travis traducía, el resto de la unidad se acercó, despacio, guardando las distancias como si el hombre fuese tóxico. Lo que pasase no sería bueno; lo sabían. Keller no sólo estaba nervioso.
     Cuando Travis terminó, el sacerdote le respondió, estirando sus sílabas pero pronunciando de forma más lenta y clara, con una voz solemne.
     —Dice…—Travis tomó aire dos veces—. Dice que él es el guardián de este… santuario. El antiguo santuario para los… ¿kami?
     El sacerdote, al que la sonrisa parcia habérsele estirado, dijo algo.
     —Sí… los kami. Los kami de la isla, que llevan aquí desde antes de… la llegada de Buda.
     —¿Y eso qué es? —preguntó Keller.
     Travis se encogió de hombros.
     —Ni idea. Debe de ser… algún tipo de dios o espíritu.
     Godway se santiguó.
      —Esto no me gusta— murmuró Jackson.
     El sacerdote arrodillado los miraba alternativamente. Pese a su edad, parecía un niño feliz.
     —También —Travis le miró, no muy convencido—. Dice que ha visto lo que… hemos hecho.
     Keller tensó el cuello, mirándoles luego parar asegurarse de que lo habían oído. Pudieron ver su cara congestionada, los ojos entrecerrados y los dientes apretados y a la vista.
     —¿Y…? Travis, pregúntale qué dice que ha visto.
     El sacerdote se adelantó al interpreté, sorprendiendo a todos. Había subido bastante el tono. Keller dio un respingo, mientras Travis se inclinó hacia adelante, escuchándole con atención. Cuando dejó de hablar, se frotó los ojos, como si estuviese exhausto, antes de volverse hacia Keller.
     —Dice… que cuando la gente empezó a morirse de hambre, le pidió… ayuda a los kami… pero no le respondieron. Así que la gente le… pidió ayuda a Buda; al sacerdote del barril. Que él… decidió sacrificarse convirtiéndose en Buda para salvar al resto de habitantes de la isla.
      Keller sonrió, enseñando todos los dientes.
     —¿Y qué? Eso ya lo sabí…
     —Y dice—agregó Travis—, que hemos terminado lo que empezó la calamidad, asesinando al resto de la gente y profanando al monje, desenterrándolo antes de que alcanzara el Nirvana. Por tanto, su sacrificio ha sido en vano… y las almas de los muertos no encontraran el descanso de una tumba.
     Keller seguía sonriendo, aunque sus labios se distendían como una bomba de hinchar bicicletas, al ritmo de su nariz expulsando aire.
     —Pregúntale si sabe quiénes somos.
     —Dice que asesinos—la traducción terminó de enfurecer a Keller—, venidos de una tierra extranjera.
     Keller se adelantó, haciéndolo a un lado mientras levantaba el arma y la apuntaba al sonriente rostro del sacerdote.
      La escena transcurrió para resto de soldados fotograma a fotograma. El sacerdote no dejó de sonreír. Al acercarse detectaron un suave aroma a incienso bajar flotando del santuario.
     —Travis —ordenó Keller como nunca—. Pregúntale a este fantoche qué le hace entonces tanta gracia.
      El hombre sostenía la mirada de Keller sin mover ni un musculo, como si el hombre que le apuntase fuese un payaso a punto de disparar confeti y serpentinas de colores desde una trompetilla. Sin embargo, no era ajeno al interrogatorio; volvió a hablar en cuanto Travis terminó de traducir.
     —Pues dice… Dice, señor, que después de ver lo que… hemos hecho, le ha hecho una pregunta a los kamis, que ha hablado con ellos y que esta vez le han contestado. Por eso está feliz.
     —¿Ah, sí? —Keller bajó el M1—. ¿Y no habrá dicho por casualidad qué les ha preguntado, verdad?
     —No, señor.
     —¿Pues a qué esperas?
     Un nuevo intercambio verbal en japonés, muy breve; que dejó a Travis con los ojos  agitados y con el sudor bajándole hasta la barbilla.
     —Vamos a salir de aquí malditos —le murmuró Fruge a Gilmore, que sonrió.
     Tim, relajándose a la espera de que las cosas se pusiesen feas de verdad, miraba al fondo, más allá hacía rato del pequeño templo. Ahora miraba al muro volcánico que se levantaba tras él, en torno a ellos. La montaña del centro de Gutitanijima se veía enorme, colosal desde el portaviones que les dejó en el mar; como si fuese un Everest asomando desde el mar y no la verga erecta de una isla. Y desde esa plataforma, apenas parecía medir tres metros…
     —¿Y bien? —quiso saber Keller.
     —Señor, dice… que les preguntó si seriamos castigados. Y dice ha oído la voz de… de los kami decirle que sí.
     Godway hizo ademán de unirse a la vanguardia, pero Mullford le detuvo. Tim sintió un escalofrío ajeno a la primavera tropical del Pacífico. No recordaba que hubiesen subido tan alto; y ahora de repente se sentía prisionero. Era como el patio de una cárcel, encerrados en un mundo prohibido bajo un cielo azul. No podía dejar de pensar que el volcán era como una jaula. ¿Pero para quién? ¿Los isleños…?
      Keller les miraba bobalicón, dando a entender que no entendía por qué se inquietaban.
     —Dice, señor que estamos condenados desde el instante en que cruzamos la puerta.
     Travis señaló atrás; todos siguieron su dedo, viendo algo que les agarrotó las manos. Perfilada contra el cielo azul y la pared negra, el elaborado pórtico desprendía la esencia de un patíbulo.
      Tim apartó la vista. Allí había tanto silencio… Ya no se oían las gallinas ni los cerdos del pueblo, ni el viento sacudiendo el arrozal marchito, o el mar al otro lado. Era como estar en un cementerio, un reino de la muerte.
     El sacerdote volvió a hablar, asustando a más de uno. Los soldados, incluido Travis, le miraron, escuchando sin entender mientras un puño les oprimía el pecho. Keller, con el arma aún en las manos, abría y cerraba la boca como un pez quedándose sin aire.
     —Cuando nos vayamos de aquí, cruzando bajo esa misma puerta, lo haremos tranquilos, sabiendo que viviremos. Ese es el regalo de los kamis, la prueba de su gran benevolencia. Que podremos… Podremos vivir cuarenta y cinco años. Uno… por cada vida que hemos quitado.
     Travis se frotó la frente, empapada. El sacerdote esperó a que estuviese listo para seguir.
     —Que vivamos sabiendo… que cuando ese tiempo de gracia termine…
     Travis dijo algo en japonés, extendiendo las manos. El sacerdote fue diciendo frases o palabras, despacio y más bajo. Evidentemente, el traductor se había perdido. Sus compañeros intercambiaron miradas, atentos a la conclusión. Por fin, Travis se incorporó. El anciano se había callado.
     —Vale, Jeff. ¿Qué pasará?
     —Pues ha dicho… —Tragó saliva—. La verdad, no estoy muy seguro. Ha usado términos que no con…
     —Dilo, lo que sea.
     —Dice que los… —Se rascó la sien derecha con los ojos cerrados—…shinigamis acudirán a por nosotros y nos… enviran a lo más hondo del Jigoku.
     Keller levantó su arma, frunciendo el ceño.
     —¿Shiniqué? ¿Ji…?
     —Shinigamis. Jigoku.
     Mullford se adelantó, quedando a apenas un metro de su superior y Travis.
      —Ya le digo que no sé lo que es. —Travis levantó las dos manos, rindiéndose—. Ni idea de lo que es lo primero. Jigoku… creo que puede ser infierno.
     Keller apartó la vista despacio, hacia el hombre de rodillas.
     El sacerdote añadió algo más. Después sonrió, ensanchando su boca hasta parecer que su cara se hubiese cortado en dos.
     —Cuando… esos nos encuentren ejecutarán la maldición, nos arrastraran al Jigo…. al infierno desde el interior de nuestras entrañas. Nuestros huesos… serán los remos de la barca al otro lado…
     —Bueno, pues tenemos suerte —aseguró Keller—. Porque creo que va a ser un año más que cuarenta y cinco.
     Resopló como un toro furioso, dio un nuevo paso hacia el hombre y le acercó el M1, deteniéndolo a un milímetro escaso de su frente.
     El anciano sacerdote reaccionó, desconcertando aún más a los espectadores. Mullford le dio la espalda, Godway bajaba su arma y Gilmore, Fruge y Jackson se miraban, comprobando que seguían allí, anclados a la realidad. Además de sonreír, ahora se reía; un coclear discontinuo como si desafiase a Keller llamándole  gallina.
     —Travis… —musitó el capitán con pesadez, a punto de abrir fuego—. Pregúntale de qué coño se ríe, antes de que le vuele la cabeza.
     Travis le preguntó; aunque ninguno le entendía sí notaron tuvo que repetirlo al menos tres veces; tan nervioso que tartamudeaba. El sacerdote, en cambio, parecía que hubiese inhalado una buena dosis de oxido nitroso; sin parar de reí, fue capaz de contestar.
     —Señor —la voz de Travis sonaba tan preocupada como en japonés—, no he entendido muy bien…
     —Dilo, joder.
     Tragó saliva, tan alto que todos lo oyeron, como un ancla al hacer fondo.
     —Dice que nuestras armas son ruidosas y que víctimas de la hambruna aún son recientes. Por eso…
     —¿Si?
     —No deberíamos hacer tanto ruido o… podríamos atraer a Goshadokuro. No sé quién será…
     Keller le lanzó una mirada glacial, que hizo retroceder al oficial médico.
     —Vas a morir, viejo loco —se limitó a decir Keller—, y a reunirte con el resto de tus jodidos japo…
     El sacerdote dijo algo entre sus carcajadas que ninguno entendió; Travis no lo tradujo. Supusieron que sería una especie de ¿a qué esperas? Al mismo tiempo, Keller se estremeció.
     Tim, que no había perdido detalle, se acercó un par de pasos más, dejando atrás a sus compañeros. Ninguno le dijo nada, demasiado ocupados haciendo lo mismo sin moverse del sitio. Frente a él sólo se oía la risa del sacerdote, cada vez más estridente, demencial. Y, sin entender por qué, Tim levantó su carabina.
      Tal vez fuese la desconfianza que le transmitía aquel sitio, o cómo se sintió al oír lo de la maldición, pero algo en aquel anciano le gustaba aún menos. Desde su sitio le veía reír cuando podría chupar el cañón más que dispuesto a matarle, con sus ojos reducidos como si su piel fuese una crema, enseñando sus dientes minúsculos y amarillentos, que sentía emponzoñados como los de una víbora.
    Era un simple anciano religioso, condenado y solo que se había hundido, pero percibía el peligro en él el olor a sangre de los cuerpos de debajo. Tim apuntó con cuidado. Tenía que morir, no sabía por qué pero intuía que si no algo malo pasaría…
     Tim se estremeció, soltando su M1.
     —¿Pero qué…?
     Godway se había adelantado al darse cuenta de lo que pretendía. Travis se había vuelto, con la cara adquiriendo el pálido amarillento de un plátano; no sería raro pensar que se lo hubiese hecho en los pantalones. Keller también se volvió, con los ojos brillando y los dientes separados.
     —¿Quién demonios…?
      Tim miró a su lado. El anciano había cerrado los ojos y ladeado la cabeza, hundiéndose lentamente hacia atrás. Una mancha oscura crecía en el centro de su pecho, rompiendo la unión entre corazón y pulmones.
     Alguien se le había adelantado. Tim miró a su capitán; su arma seguía fría y brillante como un carámbano negro. Miró atrás, encontrando el rastro de humo que salía del cañón de Mullford.
     —Sargento…-Keller se dirigía hacia él; sus sienes temblaban y le costaba articular—. ¿Qué… cojones… has…?
     —Señor…—Mullford bajó el arma, hablando con calma—. Ese hombre… empezaba a ponerme nervioso. Tanto hablar de maldiciones y nombres raros. Ha sido lo mejor.
     —¿Llamas mejor a eso? —Keller, clavándole los ojos como picahielos, lo señaló con la mano derecha.
     —Señor, sinceramente, iba a ser este final de todos modos. ¿O no?
     Keller suspiró por la boca, indicando lo cabreado que estaba. El M1 se tensó entre sus dedos, agarrotados como garfios de carne.
     Lo sintieron en ese instante; no hubo hombre sobre la plataforma que no mirase atrás para saber qué quería su compañero, y encontrándose que nadie le tocaba. El viento soplaba rápido, silencioso y muy frio, erizándoles la piel y contrayéndoles los músculos. Y había algo más.
      Como si estuviese cargado de pétalos de flores, sentían la presión de dedos invisible, caricias rápidas y cortas que sus cuerpos traducían en repulsa, una sensación desagradable parecida a ser lamidos por lenguas de hielo.
     Tim, inmóvil, apretaba su M1 como un crucifijo entre y él y un vampiro, a la espera de lo que fuese.
    — ¡Dios! —gritó Travis con una vocecilla asustada y estridente.
     —¿Y ahora qué…?
     Keller se dio la vuelta, interrumpiéndose al verlo. Mullford, que también lo había visto, parpadeó un par de veces, dando dos pasos atrás con el arma a la altura del pecho. Gilmore, Godway, Fruge y Jackson se acercaron a ver mejor, manteniéndose por detrás de los dos metros. Jackson dejó caer la Thompson. Tim los ignoró,  se había agachado a recuperar su arma. Fue el último en tener motivos para asustarse.
     En el mismo sitio donde había caído, el sacerdote estaba sentado. Las rodillas dobladas, las manos apoyadas, con su traje blanco aún manchado en el centro y su gorro negro sobre la cabeza. Sólo le había cambiado la cara. Volvía a sonreír, pero ahora con sus ojos abiertos. Ya no eran cortas ranuras sino óvalos negros y prominentes como ojos de serpiente. La boca ya no era burlona y resignada sino cruel y ansiosa, como la de un zorro al ver a las gallinas.
     En apenas unos minutos, un vivo se fue como hombre y un  muerto volvió como un demonio.
     —No jodas…
      Keller le apuntó, flexionando las piernas en posición de disparo. Travis corrió sin mirar atrás, seguramente pensando que cuando las balas volasen él estaría en su trayectoria. Mullford se puso a la derecha de Keller, arrodillándose con su M1 en alto. Los demás se desplegaron junto al sargento, aunque por el momento mantenían las armas bajadas. Tim se les acercó a ellos, no tanto para participar en la refriega como porque no quería quedarse solo.
     El demoniaco sacerdote extendió las dos manos, adquiriendo la postura del santo otorgando sus favores. Luego, como Jesucristo tras resucitar, empezó a levantarse, despacio, despacio… Sus pies se separaron del suelo y quedaron colgando.
     En segundos quedó suspendido a cuatro metros de altura.
     Keller decidió que ya había tenido suficiente y decidió acabar con la ilusión usando fuegos artificiales. El M1 rugió, no una vez ni dos sino decenas, escupiendo todas y cada una de sus balas. Y aunque disparaba, no le daba al blanco; ni una nueva herida apareció sobre el cuerpo. Y no parecía que fuese por mala puntería… 
   En un minuto el M1 sólo disparaba chasquidos. Entonces, el sacerdote empezó a cambiar.
     Su cara distendida y amarillenta empezó a torcerse hacia abajo, como una máscara de la alegría fundiéndose para dar lugar a la tragedia. Pero no era la expresión; la piel, el tejido en sí caía, colgaba, se desprendía como jirones de piel podrida del cadáver de un búfalo. Y no sólo era la cara, el gorro negro empezó a inclinarse, la ropa caía, fluyendo como agua saliendo de una ducha, tirando hacia abajo del suspendido cuerpo de su dueño hasta que ya no pudo más. En cuestión de segundos, el sacerdote se derritió; carne y ropa fundidas en una sustancia que se escurría como líquido pero se perdía en el viento como un pañuelo de seda. Quedó un esqueleto completo, colgado en el aire por hilos de araña. Esqueleto que, como su dueño, sonreía; ahora sin límites.
     Ninguno de aquellos hombres, marines que habían luchado y matado mientras veían a sus amigos y camaradas saltar por los aires, gritó; demasiado fascinados y horrorizados para hacerlo. Veían la metamorfosis ejecutarse ante sus ojos con las bocas abiertas y las gargantas secas.
     El esqueleto les miraba con sus cuencas vacías, mientras el paisaje primaveral se oscurecía, muriendo con la voluntad de…
     El aumento en la presencia de sombras supuso la primera distracción importante para la primera escuadra. Todos miraron arriba, entrecerrando la boca y dándole tregua a sus ojos abiertos. Tim miró arriba, y sintió como si su estómago se hundiese, a punto de salir por un vientre rajado.
     Un anillo de nubes más negras que la gasolina en llamas giraba en el cielo como un remolino, cerrando el centro azul hasta clausurar por completo la luz
      La oscuridad fue acompañada de un crij-crij-crij. La risa de los huesos.
      Al mirar hacia el esqueleto, lo vieron refulgir con un brillo amarillento. Y, para su asombro, su cohesión se rompió; con un chasquido parecido a una palmada falanges, cubitos, radios, humeros, clavículas, omóplatos, vértebras, costillas, pelvis, fémures, tibias, perones, cráneo e incluso la mandíbula inferior sembrada de dientes se desprendieron, cayendo como los restos de una fiesta lanzada por una ventana al callejón por el borde de la plataforma.
       Tim parpadeó en ese momento; la superficie atravesada de baldosas grises donde había estado el altar con sus ofrendas… Sólo podía ver el humo negro. No oyó los huesos crujir o astillarse, como si hubiesen caído por el pozo de una mina.
     Esa comprensión les hizo retroceder hacia el centro con sus armas en alto, no parando hasta chocar entre ellos. Nadie se quejó por el choque, amortiguado por un temblor generalizado. Miraban a su alrededor; no había ni pizca de luz, pero veían.
     Veían que estaban sobre una pequeña plataforma circular, rodeada de oscuridad. Se sintieron como náufragos flotando en un abismo, que amenazaba con hundirlos bajo su peso en cualquier momento.
     —¿Creéis…? se atrevió a hablar Fruge—. ¿Creéis que seguimos... en la isla?
     Nadie contestó, demasiado ocupados en escrutar la oscuridad, detectar la amenaza velada que les acechaba. Le respondió otra cosa, que los puso firmes como un toque de corneta. 
     Un tintineo, el sonido de un cascabel subiendo desde el vacío, resonando en todas partes.
     —Si concluyó Keller en susurros. Es la campanilla del enterrado.
     No hizo falta decirle que se equivocaba; todos lo sabían. Aquella campanilla sonaba apagada y minúscula, propia de un instrumento pequeño y desgastado. Esta repicaba con la fuerza de una campana y la musicalidad de un cardenal trinando, como un carrillón descomunal de oro recién pulido.
     Coincidiendo con la vibración, la oscuridad empezó a depositarse. No se dispersó; parecía que se iba, como un trapo sobre una escena lejana, de aspecto gris y moribundo, acompañado de un estruendo colosal.
     —¿Qué es eso? Jackson, el que más se había adelantado junto a Tim, fue el primero en captarlo, mientras crecía por segundos con la fuerza de un diez ejes acercándose.
     Los siete hombres se volvieron al unísono. Vieron la colosal masa oscura elevándose sobre ellos veinte metros o más, curvándose como una pantera lista para el salto. No distinguían muy bien lo que era, pero el movimiento, la ondulación….
     —¡A cubierto! —gritó Keller, mientras se lanzaba contra el borde opuesto de la plataforma.
     Mullford, Fruge y Gilmore le siguieron, Travis y Jackson apenas hicieron atrás sus pies y Godway y Tim, directamente, ni se movieron. No iba a servir de nada; no tenían donde refugio ni escondite. Cerraron los ojos y se cubrieron con sus brazos cuando la gigantesca ola se lanzó sobre ellos.
     El impacto provocó un verdadero terremoto, sacudiendo la plataforma como un balancín, forzándoles a flexionar las piernas para intentar mantener el equilibrio. Sin embargo, lo demás no llegaba; el empuje arrollador, el frio, la falta de oxigeno, sentirse arrastrados como si levitaran…
     Fueron abriendo los ojos y bajando los brazos con un segundo de diferencia. La ola se había estrellado contra la parte frontal de su invisible columna, estallando antes de partirse en dos, rodeándoles; y saturando el aire de un millón de minúsculas partículas.
      —Bueno…masculló Keller, levantándose. Al menos seguimos en la isla, o cerca del mar.
      Un vistazo más detallado a los lados del embravecido curso lo cayó. Puede que estuviesen cerca del mar, pero eso no era agua.
     Su superficie subía y bajaba pesadamente, provocando salpicaduras pequeñas, lo que no disimulaba su perfil: no eran redondas y brillantes sino cuadradas y opacas. Y mientras fluían salmones, barracudas y otros peces estilizados de piel pálida saltaban fuera de la corriente, trazando piruetas en el aire antes de volver a caer con un chapoteo.
     Esa imagen llamó la atención de todos; Tim, Travis y Godway miraban a su izquierda mientras los demás hacían lo propio a su derecha, reconociendo poco a poco los detalles de los peces saltarines.
      Lo que nadaba en aquella tierra batida no eran peces, ni estaba vivo; ni siquiera entero. Lo que les había golpeado era un cementerio entero en movimiento.
     La tierra corrió casi dos minutos enteros, hasta que el susurro de sus partículas se perdió como un reloj de arena marcando el final del tiempo. Los siete hombres ya se habían puesto en pie, esperando, tensos. Gilmore y Mullford se acercaron al borde, retrocediendo decepcionados al no ver más que abismo.
     La campanilla, vibrante y musical, volvió a sonar a un volumen increíble.
     —¿Habéis oído…?
     Un temblor le siguió, interrumpiendo a Keller y tirándole de  bruces sobre su M1. El resto tuvo que arrodillarse, esperando a que pasase.
     —¿Qué pasa ahora?preguntó Mullford, hincando una rodilla en el suelo.
     Incrédulos, miraron a su alrededor. Si a alguien se le ocurrió una respuesta, no tuvo ocasión de decirla. El tintineo volvió con más fuerza, seguido de otro seísmo el doble de fuerte. Mullford cayó rodando.
     La pauta se repitió otras tres veces; primero, sonaba el cascabel, parecía que acercándose. Luego el pilar temblaba, cada vez más fuerte. Tuvieron que soltar las armas y tumbarse, presionando sus cascos como si sus cabezas fuesen a salir despedidas con el siguiente temblor. Los remanentes del último habían parado y, sin moverse, esperaron a que transcurriese el lapso de unos cuantos segundos antes de que el cascabel sonara. Pasaron diez segundos. Quince. Veinte.
     Treinta segundos después, fueron dejando de morder el polvo. Alrededor, oscuridad y rostros nerviosos y sucios. Despacio, muy despacio, se incorporaron, sin molestarse en recuperar sus armas. Miraban a su alrededor. Seguían reinando la oscuridad y el silencio.
     —Qué… Tim fue el primero en hablar. ¿Qué demonios… ha sido eso?
     —No lo sé negó Keller—. Pude que ese tío sí que haya lanzado una maldi…
     La campanilla volvió, esta vez como un simple golpe de metal contra metal. Aplastaron sus orejas para protegerse los tímpanos, y cuando se disipó, notaron otro temblor, más breve, menos fuerte y más cercano. Este no ascendía desde las profundidades; sólo había sido un golpe fuerte.
     Los seis soldados miraron hacia el capitán con los ojos abiertos, la boca colgando y la cara pálida. Sus pieles lloraban. Keller, leyendo en ellos el peligro y el pánico, se volvió tambien.
     Un hombre había aparecido en el borde del platillo, a apenas dos metro de él.
     —¿Qué dem…?
      Como atraído por su voz avanzó, haciéndose visible para todos. Lo primero que apreciaron era que iba desnudo y apoyado en un bastón.
     Era japonés, por supuesto. Tendría de cincuenta y cinco años para arriba, se notaba en su piel cuarteada de un color cirrótico, lo delgados que eran los brazos y la barriga prominente, pero al mismo tiempo se notaba vigor en él. La cabeza era redonda y pequeña, con orejas sobresalientes y el pelo rapado, dándole un aspecto simiesco roto por las pinturas faciales: tenía dibujado en rojo escarlata círculos en torno a los ojos, un triangulo alrededor de la nariz y líneas dentadas sobre los labios, lo podrían ser esbozos de una calavera.
      Al reducir la distancia a un metro (que Keller aumentó) comprobaron que no iba desnudo; tenía una especie de sabana arrugada y glabra enrollada a la cintura; limpia en apariencia, aunque vieron que goteaba, como si estuviese húmeda. Gotas oscuras.
     Se detuvo en ese momento, doblando el bastón hacia ellos; blanco y espinoso con una gruesa cabeza en su extremo. Al mirarlo de arriba abajo comprobaron, sin dar crédito, que era una espina dorsal totalmente limpia, rematada en un cerebro. Al darle por completo la vuelta, vieron que tenía en su base dos grandes ojos castaños.
      ¿Sería suyo? No, era imposible. Tenía sus ojos, lo estaba abriendo en ese momento.
      —Dios mío, protégenos —masculló con voz temblorosa Godway.
     —Pero, ¿dónde demonios estamos? —resolló Gilmore.
     —Soldados, apuntad —exigió entonces Mullford, saltando a la comba con la cadena de mando.
      El hombre abrió la boca, como si fuese a bostezas o a gritar, aunque no hizo ningún sonido. Simultáneamente la oscuridad terminó de disiparse.
       Lo primero que vieron, a la derecha, fue cinco púas descomunales, tan grandes como ellos y más larga en el centro que sobresalían de una placa color marfil y cubierta de relieves del tamaño de cinco Buicks 8, que se habían clavado a un metro del borde. Lo vieron ante incluso que el cielo, color rojo vivo, sin sol.
     Alternaban la vista entre la estructura y el hombre. Este seguía inmóvil, sin inmutarse cuando aquello se dobló, el suelo volvió a sacudirse y otro artefacto, este diferente, se clavó en el borde izquierdo.
       El hombre hizo girar su horrible cayado en la mano, dándoles la idea final para apreciarlo. A la  izquierda tenían un puño cerrado, a la derecha una mano abierta.
     De qué tamaño. ¿Qué puede…?
     Tim y Travis se pusieron respirar por la boca, Jackson sintió que perdía el control de sus esfínteres y Godway cerró los ojos, esperando que la pesadilla acabase; mientras el capitán, el sargento, Gilmore y Fruge presenciaban el imposible. Aquellas manos cinco veces más grandes que un hombre presionaron como queriendo volcar la frágil plataforma, que resistió, y su abominable dueño apareció; una montaña de negrura en la que se entreveían múltiples huecos. La cabeza, a más de veinticinco metros sobre ellos, empezó a descender, ganando nitidez mientras les veía sin ojos.
     Los hombres contuvieron la respiración hasta que aquella calavera gigante estuvo a seis metros sobre ellos. Parecía que sus cuencas vacías refulgían. Sentían sus pieles y ropas sacudidas por el aire que salía bajo el tabique nasal; incluso creyeron oler a carne podrida en su aliento.
      La mandíbula inferior cloqueó contra la superior, gesto universal de una boca hambrienta preparándose para probar bocado.
     El hipnótico ritmo de sus respiraciones ante aquel milagro (horrible, monstruoso pero milagroso, al fin y al cabo) se vio roto por las palpitaciones bajo sus pechos, como queriendo sacar a sus dueños de la inmovilidad. El miedo ahora era patente. La mano derecha del esqueleto gigante se había separado del borde de la plataforma, extendiéndose sobre sus cabezas, abriéndose con los dedos extendidos. Todos esperaron, sabiendo lo que iba a hacer.
      Los muslos temblaban deseosos de moverse.  Las manos se abrían  y cerraban, echando de menos sus armas aunque supiesen que sus balines de plomo de juguete de siete milímetros seguramente eran inútiles. El cerebro gritaba que corriesen, ¿pero dónde? ¿Dónde esconderse, cómo luchar?
     Los siete aperitivos servidos en su plato tragaron saliva, esperando la elección del comensal. Por lo menos, fue rápido.
      La mano se precipitó sobre la plataforma, sin llegar a rozar la superficie, aunque si les bloqueó la vista a la mayoría. El capitán Charles Keller había sido el elegido.
     La mano se cerró en torno a él, lenta, meticulosamente, y se levantó, llevándolo. Sus pies no se veían bajo los titánicos huesos. El gigante retrocedió, como queriendo que el resto de la escuadra lo viese….o que cobrasen consciencia de la suerte que habían tenido.
     Podían entrever a Keller; la cabeza y los hombros sobre el gigantesco pulgar, subiendo mientras el codo se torcía y el risueño esqueleto abría su boca.
     Todo acabó cuando la mano quedó inmóvil en el aire; entonces la cabeza se adelantó, terminando el trabajo. Sus grandes dientes colisionaron, con el efecto de una guillotina. El hueso destrozando el hueso sonó más como un choque entre espadas que como una vasija al romperse. Luego bajó el brazo y abrió la mano, dejando caer el resto sobre el mismo sitio de donde lo cogió. Ni siquiera lo había terminado.
      Nadie siguió el sonido del cuerpo decapitado de Keller al caer, lo miró ni prestó a tención a las salpicaduras de sangre que se esparcieron a unos metros de sus botas. No, su atención estaba arriba. Aunque podría tragarla como un bocado aunque la perdiese al escurrirse de su cuerpo vacío, el esqueleto se estaba tomando la molestia de masticar la cabeza; la veían hacer cabriolas como si estuviese siendo centrifugada. Y, aunque maldecían reconocerlo, mientras la boca masticaba, sentían alivio; alivio por no estar en su lugar.
     Un soplo gélido les cacheteó las nucas, induciéndoles a darse la vuelta. El hombre ensangrentado avanzó hasta Keller, pisando su espalda con orgullo. Aunque su cara no varió, parecía mirarles con orgullos; los ojos del cerebro parecieron dilatarse. Así pudieron aprovechar para ver el resto.
      Mullford y Gilmore fueron los primeros en asomarse. Fruge se arrodilló para rezar, mientras Jackson y Travis, simplemente, preferían mirar al suelo. Tim, al sentir que recuperaba la sensibilidad en las piernas, decidió ver a qué se enfrentaban,
     El mundo que vio era diferente y lejano; del Pacífico, Japón y el planeta Tierra como lo conocían, y en algo más que su cielo rojo sin sol. Estaban a unos quinientos metros sobre una llanura tenebrosa y carbonizada que se extendía hasta unas altas montañas negras en el horizonte, tras las que parecían destellar un volcán en erupción. El páramo gris y polvoriento sólo ofrecía cenizas y algún árbol pelado y esbelto como un esqueleto reseco, languideciendo bajo un fuerte olor a azufre y a carne demasiado hecha. El Paso arrasado por un incendio. Un desierto abrasado donde no quedaba nada más que quemar.
     Y había más. Un vistazo más detallado reveló que incluso en el reino de la muerte había vida. Eran figuras famélicas, de piel grisácea y estomago hinchado deformadas por la distancia. Sin embargo, poco a poco parecieron darse cuenta de que las observaban. Sus cabezas, lánguidas y colgantes; coronadas por matas desgreñadas de pelo negro o blanco sin cortar se volvían, daba paso a ojos llorosos, sonrisas sin labios y verdugones y cortes de los pies a la cabeza. La piel era la única ropa que se llevaba por allí, dando que pensar sobre de donde habría sacado su taparrabos el hombre.
     Tim aspiró la atmosfera vil de aquel lugar vil e, ignorando por completo lo que había dejado detrás, echó la cabeza hacia atrás y contuvo el vómito. No se atrevía a soltar el contenido de sus tripas allí, un mundo oscuro y eterno donde la gente, hambrienta, sedienta y herida, vagaba y lloraba mientras sus cuerpos resecos se pudrían por toda la eternidad. Una imagen del infierno, peor que una entrevista personal con Lucifer.
     Un pensamiento cruzó la bombardeada mente del joven Young por. Jigoku. Allí dijo el hombre que irían. Travis lo tradujo como infierno… y no se le ocurría que lo que veían pudiese ser nada más. Sin embargo, ¿cómo habían ido a parar allí ahora? ¿Y por qué había muerto Keller? Se suponía que aún  tendrían cuarenta y cinco años de vida por delante. ¿O sería una demostración? Una visita guiada a su futura residencia.
      El hombre levantó el brazo derecho, elevando unos centímetros su cayado. Los ojos subieron y bajaron bajo el cerebro. La luz cambió, adoptando un tono ambarino que les animó a mirar arriba
     Ninguno de ellos podría afirmar con certeza que les llevó a ello, ya que no hubo ninguna señal exacta de lo que pasaba. Ni una corriente de aire, ni un destello de luz inusual, ni el murmullo de los cielos al abrirse ni un cambio en el aroma a cloaca que saturaba sus narices. Sin embargo, los seis soldados supervivientes miraron al cielo, aquel cielo del color de una fresa pasada.
     Era lo que les faltaba. El sargento se santiguo, Gilmore bajó la vista y Godway rezó una oración. Por algo, como su propio otro mundo, aquel también tenía dos facetas. Un sótano mohoso, sucio y apestoso lleno de insectos y alimañas y un salón-comedor iluminado por los cuatro costados y con la decoración digna de un sultán. Y ahí venían sus mensajeros; ángeles que venían a decirles que si eran buenos, rezaban sus oraciones y no mataban más a los amarillos, tendrían entrada para el ático.
      El cielo rojo se había abierto perpendicularmente y una serie de humanoides celestiales descendían levitando frente a ellos, dejando a su paso lo que parecían rastros desgarrados de nubes.
     Que el cielo se abriese y los ángeles bajasen a la tierra era un fenómeno demasiado increíble, especialmente en el infierno. Y por eso, mientras acortaban la distancia, los siete asistentes a la recepción empezaron a retroceder de espaldas hacia el centro, mirándoles sin parar. Había establecido un perímetro a su alrededor, levitando en torno a la plataforma y manteniendo una distancia respetuosa con el hombre. ¿Tendría algún control sobre ellos, sería su líder? Difícil saberlo; ni siquiera decía palabra. Si pudieron comprobar que era el más normal, el más humano. La mayoría de los recién llegados sólo eran humanas en que tenían una cabeza en lo alto de un tronco con cuatro extremidades. En nada más.
     Los más humanos parecían ancianos de ochenta años con la piel arrugada y tirante, cortas panzas sobresaliendo sobre taparrabos y orejas con lóbulos que les llegaban a la cintura. Al menos, lo parecían hasta ver las caras sin piel ni carne o las manos como garras. Otros parecían ir vestidos con huesos; faldas de dedos, armaduras de costillas, máscaras de cráneos remendados que cubrían una piel negra y reptiliana y ojos negros sin pupila. Muchos estaban envueltos, empaquetados en telas de aspecto sucio y mugriento, en poses imposibles. Una chica con la cara vendada les miraba desde su espalda. Un torso femenino, contorsionado hacia atrás, les miraba desde tres ojos que asomaban por el párpado vertical de su vagina. Un hombre con el torso desnudo tenía la cabeza invertida, con la barbilla en la frente y la cara tan vacía como si se la hubiesen borrado con ácido. Pero los peores, los que menos querían ver, eran los que mezclaban rasgos de animal y hombre, como los que tenían alas grises de polilla y antenas plumosas a la altura de los ojos. Los que les miraban con ojos de sapo y morros de zorro o gato; o los que parecían esqueletos animados montados por un niño. Uno de los más extravagantes era una mujer delgada y bien proporcionada, totalmente desnuda, lo que permitía ver su particular figura: su cuerpo compacto y raquítico no era como el de una anciana; más bien parecía haber madurado precipitadamente, avejentado más allá de lo que correspondía. Tenía una larga melena negra y dos grandes ojos brillantes y rasgados, detalles de gran belleza hasta ver los cuatro colmillos al final de palpos negros que salían de su boca sin quijada, y la ausencia de brazos, sustituidos por cinco largos apéndices delgados y articulados.
     ¿Cuántos serían en aquel coro del horror, aquel espectáculo de monstruos? Quinientos, mil, cien mil… Demasiados para contarlos; de todos los colores, formas y tamaños. Una escena que les hizo a los hombres bendecir el cristianismo. ¿Eran estas las parcas japonesas, lo que los orientales veían al morir? ¿Dejar el cuerpo aún caliente en brazos de esas abominaciones…?
     Pensamientos, temores, respiración; todo, se detuvo para los vivos durante un margen de cinco segundos.
      El hombre ensangrentado había inclinado el cerebro, apuntándolo hacia ellos. Como si hubiese tenido una idea, se agitó. Al unísono, perfectamente coordinados, la legión de monstruos empezó a levantar sus brazos, garras, pies, colas o lenguas hacia ellos, señalándolos.
      Todos esperaban ansiosos el anzuelo con el que les arrancarían el alma, un rayo láser que les incineraría, un golpe que les partiría la columna… pero sólo señalaban. Lo que les arrojaron fueron dos palabras, altas y claras.
Norowa remashita —dijo primero el hombre ensangrentado.
     —Norowa remashita —repitieron al unísono—. Norowa remashita.
     Su efecto fue tan inmediato como el de un pelotón de ejecución al oír el grito de ¡Fuego! fuego. Los siete bajaron sus cascos sobre la cara, en un intento patético por protegerse, mientras esperaban. El retumbar de los corazones se mezclaba con las voces.
Norowa remashita. Norowa remashita.
     Se estremecían con cada repetición. Y, a la enésima, la entendieron. No habían empezado a hablar mágicamente en inglés, ni Travis había mediado; simplemente la entendieron.
     —Malditos, malditos, malditos, malditos
     Todavía temblando Tim cobró consciencia de que aquello, en realidad, sólo era una bravuconada: el matón del colegio se burlaba de su última víctima, acorralada en un rincón, temblando y llorando. No iban a hacer nada, al menos de momento.
     Sintiendo como el sudor le empapaba, Tim les miró; tardando apenas un segundo en concluir que había sido la peor decisión tomada en su vida hasta la fecha.
     Estaba frente a él, tan cerca que podría tocarla, tapando el resto de Keller. La gran calavera había apoyado el mentón en la plataforma, pero seguía masticando.
     Recuperándose de la parálisis, Tim se mantuvo inclinado, con el coro que les repudiaba todavía tronando. Reconoció la cabeza; a esas alturas debería estar ya machacada, pulverizada, reducida a un grumo rosado como compota. Pero seguía allí, entera y rodando, y mirándoles.
     Fue un sentimiento simultáneo. Su corazón reventando, su cerebro fundiéndose, sus pulmones congelándose. No llegó a lanzar su último grito.
     La cabeza que veía saltando tras los dientes como espejos, con el cuello sangrando, la cara ovalada, el pelo castaño y el semblante sumiso y dócil de la adolescencia, era la suya; mirándole con los ojos abiertos. Y sonriendo
     Por fin, su alma escapó por la única puerta que su cuerpo dejaba. Tim perdió la consciencia.

     —Eh, ¡eh! ¿Qué pasa? ¿Qué cuernos ha pasado aquí?
     Tim no llegó a oír su grito, aunque le dolía la garganta. Se volvió, buscando a la voz intrusa. Sobre Travis y Mullford vio a Nisell, con su arma bajada, mirándoles bajo la puerta Shinto.
     —¿Qué ha pasado aquí? —preguntó, mientras se acercaba—. He oído disparos… y…
     Tim, sintiendo la perforante afonía, iba a decirle que no pasase de la puerta, extendiendo un brazo pálido bajo el caqui. Entonces vio su alrededor.
     Todos habían vuelto, con los cascos calados, los uniformes sudados y la mirada perdida. A sus pies, seis carabinas M1 junto a una ametralladora Thompson miraban al cielo, un charco azul rodeado por una costa negra en el que no flotaba ninguna nube.
     Habían vuelto, todos. Tal y como estaban.
     Nisell se detuvo frente a ellos, levantándose el casco para ver mejor.
     —¿Qué demonios ha pasado ahí abajo? —Apuntó el arma a las escaleras—. He visto los muert… Vaya —se agachó—, tenéis muy mal aspecto y… —abrió los ojos al máximo—. Dios, Jackson, no me digas que te has…
      Jackson, de vuelta a la realidad, estaba demasiado sorprendido para sentir vergüenza. Miraba arriba y a los lados. A sus compañeros. Gilmore extendió el brazo, agarrado por la muñeca por Travis, que le miró a los ojos.
     —Eh, chicos… —El tono de Nisell había cambiado—. Sargento, ¿qué le ha pasado al capitán?
     Mullford suspiró con alivio, se quitó el casco y miró hacia Nissel, listo para responder. Luego comprendió que el soldado no había visto un fantasma.
      —Joder. —Nisell retrocedió corriendo casi un metro de espaldas, señalando sobre ellos—. ¿Qué es…?
     Mullford iba a empezar su explicación cuando lo oyeron.
     Una campanilla.
     Un grito de miedo traidor se arrastró fuera de todos los labios, mientras cansados soldados se erguían. Se miraban unos a otros, preguntándose qué sería, hasta que la razón, tras unos minutos de buscar y no encontrar, les arrojó una respuesta. Aquel no era el sonido alto y poderoso que habían dejado atrás. Aquel sonido era más sutil y reducido. Y familiar.
     Mullford habría dado un grito cuando Fruge le puso una mano en el hombro, conteniéndose al comprobar que el soldado quería que viese algo, frente al santuario. Algo donde debería estar el cadáver acribillado del sacerdote de Guritanijima.
     Mullford, derrotado, cayó al suelo, junto a Gilmore y Jackson. El resto de supervivientes se mantuvo en pie, temblorosos pero firmes, mirando lo que les había perturbado. Estaba allí, tirada, la prueba irrefutable de que había sido real.
     Echado boca abajo frente a las escaleras del altar, el cadáver decapitado de Keller todavía se estremecía; algún impulso nervioso rezagado que no se había enterado aún del brusco cese de actividad. Sobre un charco de sangre, la cadena de la que colgaban sus placas de identificación parecían dibujar la silueta de la cabeza ausente, como el perfil de un cadáver trazado con tiza sobre las baldosas grises.
     Encajado en una vértebra que sobresalía del destrozado cuello del capitán, estaba prendido el pequeño y sucio cascabel de bronce que habían dejado sobre el monje muerto del barril. El cadáver lo hacía sonar.

     Tim se despertó sudando y nervioso, aunque no tardó en comprender que, esta vez, lo que temblaba era el suelo bajo él. El avión de Delta brincaba mientras su tren de aterrizaje se acomodaba al suelo y las azafatas recordaban a los pasajeros que permaneciesen sentados hasta iniciar el desembarque.
     Aspirando con fuerza el impoluto aire presurizado, Tim miró por la ventana, al exterior iluminado por las luces del aeropuerto y de Nueva York. Ya estaba en casa.
     Sin embargo, no se sentía con fuerzas de dejar la nave. No era el miedo; simplemente se sentía pesado, abrumado por la evidencia.
     Lo había recordado, todo. Lo que pasó en aquella isla, lo que hicieron; como un falso ataque por sorpresa y mutilación de Keller les sirvió para justificar la masacre… y el castigo, que acudía a por ellos en el plazo establecido.
     Tim odiaba admitirlo, pero pese a todo, había sido justo: ellos habían sobrevivido hasta la fecha señalada, no cómo sus tres compañeros, apartados de la masacre, ignorantes del crimen y, en consecuencia, marginados del castigo. Ellos habían podido vivir, sabiendo lo que les esperaba.
     Tim se adelantó en su asiento, entrecruzando las manos. Había recordado otra cosa: el orden de entrada. Jared, Ernest, Greg, Ed, Jeff, el sargento…
      Tragó saliva, habían sucumbido según cruzaron el viejo y descomunal pórtico que parecía presagiar sus ahorcamientos. Lo que significaba que, ahora, Mullford sería el siguiente. Era una pena entenderlo ahora; estuviese donde estuviese, que no lo sabía, no tenía tiempo de avisarle… Aunque, en realidad, tenía otra prioridad, sabiendo bien quién sería el siguiente.
      Tim levantó sus delgadas y arrugadas piernas, que habían recobrado las fuerzas. Había algo que acababa de pensar, de lo que se había dado cuenta. Se frotó el mentón, como para cerrar su boca y que la idea, amarga pero placentera, siguiese allí.
     ¿Cuál habría sido su destino de haberse librado de la maldición? Pensó en los demás miembros de la escuadra. Lou, Johnny, Norman… Ellos no hicieron nada malo y habían muerto. Él, en  cambio, tampoco, salvo quizás estar con el grupo equivocado en la guerra inapropiada. Ahora iba  a morir por eso, pero por eso mismo había vivido.
      Mientras los pasajeros se levantaban, dejando vacío aquel sarcófago con alas,  Tim repasó mentalmente su vida. Su regreso a América, su trabajo en una lavandería primero y como vendedor de electrodomésticos después. Cuando conoció a Steph, se casó con ella, la dejó embarazada; el nacimiento de Mike primero, Nathaly después y Ben en tercer lugar… Sus hijos jugando, creciendo, dejándole… para tener sus propios trabajos, sus propias casas, sus propias familias, sus propios hijos; sus nietos…
      Steph murió hacía nueve años, arrebatada por el cáncer, durmiendo en la cama de un hospital a la espera de no despertar. Él la había llorado, así que ella no lloraría por él. Era un consuelo. Tim sabía que ella no habría podido sobrevivirle mucho y él, de no haber vivido lo que sabía, seguramente  tampoco. Sus hijos, los niños… Ellos eran otro asunto, desde luego. Pero, a fin de cuentas, ¿no es lo más natural? Que los viejos mueran, dejando sitio a los jóvenes.

     Con decisión, Tim se encaminó a las escaleras, listo para dejar aquel armatoste. Tenía poco tiempo, pero pensaba aprovecharlo. No estaba dispuesto a irse al infierno sin despedirse, dejando a su familia en la incertidumbre del desconocimiento.

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