LA MALDICIÓN DE LOS HUESOS - 5º PARTE
El capitán retirado Bill Mullford entró
a trompicones, cabalgando sobre su bastón en los lavabos de la terminal 2 del
Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. De toda la vida había odiado entrar en
sitios así; tener que pegar su culo a tazas que habían usado desconocidos,
seguramente menos limpios, por no hablar de la posibilidad de mear con otro tío
mirando sus partes por motivos ajenos a la admiración por su habilidad
controlando la manguera. Pero el vuelo desde Nebraska había sido más largo de
lo que esperaba y, aunque había sentido ganas, Bill no había querido ir al
servicio; no se atrevía a encerrarse en un espacio así, cerrado, estrecho y solo;
no después de lo que le había pasado a Travis. Y aunque lo que necesitaba ahora
era fumarse un cigarrillo, lo primero era lo primero. Mientras, Kathy había ido
al aparcamiento, a buscar el Chevrolet que había dejado allí esa misma mañana y
que confiaba le devolviese a su casa cagando leches.
La visión de un padre levantando a su hijo bajo la máquina de soplar, el
sonido de cisternas vaciándose y de pies arrastrándose frente o tras la media
docena de puertas blancas habría sido verdadera música para sus oídos, pero
Bill no tuvo tanta suerte. Los servicios, revestidos de azulejos color crema apagado
bajo los luminiscentes, estaban tan vacíos como si brillase una señal amarilla
de PISO MOJADO. Volvía a estar como en el avión, sólo que con más espacio. El
asunto se resumía a ser rápido.
Bill cargó contra la primera puerta, abriéndola con el hombro y
consiguiendo que sus chapas de identificación, inútiles hasta la fecha (y
esperaba que hasta que las enterrasen con él) escapasen sobre su camisa. La
taza blanca estaba abierta como si se alegrase de verle y el compartimento,
inusualmente limpio; sin rastro de humedad reseco ni tiras de papel de váter abandonadas
ensuciando la vista. Apoyó el bastón contra la pared de aglomerado, se bajó la
cremallera y procedió, gimiendo de placer mientras el agua de la taza se
oxigenaba.
El sonido del sumidero le acompañó mientras salía. Su mano se paró
frente a la puerta al sentirlo.
Primero era un murmullo apagado, como viento arrastrando hojas de otoño
sobre escalones de piedra, seguido por el escalofrió, una repentina reducción
de un par de grados en el urinario. Y, para rematar, la impresión, el inmortal
instinto que sólo se consigue habiendo sobrevivido al límite. No había visto
nada, ni oído zapatos sobre el enlosado, pero alguien acababa de entrar, y
estaba allí con él.
El primer impulso de Bill fue agacharse; sus rodillas chirriaron
disconformes y tuvo que apoyar la palma derecha en la pared. Acabó a cuatro
patas como un perro, posición que en aquel lugar y en otras circunstancias le
habría parecido humillante y obscena, pero no ahora. Bill pegó la oreja al
suelo como para sentir las pisadas, pero lo que quería era ver. A su derecha
los demás retretes seguían vacíos, sin ningún par de piernas frente o sobre
ellos. Frente a las puertas nadie se lavaba las manos o esperaba su turno.
Bill gruñó. Odiaba envejecer, no poder seguir confiando en su cuerpo y
su cabeza; hasta el instinto que creía
infalible le jugaba malas pasadas. Y, de todos modos, ¿Por qué se asustaba?
Aquella maldita historia, y lo que le había pasado a Jeff. Sí, había
sido raro, retorcido, imposible. Pero el médico le había puesto nombre, así que
era algo real. ¿Y existían esos monstruos japoneses que vieron durante su
alucinación colectiva? Bueno, quizás en el Pacífico, bajo el calor del sol a la
sombra de alguna palmera, pero a su propio calor, el de California, a menos que
al sol le acompañase algo de hierba…
Se arrastró como un gato hasta que su gimoso cuerpo se irguió, sin poder
contener la risa. Recuperó el bastón y ahora sí, abrió la puerta.
—Qué coño…
Bill retrocedió, dejando que el bastón rebotara contra la pared derecha,
sin parar hasta chocar con el borde de la taza, casi sentándose en vilo.
Delante tenía una docena de lavamanos con sus grifos grises de agua
caliente y fría, encabezados por la máquina secadora y el expendedor de jabón.
Sobre los grifos, los espejos, cuadrados y grandes como ventanas, por si
alguien quería asegurarse de salir guapo del váter. Y frente a su puerta,
enmarcado tras el cristal, había alguien.
Estaba tendido, apoyando las manos como si se asomase desde un túnel,
asomándose hacia él. Bill tomó aire, recuperó el bastón y se situó en el
umbral, mirándole. Al reconocerlo sintió como si un mazazo sacudir su corazón
como un badajo, aunque su siguiente reacción fuse reír.
—Así que era verdad —comentó, saliendo—. Vaya… Lo más curioso…
es que de todos esos bichos raros… vengas a por mí precisamente tú.
El espectador no respondió a sus palabras de ningún modo; en realidad
Bill no podía reconocerle tenía la cara totalmente tapada con un velo, un
pedazo rectangular de tela blanco que le caía desde el gorro negro y curvado sobre
su cabeza. De todos, modos, lo que veía de él bastaba y sobraba. El traje
blanco como el de una novia y pomposo como una mariposa era idéntico, incluso conservaba
las manchas rojas en el pecho. Lo que había cambiado era su dueño. La misma
constitución, pero sus pies, brazos y cuello se habían vuelto grisáceos, con la
piel pelándose como pintura vieja.
—Porque estás aquí por
eso. Para llevarme, ¿no?
El fantasma seguía sin responder, animando a Bill a dar un paso al
frente con su bastón. Debía estar viendo cosas por culpa del adamianto u otra
mierda parecía; a saber de cuando databan las instalaciones. Bill oyó una vez
que los fantasmas sólo existen para los que creen en ellos, o algo así. Estaba
seguro de que los demás murieron al cagarse encima tras ver a su respectivo
demonio. Pues bien, él no iba a ponerse a gritar hasta perder el aliento, de
eso podía estar seguro.
—Os habéis llevado a los
demás… y ahora tú —Bill
señaló al espejo—, vienes
a por mí; a llevarme a ese vertedero gris y rojo para que tu amigo el gran
huesudo me mastique los huevos, ¿no?
Siguió avanzando, recorriendo en segundos sin ni siquiera darse cuenta
el escaso medio metro entre el espejo y él. En todo ese tiempo el sacerdote no
se movió, manteniéndose apoyado. Bill sólo sabía que le miraba por como el velo
se alineaba con su cuerpo.
—Porque me lo merezco…
por matarte, ¿no? —siguió
divagando, mirándole a los ojos o a donde debería tenerlos—. Pues… hay un problema.
Porque mi alma sólo se la llevara el mismo diablo, no un japo muerto vestido de
travesti…
Le habló con odio, desafiando el poder infernal que había llevado a eso
hasta él. Pero, más que asustarle, el espíritu le indignaba.
—Hola —movió la mano derecha, como saludándole—. ¿Me escuchas? ¿Estás
ahí?
Ninguna reacción, menos de lo que él haría si una mosca le zumbase en
torno a la cabeza. Le ignoraba como si no fuese nada.
Bill buscó su reflejo en el centro del cristal, comprobando que aquel
tío estaba, literalmente, clavado en el cuadrado reflectante, como un dibujo
recortado pegado al cristal de una ventana. Bill no se veía de cintura para
abajo, pero sí veía lo demás: el suelo crema del servicio, los urinarios, el
reflejo de las luces…
No pudo más, riendo a mandíbula batiente mientras se daba la vuelta,
buscando el agujero, respiradero o punto rojo brillante de la cámara.
—Ok, Ok, vale, es un truco.
Una broma de la tele, una cámara oculta. A algún hijo de puta le divierte que
mis viejos camaradas estén muriendo, ¿verdad?
Aunque quien sabe, igual alguno tiene
algo que ver…
Sus ojos sobrevolaron como los focos de una cárcel cada rincón del
servicio un par de veces; si el dispositivo estaba allí no podía verlo. Sólo
seguía allí el espantajo; algún truco visual con el que pretendían provocarle.
No lo habían logrado, al menos no como esperaban. Bill podrías darse la vuelta
y dejarlo así; que se rieran del ridículo de la broma que les había saltado en
la cara. Pero había algo que no perdonaba, y era que le enfadasen.
—Muy bien, tengo que
irme; Kathy lleva ya mucho rato esperándome —le dijo a la imagen en el espejo—. Ha sido un placer
volver a verte, aunque no te echaré de menos. Pero…
Bill levantó el bastón, sujetando el cabezal con las dos manos.
—Voy a asegurarme de que
te acuerdes de esto… cabrón.
Desquitarse le podía salir caro: era destrucción de una propiedad
pública. Pero la culpa era del responsable por darle ese uso, y de los
bromistas por buscarle las cosquillas. Como si lo que veía fuese una rata
enseñándole los dientes, Bill golpeó contra el velo usando el pie del bastón,
sacudiendo la superficie traslucida estanque antes de romperse en mil pedazos, que
cayeron al lavabo de debajo.
Bill bajó su bastón y miró su obra. Su mano izquierda flaqueó, dejando caer
la vara de roble mientras su sonrisa se borraba; demasiado ocupado en
encontrarle a aquello una explicación, aunque fuese imposible.
En los bordes donde se había sujetado el espejo se veía la pared
desnuda, recubierta de azulejos rotos y grises pegotes de masilla y cemento
secos hacía mucho. En el centro había una apertura, cuadrada y negra; un
verdadero túnel para fugarse de una cárcel, que iba a darle en la cara. Acurrucado
en el hueco que le dejaba el túnel, el visitante le miraba, todavía apoyado en
sus manos y rodillas.
—No jodas. Esto…
Mientras perdía su brío anterior, Bill escrutó el rostro tapado. Algo le
decía que esperaba, quería esa reacción, y ahora que la tenía se reía detrás
del velo.
—Eres… real…
Fue una afirmación, no una pregunta; quizás por eso no hacía falta
respuesta.
—Y ese agujero lleva…
hasta abajo, ¿verdad?
Ni un amago de mirar atrás, ni un asentimiento; seguía siendo un
monologo.
Bill se pasó la mano derecha por la cara; empezaba a sentir que le
bajaba sudor desde la frente.
Mantén la calma. No olvides quien eres.
Abrió los ojos y apretó
los dientes, dejando entrever su furiosa mandíbula inferior, adornada con los
perfectos dientes que se ocupaba de blanquear cada noche. Flexionó suavemente
las rodillas y levantó los dos brazos, cerrados en puños.
—Muy bien; me quieres,
aquí estoy. Ven a por mí —le
invitó—.
Pero no esperes que grite como los otros. Yo no voy a ser tan fácil…
Bill hizo ademan de lanzarse contra él; su corazón latía peligrosamente
rápido a la espera de su reacción. Pero no se sobresaltó, retrocedió ni se
sacudió un poco. Ni siquiera se movió.
—Acabemos esto. —No sabía si lo dijo
como orden o súplica—¡Me
estas…!
El reo se hartó de la indiferencia del ejecutor; Bill señaló furioso con
su índice derecho al pañuelo…
En un momento, apenas un gesto, el monje levantó su brazo derecho
podrido, como si fuese un verdadero reflejo del hombre frente a él, imitándole
su gesto; señalándole y pronunciando una única palabra.
Shiborimasu[1]
Bill oyó el crujido antes de sentirlo; mientras el dolor crecía sus ojos
resbalaron hacia la mano extendida. Casi se mordió la lengua al mezclar los gritos
de pánico y dolor.
La punta del dedo se había doblado hacia arriba por sí misma, formando
un ángulo de noventa grados con el resto del dedo. Y ahora, ajena a sus nervios
y deseos, la segunda falange la imitaba, subiendo centímetro a centímetro hasta
volver a crujir.
Bill chilló, suspirando ruidosamente mientras intentaba lograr el temple
necesario para soportarlo. Pero no podía; no cuando el índice enteró empezó a girar
hacia la derecha como un sacacorchos hasta completar una vuelta completa que
sonó como una nuez al romperse.
—¡Dios…!
El dolor le puso de rodillas; un dios invencible e incontestable ante el
que se sometía. Al mismo tiempo relajó la mano, abriéndola; cosa que al menos hizo
él, pensando así lo reduciría. Pero Bill, incapaz de sentir nada por encima del
dolor, todavía veía con ojos llenos de lágrimas. Como una flor al llegar la
noche, los cuatro dedos restantes se replegaban hacia arriba. Volvió a sentirlo
antes de que acabasen, su grito precedió al chasquido conjunto; antes de que se
cerrasen por sí mismos en un puño invertido que dio una vuelta completa de
tuerca en torno a su muñeca.
Bill se puso a tres patas; todo su ser cedía salvo aquel brazo derecho
ajeno a su control. Vio que volvía a moverse, hacia la derecha como si fuese a
levantar una pesa en un gimnasio. No, iba más atrás, hacia la espalda, a rascar
un picor inexistente.
—Oh, no. Por favor, esto
no…
Entender lo que le esperaba no le dolió menos. El codo formó otro ángulo
recto; la mano podría tocarle la cintura si pudiese moverla… al menos hasta que
el brazo se convirtió en molino y diese otra vuelta hacia adelante.
Sólo era el brazo derecho, y era
tan fuerte que le costaba respirar, ver y se le secaba la boca. Había oído que
si te arrancan un brazo la impresión es tan potente que tardas unos minutos en
sentirlo, pero aquello era casi se sentía volar, como perder la consciencia…
No, eso era exactamente lo que le pasaba; se dio cuenta entre sacudidas.
Sus zapatos ya no tocaban el suelo. Su cuerpo había subido casi medio metro,
levantado por la misma fuerza invisible que no había dejado articulación de su
brazo derecho intacta, inmovilizándole en una posición de yoga. Estaba a merced
del fantasma, al que vio retroceder por el túnel como en un video rebobinado
hacia atrás. Era extraño, sólo movía las manos, pero iba demasiado deprisa.
Me está dejando espacio.
Todo pasó a la vez. Lo primero que notó, de forma más o menos separada,
fue como el resto de sus dedos empezaba a subir; luego sus talones giraron, sus
rotulas se retorcieron y el brazo izquierdo se replegó como un látigo. Luego sonó
como cien palillos partiéndose y gritó, con todas sus fuerzas, para que quien
pudiese oírlo supiese lo que sentía.
Sus lágrimas se mezclaban con sudor, ahogándole. Había quedado
inmovilizado, con todos los miembros rotos, pero lo que contrajo su respiración
y su estómago no fue aquel magnifico dolor. Fue el extraño retortijón que
sentía desde la cabeza a la cintura; subiendo y bajando como un escalofrió en
ascensor. Aquello no había acabado.
Ahora los chasquidos fueron de uno en uno, calibrando un coro de gritos
y gemidos que variaba mientras las fuerzas de su autor menguaban. La pelvis
giró como un taburete; las clavículas se juntaron como hermanas separadas al
nacer; los omóplatos se extendieron como alas desplegándose y las costillas se
abrieron como pinzas para el pelo, retenidas por la carne, que las mantuvo
dentro del cuerpo a costa de que no quedó ninguna entera.
Pero eso no fue lo peor; lo fue
el xilófono que recorrió el puente de la cadera a la cabeza, provocando un
mismo sonido y misma reacción pese a que cada tecla era diferente. Las
vértebras, bailarinas invisibles con un tutú blanco, giraban para separarse en
el plató del cuerpo humano, para luego detenerse. Una tras otra, desde el coxis
vestigial hasta la nuca. Y Bill apreció algo no menos increíble: la ruina de la
columna era total, pero las vértebras no habían desgarrado ni roto ningún
órgano interior, cosa que no le consoló en absoluto. Aún podía controlar un
cuerpo que no se podía mover, y sentir un dolor que no iba a parar.
Las últimas vertebras sonaron como si alguien le astillase el cráneo con
un bate y, curiosamente, fue eso lo que le pareció, pero cayendo por el cuello;
un cosquilleo despuntando entre el dolor, y un cambio en el ángulo de sus ojos.
Apretando sus dientes postizos y contuvo el aire, listo para afrontar el final.
Su cerebro giró en su cráneo cuando la cabeza dio una vuelta completa, sonando
como un libro al desgarrase.
Bill sintió un shock al darse cuenta de que aún sentía. Sus parpados
aleteaban, su nariz respiraba y sus ojos veían. Seguía igual, flotando en el
servicio frente al espejo roto. Sus sentidos e interior seguían intactos, pero
ya era irreversible. No se podía mover, ya fuese por la parálisis de su
columna, porque no quedaban huesos que mover o por la forma en que había quedado
su cuerpo, un nudo que sólo podría deshacerse cortando la cuerda.
El falso sacerdote hizo un gesto en la distancia con la mano, parecido a
un saludo, y Bill calló. Al contrario que su separación, la reconciliación con
el suelo fue en seco, sintiendo el impacto en los muslos y el estómago, cegándole
por un momento. Tal y como temía, había
quedado reducido a un guiñapo retorcido, pero lo peor era no poder ver hacia
arriba. Había perdido a su enemigo de vista.
Koko ni kimasu[2]
Oyó la palabra en japonés, aunque imperativa a él le pareció un susurro.
La mano invisible volvió a tirar del único hilo del títere roto; Bill se elevó
hasta la altura del espejo, viéndolo a una distancia que bien podría ser de
seis metros.
Bill agitó su mandíbula, la única parte de su cuerpo que parecía haber
sobrevivido a la toma por la fuerza. Seguía doliéndole, seguía furioso, pero ya
no iba a gritar, gruñir y llorar. Amasaba con su lengua una nueva descarga de
insultos con revestimiento de saliva para bombardearle.
Entonces el sacerdote agitó la mano y la
apertura se agrandó. Flotaba hacia ella, hacia él. Se lo llevaba a su reino en
tinieblas.
—No… por favor. Te lo
suplico.
Traicionar su palabra no le sirvió de nada; su ejecutor seguramente ni
siquiera le entendía. Billy flotaba con una lentitud insoportable, viendo al
milímetro a aquella cavernosa y desdentada dispuesta a tragarlo entero, con su
otro ocupante como campanilla.
Por fin, su vista se perdió en la negrura y sintió que caía sobre sus
tobillos rotos. Una eternidad, seguramente más bien corta, mirando a la
oscuridad. Un castigo terrible, esperar el final en la incertidumbre.
Un murmullo a su izquierda, ligero y metálico, le sacó de su error. Bill,
ignorando su estado y los últimos sucesos, realizó el instintivo amago de
volverse para ver, oír, saber más… Comprobó a coste de un manotazo contra su
corazón que podía moverse, aunque aparentemente sólo fuese oscilando a derecha
e izquierda, como la antena de un coche al doblarse; lo bastante para no perder
detalle.
Cuando se volvió lo bastante, la luz del exterior le cegó. Luego vio el
aire en torno a la apertura congelarse, creciendo en forma de afiladas láminas…
No, el tiempo retrocedía. Los pedazos de espejo volvían a su posición,
ensamblándose hasta no dejar ninguna grieta. En un minuto, la ventana volvía a
estar cerrada, hasta el punto de que podía ver su aliento blanqueando el
cristal.
Una puerta gimió y un hombre de algo más de cincuenta años y pinta de
hispano, de cuerpo robusto y piel arrugada, vestido con uniforme y gorra azul
que lo delataban como empleado de limpieza pasó ante sus ojos desde la entrada,
deteniéndose un momento delante de él.
—¡Eh! —La voz de Bill, todavía
intacta pese al maltrato y los gritos, consiguió sonar coherentes—. ¡Eh, tío! ¡Estoy
aquí, dentro del espejo! Necesito… ¡ayuda! ¡Eh, ayuda!
La voz, desgarrada y nerviosa fue adquiriendo tintes de alarido al ver
como lo peor que podía pasarle sucedía. El hombre se daba la vuelta y se metía
en el servicio donde él mismo había estado momentos antes. Entornó la puerta
tras él, sin llegar a cerrarla.
—¡Eh, oye! ¿Me oyes?
Respirando con pesadez, Bill comprendió
que no; ni le veía ni le oía. Aquellos espejos sólo dejaban pasar la luz en una
dirección y sólo mostraban lo que tenían delante. El hecho de que él mismo
pudiese ver el exterior ya era un milagro… o un añadido cruel a su tortura.
Arrugaba la frente, intentando aplicar más
fuerza a su cabeza para inclinarla, estrellarla contra el cristal una vez y
luego otra, haciendo un ruido perceptible en el otro lado, que la ventana
vibrase, que aquel mentecato se diese…
Un soplo de exhalación, acompañado de una
ráfaga de aire fría y un enrarecimiento en la atmosfera, como si hubiese metido
con él una rata muerta, le distrajeron, recordándole que no estaba sólo en
aquel túnel-celda.
Bill llenó sus pulmones de aire, intentando
hincharse, pensando que podría girar mejor. Consiguió rotar en sentido
contrario y descubrió que sus ojos se habían convertido en telescopios.
Aunque
no se había acercado ni un ápice a los más de diez metros que ahora calculaba
que los separaban, podía ver con todo detalle al demonio en el otro extremo. Se
había descorrido el telón sobre su cara. Ahora podía ver cómo era por debajo.
La
garganta de Bill tembló, quería lanzar un insulto o una maldición, algo que
sirviese para expresar lo que aquello le hacía sentir. Se rindió; no encontró
palabras a su altura.
Bajo la tela blanca, entre el mentón, las
orejas y el gorro, no había cara, sino una mancha oscura en forma de pirámide
invertida con los bordes acanalados, como las antiguas máscaras sujetas por
palos del teatro clásico. Un vacío que se hundía en la cabeza, el pero no era
un simple agujero. Al fondo había color, formas, el escenario al que la nueva
puerta remitía.
Su pulso, apretado en su media docena de
incomodas posturas, se desbocó, sintiendo su piel y todo lo que recubría encogerse.
Había reconocido el color; la mezcla de rojo y gris como mermelada de fresa
mezclada con cenizas separada en cielo y suelo, como la atmosfera viciada que
llegaba le llegaba en forma de halitosis kilométrica. Bill retrocedió, logrando
apenas sacudir su cuerpo-pelota. Sabía lo que haría ahora, pero, ¿cómo?
Un
vórtice. Empezará a chuparlo todo como una
aspiradora, a succionarme hacia dentro…
El inicio de la acción interrumpió sus
pensamientos. Pero no se movió él hacia el ente sino al contrario: la puerta
salió a recibirle.
El cuerpo pálido a cuatro patas se sacudió
y el agujero empezó a salirle de la cara. Estaba rodeada por un grueso cordón
oscuro y correosa; una lombriz gigante que podía engullir a los vivos para
defecarlos en el infierno. Y el gusano empezó a crecer, acomodando su cuerpo de
tubo a la galería. Bill veía pequeños apéndices blanquecinos extenderse en
todas direcciones, pegándose a las paredes y ayudándolo a arrastrarse.
Se acercaba. Hacia él.
Bill empezó a notar frio, su ropa estaba
empapada como la toalla de un bañista. Siguió intentando moverse, doblando su
cuerpo y su cabeza hacia el espejo.
El sonido del agua saliendo de un grifo
llenó sus oídos. El hombre del váter se lavaba las manos, debajo de un chorro bajo
el borde del cristal. Mientras se limpiaba, enseñaba los dientes a su imagen;
quizás comprobando si tenía restos de su última comida entre ellos.
—Oye. ¿No me
oyes? —Los gritos de Bill ya no eran altos y nerviosos, eran desesperados—. ¡Estoy aquí! ¡Rompe el espejo, por favor! ¡Por favor!
El hombre cerró el grifo y se giró hacia
la maquina secadora. Tras Bill, el sonido húmedo de aquellos apéndices,
parecidos al de un bebé lanzando besos, se hacía más alto, junto al olor a
azufre y carne podrida.
—¡Ayuda!
Se detuvo, sin encender la el ensordecedora
máquina. Algo le había distraído.
Los ojos de Bill brillaron.
Si…
La puerta de entrada gimió. Un hombre
joven, delgado y pálido con la cara cubierta de pecas, con un uniforme azul de
otro tipo muy distinto (como demostraban la placa en su pecho y la porra en su
cintura) había entrado.
—Oiga. —El guardia se dirigía al empleado—. Señor, ¿ha oído…
gritos saliendo de aquí dentro?
Bill casi rio, salpicando de saliva el
espejo. Se inclinó hasta que sus ojos rozaron el suelo, pero consiguió seguir
viendo.
El empleado negó con la cabeza.
—No, señor. No
he oído nada raro… y he estado sólo todo el tiempo.
El guarda se quitó al gorra, rascándose un
momento su pelo rizado de color cobre.
—Qué raro… —Pasó frente a
los inodoros, comprobando las puertas, que se abrían sin oposición—. Un hombre y un niño decían que habían oído gritos… como si
estuviesen matando a alguien aquí dentro.
—¡Sí! ¡Estoy aquíiii!
El policía salió de su vista, hacia la
izquierda. El gusano no podía estar ya a más de dos metros; creía sentir su
aliento golpeándole la espalda, enfriándole el sudor, meciéndolo como a una
cuna.
—Ya le digo, señor, que yo he estado sólo… y no hay
nadie muerto. —El hombre se inclinó de hombros—. Quien sabe, puede que haya sido un gamberro, que ha salido corriendo
mientras venía.
Bill oyó un suspiro.
—Sí, será eso. Bueno, señor, gracias…
—No. ¡Por favor, no! ¡Estoy aquí! Dios, no…
Los gritos de Bill empañaron el cristal
hasta hacerlo parecer una pared de hielo. Mientras el policía volvía a pasar
frente a él, chilló una última vez. Al mismo tiempo, la máquina de soplar se
puso en marcha.
Una última idea le pasó por la cabeza.
¡Kathy! Ella sabía dónde había ido. Al ver que tardaba… ¡Su bastón! ¿Dónde
estaba? Tenía que haberse quedado fuera. No lo veía en el suelo (aunque no
pudiese ver el suelo), tenía que haber quedado bajo los lavabos. Alguien lo
vería verlo, tal vez no uno de esos dos inútiles, pero alguien lo encontraría,
lo denunciaría y lo reconocerían…
Bill apretó los dientes, conteniendo la
respiración. Acababa de sentir el gusano tan cerca como si un viejo amigo le
diese una palmadita en el hombro, su boca abierta desde el suelo al techo,
listo para tragarlo de un bocado.
Lo tenía justo detrás. Sólo tenía que
abrir al máximo su apestoso esófago y tragar.
Cerró los ojos, dejando escapar una última
lágrima, listo para lo inevitable. Su corazón marcaba el ritmo, como un tambor
señalando el momento antes de tensar la soga, cada vez más alto y fuerte…
durante medio minuto, y uno y dos. Por fin, abrió los ojos.
Al otro lado del espejo, el servicio de
caballeros brillaba inmaculado, y vacío. Detrás, olía el infierno, la seca y
murmurante brisa que se estrellaba contra él, invitándole a unirse a los demás.
Bill esperó un poco más. El gusano estaba
en silencio. Se había parado, esperando algo…
Un pensamiento momentáneo le pasó por la
cabeza; algo que recordaba de una leyenda griega. Tenía aquella entrada al
infierno tan cerca… que el mismo podría entrar, sólo tendría que volverse.
¿Sería eso lo que esperaban? Que el mismo se asomase y cayese, para pudrirse
allí abajo por los siglos de los siglos.
Bill inició una risilla nerviosa, que le sacudió
como un flan. Si eso esperaban lo tenían
claro. No iba a ser tan tonto para…
Su risa fue corta. ¿Qué otra alternativa
tenia? Aunque misma entrase allí, aunque encontrasen, nadie iba a mirar detrás
del espejo. Podían pensar que, a su edad, se le había ido a la cabeza y se
había escapado, cogiendo cualquier avión a cualquier parte, o que un maniaco le
había secuestrado, descuartizado y devorado, en cuyo caso le darían por perdido
para siempre.
Apretó los dientes, irguiéndose cuanto
pudo. Bueno, si no le iban a encontrar, no iba a ser tan blando para
suicidarse. Podía esperar a morirse de hambre, a quedarse sin aire, a que su
viejo corazón reventase…
Otro temor le revolvió el estómago. Él
esperaba morir. ¿Pero podría? Habiéndole roto todas y cada una de sus vertebras
ya debería estar muerto. ¿Y si ahora era inmortal? Viviría para siempre en esa
caverna, viendo a la gente pasar, mear, lavarse las manos e irse a coger sus
maletas o su vuelo, mientras el carrito de la limpieza terminaba el día con el
paso de la fregona. O quizás ya estaba muerto y sólo existía como alma, e iba a
empezar a pudrirse, pasar hambre, cagarse encima; cosa no muy diferente a lo
que le esperaba detrás… si se atrevía a mirar.
Bill se mordió el labio inferior,
sintiéndose tan mojado que pensó que se derretía. Volvía a temblar. Y, ante
aquel dilema, lo que más le preocupaba era que su nuevo cuerpo cediese,
lanzándole de cabeza a una decisión irrevocable antes de estar seguro de
haberse quedado sin opciones.
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