lunes, 18 de abril de 2016

LA MALDICIÓN DE LOS HUESOS - 5º PARTE

El capitán retirado Bill Mullford entró a trompicones, cabalgando sobre su bastón en los lavabos de la terminal 2 del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. De toda la vida había odiado entrar en sitios así; tener que pegar su culo a tazas que habían usado desconocidos, seguramente menos limpios, por no hablar de la posibilidad de mear con otro tío mirando sus partes por motivos ajenos a la admiración por su habilidad controlando la manguera. Pero el vuelo desde Nebraska había sido más largo de lo que esperaba y, aunque había sentido ganas, Bill no había querido ir al servicio; no se atrevía a encerrarse en un espacio así, cerrado, estrecho y solo; no después de lo que le había pasado a Travis. Y aunque lo que necesitaba ahora era fumarse un cigarrillo, lo primero era lo primero. Mientras, Kathy había ido al aparcamiento, a buscar el Chevrolet que había dejado allí esa misma mañana y que confiaba le devolviese a su casa cagando leches.
     La visión de un padre levantando a su hijo bajo la máquina de soplar, el sonido de cisternas vaciándose y de pies arrastrándose frente o tras la media docena de puertas blancas habría sido verdadera música para sus oídos, pero Bill no tuvo tanta suerte. Los servicios, revestidos de azulejos color crema apagado bajo los luminiscentes, estaban tan vacíos como si brillase una señal amarilla de PISO MOJADO. Volvía a estar como en el avión, sólo que con más espacio. El asunto se resumía a ser rápido.
     Bill cargó contra la primera puerta, abriéndola con el hombro y consiguiendo que sus chapas de identificación, inútiles hasta la fecha (y esperaba que hasta que las enterrasen con él) escapasen sobre su camisa. La taza blanca estaba abierta como si se alegrase de verle y el compartimento, inusualmente limpio; sin rastro de humedad reseco ni tiras de papel de váter abandonadas ensuciando la vista. Apoyó el bastón contra la pared de aglomerado, se bajó la cremallera y procedió, gimiendo de placer mientras el agua de la taza se oxigenaba.
     El sonido del sumidero le acompañó mientras salía. Su mano se paró frente a la puerta al sentirlo.
     Primero era un murmullo apagado, como viento arrastrando hojas de otoño sobre escalones de piedra, seguido por el escalofrió, una repentina reducción de un par de grados en el urinario. Y, para rematar, la impresión, el inmortal instinto que sólo se consigue habiendo sobrevivido al límite. No había visto nada, ni oído zapatos sobre el enlosado, pero alguien acababa de entrar, y estaba allí con él.
      El primer impulso de Bill fue agacharse; sus rodillas chirriaron disconformes y tuvo que apoyar la palma derecha en la pared. Acabó a cuatro patas como un perro, posición que en aquel lugar y en otras circunstancias le habría parecido humillante y obscena, pero no ahora. Bill pegó la oreja al suelo como para sentir las pisadas, pero lo que quería era ver. A su derecha los demás retretes seguían vacíos, sin ningún par de piernas frente o sobre ellos. Frente a las puertas nadie se lavaba las manos o esperaba su turno.
     Bill gruñó. Odiaba envejecer, no poder seguir confiando en su cuerpo y su cabeza;  hasta el instinto que creía infalible le jugaba malas pasadas. Y, de todos modos, ¿Por qué se asustaba?
     Aquella maldita historia, y lo que le había pasado a Jeff. Sí, había sido raro, retorcido, imposible. Pero el médico le había puesto nombre, así que era algo real. ¿Y existían esos monstruos japoneses que vieron durante su alucinación colectiva? Bueno, quizás en el Pacífico, bajo el calor del sol a la sombra de alguna palmera, pero a su propio calor, el de California, a menos que al sol le acompañase algo de hierba…
     Se arrastró como un gato hasta que su gimoso cuerpo se irguió, sin poder contener la risa. Recuperó el bastón y ahora sí, abrió la puerta.
     —Qué coño…
     Bill retrocedió, dejando que el bastón rebotara contra la pared derecha, sin parar hasta chocar con el borde de la taza, casi sentándose en vilo.
     Delante tenía una docena de lavamanos con sus grifos grises de agua caliente y fría, encabezados por la máquina secadora y el expendedor de jabón. Sobre los grifos, los espejos, cuadrados y grandes como ventanas, por si alguien quería asegurarse de salir guapo del váter. Y frente a su puerta, enmarcado tras el cristal, había alguien.
     Estaba tendido, apoyando las manos como si se asomase desde un túnel, asomándose hacia él. Bill tomó aire, recuperó el bastón y se situó en el umbral, mirándole. Al reconocerlo sintió como si un mazazo sacudir su corazón como un badajo, aunque su siguiente reacción fuse reír.
     —Así que era verdad comentó, saliendo. Vaya… Lo más curioso… es que de todos esos bichos raros… vengas a por mí precisamente tú.
     El espectador no respondió a sus palabras de ningún modo; en realidad Bill no podía reconocerle tenía la cara totalmente tapada con un velo, un pedazo rectangular de tela blanco que le caía desde el gorro negro y curvado sobre su cabeza. De todos, modos, lo que veía de él bastaba y sobraba. El traje blanco como el de una novia y pomposo como una mariposa era idéntico, incluso conservaba las manchas rojas en el pecho. Lo que había cambiado era su dueño. La misma constitución, pero sus pies, brazos y cuello se habían vuelto grisáceos, con la piel pelándose como pintura vieja.
     —Porque estás aquí por eso. Para llevarme, ¿no?
     El fantasma seguía sin responder, animando a Bill a dar un paso al frente con su bastón. Debía estar viendo cosas por culpa del adamianto u otra mierda parecía; a saber de cuando databan las instalaciones. Bill oyó una vez que los fantasmas sólo existen para los que creen en ellos, o algo así. Estaba seguro de que los demás murieron al cagarse encima tras ver a su respectivo demonio. Pues bien, él no iba a ponerse a gritar hasta perder el aliento, de eso podía estar seguro.
     Os habéis llevado a los demás… y ahora tú Bill señaló al espejo—, vienes a por mí; a llevarme a ese vertedero gris y rojo para que tu amigo el gran huesudo me mastique los huevos, ¿no?
     Siguió avanzando, recorriendo en segundos sin ni siquiera darse cuenta el escaso medio metro entre el espejo y él. En todo ese tiempo el sacerdote no se movió, manteniéndose apoyado. Bill sólo sabía que le miraba por como el velo se alineaba con su cuerpo.
     —Porque me lo merezco… por matarte, ¿no? siguió divagando, mirándole a los ojos o a donde debería tenerlos. Pues… hay un problema. Porque mi alma sólo se la llevara el mismo diablo, no un japo muerto vestido de travesti…
     Le habló con odio, desafiando el poder infernal que había llevado a eso hasta él. Pero, más que asustarle, el espíritu le indignaba.
     Hola —movió la mano derecha, como saludándole. ¿Me escuchas? ¿Estás ahí?
     Ninguna reacción, menos de lo que él haría si una mosca le zumbase en torno a la cabeza. Le ignoraba como si no fuese nada.
     Bill buscó su reflejo en el centro del cristal, comprobando que aquel tío estaba, literalmente, clavado en el cuadrado reflectante, como un dibujo recortado pegado al cristal de una ventana. Bill no se veía de cintura para abajo, pero sí veía lo demás: el suelo crema del servicio, los urinarios, el reflejo de las luces…
     No pudo más, riendo a mandíbula batiente mientras se daba la vuelta, buscando el agujero, respiradero o punto rojo brillante de la cámara.
    —Ok, Ok, vale, es un truco. Una broma de la tele, una cámara oculta. A algún hijo de puta le divierte que mis viejos camaradas estén muriendo, ¿verdad?
      Aunque quien sabe, igual alguno tiene algo que ver…
      Sus ojos sobrevolaron como los focos de una cárcel cada rincón del servicio un par de veces; si el dispositivo estaba allí no podía verlo. Sólo seguía allí el espantajo; algún truco visual con el que pretendían provocarle. No lo habían logrado, al menos no como esperaban. Bill podrías darse la vuelta y dejarlo así; que se rieran del ridículo de la broma que les había saltado en la cara. Pero había algo que no perdonaba, y era que le enfadasen.
     —Muy bien, tengo que irme; Kathy lleva ya mucho rato esperándome le dijo a la imagen en el espejo. Ha sido un placer volver a verte, aunque no te echaré de menos. Pero…
     Bill levantó el bastón, sujetando el cabezal con las dos manos.
     —Voy a asegurarme de que te acuerdes de esto… cabrón.
      Desquitarse le podía salir caro: era destrucción de una propiedad pública. Pero la culpa era del responsable por darle ese uso, y de los bromistas por buscarle las cosquillas. Como si lo que veía fuese una rata enseñándole los dientes, Bill golpeó contra el velo usando el pie del bastón, sacudiendo la superficie traslucida estanque antes de romperse en mil pedazos, que cayeron al lavabo de debajo.
     Bill bajó su bastón y miró su obra. Su mano izquierda flaqueó, dejando caer la vara de roble mientras su sonrisa se borraba; demasiado ocupado en encontrarle a aquello una explicación, aunque fuese imposible.
      En los bordes donde se había sujetado el espejo se veía la pared desnuda, recubierta de azulejos rotos y grises pegotes de masilla y cemento secos hacía mucho. En el centro había una apertura, cuadrada y negra; un verdadero túnel para fugarse de una cárcel, que iba a darle en la cara. Acurrucado en el hueco que le dejaba el túnel, el visitante le miraba, todavía apoyado en sus manos y rodillas.
     —No jodas. Esto…
     Mientras perdía su brío anterior, Bill escrutó el rostro tapado. Algo le decía que esperaba, quería esa reacción, y ahora que la tenía se reía detrás del velo.
     —Eres… real…
     Fue una afirmación, no una pregunta; quizás por eso no hacía falta respuesta.
     —Y ese agujero lleva… hasta abajo, ¿verdad?
     Ni un amago de mirar atrás, ni un asentimiento; seguía siendo un monologo.
     Bill se pasó la mano derecha por la cara; empezaba a sentir que le bajaba sudor desde la frente.
     Mantén la calma. No olvides quien eres.
     Abrió los ojos y apretó los dientes, dejando entrever su furiosa mandíbula inferior, adornada con los perfectos dientes que se ocupaba de blanquear cada noche. Flexionó suavemente las rodillas y levantó los dos brazos, cerrados en puños.
     —Muy bien; me quieres, aquí estoy. Ven a por mí —le invitó—. Pero no esperes que grite como los otros. Yo no voy a ser tan fácil…
     Bill hizo ademan de lanzarse contra él; su corazón latía peligrosamente rápido a la espera de su reacción. Pero no se sobresaltó, retrocedió ni se sacudió un poco. Ni siquiera se movió.
     —Acabemos esto. No sabía si lo dijo como orden o súplica¡Me estas…!
     El reo se hartó de la indiferencia del ejecutor; Bill señaló furioso con su índice derecho al pañuelo…
     En un momento, apenas un gesto, el monje levantó su brazo derecho podrido, como si fuese un verdadero reflejo del hombre frente a él, imitándole su gesto; señalándole y pronunciando una única palabra.
     Shiborimasu[1]
     Bill oyó el crujido antes de sentirlo; mientras el dolor crecía sus ojos resbalaron hacia la mano extendida. Casi se mordió la lengua al mezclar los gritos de pánico y dolor.
     La punta del dedo se había doblado hacia arriba por sí misma, formando un ángulo de noventa grados con el resto del dedo. Y ahora, ajena a sus nervios y deseos, la segunda falange la imitaba, subiendo centímetro a centímetro hasta volver a crujir.
     Bill chilló, suspirando ruidosamente mientras intentaba lograr el temple necesario para soportarlo. Pero no podía; no cuando el índice enteró empezó a girar hacia la derecha como un sacacorchos hasta completar una vuelta completa que sonó como una nuez al romperse.
     —¡Dios…!
      El dolor le puso de rodillas; un dios invencible e incontestable ante el que se sometía. Al mismo tiempo relajó la mano, abriéndola; cosa que al menos hizo él, pensando así lo reduciría. Pero Bill, incapaz de sentir nada por encima del dolor, todavía veía con ojos llenos de lágrimas. Como una flor al llegar la noche, los cuatro dedos restantes se replegaban hacia arriba. Volvió a sentirlo antes de que acabasen, su grito precedió al chasquido conjunto; antes de que se cerrasen por sí mismos en un puño invertido que dio una vuelta completa de tuerca en torno a su muñeca.
     Bill se puso a tres patas; todo su ser cedía salvo aquel brazo derecho ajeno a su control. Vio que volvía a moverse, hacia la derecha como si fuese a levantar una pesa en un gimnasio. No, iba más atrás, hacia la espalda, a rascar un picor inexistente.
     —Oh, no. Por favor, esto no…
     Entender lo que le esperaba no le dolió menos. El codo formó otro ángulo recto; la mano podría tocarle la cintura si pudiese moverla… al menos hasta que el brazo se convirtió en molino y diese otra vuelta hacia adelante.
     Sólo era el brazo derecho, y  era tan fuerte que le costaba respirar, ver y se le secaba la boca. Había oído que si te arrancan un brazo la impresión es tan potente que tardas unos minutos en sentirlo, pero aquello era casi se sentía volar, como perder la consciencia…
     No, eso era exactamente lo que le pasaba; se dio cuenta entre sacudidas. Sus zapatos ya no tocaban el suelo. Su cuerpo había subido casi medio metro, levantado por la misma fuerza invisible que no había dejado articulación de su brazo derecho intacta, inmovilizándole en una posición de yoga. Estaba a merced del fantasma, al que vio retroceder por el túnel como en un video rebobinado hacia atrás. Era extraño, sólo movía las manos, pero iba demasiado deprisa.
     Me está dejando espacio.
     Todo pasó a la vez. Lo primero que notó, de forma más o menos separada, fue como el resto de sus dedos empezaba a subir; luego sus talones giraron, sus rotulas se retorcieron y el brazo izquierdo se replegó como un látigo. Luego sonó como cien palillos partiéndose y gritó, con todas sus fuerzas, para que quien pudiese oírlo supiese lo que sentía.
     Sus lágrimas se mezclaban con sudor, ahogándole. Había quedado inmovilizado, con todos los miembros rotos, pero lo que contrajo su respiración y su estómago no fue aquel magnifico dolor. Fue el extraño retortijón que sentía desde la cabeza a la cintura; subiendo y bajando como un escalofrió en ascensor. Aquello no había acabado.
     Ahora los chasquidos fueron de uno en uno, calibrando un coro de gritos y gemidos que variaba mientras las fuerzas de su autor menguaban. La pelvis giró como un taburete; las clavículas se juntaron como hermanas separadas al nacer; los omóplatos se extendieron como alas desplegándose y las costillas se abrieron como pinzas para el pelo, retenidas por la carne, que las mantuvo dentro del cuerpo a costa de que no quedó ninguna entera.
      Pero eso no fue lo peor; lo fue el xilófono que recorrió el puente de la cadera a la cabeza, provocando un mismo sonido y misma reacción pese a que cada tecla era diferente. Las vértebras, bailarinas invisibles con un tutú blanco, giraban para separarse en el plató del cuerpo humano, para luego detenerse. Una tras otra, desde el coxis vestigial hasta la nuca. Y Bill apreció algo no menos increíble: la ruina de la columna era total, pero las vértebras no habían desgarrado ni roto ningún órgano interior, cosa que no le consoló en absoluto. Aún podía controlar un cuerpo que no se podía mover, y sentir un dolor que no iba a parar.
     Las últimas vertebras sonaron como si alguien le astillase el cráneo con un bate y, curiosamente, fue eso lo que le pareció, pero cayendo por el cuello; un cosquilleo despuntando entre el dolor, y un cambio en el ángulo de sus ojos. Apretando sus dientes postizos y contuvo el aire, listo para afrontar el final. Su cerebro giró en su cráneo cuando la cabeza dio una vuelta completa, sonando como un libro al desgarrase.
     Bill sintió un shock al darse cuenta de que aún sentía. Sus parpados aleteaban, su nariz respiraba y sus ojos veían. Seguía igual, flotando en el servicio frente al espejo roto. Sus sentidos e interior seguían intactos, pero ya era irreversible. No se podía mover, ya fuese por la parálisis de su columna, porque no quedaban huesos que mover o por la forma en que había quedado su cuerpo, un nudo que sólo podría deshacerse cortando la cuerda.
     El falso sacerdote hizo un gesto en la distancia con la mano, parecido a un saludo, y Bill calló. Al contrario que su separación, la reconciliación con el suelo fue en seco, sintiendo el impacto en los muslos y el estómago, cegándole  por un momento. Tal y como temía, había quedado reducido a un guiñapo retorcido, pero lo peor era no poder ver hacia arriba. Había perdido a su enemigo de vista.
     Koko ni kimasu[2]
     Oyó la palabra en japonés, aunque imperativa a él le pareció un susurro. La mano invisible volvió a tirar del único hilo del títere roto; Bill se elevó hasta la altura del espejo, viéndolo a una distancia que bien podría ser de seis metros.
     Bill agitó su mandíbula, la única parte de su cuerpo que parecía haber sobrevivido a la toma por la fuerza. Seguía doliéndole, seguía furioso, pero ya no iba a gritar, gruñir y llorar. Amasaba con su lengua una nueva descarga de insultos con revestimiento de saliva para bombardearle.
     Entonces el sacerdote agitó la mano y la apertura se agrandó. Flotaba hacia ella, hacia él. Se lo llevaba a su reino en tinieblas.
     —No… por favor. Te lo suplico.
     Traicionar su palabra no le sirvió de nada; su ejecutor seguramente ni siquiera le entendía. Billy flotaba con una lentitud insoportable, viendo al milímetro a aquella cavernosa y desdentada dispuesta a tragarlo entero, con su otro ocupante como campanilla.
     Por fin, su vista se perdió en la negrura y sintió que caía sobre sus tobillos rotos. Una eternidad, seguramente más bien corta, mirando a la oscuridad. Un castigo terrible, esperar el final en la incertidumbre.
     Un murmullo a su izquierda, ligero y metálico, le sacó de su error. Bill, ignorando su estado y los últimos sucesos, realizó el instintivo amago de volverse para ver, oír, saber más… Comprobó a coste de un manotazo contra su corazón que podía moverse, aunque aparentemente sólo fuese oscilando a derecha e izquierda, como la antena de un coche  al doblarse; lo bastante para no perder detalle.    
     Cuando se volvió lo bastante, la luz del exterior le cegó. Luego vio el aire en torno a la apertura congelarse, creciendo en forma de afiladas láminas… No, el tiempo retrocedía. Los pedazos de espejo volvían a su posición, ensamblándose hasta no dejar ninguna grieta. En un minuto, la ventana volvía a estar cerrada, hasta el punto de que podía ver su aliento blanqueando el cristal.
     Una puerta gimió y un hombre de algo más de cincuenta años y pinta de hispano, de cuerpo robusto y piel arrugada, vestido con uniforme y gorra azul que lo delataban como empleado de limpieza pasó ante sus ojos desde la entrada, deteniéndose un momento delante de él.
     —¡Eh! La voz de Bill, todavía intacta pese al maltrato y los gritos, consiguió sonar coherentes. ¡Eh, tío! ¡Estoy aquí, dentro del espejo! Necesito… ¡ayuda! ¡Eh, ayuda!
     La voz, desgarrada y nerviosa fue adquiriendo tintes de alarido al ver como lo peor que podía pasarle sucedía. El hombre se daba la vuelta y se metía en el servicio donde él mismo había estado momentos antes. Entornó la puerta tras él, sin llegar a cerrarla.
     —¡Eh, oye! ¿Me oyes?
      Respirando con pesadez, Bill comprendió que no; ni le veía ni le oía. Aquellos espejos sólo dejaban pasar la luz en una dirección y sólo mostraban lo que tenían delante. El hecho de que él mismo pudiese ver el exterior ya era un milagro… o un añadido cruel a su tortura.
     Arrugaba la frente, intentando aplicar más fuerza a su cabeza para inclinarla, estrellarla contra el cristal una vez y luego otra, haciendo un ruido perceptible en el otro lado, que la ventana vibrase, que aquel mentecato se diese…
      Un soplo de exhalación, acompañado de una ráfaga de aire fría y un enrarecimiento en la atmosfera, como si hubiese metido con él una rata muerta, le distrajeron, recordándole que no estaba sólo en aquel túnel-celda.
     Bill llenó sus pulmones de aire, intentando hincharse, pensando que podría girar mejor. Consiguió rotar en sentido contrario y descubrió que sus ojos se habían convertido en telescopios.
      Aunque no se había acercado ni un ápice a los más de diez metros que ahora calculaba que los separaban, podía ver con todo detalle al demonio en el otro extremo. Se había descorrido el telón sobre su cara. Ahora podía ver cómo era por debajo.
      La garganta de Bill tembló, quería lanzar un insulto o una maldición, algo que sirviese para expresar lo que aquello le hacía sentir. Se rindió; no encontró palabras a su altura.
     Bajo la tela blanca, entre el mentón, las orejas y el gorro, no había cara, sino una mancha oscura en forma de pirámide invertida con los bordes acanalados, como las antiguas máscaras sujetas por palos del teatro clásico. Un vacío que se hundía en la cabeza, el pero no era un simple agujero. Al fondo había color, formas, el escenario al que la nueva puerta remitía.
     Su pulso, apretado en su media docena de incomodas posturas, se desbocó, sintiendo su piel y todo lo que recubría encogerse. Había reconocido el color; la mezcla de rojo y gris como mermelada de fresa mezclada con cenizas separada en cielo y suelo, como la atmosfera viciada que llegaba le llegaba en forma de halitosis kilométrica. Bill retrocedió, logrando apenas sacudir su cuerpo-pelota. Sabía lo que haría ahora, pero, ¿cómo?
     Un vórtice. Empezará a chuparlo todo como una aspiradora, a succionarme hacia dentro…
     El inicio de la acción interrumpió sus pensamientos. Pero no se movió él hacia el ente sino al contrario: la puerta salió a recibirle.
     El cuerpo pálido a cuatro patas se sacudió y el agujero empezó a salirle de la cara. Estaba rodeada por un grueso cordón oscuro y correosa; una lombriz gigante que podía engullir a los vivos para defecarlos en el infierno. Y el gusano empezó a crecer, acomodando su cuerpo de tubo a la galería. Bill veía pequeños apéndices blanquecinos extenderse en todas direcciones, pegándose a las paredes y ayudándolo a arrastrarse.
     Se acercaba. Hacia él.
     Bill empezó a notar frio, su ropa estaba empapada como la toalla de un bañista. Siguió intentando moverse, doblando su cuerpo y su cabeza hacia el espejo.
      El sonido del agua saliendo de un grifo llenó sus oídos. El hombre del váter se lavaba las manos, debajo de un chorro bajo el borde del cristal. Mientras se limpiaba, enseñaba los dientes a su imagen; quizás comprobando si tenía restos de su última comida entre ellos.
     —Oye. ¿No me oyes? —Los gritos de Bill ya no eran altos y nerviosos, eran desesperados. ¡Estoy aquí! ¡Rompe el espejo, por favor! ¡Por favor!
     El hombre cerró el grifo y se giró hacia la maquina secadora. Tras Bill, el sonido húmedo de aquellos apéndices, parecidos al de un bebé lanzando besos, se hacía más alto, junto al olor a azufre y carne podrida.
     —¡Ayuda!
     Se detuvo, sin encender la el ensordecedora máquina. Algo le había distraído.
     Los ojos de Bill brillaron.
     Si…
     La puerta de entrada gimió. Un hombre joven, delgado y pálido con la cara cubierta de pecas, con un uniforme azul de otro tipo muy distinto (como demostraban la placa en su pecho y la porra en su cintura) había entrado.
     Oiga. El guardia se dirigía al empleado. Señor, ¿ha oído… gritos saliendo de aquí dentro?
     Bill casi rio, salpicando de saliva el espejo. Se inclinó hasta que sus ojos rozaron el suelo, pero consiguió seguir viendo.
     El empleado negó con la cabeza.
     No, señor. No he oído nada raro… y he estado sólo todo el tiempo.
     El guarda se quitó al gorra, rascándose un momento su pelo rizado de color cobre.
     —Qué raro… —Pasó frente a los inodoros, comprobando las puertas, que se abrían sin oposición. Un hombre y un niño decían que habían oído gritos… como si estuviesen matando a alguien aquí dentro.
     —¡Sí! ¡Estoy aquíiii!
     El policía salió de su vista, hacia la izquierda. El gusano no podía estar ya a más de dos metros; creía sentir su aliento golpeándole la espalda, enfriándole el sudor, meciéndolo como a una cuna.
     —Ya le digo, señor, que yo he estado sólo… y no hay nadie muerto. —El hombre se inclinó de hombros. Quien sabe, puede que haya sido un gamberro, que ha salido corriendo mientras venía.
     Bill oyó un suspiro.
     —Sí, será eso. Bueno, señor, gracias…
     —No. ¡Por favor, no! ¡Estoy aquí! Dios, no…
     Los gritos de Bill empañaron el cristal hasta hacerlo parecer una pared de hielo. Mientras el policía volvía a pasar frente a él, chilló una última vez. Al mismo tiempo, la máquina de soplar se puso en marcha.
     Una última idea le pasó por la cabeza. ¡Kathy! Ella sabía dónde había ido. Al ver que tardaba… ¡Su bastón! ¿Dónde estaba? Tenía que haberse quedado fuera. No lo veía en el suelo (aunque no pudiese ver el suelo), tenía que haber quedado bajo los lavabos. Alguien lo vería verlo, tal vez no uno de esos dos inútiles, pero alguien lo encontraría, lo denunciaría y lo reconocerían…
     Bill apretó los dientes, conteniendo la respiración. Acababa de sentir el gusano tan cerca como si un viejo amigo le diese una palmadita en el hombro, su boca abierta desde el suelo al techo, listo para tragarlo de un bocado.
     Lo tenía justo detrás. Sólo tenía que abrir al máximo su apestoso esófago y tragar.
     Cerró los ojos, dejando escapar una última lágrima, listo para lo inevitable. Su corazón marcaba el ritmo, como un tambor señalando el momento antes de tensar la soga, cada vez más alto y fuerte… durante medio minuto, y uno y dos. Por fin, abrió los ojos.
     Al otro lado del espejo, el servicio de caballeros brillaba inmaculado, y vacío. Detrás, olía el infierno, la seca y murmurante brisa que se estrellaba contra él, invitándole a unirse a los demás.
      Bill esperó un poco más. El gusano estaba en silencio. Se había parado, esperando algo…
      Un pensamiento momentáneo le pasó por la cabeza; algo que recordaba de una leyenda griega. Tenía aquella entrada al infierno tan cerca… que el mismo podría entrar, sólo tendría que volverse. ¿Sería eso lo que esperaban? Que el mismo se asomase y cayese, para pudrirse allí abajo por los siglos de los siglos.
     Bill inició una risilla nerviosa, que le sacudió como un flan. Si eso esperaban lo tenían  claro. No iba a ser tan tonto para…
     Su risa fue corta. ¿Qué otra alternativa tenia? Aunque misma entrase allí, aunque encontrasen, nadie iba a mirar detrás del espejo. Podían pensar que, a su edad, se le había ido a la cabeza y se había escapado, cogiendo cualquier avión a cualquier parte, o que un maniaco le había secuestrado, descuartizado y devorado, en cuyo caso le darían por perdido para siempre.
     Apretó los dientes, irguiéndose cuanto pudo. Bueno, si no le iban a encontrar, no iba a ser tan blando para suicidarse. Podía esperar a morirse de hambre, a quedarse sin aire, a que su viejo corazón reventase…
     Otro temor le revolvió el estómago. Él esperaba morir. ¿Pero podría? Habiéndole roto todas y cada una de sus vertebras ya debería estar muerto. ¿Y si ahora era inmortal? Viviría para siempre en esa caverna, viendo a la gente pasar, mear, lavarse las manos e irse a coger sus maletas o su vuelo, mientras el carrito de la limpieza terminaba el día con el paso de la fregona. O quizás ya estaba muerto y sólo existía como alma, e iba a empezar a pudrirse, pasar hambre, cagarse encima; cosa no muy diferente a lo que le esperaba detrás… si se atrevía a mirar.
     Bill se mordió el labio inferior, sintiéndose tan mojado que pensó que se derretía. Volvía a temblar. Y, ante aquel dilema, lo que más le preocupaba era que su nuevo cuerpo cediese, lanzándole de cabeza a una decisión irrevocable antes de estar seguro de haberse quedado sin opciones.





[1] Retorcer
[2] Ven aquí

No hay comentarios:

Publicar un comentario