lunes, 4 de abril de 2016

LA MALDICIÓN DE LOS HUESOS - 3º PARTE

1945, el año que acabó la guerra, aunque para eso aún quedaba. Lo único que había terminado era marzo y la toma de Iwo Jima. Ahora, con el inicio de abril, los aviones tenían un nuevo suelo desde donde volar, incendiando Tokio y todo Japón con sus vuelos. El final se acercaba.
     Ellos habían pagado un alto precio. De su pelotón inicial, dos de las escuadras habían quedado totalmente masacradas y ellos, la primera escuadra del tercer pelotón, habían quedado reducidos a once componentes. Eran supervivientes con una última misión, a la que se dirigían mecidos por la lancha de desembarco.
     Guritanijima, traducido la isla del cuenco verde o algo así, aunque parecía más una réplica en miniatura de la isla del azufre. Según los altos mandos, en aquel minúsculo islote negro se había refugiado un reducto de soldados de Kuribayashi; los últimos que prefirieron alargar la lucha un poco más antes que suicidarse como sus compañeros. Tenían que alcanzarlo, a apenas once kilómetros de la isla principal y ascender hasta una pequeña explanada de tierra fértil donde se levantaba el pueblo, el Cuenco Verde, para confirmar si los soldados japoneses se escondían allí. Eso siempre que ningún Rex se dejase caer sobre sus cabezas.
     Tim Young, entonces de diecisiete años, el soldado más joven de su pelotón (gracias a una sutil mentirijilla sobre su año de nacimiento) se acurrucaba al fondo de la barcaza, sujetando su M1 con brazos temblorosos. Por suerte, ninguno de sus compañeros lo notó. Todos estaban en silencio, cabizbajos o con la mirada perdida hacia adelante; moviéndose sólo para corregir el vaivén del barco. El cansancio y la preocupación, se dibujaba en todos ellos. Solo el jefe de la escuadra, el capitán Charles Keller, frente a la escotilla de salida con un cigarro humeante en sus labios torcidos por una media sonrisa, parecía sobreponerse a las circunstancias. Su mirada iba de su reloj de pulsera a sus subalternos. Una vez hubo examinado a todos al menos una vez, cogió el cigarro.
     —Bien, faltan menos de dos minutos para llegar —comunicó, volviéndose sobre el fondo tembloroso de la barca—. Yo y el sargento Mullford —hizo una señal hacia su derecha— abriremos la marcha. Los demás nos seguiréis dejando una separación de dos metros.
     Keller apretó la punta del cigarrillo contra la pared de metal, dejando que el blanco cadáver de cabeza negra se empapase en los pocos charcos del suelo. Necesitaba las manos libres para sujetar su M1.
     —Jackson —se volvió hacia el artillero, que mantenía lejos de la corrosiva agua la ametralladora Johnson ligera—, tú cubrirás la retaguardia, con Lou y Norman cubriéndote. Y Jeff —se volvió hacia el penúltimo ocupante de la pared izquierda—, cerrarás la marcha. Te necesito a salvo por si hay heridos… y hay que interrogar a los isleños.
     Keller apretó su rifle contra el pecho.
     —Sé cómo estáis; lo veo en vuestros ojos. Yo también estoy cansado. Y jodido. Hemos perdido a muchos de los nuestros en esa isla de mierda
     Señaló hacia el sur, hacia Iwo Jima.  
     —Ante todo, sabed que esto no es como aquello. No va a haber artillería, ni ametralladoras recibiéndonos a pie de playa. Es un sitio pequeño como poca gente. Los soldados que queden son pocos y seguramente se mataran cuando nos huelan. Por eso, cuidado. Nada de ir a lo loco. No queremos que le vuelen a nadie la cabeza sin que haga falta.
     Todos los embarcados dieron un breve respingo, incluido el capitán, que se apoyó contra el lateral derecho. Un impacto había sacudido la embarcación. Tim, con los ojos y la boca abierta, puso el dedo sobre el gatillo del M1, cuando lo que en realidad quería era tirarse al suelo.
     Una bomba…
     No, lo entendió al comprobar que el ondular que llevaban soportando desde hacía una hora había parado. Habían tocado tierra.
     La pasarela en la proa cayó en seco, salpicando las olas de debajo.
     —Muy bien, hora de moverse —Keller saltó a la playa, corriendo sobre la arena.
     —Ya habéis oído, muchachos. —Mullford se apresuró en seguir a su superior—.Vamos.
     El sargento esprintó hasta alcanzar la distancia requerida. Los demás se fueron sumando sucesivamente: Godway, Nisell, Jackson, Speck, Fruge y Grahams. Gilmore estrenó el regreso a tierra dejando caer su propio cigarro en las olas, que lo arrastraron y ahogaron.
     —Bueno, si no hay peligro de que nos revienten…
     Tim Young fue el penúltimo en salir, siguiendo de cerca a los encargados de custodiar la ametralladora. Oía tras él las pisadas de Travis. Ya estaban todos, y en una buena posición: más adelante, tendría que soportar algún chiste, o incluso amenaza por forzar a alguno de sus compañeros veteranos a hacer de niñera.
     Eso era Guritanijima. La playa era bastante grande, casi diez metros de profundidad en una isla diminuta. Más allá, en un límite imaginario trazado por rocas oscuras en el suelo, crecía la vegetación, un anillo verde en torno a un dedo negro y arrugado de momia. Había pocos árboles, pequeños, raquíticos y con pocas hojas, entre los que brotaban troncos gruesos parecidos al bambú. Más allá, la lava solidificada formaba una montaña en miniatura de menos de doscientos metros. En su cima, como en una versión enana del Gorongoro, existía una porción de tierra fértil, donde los habitantes de la isla, en torno a un centenar que supiesen, cultivaban arroz, cazaban conejos y pescaban. Los caminos milenarios que conectaban el interior de la aldea con el mar se extendían frente a ellos, como cordones umbilicales marchitos sobre aquella costra que nunca sanaba.
     —Mirad.
     Keller ya había dejado atrás la playa cuando Tim llamó su atención. Hacia la izquierda, como marcando el límite de la arena y la tierra, una hilera de pequeñas barcas puntiagudas se extendían bajo el sol como focas durmiendo la siesta. A un gesto de Keller, Mulford y Godway se adelantaron. Se mantuvieron a una distancia de seguridad de algo menos de un metro, antes de negar con la cabeza.
     —Parecen…—señaló Travis—… los barcos de los pescadores. Claro, en un sitio así… No tienen que preocuparse de que nadie los robe.
     —¿Crees? —objetó Keller—.¿Existe alguna posibilidad, soldado, de que sean las naves de los soldados restantes de Iwo Jima?
     Travis se encogió de hombros, antes de negar.
     —No… no tengo ni idea, señor.
     Keller le miró con condescendencia.
     —Grahams, Speck. —El capitán miró a Norman y a Lou—. Quédense aquí montando guardia. Si ven algo o pasa algo, lancen un tiro al aire. No se muevan de aquí para nada. ¿Entendido?
     —Sí, señor.
     Los dos aludidos se quedaron custodiando las barcas, cubiertos por un mismo sudor que oscurecía al blanco y hacia brillar al negro.
     Keller inició la subida por la escalera, una ruta de apenas medio metro de ancho y sin ningún tipo verdadero de barandilla o sujeción, hecha para gente menuda que la recorría de uno en uno y en calma; nada que ver con media escuadra de marines totalmente equipada. Uno a uno, el resto de la unidad siguió al capitán en silencio. Cuando le llegó el turno a Tim, sólo se sintió seguro porque sabía que Travis estaba detrás.
     Guritanijima era preciosa. La mezcla de dorado, verde y negro podría poner color a las películas sobre los mares del sur del cine. Sin embargo, aquel camino escarpado, duro y áspero con pequeñas depresiones excavadas pretendiendo ser peldaños, que les llevaba cada vez más alto, hasta donde la pared vertical se hundía...
       Tras ellos las olas rompían contra la playa, sobre sus cabezas el cielo era azul, sin una sola nube… pero sólo eso. No se oía anda más. Sus respiraciones cansadas y tensas, sus pies golpeando el camino volcánico. No había pájaros marinos trinando en el cielo. No se oía el murmullo de las hojas de los cada vez más distantes árboles, ni se oía ningún sonido salir de su destino. Ni voces de niños, ni adultos gimiendo de esfuerzo; como si el lugar estuviese dormido o muerto, a la espera de despertar… o revivir.
     La guerra, se dijo Tim. Se lo ha llevado todo.
     Keller coronó el camino menos de cinco minutos después, seguido poco a poco por los demás. Al llegar, Tim se detuvo. Sus seis compañeros se habían quedado en el borde del cuenco verde, formando una apretada fila de a uno, nuca contra nariz, quietos sin saber la razón, no la entendía. Keller agitó la mano izquierda de arriba abajo y dejó la hilera, abriéndose en arco hacia la derecha. Tim aprovechó para ver qué era lo que les había parado.
     Del suelo salían pequeñas columnas de piedra; dólmenes tan altos como un niño de cinco años y del grosor de sus piernas, alineados unos contra otros en estrechísimas filas. En las esquinas, rocas con forma de supositorio en las que se había esculpido un calvo sonriente parecían señalar que estaban cerca de un restaurante de comida rápida.
     El feliz espejismo duró hasta que vieron los caracteres; conjuntos líneas de toscas y desiguales recorriendo sus superficies, y los reconocieron. Tim sintió un escalofrió, sobre todo porque allí la tierra seguía pareciendo demasiado dura para cavar.
     —Vaya oyó a Travis; no sabía si hablando a alguien en concreto.Que recibimiento…  Es como si los muertos guardasen la entrada al pueblo.
     Más allá de las tumbas se apreciaba un saliente de tierra oscura cubierta de hojas verdes. La huerta junto al cementerio. ¿Una forma de aprovechar el abono? Tim descartó la idea, siguiendo a los demás, bajando unos veinte metros. A pesar de su volumen, un las hojas estaban mustias y amarillentas, con los bordes ennegrecidos y amenazando con caer. La piel de un leproso en forma de planta.
     Desde allí, unos cien metros más abajo, se veía el verdadero pueblo de Gutitanijima. Aquel suelo valioso apenas cubría dos hectáreas. La única calle era un camino de losas grises incrustadas sobre la tierra entre las casas; largas y de dos pisos, con ventanas estrechas con barrotes de madera y techos de paja. Habían aprendido lo bastante de la cultura enemiga para saber que no era sólo un pueblo japonés. Era un pueblo japonés arcaico.
     —Menuda ruina comentó el sargento.
     —He oído…empezó Travis. Que lleva habitado desde hace siglos y está aislado del resto de Japón y del mundo… Prácticamente viven como en los tiempos de los samuráis.
     —¿Eso implica algo que debamos saber? —quiso saber Keller, apoyándose el rifle sobre el hombro.
     —Bueno… Travis fue mirando a todos los miembros de su unidad. No tendrán electricidad, no creo que conozcan ni las armas de pólvora y seguramente… ni se habrán enterado de la guerra.
     —¿No saben lo de la guerra? Keller le miró enarcando la ceja derecha.
     —Según tú, no saben lo de Iwo Jima… ni lo de Pearl Harbor… —enumeró Gilmore.
     —Bueno, a menos que tengan radio… —Travis enrojeció, como recordándose a sí mismo lo que había dicho de la electricidad.
     —¿Y las explosiones, tampoco las han oído?  —inquirió Godway, inclinando la cabeza.
     Todos miraban a Travis menos Tim; él miraba al pueblo.
     —Quiero decir… Que prefieren mantener rituales religiosos perdidos a morir por el emperador. Si esos soldados llegaron aquí, es casi seguro que los mandaron…
     —Puede ser, Jeff, pero tenemos nuestras ordenes zanjó Keller. Así que vamos a bajar en silencio a ver que vemos. ¿Entendido?
     Travis asintió.
       —Por supuesto, señor. Sólo digo que es mejor no actuar con rudeza.
      Más de uno arrugó la frente.
     ¿Te recuerdo que son el enemigo? apuntó Jackson.
     —Bueno… —Greg se ajustó el casco—. Aunque lo peor sea que un loco con una de esas espadas intente trincharnos, sigue pudiendo pasar.
     Mullford asintió, Keller se rio.
     —De esos cabrones japoneses me espero cualquier cosa mala. Nisell —miró a Johnny—, quédate aquí arriba, vigilando la entrada y la parte baja del valle.
     —Sí, señor.
     —Los demás, conmigo.
     Otra escalera, esta con peldaños de verdad; siete exactamente, separaba los dos niveles.
     —Muy bien —susurró Keller cuando todos hubieron bajado. Lo importante ahora… es encontrar a la gente.
      Todo el suelo era pura tierra sin apelmazar; se hundía bajo sus botas como un campo de croqué. En un rincón vieron un pequeño corral de madera con cuatro o cinco cerdos inusualmente escuálidos (sus costillas formaban surcos en sus costados rosados) agolpados al fondo, el comité de bienvenida. Travis no se equivocó en que los recibieron con miedo.
      Delante las baldosas cruzaba dos hileras de casas; seis a cada lado, y aunque el viento soplaba por las ventanas abiertas, haciendo girar pequeños molinillos de papel o agitando tiras de papel con inscripciones colgadas en las entradas, no se oía nada en su interior.
     —Vamos a registrarlas. Keller se acercó a la primera con pasos largos y prudentes de ladrón de dibujos animados; evitando hacer crujir el suelo. Gilmore y Jackson, entrad en la primera casa de la izquierda; Godway conmigo a la derecha. Mullford y Fruge, adelántate…
     Las cabezas, redondeadas por los cascos, iban asintiendo a medida que eran mentadas.
     —Young y Travis, quedaos aquí, vigilando.
     El oficial médico asintió, el más joven, en su lugar, levantó el cuello.
     —Señor le interrumpió, tan bajo que se pegó a él para que le oyese—, creo que he oído algo.
     La mirada crispada de Keller se desvió adelante, sujetando el rifle. Los demás le imitaron, apretando los dientes tensos. Jackson se parapetó tras la casa de la izquierda, apuntando al cielo con la Thompson.
     —Del final de las casas.
     Los hombres elevaron los labios para bloquear su respiración, buscando silencio absoluto. No se oía nada relevante. Tras ellos, en la distancia, los cerdos gruñían. El viento recorría el pequeño pasillo, ignorándoles. Se oía un murmullo en alguna parte, parecido a una corriente de agua…
     Por fin volvió, un tintineo breve y sonoro. La campana sonó una vez y, transcurridos unos segundos, una vez más.
     —Vamos —ordenó Keller—. Jackson, quédate detrás. Cuando lleguemos, cúbrenos.
     Los soldados corrieron sobre las discretas baldosas. Al otro lado pudieron hacerse a la idea de las verdaderas dimensiones de aquel pequeño cráter llamado valle, y cómo podía haber gente viviendo en él.
     Delante tenía un espacio del tamaño de un campo de baseball profesional. A los lados, entre pequeños huertos caseros detrás de las casas, una docena o más de gallinas escarbaban en el suelo de su mismo color, parapetándose tras las verduras marchitas al verlos. Delante, a unos treinta metros, había una especie de lago en torno al cual, a juzgar por los brotes dorados que asomaban como farolas derruidas a lo largo de una autopista, la comunidad debía cultivar arroz. Comunidad que, precisamente, estaba allí.
      Entre el arrozal y las casas había una congregación. Hombres, mujeres, niños; cerca de medio centenar. Los hombres llevaban el pelo corto y vestían camisas de color azul o gris con pantalones amplios, cubiertos con chalecos que parecían de paja. Las mujeres llevaban largos vestidos hasta los talones y el pelo recogido en elaborados moños parecidos a camelias y sujetos por palillos. El elemento común a todos era el calzado; sandalias de madera sobre plataformas de más de cinco centímetros. Estaban de rodillas, con los ojos cerrados y las manos juntas, como si rezaran. De entre ellos volvió a elevarse la campanilla.
     —Travis, conmigo —le llamó Keller—. Los demás, seguidnos.
     Jeff, que había tragado saliva al oír su nombre, pareció perder un par de tonos de bronceado al reunirse con su superior. Los dos avanzaron pisando fuerte, ruidosamente. El resto les seguía, aguardando. No sabían qué pasaba, pero no era, dese luego, algo normal.
     —¡Eh, vosotros!
     El efecto del grito de Keller fue inmediato; el círculo abandonó su solemne plegaria, bajaron las manos y se volvieron para verlos. Luego todos, sin excepción, se pusieron en pie, lo que les permitió ver que algunos de los hombres rezaban con sus instrumentos de trabajo: palas, azadas, hoces…
     Keller no perdió el tiempo, levantó el M1 y lanzó un tiro al aire. El estallido hizo eco por todo el cráter; Tim, aún sabiendo lo que era, no pudo evitar encoger su cabeza. Sin embargo, su reacción no fue nada en comparación con la de los isleños.
     Tan pronto la bala se perdió en el cielo, la multitud se agolpó, retrocediendo varios pasos. Sus caras se retorcían por el miedo y respiraban agitados; las mujeres empezando a llorar y arrastraron a los niños tras ellas, cediendo terreno a los hombres, con los hombros en tensión y sus aperos en alto.
     —Travis, diles ahora mismo que sólo queremos hablar. Y que si intentan algo con lo que tienen, los reventamos a tiros.
     Travis se adelantó, tomando aire varias veces, reflexionando antes de lanzar la larga, difícil y crucial parrafada. Lo dijo despacio, pero su efecto fue rápido. Los aldeanos parecieron calmarse tras oír su idioma, más familiar (aunque por como fruncían el ceño se notaba que les costaba entenderlo, ya fuese por el acento o su propio arcaísmo).
     Se apartaron, dejando a la vista  un palo fino de unos veinte centímetros puesto en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados con el suelo, con un cascabel de bronce en su extremo. Justo debajo tenía una curiosa tubería, hecha con una caña verde y ancha de bambú que brotaba del suelo unos seis centímetros. Un   fino hilo negro salía de ella y se enrollaba en torno a la campanilla. En ese momento, el hilo se tensó y sonó.
     —Travis. —El interprete se había parado a unos dos metros de sus oyentes—. Que alguien que hable en nombre de todos se acerque. Dile que sólo queremos hablar.  
     La traducción, hecha con su peculiar verborrea enfática, tardó casi un minuto en procesarse. Los aldeanos intercambiaron varias miradas antes de apartarse, formando un pequeño pasillo por el que se acercaron una anciana y un joven. La anciana, verdaderamente vieja, era una mujercilla menuda y gruesa doblada sobre un estrecho y retorcido bastón hecho con la rama de un sauco. Tenía un moño blanco enrollado sobre la cara, de un color amarillo enfermizo, arrugada e hinchada como una bola de helado de vainilla, con sus rasgos reducidos a estrechas muescas. La boca estaba demasiado abajo y era demasiado estrecha. Su acompañante nada tenía que ver;  era esbelto y erguido, de rasgos serenos, casi femeninos; la cabeza redonda y completamente pelada y las manos asomando de las mangas de una túnica purpura ribeteada de naranja.
     Los dos se pararon frente a Keller y Travis. Primero habló la mujer, deprisa, intercalando largas y penosas pausas entre palabras, que obligaban a Travis a aguzar el oído.
     —Más…más despacio… —pidió, antes de repetirlo traduciendo.
     La mujer terminó su plétora y Travis se dirigió a su superior.
     —Pregunta… quiénes somos y qué hacemos aquí.
     El mensaje caló en la partida. Tim se sintió como un antiguo soldado de la Unión con un uniforme azul oscuro frente a los habitantes de un poblado apache.
     —Dile que somos soldados americanos, que estamos buscando a soldados japoneses huidos… para apresarlos. Pregúntale si han venido a esta isla.
     Travis tradujo despacio, con sus ojos girando sin parar y abriendo la boca como si mascase guindilla picante. Al acabar  la anciana dio un respingo y retrocedió. Su réplica fue más lenta y calmada.
     —Dice… que no sabe nada. Que los imperiales no vienen aquí, a su isla. Que lo que pase afuera no les incumbe.
     —Vale. —Keller asintió, muy satisfecho. El resto de la unidad se relajó también.
     —También dice… que somos una mala influencia. —Keller levantó las cejas—. Que trae el infortunio. Que no tenemos nada que hacer aquí y que nos vayamos.
     Keller miró hacia atrás, a sus seis subordinados. Su sonrisa se había vuelto burlona, pero sólo Gilmore le imitó. Los demás se sentían ridículos e inquietos. Sus instintos les gritaban que, en efecto, deberían irse.
     —Pregúntale… si tendría algún problema en que registrásemos las casas… para comprobarlo.
     Las palabras de Travis causaron otro respingo a la anciana, seguido de expresiones de incredulidad en sus vecinos. La mujer empezó a hablar, más rápido y con más agresividad.
     —Esto, señor, no es relevante… —adelantó Travis—. Está…
     —Cabreada y poniéndome a parir; gracias genio. Eso lo puedo entender…
     Keller repasó con la mirada al grupo frente a él, que le miraba como a un demonio ardiente y con cuernos. Se distrajo cuando volvió a sonar la campanilla.
     —Travis —Keller se agachó para velo mejor—, pregúntale también qué es eso.   
     Esta vez los ojos de la anciana, pequeños y brillantes, se hicieron visibles. Hizo ademán de avanzar, agitando su bastón arriba y abajo. Sin embargo, el hombre joven y rapado se adelantó, mirándola a la cara y murmurándole. Luego se puso frente a Travis y le habló, más alto, tranquilo y claro. Travis le escuchó con interés.
     —Dice…joder. —No era algo fácil—. Dice que ahí abajo está el hombre sabio esperando para…  convertirse en Buda.
     Keller se rascó la sien. Tras él, Godway se había colgado el arma al brazo y Tim miraba distraído al cielo.
     —Pregúntale qué quiere decir.
     Durante su explicación, el joven señaló al este, a una parte del valle que no se habían molestado en observar aún. Allí se alzaba una pequeña casa de madera pintada de rojo con amplias puertas, tejado negro y un solo piso.
     —Dice… —Travis retrocedió, como si buscase a Keller—. Señor esto es gordo…
     El capitán agitó la cabeza hacia los demás, indicándole que hablase para todos.
     —Dicen… que ahí abajo está el venerable, el monje a cargo de ese santuario. Que está esperando a alcanzar el Nirvana para convertirse en Buda.
     —¿Y cómo lo va a hacer? —intervino Gilmore—. ¿Enterrándose hasta la calva y respirando con una pajita? Si es así, yo de niño en la pla…
     Gilmore intentó arrancar algunas risas a sus compañeros; lo consiguió con Mullford y Keller, pero no alteró el semblante de Travis.
     —Parece ser — a Tim le pareció que Travis le miraba en concreto— que ha habido una hambruna en la isla. Las plantas se marchitan aunque las rieguen y los animales no engordan aunque los alimentan. Muchos, más de la mitad… han muerto en las últimas semanas.
     Tim entendió el guiño. Aquello explicaba la reciente e intensa actividad en el cementerio.
      —Por eso dicen que están haciendo un viejo ritual para devolver la fortuna a la isla. Algo que no han hecho... en siglos.
      Keller, sin soltar su M1, se puso brazos en jarra.
     —¿Hay algún detalle concreto, soldado?
     Travis tragó saliva, luego asintió.
     —El monje… Lo han enterrado. Ahí abajo reza y toca la campana para indicarles que sigue vivo… hasta que muera de hambre.
     La aparente jovialidad de Keller se esfumó, quedando boquiabierto. Tras él, sus cuatro seguidores se miraron, cerciorándose de haber oído lo mismo.
     —Cuando la campana deje de sonar el monje habrá muerto. Entonces lo desenterraran y, si el ritual ha funcionado, este chico —continuó Travis, señalando al cabeza rapada—  lo colocará en el templo y le rendirán ofrendas. Así, con la fuerza de Buda, alejará al mal de la isla.
     Keller había ido cerrando poco a poco la boca, poniéndose ceñudo. Una vez Travis terminó soltó una larga carcajada, enseñándole los dientes al cielo.
     —Por favor, Travis. ¿Lo dices en serio? —Se quedó mirándole—. ¿Eso te han dicho… o has bebido algo antes de la misión?
     Travis asintió sumisamente. La campanilla sonó como para darle la razón.
     Keller miró a sus hombres.
     —Podéis creéroslo. Yo, después de Iwo Jima, de los kamikazes… me espero lo que sea de estos salvajes.
     Volvió su atención hacia la anciana y al monje y más allá, a sus ajustados vecinos.
     —¿Salvajes? Animales es lo que son, matando y torturando por placer… Atacando de noche y a traición, matando a mujeres y niños… y, cuando sienten que les llega la hora, que les toca recibir el peso de la justicia se suicidan, rápido y sin dolor… hablando de sus putos códigos de honor masoquistas.
     Mientras lo decía, Keller apuntaba a los aldeanos, que reaccionaban tapándose la cara con los brazos. Después, al ver que nada pasaba, volvían a mirarle, ignorando el tema de la charla.
     —Por eso estamos aquí —concluyó Keller, bajando el arma y dándose la vuelta—. Para acabar con estos demonios locos y civilizar un poco este… país de mierda. 
     Miró sucesivamente a Godway y a Tim.
     —Vosotros dos, decidle a Jackson que venga y registrad el pueblo.
     —Enseguida señor.
     Ernest corrió, pero Tim fue más despacio. Todavía oía a Keller dando órdenes. Quería oírlas.
     —Travis, diles que suelten sus herramientas para que Gilmore, Fruge y el sargento las recojan. Vamos a sacar a esa momia de allí, si sigue viva.
     Travis empezó a traducir. Tim se detuvo, mirando hacia atrás. Cuando Travis acabó la agitación se apoderó de los aldeanos, que sacudían los brazos, vacíos o no, en el aire y vociferaban en su idioma como hinchas de futbol pasados de cervezas. La anciana se precipitaba hacia Keller, blandiendo el bastón como si quisiese partírselo en la cabeza, mientras el monje intentaba contenerla.
     —Travis, diles ahora mismo que o se calman… o tendremos que usar la fuerza.
     Tim oyó a Godway llamarle. Alguien corría hacia él, Jackson acarreando la ametralladora. Tim siguió mirando.
      La vieja gata enseñaba las uñas, haciendo amagos de abalanzarse contra su enemigo, alto y verde como un seto de dos metros. Este la repelía sin interés, sabedor de que no podría escalarlo, mientras sus dos subordinados se acercaban a la multitud. Estos mantenían las herramientas en alto, aunque no hacían movimientos de amenaza.
     —Travis, último aviso. Diles…
     La anciana empujó a Keller, que reaccionó echándola atrás, quizás con más fuerza de la pretendida. La mujer se dobló hacia atrás como un escarabajo agitando sus delgadas extremidades, a punto de caer. Durante el medio minuto que duró la escena, Keller consiguió la mitad de su propósito: la muchedumbre calló, aunque no soltaron sus cosas. En el último segundo, imbuida de la agilidad que conservan pese a la edad los que sobreviven en tierras duras, la mujer recuperó la firmeza y contraatacó. El pie del bastón se incrustó en la frente de Keller.
     El capitán no esperaba resistencia, y mucho menos que esta cruzase la barrera del contacto físico. Con los ojos muy abiertos inclinó las piernas, como si buscase a la mujer. Algunos de sus hombres se rieron, hasta que empezaron los disparos.
     Tres veces rugió la carabina M1 de Keller, tres agujeros salpicaron como delfines respirando la superficie de la encorvada espalda, que fue cayó liviana e insustancial, como si se deshinchase.
     Por un momento el orden se impuso en forma de asombro generalizado. Soldados y aldeanos lo vieron sintiendo lo mismo; todos quietos y callados con los brazos tan abajo como sus bocas, mientras su corazones rugían como una centrifugadora industrial.
     —Yo… —Keller enrojeció, ya fuese por miedo o vergüenza, apuntado aún al cuerpo tendido de espaldas con el cañón humeante—. No quería. ¡Ella me obligó!
     Su grito fue el trueno que inició la lluvia, la voz de los plañideros se levantaba como una tormenta. Los hombres, mujeres y niños lloraban por igual a la que debía ser su líder centenaria.
     —Mullford, Fruge, Gilmore, no os paréis. Coged las…
      El sargento y los soldados rasos dieron un solo paso; no se atrevían a acercarse. Aunque llorando, los hombres aún sujetaban sus herramientas con firmeza, alternando ahora sus negros y brillantes ojos entre los intrusos y el cadáver en el suelo.
     —Travis. Travis, diles que…
     El intérprete no hablaba; la aridez presenciada le había dejado la boca seca.
     —¡Travis!
     El último grito de Keller precipitó la acción. El sargento Mullford dio un paso al frente con el brazo estirado hacia una azada. Cuando iba a cogerla por el mango, su dueño la levantó sobre su cabeza, como un verdugo dispuesto a cortar con una ejecución.
     El sargento se quedó mirándolo, sin inmutarse tampoco cuando dos proyectiles alcanzaron el pecho del hombre, que cayó de espaldas con los ojos cerrados. Junto a él, Gilmore y Fruge apuntaron a la multitud.
     —¡Alto…!
     La nueva baja terminó de prender los ánimos. Las mujeres retrocedieron abrazando a los niños, cubriéndolos de la cabeza a los pies con sus trajes los protegían tras una falange, con sus rústicos y anticuados aperos de granjeros.
     —¡No…!
     Keller no llegó a dar la orden. Un sonido atronador la engulló, dejando sordos a los que estaban más cerca. Los pechos de los hombres salpicaron  como sandías reventando, mientras la tierra escupía geiseres de polvo.
     —¡Alto el fuego! ¡Parad, parad…!
     Keller no podía hablar más alto que la Thompson, que siguió agujereando la tierra y a los que estaban sobre ella, vivos o ya muerto.
     —¡Alto!
     El último grito del capitán no se oyó, pero su eco duró lo bastante para entenderse. El granizo abrasador había provocado una tormenta de arena sobre los isleños, ahorrándoles lo que había debajo. Un breve consuelo que les dio tiempo para mentalizarse de lo que les esperaba.

     —Maldita sea, Jackson. ¡¿Por      qué coño has abierto fuego?!
     —Yo… —Ed, ante la ira de Keller, se cuadró como un niño pequeño—. Al verlos… pensé que...
     —¿Pensaste? ¿Se te ocurrió pensar… en eso?
     Keller señaló a la izquierda, a la puerta del templo. Allí descansaba el pueblo entero, tapado por las mantas y esteras que habían encontrado Godway y el joven Tim en las casas. No habían mentido sobre los que quedaban en la isla. Las casas estaban vacías, como seguirían en adelante. Los pies asomaban por los bordes de las mantas, ajenos a cualquier interrupción, como las manchas rojas que condensaban sobre los diecisiete hombres, incluido el joven responsable de la que ahora era morada de todos; las diecinueve mujeres, solteras, casaderas, esposas, madres y viudas sin distinción y, no menos importantes, las de los cinco niños y tres niñas, puestos unos junto a otros.
     —Señor, al verles levantar las herramientas…
     Se alineaban frente a los pies fríos, como marcando las lápidas de sus dueños; siete hoces, tres pequeñas hachas, cinco azadas, descontando tres que ahora Mullford, Fruge y Gilmore empelaban para cavar sobre el cascabel, tumbado y silenciado como una flor marchitada.
     —Pensé que… iban a atacarnos…
     Keller se mordió el labio superior, su mandíbula temblaba crispada. Una excusa justa, la misma que dio Gilmore; después de todo, él cometió el primer error de ese tipo, y el más grave. Greg se limitó a hacer lo que vio.
     Mientras, Tim, Travis y Godway se habían sentado en el suelo caliente y variable, a la espera de ver qué venía ahora. Su atención oscilaba entre los dos hombres intercambiando expresiones y los cuerpos que ellos mismos habían alineado y tapado. A metro y medio de ellos, un golpe seco, distinto al de la tierra, llamó su atención. El sargento, Fruge y Gilmore habían terminado, tras profundizar al menos dos metros y medio.
     —Señor… —llamó Mullford.
     —Bien, sargento. —Keller se pasaba la mano por la cara como abrillantándola con una bayeta.
      Fue hasta el borde del pozo de casi un metro de ancho que sus hombres habían abierto, seguido por Jackson. Sus tres compañeros se levantaron y palmearon el trasero y las rodillas de los pantalones.
     —Muy bien. Abridlo, a ver que dice ese pobre diablo cuando nos vea.
     La orden coincidió con la llegada de los tres curiosos al borde del hoyo. En el fondo, Gilmore, Fruge y Mullford se levantaban sobre lo que, para sorpresa de todos, parecía un barril.
     Un tonel de madera clara, redondo y aplanado con el ancho de una rueda de molino. Sobre su superficie, encajada en un agujero de diámetro exacto, sobresalían los restos de la caña.
     Mullford escupió contra la pared que le rodeaba, levantó su azada y la hundió con fuerza contra el borde del tonel, hundiéndola donde debía estar la tapa y levantándola unos centímetros. El sargento hundió más su cuña, gruñendo mientras la partía. Al abrir brecha, un murmullo escapó de su interior.
     Mullford lo abrió un par de centímetros más, momento en el que Gilmore se le unió con su propia azada. Entre los dos, abrieron el tesoro enterrado hasta la mita de su diámetro.
      Una ráfaga de hedor rancio y profundo golpeó a todos los asomados al borde, forzándoles a retroceder con la boca tapada. A ello se unieron las toses de abajo, haciendo esfuerzos sobrehumanos para no devolver.
     —¡Dios, es…!
     Todos acudieron en cuclillas a la voz de Fruge, lamentando que, pese a ser de día, no hubiesen llevado ninguna linterna en su equipo. Entre la absoluta oscuridad interior y las sombras de las paredes, tuvieron que esperar unos minutos para que sus ojos penetraran en su interior. La espera coincidió con un gemido prolongado, agudo y lastimero de cachorro hambriento.
     El anciano estaba sentado a la manera budista en el centro exacto del barril, sobre un fondo teñido de oscura inmundicia. Su túnica roja y naranja estaba arrugada, mugrienta y apagada como si llevase lustros sin lavarse; casi a juego con el cuerpo que la llevaba. Sus arrugas, profundas y toscas, le hacían parecer una nuez a la que hubiesen esculpido cara, aunque ninguna nuez era tan raquítica, escuálida y descarnada. De aquel hombre destacaban sus orejas, de lóbulos grandes y colgantes, a los lados de una cabeza a la que el hambre prolongada había dado un contorno ahuevado. Con los ojos cerrados y los labios apretados, lo apreciaron por sus cejas, blancas y peludas; gruesas como orugas aplastadas bajo su frente. De su mano derecha, un insecto palo de extraordinaria longitud, colgaba un pequeño rosario de perlas verde, posiblemente de jade o un mineral parecido. De su muñeca izquierda pendía un cordel, con el que movía la campanilla de la superficie.
      Gilmore se asomó, aferrándose por miedo a caer con él.
     —¿Está…?
     Su ahorró la pregunta, prefiriendo abrir la boca. La pequeña y torturada cabeza se torció noventa grados hacia arriba. El cuerpo empezó a temblar, sacudiendo en el aire el cordel como una cinta de gimnasia, haciendo saltar el cascabel. Muy despacio, mientras un rayo de luz solitario se posaba sobre el rostro, los siete hombres vieron abrirse milímetro a milímetro dos negras ranuras en forma de coma bajo los plumeros blancos. Les siguió la boca, de la que se descolgó una lengua granate y agrietada como barro mal cocido. Un alarido tétrico, que tenía algo del viento al soplar deprisa y  del maullido de un gato asustado se elevó se formó, creciendo sin parar.
     Mullford, Fruge y Gilmore se apretaron contra la pared, cubriéndose los oídos con las manos, gesto que imitaron Godway y Jackson. Sólo Keller se mantenía impasible, aunque apretando los dientes para contrarrestar su efecto en su cabeza; Travis se tapaba la boca y Tim, horrorizado y fascinado por igual, lo ignoraba, centrando en la prodigiosa forma de vida liberada de su tumba.
     La garganta, reseca y al límite, tardó casi dos minutos en consumirse por completo, difuminándose como el humo. Luego el hombre empezó a caer hacia atrás, como si su minúscula cabeza se hubiese vuelto maciza, cayendo en seco sobre la madera, definitivamente muerto.
     —Parece… que hemos llegado tarde opinó Travis.
     —Si masculló Mullford, mirando a Keller. Señor, es posible… que el sonido de los disparos lo haya asustado… y vernos le haya matado de la impresión.
     —Muy bien, es suficiente; salid de ahí. Keller les dio la espalda. Dios, que maldito día…
     Travis y Tim alargaron sus brazos para tirar del sargento, que subió haciendo pie en la pared, mientras Jackson ayudaba del mismo modo a Gilmore y Godway a Fruge.
     —Bien…Keller se volvió hacia ellos cuando todos estuvieron sobre borde caedizo. Os diré… lo que diremos.
     Al oír sus palabras, los cuellos se doblaron como veletas.
     —Diremos… que llegamos hasta aquí y los encontramos así. Incluido a ese. —Señaló al pozo.
      Los seis solados, incluido el sargento, le miraban con los brazos en la cintura.
     —Diremos… que fueron los japoneses. Que no les alcanzamos y huyeron hacia Honshu, pero antes estuvieron aquí y masacraron a todos.
     Mullford, que había recuperado su arma, avanzó frente a Keller, lanzó un vistazo a los demás… y se rió frente a su superior. Keller apretó la mandíbula y frunció el ceño, inhalando largamente.
     —Verá señor, con el debido respeto… ¿Quién se va a creer que los soldados de Iwo Jima, si de verdad salió alguno vivo de esa ratonera, iban a venir a esta islita de mierda y matar a todo el mundo?
     —Se equivoca, sargento. -Keller dio un paso al frente, sosteniendo su mirada .Es perfecto. No tenemos que dar explicaciones; vendrán solas. Pensarán Keller se rascó entre los ojos, que les pidieron ayuda y como no tenían nada les mataron para dar ejemplo. O que pensaron que veníamos y decidieron arrasar con todos, como hicieron en Guadalcanal. Lo que sea. Sólo son ani…
     —¿No sería más fácil admitirlo, señor? —sugirió Tim, otra vez sentado-. Ha sido un accidente.
     Keller pasó entre ellos hasta alcanzarle Tim, como un gigante vadeando entre barcos de madera. El joven, inconscientemente, se hizo atrás, enrojeciendo mientras veía la cara de Keller, pálida y brillante como el pico de un glaciar, preparándose para aplastarle.
     —Por lo visto su tono era suave, pero se entreveía la furia que emanaba de él—, el jovencito no entiende la mecánica de la guerra. Quizás debas volver al parvulario, Young.
     Tim ignoró los insultos; ya tuvo sobredosis de ellos durante la instrucción. El truco para mantener la calma era mirar al oficial tocacojones a los ojos. Pero en esta situación no era un instructor pretendiendo curtirle el carácter; era un capitán muy enfadado. Verle le paralizó, haciéndole sentir el sudor abrirse paso entre su piel.
     —¿Crees que esto ha sido un accidente? ¿Qué alguien lo va a pensar? ¿Qué lo verá así?
     Tim parpadeó; sus ojos ya no se abrieron.
     —¿Qué te pasa mocoso, vas a ponerte a llorar a moco tendido?
     —No. Tim abrió los ojos, coincidiendo con un cambio en la expresión de Keller. Debía pensar que le desafiaba; su frente ya se arrugaba, dispuesta a fulminarle. Por eso Tim le sacó de dudas rápido—. Señor, he… oído algo.
     Keller se relajó, sus ojos se calmaron. Durante un par de segundos parecía que el tiempo se hubiese detenido, congelándole. Después levantó la cabeza, los ojos muy abiertos y la boca cerrada. El sabueso acabar de captar el rastro.
     —Es verdad musitó, bajando los párpados.
     Sus hombres abrieron la boca, sin entender qué pasaba. Gilmore, que buscaba en sus bolsillos un paquete de cigarros se detuvo, igual que Godway, que dejó de rascarse la nuca para levantar la cabeza. El viento soplaba de un lado a otro; una voz silenciosa transmitiendo un mensaje sin palabras. En medio de aquel silencio una melodía peculiar se levantó.
     Tim se giró hacia la derecha; nuevamente hacia una cara de la pacífica y primitiva aldea que no se habían molestado en explorar.
     —Allí señaló.
     Una nueva terraza, conectada al suelo por una escalera excavada de once o doce escalones. Antes de que Tim viese qué había en lo más alto, dos disparos alcanzaron la pared a la izquierda de los peldaños.
     —¡Joder! Keller se volvió hacia el responsable.
     Lo siento, señor. Godway apartó el M1 como un niño escondiendo un tirachinas tras romper una ventana. Me ha pillado por…
     Sin embargo, la descarga no había interrumpido la melodía, un conjunto inabarcable de silabas aparentemente inconexas, susurradas más que pronunciadas.
     Lentamente, los ocho subieron la escalera con los ojos.

     Sobre el último peldaño, que hacia un total de trece, una figura grácil y solitaria, como una aparición, los contemplaba con ojos impasibles. Vestía un amplio traje blanco que le hacía parecer una mariposa albina con las alas desplegadas, con su cabeza chata constituida por un sombrero de tela negro de una sola pieza en forma de cresta de casuario invertida. Bajo él, un anciano japonés de unos sesenta años, con un rostro arrugado y sereno los miraba con ojos oscuros e indiferentes, murmurando una letanía incomprensible.

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