lunes, 14 de noviembre de 2016

TRAS LA PUERTA - PARTE FINAL

—Ya estamos aquí —anunció Inma Armida al abrir la puerta tres horas después de que saliesen, pasada la una de la madrugada, modulando la voz lo bastante para que Cati la oyese sin despertar a Sergio.
     Silencio. Nadie respondió mientras se encendían las luces en la entrada y el pasillo; sólo un suave murmullo salía del salón.
     —Voy un momento a ver cómo está Sergio —se ofreció su esposo, entreabriendo la primera puerta en el pasillo.
     —Vale —aceptó Inma, yendo derecha a la puerta del salón.
     Al llegar se puso brazos en jarra, indignada.
     La niñera de diecisiete años estaba echada de lado, viendo un reportaje sobre unos traficantes, con los pies todavía calzados, la luz encendida y los ojos cerrados.
     —Pobre —musitó Inma, después de su dura primera impresión.
     Para haberse desplomado de esa forma, tenía que estar rendida de verdad.
     —Oh, Dios…
     Giró el cuello hacia la derecha. La voz de Macías estaba cargada de impresión, preocupación…
     Lo vio andar hacia atrás desde el dormitorio del niño, tapándose la boca con la mano.
     —¿Qué pasa? —Inma aceleró lo más que le dejaban los tacones.
     —¡Llama a la policía! —le ordenó él con violencia.
     Inma se detuvo en seco. ¿Qué pasaba?
     —Por qué… —dijo—. ¿Le pasa algo a…?
     —No mires.
     Macías se lanzó sobre ella, agarrándola de la cintura con tanta fuerza que Inma retrocedió, patinando sobre sus tacones.
     —¿Oye, qué…?
     —Por Dios, no…
     La mujer pateó, liberándose tanto de su incómodo calzado como del torpe abrazo de su esposo, agarrándose al marco de la puerta. Estaba oscuro. Encendió la luz.
     —No…
     La cama estaba destapada. Sergio estaba tumbado boca arriba, con las manos hacia atrás.
     No reaccionó a la luz, y eso que tenía los ojos abiertos.
     Los gritos y llantos de su madre no los despertaron, ni a él ni a la asesina que seguía respirando en el salón.

—Tenemos hoy con nosotros a Oliver Ruete, fiscal general del estado. Buenos días.
     —Hola Carla.
      La pantalla de El mundo ahora quedó dividida en dos en los televisores de todo el país. A la derecha, Ruete, hombre de cincuenta y ocho años, de cabeza cuadrada, pelo gris y piel muy morena que transmitía vitalidad, esperaba en su despacho del ministerio de justicia las preguntas de la presentadora.
      —Hola, señor Ruete —repitió Carla Barrachina, en el centro de su mesa de debate—. Bien, antes de empezar con las preguntas, será mejor ponernos al día sobre el tema de hoy: la reforma 06/62 del código penal, también llamada ley Tras la puerta.
      —Sí… —El hombre suspiró; claramente no era plato de su gusto.
      —¿Algún problema? —preguntó el reportero José María Navas, quien todos sabían era crítico con la medida.
      —No, ninguno —se repuso rápidamente Ruete—. Adelante.
      —Bien… —Carla recuperó la voz cantante, dedicando una mirada reprobatoria al tertuliano a su derecha—. Como todos sabemos, han pasado ocho años desde que se aprobó esta polémica reforma.
      —En efecto.
      —En su momento… —Carla leyó unos papeles—. Usted mismo se manifestó enérgicamente en contra…
      Ruete rio como si el comentario no fuera con él.
      —Bueno, hay que considerar… que, en su momento, fue algo necesario —explicó—. Una medida que salvó el sistema de justicia como hoy lo conocemos.
      —Curiosa forma de decirlo, considerando que, más bien, lo ha vuelto patas arriba —intervino el escritor y filósofo Antonio Sanz, al lado de Navas.
      —Bueno, hay que recordar el contexto en que se estableció —siguió Ruete—. El sistema judicial estaba colapsado, especialmente por el auge de crímenes violentos. La saturación de los centros penitenciarios provocó varios motines…
      —Sí, todos recordamos los de Soto del Real y Fontcalent, por ejemplo —intervino Paloma Molina, más partidaria de la medida.
      —Efectivamente. Y, por otro lado, desde ciertos sectores y asociaciones de víctimas, se denunciaba que las condenas de entonces, limitadas en años, no resultaban lo bastante duras.
      —Bueno, uno de los principales cambios ha sido elevar al máximo las condenas en los juicios —señaló Carla.
      —Lo cual, por desgracia, no ha servido como medida disuasoria.
      —¿No se supone… —empezó Sanz, levantando su boli—… que el objetivo de nuestro sistema penitenciario es procurar la rehabilitación e inserción de los reos?
      Ruete suspiró.
      —Prefiero no discutir temas no relacionados con el debate actual.
      —En efecto. ¿Considera entonces que, además que acelerar el proceso judicial garantiza… una condena más justa?
      Ruete se pasó una mano por el pelo, haciendo hacia atrás su flequillo. Era el momento de poner toda la carne en el asador.
      —El objetivo de la justicia es, como dice el nombre, hacer justicia a las víctimas.
      —Entonces, según usted, el siguiente paso será dar a los familiares una pistola como en Harry el Sucio —intervino Sanz, tras comprobar que Navas había quedado demasiado impresionado para contestar.
      —No, hay una diferencia. El objetivo de esta medida es, precisamente, evitar que la gente actúe por su cuenta.
       Navas estalló, riéndose groseramente. El resto de la mesa le miró con desaprobación.   
       —¿Cuántas mutilaciones, huesos rotos, pérdidas de movilidad y visión…? Además… —añadió Navas—. ¿No podría considerarse… una pena capital encubierta?
       —No; se garantiza el cumplimiento de la ley
       —Por favor… —dijo—. ¿Cuántas muertes se han producido ya? ¿Treinta en los últimos ocho años?
       —Son los familiares quienes, en virtud de la gravedad del delito, determinan el castigo.
      Ruete, cada vez más severo, no contestó. Era obvio que empezaba a sentirse incómodo.
      —¿Y qué dice de los errores judiciales? —añadió Navas.
      —Señores, seamos claros: el criminal debe ser castigado, evitando cualquier impresión de impunidad. Y, en el caso de un crimen violento, la motivación de las víctimas es, más que la justicia, la venganza. Cuando alguien pierde a un ser querido, asesinan a tu hijo, a tu madre o tu novio, no quieres que el responsable se vaya de rositas después de un período de vacaciones pagadas. La obligación moral de la justicia, entonces, es la de castigar. Y, como se les da a ellos la oportunidad de aplicar el castigo, cualquier rastro de impunidad queda, definitivamente, desterrado.
      El fiscal sopló.
      —Para eso existe el procedimiento judicial; para evitar acciones contra no impli…
      —¿Y si se produjese un error? Los ha habido antes y los puede volver a haber —insistió Navas.
      —Señor, estará al tanto de que el período de preparación del proceso y de investigación se ha ampliado, precisamente, para evitar que se produzcan estos errores.
      —Es muy interesante… —apuntó Sanz, señalando al frente—. Ya que otra fuente de quejas proviene de las afirmaciones de que aquellos con mayor poder adquisitivo, además de evitar la condena con más facilidad, son capaces de presionar para conseguir sentencias favorables contra otros acusados.
     Ruete sonrió. Ahora le tocaba al viejo dicho.
     —Señor, todo el mundo es igual ante la justicia.
     —Sin embargo, consta que ciertos casos con atenuantes, e incluso eximentes, como enfermedad mental o consumo accidental de sustancias, han sido tratados como homicidios dolorosos —intervino Navas—. Y los acusados fueron procesados mediante la puerta, a veces con consecuencias letales. ¿Qué explicación puede dar a eso?
     Ruete juntó las manos ante su boca. Era hora de sacar la munición pesada.
     —Señor Navas y todos los demás, supongo que estarán al tanto del caso de Catalina Reig.
     Cómo no; había sido el escándalo sensacional de la temporada: una niñera adolescente asesinó al niño de ocho años al que cuidaba asfixiándolo, para luego echarse a dormir tranquilamente en el mismo sofá de casa de su víctima. Que el rigor confirmase que la muerte se produjo apenas media hora después de su llegada, pasando por lo tanto casi tres horas con el cadáver, sólo probaba su increíble sangre fría.
      —¿Le gustaría que quedasen vestigios de duda en un caso como ese? —atacó Ruete—. ¿Que una criminal como esa pueda, no sólo volver a la calle, sino hacerlo sin un castigo?
      Navas bajó la vista. La madre de la víctima se había convertido en la estrella de la tragedia, quedando tan conmocionada, con la mirada perdida e incapaz de articular que no podía ni andar si no se la llevaba de la mano. Un buen pedazo de carne para los flases.
      —Bueno, —intervino Sanz—, la puerta sólo son diez minutos…
      —Por eso… —Ruete sonrió—… es mejor dejar que la justicia siga su curso. Buenos días.
      Así quedó zanjado el debate, por lo menos una semana más.

Cati recorría el pasillo cabizbaja y asustada, pensando que iba a morir.
     —… y condenamos a Catalina Reig Martínez a treinta y cinco años…
     Toda su juventud, su vida, en una cárcel donde la aislaban porque no dejaban de gritarle, insultarle y amenazarla de muerte mientras los vigilantes miraban a otro lado. No era muy diferente de ahora. Y sólo iban a ser diez minutos.
      —No recuerdo nada; me dormí y…
      Una excusa muy pobre. El forense determinó que el niño murió por asfixia, seguramente mecánica.
      —¿Y puede… producirse sin dejar marcas? —preguntó su abogado.
      —Sí —respondió el testigo—. Si se presiona con cuidado el pecho del niño, puede pasar hasta por muerte natural.
     Ya estaba dicho. Que su constitución no lo permitiese, que no pudiese reducir a un niño tan grande, no se tuvo en cuenta.
     —Tuvo que hacerse, por tanto, mientras la víctima dormía —concluyó el forense.
     Los que la habían contratado anteriormente no quisieron dar la cara por ella. Su familia prefirió fingir que nunca había existido. Ni siquiera estuvieron presentes.
     Y la señora Armida… Se le saltaban las lágrimas al verla, con los brazos cruzados como si tuviese frío, la boca desencajada, la piel pálida, abrazada por su esposo…
     Se puso a gritar al oír la sentencia, liberada. ¿Sería ella la ejecutora?
     Los guardias se pararon. El juez, hombre delgado y con gafas, desprovisto de su toga, les esperaba, consultando un reloj.
     —Muy puntuales, chicos. Bien —dijo sonriendo, mientras iba a abrir la puerta—. ¿Alguna duda, antes de empezar?
     Cati negó, sin mirarle. Lo único que no sabía era cómo saldría de allí.
     —Bien, pues podemos empezar.
     La empujaban hacia la apertura. Ella seguía mirando al suelo; ni siquiera miró a las limpiadoras.
     —El tiempo empezará cuando se cierre la puerta —dijo el juez, mientras la esposaban.
     —Vale.
     Cati abrió los ojos por fin, sorprendida al reconocer la voz. La puerta se cerró.
     —Señor Tielve…
     —Hola, Cati.
     Su jefe estaba de pie, brazos en jarra y sonriendo, delante de la mesa. Su tono era de satisfacción absoluta.
     —¿Quieres ver lo que te he preparado?
     —Escucha…
     Retiró la sábana. Cati apretó los labios.
     Cuchillos. Navajas. Hachas. Sierras. Pedazos de cristal. Metales retorcidos.
     Cosas que pinchan, resumió en tres palabras.
     —Quiero que sepa… que siento mucho lo de Sergio.
     —Sí… —asintió él sin cambiar su expresión, recorriendo el surtido, con los ojos primero y los dedos después—. Era un buen chaval, desde luego.
     Hizo su elección; le pareció que un cuchillo de cocina de mango negro. No quiso comprobarlo.
     Empezó a rodear la mesa hacia ella.
      —Señor… —Cati se dejó caer de la silla, con las manos unidas colgando en un burdo gesto de rezo—. Yo no le maté; no mataría a nadie. Créeme...
      Mientras hablaba se encogía, temiendo que llegase hasta ella el objeto afilado.
      Macías Tielve, sin embargo, sonrió, se agachó y la besó en la frente.
      —Tranquila —le dijo con ternura, levantándole con delicadeza la barbilla usando el índice—. Te creo.
      Cati, desconcertada, fue levantada por el hombre, que la ayudó a volver a la silla.
      —Mira si te creo… —dijo, a su espalda, cuando ya no le podía ver—. Que hasta sé que no lo hiciste tú.
      La chica dio un respingo.
      —¿Qué?
      Se quedó inmóvil. Una mano fuerte y grande se había cerrado en torno a su nuca, masajeándola con delicadeza. Luego sintió la fuerte succión de una inhalación contra su pelo.
      —¿Qué haces?
      —¿Sabes? Debo de tener la suerte del diablo —dijo Macías.
      —¿Qué dices?
      —Cuando nos llegó la niñera no esperaba… —decía despacio, alargando las palabras—. Que fuese semejante belleza.
      Macías se apartó de su espalda, de vuelta frente a la mesa.
      —Qué quieres decirme… —Cati no daba crédito; se sentía estúpida por preguntar algo tan obvio. Pero necesitaba oírlo.
      Macías empezó a acariciar con la punta del cuchillo el surtido de cosas afiladas. Tras unos momentos de duda, cogió también un alambre doblado y una navaja de afeitar.
      —Una vez oí decir que no matan los venenos, sino las dosis —explicó despacio, volviendo tras ella—. Que lo que puede matar a un niño, puede atontar a un adulto… cosas así. Sólo hay que probar.
      Cati se irguió todo lo que le dejaron las esposas.
      —El vaso de agua…
      —Sí.
      Macías reía; luego, de una patada, derribó la silla. Cati cayó sobre sus rodillas, arrojando un grito de dolor.
      —¿Cómo? —preguntó ella entre gritos. Recordó la autopsia, los testimonios.
      —Se metaboliza rápido. No deja rastro —susurró—. Además, asfixia es un concepto muy amplio. Si presionas con cuidado, tomas ciertas sustancias o te tapan la cara… no es muy diferente.  
      —No… —Cati se sobrecogió. Acababa de darse cuenta de que era un experto en el tema.
      —La verdad es que te debo un favor —aseguró, tirando de su blusa hacia arriba—. Lo tenía reservado para Inma, pero… no estaba seguro de que funcionase. Ahora lo sé.
      Cati cerró los ojos, imaginándose la sonrisa en la boca de ese hombre.
      —¿Por qué?
      —¿Sabes? Se dice que los hijos lo arreglan todo. Que si el matrimonio no es como te lo imaginas, con uno o dos niños y tiempo, les coges cariño y todo se arregla solo.
      Suspiró.
      —¿Y sabes qué? No es así. Siempre pendiente del crío. Inma y yo no hacíamos el amor desde… —Hizo una pausa—. Joder, ya ni me acuerdo. Y cuando digo hacer el amor, quiero decir pasármelo bien de verdad…
      Macías aflojó un poco la presión sobre la prenda.
      —¿Y yo qué? ¿Qué pinto yo en todo…?
      Cati se interrumpió; no necesitaba una respuesta. Ya lo sabía.
      Con un crujido, la blusa se aflojó en torno a su cuerpo, partida en dos por la espalda. Oyó la navaja bajando, rasgándola.
      —¿De verdad quieres saberlo? Es fácil.
      Lo era. Macías se agachó frente a ella otra vez.
      —Como ya te he dicho, pasa que me aburro con mi mujer. Desde hace mucho.
      Alargó la mano; esta vez no hacia su cara sino a su cintura.
      —No. —Cati retrocedió—. ¡No, déjame…!
      Macías inmovilizó su cuello con la mano izquierda, levantándoselo hasta casi partirlo, dando a la derecha libertad para desabrocharle el botón de los vaqueros y bajarlos.
      —Y, la verdad… no es sólo sexo.
      Volvió a levantarse. Cati oyó que también se desabrochaba, dejando caer sus pantalones.
       —A mí… me gustan ciertas cosas… que no podría hacer con ella. Ni  con la mayoría de mujeres…
      Cati chilló; había vuelto a levantarla por el pelo.
      —Cosas más íntimas que un… simple polvo.
      Cati contrajo su cintura al sentir un frío metálico rozarla, metiéndose por el elástico de sus bragas. Su ropa interior se descolgó a sus pies, también cortada.
      Se tensó, petrificada como una estatua. La punta de algo duro y afilado, seguramente el alambre, subía y bajaba por su espalda, trazando un dibujo abstracto.
      —La buena noticia es que, con lo destrozada que está, no me costará deshacerme de ella. Encerrarla o… volver a ser libre —dijo entre risas—. Por eso te debo una. Bueno, y porque sólo me dejan diez minutos.
     Cati gimió.
     —¿No lo sabias? Ella quiere esto. La gente quiere que seas castigada. Yo sólo quería estar contigo…
      —¡Eh, ayuda! —chilló Cati, tirando de la mesa, sintiendo las esposas arrastrar sus muñecas, arrancarle las manos.
      —¡Ayuda! —la imitó Macías.
      —¡Es un error! ¡Socorro! ¡Que…!
      La presión del alambre se volvió dolorosa, cortando su voz.

      —¿Lo has olvidado, chica? —susurró, metiéndole el aliento por la oreja—. Lo que pasa tras la puerta... Se queda tras la puerta.

1 comentario:

  1. Uff, este final se merece una tercera parte...ahí lo dejo!

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