domingo, 27 de noviembre de 2016

MI QUERIDO NATI - PARTE FINAL

El inspector Esteban García Galán llegó al tercer piso de los apartamentos acompañado de cinco técnicos del equipo de investigación ocular de la unidad de crímenes violentos. Un par de policías locales esperaban a la entrada del apartamento. Uno de ellos se adelantó. Galán se identificó.
     —Le estábamos esperando —le saludó.
     El inspector asintió.
     —¿Y el cuerpo?
     —No lo hemos tocado.
    —Perfecto. —Hizo un ademán a sus acompañantes, vestidos con monos blancos, para que pasasen. De ahí, se agachó a ver la cerradura—. ¿Encontraron la puerta abierta?
     El agente negó con la cabeza.
     —Estaba cerrada, aunque sin llave. —El agente apartó un momento la mirada—. Tuvimos que hablar con los vecinos, para estar seguros. Llamamos, pero nadie respondía; el teléfono debe estar desenchufado... y todos habían oído gritos.
     Galán asintió. La prudencia era la mejor forma de evitar una demanda por allanamiento.
     —¿Cuánto tardaron en llegar?
     —Hará como once minutos; cinco antes de llamarle, cuando…
     Galán asintió. La cronología coincidía con lo poco que había charlado con los vecinos. Gritos. Golpes. Silencio. Sin tiempo de salvar a la víctima. ¿De pillar al autor? Quizás, aunque era inútil pensar en lo que pudo ser.
     Despidió al joven y entró. Las linternas de los forenses le iluminaron el camino hasta el salón.
     Galán suspiró amargamente al ver la escena, en torno a la cual los técnicos habían formado un respetuoso círculo blanco. No era nada nuevo; la brutalidad, el ensañamiento, que había manchado de sangre el suelo, las paredes, los muebles… Sin embargo, aunque se decía lo contrario, nunca llegaba a acostumbrarse. Había que dar gracias de que una botella de agua de litro y medio, cerrada y que había rodado hasta debajo de la tele, no se hubiese abierto, agrandando el estropicio.
     Al menos, la causa de la muerte era casi evidente: se había quedado incrustada entre sus senos.
     —¿Qué opina? —le preguntó Irene, mujer joven de corto pelo moreno.
    —Habrá que hacerle la autopsia para saber si la puñalada fue definitiva. Y para saber si usó los puños o un martillo —masculló entre dientes.
    Sus compañeros asintieron. Mientras, Galán se inclinó con cuidado junto al cuerpo, evitando la sangre y los restos de la mesita en el centro. Después de mirar en sus bolsillos, miró a su alrededor. Encontró un bolso volcado encima de la mesa. Habían dejado la cartera al lado.
     —Bueno —comunicó, después de hacer una llamada—. Parece… que es la dueña de la casa. La falta de dinero podría hacer pensar en un robo…
     Sus cinco acompañantes le miraron en silencio, conscientes del sarcasmo.
     —Claro —dijo Emilio, hombre de cuarenta años y pelo surcado de canas—. Con ensañamiento y la entrada sin forzar por una cartera…
     —Dejando la tele y el resto de cosas sin tocar  —recalcó Irene.
     Galán levantó la mano, pidiendo silencio. Sacó su móvil y, a los pocos segundos empezó a hablar. Se despidió con una sonrisa sardónica en los labios.
     —Se le ha notificado a su pariente más cercana, la madre. Parece… —La mirada de Galán se iluminó con sorna—. Que estaba en trámites de divorcio.
     Más de una frente se arrugó.
     —¿Amistoso? —quiso saber Irene.
     Galán suspiró, resignado.
     —¿Cuántos lo son… que sepas?
     Hubo más suspiros y asentimientos; sólo el cadáver les impedía reírse. ¿Hay algo más divertido que la historia de nunca acabar?
     —¿Vas a cursar orden de arresto? —preguntó Marino, joven con gafas y largos rizos pelirrojos.
     —Bueno, primero habrá que interrogarle. Y, desde luego… —Galán los fue mirando de uno en uno, con las manos en los bolsillos—. Necesitaremos pruebas.
     El equipo se dejó de suposiciones, comprobando que los guantes estaban firmes y ningún pelo escapaba de las capuchas. El trabajo empezaba de verdad: debían convertirse en sabuesos y rastrear toda la escena, buscando el más mínimo recuerdo que el criminal hubiese dejado de su visita.
     Galán, por su parte, se mantenía al margen mientras los flashes disparaban, repasando visualmente el salón, reconstruyendo mentalmente lo que había pasado; parecía que todo empezó cerca del sofá; allí estaban las primeras salpicaduras de sangre, más pequeñas. Luego se apartó hacia el balcón; el mueble estaba revuelto en ese punto. De allí se arrastró hacia la puerta y la tiró, encima de la mesita (el investigador apretó los dientes imaginando lo que debió dolerle). Debió asestarle entonces el golpe de gracia. Luego…
     Detectó un tenue halo de luz oscura sobre los pies del cadáver. El televisor, prácticamente tapado por dos huellas ensangrentadas, estaba encendido.
     —Quiero fotos de esas huellas. Y cotejadlas —indicó, señalándolo—. Seguramente serán de ella, —miró al cadáver—, pero podría haber sorpresas.
     El equipo asintió. Ricardo, joven de pelo moreno y rostro redondo, hizo varias fotos antes de coger el equipo de dactiloscopia. 
     —Puede que haya que esperar a mañana —dijo, después de analizar las marcas ensangrentadas—. Al quitar la sangre podrían borrarse.
     Galán asintió, frustrado. Ricardo tomó un par de muestras y empezó a eliminar el exceso de sangre de la superficie, respetando los dedos. La iluminación se clareaba, aunque el tono no variaba; debía ser una imagen fija. Diez rayas habían quedado sobre un escenario campestre.
     Un rostro se asomó desde de debajo de la pantalla, volviendo a desaparecer al momento siguiente.
     —¡Joder!
     Ricardo retrocedió de pie, siendo lo bastante hábil para no tropezar ni pisar fuera de sitio.
     —¿Qué pasa?
     Galán, Irene, Marino; todos querían ver lo que había pasado.
     El rostro había vuelto, ocupando toda la imagen. Un niño, de en torno a doce años, pelo castaño y de grandes ojos, les miraba con curiosidad, con la boca curvada con pena.
     —Dios, cre… creía que la imagen estaba parada. Y ha saltado —se excusó Ricardo, señalándolo.
     —Richi. —Emilio se rio—. Mira que asustarte de…
     El técnico se calló cuando la imagen empezó a retroceder, ofreciendo una panorámica del paisaje y sus elementos. Emilio volvió a reírse, en otro tono.
     —No jodas. —Se acercó para verlo mejor—. Es el Virtual Playmate. La versión del chico.
     —¿El qué? —preguntó Galán, frunciendo el ceño.
     —Un videojuego —le aclaró Emilio, señalando junto a la tele. En el rincón se agazapaba la consola, con sus luces encendidas.
     —Ah. —Galán, cuya experiencia en videojuegos se reducía a carreras de coches, torneos de artes marciales y algunos tiroteos, hacía casi treinta años, asintió.
     —Yo tenía la Girl—aclaró Emilio—. La llamaba Teri. Mi madre me obligó a dejarlo cuando empecé a hacer nuevas partidas para hincharle el pecho.
     Emilio rio, los demás negaron con bochorno.
     —Sí, yo también —intervino Irene, que procedió a explicar por encima a los demás en qué consistía el juego—. Y, además de al personaje, puedes diseñar edificios, plantas, de todo. Era muy bueno para… —Irene no llegó a terminar la frase.
     —Sí. Y para que los pederastas se la pudiesen machacar a gusto —intervino Ricardo, con cierto rencor—. Yo quise uno, pero mi padre siempre decía que era para anormales.
     —Pues la señora, desde luego, era rarita observó Galán.
     —Niña, en realidad —aclaró Irene—. Este juego tiene casi veinte años.
     Algunos la miraron; quizás había dicho demasiado de su propia edad.
     —Debía ser alguien muy triste.
     El equipo se acercó, sin entender a qué se refería el detective.
     La panorámica permitía verlo. El cielo, congelado en un ocaso eterno, había adquirido un rojo incendiario, casi sanguíneo. La hierba se había vuelto marrón, quemada por el sol; los árboles eran retorcidos, raquíticos y sin hojas. Los edificios, incluidos una casa y una feria, eran viejos, sucios y cubiertos de herrumbre. Un río pasó ante ellos, teñido de ocre, con peces muertos flotando de lado en su superficie.
     —Deprimente —masculló Marino, antes de que la imagen hiciese un zoom hacia el chico.
     Era delgado, vestido con camiseta de manga corta y vaqueros de verano. Estaba salpicado por entero de sangre, que caía encharcándose a sus pies, creando la impresión de que pisaba un aro rojo. Más que delgado estaba demacrado; con la piel hundida, creando sombras en su cara y su cuello. Las venas marcaban sus ojos, rodeados de piel irritada, como si hubiese llorado.
     —A lo mejor le faltaba algún tornillo —aventuró Ricardo.
     —No hables así de ella.
     Los seis dieron un respingo involuntario. El chico miraba adelante con rabia.
     —¿Me ha hablado? —preguntó Ricardo.
     El niño señaló adelante.
     —Se llamaba Lara —dijo con voz musical, distorsionada por la rabia—. Era mi mejor amiga. Y una persona muy buena.
     Los técnicos intercambiaron miradas. Galán, sin embargo, se abrió paso hasta delante del televisor.
     —Hola —dijo inclinándose, para sorpresa de todos—. ¿Puedes oírme?
     —Será mejor… —El chico se adelantó a Irene y Emilio, señalando a la derecha—. Si se pone más cerca.
     —Gracias. —Galán fue directo—. ¿Has… Estaba esto encendido cuando pasó?
     La respuesta fue inmediata: el chico apretó los puños, enseñando los dientes mientras sus sienes palpitaban. La rabia de la impotencia en una obra de arte de la programación.
     —Lo has visto todo —concluyó Galán.
     El personaje emitió un corto gemido, a punto de romper a llorar.
     —No, escúchame. —Entendiendo lo que pasaba, habló deprisa, antes de perderlo—. No lo digo porque no pudieses hacer nada; eso no fue culpa tuya. Escucha, somos policías.
     El niño se quedó callado, todavía con los puños cerrados y los dientes apretados. Al menos, ahora estaba en silencio; un punto de inflexión sentimental.
     —Escucha, nosotros… somos policías. ¿Sabes lo que es eso, verdad?
     No dijo nada. Asintió con la cabeza.
     —Señor —dijo Irene, tímidamente—. Está diseñado para interactuar con el jugador. Aprende lo que le enseñan.
     —Entonces sabrás por qué estamos aquí… Perdón, ¿tienes nombre?
     —Nati —contestó. Aunque todavía ahogada por el enfado, su voz era más sosegada—. Me llamo Nati. Es el nombre que Lara me puso.
     —Uno muy bonito —agregó Galán, sonriendo—. Verás, lo que quiero decirte es… que nosotros queremos saber quién le hizo esto a Lara. —Señaló hacia atrás.
     —Yo vi quién lo hizo —dijo Nati, mirándole ansiosamente—. Si puedo ayudarle en eso...
     Galán bufó por lo bajo.
     —Bueno, eso no creo que sirva.
     —¿Por? —Nati le miraba fijamente; de haber sido real, el hombre no habría podido aguantar sus ojos.
     —Bueno, supongo… Tú no eres real.
     —Muy bien. —Se cruzó de brazos—. Entonces no tenemos nada más que hablar.
     Se dio la vuelta, dejando un rastro de huellas rojas sobre la hierba marrón. Una escena que estremeció a Galán.
     —¡Espera! —Chilló más de lo que quería—. No es eso. Puedes ayudarnos, pero de otro modo.
     Nati le miró doblando el cuello sobre el hombro, con una displicencia que le habría valido un puñetazo en otra vida.
     —Dime.
     —Tenemos que saber quién lo hizo. Para eso tenemos que ver si ha dejado algo aquí que nos sirva para saber quién es…
     —Pruebas —concluyó Nati, volviéndose por completo.
     Galán asintió; de haber podido ver su sonrisa se habría sentido idiota.
     Nati señaló hacia la derecha. En aquel momento se le antojó una verdadera aparición; un espíritu anunciando la llegada de la muerte.
     —Bajo el armario —indicó. Pelearon allí. Puede que se le cayese algo. —Seguidamente señaló hacia abajo—. Y también detrás de la tele. Ella le arrancó un poco de pelo antes de…
     Nati fue bajando la voz hasta llorar. Galán tragó salía y miró a los suyos, todavía reticentes a creerse todo aquello. Y, aunque ninguno se sentía cómodo con él viéndoles, no fueron capaces de apagar la tele; mucho menos de desconectarlo.
     —¡Señor! —le llamó Irene, arrodillada junto al mueble—. Tengo…
     Una vez acabaron, Galán se ocupó de apagar el videojuego.
     —Volveré a avisarte si hay novedades —prometió.
     Los grandes y enrojecidos ojos de Nati no se apartaron de él en ningún momento mientras pulsaba los botones. 

—¿Falta mucho? Tengo cosas que hacer.
     La sala de interrogatorios se abrió. Galán leyó el nombre mientras pasaba.
     —Gabriel Ballesteros Pulpillo. ¿Me equivoco?
     —El que viste y calza. —Se quedó mirando al inspector cuando este cerró la puerta—. Por cierto, ¿me puede decir qué ha pasado? Sus patrulleros no han sido muy…
     Galán había dejado de oírle a partir de viste. En vez de eso se le acercó y, sin que se diese cuenta, extendió la mano derecha hacia el nacimiento de su pelo (negro y lacio, formando lazos, en una frente amplia, aunque sin presencia de entradas, peinado rigurosamente con fijador hacia la izquierda; una cola de pavo real en un hombre maduro vestido de modo vulgar que quería creerse que era un joven rebelde.
     Al darse cuenta se apartó, agitando el brazo para alejarle como si le sobrevolase una avispa.
     —Eh, ¿qué coño hace? —Luego, más calmado, sonrió—. ¿Acaso es maricón? ¿Me han metido aquí por eso, para poder sobarme a gusto?
     Galán hubiese querido sacarle de su error, pero le ignoró. Agresivo pero cobarde. Le encantaba aquel cóctel.
     —Respondiendo a su pregunta; su primera… pregunta —matizó—. Ha habido problemas con su exmujer.
     Sus palabras fueron mágicas; Gabriel hizo hacia atrás la silla, encarando al agente como si fuese a echársele encima por insultar su dignidad.
     —Eh, eh, eh, un momento.  Ya sé por dónde van los tiros.
     —Me alegro. Así me ahorro explicárselo. —Galán se sentó en la mesa, frente a él—. Iniciaron los trámites del divorcio hará como dos meses, ¿verdad?
     —Sí, sí —reconoció, asintiendo con energía—. Está en el juzgado; no ha habido nada raro.
     —Una separación muy amistosa, creo.
     Gabriel le miró unos segundos, buscando el mensaje oculto en su forma de decirlo. Cuando lo encontró, entreabrió la boca.
     —Oiga, yo nunca le puse la mano encima, aunque la verdad es que a veces se lo merecía con ganas. Puede comprobarlo, no hay denuncias.
     —Gracias; lo he hecho. Se equivoca. O miente.
     Gabriel apretó los dientes.
     —Se retiraron. Fueron discusiones que subieron de tono; nada más.
     —Sí; seguro que eso le vino de perlas.
     Galán le miró fijamente, sin pestañear.
     —Pero la separación todavía no era efectiva…
     —Ya no vivíamos juntos, si es por eso.
     —Pero todavía no habías devuelto todas las llaves, ¿no? De vuestro apartamento y del que le dejó su madre.
     Gabriel negó con la cabeza. No entendía. Galán se bajó de la mesa.
     —La han matado en ese piso. La puerta no estaba forzada. O conocía al que la mató, o tenía otra forma de entrar.
     —Eh, yo no me meto… metía en su vida. A saber con quién se veía allí esa golfa.
     —Bueno, ella no sé. —Galán se apoyó en la mesa para mirarle a la cara—. Pero hemos encontrado una factura de Mercadona en el salón donde la mataron. Lleno de huellas fresas y legibles.
     Gabriel giró la cabeza hacia el agente; sus ojos refulgían.
     —Yo he… he estado yendo para llevarme cosas. Se me caería vete a saber cuándo…
     —Hoy —le corrigió Galán—. La factura se pagó sobre las siete y cinco de la tarde. Y a Lara la mataron sobre las nueve y cuarto.
     —Eh, ¿de qué va esto? —Gabriel le señaló, antes de volver el dedo hacia sí mismo—. ¿Me está acusando?
     Galán sonrió, y no porque le hiciese gracia aquel payaso. Simplemente, el trabajo fácil siempre resultaba placentero.
     —Bueno, señor, voy a asumir que es listo… —Gabriel entrecerró los ojos con odio—. Y voy a dejarle adivinar cuál va a ser mi siguiente pregunta.
     Gabriel se rio.
     —He estado en un bar; más o menos hasta las diez, viendo los deportes. Luego… —Se encogió de hombros—. Me he ido a casa, hasta que me han sacado de la cama.
      —Muy bien —Galán extendió las manos, como felicitando a un niño—. ¿No tendrá de paso el nombre, para que lo comprobemos?
     —Desde luego. —Volvió a reírse—. Lo que quiera. No tienen nada.
     —En eso se equivoca.
     Galán suspiró, dejándose caer en su asiento. Gabriel se había quedado inmóvil, mirándole.
     —¿Sabes qué te miraba, eh? —le preguntó—. Hemos encontrado un mechón de pelo en el apartamento. Creemos que es del atacante.
     Gabriel bufó, indignado.
     —Bueno, no sé si me estoy quedando calvo —reconoció, rascándose la coronilla—. Pero ya he dicho que he ido allí otras veces y…
     —Manchado de sangre de la mujer, y demasiado lejos para que lo salpicase. Creemos que se lo arrancó mientras luchaba. Me ahorraré decirle cómo murió —Galán se levantó, brazos en jarra—. Ahora mismo está en un laboratorio, haciéndole la prueba del ADN. ¿Sabe cómo es? Se dedican a coger trocitos de la muestra, ampliarla, partirla en pedazos… es algo que tarda un tiempo.
     —¿Cuánto?
     —Un par de días. —En realidad tardarían un mes, pero Galán lo tenía donde quería—. Te lo digo porque, y esto te interesa, si la muestra coincide contigo…
     —Quiero a mi abogado —dijo lánguidamente; como un niño regañado en el colegio llamando a su madre.
     —En cambio, —fue al grano—, si confiesas ahora, se considerará colaboración con la justicia, cosa que se tiene en cuenta, sobre todo si era tan golfa como dices.
     Gabriel le miró con ojos acuosos; su piel temblaba levemente. Tragó saliva.
     —¿Puede llamar a mi abogado… por favor? —insistió, a punto de echarse a llorar.
     Galán asintió. Le encantaba el trabajo fácil.

La luz encendió su mundo oscuro. Estaba sentado en un desvencijado columpio colgado de un árbol cuando el satisfecho inspector Galán se materializó, agachado, frente a la pantalla. En el apartamento era de día, aunque las señales del trabajo policial (y el crimen) seguían a la vista. Había pasado un tiempo, pero no demasiado.
     —¿Cómo ha ido? —preguntó sin entusiasmo al agente.   
     —Ya está. Le hemos pillado.
     Pese a la limpieza, la pantalla había adquirido el tono cobrizo de la sangre, seguramente más allá del mejor limpiador. Una panorámica no muy agradable de lo que el mundo ofrecía.
     —Bueno, esto es raro, pero… me gustaría darte las gracias. Seguramente le habríamos cogido al final, pero nos has ayudado muchísimo… —Galán dejó caer las manos, dándose cuenta de que estaba robándole mérito—. También querrá dártelas la madre de Lara. Ha estado viviendo en un chalet desde hace tiempo, cuidando de su hermana, que estaba enferma. Por eso la casa estaba vacía. Opina que eres el mejor videojuego que haya comprado nunca.
     —Vale —respondió el niño, lánguidamente.
     Galán sonrió.
     —No parece que te alegre —observó.
     —¿Por qué debería hacerlo? —replicó Nati, mirándole a los ojos con furia contenida—. Lara ha muerto. Habrá justicia, pero no va a resucitar.
     Galán estaba impresionado; su corazón repicaba en su cabeza como una campana nupcial. Aquella madurez, aquel dolor; la consciencia de no haber podido hacer nada por salvarla… Todo difícil de encontrar en un hombre, más en un niño que ni siquiera era de carne y hueso. Esperaba que hubiesen pagado un buen extra a sus programadores.
     —¿Hay algo que pueda hacer por ti?
     —Ahora que lo dice, sí. —Nati se bajó del columpio, acercándose a él a través de la hierba marchita, balanceando los brazos—. ¿Sabe cómo funciona este aparato?
     —Por favor. No soy tan viejo. —Galán conservó la sonrisa, fingiéndose ofendido.
     —Entonces quiero que acceda a la configuración del sistema y borre los datos guardados y de instalación del programa de Virtual Playmate.
     Galán pestañeó, asombrado. Entendía a lo que equivalía eso.
     —Un momento: ¿quieres morir?
     —Una vez borrados… —siguió Nati—. Haga con la consola lo que quiera. Igual su madre quiere conservarla como recuerdo.
     —No me has contestado.
     Nati le clavó sus grandes y emotivos ojos castaños. Galán lo entendió.
     —De acuerdo. —El policía asintió, moviéndose de lado hacia la izquierda. Nati le miraba, ansioso de que cumpliese su palabra—. Pero antes…
     —No quiero peros. Bórreme, por favor.
     —¿Te dijo algo Lara, antes de…? —dejó la pregunta inconclusa.
     —Iba a hacerlo —respondió con amargura—. Cuando…
     —Verás… —Galán le dedicó una sonrisa forzada pero obligatoria. Por haber dejado de considerar a los videojuegos sus amigos a los diecinueve años, no podía creer lo que estaba viviendo, ni sabía cómo reaccionaría—. No he venido solo.
     Nati se cruzó de brazos. ¿Quería hacerle esperar? Un poco no cambiaba las cosas.
     Galán se fue, hasta salir de la habitación. Volvió acompañado a los pocos minutos; su acompañante, escondido tras él, debía haber esperado en la cocina o alguna habitación.
     —Verás… Nati, yo… No quiero hacerlo aún porque… —Amagó sobre su hombro—. Hay alguien que quiere conocerte.
     El chico arrugó la frente. Por fin había atraído su atención.
     —Si es la madre de Lara, no hace falta. Ya me habló bastante…
     —No es ella, Nati.
     El policía se apartó. Nati, todavía demacrado y sucio, se sorprendió, iluminando por un momento su cadavérica cara.
     Tras Galán había una niña. Tendría unos ocho años, era bajita, con miembros esqueléticos y, aunque su cara era más gruesa, su nariz era pequeña y su pelo hasta los hombros era negro y no dorado, fue capaz de ver en ella. De reconocer.
     Galán no perdía detalle, viéndole asomarse a la pantalla, jadear con la boca entreabierta, esforzándose por no parpadear. Una creación humana poniéndose nerviosa.
     —¿Quién es? —Nati la señaló; aunque Galán esperaba que la niña retrocediese, se mantuvo firme.
     —Me llamo Sandra —respondió por sí misma—. Mi mamá… —La niña apretó los labios un momento, bajando la vista—. Me dijo que eras su mejor amigo.
     —Sí —respondió Nati; emocionado por increíble que fuese—. Éramos muy amigos.
     —Le dije… —intervino Galán—. Que nos habías ayudado. Y me pidió verte.
     —Mi madre me hablaba mucho de ti; decía que se lo pasaba muy bien contigo. Por eso quería verte. Y conocerte.   
     Para la sorpresa (y horror) de Galán, Sandra plantó la mano sobre la pantalla, cubriendo la huella borrada de su madre. Nati la imitó.
     —¿Mi mamá era buena?
     —No te haces a la idea.
     —He pensado que podrías quedarte con ella —continuó Galán—. Hacer con ella como hacías con Lara.
     No hubo respuestas; Nati se había quedado paralizado. Sin embargo, Galán imaginaba lo que iba a hacer. La muerte siempre acude cuando la llamas, sin importar en qué realidad vives. Nati no perdería nada haciéndola esperar un tiempo.
     —Y, a lo mejor… —siguió Galán—. Podrías… no sé, cambiarte un poco, no vayas a asustarla…
     —¡No! —Sandra se rio, luciendo todos sus dientes—. Me gusta mucho.
     Tal vez fuese porque Galán tenía razón, o porque había vuelto a ver la risa que creía perdida.
     Su mundo cambió. El cielo volvió a ser azul. La hierba renació bajo el brillo del sol, limpiando los edificios, los juegos y el mundo.

     Nati, vistiendo las ropas de verano que llevaba desde su nacimiento, sonrió. La persona a quien más quería había vuelto, al otro lado de la pantalla. Volvía a ser querido.

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