TRAS LA PUERTA - 1º PARTE
—¿Se ha alcanzado un veredicto? —preguntó el juez, hombre de pelo gris y rostro ancho
ataviado con una toga negra.
—Sí, señoría.
—Que el acusado, Juan Casado García, se
ponga en pie.
El aludido, rubio y esbelto, así lo hizo,
seguido por su abogado de oficio. Evitaba mirarle, y al juez, el fiscal y el
jurado; había acabado odiando a todos en aquella sala. Estaba nervioso,
asustado y, sobre todo, cansado.
Vale, esa noche nada salió como quería.
No debió beber tanto antes de colarse en la casa, ni asustar a la chica
agitando la pistola. Pero él no quería hacer daño a nadie; ya se había arrepentido
lo bastante. No hacía falta darle tanto bombo y platillo al asunto.
—Del cargo de homicidio doloroso sobre
Ana Labra Zafón, encontramos al acusado culpable, sin eximentes o atenuantes
por consumo de sustancias. Del cargo de abuso sexual con agravante de
intimidación con arma de fuego, encontramos al acusado culpable.
El letrado bajó el cuello, más resignado
que triste. Alguien lloró en el público, tras ellos.
—Consecuentemente, este tribunal debe
condenar y condena, a Juan Casado García, a una pena no inferior a treinta años
de internamiento.
Juan miró al juez por fin, sintiendo que
se le erizaba la espalda. Sí, sabía que el castigo sería grave. Pero, con
veinticinco años, semejante período se convertía en casi media vida.
—Sin embargo…
Contuvo la respiración, parecía quedar
una última esperanza. Los aplausos y vítores pararon.
—Sin duda, tanto usted como la parte
agraviada…
Miró hacia la izquierda, detrás del
fiscal y el abogado de la acusación. En la primera fila de asientos, separados
de la prensa, estaban los padres de la chica; el hombre, con el brazo sobre el
hombro de su esposa, de mirada feroz.
—Están al tanto de la reciente reforma
06/62 de nuestro código penal —aclaró.
Juan cerró los ojos y asintió. Tras él se
había iniciado un vendaval de murmullos; los que sabían aclaraban el tema a los
que no.
—Así que, Juan Casado García, va a ser el
primer condenado en elegir: cárcel o la puerta.
Juan sentía su corazón rebotar contra su
caja torácica. ¿Treinta años… o diez minutos?
Exhaló. Tenía miedo. No tenía ni idea de
lo que le esperaba.
—Elijo la puerta.
Una ovación, mezcla de sorpresa y
disgusto, sacudió al público. Los dos aguaciles presentes en la sala fueron a
esposarle.
—En tal caso, señor Labra, señora Zafón,
—subió la voz, dirigiéndose a la pareja—, les corresponde a ustedes elegir
cuándo aplicarla y quién lo hará.
La pareja parloteó entre sí unos
segundos; tan deprisa y bajo que, aunque subieron el tono un par de veces, en
desacuerdo, nadie llegó a enterarse de qué decían.
—¿Podría hacerse ya? —preguntó el señor
Labra al juez.
—Por supuesto.
Miró a su esposa, que asintió
enérgicamente.
—Elegiremos de camino.
—Bien, en tal caso el responsable será
escoltado antes.
El juez dio un mazazo, cerrando la sesión
y el juicio. Al mismo tiempo, la oscuridad cayó sobre Juan, asfixiándole.
—¡Eh, ¿qué me estáis hacien…?!
Tiraron de él con fuerza; intentó resistirse
pero seguía esposado. Más tarde sabría que le habían tapado la cabeza. La
localización de la puerta era secreta.
Le metieron en la parte trasera de un
vehículo (no sabía si un coche), lo inmovilizaron con el cinturón de seguridad
y lo llevaron conduciendo deprisa y tomando muchas curvas. Sólo la sujeción
evitó que su cabeza reventara contra las paredes.
Cuando por fin pararon, lo llevaron con
los pies arrastrando, mareado, confundido y a punto de ahogarse. Cuando le
quitaron la capucha la luz le cegó, revelando un pasillo estrecho y gris de
cemento, iluminado enteramente por fluorescentes. Debía ser algún tipo de
sótano.
Después de unos doce metros, doblaron una
esquina a la derecha. Esa debía ser. La puerta.
En un sitio así, llamaba mucho la
atención. Era de madera oscura maciza y pulida, con un marco a juego y una
manivela de hierro negro con pinta de antigua. Parecía cara, propia del
despacho de alguien importante en un edificio oficial, no en lo que parecía el
pasillo de mantenimiento.
Le esperaba el juez, vestido con traje
gris, camisa blanca y corbata azul de seda, sujetándose la muñeca izquierda.
Detrás tenía un equipo de mujeres vestidas con monos de limpieza blancos,
mascarillas quirúrgicas, gafas de protección y guantes, frente a lo que debía
ser un carrito de la limpieza.
Dedicó un saludo y una sonrisa en su
dirección; Juan supuso que para los brutos que lo arrastraban. Estos pararon,
dejándole caer de rodillas.
—Muy bien —dijo el magistrado, sonriéndole
con cordialidad mientras volvía a mirarse la muñeca; ahora veía que rodeada con
un reloj dorado y grueso con pinta de caro—. Justo a tiempo. Creo que podemos
empezar.
Volvieron a levantarle.
—¿Alguna pregunta? —El juez se inclinó
sobre Juan para mirarle a la cara—. Nada de dónde estamos, por supuesto; la
situación no cambia que esto sea secreto.
—Esas… —Juan levantó los brazos lo
bastante para señalar a las mujeres de blanco—. ¿Qué hacen?
Su castigador miró hacia atrás,
extrañado.
—¡Ah, ellas! Es sólo el equipo de
limpieza. Están para limpiar… cuando acabe.
—¿Cómo?
El juez le ignoró, abriendo de par en par
la puerta. Los dos guardias movieron a Juan a su interior.
—Qué… qué es todo esto…
—Hola, Juan.
Se
quedó paralizado, dejándose llevar. Si no estuviese tan deshidratado se habría
meado encima. Acababa de reconocer la voz, forzada, falsamente feliz.
Era una sala pequeña; paredes de azulejos
blancos, suelo de pequeñas baldosas beige. Lo que se esperaba de un vestuario
casero. En el centro había una gruesa mesa con patas de metal y dos sillas,
cubierta con una sábana deformada por los bultos que cubría. Al otro lado, el
señor Labra le miraba con el cuello torcido y un rictus ansioso en la cara.
—Qué hace él…
—Por Dios, no me vengas con que no sabías
de qué iba esto cuando te di a elegir —espetó el juez con indignación.
—No; no pensé que sería él…
Juan protestó en brazos de un guardia,
mientras el otro retiraba la silla más cercana. Le soltaron las esposas,
atándolas a un saliente metálico situado bajo la mesa.
Al levantar la cabeza, Juan se encontró
el rostro sardónico de Labra.
—Qué… —Tragó saliva—. ¿Qué me va a pasar?
—Eso depende de la parte agraviada —contestó
el juzgador sin entusiasmo.
El señor Labra emitió un silbido; luego se
rio de forma extraña. Agarró la sábana y la retiró.
Juan se quedó mirando el surtido de
objetos dispuestos ante él. Había martillos, sierras, pinchos, un taladro de
batería…
El señor Labra cogió un bate de baseball;
lo miró, lo sopesó, acarició su superficie con la gracia de un masaje erótico.
Luego lo cambió por una gruesa hacha de carnicero y examinó su filo. Fue la
única vez que dejó de mirarle.
—Quiero cambiar —pidió Juan, moviéndose
con tanta fuerza que agitó la mesa y los objetos sobre ella—. Prefiero la
cárcel. ¡Me oye! ¡Quiero la cárcel!
—Lo siento —dijo el juez lánguidamente—.
La decisión es firme.
Oyó los pasos de los guardias al salir.
—No. —Juan alternaba entre el señor
Labra, que había llegado a su esquina de la mesa, y lo que podía ver sobre su
hombro derecho—. No podéis hacerme…
—El tiempo empezará… —decía el juez,
mirando su reloj—. En cuanto se cierre la puerta.
—Entendido, señoría —masculló el señor
Labra, sin dejar de mirar a Juan.
—Diez minutos, no más —insistió el juez.
—No. ¡No, por favor! —Juan empezó a
llorar—. Yo no quería…
Lo último que vio el juez mientras la
puerta se cerraba fue al hombre con el hacha en la mano dirigirse al joven, que
seguía suplicando y llorando, tirando de sus cadenas. Ya daba igual; la sala
estaba insonorizada. Su papel estaba limitado ahora a medir el tiempo.
Esa
misma noche, Macías Tielve andaba en círculos en el pasillo del hospital
provincial, mordiéndose el pulgar y secándose cada pocos minutos el sudor de la
frente.
—¿Seguro… que no puedo estar presente?
—rogó al doctor.
—Lo siento, señor. Este caso es de alto
riesgo y, cuanta menos gente esté presente, mejor.
Después de casi hora y media atrayendo
con su vaivén las miradas del personal que pasaba por allí, se dejó caer en un
asiento, creyendo oír los gritos de dolor de Inma al otro lado de la puerta.
Eran casi las doce y diez cuando, por
fin, la puerta se abrió. Una enfermera se acercó a él; Macías se horrorizó al
ver toda la sangre de su uniforme, calmándose al ver que sonreía.
—Ya está —le dijo con dulzura—. Puede…
No esperó a oír el resto; aunque casi
arroyarla le supo mal, no pensaba esperar más tiempo.
Todos los miembros del equipo se habían
retirado al fondo, dejando una lámpara sobre la mesa del quirófano y a una
única enfermera a su lado. Inma giró el cuello hacia él; tenía su larga melena
castaño rojizo despeinada, con varios pelos pegados a la frente y estaba (o
seguía) llorando. Aún mantenía las piernas abiertas sobre la camilla y seguía con
el mismo pijama azul de hospital. La única novedad era la pequeña forma sucia
de rojo que se retorcía sobre su pecho.
Ella le miró, sonriendo. Macías se acercó
para verlo mejor.
—Es un niño —comunicó el médico.
—Lo sé.
Con una media sonrisa en la cara, alargó
una mano dubitativa para tocar a su hijo.
El bebé empezó a llorar. Sergio Tielve
Armida anunciaba al mundo su llegada.
—¿Tiene
algo que alegar la defensa?
—No, señoría.
En el banquillo de los acusados, Eduardo
Gauna se removía inquieto.
—En tal caso, el jurado puede retirarse a
deliberar.
Fue sorprendentemente rápido; sólo media
hora. Eduardo se sentía feliz, sólo podía significar que habían visto las cosas
tan claras como eran, por más que los abogados de la acusación intentaron
enrevesarlo.
Seis meses atrás, un sábado por la noche, Eduardo había salido con unos
amigos. Volvía a su casa, a las tres y diez de la madrugada, por la Avenida de
Vallellano, cuando sufrió una colisión frontal; un coche que se saltó un
semáforo se lanzó contra él. Los peritos dirían que el coche, un Dacia negro,
iba a ciento sesenta por hora, aunque para él podría haber sido a mil. Sólo
pudo pisar el freno, lo que le libró de que impactase en el asiento vacío del
copiloto; pero no delante.
Tuvo suerte. La combinación de cinturón y
airbag redujo el golpe a una ligera conmoción. El conductor del Dacia,
Sebastián Henares, de veintitrés años, no tuvo tanta suerte. La cabina de sus
quince mil euros con ruedas parecía sacada de una prensa hidráulica de
chatarrería.
Sin más testigos en la calle que él
mismo, contó la película de los hechos a Atestados. Que Henares tuviese
antecedentes (dos detenciones, incluida la retirada del carnet a los
diecinueve), por carreras ilegales, le daba credibilidad y aliviaba enormemente
su conciencia.
Por desgracia, la familia del difunto no
estuvo por la labor. ¿Por qué había pasado Eduardo nervioso un proceso que
debía tener ganado desde el principio? Simple: esos eran ricos de bolsillos muy
profundos. Y tentáculos muy largos.
—Ha matado a nuestro hijo —dirían ante
las cámaras—. Le embistió estando borracho.
Él mismo había bebido dos cervezas esa
noche, insuficiente para ver doble pero no para dar positivo en alcoholemia.
Las pruebas al respecto hechas al difunto, en cambio, se extraviaron antes del
proceso. Tampoco había en la zona cámaras de seguridad o radares, y el señor
Henares estaba sólo en el momento de su muerte. Así que, a lo sumo, se le podía
acusar de tener prisa.
Todo contribuyó a que Eduardo se sintiese
inseguro. Pero, ¿por qué?
Todo irá bien. No es tan grave.
—¿Se ha alcanzado un veredicto?
—Sí, señoría.
—Que el acusado, Eduardo Gauna Marcel, se
ponga en pie.
Así lo hizo, conteniendo el aliento.
—Del cargo de homicidio imprudente sobre
Sebastián Henares Pérez, con la agravante de consumo bajo los efectos del
alcohol, encontramos al acusado culpable
La abogada negó con pena. Tras él,
alguien lloró en el público.
—Consecuentemente, este tribunal debe
condenar y condena, a Eduardo Gauna Marcel, a una pena no inferior a siete años
de prisión.
—¡Sí! —chilló alguien, dando una
palmada—. Se ha hecho justicia.
Edu no se había dado cuenta; había dejado
de oír a partir de culpable, echándose hacia atrás, pálido y sin aliento.
—Que el acusado se levante —ordenó el
juez; el alguacil de la sala se apresuró para ayudar a la modesta letrada—.
Ahora puede elegir: prisión o la puerta.
El vigilante y la defensora sostenían al
espantapájaros inerte pero con consciencia. ¿Qué elegir? Le costaba mover la
lengua en la boca.
—El acusado debe tomar su decisión
—repitió insistente el hombre de negro, apenas una voz que salía del fondo de
su toga.
Sólo siete años en la cárcel. No era
nada. No era mejor…
Eduardo, dubitativamente, dijo algo.
—¿Cómo? —Su señoría se inclinó adelante.
—Puerta, señoría —tradujo el alguacil.
—Muy bien. —Miró hacia la derecha,
asintiendo—. En tal caso, se procederá a su traslado de inmediato.
Alguien lo celebró mientras la capucha
negra cubría la cabeza de Eduardo.
Veinte minutos después (aunque para
entonces había perdido toda noción del tiempo) volvía a estar ante el juez,
vestido con un elegante traje frente a una puerta lujosa en un vulgar sótano.
—Bien —dijo el juez mientras la abría—.
Podemos proceder con la sentencia.
Eduardo no le prestó atención; miraba a
la nada mientras le metían en la pequeña habitación, le sentaban en una silla y
le encadenaban. Tampoco se fijó en el hombre que sonreía sin piedad al otro
lado de una mesa de madera sólida, con algo encima en lo que no se fijó.
Sólo despertó de su sueño cuando la
puerta se cerró.
—Por fin estás aquí, desgraciado.
A Eduardo le costó mirarle a la cara,
capaz de reducir a un cordero a los huesos con una sola mirada. Iba cubierto
con un abrigo de ante caro, con el pelo peinado hacia atrás con elegancia y dos
incisivos de oro brillando en su mandíbula.
—¿Listo para pagar? —le preguntó,
arrugando la frente.
Eduardo negó con la cabeza.
—Fue un accidente; yo no tuve la culpa…
El hombre se rio.
—¿Y a mí qué me importa? Mi hijo está
muerto. Por tu culpa.
Alargó la mano, cogiendo lo de la mesa.
—¿Sabes? Soy el primero en reconocer que
Sebas no era perfecto. Sí, bebía mucho, conducía deprisa… Dios, cada vez que
cogía ese coche pasaba la noche con miedo. —Negó con la cabeza—. Fue un regalo
mío, ¿sabes?
Avanzó hacia él. Eduardo intentó apartarse.
En vano.
—Sí, sé que nada de lo que haga lo va a
resucitar. Por más que tú lo sientas, o que me pidas perdón —concluyó,
alargando su sonrisa y su mano—. Pero así, al menos, me siento bien.
—No, por…
La puerta se abrió.
—¿Ya? —El juez levantó la vista de su
muñeca, mirando con sorpresa al hombre que salía—. Supongo que sabrá que sólo
tiene una oportunidad para esto.
—Lo sé, señor juez.
—Y que aún le quedan nueve minutos.
—Perfecto. Sólo necesitaba uno.
Pasó junto al magistrado, con el cañón de la
pistola todavía humeando.
El
timbre del tercero derecha de la calle Velázquez pitó dos veces seguidas. Inma
Armida contestó al interfono y abrió justo después la puerta del apartamento.
Se quedó esperando mientras la luz se encendía en la escalera y el ascensor se
ponía en marcha, abriéndose frente a su puerta dos minutos después.
—Hola —recibió a la recién llegada con
entusiasmo—. ¿Cati?
—Sí, señora Armida —contestó sonriente,
tendiéndole la mano—. Encantada de conocerla.
—El placer es nuestro. Adelante. —Se hizo
a un lado para dejarla pasar.
Cerró la puerta y se quedó mirándola.
Acabando sus diecisiete años, era una verdadera belleza. De cerca de metro
setenta, era delgada, de miembros delicados, piel blanquecina rota sólo por un
enjambre de pecas sobre su nariz y una melena castaña y ondulada que le llegaba
hasta los hombros. La clase de chica que encantaba a los chicos.
Sólo espero que ninguno venga a echarle una mano. Rio al preguntarse, dado el caso, donde
echaría el susodicha apéndice.
Inma cerró los ojos, borrando el
pensamiento. Había visto demasiadas películas americanas.
—Tienes muy buenas referencias —le
comentó.
—Me alegro. Intento hacer bien mi trabajo.
Inma asintió.
—María Husarte nos dijo que cuidaste de
su hijo Iván.
—¡Calla, calla! No quiero acordarme.
—Sí, la verdad es que es un buen
espécimen.
Las dos se rieron. Luego, Inma la guío
hasta el salón.
—Este es mi marido, Macías —le presentó al llegar al salón.
—Hola, señor. Encantada.
—Por favor —contestó él, sonrojándose un
poco mientras sonreía al tenderle la mano—. No me hables como si fuese tu
padre. Sólo soy el suyo.
—¡Sí!
Sergio Tielve saltó del sofá. En
contraste con su padres, vestidos con una camisa de rayas y un traje largo,
medianamente elegantes, él llevaba un sencillo pijama blanco con estampado de
figuras geométricas.
Cati se arrodilló para colocarse a su
altura.
—Hola, chaval —la recibió abrazándola y
echándosele encima—. ¡Vaya, que fuerza!
—Claro. Tengo ocho años.
—¿Tú no te vas con tus papás?
—Para nada —comentó Macías, mirando a
Inma—. Es a una boda, sin casi nadie de su edad. Intentaremos acabar cuanto
antes. —Se arrimó al oído de Cati—. Es un coñazo.
—Ya me imagino —opinó, rascándose la
sien.
—Y además, él se tiene que acostar ya
—agregó Inma, agachándose para levantarle en brazos, con fuerza engañosa para
su constitución.
—Jo. —Sergio, rollizo, con el pelo
castaño encrespado, se mordisqueó los dedos de la mano derecha.
—Venga, ya tendrías que estar en la cama.
Si te has quedado ha sido porque querías conocerla —observó su madre, a lo que
él asintió a regañadientes.
—Bueno, no creo que haya ningún problema
en aclarar un par de normas, ¿vale? —propuso Macías, poniéndole una mano en el
hombro a Inma.
Como si hubiese accionado un botón, la
mujer se inclinó, depositando a Sergio en el suelo.
—Para empezar, mientras estés en la cama,
Cati manda. ¿Entendido? Si necesitas ir al baño o algo, la llamas. Nada de
querer ir solo, ¿entendido?
—Claro —asintió Sergio.
—Pues venga. Ya te acuesto yo —se ofreció
Macías, tendiéndole la mano.
—No, déjame a mí —se le adelantó Inma—.
Así, si quieres decirle algo más…
—Gracias. —Le guiñó un ojo—. Eres un sol.
Cuando la mujer y el niño salieron, el
hombre se quedó entre la niñera y la puerta.
—Es muy bueno —aseguró, sonriendo—. No
tendrás ningún problema.
—Uf, menos mal.
Los dos rieron.
—Si te dice que tiene hambre, no le hagas
caso, aunque llore o insista. Imagínate… —Miró hacia atrás, como comprobando
que nadie le oía, antes de murmurar—... que es un gremlin.
—Vale.
—Pero a ti, si te entra hambre…
—No, tranquilo; ya he cenado —aseguró—.
Creo que, como mucho, beberé algo de agua.
—Bueno, tenemos una botella de mineral en
la nevera…
—Con el grifo basta, es suficiente —dijo,
levantando la mano.
—No es molestia.
Se quedaron en silencio unos segundos;
Macías juntó las manos y agachó la vista.
—Por cierto, si tienes que llamar a
alguien, puedes usar el teléfono.
—Muchas gracias.
—Aunque, si son personales… —Elevó los
ojos, como si el tema no fuese con él—. ¿No tendrás novio, verdad?
—No cuando trabajo.
—De maravilla.
Se oyeron los pasos de Inma sobre sus
tacones.
—Ya está —comunicó—. ¿Nos vamos?
—Muy bien. —Macías le ofreció el brazo.
—¡Mamá! —chilló Sergio, haciendo eco en el
pasillo—. ¡Quiero un vaso de agua!
—Oh, vaya…
—Ya voy —se ofreció Cati, cuadrándose—. Mi
primera labor en esta…
—No, ya lo hago yo —dijo Macías,
poniéndose en marcha antes de acabar la frase—. Tú ponte cómoda.
—Vale.
Las mujeres se quedaron solas un momento.
—Bueno, ¿te parece que podrás con esto?
—Sí. Me lo ha pintado bastante bien.
—Básicamente, queremos que haya alguien
por si se incendia el piso.
—Bueno, intentaré que se enteren los
bomberos.
Las dos rieron.
—Adiós, papá —volvió a oírse la voz del
niño.
Macías volvió al salón con un vaso
cilíndrico en la mano.
—Ten, para ti —le ofreció a Cati—. El
primer trago lo sirve la casa.
—Muchas gracias —aseguró, dando un primer
sorbo.
—Intentaremos no estar fuera mucho tiempo
—prometió Inma—. Procura aguantar despierta.
—Bueno, sin café será difícil.
Les siguió de vuelta a la entrada. Luego
volvió al salón, se sentó en el sofá y encendió la tele, dando un nuevo sorbo
al vaso.
—No hay
derecho, macho. No hay derecho —rumiaba Alfonso por el pasillo.
—Y que lo digas, coño. Si se supone que el
horario es hasta las diez, ¿por qué tenemos que seguir hasta las diez y media?
—se quejó Ricardo.
El condenado gimió por lo bajo entre los
dos. Era raro; normalmente el viaje los dejaba groguis y sólo tenían que
llevarlos hasta la puerta. A este todavía le quedaban fuerzas; y sin embargo,
se dejaba llevar.
—Se supone que porque el juzgado está
saturado —comentó Alfonso—. Por eso, para aligerar presión.
—Sí, —suspiró Ricardo—, primero se
saturaban las cárceles, luego los juzgados, y ahora esto también. Coño, no creo
que quede ni uno que elija cárcel.
El condenado, parecía que de veintipocos,
gimió, pero mantuvo la cabeza baja.
—Y esa es otra —dijo Alfonso, cuando
estaban llegando a la esquina—, ¿por qué ahora todo el mundo dice eso de saturado?
¿Ya no saben decir lleno, o hasta arriba?
—Ni idea. —Ricardo lanzó una carcajada—.
Igual es que queda más técnico. Más molón.
—Claro. Y más gilipollas también.
Doblaron la esquina. El condenado resbaló
un poco al girar.
—Venga, no te nos caigas ahora —pidió
Ricardo, agarrándole—. Ahora que estamos llegando.
—¿Ves a esas, las de blanco? —señaló
Alfonso, sonriendo—. Son las limpiadoras; las que lo dejan todo impecable
cuando acaban ahí dentro.
Rio. Ricardo le miró con los ojos
entrecerrados, desaprobándolo. El reo no le hizo caso; toda su atención estaba
en la puerta.
Se pararon. El juez que le sentenció,
hombre robusto de cara cuadrada y pelo color whisky, le miró.
—¿Tiene alguna duda?
Ni sí, ni no; el condenado ni le miró. Parecía
que ni respiraba.
—Pues adelante. —Hizo un gesto a los dos
guardias, que volvieron a levantarlo—. Diez minutos desde que cerramos la
puerta.
—Vale.
Ricardo y Alfonso prefirieron no mirar al
otro lado de la mesa. Dejaron al condenado, todavía sumiso y con los ojos
cerrados y volvieron al pasillo. A ellos también les tocaba esperar.
—¿Por qué le has dicho eso? —susurró
Ricardo mientras se alejaban.
Alfonso se encogió de hombros.
—Siempre lo preguntan.
—Este no.
—Sí, porque no le he dado tiempo —apuntó
Alfonso, hinchando el pecho—. Además, así es mejor. Siempre se acojonan al
saber lo que les espera.
Ricardo bufó, negando con la cabeza.
—Eres un cabrón, macho. ¿Nunca te lo han
dicho?
—Eh, es mejor que sepan a lo que vienen
—replicó, poniéndose a la defensiva—. Total, si alguien le hiciese eso a tu
hija y te lo dejaran para hacer lo que quieras, ¿qué le harías?
—Creo que prefiero no pensar eso —contestó Ricardo.
Justo lo contrario de lo que hacía
Ernesto Garro, al otro lado de la puerta.
Había levantado un poco la sábana, lo
bastante para comprobar que todo lo que pidió estaba allí.
Escalpelo, alicates, soplete, radial…
Fue sacando las piezas que más le atraían
y dejándolas rebotar sobre la mesa.
Su enemigo, Jesús Cobredo, ni se
inmutaba. Se había mantenido en todo momento con los ojos cerrados, intentando
contener las lágrimas que bajaban por sus mejillas en vano, con la cabeza
apartada hacia otro lado.
Ernesto se decidió por el bisturí. Se
acercó al joven sentado y le desabrochó el cinturón. Sus pantalones cayeron.
Tembló un poco pero ni gimoteó, ni suplicó; ni siquiera abrió los ojos.
Ernesto se quedó mirándolo, apretando la
mano con odio.
—Jesús Cobredo —murmuró, despacio—,
¿sabes por qué estás aquí?
—Sí, claro que lo sé.
Ernesto asintió. Quería oírselo decir,
antes de hacerlo.
—Por lo qué hiciste. —Se agachó para que
le oyese mejor—. ¿Te acuerdas de lo que hiciste?
—¿Podemos acabar esto ya? —espetó
desafiante, sin dignarse todavía a mirarle, a abrir los ojos.
Ernesto gruñó furioso, ya tuvo bastante
de ese rollo victimista en el juicio. Le tiró del pelo hasta que gritó,
consiguiendo que abriese los ojos. Y le mirase.
—Quiero que me lo digas, aquí, donde no
hay nadie más —le explicó, despacio—. Si lo haces, no te dolerá.
—¡Ya lo dije todo! —Había dejado de
llorar, aunque el rastro seguía brillando sobre su piel escarlata—. ¡No me
acuerdo de nada! Sólo de los gritos. Y que cuando me desperté, estaba con ella
en la cama…
Sí, desnudo, sobre su hija muerta.
La mandíbula de Ernesto chirrió; al
subir la cabeza Jesús vio que sus incisivos rozaban. Su mano giraba en torno al
mango de metal, extrayendo sudor como si lo exprimiese.
—Dime por qué lo hiciste —repitió
Ernesto con más sequedad.
—No lo sé, lo juro. Si lo…
—Digo por qué a ella —No le apetecía
seguir viéndole desmoronarse.
Jesús se inclinó sobre la mesa, con los
brazos colgando de las esposas. Ernesto debía admitirlo, en determinados
momentos conseguía darle pena.
—Era muy guapa —dijo al fin—. La más
guapa que había en ese momento…
—Sí, lo era.
Ernesto empezó a retroceder; Jesús
suponía que había cambiado de idea sobre su herramienta de castigo. Un chirrido
le sobresaltó; al mirar otra vez vio que estaba arrastrando la silla frente a
él. Se sentó, todavía escalpelo en mano.
—Era muy guapa.
—Y yo… —Jesús boqueó unos momentos—. Me
gustaba. Quería…
—Querías acostarte con ella, ¿verdad?
El chico bajó la cabeza; Ernesto no se
decidió a aceptarlo como un sí.
—¿Querías eso?
—¿Qué te crees? —estalló Jesús—. ¿A qué
va la gente joven allí un sábado noche, a disfrutar del ambiente?
Ernesto se incorporó, clavándole sus
encendidos ojos y consiguiendo que retrocediese lo que daban de sí sus brazos.
Quería que recordase cuál era su situación.
—Sólo era una niña —masticó la palabra.
—No lo sabía, por Dios.
Levantó el bisturí.
—Acababa de cumplir los diecisiete…
—¿Y qué?
Una especie de quejido escapó de la boca
de Jesús. Ernesto se le quedó mirando estupefacto al darse cuenta de lo que
era.
Se estaba riendo.
—Cuando uno va a ligar no le pregunta a
una chica la edad; si se entera es porque sale el tema.
—Sí, lo sé; vaya que si lo sé…
Ernesto sintió el mango clavársele entre
los dedos, mientras aumentaba la presión. Estaba furioso por reconocer que
tenía razón; al menos un poco. Aunque había llovido mucho, él también fue
joven.
—Eso no te daba derecho a hacer lo que le
hiciste —continuó Ernesto.
—Lo sé.
—Me refiero a las drogas —le aclaró—. La
drogaste para…
Jesús volvía a mirarle fijamente; por un
momento le pareció ver, por fin, súplica en sus ojos. Luego rebufó, haciendo
temblar sus labios.
—Otra vez con eso. Creo que ya lo dejé
claro.
—Encontraron restos de droga en su
organismo… —insistió con frialdad Ernesto.
—Sí, y también en el mío. Por eso… No debo
acordarme de nada por eso.
La mano con el escalpelo tembló. Ernesto rio
para sus adentros.
—¿Esa es tu excusa? ¿Qué la droga no te
deja acordarte?
—Debió ser Adrián u otro de los tres que iban
conmigo, ya se lo dije. O una amiga de ella que quería hacerse la graciosa.
Bebimos un rato antes de… —Intentó limpiarse el sudor de la boca, pero las
manos no le llegaban—. Yo no quería eso…
—Ya —comentó Ernesto—. Desde luego.
—¡Mírame! —exigió Jesús gritándole, con
tanta fuerza que Ernesto se apartó—. ¿Crees que quería estar así, que quería
hacerle daño a tu hija?
Ernesto apretó los dientes; todo su cuerpo
temblaba.
—Ahora no importa nada. Si alguien muere,
te condenan sin más.
—Claro imbécil, se llama justicia…
—¡Y una mierda! ¡Justicia sería ver quien
puso las drogas! Pero es más fácil coger a uno y que pague por todos. Yo no…
Jesús suspiró; luego volvió a sollozar.
—Era tan guapa…
—Lo era.
—No quería que pasase.
—Ya vale.
—Si hubiese podido conocerla…
—¡Cállate! —La boca de Ernesto empezó a
temblar, mordiéndose el interior de las mejillas.
Si
fuese un monstruo, Dios mío, sería tan
fácil…
—Perdón.
Ernesto parpadeó, mirándole desconcertado
—¿Qué?
—Perdóname.
Ahora era Ernesto quien sonreía.
—¿Crees… —Maldición, ya era demasiado—…
crees que vas a arreglar algo pidiendo perdón?
—¿Qué otra cosa puedo hacer? A mí también
me han jodido la vida. No puedo hacer más…
Se desplomó llorando, patético, colgando
de la mesa.
—Sólo… sólo intentas ganar tiempo… —le
acusó Ernesto, señalándole con el bisturí.
—Entonces venga. Acaba de una puta vez.
No se tarda tanto en matar a alguien… —Jesús sorbió—. Dios, yo ni me acuerdo de
lo que duraron esos gritos…
Y se quedó quieto, con el cuello vuelto y
los ojos cerrados, de los que caían las lágrimas.
Ernesto tomó aire y chilló.
Jesús no se movió cuando el metal repicó sobre
el suelo. Sí dio un pequeño respingo al sentir una suave presión sobre su pelo.
Desconcertado, abrió los ojos.
Ahora eran dos los hombres que lloraban,
desplomados, al otro lado de la puerta.
Genial, deseando leer la parte final...
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