lunes, 7 de noviembre de 2016

TRAS LA PUERTA - 1º PARTE

—¿Se ha alcanzado un veredicto? —preguntó el juez, hombre de pelo gris y rostro ancho ataviado con una toga negra.
      —Sí, señoría.   
      —Que el acusado, Juan Casado García, se ponga en pie.
      El aludido, rubio y esbelto, así lo hizo, seguido por su abogado de oficio. Evitaba mirarle, y al juez, el fiscal y el jurado; había acabado odiando a todos en aquella sala. Estaba nervioso, asustado y, sobre todo, cansado.
      Vale, esa noche nada salió como quería. No debió beber tanto antes de colarse en la casa, ni asustar a la chica agitando la pistola. Pero él no quería hacer daño a nadie; ya se había arrepentido lo bastante. No hacía falta darle tanto bombo y platillo al asunto.
      —Del cargo de homicidio doloroso sobre Ana Labra Zafón, encontramos al acusado culpable, sin eximentes o atenuantes por consumo de sustancias. Del cargo de abuso sexual con agravante de intimidación con arma de fuego, encontramos al acusado culpable.
      El letrado bajó el cuello, más resignado que triste. Alguien lloró en el público, tras ellos.
      —Consecuentemente, este tribunal debe condenar y condena, a Juan Casado García, a una pena no inferior a treinta años de internamiento.
      Juan miró al juez por fin, sintiendo que se le erizaba la espalda. Sí, sabía que el castigo sería grave. Pero, con veinticinco años, semejante período se convertía en casi media vida.
      —Sin embargo…
      Contuvo la respiración, parecía quedar una última esperanza. Los aplausos y vítores pararon.
      —Sin duda, tanto usted como la parte agraviada…
      Miró hacia la izquierda, detrás del fiscal y el abogado de la acusación. En la primera fila de asientos, separados de la prensa, estaban los padres de la chica; el hombre, con el brazo sobre el hombro de su esposa, de mirada feroz.
      —Están al tanto de la reciente reforma 06/62 de nuestro código penal —aclaró.
      Juan cerró los ojos y asintió. Tras él se había iniciado un vendaval de murmullos; los que sabían aclaraban el tema a los que no.
      —Así que, Juan Casado García, va a ser el primer condenado en elegir: cárcel o la puerta.
      Juan sentía su corazón rebotar contra su caja torácica. ¿Treinta años… o diez minutos?
      Exhaló. Tenía miedo. No tenía ni idea de lo que le esperaba.
      —Elijo la puerta.
      Una ovación, mezcla de sorpresa y disgusto, sacudió al público. Los dos aguaciles presentes en la sala fueron a esposarle.
      —En tal caso, señor Labra, señora Zafón, —subió la voz, dirigiéndose a la pareja—, les corresponde a ustedes elegir cuándo aplicarla y quién lo hará.
      La pareja parloteó entre sí unos segundos; tan deprisa y bajo que, aunque subieron el tono un par de veces, en desacuerdo, nadie llegó a enterarse de qué decían.
      —¿Podría hacerse ya? —preguntó el señor Labra al juez.
      —Por supuesto.
      Miró a su esposa, que asintió enérgicamente.
      —Elegiremos de camino.
      —Bien, en tal caso el responsable será escoltado antes.
      El juez dio un mazazo, cerrando la sesión y el juicio. Al mismo tiempo, la oscuridad cayó sobre Juan, asfixiándole.
      —¡Eh, ¿qué me estáis hacien…?!
      Tiraron de él con fuerza; intentó resistirse pero seguía esposado. Más tarde sabría que le habían tapado la cabeza. La localización de la puerta era secreta.
      Le metieron en la parte trasera de un vehículo (no sabía si un coche), lo inmovilizaron con el cinturón de seguridad y lo llevaron conduciendo deprisa y tomando muchas curvas. Sólo la sujeción evitó que su cabeza reventara contra las paredes.
      Cuando por fin pararon, lo llevaron con los pies arrastrando, mareado, confundido y a punto de ahogarse. Cuando le quitaron la capucha la luz le cegó, revelando un pasillo estrecho y gris de cemento, iluminado enteramente por fluorescentes. Debía ser algún tipo de sótano.
      Después de unos doce metros, doblaron una esquina a la derecha. Esa debía ser. La puerta.
      En un sitio así, llamaba mucho la atención. Era de madera oscura maciza y pulida, con un marco a juego y una manivela de hierro negro con pinta de antigua. Parecía cara, propia del despacho de alguien importante en un edificio oficial, no en lo que parecía el pasillo de mantenimiento.
      Le esperaba el juez, vestido con traje gris, camisa blanca y corbata azul de seda, sujetándose la muñeca izquierda. Detrás tenía un equipo de mujeres vestidas con monos de limpieza blancos, mascarillas quirúrgicas, gafas de protección y guantes, frente a lo que debía ser un carrito de la limpieza.
     Dedicó un saludo y una sonrisa en su dirección; Juan supuso que para los brutos que lo arrastraban. Estos pararon, dejándole caer de rodillas.
     —Muy bien —dijo el magistrado, sonriéndole con cordialidad mientras volvía a mirarse la muñeca; ahora veía que rodeada con un reloj dorado y grueso con pinta de caro—. Justo a tiempo. Creo que podemos empezar.
     Volvieron a levantarle.
     —¿Alguna pregunta? —El juez se inclinó sobre Juan para mirarle a la cara—. Nada de dónde estamos, por supuesto; la situación no cambia que esto sea secreto.
     —Esas… —Juan levantó los brazos lo bastante para señalar a las mujeres de blanco—. ¿Qué hacen?
      Su castigador miró hacia atrás, extrañado.
      —¡Ah, ellas! Es sólo el equipo de limpieza. Están para limpiar… cuando acabe.
      —¿Cómo?
      El juez le ignoró, abriendo de par en par la puerta. Los dos guardias movieron a Juan a su interior.
      —Qué… qué es todo esto…
      —Hola, Juan.
      Se quedó paralizado, dejándose llevar. Si no estuviese tan deshidratado se habría meado encima. Acababa de reconocer la voz, forzada, falsamente feliz.
      Era una sala pequeña; paredes de azulejos blancos, suelo de pequeñas baldosas beige. Lo que se esperaba de un vestuario casero. En el centro había una gruesa mesa con patas de metal y dos sillas, cubierta con una sábana deformada por los bultos que cubría. Al otro lado, el señor Labra le miraba con el cuello torcido y un rictus ansioso en la cara.
      —Qué hace él…
      —Por Dios, no me vengas con que no sabías de qué iba esto cuando te di a elegir —espetó el juez con indignación.
      —No; no pensé que sería él…
      Juan protestó en brazos de un guardia, mientras el otro retiraba la silla más cercana. Le soltaron las esposas, atándolas a un saliente metálico situado bajo la mesa.
      Al levantar la cabeza, Juan se encontró el rostro sardónico de Labra.
      —Qué… —Tragó saliva—. ¿Qué me va a pasar?
      —Eso depende de la parte agraviada —contestó el juzgador sin entusiasmo.
      El señor Labra emitió un silbido; luego se rio de forma extraña. Agarró la sábana y la retiró.
      Juan se quedó mirando el surtido de objetos dispuestos ante él. Había martillos, sierras, pinchos, un taladro de batería…
      El señor Labra cogió un bate de baseball; lo miró, lo sopesó, acarició su superficie con la gracia de un masaje erótico. Luego lo cambió por una gruesa hacha de carnicero y examinó su filo. Fue la única vez que dejó de mirarle.
      —Quiero cambiar —pidió Juan, moviéndose con tanta fuerza que agitó la mesa y los objetos sobre ella—. Prefiero la cárcel. ¡Me oye! ¡Quiero la cárcel!
      —Lo siento —dijo el juez lánguidamente—. La decisión es firme.
      Oyó los pasos de los guardias al salir.
      —No. —Juan alternaba entre el señor Labra, que había llegado a su esquina de la mesa, y lo que podía ver sobre su hombro derecho—. No podéis hacerme…
      —El tiempo empezará… —decía el juez, mirando su reloj—. En cuanto se cierre la puerta.
      —Entendido, señoría —masculló el señor Labra, sin dejar de mirar a Juan.
      —Diez minutos, no más —insistió el juez.
      —No. ¡No, por favor! —Juan empezó a llorar—. Yo no quería…
      Lo último que vio el juez mientras la puerta se cerraba fue al hombre con el hacha en la mano dirigirse al joven, que seguía suplicando y llorando, tirando de sus cadenas. Ya daba igual; la sala estaba insonorizada. Su papel estaba limitado ahora a medir el tiempo.

Esa misma noche, Macías Tielve andaba en círculos en el pasillo del hospital provincial, mordiéndose el pulgar y secándose cada pocos minutos el sudor de la frente.
      —¿Seguro… que no puedo estar presente? —rogó al doctor.
      —Lo siento, señor. Este caso es de alto riesgo y, cuanta menos gente esté presente, mejor.
      Después de casi hora y media atrayendo con su vaivén las miradas del personal que pasaba por allí, se dejó caer en un asiento, creyendo oír los gritos de dolor de Inma al otro lado de la puerta.
      Eran casi las doce y diez cuando, por fin, la puerta se abrió. Una enfermera se acercó a él; Macías se horrorizó al ver toda la sangre de su uniforme, calmándose al ver que sonreía.
      —Ya está —le dijo con dulzura—. Puede…
      No esperó a oír el resto; aunque casi arroyarla le supo mal, no pensaba esperar más tiempo.
      Todos los miembros del equipo se habían retirado al fondo, dejando una lámpara sobre la mesa del quirófano y a una única enfermera a su lado. Inma giró el cuello hacia él; tenía su larga melena castaño rojizo despeinada, con varios pelos pegados a la frente y estaba (o seguía) llorando. Aún mantenía las piernas abiertas sobre la camilla y seguía con el mismo pijama azul de hospital. La única novedad era la pequeña forma sucia de rojo que se retorcía sobre su pecho.
      Ella le miró, sonriendo. Macías se acercó para verlo mejor.
      —Es un niño —comunicó el médico.
      —Lo sé.
      Con una media sonrisa en la cara, alargó una mano dubitativa para tocar a su hijo.
      El bebé empezó a llorar. Sergio Tielve Armida anunciaba al mundo su llegada.

—¿Tiene algo que alegar la defensa?
      —No, señoría.
      En el banquillo de los acusados, Eduardo Gauna se removía inquieto.
      —En tal caso, el jurado puede retirarse a deliberar.
      Fue sorprendentemente rápido; sólo media hora. Eduardo se sentía feliz, sólo podía significar que habían visto las cosas tan claras como eran, por más que los abogados de la acusación intentaron enrevesarlo.
      Seis meses atrás, un sábado por la noche, Eduardo había salido con unos amigos. Volvía a su casa, a las tres y diez de la madrugada, por la Avenida de Vallellano, cuando sufrió una colisión frontal; un coche que se saltó un semáforo se lanzó contra él. Los peritos dirían que el coche, un Dacia negro, iba a ciento sesenta por hora, aunque para él podría haber sido a mil. Sólo pudo pisar el freno, lo que le libró de que impactase en el asiento vacío del copiloto; pero no delante.
      Tuvo suerte. La combinación de cinturón y airbag redujo el golpe a una ligera conmoción. El conductor del Dacia, Sebastián Henares, de veintitrés años, no tuvo tanta suerte. La cabina de sus quince mil euros con ruedas parecía sacada de una prensa hidráulica de chatarrería.
      Sin más testigos en la calle que él mismo, contó la película de los hechos a Atestados. Que Henares tuviese antecedentes (dos detenciones, incluida la retirada del carnet a los diecinueve), por carreras ilegales, le daba credibilidad y aliviaba enormemente su conciencia.
      Por desgracia, la familia del difunto no estuvo por la labor. ¿Por qué había pasado Eduardo nervioso un proceso que debía tener ganado desde el principio? Simple: esos eran ricos de bolsillos muy profundos. Y tentáculos muy largos.
      —Ha matado a nuestro hijo —dirían ante las cámaras—. Le embistió estando borracho.
      Él mismo había bebido dos cervezas esa noche, insuficiente para ver doble pero no para dar positivo en alcoholemia. Las pruebas al respecto hechas al difunto, en cambio, se extraviaron antes del proceso. Tampoco había en la zona cámaras de seguridad o radares, y el señor Henares estaba sólo en el momento de su muerte. Así que, a lo sumo, se le podía acusar de tener prisa.
      Todo contribuyó a que Eduardo se sintiese inseguro. Pero, ¿por qué?
      Todo irá bien. No es tan grave.
      —¿Se ha alcanzado un veredicto?
      —Sí, señoría.   
      —Que el acusado, Eduardo Gauna Marcel, se ponga en pie.
      Así lo hizo, conteniendo el aliento.
      —Del cargo de homicidio imprudente sobre Sebastián Henares Pérez, con la agravante de consumo bajo los efectos del alcohol, encontramos al acusado culpable
      La abogada negó con pena. Tras él, alguien lloró en el público.
      —Consecuentemente, este tribunal debe condenar y condena, a Eduardo Gauna Marcel, a una pena no inferior a siete años de prisión.
      —¡Sí! —chilló alguien, dando una palmada—. Se ha hecho justicia.
      Edu no se había dado cuenta; había dejado de oír a partir de culpable, echándose hacia atrás, pálido y sin aliento.
       —Que el acusado se levante —ordenó el juez; el alguacil de la sala se apresuró para ayudar a la modesta letrada—. Ahora puede elegir: prisión o la puerta.
      El vigilante y la defensora sostenían al espantapájaros inerte pero con consciencia. ¿Qué elegir? Le costaba mover la lengua en la boca.
      —El acusado debe tomar su decisión —repitió insistente el hombre de negro, apenas una voz que salía del fondo de su toga.
      Sólo siete años en la cárcel. No era nada. No era mejor…
      Eduardo, dubitativamente, dijo algo.
      —¿Cómo? —Su señoría se inclinó adelante.
      —Puerta, señoría —tradujo el alguacil.
      —Muy bien. —Miró hacia la derecha, asintiendo—. En tal caso, se procederá a su traslado de inmediato.
      Alguien lo celebró mientras la capucha negra cubría la cabeza de Eduardo.
      Veinte minutos después (aunque para entonces había perdido toda noción del tiempo) volvía a estar ante el juez, vestido con un elegante traje frente a una puerta lujosa en un vulgar sótano.
      —Bien —dijo el juez mientras la abría—. Podemos proceder con la sentencia.
      Eduardo no le prestó atención; miraba a la nada mientras le metían en la pequeña habitación, le sentaban en una silla y le encadenaban. Tampoco se fijó en el hombre que sonreía sin piedad al otro lado de una mesa de madera sólida, con algo encima en lo que no se fijó.
      Sólo despertó de su sueño cuando la puerta se cerró.
      —Por fin estás aquí, desgraciado.
      A Eduardo le costó mirarle a la cara, capaz de reducir a un cordero a los huesos con una sola mirada. Iba cubierto con un abrigo de ante caro, con el pelo peinado hacia atrás con elegancia y dos incisivos de oro brillando en su mandíbula.
      —¿Listo para pagar? —le preguntó, arrugando la frente.
      Eduardo negó con la cabeza.
      —Fue un accidente; yo no tuve la culpa…
      El hombre se rio.
      —¿Y a mí qué me importa? Mi hijo está muerto. Por tu culpa.
      Alargó la mano, cogiendo lo de la mesa.
      —¿Sabes? Soy el primero en reconocer que Sebas no era perfecto. Sí, bebía mucho, conducía deprisa… Dios, cada vez que cogía ese coche pasaba la noche con miedo. —Negó con la cabeza—. Fue un regalo mío, ¿sabes?
      Avanzó hacia él. Eduardo intentó apartarse. En vano.
      —Sí, sé que nada de lo que haga lo va a resucitar. Por más que tú lo sientas, o que me pidas perdón —concluyó, alargando su sonrisa y su mano—. Pero así, al menos, me siento bien.
      —No, por…
      La puerta se abrió.
      —¿Ya? —El juez levantó la vista de su muñeca, mirando con sorpresa al hombre que salía—. Supongo que sabrá que sólo tiene una oportunidad para esto.
      —Lo sé, señor juez.
      —Y que aún le quedan nueve minutos.
      —Perfecto. Sólo necesitaba uno.
      Pasó junto al magistrado, con el cañón de la pistola todavía humeando.

El timbre del tercero derecha de la calle Velázquez pitó dos veces seguidas. Inma Armida contestó al interfono y abrió justo después la puerta del apartamento. Se quedó esperando mientras la luz se encendía en la escalera y el ascensor se ponía en marcha, abriéndose frente a su puerta dos minutos después.
      —Hola —recibió a la recién llegada con entusiasmo—. ¿Cati?
      —Sí, señora Armida —contestó sonriente, tendiéndole la mano—. Encantada de conocerla.
      —El placer es nuestro. Adelante. —Se hizo a un lado para dejarla pasar.
      Cerró la puerta y se quedó mirándola. Acabando sus diecisiete años, era una verdadera belleza. De cerca de metro setenta, era delgada, de miembros delicados, piel blanquecina rota sólo por un enjambre de pecas sobre su nariz y una melena castaña y ondulada que le llegaba hasta los hombros. La clase de chica que encantaba a los chicos.
      Sólo espero que ninguno venga a echarle una mano. Rio al preguntarse, dado el caso, donde echaría el susodicha apéndice.
      Inma cerró los ojos, borrando el pensamiento. Había visto demasiadas películas americanas.
      —Tienes muy buenas referencias —le comentó.
      —Me alegro. Intento hacer bien mi trabajo.
      Inma asintió.
      —María Husarte nos dijo que cuidaste de su hijo Iván.
      —¡Calla, calla! No quiero acordarme.
      —Sí, la verdad es que es un buen espécimen.
      Las dos se rieron. Luego, Inma la guío hasta el salón.
      —Este es mi marido, Macías  —le presentó al llegar al salón.
      —Hola, señor. Encantada.
      —Por favor —contestó él, sonrojándose un poco mientras sonreía al tenderle la mano—. No me hables como si fuese tu padre. Sólo soy el suyo.
      —¡Sí!
      Sergio Tielve saltó del sofá. En contraste con su padres, vestidos con una camisa de rayas y un traje largo, medianamente elegantes, él llevaba un sencillo pijama blanco con estampado de figuras geométricas.
      Cati se arrodilló para colocarse a su altura.
      —Hola, chaval —la recibió abrazándola y echándosele encima—. ¡Vaya, que fuerza!
      —Claro. Tengo ocho años.
      —¿Tú no te vas con tus papás?
      —Para nada —comentó Macías, mirando a Inma—. Es a una boda, sin casi nadie de su edad. Intentaremos acabar cuanto antes. —Se arrimó al oído de Cati—. Es un coñazo.
      —Ya me imagino —opinó, rascándose la sien.
      —Y además, él se tiene que acostar ya —agregó Inma, agachándose para levantarle en brazos, con fuerza engañosa para su constitución.
      —Jo. —Sergio, rollizo, con el pelo castaño encrespado, se mordisqueó los dedos de la mano derecha.
      —Venga, ya tendrías que estar en la cama. Si te has quedado ha sido porque querías conocerla —observó su madre, a lo que él asintió a regañadientes.
      —Bueno, no creo que haya ningún problema en aclarar un par de normas, ¿vale? —propuso Macías, poniéndole una mano en el hombro a Inma.
     Como si hubiese accionado un botón, la mujer se inclinó, depositando a Sergio en el suelo.
      —Para empezar, mientras estés en la cama, Cati manda. ¿Entendido? Si necesitas ir al baño o algo, la llamas. Nada de querer ir solo, ¿entendido?
      —Claro —asintió Sergio.
      —Pues venga. Ya te acuesto yo —se ofreció Macías, tendiéndole la mano.
      —No, déjame a mí —se le adelantó Inma—. Así, si quieres decirle algo más…
      —Gracias. —Le guiñó un ojo—. Eres un sol.
      Cuando la mujer y el niño salieron, el hombre se quedó entre la niñera y la puerta.
      —Es muy bueno —aseguró, sonriendo—. No tendrás ningún problema.
      —Uf, menos mal.
      Los dos rieron.
      —Si te dice que tiene hambre, no le hagas caso, aunque llore o insista. Imagínate… —Miró hacia atrás, como comprobando que nadie le oía, antes de murmurar—... que es un gremlin.
     —Vale.
     —Pero a ti, si te entra hambre…
     —No, tranquilo; ya he cenado —aseguró—. Creo que, como mucho, beberé algo de agua.
     —Bueno, tenemos una botella de mineral en la nevera…
     —Con el grifo basta, es suficiente —dijo, levantando la mano.
     —No es molestia.
     Se quedaron en silencio unos segundos; Macías juntó las manos y agachó la vista.
     —Por cierto, si tienes que llamar a alguien, puedes usar el teléfono.
     —Muchas gracias.
     —Aunque, si son personales… —Elevó los ojos, como si el tema no fuese con él—. ¿No tendrás  novio, verdad?
     —No cuando trabajo.
     —De maravilla.
     Se oyeron los pasos de Inma sobre sus tacones.
     —Ya está —comunicó—. ¿Nos vamos?
     —Muy bien. —Macías le ofreció el brazo.
     —¡Mamá! —chilló Sergio, haciendo eco en el pasillo—. ¡Quiero un vaso de agua!
     —Oh, vaya…
     —Ya voy —se ofreció Cati, cuadrándose—. Mi primera labor en esta…
     —No, ya lo hago yo —dijo Macías, poniéndose en marcha antes de acabar la frase—. Tú ponte cómoda.
     —Vale.
     Las mujeres se quedaron solas un momento.
     —Bueno, ¿te parece que podrás con esto?
     —Sí. Me lo ha pintado bastante bien.
     —Básicamente, queremos que haya alguien por si se incendia el piso.
     —Bueno, intentaré que se enteren los bomberos.
     Las dos rieron.
     —Adiós, papá —volvió a oírse la voz del niño.
     Macías volvió al salón con un vaso cilíndrico en la mano.
     —Ten, para ti —le ofreció a Cati—. El primer trago lo sirve la casa.
     —Muchas gracias —aseguró, dando un primer sorbo.
     —Intentaremos no estar fuera mucho tiempo —prometió Inma—. Procura aguantar despierta.
     —Bueno, sin café será difícil.
     Les siguió de vuelta a la entrada. Luego volvió al salón, se sentó en el sofá y encendió la tele, dando un nuevo sorbo al vaso.

—No hay derecho, macho. No hay derecho —rumiaba Alfonso por el pasillo.
     —Y que lo digas, coño. Si se supone que el horario es hasta las diez, ¿por qué tenemos que seguir hasta las diez y media? —se quejó Ricardo.
     El condenado gimió por lo bajo entre los dos. Era raro; normalmente el viaje los dejaba groguis y sólo tenían que llevarlos hasta la puerta. A este todavía le quedaban fuerzas; y sin embargo, se dejaba llevar.
     —Se supone que porque el juzgado está saturado —comentó Alfonso—. Por eso, para aligerar presión.
     —Sí, —suspiró Ricardo—, primero se saturaban las cárceles, luego los juzgados, y ahora esto también. Coño, no creo que quede ni uno que elija cárcel.
     El condenado, parecía que de veintipocos, gimió, pero mantuvo la cabeza baja.
     —Y esa es otra —dijo Alfonso, cuando estaban llegando a la esquina—, ¿por qué ahora todo el mundo dice eso de saturado? ¿Ya no saben decir lleno, o hasta arriba?
     —Ni idea. —Ricardo lanzó una carcajada—. Igual es que queda más técnico. Más molón.
     —Claro. Y más gilipollas también.
     Doblaron la esquina. El condenado resbaló un poco al girar.
     —Venga, no te nos caigas ahora —pidió Ricardo, agarrándole—. Ahora que estamos llegando.
     —¿Ves a esas, las de blanco? —señaló Alfonso, sonriendo—. Son las limpiadoras; las que lo dejan todo impecable cuando acaban ahí dentro.
     Rio. Ricardo le miró con los ojos entrecerrados, desaprobándolo. El reo no le hizo caso; toda su atención estaba en la puerta.
     Se pararon. El juez que le sentenció, hombre robusto de cara cuadrada y pelo color whisky, le miró.
     —¿Tiene alguna duda?
     Ni sí, ni no; el condenado ni le miró. Parecía que ni respiraba.
     —Pues adelante. —Hizo un gesto a los dos guardias, que volvieron a levantarlo—. Diez minutos desde que cerramos la puerta.
     —Vale.
     Ricardo y Alfonso prefirieron no mirar al otro lado de la mesa. Dejaron al condenado, todavía sumiso y con los ojos cerrados y volvieron al pasillo. A ellos también les tocaba esperar.
      —¿Por qué le has dicho eso? —susurró Ricardo mientras se alejaban.
      Alfonso se encogió de hombros.
      —Siempre lo preguntan.
      —Este no.
      —Sí, porque no le he dado tiempo —apuntó Alfonso, hinchando el pecho—. Además, así es mejor. Siempre se acojonan al saber lo que les espera.
      Ricardo bufó, negando con la cabeza.
      —Eres un cabrón, macho. ¿Nunca te lo han dicho?
      —Eh, es mejor que sepan a lo que vienen —replicó, poniéndose a la defensiva—. Total, si alguien le hiciese eso a tu hija y te lo dejaran para hacer lo que quieras, ¿qué le harías?
      —Creo que prefiero no pensar  eso —contestó Ricardo.
      Justo lo contrario de lo que hacía Ernesto Garro, al otro lado de la puerta.
      Había levantado un poco la sábana, lo bastante para comprobar que todo lo que pidió estaba allí.
      Escalpelo, alicates, soplete, radial…
      Fue sacando las piezas que más le atraían y dejándolas rebotar sobre la mesa.
      Su enemigo, Jesús Cobredo, ni se inmutaba. Se había mantenido en todo momento con los ojos cerrados, intentando contener las lágrimas que bajaban por sus mejillas en vano, con la cabeza apartada hacia otro lado.
      Ernesto se decidió por el bisturí. Se acercó al joven sentado y le desabrochó el cinturón. Sus pantalones cayeron. Tembló un poco pero ni gimoteó, ni suplicó; ni siquiera abrió los ojos.
      Ernesto se quedó mirándolo, apretando la mano con odio.
      —Jesús Cobredo —murmuró, despacio—, ¿sabes por qué estás aquí?
      —Sí, claro que lo sé.
      Ernesto asintió. Quería oírselo decir, antes de hacerlo.
      —Por lo qué hiciste. —Se agachó para que le oyese mejor—. ¿Te acuerdas de lo que hiciste?
      —¿Podemos acabar esto ya? —espetó desafiante, sin dignarse todavía a mirarle, a abrir los ojos.
      Ernesto gruñó furioso, ya tuvo bastante de ese rollo victimista en el juicio. Le tiró del pelo hasta que gritó, consiguiendo que abriese los ojos. Y le mirase.
      —Quiero que me lo digas, aquí, donde no hay nadie más —le explicó, despacio—. Si lo haces, no te dolerá.
       —¡Ya lo dije todo! —Había dejado de llorar, aunque el rastro seguía brillando sobre su piel escarlata—. ¡No me acuerdo de nada! Sólo de los gritos. Y que cuando me desperté, estaba con ella en la cama…
       Sí, desnudo, sobre su hija muerta.
       La mandíbula de Ernesto chirrió; al subir la cabeza Jesús vio que sus incisivos rozaban. Su mano giraba en torno al mango de metal, extrayendo sudor como si lo exprimiese.
       —Dime por qué lo hiciste —repitió Ernesto con más sequedad.
       —No lo sé, lo juro. Si lo…
       —Digo por qué a ella —No le apetecía seguir viéndole desmoronarse.
       Jesús se inclinó sobre la mesa, con los brazos colgando de las esposas. Ernesto debía admitirlo, en determinados momentos conseguía darle pena.
       —Era muy guapa —dijo al fin—. La más guapa que había en ese momento…
       —Sí, lo era.
       Ernesto empezó a retroceder; Jesús suponía que había cambiado de idea sobre su herramienta de castigo. Un chirrido le sobresaltó; al mirar otra vez vio que estaba arrastrando la silla frente a él. Se sentó, todavía escalpelo en mano.
       —Era muy guapa.
       —Y yo… —Jesús boqueó unos momentos—. Me gustaba. Quería…
       —Querías acostarte con ella, ¿verdad?
       El chico bajó la cabeza; Ernesto no se decidió a aceptarlo como un sí.
       —¿Querías eso?
       —¿Qué te crees? —estalló Jesús—. ¿A qué va la gente joven allí un sábado noche, a disfrutar del ambiente?
       Ernesto se incorporó, clavándole sus encendidos ojos y consiguiendo que retrocediese lo que daban de sí sus brazos. Quería que recordase cuál era su situación.
     —Sólo era una niña —masticó la palabra.
     —No lo sabía, por Dios.
     Levantó el bisturí.
     —Acababa de cumplir los diecisiete…
     —¿Y qué?
     Una especie de quejido escapó de la boca de Jesús. Ernesto se le quedó mirando estupefacto al darse cuenta de lo que era.
     Se estaba riendo.
     —Cuando uno va a ligar no le pregunta a una chica la edad; si se entera es porque sale el tema.
     —Sí, lo sé; vaya que si lo sé…
     Ernesto sintió el mango clavársele entre los dedos, mientras aumentaba la presión. Estaba furioso por reconocer que tenía razón; al menos un poco. Aunque había llovido mucho, él también fue joven.
     —Eso no te daba derecho a hacer lo que le hiciste —continuó Ernesto.
     —Lo sé.
     —Me refiero a las drogas —le aclaró—. La drogaste para…
     Jesús volvía a mirarle fijamente; por un momento le pareció ver, por fin, súplica en sus ojos. Luego rebufó, haciendo temblar sus labios.
     —Otra vez con eso. Creo que ya lo dejé claro.
     —Encontraron restos de droga en su organismo… —insistió con frialdad Ernesto.
     —Sí, y también en el mío. Por eso… No debo acordarme de nada por eso.
     La mano con el escalpelo tembló. Ernesto rio para sus adentros.
     —¿Esa es tu excusa? ¿Qué la droga no te deja acordarte?
     —Debió ser Adrián u otro de los tres que iban conmigo, ya se lo dije. O una amiga de ella que quería hacerse la graciosa. Bebimos un rato antes de… —Intentó limpiarse el sudor de la boca, pero las manos no le llegaban—. Yo no quería eso…
     —Ya —comentó Ernesto—. Desde luego.
     —¡Mírame! —exigió Jesús gritándole, con tanta fuerza que Ernesto se apartó—. ¿Crees que quería estar así, que quería hacerle daño a tu hija?
     Ernesto apretó los dientes; todo su cuerpo temblaba.
     —Ahora no importa nada. Si alguien muere, te condenan sin más.
     —Claro imbécil, se llama justicia…
     —¡Y una mierda! ¡Justicia sería ver quien puso las drogas! Pero es más fácil coger a uno y que pague por todos. Yo no…
     Jesús suspiró; luego volvió a sollozar.
     —Era tan guapa…
     —Lo era.
     —No quería que pasase.
     —Ya vale.
     —Si hubiese podido conocerla…
     —¡Cállate! —La boca de Ernesto empezó a temblar, mordiéndose el interior de las mejillas.
     Si fuese un monstruo, Dios mío, sería tan fácil…
     —Perdón.
     Ernesto parpadeó, mirándole desconcertado
     —¿Qué?
     —Perdóname.
     Ahora era Ernesto quien sonreía.
     —¿Crees… —Maldición, ya era demasiado—… crees que vas a arreglar algo pidiendo perdón?
     —¿Qué otra cosa puedo hacer? A mí también me han jodido la vida. No puedo hacer más…
      Se desplomó llorando, patético, colgando de la mesa.
      —Sólo… sólo intentas ganar tiempo… —le acusó Ernesto, señalándole con el bisturí.
      —Entonces venga. Acaba de una puta vez. No se tarda tanto en matar a alguien… —Jesús sorbió—. Dios, yo ni me acuerdo de lo que duraron esos gritos…
      Y se quedó quieto, con el cuello vuelto y los ojos cerrados, de los que caían las lágrimas.
      Ernesto tomó aire y chilló.
      Jesús no se movió cuando el metal repicó sobre el suelo. Sí dio un pequeño respingo al sentir una suave presión sobre su pelo. Desconcertado, abrió los ojos.
      Ahora eran dos los hombres que lloraban, desplomados, al otro lado de la puerta.

1 comentario: