TE QUIERO
El milagro que Mari Ángeles Gomis esperaba desde hacía tanto le cayó del cielo en medio un berrido interminable.
¿Qué día era? Hacía tiempo que no veía un calendario, y el concepto semana para ella se había perdido con
los sucesivos días que las formaban. Sólo sabía que debía ser verano; los días
eran cada vez más largos y las noches más tórridas y, casi seguro, era un fin
de semana o festivo. El cartel de una farmacia anunciaba que ya eran las diez y
once, el sol brillaba con fuerza y no había nadie en la calle.
Mari Ángeles aprovechaba la soledad para ir cómodamente con su carrito
por el centro de la calle, sin pararse para dejar pasar a nadie entre miradas
de miedo, desprecio y reproche. Iba por la calle Agost cuando oyó algo sacudirse
sobre ella, parecido a una barandilla al vibrar tras un golpe. Levantó la vista
y, por delante de los toldos, lo vio caer; una minúscula mancha oscura que
sonaba como una alarma de incendios.
La mendiga levantó sus brazos mugrientos sin otra intención que
protegerse, amagando un grito asombrado. Al hacerlo lo interceptó, arrastrando
sus brazos con fuerza; casi poniéndola de rodillas. Temió por un momento tener
surtidores de sangre colgando bajo los hombros. Aquello, que repetía sin parar su
única nota aguda, era en realidad muy ligero, y se movía.
Cuando se lo puso ante los ojos, sintió una punzada de asombro tan
fuerte que casi lo soltó.
Un bebé. Un niño, a juzgar por la camiseta azul sobre el pañal. Su cara
enrojecía un poco más con cada grito, que enseñaba sus encías desnudas. Su
cabeza era desproporcionada y estaba cubierta por una rala pelusa marrón. Debía
tener sólo unos días.
—Ssssh, calma pequeño —le pidió, sacudiéndolo con cuidado, antes de
apoyárselo sobre el hombro—. Estás bien. No ha pasado nada.
La mujer se arrepintió; debió darse su último baño haría una semana (a
costa de pasar la noche en el calabozo) y tocar su mugrienta camisa no sería
adecuado para la frágil criatura.
Entonces miró hacia arriba, repasando los balcones. Aquello era
imposible no echarlo en falta.
Allí estaba; el quinto balcón del número 30. Una cabeza ancha de frente
despejada y cabellera rubia, con las dos manos sobre una barandilla pintada de
marrón, miraba abajo. El ángulo del sol le permitía verla con todo detalle.
—¡Eh, ¿es suyo?! —Lo levantó; se había calmado un poco—. ¡Está bien!
¡Venga y se lo…!
Mari Ángeles se interrumpió, sintiendo su cuerpo debilitarse mientras sostenía
al niño; ya no en actitud tranquilizadora sino protectora. La mujer seguía
mirándola.
En el silencio matinal, una sucesión de chasquidos fue acercándose desde
el otro lado de la calle, a su espalda. Mari Ángeles vio a una mujer mayor y
esbelta que ya no cumpliría los cincuenta y cinco, con el pelo canoso
encrespado por la laca y un ajustado vertido verde, acercarse mirando al suelo;
llevaba un pequeño Schnauzer blanco al final de una correa roja.
—¡Socorro! —La mujer del balcón empezó a chillar a la recién llegada,
mientras señalaba a la calle—. ¡Ha cogido a mi hijo! ¡Socorro! ¡Quiere
llevárselo!
La paseante dio un respingo, mirando primero arriba y luego abajo, antes
de repetir la sucesión de vistazos. Cuando por fin entendió de qué iba, se
quedó quieta, mirando hacia la mujer del carrito mientras apretaba el extremo
de la correa. Empezó a palpar con su
mano izquierda, libre, sus costados, hasta sacar un móvil de un bolsillo.
Ya estaba. Se había convertido en la mala de la película. Por supuesto,
la solución al problema era sencilla: sólo tenía que ir hasta la mujer, darle
al bebé y contar lo que había…
Mari Ángeles se detuvo. Sí, podía hacerlo. Nadie la creería. Intentarían
mandarla allí, donde juró que no volvería. Y el niño…
Lo acunó un instante para verlo. Había dejado de llorar y cerrado la
boca, abriendo en su lugar sus ojos enormes y grises y agitando los cortos y
gruesos brazos en el aire.
Volvió a mirar arriba, a la madre. Luego desplegó una manta que tenía en
el fondo del carrito y lo envolvió con ella.
—¿Policía? ¡Escuchen, estoy…!
El Schnauzer empezó a ladrar mientras su ama
tiraba de la correa para intentar callarlo. Tanto mejor para ella, que
siguiesen peleándose. Mari Ángeles cruzó a la carrera el paso de peatones hacia
Pérez Galdós con su valiosa carga, mientras la mañana se colmaba de un
concierto de persianas subiendo, ventanas deslizándose sobre sus rieles y
cabezas preguntando qué pasaba.
César Domínguez dio un volantazo, situando
con más habilidad que suerte su Audi en un vado. No le importaba, y eso que
había cuatro policías locales en la acera, viéndole llegar, pasmados. No creía
que fuese a estar ahí mucho tiempo y, además, eran ellos quienes le habían
llamado.
—Señor. —–Uno de ellos se metió en su camino—. No puede…
—Soy César Domínguez, el padre —se identificó de palabra—. Me han
llamado; dicen algo de…
Las palabras obraron como un conjuro; el agente empalideció, tragó
saliva y se hizo a un lado.
—Venga conmigo.
César le siguió, evitando tocarlo. No necesitaba que nadie le guiase
hasta su casa.
La puerta del quinto izquierda estaba abierta; voces de radio y un
llanto amargo y desconsolado llegaban al rellano.
—Estrella… —musitó; había querido llamarla pero había perdido la voz.
Nada más pisar el recibidor, otro policía salió del salón.
—Es el padre —oyó tras él. El centinela asintió y le dejó pasar.
Mientras se disponía a entrar, oyó otro llanto desde el fondo del
pasillo; una sucesión de largos gemidos agudos, acompañados de arañazos, que
hacían temblar la puerta del dormitorio.
Pobre Duque, pensó. El
Retriever debía haber sido encerrado para que no estorbase o para impedir que
pusiese más nerviosa a la afectada madre.
En el salón, un hombre con camisa azul, vaqueros y gafas se mantenía en
pie tras el sofá, detrás de una mujer de uniforme. En el mueble, su esposa
gimoteaba, abrazándose a sí misma mientras se movía adelante y atrás, emulando
lo que haría normalmente con su bebé.
—Estrella. —Su llegada atrajo todas las miradas—. ¿Qué le ha pasado…?
Su mujer intentó levantarse; la agente la sostuvo tiernamente por las
muñecas mientras el que debía ser su superior
acudía a su encuentro.
—Señor —le tendió la mano—. Soy el sargento Rafael Moreira, del equipo
de secuestros de la Guardia Civil.
—Encantado, inspector —correspondió, antes de ir al grano—. ¿Cuándo ha
sido?
—Según su esposa, hace media hora; unos diez minutos después de
llamarlo.
César gruñó, poniéndose brazos en jarra.
—¿Y a qué esperan? —exigió saber—. No puede estar muy…
—De momento… —Moreira, inalterable, le bajó los humos con una simple
mirada—. Estamos patrullando las calles de los alrededores. Como ha dicho, no
ha podido ir muy lejos.
Luego dio un par de golpes con la punta del índice sobre el respaldo del
sofá.
—Además, su esposa nos estaba contando qué ha pasado.
Estrella Mestre asintió. Se levantó, más sosegada, adelantándose a su
guardiana. Pasó frente a su marido y el detective, hacia el balcón.
—¿Puedo saberlo yo también? —quiso saber César.
—Por supuesto —dijo—. Siendo su hogar, podrá aclararnos posibles dudas.
César frunció el ceño. No estaba seguro de haber entendido la
afirmación.
El balcón eran tres metros cuadrados de desorden; caos en algo mayor que
un ataúd. El tendedero blanco estaba tumbado, medio cubierto de ropa a medio secar
arrugada como pellejos desollados, con las pinzas de madera y plástico de
colores desperdigadas sobre las losas granate del suelo. La visión más
perturbadora para César, sin embargo, estaba a la derecha. La cuna portátil de
Hugo estaba tumbada de lado, con su chupete y su oso de peluche azul al lado.
Estrella se volvió con cierta urgencia, al sentir su mano sobre el
hombro.
—Estrella, dime lo que ha pasado —rogó.
La mujer tomó aire, antes de sorber. Lanzó una mirada momentánea al
detective y la agente, que seguían junto a la puerta. Tomó su falta de
respuesta como una aprobación.
—Estaba aquí, tendiendo, —señaló el desorden de la entrada—, cuando
Duque vino y empezó a ladrar.
—Sí, el perro —corroboró el detective—. Parece bueno, aunque, con ese
tamaño… —Se rió por lo bajo, mirando al suelo—. Lo encerramos en el dormitorio,
para que no estorbara.
César asintió.
—Es muy bueno, pero desde que nació Hugo no puede apartarse del bebé.
Está siempre pegado a la cuna, rondándonos. A mí una vez casi me tira mientras
lo tenía en brazos.
Estrella se convulsionó, las lágrimas volvieron a sus ojos. El cambio de
tema la ponía más nerviosa.
—La cosa es que me puse a decirle que parase, no fuese a despertar al
niño —continuó ella, después de limpiarse la cara con una servilleta que hizo
aparecer la agente como por prestidigitación—. Se puso a saltar y, en eso,
volcó el tendedero. Me agaché a recogerlo… y Hugo se despertó. Empezó a llorar…
Se volvió, señalando a la cuna.
—Entonces corrió, se asomó a la cuna y la volcó.
Los ojos de César se dilataron.
—¿Quiere decir que tiró la cuna… —Moreira enarcó una ceja—… y el bebé
salió volando?
—No, no es que la tirase. Fue como si la chafase de golpe. —La mujer
simuló un mazazo contra su mano abierta, señalando la cabecera de la cuna—. Yo
corrí a por él, estiré los brazos, pero caía…
Tomó aire e hizo amago de asomarse, conteniéndose en el último momento.
—No me atreví a mirar. —Su marido se apretaba el entrecejo entre el
pulgar y el índice—. Pero le oía llorar. Entonces me asomé y vi a esa mujer,
con Hugo en los brazos, mirándome. Le pedí que me lo devolviese y… salió
corriendo.
Estrella volvió a llorar.
—Hemos hablado con una testigo, que paseaba con su perro entonces
—explicó Moreira a César—. Ha venido a confirmar la historia.
—Puto chucho —masculló César a su
oído; Moreira no sabía si intentando consolarla
Una serie de ladridos estáticos llegaron desde la radio del agente
masculino, que se había quedado esperando en el salón.
—Mierda —le oyeron decir, antes de explicarse—: Señor, parece que están
aquí los periodistas.
El inspector se asomó a la barandilla, cosa que los Domínguez-Mestre
imitaron.
—Mira los muy cuervos —refunfuñó—. Dios, que rápido vuelan las malas
noticias.
Moreira sintió una mano tirar de su codo; al darse la vuelta se encontró
a Estrella mirándole a la cara.
—Por favor, creo que es mejor hablar con ellos —pidió con ojos
suplicantes, mientras retiraba la mano.
El detective se quedó boquiabierto, mientras el marido, una cabeza más
alto que ella, la tomaba delicadamente por los hombros para encararla hacia él.
—Señora, es mejor no hablar con la prensa, especialmente habiendo pasado
tan poco tiempo.
—¿En qué piensas, cariño? —preguntó César por su lado, mirándola a los
ojos—. ¿Se te ha ocurrido algo?
Estrella tragó saliva y asintió.
—Esa mujer… —Una lágrima asomó por su ojo izquierdo; la aplastó como a
un mosquito con un rápido movimiento de mano—. Tenía toda la pinta de ser
vagabunda. Si vive en la calle, que la gente lo sepa será la mejor forma de
encontrarla.
Los ojos de César se iluminaron; dirigió su esperanzada luz hacia
Moreira. Este asintió.
—Puede funcionar —accedió—. Sobre todo siendo todavía pronto.
Se arrimó a la barandilla para que los tres saliesen, mientras seguía
mirando al fondo, a la cuna volcada por el perro grande y juguetón.
Mari Ángeles se había equivocado. Ni era
domingo ni fin de semana. En su trayectoria entre los pisos de ladrillo de
Campoamor se encontró una frutería, un bar y, por fin, en la esquina con Poeta
Miguel Hernández, una farmacia. Todo perfectamente abierto. El vacío de hacía
un rato debió ser una simple anomalía horaria.
Paró el carrito frente al escaparate, examinando su contenido a través
del cristal. Una mujer madura con un niño pequeño y una pareja joven (que no
estaba segura que fuesen pareja) frente al mostrador, atendidos por tres
empleados con batas blancas. Su objetivo estaba nada más entrar a la izquierda.
Lo más terrible era que, en otro tiempo, Mari Ángeles había acudido a
esa farmacia, a comprar ibuprofeno, Mitosil, Omeprazol y pasta de dientes. Pero
desde los primeros días de su cambio de vida, cuando su única posesión pasó a
ser aquel carro que le costó un euro, le dejaron claro que no era bienvenida.
—El local se reserva el derecho de admisión —justificaban, señalando una
hoja impresa con letra ilegible pegada junto a las puertas automáticas.
Bueno, ella no era una hipócrita; antes ella habría sentido de todo
menos simpatía por alguien con su pinta, pero ahora la situación había
cambiado.
Miró al carrito, atestado con un saco de dormir, una mochila con papeles
y ropa, cartones, el palo con un alambre retorcido para buscar en los
contenedores, una botella de agua de litro y medio llena a la mitad y un par de
tapers llenos de aire rancio. Bajo la manta, su pasajero hizo amago de moverse;
al apartarla comprobó que dormía como un bendito. Ella sonrió, acariciándole la
papada antes de dejarlo en paz.
Tenía que hacerlo. La necesitaba. Y aunque su cabeza y su matriz ya no
funcionasen correctamente (o eso le aseguraron), sus reflejos seguían intactos.
—Espera un minuto. Enseguida vuelvo.
La calle era plana, aunque tenía delante un paso de peatones. ¿Era
posible que el carrito echase a rodar sólo o alguien se lo robase? Un riesgo lo
bastante pequeño para ser asumible.
Tomó aire, abrió y cerró varias
veces las manos para activar su riego sanguíneo y entró.
—Buenos días —osó murmurar mientras se desplazaba hacia la izquierda.
—Oh… —El murmullo de disgusto fue rápidamente sustituido por un
susurro—. Salva, ¿te ocupas tú?
Mari Ángeles no necesitaba ver a qué se refería; un hombre joven, de
pelo negro y corto y cuerpo robusto se disponía a echarla como a una ladrona.
Bueno, le daría un motivo para pensar mal
Necesitaba lo fundamental. Agarró un biberón embalado y un paquete de
pañales. ¿El número? Bueno, podía apañarse con lo que fuera.
—Eh, ¿qué está haciendo?
No sabría decir que fue lo que más la irritó, si la aparente sorpresa
del recién nombrado portero o lo burlona que le pareció su voz; como si no
pensase que iba en serio. Como si fuese sólo… una loca.
La ira fortaleció el brazo de Mari Ángeles mientras llegaba a la leche
en polvo. Agarró un bote de ochocientos gramos y lo lanzó hacia atrás.
—¡Mierd…! —El empleado se apartó, aunque golpeó el suelo a metro y medio
de él—. ¿Está loca, señora?
Mari Ángeles lanzó otro, derribando un muestrario entero de caramelos
para la tos.
—¡Llamad a la policía!
Un tercer bote y había conseguido lo que quería: entre la confusión y el
miedo, todo el mundo había llegado al mostrador, en la otra punta de la
farmacia. Lejos para pillarla, si corría con ganas.
Mari Ángeles cargó sus brazos con dos botes de quinientos gramos y
corrió a las puertas.
—¡Eh, no puede…!
¿No? ¡Intentad pararme!
Se rió de su propia ocurrencia, echando su botín en el lado delantero
del carrito, asegurándose de no aplastarlo, y cruzando corriendo el paso de
cebra, justo en el momento que un Toyota se le tiraba encima, pitando como un
perro enfadado.
Siguió huyendo cuatro calles más, cuando los pisos fueron sustituidos
por un garaje y un parque infantil desierto. Aprovechó para parar y descansar.
Su pasajero, todavía callado, empezó a agitarse y moverse bajo la manta.
—Tienes calor, ¿no? —le preguntó mientras lo destapaba—. Porque hambre…
—Bajó la vista hasta su pecho—. No creo que mis dos uvas pasas te la quiten más
de dos minutos.
El bebé se rió, cosa que ella imitó.
Así me gusta, que lo pasemos bien.
Era un bebé precioso. En otras circunstancias, si no hubiese tenido que
huir y robar por él, hubiese pensado que era un regalo del cielo, dejado caer
por algún ángel como compensación. Una muestra, por fin, de que Dios era
compasivo.
Un pensamiento triste le cruzó por la mente. ¿Se habría parecido Josué a
él? Ahora tendría casi siete meses, aunque nunca supo ni sabría su cumple…
Mari Ángeles bufó, vaciándose la cabeza de una palmada en la frente. No
podía llorar. Necesitaba reservar toda el agua de su cuerpo para durar. Y
correr.
El sudor de las dos carreras empezaba a secarse. Eso le recordó la
realidad. ¿Cuánto duraría eso? Tarde o temprano la verían y debería devolver el
bebé a su ma…
Se relamió los labios, cerrando los nudillos con suavidad. ¿Devolverlo?
Puede. Pero a ella jamás.
¿Qué hacer mientras? Podía tirar hacia arriba, hasta el polígono. Allí
estaba la nave donde dejaba los cartones, seguramente destinados a una fábrica
de reciclaje de esas. Si el bebé seguía tan obediente como ahora, podía hacer
la entrega sin que se notase y sacar suficiente para comer ese día. De allí
podía ir al puente; se estaba fresco…
Mari Ángeles se rascó la sien. No, no le parecía que aquel fuese buen
sitio para un bebé. Además, había que andar mucho y el sol aún no había dado el
do de pecho.
Las manitas arrugaron la manta; la boca descubrió las encías.
—Vaya, ahora sí que tienes hambre, ¿no?
Lo destapó por completo, empleando un dedo para apartar el pañal. Estaba
seco, y el interior limpio.
Bueno, con lo que se había llevado sólo iba a necesitar un poco de agua
y una buena sacudida, y para eso le bastaba el brazo. El problema sería la
parte líquida. No podía ir a un bar o a alguna casa; llamaría la atención si la
veían llenar el biberón, y seguramente la noticia ya había volado hacía rato.
Miró al cielo, esperando otra solución. Se rió; si esperaba que lloviese lo
tenía claro.
Su sonrisa se alargó, ahora por el júbilo. Claro. Los parques. Los más
grandes tenían fuentes para que los niños y sus acompañantes bebiesen. Había en
la Plaza Mayor y en la Avenida Valor; demonios, en el parque frente a la calle
Agost, donde el niño le cayó en brazos había también. Claro que ese quedaba
descartado.
Mari Ángeles cogió el carrito, dispuesta a dar un largo rodeo. Si no,
como último recurso, podía pedir una botella de agua en una terraza. No creía
que tardase mucho en calentarla.
—Quise llamarla, pero lo cogió y se fue
corriendo. Entonces pedí ayuda a una mujer que llegaba y…
La joven madre hizo una pausa, cegada por los flases y abrumada por los
envites de las manos armadas con micrófonos y grabadoras. Dos de los agentes
los apartaron con sus manos.
—Se lo llevó. Por Pérez Galdós… —Señaló con el dedo—. Una mujer con una
camiseta sucia y un carrito lleno de basura. Una mendiga, seguramente. Por
Dios, si alguien la ha visto...
Juntó un momento las manos, como si rezase. Más de un reportero apartó
la vista, derretido por la escena; gruesos lagrimones caían de los ojos de una
corresponsal de Antena 3.
—Hugo sólo tiene seis días. Hoy iba a ser su tercer día en casa. Es tan
peque…
Estrella acunó el vacío con sus brazos unos segundos. Luego enterró la
cara bajo sus manos. Su marido la escudó tras sus hombros.
—Bueno, ya vale —gritó; no se sabía si a los policías o a los
periodistas—. Me la llevo arriba.
César la llevó hasta el portal, que un agente había mantenido abierto para
caso de retirada. Por suerte, en una muestra conmovedora y excepcional de buena
praxis, ningún reportero salió en su persecución lanzando preguntas. El
bombardeo de flashes seguía, pero todos los corresponsales hablaban a sus
respectivos objetivos.
—El terrible testimonio de Estrella Mestre, la joven madre… —decía un
hombre con un largo tupé y traje.
—Si alguno de los vecinos conoce o ha visto a esta desconocida con un
carrito… —seguía una mujer castaña con camisa beige.
Los Domínguez-Mestre llegaron a su piso.
—Vamos a descansar un poco —informó César, dejando que Estrella cruzase
la puerta por delante de él—. Si necesitamos algo, les avisaremos.
—Les mantendremos informados —dijo el agente, a modo de despedida.
—Gracias —despidió a su escolta.
La puerta se cerró. El piso, vacío de todo
habitante ilegítimo, parecía ahora muy silencioso. En su celda, Duque seguía
protestando sin parar.
—Chucho… —César apretó los puños y los dientes, disponiéndose a ir al
pasillo—. Debería agarrarle del pescuezo…
—Déjalo.
César se detuvo en seco, sorprendido por la respuesta. Estrella terminó
de secarse la cara con otra servilleta. Había dejado de llorar.
—Pero él… —Señaló al dormitorio.
—Es sólo un perro tonto. ¿Crees que se le puede echar la culpa?
—preguntó con seca violencia.
César parpadeó, sin decidirse a responder. Se sentía estúpido.
Estrella siguió hacia el salón. Él extendió su mano hacia su hombro.
—Por favor… me apetece estar sola un rato.
César retiró la mano al sentir el espasmo del hombro, asustado. Temía
que se diese la vuelta, que le mirase llena de rabia. ¿Por qué?
—Si… si necesitas algo de mí...
Estrella se detuvo, tomó aire y pensó. Cuando se dio la vuelta lucía una
sonrisa forzada.
—Pues, ya que te ofreces, un vaso de leche con azúcar.
Él asintió. Antes de pasar a la cocina la vio dejarse caer en el sofá,
acariciando su vientre aplanado después de nueve meses de redondez.
La pobre, debía estar destrozada. Mientras sacaba un vaso cilíndrico de
una estantería, César sintió una dolorosa corriente cruzar sus nervios.
Sabía por qué estaba enfadada con él. Le culpaba por no haber estado
cuando más la necesitaba; cuidando del desvalido hijo de ambos, cuando podría
haber cogido a Duque, perseguido a la mujer, haberlo evitado.
Conteniendo las lágrimas, fue hasta la nevera.
—Una botellita de agua, por favor. De la
más barata y, si puede, no muy fría.
El dueño de la cafetería, un hombre casi calvo, de piel morena, entornó
los ojos un momento. Luego, viendo la insistencia en su cliente, comprendió que
iba en serio. Fue hasta el refrigerador, junto a la cafetera y cogió un
botellín de cuarto de litro.
—Uno con veinte —anunció, sosteniéndolo frente a ella. No iba a dejarla
ni olerlo sin pagar antes.
¿Dónde llevaba la música?
Mari Ángeles gruñó, mientras buscaba en su bolsillo trasero el monedero.
Una fortuna en calderilla ganada con paciencia, aligerada bastante por el
mísero botellín. Agarró su superficie sudorosa con tanto ímpetu que desgarró su
etiqueta.
Llevó con una mano el carro hasta un banco, delante de una zona de arena
cubierta de columpios vacíos. Cuando los padres no estuviesen ocupados, sus
hijos serían libres. De momento, le venía de perlas la poca intimidad que la
calle ofrecía.
Arrancó la cubierta del plástico del biberón. Todavía debería esperar un
poco. El agua se entibiaba.
La manta se arrugó en el carrito, emitiendo cortos gritos.
—Ten paciencia —le pidió, mientras se aseguraba de que no la viesen
hablar sola—. Hay que esperar un poco.
Después de llenar el biberón con agua, se derramó el líquido sobrante
sobre las manos, antes de abrir la leche en polvo.
Se lo tenían muy bien montado. Era impresionante: cuatro parques y ni
una sola fuente. Había parado allí, la plaza de Valencia, simplemente porque
estaba cansada. Hasta las fuentes de la Plaza Mayor habían sido retiradas,
sustituidas por una boca de alcantarillado y grifos arrancados.
Mari Ángeles entendía por qué era así. Había que incentivar el comercio
local. ¿Quién va a comprar una
Coca-Cola, zumo de naranja o agua en la media docena de cafeterías y bares que
hay siempre en torno a las zonas de juego si los niños pueden beber gratis
después de sudar hasta el desmayo?
Inclinó el bote sobre el pequeño orificio, sin atreverse a meterlo
manualmente, haciendo una mueca al entender que iba a desperdiciar mucho. En
realidad, el polvo blanco que acabó en el suelo no fue superior a una
cucharada.
Un grito hambriento estremeció el carrito y el aire.
—Enseguida, cielo —aseguró, dando vueltas mientras movía arriba y abajo
el biberón—. Dame tiempo para prepararlo.
Mari Ángeles se retiró (todavía agitando el brazo derecho), hasta el
banco siguiente, más sombrío y apartado. Allí se sentó, apartó la manta y
recuperó al bebé.
—Espero que te guste.
El agua no estaba ni medio tibia. No pensaba que el polvo se hubiese
disuelto bien, arriesgándose a ahogarlo con un engrudo de gachas.
Sin embargo, debía tener mucha hambre, porque enganchó la tetilla y
succionó y succionó durante más de quince minutos, reduciendo los casi cien
mililitros del volumen a un solaje en el fondo.
—Muy bien, chiquitín —le dijo sonriendo, antes de liberar su otra mano—.
Y ahora…
Lo meció sobre sus brazos a izquierda y derecha, con cuidado, hasta
conseguir que estallase como un petardo.
—Muy bien. —Se rió; no aplaudió porque habría tenido que soltarlo—.
Tenías hambre, ¿verdad?
El niño dio una cabezada hacia delante; Mari Ángeles no supo si para
decir sí. Lo devolvió a la improvisada cuna, levantando la manta lo bastante
para taparlo de miradas indiscretas y se dejó caer sobre el banco. Estaba
agotada, y no creía que sólo por la sucesión de emociones.
De modo, se dijo, que esto es lo que se siente.
Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, intentando descansar un
poco a la sombra. No quería ni podía dormirse. A lo mejor, haciendo un poco de
memoria…
Fue un error.
Se vio a sí misma hacía la friolera de año y medio. Dijesen lo que
dijesen, no hacía falta mucho tiempo para que tu vida cambie por completo.
Era feliz. Iba a ascender en la empresa de diseño informático, por eso
convenció a Joaquín de que había llegado el momento. Y el test dio positivo. Se
puso tan contenta que le eligió nombre
en ese momento; ya estaba segura de que iba a ser niño…
Y, como ahora, todo fue una tarde en la feria, claro que entonces no lo
sabía. Tres meses después de los primeros mareos y náuseas por la mañana, llegó
el sangrado. Y la conclusión.
—Lo siento —aseguró el ginecólogo, negando con tristeza—. No se ha
podido hacer nada.
Mari Ángeles se sintió rota por dentro, por supuesto. Eso era natural.
Lo injusto fue después, cuando la rompieron lo demás.
Se tomó un tiempo; dos semanas y un día exactos. Estaba convencida de
que cuanto más llorase su pérdida, más le costaría volver a levantarse. Joaquín
no parecía querer hablar del tema, y ella entendía que era lo mejor. Él también
había perdido. Y, en el trabajo, desde luego que no estaba de humor para dar
palmas y tirar cohetes, pero oír a todos constantemente decirle lo mucho que lo
sentían, que esperase que se recuperase pronto, que si necesitaba tiempo su
trabajo estaría esperándola…
—¡Ya vale! —exclamó, aplastando el teclado—. ¡Dejadme en paz! Por favor…
Y rompió a llorar, frente a toda la oficina. Esperaba que lo
entendiesen, que la tormenta pasaría si dejaban de agitar el mar. Pero se lo
tomaron de otro modo.
—Cariño, has… —Empezó esa tarde Joaquín, después de que se lo contara—.
Creo que será mejor que veas a alguien.
Lo que faltaba. ¿Ahora era una loca, porque ellos quisiesen?
Cuando se negó, su amado esposo le enseñó su otra cara: sin que llegase
a saber nunca cómo lo hizo, consiguió ingresarla en esa clínica. Sin su
consentimiento ni conocimiento.
—¿Y cuánto tiempo estaré? —exigió saber al doctor Lucena, su supervisor.
—Eso dependerá de ti —respondió.
Y vaya que si lo hizo. Quería acabar deprisa, salir de allí cuanto
antes. Odiaba aquellos pasillos blancos, donde el silencio sólo era roto por
los pasos del personal yendo y viniendo sin saber de dónde; al menos, por
supuesto, hasta que alguien empezaba a llorar tras una puerta o a aullar
desesperado cuando le sacaban de su habitación. En seis meses hizo suficientes
progresos para recibir el alta.
—Vuelva semanalmente durante los próximos tres meses, para que evalúe tu
progreso —concluyó Lucena.
Sólo salió para comprobar que nada la había esperado. Su puesto se lo
dieron a otro. Joaquín había conseguido que un abogado anulase el matrimonio.
Sin trabajo, no pudo pagar la hipoteca. Sin coche, no pudo darle al loquero el
placer de regodearse de su trabajo.
Había sido una niña obediente; simplemente porque pensaba en lo que le
esperaba fuera: su marido que la quería, el trabajo que se le daba bien, la
posibilidad de tener otro bebé con el tiempo…
Un pensamiento peligroso le pasó
por la cabeza: ¿debería ponerle nombre, referirse a él de algún modo? Negó con
la cabeza, apretando los párpados mientras su sonrisa amenazaba con convertirse
en lágrimas.
Un error que alimentaba un espejismo. Sabía que su tiempo con él estaba
contado. Alargarlo sólo haría el final peor.
Pero…
No; no podía entregarlo sin más. Debía cuidarle. Esconderlo.
Tenía que protegerlo.
Mari Ángeles cerró los ojos, sintiendo un escalofrío al recordar la
visión de la madre del niño en el balcón.
Se había asomado por completo; claramente para no perder detalle. Al ver
que el ángel de la guarda había interceptado a la criatura, había empezado a
apretar las manos, estrangulando con ansia la barandilla, mientras su cara
adquiría una expresión distintiva. No sonreía alegre porque su hijo se hubiese
salvado, ni estaba nerviosa, apurada, porque hubiese aterrizado en brazos de
una extraña harapienta. No, la mujer apretaba los dientes, haciendo rozar los
incisivos entre sus carnosos labios rosa, mientras sus párpados temblaban en
torno a sus intensos ojos azules.
Estaba enfadada porque su intervención había impedido que pasase lo que parecía
inevitable; lo que ella esperaba. Quería.
La mujer recuperó al bebé, acunándolo contra su pecho. Sabía muy bien lo
que eso significaba.
—¡Oiga, usted!
El grito la alarmó como nada en mucho tiempo.
Allí estaban. Por lo visto, su corto espacio de dicha iba a durar menos
de lo esperado.
Estrella Mestre se mecía en el sofá.
César, a regañadientes, había sacado al estresado Duque a pasear, dejándola
rodeada por Moreira y sus hombres, a la espera de noticias. Ella se sujetaba el
vientre como lo hizo durante el embarazo, murmurando para sí plegarias por su
niño. O eso esperaba que pensasen los que podían verla.
En la soledad de sus pensamientos, Estrella contenía lágrimas de rabia,
apretando dientes y uñas cada vez que recordaba cómo había estropeado su vida.
—Es un partido —le aseguró Mónica, su hermana idiota, aquella
Nochevieja. Ahora entendía que lo hizo por celos, para arruinarle la vida.
César Domínguez, treinta y un años, seis más que ella. Alto, corpulento,
medianamente guapo, simpático. Un botarate con todas las de la ley, aunque
reconocía que medianamente bueno en la cama y con dinero suficiente.
Si duraron más que esa noche era por la posibilidad que suponía: era el
hijo del vicepresidente de una empresa medio importante de mármol a nivel
provincial, con expectativas de expansión nacional. Una idea no lo bastante
atractiva para seguir juntos. Y no hubiesen seguido si no hubiese ocurrido el
trágico desliz.
—Eso... es que estábamos destinados a estar juntos —aseguró él,
abrazándola entre lágrimas después de que se lo dijese, un mes antes de la
boda. Ella también lloró, sintiéndose hundida por lo que se le venía encima.
Nueve largos meses, engordando y maquinando; aterrada por lo que crecía
en su vientre. ¿Se parecería a su padre, ese idiota que la había encadenado en
su vida? Tener que ser esclava de aquellos dos, olvidando todo con lo que había
soñado…
Los pensamientos de Estrella tomaban dos derroteros: ir a una clínica;
tomar un coctel de hibisco, romero y piña; pincharse accidentalmente haciendo
una blusita de punto de cruz.
No, se dijo; no valía el riesgo de herirse a sí misma. Además, decidió,
los hijos son una buena manera de inclinar divorcios para la madre. Quién sabe;
igual hasta le cogía cariño.
Se equivocaba. El parto fue una tortura, sólo superado por las pocas noches
pasadas oyéndolo llorar. Algo superior a su paciencia.
Ahora, rodeada de policías, rezaba y maldecía. Rezaba para que aquella
chalada harapienta lo abrazase y zarandease hasta devolverle un cadáver sobre
el que llorar, convirtiéndola en la víctima que habría sido si todo hubiese
salido bien. Si no, que mil malos rayos la partiesen. Lo había estropeado todo.
Otro accidente en tan poco tiempo sería demasiado llamativo.
Un piano hizo sonar una pieza clásica; la quinta de Beethoven le
pareció. Moreira sacó su teléfono.
—¿Sí? —Entreabrió la boca, mientras sus ojos se endurecían como canicas
de cristal—. ¿Dónde? Bien, vale. Ya vamos.
Colgó, mirándola con intensidad. Estrella había seguido el intercambio
de palabras, esperando la confirmación de…
—Ya está —dijo el sargento, antes de sonreír para ella—. Está rodeada en
un parque.
—¡Ah…!
—Parece que el niño está bien.
—Vale…
La mujer se dejó caer de rodillas del sofá, mordisqueándose los labios
antes de que las lágrimas volviesen a sus ojos. Moreira indicó a sus dos
agentes que la dejasen desahogarse. La había pillado tan de sorpresa que
necesitó casi un minuto para terminar de emocionarse.
—¡Quieta! ¡No se mueva!
El grito llegó sucesivamente desde distintos lados; estaba rodeada. Al
girar la cabeza vio que al menos media docena de pistolas abrían su negra y
pequeña boca por ella. Mari Ángeles los ignoró; sabía que no se arriesgarían a
herir al bebé abriendo fuego.
Apartó la manta y lo llevó hasta su pecho. Empezó a llorar.
—¡Quieta! ¡No haga nada!
Les oyó correr; municipales delante, Guardia Civil por detrás. Ella
cerró los ojos, soplando en un intento por calmarle.
—Tranquilo, pequeño. Todo está bien.
Empezó a agitarse, agregando energía a sus pases.
—¡No se mueva!
Le daban ganas de reírse. ¿Es que no veían lo que hacía?
—Está bien —les dijo a todos, levantando la voz sin llegar a gritar—. No
le voy a hacer daño.
Hablaba sin mirar, todavía abrazándolo. Los pasos corriendo habían
parado.
—Pero, primero, tengo que contarles algo.
Su oportunidad. Pero antes, lo colocó frente a sus ojos mirándole por
última vez. Se había callado. Los ojos grises sobre los enormes carrillos
estaban fijos en ella, mientras amagaba gestos con sus puños.
Mari Ángeles asintió. Era el momento de la despedida,
—Te quiero —susurró, antes de besarlo en la frente.
—Ha sido una mañana terrible, pero…
—Sonrió; los flashes la cubrieron como una ola—. Por fin ha acabado.
Levantó en alto a Hugo para que todos lo viesen. Luego le aplastó la
mejilla con un beso.
—No voy a volver a separarme de ti.
Algunos de los presentes se rieron, mirando con ojos enternecidos la
escena.
—¿Y qué hay de la secuestradora? —preguntó una de las cabezas al otro
extremo de los micrófonos; a Estrella le pareció que de 13 TV.
—Bueno... —Estrella tomó aire—. Parece… dicen que tiene antecedentes de
enfermedad mental. Sufrió un aborto y, aparte, ha robado en una farmacia para
cuidar de él. —Se encogió de hombros—. Supongo que quería probar lo que es ser
madre. Cuando la han detenido se ha puesto a delirar y, de todos modos, si está
vivo, en realidad, ha sido gracias a ella.
Estrella volvió al bebé hacia ella. Los medios ya habían gozado de él
bastante.
—Que vuelvan a internarla. Será lo mejor para ella.
Tras su esposa, César asintió.
—¿Y ustedes?
—Seguir nuestra vida —contestó, añadiendo—: Y tratar de ser menos torpe
cuando tienda la ropa.
Todos se rieron, menos ella, ocupada en conservar su sonrisa.
—¿Has pasado miedo sin tu mamá, pequeñín?
Le besó sobre el pecho, lejos de lo que quedaba de cordón umbilical.
Luego hizo lo propio en su oreja.
—Te quiero —aseguró, conservando su afilada expresión, sin que Hugo
Domínguez dejase de parecer confundido y perdido.
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