domingo, 4 de diciembre de 2016

LO QUE APRENDIÓ TOBÍAS

Con sólo ocho años, Tobías era muy inteligente. Su madre, Marian, lo sabía muy bien.
     Tobías era especial. Mientras los demás niños eran ruidosos, él había sido siempre muy callado. Ellos eran nerviosos, él tranquilo. A ellos les gustaba perseguir y golpear cosas, escalar paredes, los riesgos. Tobías prefería quedarse en la seguridad de su casa, aprendiendo.
     Había encontrado un maestro único para él, capaz de ofrecerle lo que ningún tutor o colegio podía, que impartía sus sesiones cada tarde a partir de las cinco. Lo único que Marian tenía que hacer era pagar la tarifa y recordarle a Tobías de vez en cuando:
     —Cariño, no te pegues tanto a la tele.
     —Vale… —contestaba él con su voz suave y lenta, mientras se rozaba el mentón con el índice; tic que parecía darle cada vez que tenía que decir algo.
     Le encantaban los programas educativos, especialmente los del canal Descubre. Nada más llegar del colegio dejaba su mochila y su abrigo sobre la mesa del salón y se sentaba erguido en el sofá, esperando que ella cogiese el mando del cajón de la mesita y pusiese el canal correspondiente.
     Marian sabía que la televisión era un buen profesor para Tobías, porque podía evaluar sus progresos en su misma casa. Tobías era un pequeño arquitecto, ingeniero e inventor; lo demostraba fabricando lo que veía en los programas.
     Su padre, Oliver, era ingeniero aeronáutico en un aeródromo a dos pueblos y cincuenta minutos de distancia. Sólo tenía tiempo para su familia un par de horas por la noche, ausencia que intentaba compensar no escatimando a la hora de garantizar que le niño era feliz.
     El garaje del chalet familiar tenía una de las mejores colecciones de herramientas extra-profesionales que se podían pedir, perfecto para un chico al que los Lego se le habían quedado pequeños hacía mucho. Sobre un banco de trabajo había un cuadro del que colgaban llaves, sierras y destornilladores sobre cajones con arandelas, tuercas y tornillos de todos los tamaños. Había también herramientas eléctricas, productos químicos y combustible para el jardín y los vehículos, pero sólo había un enchufe, ahorrando a su madre preocupaciones.
     Cada día, mientras Marian se ocupaba de la casa, él veía Descubre durante una hora más o menos. Luego, con ideas nuevas y frescas, se iba sin avisar al garaje. Marian se paraba por el salón, apagaba la tele y se pasaba a ver qué hacía.
    —Qué, ¿has visto algo chulo?
    —Sí, mucho.
     Una vez montó, con trozos cortados de escuadras, tornillos y cables, una replica del puente del Bósforo, así como maquetas en metal del rascacielos giratorio y las torres Petronas. Siempre maravillas.
     Todavía recordaba su exagerada reacción, y la de Oliver, la primera vez que lo vieron, dejando la belleza en segundo término.
     —Las piezas… —señaló su padre—. No tengo cosas así. Ha tenido que hacerlo él.
     —Tobías —Marian se agachó para hablarle—, ¿cómo has montado eso?
     Señaló al cajón de la estantería junto al banco; a la caja de los taladros, lijadoras, alargaderas, y al enchufe en la pared.
     Ella retrocedió espantada, incapaz de cerrar la boca.
     —¿Y cómo… cómo juegas con…?
     —No juego —respondió con su parsimonia habitual—. Trabajo.
     —Claro —asintió ella, un poco más tranquila por su sentido de la responsabilidad—. Pero, ¿cómo…?
     —Poniéndome guantes y yendo despacio…
     Marian lo abrazó, emocionada.
     —Muy bien —le animaba cuando iba a por él a las nueve y diez para que cenara—. Podríamos poner un puesto en el mercadillo y venderlas.
     —No —protestaba él con algo más de energía—. Son mías.
     —Ya, es broma. —Y le guiñaba el ojo mientras colocaba la nueva pieza en el estante frente al coche, con el resto de la colección.
     —Lo dices en broma —comentó una vez Oliver, al principio, hacía dos años—, pero sí que podrían venderse.
     Y había más. Hacía cinco meses, mezclando tubos, chapas y tornillos, construyó una pieza mecánica muy rara que, a simple vista, parecía un corazón metálico rectangular.
     —¿Y esto? —le preguntó, extrañada.
     —Lo he visto hoy —contestó Tobías con el dedo bajo el labio—. Los estaban arreglando.
     Ese viernes por la noche, Oliver, boquiabierto, lo identificó como un motor de coche.
     —¿Te digo lo mejor? Con piezas de verdad, seguro que funciona.
     —A lo mejor, si le compramos algo que funciona…
     Tres semanas después, coincidiendo con su cumpleaños, le regalaron un avión teledirigido para ensamblar. A la mañana siguiente el envoltorio estaba arrugado, la caja abierta, las instrucciones dobladas y el juguete montado.
     —Muy bien… —Su padre aplaudió, admirado—. ¿Te gustaría ir a probarlo?
     —Vale. —Tobías aceptó con más resignación que entusiasmo.
     Aprovechando que era verano, fueron a las afueras, llenas de descampados de hierba y tierra junto a las carreteras.
     —Hay que encenderlo, tirarlo y luego usar el mando… —explicaba Oliver a su hijo—. ¿Ves?
     —Sí —contestó Tobías.
     Hizo un par de quiebros con el aeroplano, el segundo peligrosamente cerca del suelo, y se aburrió. Las semanas siguientes le compraron tres maquetas de edificios y un barco teledirigido, pero los ignoró, prefiriendo ver la tele y reproducir él mismo lo que veía.
     Sí, era muy listo; no importaba lo que dijesen en el colegio; ni los psicólogos, por añadidura.
     —Tiene serios problemas de aprendizaje…
     —No puede ser —replicó a su tutor de segundo, el año anterior—. Es muy inteligente.
     El profesor la miró a los ojos, antes de entrecerrar los suyos.
     —No me refiero a eso, señora; quiero decir que tiene problemas para integrarse…
     —La culpa será de los otros niños —le recriminó.
     —Y además… —Después de repetir la historia al año siguiente, en otro curso y con otro profesor (en este caso, profesora), le dieron el botellazo al barco—. No se concentra en clase.
     Marian quiso reír; era como un chiste sobre el maltrato.
     —¿A qué se refiere?
     —Está como distraído. Muestra muy poco interés…
     —Eso es una idiotez; se aplica muchísimo en las cosas que le gustan…
     —Usted lo ha dicho. —La profesora sonrió—. ¿Y qué pasa con las que no le gustan?
     Marian no supo responder, al menos al instante.
     —A lo mejor, deberías explicárselas de otra forma.
     La docente enrojeció, apretando los labios y tecleando con sus largas uñas sobre el pupitre.
     —Señora, si no tiene inconveniente… —dijo, recobrando la compostura—. Me gustaría que hablase con nuestra psicóloga.
     Marian la miró indignada durante casi diez segundos; luego se fue sin decir ni adiós. Cuatro semanas después reconsideró la propuesta. Sí, no tenía dudas sobre las capacidades de Tobías, pero tampoco podía pasarse la vida entre la tele y el garaje. Cuando oía  a otros niños jugando en la calle, los parques o el patio del colegio, le retorcía el corazón saber que su hijo no compartía esa felicidad.
     La psicóloga, una mujer joven, de pelo moreno y gafas anchas, se pasó un par de semanas trabajando con él antes de llamarla.
     —Parece… —concluyó, apesadumbrada—. Algún trastorno de espectro autista.
     —¿Qué? —Mirian frunció el ceño, incrédula—. ¿Le está llamando loco?
     —No, nada de eso —intentó tranquilizarla, pasando hojas de una libreta frente a ella—. Tiene capacidades cognitivas muy…
     —Sí, lo que yo decía —replicó Marian, colgándose el bolso del brazo y preparándose para irse.
     —Pero, además de problemas para relacionarse, parece que sus capacidades se reducen a imitar lo que ve.
     —¿Como un loro? —Se inclinó sobre la mesa como hacía para hablar con Tobías—. ¿Primero le llama loco y luego animal?
     La pregunta pilló a la psicóloga por sorpresa.
     —Señora —ahora era ella quien la miraba indignada—, no ponga en mi boca cosas que no he dicho.
     —Me voy, y no seguirá viendo a mi hijo —sentenció—. Ya pensaré si les denuncio a usted y al colegio.
     Le tienen envidia, concluyó, es mejor que los demás y no pueden aceptarlo.
     Aunque, desde luego, Tobías no podía ver cualquier programa.
     Una vez, a los seis años, lo dejó viendo el canal Naturaleza Viva. Al pasar por el salón, veinte minutos después, no estaba. Lo encontró en el patio, llevándose a la boca un palo que había hundido en el césped.
     —¿Pero qué haces? —Corrió a pararlo, quitándole la ramita.
     —Es lo que he visto en la tele —contestó—. Lo que hacen los chimpancés.
     Marian vio adheridas al palo al menos una docena de hormigas rojas.
     En otra ocasión se equivocó al darle al canal y le puso CINE 24h. La película sobre un campo de concentración de la Segunda Guerra Mundial le animó a tumbarse desnudo en el patio, esperando a ser enterrado en una fosa común por abrirse.
     En eso tenía su parte de razón, pero en nada más. Además, se equivocaba. Tobías sí era capaz de aprender a hacer cosas nuevas.
     Al jueves siguiente, al volver, oyó música en el salón mientras dejaba su bolso y su chaqueta en la cocina. Encontró el cajón de la meseta abierto, la tele encendida y a Tobías viendo un videoclip de una joven cantante rubia.
     Tenía el mando en la mano
     —¿Has puesto la tele tú? —preguntó.
     No era tanto algo impresionante como algo que prefería que hicieran otros.
     —Ajá —asintió con el índice bajo el labio—. Pero no me sale el canal que quiero.
     —Trae. —Lo cogió y puso Descubre—. Muy bien.
     Marian no quería dejarse influir por lo que decían otros, por eso decidió enseñarle el viernes a poner Descubre solo. Pero no hizo falta.
     Cuando terminó con la casa, el niño ya estaba en el garaje. En pantalla salía un anuncio de detergentes.
     Al coger el mando comprobó que Tobías había estado viendo otro canal, ¿desde cuándo?
     —Tobías, ¿qué haces?
     —Una cosa que he visto en la tele —le dijo desde el garaje, cuando preguntó desde el umbral.
     —¿Qué es?
     —Una sorpresa. —Se rió como sólo lo hacen los niños.
     —Bueno, vale. ¿Y cuando podré verla?
     —El lunes.
     Tobías pasó casi todo el fin de semana trabajando en el garaje, escondiendo lo que hacía. El domingo por la noche, Marian creyó verle ir a su habitación con algo muy tapado, pero prefirió no presionarle.
     Por fin, llegó el lunes. La madre estaba ansiosa por ver qué era la sorpresa de su hijo.
     —¿Tanto frío tienes?
     Estaban a principios de noviembre. Los días se volvían cada vez más grises y frescos, pero la sudadera con capucha y la chaqueta que se había puesto le parecían demasiado.
     —Ajá —aseguró.
     Y en vez de meterse el dedo en la boca, le sonrió. Marian lo imitó.
     —Bueno, vale. ¿Y la sorpresa?
     —En el colegio.
     Ella le acarició la mejilla.
     —Malo.
     El niño se rió.
     Lo llevó al centro de primaria.
     —Ya estamos. Ahora venga, ¡dime que es! —insistió.
     —No, en el colegio —se mantenía en sus trece.
     Por fin llegaron. Lo padres bloqueaban la entrada de la calle. Dos centenares y medio de niños entre los seis y los once años corrían a alinearse frente a la puerta del centro.
     Marian paró enfrente, separada por un muro de padres. Desde allí vería a Tobías incorporarse a su fila sin tener que bajar ella.
     —Bueno —empezó mientras él se quitaba el cinturón y abría la puerta trasera—. ¿Me lo vas a decir ahora?
     —¡No! —Y antes de cerrar—: Ahora lo verás.
     —Muy bien.
     Será algo de clase, que quiere que los demás vean también.
     Marian desabrochó su propio cinturón y abrió la puerta del copiloto.
     —Bueno, pues ahora lo veré. —Le dio un beso—. Te quiero.
     —Yo también, mamá. —La abrazó.
     Marian sintió un espasmo. Era tan cariñoso, tan bueno…
     Tobías atravesó a los padres y corrió por el patio hacia la fila de tercero. Tras ella empezaba a formarse cola. Alguien pitó.
      Su hijo llegó a su sitio, siendo rápidamente engullido por otros niños que se incorporaban.
      Marian suspiró, al final no se había enterado. Tendría que esperar a después de clase. Ella también tenía trabajo. Metió la primera y se dispuso a pisar el acelerador.
      La explosión la dejó sorda, mientras la honda expansiva hacía rebotar su cabeza contra la ventanilla.
      El tiempo se detuvo unos momentos. Parpadeó. A su alrededor había mucho movimiento pero silencio absoluto; sólo oía un pitido intenso…
     Tardó unos minutos en entender que estaba en su cabeza.
      Se bajó del coche, mirando a un lado y a otro, buscando saber qué había pasado.
      Su visión se dilató al encontrar el foco de la explosión: las puertas del colegio. Ver la calle salpicada por sus efectos le aceleró el corazón.
     Tardó varios minutos más en recuperar el oído, aunque aún le costaba mantener el equilibrio. Ya nadie tenía prisa por irse; las puertas de los coches se abrían, los adultos a salvo corrían sobre los heridos a comprobar los daños. Marian los imitó.
     La sangre había teñido el patio. Muchos niños ya no estaban enteros. Marian llegó al rojo epicentro.
     —¿Tobías? —Gritó más; era raro no poder oírse a sí misma—. ¡¿Tobías, dónde estás?!
     Daba palmadas en pleno apocalipsis. Una niña de pelo rizado lloraba a su lado; parecía que mientras lloraba sangre. A sus pies, en torno a ella, veía los pequeños cuerpos tumbados, durmiendo sin brazos, cabeza ni vida. Notaba sus pies hundirse en un charco, mientras una mano sin brazo parecía querer agarrarla.
     —¡Tobías! ¡Tobías!
     Marian empezó a llorar. No era capaz de verlo, ni de reconocerlo. Sólo podía ser por un motivo.
     Se dejó caer de rodillas, destrozada, sin oír gritar a los otros, llorar a los otros; la humedad treparle por las rodillas.
     Las explicaciones llegaron rápido; la policía tenia motivos para demostrar su eficacia.
     Al día siguiente ella y Oliver fueron llevados al cuartel de la Guardia Civil. Ella esperaba que para identificar lo que quedase de Tobías. Su pelo desordenado, sus grandes ojos castaños… ya tenía en mente que no volvería a ver nada de eso.
     Lo que no se esperaba fue que los metieron por separado en salas de interrogatorios, con un espejo reflectante. Un detective vestido de calle le puso frente a las narices un papel.
     —¿Qué es esto?
     —Una orden para proceder con el registro de su casa.
     Marian quiso reírse de lo absurdo que era, pero no fue capaz ni de mover la boca. El guardia civil suspiró.
     —Hemos comprobado… que el cinturón explosivo lo llevaba su hijo.
     —¿Cómo? —Las manos de Marian empezaron a temblar—. Eso es imposible…
     El hombre golpeó la mesa.
     —Menos teatro. Quiero saber, jodidos locos, por qué habéis hecho…
     Marian rompió a llorar. Empezó a hablar de Tobías, de cómo era, de lo que le gustaba hacer, de lo mucho que lo quería… eso pareció desarmar a su interrogador. Se cubrió la boca con la mano entera y salió.
     La dejaron llorando mucho tiempo, lo que debieron ser dos horas. Luego volvió.
     —He hablado con la psicóloga de su colegio. Dice que Tobías solía imitar lo que veía.
     —Sí… —reconoció Marian, entrecortadamente.
     —En la tele.
     La mujer asintió. El hombre se sentó.
     —¿Sabe si pasó algo raro los últimos días? ¿Si hizo algo inusual…?
     Ella se disponía a negar, cuando lo recordó.
     —El viernes. Cambió el canal y… Dijo que iba a preparar una sorpresa.
     El policía asintió con amargura.
     —Todos los materiales de la bomba, los componentes explosivos, productos químicos y combustible… parece que salieron de su garaje.
     Fue llevada a su casa. Allí, entre policías e investigadores, pudo comprobar lo que había aprendido Tobías ese viernes, en el programa cinco a seis de la tarde de El Canal de la Historia:

     Terrorismo a fondo: La Segunda Intifada.

1 comentario:

  1. Muy buena historia...estaba claro que Tobías la iba a liar.

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