martes, 20 de diciembre de 2016

LAS SOMBRAS JUNTO AL CEMENTERIO - 1º PARTE
           
Al noveno trago vació, por fin, la botella del todo. Ya no había más alcohol que beber, más valor que inyectarse. Pero el miedo seguía con él, como el dolor.
     Gonzalo Llanos gruñó, con su cara colorada sudando mientras estiraba el brazo hacia el segundo cajón de su cómoda, apartando los pijamas de invierno hasta llegar al viejo revolver Euskaro calibre 32; objeto caro, ilegal e inútil que le costó mucho conseguir, que podía mandarle a la cárcel sin su correspondiente licencia y, la opción más interesante en ese momento, también podía sacarle de la vida. Una idea tentadora, ahora que para él aquel enorme coñazo había perdido su sentido.
     Sin poder reprimir un sollozo de niño asustado, levantó el cañón hasta apoyárselo en su sien, cerró los ojos… y se contuvo. Sabía que aquello no iba a ser el final, pero…
     ¿Lo sabía, realmente?
     No tenía por qué correr; aún le quedaba mucho tiempo, y nunca es tarde para cerciorarse. Una última comprobación, y luego…
     Echó el arma sobre su revuelta cama y fue hasta su escritorio, lanzándose de rodillas al fondo más desastrado del cajón más inaccesible, donde acumulaba facturas arrugadas, bolígrafos a medio gastar, pelusa y polvo. Allí estaba, arrugado como un antiguo pliego de pergamino. Un viejo mapa de carretera con una X roja trazada sobre él. No indicaba la localización de un tesoro, pero era justo lo que le necesitaba ahora.
     Frotándose el sudor de la cara, volvió a derrumbarse caer sobre la cama, listo para dormir. Hacer un viaje tan largo con semejante pedal sí que sería un suicidio prematuro. Y de paso, podía tener suerte y soñar. Recordar aquello. Revivirlo.

La torre blanca de la iglesia, la jaula de la campana, como la llamaba su padre; en torno a la que las casas parecían palomas de carreras. Aquel era el rasgo que más recordaba de su pequeño pueblo natal, Alcín, encajado en un valle minúsculo entre Agost y el Moralet y limitado por dos altas laderas y los sembrados a su alrededor; apenas una bonita reliquia a la que el mundo había llegado en forma de coches y tractores. Las calzadas seguían siendo de piedras, escoltadas las casitas de ladrillo encalado pintadas cada una de un color, con las puertas cubiertas por persianas y las ventanas enrejadas adornadas con geranios; donde los niños jugaban al futbol, al escondite, a la comba y a las canicas al salir de clase y los ancianos se sentaban a envejecer junto a sus portales, bajo el sol.
     Aquella había sido su cuna, gozando además de cierta posición de prestigio. Él era el príncipe del pan; título honorifico heredado por ser el hijo del único panadero del pueblo. El hombre que alimentaba a aquel hormiguero pequeño y menguante desde su horno de piedra, levantándose cuando aún no era de día y llenando el segundo piso de su casa con el olor delicioso de la masa caliente. Todo allí era casero; un cebo irresistible para los residentes, pero no para los jóvenes. Cansados de ver sus hogares secarse entre los campos de olivos y almendros, convertían sus boletines académicos en pasaportes para viajar por galaxias desconocidas que solían naufragar antes de tiempo en las alfarerías de Agost, los polígonos de Alicante y cualquier ocupación con más perspectivas que su agricultura decadente. Y los que se iban nunca volvían, salvo por una razón, el único atractivo real que ofrecía Alcín.
      No era el alto campanario rodeado de casitas de colores, ni los partidos de los sábados en el destartalado polideportivo, ni el despliegue de almendros en flor, sino el más exclusivo barrio de la comunidad, una amplia parcela en el límite norte del municipio, aislada del resto por una muralla blanca pálida como un hueso desgastado, muy diferente al alegre color porcelana del resto de casas.  Del mismo modo, las viviendas en su interior tenían más plantas y muchos más ocupantes, aburridos por pasarse todo el día acostados; rodeados por un jardín que se renovaba cada semana, al contrario que sus elegantes adornos de piedra.
     La morada final de los hijos de aquel pueblo desde hacía más de siglo y medio, al que muchos volvían sólo al final de sus vidas, con estas ya acabadas. Un escenario que inspiraba nostalgia en los adultos y miedo y emoción a la vez en los jóvenes, especialmente en los niños.
     Y es que, a diferencia de en la mayoría de pueblos, el cementerio de Alcín estaba encantado de verdad. En él podían verse fantasmas.

Eran casi las dos y media de la mañana cuando Gonzalo se decidió a ponerse en marcha. Su ropa estaba arrugada de la camiseta a los calcetines, su pelo parecía el nido de una tórtola y se sentía empalagoso por el sudor reseco. No le importaba; para lo que iba a hacer no necesitaba la ducha y el afeitado y, de todos modos, sólo retasarían lo inevitable. Así qué fue decidido hasta el callejón tras su apartamento y lanzó al asiento delantero de su Audi A4 la maleta revuelta y medio llena con todo el equipaje necesario menos, por supuesto, su cartera y el arma. Esas prefería tenerlas a mano.
     Notando las manos pegajosas y temblorosas mientras parpadeaba con frecuencia, intentando dejar la todavía profunda confusión etílica, maniobró para poner en marcha su coche. Empezaba a viajar con su cuerpo pero, en realidad, su mente le llevaba horas de ventaja; alcanzando su destino hacía más de treinta años, cuando vivió su particular transición a la adultez: el paso de niño que lo puede creer todo a creer lo inexplicable para siempre.

—Me parece una majadería —repitió Manuel, al pie de la cuesta.
     —Si claro. —Aunque burlón, el tono de Juan era desafiante—. Lo que pasa es que estas cagao.
     Gonzalo reprimió una risa, consciente de que intentaban pasar desapercibidos.  
     Era sábado a las diez de la noche, un buen momento para estar por la calle; por algo ya tenían diez años, edad más que suficiente para dejar a papá y mamá tranquilos en casa, especialmente si iban en grupo. A nadie le iba a parecer raro ver a los tres chicos juntos;  sin embargo, el adónde iban era otra historia.
     Aunque pequeño y obsoleto, Alcín tenía sus pasatiempos: el cine al aire libre, bastante medio decente, era el destino habitual de los chavales que no habían ido a  ver a algún familiar el fin de semana; de ahí se solía ir a la pequeña cafetería Don Luís, donde el viejo cocinero rechoncho y sonriente preparaba hamburguesas en pan de sésamo. O, en su defecto, en la otra acera de esa calle había un pequeño salón recreativo, convenientemente dividido para todos los públicos: el acceso izquierdo para los jóvenes, que se dejaban unas cuantas monedas con los futbolines o los comecocos; el derecho para los que hacían lo propio con las cartas, al billar o a las tragaperras.
     Lo que estarían haciendo, si no hubiesen visto ya Toy Story y no tuviesen ganas de jaleo. Esa noche sin luna, gracias a las nubes, querían hombría, y sólo conocían un modo de obtenerla.
     No eran, desde luego, los primeros en someterse al particular rito; de hecho, no creían que hubiese una sola generación de Alcín que no hubiese tomado parte en la tradición, herencia patrimonial única recibida de padres, tíos y abuelos. La mayoría, como era de esperar, la relegaba al recuerdo cuando ya eran adultos, burlándose de aquella chiquillada de su pasado. Pero en la particular tribu de Alcín, para poder ser hombres que se reían de aquello, antes los chicos debían probarlo. Muchos de sus compañeros ya lo habían hecho, o eso decían. Las variaciones entre versiones chocaban con frecuencia tanto como los coches de choque en las ferias, y no era raro que acabasen rotas.
     Tenía que ser a oscuras; no sabían por qué. Al final del pequeño terraplén natural que marcaba el final del pueblo, había un extraño abombamiento del suelo hacia la derecha; un zócalo natural que elevaba el camposanto. En vez de allanarlo, el muro se diseñó cubriendo las tumbas y la tierra por igual, dándole la pinta de una cárcel. Por supuesto, colarse allí de noche era una locura: los barrotes de la verja cerrada con llave eran demasiado estrechos y la pared demasiado lisa y alta, por no hablar del Tío Garrote, el anciano vigilante; delgado y arrugado como una momia vestida de azul pero ágil y despierto como un búho hambriento. Ningún joven recordaba su nombre, reemplazándolo por su amor incondicional a su herramienta de trabajo favorita. Si tenían la relativa suerte de pasar y se lo encontraban, uno sólo de sus golpes les dolería más que la posterior paliza que les darían sus padres al enterarse, y era bien sabido que le encantaba jugar al máximo con sus tambores nuevos. Además, para que verlos no era necesario estar entre sus tumbas. Sólo cerca.
     A la izquierda del cementerio, aquel camino acababa frente a una explanada, un descampado natural lleno de piedras y maleza que les llegaba hasta los ojos y capaz de desgarrarles la ropa; inusualmente limpia por la falta de basura y regular aplastamiento. Por algo, no todos los que subían hasta allí eran niños curiosos y los vecinos sabían guardarle el respeto a aquel terreno.
     Todos, incluidos ellos, tenían a algún familiar tras aquel muro y, cuando este fuese demasiado pequeño para más ocupantes, seguramente, los nuevos nichos se plantarían en aquel espacio semi-virgen. No era infrecuente que don Carlos, el párroco, al comentar las virtudes de la otra vida venidera, señalase que muy posiblemente allí reposarían sus padres, o ellos mismos, cosa tan calmante que convertía en misterio que alguien fuese capaz de prestar atención en catequesis.
     Los tres niños se limitaron a andar, ahora con la confianza de no ir solos, hasta cruzar el perímetro del claro. Aunque pleno verano, la cercanía de las lomas ayudaba a relajar el calor por la noche, cosa que ahora agradecían. Gonzalo se sentía bien, aunque con cada paso su corazón parecía un sapo cantando y el poco sudor de su frente se evaporaba apenas llegaba al entrecejo. Aunque cabizbajo, evitando de momento mirar a sus amigos, apreciaba que Manuel se llevaba mucho el brazo derecho a la cara; para apartarse el flequillo de los ojos o morderse las uñas. Juan, por su parte, miraba al frente y pisaba con fuerza, como si quisiese dejar un rastro de huellas. De los tres parecía el más firme, aunque sus movimientos rígidos y su manera de plegar los brazos delataban nerviosismo. A su alrededor, los grillos habían sustituido a las chicharras como músicos callejeros, haciendo un momentáneo alto que Gonzalo quiso atribuir a su paso entre los arbustos.
     Unos metros más adelante sólo había tierra desnuda. Los tres chicos llegaron a la vez; por algo compartían velocidad y mantenían los cuerpos cerca. La maleza se había retirado como los espectadores de una pelea clandestina, mientras la gigantesca pantalla de la pared se levantaba a diez pasos de ellos. Como alumnos que eran, la miraron, esperando que les diese la respuesta que buscaban.
     —Bueno… ¿y ahora?
     —Ahora… —Juan miró con reproche a Manuel—. Hay que esperar. Y si pasa…
     —¿Qué?
     Los expresivos ojos de Juan se clavaron en Gonzalo. Al contrario que Manuel, que buscaba que saltasen chispas, la duda de Gonzalo estaba enteramente en cómo hacerlo. Sólo habían oído rumores sobre cómo seguir. Pero, esperaba, que Juan supiese más que él.
     —Pues eso —respondió, poniéndose brazos en jarra—. Esperamos frente a la pared… a ver qué pasa.
     Mantuvo su pose durante unos minutos, firme frente al cementerio, antes de empezar una vuelta, seguramente aburrido. Manuel, por su parte, suspiró largamente y se dejó caer sentado al suelo, ya fuese por la caminata o como señal de rendición ante el miedo. Gonzalo sus brazos colgando junto a su cuerpo, intentando ver algo más que oscuridad sobre el blanco esmaltado. Un agujero pasado por alto, una grieta desagregando la pared, una lagartija pasar corriendo…
     Pero nada pasaba y todo seguía igual; a oscuras en un silencio roto sólo por los grillos.
     —¿Sab…? —El chistido de Juan le recordó que, pese a todo, aquello lo hacían de incognito—. ¿Sabes cuánto hay que esperar?
     Se encogió de hombros.
     —Ni idea. Y total, ¿alguien lleva reloj? 
     ¿Un grupo de chicos, un sábado por la noche en un pueblo muy pequeño? El tiempo no valía nada allí, ni existía para ellos. Sólo la experiencia, y lo que su escasa paciencia permitía gastar.
     —Juan… —Gonzalo procuró controlar el volumen—. ¿Sabes… cómo será?
     Los tres sabían que no podían esperar una sábana arrastrando grilletes y farfullando pero, al menos, quería hacerse una idea.
     —No sé. Aparte de lo que ya dijeron Curro y Pepe…
     Curro, de once años, repetía  quinto curso. Aseguraba haberlo hecho hacía tres años. Según él, pasado un silencioso rato en el secarral, se hacía un silencio absoluto y se veían todas las luces de Alcín apagarse. Empezaba a oírse entonces crujidos de nudillos al apretarse y, al mirar a tu alrededor, veías asomando del suelo cráneos pelados y negros unidos a sus respectivos esqueletos, intentando agarrarte mientras reían como urracas. Una versión tan creíble como la de Pepe, compañero de toda la vida, que año antes juró y rejuró que vio unas luces empezar a levantarse desde el cementerio, seguidas de una serie de destellos como de decoración navideña que empezaron a acercarse a él y a envolverle, antes de que pudiese correr. Una posible explicación era que el viejo tío Garrote hubiese usado velas para ayudar a sus cataratas, pero de puertas a fuera, sólo se podía tener fe.
     Otros alumnos eran más discretos con la experiencia, destacando entre ellos Sara Calenda, alumna de último año y una de las pocas chicas lo bastante curiosas (y valientes) para hacerlo. Puede que su versión ocupase el boca a boca durante casi dos semanas por ser la más sencilla y creíble, impresionando más a Gonzalo.
     Fue a principios de enero de ese mismo año, durante las vacaciones de diciembre. Al contrario que otros, lo hizo sola y sin testigos, lo que no le daba más credibilidad. Aseguraba que, después de permanecer frente al muro durante el inexacto periodo de rigor, sintió de pronto un terrible escalofrío por todo su cuerpo que la dejó sin poder mover brazos ni piernas; como cuando sopla un viento helado… sólo que no hacía ni pizca de aire. Y en ese estado, aseguraba, sintió algo a su lado, que daba vueltas a su alrededor como un perro analizando un cachorro de gato, palpándole el pelo y respirándole en la nuca. Lo que más la asustó, decía, fue que no llegó a ver nada, como si algo jugase con ella o la estudiase para hacer algo después.
     —¿Algo… cómo qué?
     Fue la pregunta que nunca tuvo respuesta. La historia acababa con un repunte de sus facultades, que la llevó corriendo cuesta abajo, derecha a su casa. De camino, se calmó lo bastante para que sus padres no pensasen dónde había estado ni qué había hecho, ayudándola a inventar un testimonio medio coherente. Por desgracia, su sola versión y su costumbre de llevar sólo una manga hasta en pleno invierno (solía ser vista con chaqueta sólo a la ida y salida del colegio) lo redujeron todo, simplemente, a que Sara Candela había descubierto lo que era el frio en un sitio que, casualidad, se consideraba encantado.
     Ellos, al menos, no estaban solos. Mientras Gonzalo miraba la pared, comprobó que Juan hacía unido, desde varios pasos más atrás. Sólo Manuel, desinteresado, rompía la solemne concentración del momento, manteniéndose frente al borde de la maleza primero… y silbando después.
     —¡Calla! —rugió Juan en un susurro.
     —Oye, ¿Cuánto llevamos ya? —insistió en saber, desafiando la imposición de silencio.
     —Diez minutos por lo menos —le reprimió su amigo, cada vez más nervioso, haciéndole abrir los ojos y entrecerrar la boca de pura congoja—. ¡Y calla, pesao! Estoy intentando oír.
     —¿Qué quieres oír? —inquirió Manuel, susurrando por fin mientras levantaba las manos—. No se oye nada.
     Juan se disponía a replicar cuando Gonzalo, vigilándole sobre el hombro, dio dos pasos largos y estiró el brazo para pararlo. Juan debió pensar que iba decir que ni caso; por eso parpadeó cuando dijo:
     —Tiene razón.
      Sí, estaban en absoluto silencio. Los grillos, de repente, se habían callado; ya no se oía el frotar de sus alas ni su deslizarse entre las ramas secas. A sus pies, a una distancia que se veía kilométrica, las pocas luces nocturnas encendidas del pueblo aun brillaban, pero los sonidos de risas, andares y conductores se perdían en el vacío de la noche. Un grito de auxilio en medio de un páramo helado.
     Manuel empezó a retroceder; los tres habían cobrado consciencia de su situación: solos a oscuras, lejos de todo y donde nadie podría oírles. O ayudarles. Los tres pares de ojos daban vueltas en un imaginario carrusel, alternando entre la carretera, los arbustos y la pared blanca; sin ver ni oír nada.
     —Eh… tíos. —Además de susurrar, ahora a Manuel le temblaba la voz—. Creo… que lo dejo.
     Dio un paso al frente, rompiendo el círculo justo cuando quedó encarado hacia la cuesta.
     —¿Qué…? —La reacción de Juan ante su nueva demostración de cobardía fue de sorpresa, no de indignación—. ¿Qué dices? ¿Después de todo lo que llevamos ya?
     —No puedo, joer… —Manuel iba de frente; doblaba un poco la cabeza verles, sin parar—. Perdón.
     Cuando le faltaban pocos pasos para llegar a la pendiente, Juan corrió hacia él para pararle, recorriendo sólo medio metro, antes de parar, como Manuel, y como Gonzalo.
     Acababan de oírlo; no un insecto ni una alimaña a su paso por la hierba seca. Era la maleza crujiendo bajo pies firmes.
      Manuel aún no había llegado al borde. Y, de todos modos, el sonido venía de detrás de él.
     —¡Lo dejo!
     Fueron las últimas palabras de Manuel, antes de correr cuesta abajo. Juan lo ignoró; vuelto hacia el extremo opuesto de la maquia; la fuente del sonido. Gonzalo fingía imitarle; paralizado en realidad.
     No había nada; al menos no para oírse así sin que pudiesen verlo.
     Juan dio un par de pasos; lentos, espaciados y sigilosos, como queriendo pasar desapercibido. Como Gonzalo, ahora sentía lo expuestos que estaban.
     Otro pasó sonó en la maleza, ahora a la derecha, frente a la pared del cementerio. Los dos chicos pivotaron sus cabezas en el acto. Ni nadie ni nada que ver.
     —Dios… —Juan se llevaba las dos manos a la cabeza; Gonzalo pudo ver que su frente había empezado a sudar—. Tío, esto… esto es…
     Empezó entonces el verdadero clamor; todas las ramas, hierbecillas y matojos crujieron a una, barridas por una repentina brisa violenta que pasó de un extremo a otro de la explanada. O eso habrían pensado si hubiese viento. Nada había soplado sobre ellos, nada al menos que sintiesen con sus ropas ligeras y pantalones de verano.
     Hubo un minuto de silencio absoluto ajeno a la solemnidad del sitio; conteniendo la respiración y tensando los músculos; sólo el corazón imparable seguía haciendo eco. Y lo oyeron, otro sonido que, ahora sí, salía de la pared del cementerio; primero bajo, casi inaudible, pero iba ganando volumen progresivamente. Y muy deprisa.
     Empezaron a reconocerlo. Risas. Carcajadas, de niños y jóvenes disfrutando de una fiesta.
     La máscara del coraje acabó suelta bajo tanta presión, dejando dos pequeños ojos desnudos, agitados y asustados; Juan dio media vuelta y corrió, saltando los matojos entre él y la bajada como un atleta olímpico en vallas, dejando un oscuro charco condensarse sobre la tierra que había pisado momentos antes.
     Así se rompió la unidad. Gonzalo se había quedado solo, quieto y callado, mirando al cementerio.
     Sintió su llegada como un cohete explotándole en la cara, abriéndose frente a él, golpeándole y atravesándole. Y en todo momento, siguió quieto, recibiendo aquella ola que le dejó al pasar de pie y seco. El alboroto había salido desde la pared, atravesando el muro de ladrillo como una cortinilla de gasa. Pero nada lo había seguido; la pintura blanca, su superficie entera y no había nada con él. Lo que había pasado lo había hecho sobre ella o a través de ella.
     Y aun así, sentía que su concepto de soledad había cambiado a su alrededor. No podía verlos, pero seguía oyéndolos.
     No pasaba de un ligero castañeo con un ritmo parecido al de los ahora callados grillos, pero producido por una garganta humana. Aunque más bajo, seguían sonando como risas; cortas y fugaces. La de los niños cuando jugaban al pilla-pilla; la de los novio al juntar las manos tras un día separados, la de los padres que ven crecer a sus hijos. Todo eso, junto y a pedazos, llegándole desde todos lados.
     El suelo seguía limpio, sin rastro de huellas o marcas, pero el restallido apagado de cientos de pies hacía brincar las piedrecillas, levantando montones de polvo que danzaba como pulgas coreografiadas.
     Y, a la vez, Gonzalo lo sentía, a su alrededor, sobre él, como cuando Juan y Manuel se movían con él. Pero esta vez era distinto. Él era el eje en torno al que los demás se movían, la barra que sujetaban los bailarines invisibles. No sabía si lo tocaban, no sentía nasa rozar su piel, pero sentía sus presiones internas cambiar. No era como, dijo Sara, frío o paralizante, sino cálido, alegre, entusiasta. Animaba a acompañarlos, reír, jugar, lo que fuera que fuese. Hacía olvidar que estaba frente a la pensión de la muerte.
     Volvió a atreverse a respirar; el aire fresco de la noche reanimó sus pulmones. Con cuidado de no pisar a los invisibles pies a su alrededor, Gonzalo se movió. Las risas seguían, los pasos también, la sensación de estar atrapado en un abrazo imposible le acompañaba sin lastre ni agobio. Fuese lo que fuese, le seguía; se movía con él. O…
     Mientras el sudor se secaba, más despacio y más lúcido, volvió a buscar lo que fuese que había imaginado. El suelo seguía siendo de tierra dura, la maleza seguía seca y doblada y la pared del cementerio blanca y vacía…
     Un tenue resplandor sobre su cabeza atrajo su atención. Las nubes se habían movido, dejando pasar un rayo de luna.
     Gonzalo volvió a quedarse inmóvil; ahora podía verlos, claramente. Iban en torno a él, agitando brazos y piernas arriba y abajo y girando la cabeza. Otros iban de un lado a otro como si llegasen tarde, mientras otros, por lo general más grandes, esperaban en los márgenes. Eran muchos, más de una docena, unos más altos y otros más bajos que él, como si fuesen niños y adultos jugando juntos. Pero no eran niños ni adultos, ni hombre ni mujeres. El miedo revivió en él, haciéndole apretar los dientes y juntar las manos.
     Ahora, era seguro no se les podía catalogar como humanos.
     Eran sombras; los que lo rodeaban en aquel oscuro y caótico vendaval sólo eran manchas oscuras antropomórficas, bidimensionales e insustanciales que, pese a ello, conseguían expresar alegría y mover el suelo.
     Gonzalo giró la cabeza a su derecha, hacia la cuesta que, como a Manuel y Juan, le sacaría de allí. Vio aquel pedazo de suelo sin continuidad iluminado por el distante pueblo, en torno al que se movían las sombras; muchas y muy apretadas, pero dejando huecos. Con correr en el momento exacto, bastaría.
     Empezó a arrastrar los pies, calculando cuando esprintar, como cuando jugaban a los relevos en el colegio. Se inclinó, flexionó los pies…
     Un movimiento se desmarcó del torbellino, tan voluminoso y rápido que no pudo pasarle desapercibido. Volvió a girar la cabeza hacia el cementerio…
     Una sombra atravesaba el terreno, directa a él. Su contorno era voluminoso, rebasando su estatura en al menos dos cabezas, con los brazos tan pegados al cuerpo que parecía una túnica extendida. La representación más tradicional del fantasma, arrastrando levemente la gravilla en su levitar mientras podía ver a su través el fondo blanco y el resto de danzarines. En segundos redujo la distancia hacia él de algo más de dos metros y medio a uno, y seguía…
     Contuvo un grito y corrió, ignorando el resto de la formación en movimiento, derecho hacia Alcín. Sus pies le levantaron más de centímetro y medio en el aire, mientras su corazón palpitaba de forma tan dolorosa que pensó que se pararía, destrozado por sus costillas. Pero tuvo suerte. Nada se cruzó en su camino.
     Corrió cuesta abajo, sin parar hasta las casas. Las calles estaban vacías, pero las ventanas estaban iluminadas y dentro se oían las películas de acción o los partidos de futbol. No muy lejos, pueblo adentro, los jóvenes reían y los viejos charlaban. Nadie le había visto. Había vuelto con tanto incognito como se fue.
     Por suerte o desgracia, su experiencia no trascendió. El verano fue largo y se reencontró muchas veces con Juan y Manuel, pero ninguno quiso hablar ni oír hablar del asunto, especialmente delante de otros. Gonzalo suponía que era por vergüenza, la desmedida cobardía de uno y la traición de los nervios del otro. Era consciente de que si alguien se enteraba del desliz de Juan esa noche (secreto del que, seguramente, creía ser único conocedor) no se limitaría a hacerle el vacío durante un mes o a darle una paliza; sería el final de su amistad para siempre. Así que los chicos siguieron saliendo con sus bicis, yendo al cine y jugando al futbol, relegando lo que nadie quería recordar a lo más profundo de sus memorias hasta que, acabado el periodo de tres meses de gracia, ni siquiera necesitaron sumar sus nombres a la lista de bocazas valientes que habían buscado fantasmas al cementerio de Alcín.

El tiempo siguió su curso, inalterable como el cambio de estaciones. Las canicas y polis y cacos dieron paso a los ordenadores y a las salidas con chicas, las bicicletas fueron cambiadas por las motos y el colegio desembocó en los últimos cursos de Bachillerato. La infancia acabó definitivamente con sus momentos felices y desagradables convertidos por igual en recuerdos; página pasadas de una historia que podía revisarse en busca de experiencias, diversión o, simplemente, desecharse como sueños olvidados.
     Gonzalo Llanos tenía dieciocho años cuando terminó el Bachillerato tecnológico en el I.E.S San Pablo de Alcín; momento que rompía también el último vinculo del polluelo emplumado con su nido. Terminando, para disgusto de la orgullosa pareja de panaderos, con la tradición familiar, decidió cambiar la harina y el horno del pueblo de pequeñas casas por los libros y aulas de la facultad de Ingeniería. Era en la tecnología y no en el pan donde el joven presentía que estaba su futuro.
     Fue a mediados de agosto, cuando los días son secos y tórridos y el sol es más alto y despiadado, volviendo a la gente perezosa e indiferente. Su maleta estaba llena, el equipaje revisado y su nuevo coche, un Audi 4 regalado como premio por entrar en la universidad, listo para cubrir su desembolso. Todavía quedaba casi un mes para empezar las clases, pero la llegada del cambio era inminente y el joven quería prepararse cuanto antes para lo peor. De la pequeña comunidad a la gran ciudad. De las cortas carreteras a las largas autopistas. De la calma al ruido, de la tranquilidad al estrés, de lo conocido a lo alienígena. Prefería estar cuanto antes en la residencia de estudiantes. Pero antes, quería hacer una última cosa.
     No fue muy diferente a su primera vez, sólo cambiaron pequeños detalles. Seguía llevando camiseta de maga corta y vaqueros cortos, pero ahora medía casi sesenta centímetros más, pesaba treinta kilos más y era ocho años más viejo. Era otra noche calurosa amenizada por los grillos, sólo que más seca; el sudor brotaba sin necesidad de tener miedo y los propios insectos parecían chirriar con más despacio, asfixiados. Y, no menos importante, volvía era otra visita nocturna y de incognito, con la salvedad de que ya ni le preocupaba ni le importaba ser descubierto ni que sus padres le esperasen en casa. Ahora ya era un hombre, preocupado por problemas de adultos y de esa vieja fantasía infantil que aún le picaba tras la oreja; la ilusión que le hizo dudar de su cordura.
     El cielo ero negro, las nubes tapaban la luna, reflejando débilmente la luz de las casas. La carretera que salía del pueblo, pasando por el viejo cementerio, estaba tan vacía y polvorienta como una tumba olvidada. El claro en el descampado, cercado por ramas secas, parecía aún más grande de lo que recordaba; claro que la maleza estaba aún más reseca y achaparrada. Sin embargo, seguía igual de limpio, sin latas, plásticos ni zurullos de perros; nada que afeara la solemnidad del camposanto sobre su plataforma natural.
     Gonzalo comprobó su reloj de pulsera; faltaba medio minuto para las diez y cuarto. Una buena hora, pensaba. No era demasiado tarde y, si al final no pasaba nada, no se le harían las tantas.
     Con la frialdad de un tractor sobre la tierra, aplastó la vegetación a su paso, alcanzando el centro mientras los grillos se callaban. A su derecha, la misma pared; menos brillante, más turbia y más arrugada, envejecida como cualquier otra piel. Ahora el cementerio estaba vacío; el tío Garrote se había mudado definitivamente a él hacía muchos años y nadie había reclamado su poco codiciado puesto. Nadie entraba ni salía allí de noche o, al menos, nadie que durmiese en una casa de Alcín.
     El silencio se prolongó varios minutos, cubriendo poco a poco la misma noche como una capa de roció. Cuando volvió a comprobar la hora eran las diez y veintiocho; más tiempo del que esperaba. Rompiendo aquella quietud con una profunda exhalación, volvió a leer, brazos en jarra, el ajado pergamino.
     La revelación llegó con tanta sorpresa que lo confundió con una moto arrancando; con la rapidez de un chasquido de dedos, el silencio acabó. El aire volvía a vibrar, movido por las risas, los pasos y el temblor de cuerpos en movimiento.
     Retomando la calma tras unos breves pero tensos segundos de inhalaciones, apartó su rígido cuello del suelo y miró alrededor. Esta vez, no se sobresaltó. Ya se esperaba aquello.
     El tiempo no había cambiado su recuerdo. Eran exactamente como entonces; simplemente, ahora parecían ser aún más, y había más de los pequeños. Las sombras volvían a correr de un lado a otro, persiguiéndose, dando vueltas, agachándose y levantándose sin orden. Al menos, parecía que le ignoraban. Gonzalo se permitió un movimiento brusco, pasándose el dorso del puño derecho por la frente. No se pararon para mirarle, ni hicieron sonidos o gestos extraños, siguiendo a lo suyo.
     Con las manos levantadas, se acercó a la pared. No se cruzaban con él, ni sus manos traspasaron ninguna sombra. Seguían riendo y jugando, sin interferir con él. Volvió a su posición inicial y suspiró, aliviado y con cierto desengaño.
     No se lo había imaginado; era real. La leyenda sobre el cementerio de Alcín era verdad. Pero, ¿eran de verdad fantasmas…? Paseaba su vista entre las figuras, extrayendo dos elementos discordantes: había dos figuras distintas al resto, dos sombras que, a diferencia de las otras, estaban en pie e inmóviles, con sus brazos pegados al cuerpo. Y, aunque no hacían ningún ruido, notaba que su atención estaba en él.
     La primera, la más cercana, estaba a apenas medio metro a su izquierda, en el extrarradio que delimitaban sus semejantes. Era la más pequeña; apenas le llegaba al ombligo. La otra, a casi tres metros frente a él, en el centro de la divertida vorágine, parecía la hermana mayor de su compañera, aunque no era, ni de lejos, más grande que él. Y, pese a todo, al verla espasmo erizó todos los pelos de su piel.
     Era ella, seguro; la había reconocido con la misma seguridad conque ella lo había reconocido a él. Era la misma sombra solitaria que le persiguió con hambrienta urgencia cuando era un niño. Y ahora, ahí estaba de vuelta. O eso supuso. Se había desplazado unos centímetros hacia él.
     Gonzalo tensó sus músculos, listo para escapar, cuando un destello brotó de la planicie, cegándole. Se dejó caer de rodillas, temiendo algún tipo de ataque hasta sentir sus manos cerrarse sobre un montón de hierbajos. Seguía pudiendo moverse, y sentir. Parpadeó, recuperando la vista.
     Miró al cielo. Una nube había desvelado por completo la luna. El satélite brillaba, desparramando su luz plateada sobre el cementerio.
     Las risas y pisadas no habían disminuido ni un ápice; hasta eran más nítidas. Al mirarlos, Gonzalo se quedó sin aliento.
     Las sombras habían desaparecido, pero no estaba solo. Una vivaracha multitud las había sustituido.
     Fantasmas.
     Aquel primer pensamiento fue breve. No, parecían cualquier cosa menos fantasmas. No estaban afligidos ni eran harapientos o descompuestos. Ni siquiera eran transparentes. Lo único raro que tenían era como parecían resplandecer sus saludables cuerpos.
     Del casi medio centenar que iban de un lado a otro, vio que más de la mitad eran niños y niñas, de entre cinco y ocho años. Llevaban ropas ligeras propias de la estación, aunque un tanto desfasadas: las niñas, de largas cabelleras cubiertas de diademas y lazos rosas, llevaban pequeños trajecitos pálidos de tirantes y faldas oscuras, mientras los niños vestían camisas de manga corta y pantalones que no les llegaban a las rodillas. Todos correteaban, saltaban y, sobre todo, reían; disfrutando de aquel parque sin juguetes ni columpios; persiguiéndose, dando volteretas, librando batallas imaginarias sin ensuciarse.
     Y, allí y allá, sus compañeros, sus vigilantes, los adultos. Parejas en pie cogidas de la mano, sonriendo mientras miraban a los niños. Una pareja de ancianos se había sentado en invisibles taburetes, el hombre calvo y de amplio bigote mantenía las manos sobre sus rodillas mientras su mujer, de pelo blanco como la nieve recogido en un moño, le colocaba una mano sobre el hombro. Algún adulto había, incluso, que se animaba a tomar parte en las correrías de los chavales, saliendo tras ellos andando como un gorila, provocando una desbandada de aquellas carcajeantes y coloridas aves. Entre ellos, jóvenes más mayores, adolescentes no muy distintos a él hacía unos años, miraban con cierto desinterés los juegos, más centrados en buscar la intimidad de los rincones más alejados.
     Gonzalo no daba crédito. Lo que más le impresionó fue la cantidad de niños. ¿Tantos había enterrados allí, llevados a la tumba por qué catástrofe? Epidemias de hambre, gripe y tisis; las bombas de la guerra; un autobús volcado o una escuela hundida…
      —Hola.
     Aquel saludo, la primera voz que oía, distrajo su atención hacia su izquierda, hacia…
     Tragó saliva. Era una de las dos misteriosas sombras que había descubierto observándole, la más bajita. Su pulso se aceleró por unos instantes al verlo, aunque ya no tuviese miedo. Simplemente, le sorprendió.
     Era un niño.

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