LAS SOMBRAS JUNTO AL CEMENTERIO - 1º PARTE
Al noveno trago vació, por fin, la botella del todo. Ya no había más alcohol que
beber, más valor que inyectarse. Pero el miedo seguía con él, como el dolor.
Gonzalo Llanos gruñó, con su cara colorada
sudando mientras estiraba el brazo hacia el segundo cajón de su cómoda,
apartando los pijamas de invierno hasta llegar al viejo revolver Euskaro
calibre 32; objeto caro, ilegal e inútil que le costó mucho conseguir, que
podía mandarle a la cárcel sin su correspondiente licencia y, la opción más
interesante en ese momento, también podía sacarle de la vida. Una idea
tentadora, ahora que para él aquel enorme coñazo había perdido su sentido.
Sin poder reprimir un sollozo de niño
asustado, levantó el cañón hasta apoyárselo en su sien, cerró los ojos… y se
contuvo. Sabía que aquello no iba a ser el final, pero…
¿Lo sabía, realmente?
No tenía por qué correr; aún le quedaba
mucho tiempo, y nunca es tarde para cerciorarse. Una última comprobación, y
luego…
Echó
el arma sobre su revuelta cama y fue hasta su escritorio, lanzándose de
rodillas al fondo más desastrado del cajón más inaccesible, donde acumulaba
facturas arrugadas, bolígrafos a medio gastar, pelusa y polvo. Allí estaba,
arrugado como un antiguo pliego de pergamino. Un viejo mapa de carretera con
una X roja trazada sobre él. No indicaba la localización de un tesoro, pero era
justo lo que le necesitaba ahora.
Frotándose el sudor de la cara, volvió a
derrumbarse caer sobre la cama, listo para dormir. Hacer un viaje tan largo con
semejante pedal sí que sería un suicidio prematuro. Y de paso, podía tener
suerte y soñar. Recordar aquello. Revivirlo.
La torre
blanca de la iglesia, la jaula de la campana, como la llamaba su padre; en
torno a la que las casas parecían palomas de carreras. Aquel era el rasgo que
más recordaba de su pequeño pueblo natal, Alcín, encajado en un valle minúsculo
entre Agost y el Moralet y limitado por dos altas laderas y los sembrados a su
alrededor; apenas una bonita reliquia a la que el mundo había llegado en forma
de coches y tractores. Las calzadas seguían siendo de piedras, escoltadas las
casitas de ladrillo encalado pintadas cada una de un color, con las puertas
cubiertas por persianas y las ventanas enrejadas adornadas con geranios; donde
los niños jugaban al futbol, al escondite, a la comba y a las canicas al salir
de clase y los ancianos se sentaban a envejecer junto a sus portales, bajo el
sol.
Aquella había sido su cuna, gozando además
de cierta posición de prestigio. Él era el príncipe del pan; título honorifico
heredado por ser el hijo del único panadero del pueblo. El hombre que
alimentaba a aquel hormiguero pequeño y menguante desde su horno de piedra,
levantándose cuando aún no era de día y llenando el segundo piso de su casa con
el olor delicioso de la masa caliente. Todo allí era casero; un cebo
irresistible para los residentes, pero no para los jóvenes. Cansados de ver sus
hogares secarse entre los campos de olivos y almendros, convertían sus
boletines académicos en pasaportes para viajar por galaxias desconocidas que
solían naufragar antes de tiempo en las alfarerías de Agost, los polígonos de
Alicante y cualquier ocupación con más perspectivas que su agricultura
decadente. Y los que se iban nunca volvían, salvo por una razón, el único
atractivo real que ofrecía Alcín.
No
era el alto campanario rodeado de casitas de colores, ni los partidos de los
sábados en el destartalado polideportivo, ni el despliegue de almendros en flor,
sino el más exclusivo barrio de la comunidad, una amplia parcela en el límite
norte del municipio, aislada del resto por una muralla blanca pálida como un
hueso desgastado, muy diferente al alegre color porcelana del resto de
casas. Del mismo modo, las viviendas en
su interior tenían más plantas y muchos más ocupantes, aburridos por pasarse
todo el día acostados; rodeados por un jardín que se renovaba cada semana, al
contrario que sus elegantes adornos de piedra.
La morada final de los hijos de aquel
pueblo desde hacía más de siglo y medio, al que muchos volvían sólo al final de
sus vidas, con estas ya acabadas. Un escenario que inspiraba nostalgia en los
adultos y miedo y emoción a la vez en los jóvenes, especialmente en los niños.
Y es que, a diferencia de en la mayoría de
pueblos, el cementerio de Alcín estaba encantado de verdad. En él podían verse
fantasmas.
Eran
casi las dos y media de la mañana cuando Gonzalo se decidió a ponerse en
marcha. Su ropa estaba arrugada de la camiseta a los calcetines, su pelo
parecía el nido de una tórtola y se sentía empalagoso por el sudor reseco. No
le importaba; para lo que iba a hacer no necesitaba la ducha y el afeitado y,
de todos modos, sólo retasarían lo inevitable. Así qué fue decidido hasta el
callejón tras su apartamento y lanzó al asiento delantero de su Audi A4 la
maleta revuelta y medio llena con todo el equipaje necesario menos, por
supuesto, su cartera y el arma. Esas prefería tenerlas a mano.
Notando las manos pegajosas y temblorosas
mientras parpadeaba con frecuencia, intentando dejar la todavía profunda
confusión etílica, maniobró para poner en marcha su coche. Empezaba a viajar
con su cuerpo pero, en realidad, su mente le llevaba horas de ventaja;
alcanzando su destino hacía más de treinta años, cuando vivió su particular
transición a la adultez: el paso de niño que lo puede creer todo a creer lo
inexplicable para siempre.
—Me
parece una majadería —repitió Manuel, al pie de la cuesta.
—Si claro. —Aunque burlón, el tono de Juan
era desafiante—. Lo que pasa es que estas cagao.
Gonzalo reprimió una risa, consciente de
que intentaban pasar desapercibidos.
Era sábado a las diez de la noche, un buen
momento para estar por la calle; por algo ya tenían diez años, edad más que
suficiente para dejar a papá y mamá tranquilos en casa, especialmente si iban
en grupo. A nadie le iba a parecer raro ver a los tres chicos juntos; sin embargo, el adónde iban era otra historia.
Aunque pequeño y obsoleto, Alcín tenía sus
pasatiempos: el cine al aire libre, bastante medio decente, era el destino
habitual de los chavales que no habían ido a ver a algún familiar el fin de semana; de ahí
se solía ir a la pequeña cafetería Don Luís, donde el viejo cocinero rechoncho
y sonriente preparaba hamburguesas en pan de sésamo. O, en su defecto, en la
otra acera de esa calle había un pequeño salón recreativo, convenientemente
dividido para todos los públicos: el acceso izquierdo para los jóvenes, que se
dejaban unas cuantas monedas con los futbolines o los comecocos; el derecho
para los que hacían lo propio con las cartas, al billar o a las tragaperras.
Lo que estarían haciendo, si no hubiesen
visto ya Toy Story y no tuviesen
ganas de jaleo. Esa noche sin luna, gracias a las nubes, querían hombría, y
sólo conocían un modo de obtenerla.
No eran, desde luego, los primeros en
someterse al particular rito; de hecho, no creían que hubiese una sola
generación de Alcín que no hubiese tomado parte en la tradición, herencia
patrimonial única recibida de padres, tíos y abuelos. La mayoría, como era de
esperar, la relegaba al recuerdo cuando ya eran adultos, burlándose de aquella
chiquillada de su pasado. Pero en la particular tribu de Alcín, para poder ser
hombres que se reían de aquello, antes los chicos debían probarlo. Muchos de
sus compañeros ya lo habían hecho, o eso decían. Las variaciones entre
versiones chocaban con frecuencia tanto como los coches de choque en las
ferias, y no era raro que acabasen rotas.
Tenía que ser a oscuras; no sabían por
qué. Al final del pequeño terraplén natural que marcaba el final del pueblo,
había un extraño abombamiento del suelo hacia la derecha; un zócalo natural que
elevaba el camposanto. En vez de allanarlo, el muro se diseñó cubriendo las
tumbas y la tierra por igual, dándole la pinta de una cárcel. Por supuesto,
colarse allí de noche era una locura: los barrotes de la verja cerrada con
llave eran demasiado estrechos y la pared demasiado lisa y alta, por no hablar
del Tío Garrote, el anciano vigilante; delgado y arrugado como una momia
vestida de azul pero ágil y despierto como un búho hambriento. Ningún joven
recordaba su nombre, reemplazándolo por su amor incondicional a su herramienta
de trabajo favorita. Si tenían la relativa suerte de pasar y se lo encontraban,
uno sólo de sus golpes les dolería más que la posterior paliza que les darían
sus padres al enterarse, y era bien sabido que le encantaba jugar al máximo con
sus tambores nuevos. Además, para que verlos no era necesario estar entre sus
tumbas. Sólo cerca.
A la izquierda del cementerio, aquel
camino acababa frente a una explanada, un descampado natural lleno de piedras y
maleza que les llegaba hasta los ojos y capaz de desgarrarles la ropa; inusualmente
limpia por la falta de basura y regular aplastamiento. Por algo, no todos los
que subían hasta allí eran niños curiosos y los vecinos sabían guardarle el
respeto a aquel terreno.
Todos, incluidos ellos, tenían a algún
familiar tras aquel muro y, cuando este fuese demasiado pequeño para más
ocupantes, seguramente, los nuevos nichos se plantarían en aquel espacio
semi-virgen. No era infrecuente que don Carlos, el párroco, al comentar las
virtudes de la otra vida venidera, señalase que muy posiblemente allí
reposarían sus padres, o ellos mismos, cosa tan calmante que convertía en
misterio que alguien fuese capaz de prestar atención en catequesis.
Los tres niños se limitaron a andar, ahora
con la confianza de no ir solos, hasta cruzar el perímetro del claro. Aunque
pleno verano, la cercanía de las lomas ayudaba a relajar el calor por la noche,
cosa que ahora agradecían. Gonzalo se sentía bien, aunque con cada paso su
corazón parecía un sapo cantando y el poco sudor de su frente se evaporaba apenas
llegaba al entrecejo. Aunque cabizbajo, evitando de momento mirar a sus amigos,
apreciaba que Manuel se llevaba mucho el brazo derecho a la cara; para
apartarse el flequillo de los ojos o morderse las uñas. Juan, por su parte,
miraba al frente y pisaba con fuerza, como si quisiese dejar un rastro de
huellas. De los tres parecía el más firme, aunque sus movimientos rígidos y su
manera de plegar los brazos delataban nerviosismo. A su alrededor, los grillos
habían sustituido a las chicharras como músicos callejeros, haciendo un
momentáneo alto que Gonzalo quiso atribuir a su paso entre los arbustos.
Unos metros más adelante sólo había tierra
desnuda. Los tres chicos llegaron a la vez; por algo compartían velocidad y
mantenían los cuerpos cerca. La maleza se había retirado como los espectadores
de una pelea clandestina, mientras la gigantesca pantalla de la pared se
levantaba a diez pasos de ellos. Como alumnos que eran, la miraron, esperando
que les diese la respuesta que buscaban.
—Bueno… ¿y ahora?
—Ahora… —Juan miró con reproche a Manuel—.
Hay que esperar. Y si pasa…
—¿Qué?
Los expresivos ojos de Juan se clavaron en
Gonzalo. Al contrario que Manuel, que buscaba que saltasen chispas, la duda de
Gonzalo estaba enteramente en cómo hacerlo. Sólo habían oído rumores sobre cómo
seguir. Pero, esperaba, que Juan supiese más que él.
—Pues eso —respondió, poniéndose brazos en
jarra—. Esperamos frente a la pared… a ver qué pasa.
Mantuvo su pose durante unos minutos,
firme frente al cementerio, antes de empezar una vuelta, seguramente aburrido.
Manuel, por su parte, suspiró largamente y se dejó caer sentado al suelo, ya
fuese por la caminata o como señal de rendición ante el miedo. Gonzalo sus
brazos colgando junto a su cuerpo, intentando ver algo más que oscuridad sobre
el blanco esmaltado. Un agujero pasado por alto, una grieta desagregando la
pared, una lagartija pasar corriendo…
Pero nada pasaba y todo seguía igual; a
oscuras en un silencio roto sólo por los grillos.
—¿Sab…? —El chistido de Juan le recordó
que, pese a todo, aquello lo hacían de incognito—. ¿Sabes cuánto hay que
esperar?
Se encogió de hombros.
—Ni idea. Y total, ¿alguien lleva
reloj?
¿Un grupo de chicos, un sábado por la
noche en un pueblo muy pequeño? El tiempo no valía nada allí, ni existía para
ellos. Sólo la experiencia, y lo que su escasa paciencia permitía gastar.
—Juan… —Gonzalo procuró controlar el
volumen—. ¿Sabes… cómo será?
Los tres sabían que no podían esperar una
sábana arrastrando grilletes y farfullando pero, al menos, quería hacerse una
idea.
—No sé. Aparte de lo que ya dijeron Curro
y Pepe…
Curro, de once años, repetía quinto curso. Aseguraba haberlo hecho hacía
tres años. Según él, pasado un silencioso rato en el secarral, se hacía un
silencio absoluto y se veían todas las luces de Alcín apagarse. Empezaba a
oírse entonces crujidos de nudillos al apretarse y, al mirar a tu alrededor, veías
asomando del suelo cráneos pelados y negros unidos a sus respectivos
esqueletos, intentando agarrarte mientras reían como urracas. Una versión tan
creíble como la de Pepe, compañero de toda la vida, que año antes juró y rejuró
que vio unas luces empezar a levantarse desde el cementerio, seguidas de una
serie de destellos como de decoración navideña que empezaron a acercarse a él y
a envolverle, antes de que pudiese correr. Una posible explicación era que el
viejo tío Garrote hubiese usado velas para ayudar a sus cataratas, pero de
puertas a fuera, sólo se podía tener fe.
Otros alumnos eran más discretos con la
experiencia, destacando entre ellos Sara Calenda, alumna de último año y una de
las pocas chicas lo bastante curiosas (y valientes) para hacerlo. Puede que su
versión ocupase el boca a boca durante casi dos semanas por ser la más sencilla
y creíble, impresionando más a Gonzalo.
Fue a principios de enero de ese mismo
año, durante las vacaciones de diciembre. Al contrario que otros, lo hizo sola
y sin testigos, lo que no le daba más credibilidad. Aseguraba que, después de
permanecer frente al muro durante el inexacto periodo de rigor, sintió de
pronto un terrible escalofrío por todo su cuerpo que la dejó sin poder mover
brazos ni piernas; como cuando sopla un viento helado… sólo que no hacía ni
pizca de aire. Y en ese estado, aseguraba, sintió algo a su lado, que daba vueltas
a su alrededor como un perro analizando un cachorro de gato, palpándole el pelo
y respirándole en la nuca. Lo que más la asustó, decía, fue que no llegó a ver
nada, como si algo jugase con ella o la estudiase para hacer algo después.
—¿Algo… cómo qué?
Fue la pregunta que nunca tuvo respuesta.
La historia acababa con un repunte de sus facultades, que la llevó corriendo
cuesta abajo, derecha a su casa. De camino, se calmó lo bastante para que sus
padres no pensasen dónde había estado ni qué había hecho, ayudándola a inventar
un testimonio medio coherente. Por desgracia, su sola versión y su costumbre de
llevar sólo una manga hasta en pleno invierno (solía ser vista con chaqueta sólo
a la ida y salida del colegio) lo redujeron todo, simplemente, a que Sara
Candela había descubierto lo que era el frio en un sitio que, casualidad, se
consideraba encantado.
Ellos, al menos, no estaban solos.
Mientras Gonzalo miraba la pared, comprobó que Juan hacía unido, desde varios
pasos más atrás. Sólo Manuel, desinteresado, rompía la solemne concentración
del momento, manteniéndose frente al borde de la maleza primero… y silbando
después.
—¡Calla! —rugió Juan en un susurro.
—Oye, ¿Cuánto llevamos ya? —insistió en
saber, desafiando la imposición de silencio.
—Diez minutos por lo menos —le reprimió su
amigo, cada vez más nervioso, haciéndole abrir los ojos y entrecerrar la boca de
pura congoja—. ¡Y calla, pesao! Estoy intentando oír.
—¿Qué quieres oír? —inquirió Manuel,
susurrando por fin mientras levantaba las manos—. No se oye nada.
Juan se disponía a replicar cuando
Gonzalo, vigilándole sobre el hombro, dio dos pasos largos y estiró el brazo
para pararlo. Juan debió pensar que iba decir que ni caso; por eso parpadeó
cuando dijo:
—Tiene razón.
Sí, estaban en absoluto silencio. Los
grillos, de repente, se habían callado; ya no se oía el frotar de sus alas ni
su deslizarse entre las ramas secas. A sus pies, a una distancia que se veía
kilométrica, las pocas luces nocturnas encendidas del pueblo aun brillaban,
pero los sonidos de risas, andares y conductores se perdían en el vacío de la
noche. Un grito de auxilio en medio de un páramo helado.
Manuel empezó a retroceder; los tres
habían cobrado consciencia de su situación: solos a oscuras, lejos de todo y donde
nadie podría oírles. O ayudarles. Los tres pares de ojos daban vueltas en un
imaginario carrusel, alternando entre la carretera, los arbustos y la pared blanca;
sin ver ni oír nada.
—Eh… tíos. —Además de susurrar, ahora a
Manuel le temblaba la voz—. Creo… que lo dejo.
Dio un paso al frente, rompiendo el
círculo justo cuando quedó encarado hacia la cuesta.
—¿Qué…? —La reacción de Juan ante su nueva
demostración de cobardía fue de sorpresa, no de indignación—. ¿Qué dices?
¿Después de todo lo que llevamos ya?
—No puedo, joer… —Manuel iba de frente;
doblaba un poco la cabeza verles, sin parar—. Perdón.
Cuando le faltaban pocos pasos para llegar
a la pendiente, Juan corrió hacia él para pararle, recorriendo sólo medio
metro, antes de parar, como Manuel, y como Gonzalo.
Acababan de oírlo; no un insecto ni una
alimaña a su paso por la hierba seca. Era la maleza crujiendo bajo pies firmes.
Manuel aún no había llegado al borde. Y, de
todos modos, el sonido venía de detrás de él.
—¡Lo dejo!
Fueron las últimas palabras de Manuel,
antes de correr cuesta abajo. Juan lo ignoró; vuelto hacia el extremo opuesto
de la maquia; la fuente del sonido. Gonzalo fingía imitarle; paralizado en
realidad.
No había nada; al menos no para oírse así
sin que pudiesen verlo.
Juan dio un par de pasos; lentos,
espaciados y sigilosos, como queriendo pasar desapercibido. Como Gonzalo, ahora
sentía lo expuestos que estaban.
Otro pasó sonó en la maleza, ahora a la
derecha, frente a la pared del cementerio. Los dos chicos pivotaron sus cabezas
en el acto. Ni nadie ni nada que ver.
—Dios… —Juan se llevaba las dos manos a la
cabeza; Gonzalo pudo ver que su frente había empezado a sudar—. Tío, esto… esto
es…
Empezó entonces el verdadero clamor; todas
las ramas, hierbecillas y matojos crujieron a una, barridas por una repentina
brisa violenta que pasó de un extremo a otro de la explanada. O eso habrían
pensado si hubiese viento. Nada había soplado sobre ellos, nada al menos que sintiesen
con sus ropas ligeras y pantalones de verano.
Hubo un minuto de silencio absoluto ajeno
a la solemnidad del sitio; conteniendo la respiración y tensando los músculos;
sólo el corazón imparable seguía haciendo eco. Y lo oyeron, otro sonido que,
ahora sí, salía de la pared del cementerio; primero bajo, casi inaudible, pero
iba ganando volumen progresivamente. Y muy deprisa.
Empezaron a reconocerlo. Risas. Carcajadas,
de niños y jóvenes disfrutando de una fiesta.
La máscara del coraje acabó suelta bajo
tanta presión, dejando dos pequeños ojos desnudos, agitados y asustados; Juan
dio media vuelta y corrió, saltando los matojos entre él y la bajada como un
atleta olímpico en vallas, dejando un oscuro charco condensarse sobre la tierra
que había pisado momentos antes.
Así se rompió la unidad. Gonzalo se había
quedado solo, quieto y callado, mirando al cementerio.
Sintió su llegada como un cohete
explotándole en la cara, abriéndose frente a él, golpeándole y atravesándole. Y
en todo momento, siguió quieto, recibiendo aquella ola que le dejó al pasar de
pie y seco. El alboroto había salido desde la pared, atravesando el muro de
ladrillo como una cortinilla de gasa. Pero nada lo había seguido; la pintura
blanca, su superficie entera y no había nada con él. Lo que había pasado lo
había hecho sobre ella o a través de ella.
Y aun así, sentía que su concepto de
soledad había cambiado a su alrededor. No podía verlos, pero seguía oyéndolos.
No pasaba de un ligero castañeo con un
ritmo parecido al de los ahora callados grillos, pero producido por una
garganta humana. Aunque más bajo, seguían sonando como risas; cortas y fugaces.
La de los niños cuando jugaban al pilla-pilla; la de los novio al juntar las manos
tras un día separados, la de los padres que ven crecer a sus hijos. Todo eso,
junto y a pedazos, llegándole desde todos lados.
El suelo seguía limpio, sin rastro de
huellas o marcas, pero el restallido apagado de cientos de pies hacía brincar
las piedrecillas, levantando montones de polvo que danzaba como pulgas
coreografiadas.
Y, a la vez, Gonzalo lo sentía, a su
alrededor, sobre él, como cuando Juan y Manuel se movían con él. Pero esta vez
era distinto. Él era el eje en torno al que los demás se movían, la barra que sujetaban
los bailarines invisibles. No sabía si lo tocaban, no sentía nasa rozar su
piel, pero sentía sus presiones internas cambiar. No era como, dijo Sara, frío
o paralizante, sino cálido, alegre, entusiasta. Animaba a acompañarlos, reír,
jugar, lo que fuera que fuese. Hacía olvidar que estaba frente a la pensión de
la muerte.
Volvió a atreverse a respirar; el aire
fresco de la noche reanimó sus pulmones. Con cuidado de no pisar a los
invisibles pies a su alrededor, Gonzalo se movió. Las risas seguían, los pasos
también, la sensación de estar atrapado en un abrazo imposible le acompañaba
sin lastre ni agobio. Fuese lo que fuese, le seguía; se movía con él. O…
Mientras el sudor se secaba, más despacio
y más lúcido, volvió a buscar lo que fuese que había imaginado. El suelo seguía
siendo de tierra dura, la maleza seguía seca y doblada y la pared del
cementerio blanca y vacía…
Un tenue resplandor sobre su cabeza atrajo
su atención. Las nubes se habían movido, dejando pasar un rayo de luna.
Gonzalo volvió a quedarse inmóvil; ahora
podía verlos, claramente. Iban en torno a él, agitando brazos y piernas arriba
y abajo y girando la cabeza. Otros iban de un lado a otro como si llegasen
tarde, mientras otros, por lo general más grandes, esperaban en los márgenes.
Eran muchos, más de una docena, unos más altos y otros más bajos que él, como
si fuesen niños y adultos jugando juntos. Pero no eran niños ni adultos, ni
hombre ni mujeres. El miedo revivió en él, haciéndole apretar los dientes y
juntar las manos.
Ahora, era seguro no se les podía
catalogar como humanos.
Eran sombras; los que lo rodeaban en aquel
oscuro y caótico vendaval sólo eran manchas oscuras antropomórficas,
bidimensionales e insustanciales que, pese a ello, conseguían expresar alegría
y mover el suelo.
Gonzalo giró la cabeza a su derecha, hacia
la cuesta que, como a Manuel y Juan, le sacaría de allí. Vio aquel pedazo de
suelo sin continuidad iluminado por el distante pueblo, en torno al que se
movían las sombras; muchas y muy apretadas, pero dejando huecos. Con correr en
el momento exacto, bastaría.
Empezó a arrastrar los pies, calculando cuando
esprintar, como cuando jugaban a los relevos en el colegio. Se inclinó, flexionó
los pies…
Un movimiento se desmarcó del torbellino,
tan voluminoso y rápido que no pudo pasarle desapercibido. Volvió a girar la
cabeza hacia el cementerio…
Una sombra atravesaba el terreno, directa
a él. Su contorno era voluminoso, rebasando su estatura en al menos dos
cabezas, con los brazos tan pegados al cuerpo que parecía una túnica extendida.
La representación más tradicional del fantasma, arrastrando levemente la
gravilla en su levitar mientras podía ver a su través el fondo blanco y el resto
de danzarines. En segundos redujo la distancia hacia él de algo más de dos
metros y medio a uno, y seguía…
Contuvo un grito y corrió, ignorando el
resto de la formación en movimiento, derecho hacia Alcín. Sus pies le
levantaron más de centímetro y medio en el aire, mientras su corazón palpitaba
de forma tan dolorosa que pensó que se pararía, destrozado por sus costillas.
Pero tuvo suerte. Nada se cruzó en su camino.
Corrió cuesta abajo, sin parar hasta las
casas. Las calles estaban vacías, pero las ventanas estaban iluminadas y dentro
se oían las películas de acción o los partidos de futbol. No muy lejos, pueblo
adentro, los jóvenes reían y los viejos charlaban. Nadie le había visto. Había
vuelto con tanto incognito como se fue.
Por suerte o desgracia, su experiencia no
trascendió. El verano fue largo y se reencontró muchas veces con Juan y Manuel,
pero ninguno quiso hablar ni oír hablar del asunto, especialmente delante de
otros. Gonzalo suponía que era por vergüenza, la desmedida cobardía de uno y la
traición de los nervios del otro. Era consciente de que si alguien se enteraba del
desliz de Juan esa noche (secreto del que, seguramente, creía ser único
conocedor) no se limitaría a hacerle el vacío durante un mes o a darle una
paliza; sería el final de su amistad para siempre. Así que los chicos siguieron
saliendo con sus bicis, yendo al cine y jugando al futbol, relegando lo que
nadie quería recordar a lo más profundo de sus memorias hasta que, acabado el
periodo de tres meses de gracia, ni siquiera necesitaron sumar sus nombres a la
lista de bocazas valientes que habían buscado fantasmas al cementerio de Alcín.
El
tiempo siguió su curso, inalterable como el cambio de estaciones. Las canicas y
polis y cacos dieron paso a los ordenadores y a las salidas con chicas, las
bicicletas fueron cambiadas por las motos y el colegio desembocó en los últimos
cursos de Bachillerato. La infancia acabó definitivamente con sus momentos
felices y desagradables convertidos por igual en recuerdos; página pasadas de
una historia que podía revisarse en busca de experiencias, diversión o,
simplemente, desecharse como sueños olvidados.
Gonzalo Llanos tenía dieciocho años cuando
terminó el Bachillerato tecnológico en el I.E.S San Pablo de Alcín; momento que
rompía también el último vinculo del polluelo emplumado con su nido.
Terminando, para disgusto de la orgullosa pareja de panaderos, con la tradición
familiar, decidió cambiar la harina y el horno del pueblo de pequeñas casas por
los libros y aulas de la facultad de Ingeniería. Era en la tecnología y no en
el pan donde el joven presentía que estaba su futuro.
Fue a mediados de agosto, cuando los días
son secos y tórridos y el sol es más alto y despiadado, volviendo a la gente
perezosa e indiferente. Su maleta estaba llena, el equipaje revisado y su nuevo
coche, un Audi 4 regalado como premio por entrar en la universidad, listo para cubrir
su desembolso. Todavía quedaba casi un mes para empezar las clases, pero la
llegada del cambio era inminente y el joven quería prepararse cuanto antes para
lo peor. De la pequeña comunidad a la gran ciudad. De las cortas carreteras a
las largas autopistas. De la calma al ruido, de la tranquilidad al estrés, de
lo conocido a lo alienígena. Prefería estar cuanto antes en la residencia de
estudiantes. Pero antes, quería hacer una última cosa.
No fue muy diferente a su primera vez,
sólo cambiaron pequeños detalles. Seguía llevando camiseta de maga corta y
vaqueros cortos, pero ahora medía casi sesenta centímetros más, pesaba treinta
kilos más y era ocho años más viejo. Era otra noche calurosa amenizada por los
grillos, sólo que más seca; el sudor brotaba sin necesidad de tener miedo y los
propios insectos parecían chirriar con más despacio, asfixiados. Y, no menos
importante, volvía era otra visita nocturna y de incognito, con la salvedad de
que ya ni le preocupaba ni le importaba ser descubierto ni que sus padres le
esperasen en casa. Ahora ya era un hombre, preocupado por problemas de adultos
y de esa vieja fantasía infantil que aún le picaba tras la oreja; la ilusión
que le hizo dudar de su cordura.
El cielo ero negro, las nubes tapaban la
luna, reflejando débilmente la luz de las casas. La carretera que salía del
pueblo, pasando por el viejo cementerio, estaba tan vacía y polvorienta como
una tumba olvidada. El claro en el descampado, cercado por ramas secas, parecía
aún más grande de lo que recordaba; claro que la maleza estaba aún más reseca y
achaparrada. Sin embargo, seguía igual de limpio, sin latas, plásticos ni
zurullos de perros; nada que afeara la solemnidad del camposanto sobre su
plataforma natural.
Gonzalo comprobó su reloj de pulsera;
faltaba medio minuto para las diez y cuarto. Una buena hora, pensaba. No era
demasiado tarde y, si al final no pasaba nada, no se le harían las tantas.
Con la frialdad de un tractor sobre la
tierra, aplastó la vegetación a su paso, alcanzando el centro mientras los
grillos se callaban. A su derecha, la misma pared; menos brillante, más turbia
y más arrugada, envejecida como cualquier otra piel. Ahora el cementerio estaba
vacío; el tío Garrote se había mudado definitivamente a él hacía muchos años y
nadie había reclamado su poco codiciado puesto. Nadie entraba ni salía allí de
noche o, al menos, nadie que durmiese en una casa de Alcín.
El silencio se prolongó varios minutos,
cubriendo poco a poco la misma noche como una capa de roció. Cuando volvió a
comprobar la hora eran las diez y veintiocho; más tiempo del que esperaba.
Rompiendo aquella quietud con una profunda exhalación, volvió a leer, brazos en
jarra, el ajado pergamino.
La revelación llegó con tanta sorpresa que
lo confundió con una moto arrancando; con la rapidez de un chasquido de dedos,
el silencio acabó. El aire volvía a vibrar, movido por las risas, los pasos y
el temblor de cuerpos en movimiento.
Retomando la calma tras unos breves pero
tensos segundos de inhalaciones, apartó su rígido cuello del suelo y miró
alrededor. Esta vez, no se sobresaltó. Ya se esperaba aquello.
El tiempo no había cambiado su recuerdo.
Eran exactamente como entonces; simplemente, ahora parecían ser aún más, y
había más de los pequeños. Las sombras volvían a correr de un lado a otro, persiguiéndose,
dando vueltas, agachándose y levantándose sin orden. Al menos, parecía que le
ignoraban. Gonzalo se permitió un movimiento brusco, pasándose el dorso del
puño derecho por la frente. No se pararon para mirarle, ni hicieron sonidos o
gestos extraños, siguiendo a lo suyo.
Con las manos levantadas, se acercó a la
pared. No se cruzaban con él, ni sus manos traspasaron ninguna sombra. Seguían
riendo y jugando, sin interferir con él. Volvió a su posición inicial y suspiró,
aliviado y con cierto desengaño.
No se lo había imaginado; era real. La
leyenda sobre el cementerio de Alcín era verdad. Pero, ¿eran de verdad fantasmas…?
Paseaba su vista entre las figuras, extrayendo dos elementos discordantes:
había dos figuras distintas al resto, dos sombras que, a diferencia de las
otras, estaban en pie e inmóviles, con sus brazos pegados al cuerpo. Y, aunque
no hacían ningún ruido, notaba que su atención estaba en él.
La primera, la más cercana, estaba a
apenas medio metro a su izquierda, en el extrarradio que delimitaban sus
semejantes. Era la más pequeña; apenas le llegaba al ombligo. La otra, a casi
tres metros frente a él, en el centro de la divertida vorágine, parecía la
hermana mayor de su compañera, aunque no era, ni de lejos, más grande que él.
Y, pese a todo, al verla espasmo erizó todos los pelos de su piel.
Era ella, seguro; la había reconocido con
la misma seguridad conque ella lo había reconocido a él. Era la misma sombra
solitaria que le persiguió con hambrienta urgencia cuando era un niño. Y ahora,
ahí estaba de vuelta. O eso supuso. Se había desplazado unos centímetros hacia
él.
Gonzalo tensó sus músculos, listo para
escapar, cuando un destello brotó de la planicie, cegándole. Se dejó caer de
rodillas, temiendo algún tipo de ataque hasta sentir sus manos cerrarse sobre
un montón de hierbajos. Seguía pudiendo moverse, y sentir. Parpadeó, recuperando
la vista.
Miró al cielo. Una nube había desvelado por
completo la luna. El satélite brillaba, desparramando su luz plateada sobre el
cementerio.
Las risas y pisadas no habían disminuido
ni un ápice; hasta eran más nítidas. Al mirarlos, Gonzalo se quedó sin aliento.
Las sombras habían desaparecido, pero no
estaba solo. Una vivaracha multitud las había sustituido.
Fantasmas.
Aquel primer pensamiento fue breve. No,
parecían cualquier cosa menos fantasmas. No estaban afligidos ni eran
harapientos o descompuestos. Ni siquiera eran transparentes. Lo único raro que
tenían era como parecían resplandecer sus saludables cuerpos.
Del casi medio centenar que iban de un
lado a otro, vio que más de la mitad eran niños y niñas, de entre cinco y ocho
años. Llevaban ropas ligeras propias de la estación, aunque un tanto
desfasadas: las niñas, de largas cabelleras cubiertas de diademas y lazos
rosas, llevaban pequeños trajecitos pálidos de tirantes y faldas oscuras,
mientras los niños vestían camisas de manga corta y pantalones que no les
llegaban a las rodillas. Todos correteaban, saltaban y, sobre todo, reían; disfrutando
de aquel parque sin juguetes ni columpios; persiguiéndose, dando volteretas,
librando batallas imaginarias sin ensuciarse.
Y, allí
y allá, sus compañeros, sus vigilantes, los adultos. Parejas en pie cogidas de
la mano, sonriendo mientras miraban a los niños. Una pareja de ancianos se
había sentado en invisibles taburetes, el hombre calvo y de amplio bigote
mantenía las manos sobre sus rodillas mientras su mujer, de pelo blanco como la
nieve recogido en un moño, le colocaba una mano sobre el hombro. Algún adulto
había, incluso, que se animaba a tomar parte en las correrías de los chavales,
saliendo tras ellos andando como un gorila, provocando una desbandada de
aquellas carcajeantes y coloridas aves. Entre ellos, jóvenes más mayores,
adolescentes no muy distintos a él hacía unos años, miraban con cierto
desinterés los juegos, más centrados en buscar la intimidad de los rincones más
alejados.
Gonzalo no daba crédito. Lo que más le
impresionó fue la cantidad de niños. ¿Tantos había enterrados allí, llevados a
la tumba por qué catástrofe? Epidemias de hambre, gripe y tisis; las bombas de
la guerra; un autobús volcado o una escuela hundida…
—Hola.
Aquel saludo, la primera voz que oía,
distrajo su atención hacia su izquierda, hacia…
Tragó saliva. Era una de las dos
misteriosas sombras que había descubierto observándole, la más bajita. Su pulso
se aceleró por unos instantes al verlo, aunque ya no tuviese miedo.
Simplemente, le sorprendió.
Era un niño.
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