domingo, 26 de febrero de 2017

EXORCISMOS S.A. - PARTE FINAL

Raquel era un chica muy guapa; cinco años mayor que él. Alta, atlética, con una larga melena color miel, ojos azules y grandes y sonrisa de anuncio de dentífrico. A su modo, fue el primer modelo de mujer hermosa que conoció en vida. Y como era muy cariñosa, pasaron juntos el principio de su infancia, jugando al escondite, la pelota o en una piscina.
     Raquel murió a los quince años, mientras él terminaba su penúltimo curso de primaria. Fue un evento marcado por el secretismo; una tarde, mientras hacía los deberes, llamaron al timbre. Su madre abrió esperándola a ella, que había ido a hacer un trabajo de clase con una amiga, pero en vez de eso, se encontró a un policía. Le dijo algo; su madre reaccionó tapándose la boca, conmocionada. Cogió el abrigo y se fue con él, dejándole sólo sin mediar palabra. Román no se asustó hasta la noche, cuando su padre no se presentó a la hora habitual y seguía sin noticias de Raquel.
     Sus padres llegaron juntos en torno a las once; su madre llorando mientras su padre la sujetaba por el hombro. Lo bastante maduro para entender que pasaba algo muy malo, les preguntó por qué estaban tristes.
     —Ha habido un accidente, Román. Raquel se ha ido al cielo —se limitó a responder su padre.
     Eso fue todo; por más que llorase, por más que lo negase, ninguna de sus preguntas al respecto recibió respuesta. Aunque les acompañó en el velatorio, vestido con un pequeño y elegante traje de luto, no le dejaron ir al funeral, dejándole al cuidado de su abuela (o a él cuidándola a ella, destrozada por la pérdida y a punto de enterrarse viva entre pañuelos empapados en lágrimas).
     El suceso se convirtió con el tiempo en una mancha en sus vidas, motivo callado de tardes en silencio y cabezas bajadas conteniendo lágrimas mientras fingía ver la tele. Un tema convertido con los años en tabú, cosa que Román consideraba un desprecio a la memoria de su hermana… hasta que cumplió los catorce. Ya era lo bastante mayor para afeitarse, preocuparse por su cuerpo y saber la verdad.
     No hubo ningún accidente. A Raquel le gustaba atajar por un parque, uno de esos sitios donde se oyen las risas de los niños por la tarde y el olor a porro llena la atmósfera en el crepúsculo, entre saltos de patinadores y skaters. Allí fue asaltada. Violada. Y asesinada. Además, el cabrón quiso llevarse un recuerdo, aparte de su vida y su himen: le arrancó de la muñeca una pequeña pulsera plateada adornada con colgantes en forma de corazón.
     Esa vez no hubo lágrimas ni pena. Lo que si sintió Román fue rabia, encerrándose en su cuarto, golpeando las almohadas hasta que le dolieron los nudillos mientras inventaba al asesino, una cara que golpear, un cuerpo que romper. Con el tiempo, el sentimiento se sosegó, ahorrándole un tratamiento psiquiátrico. Al menos, había encontrado un objetivo en la vida.
     Román acabó la secundaria queriendo ser policía, el único modo que se le ocurrió de hacer justicia. Pero la vida real no es como en la tele. Su baja estatura y fibrosa constitución no superaron las pruebas físicas. Tuvo que conformarse con investigar como periodista, aunque con los años las tramas criminales, corruptelas y correveidiles había acabado llenando su cabeza.

Ahora, el odio y rabia que una vez sintió se reencarnaban frente a él en VHS.
     El hombre arrancó los calzoncillos al niño con un sonido de desgarro. Antón se llevó entonces la mano derecha a la sien. Román, conteniendo la respiración, comprobó que lo que masturbaba era una pistola. Hasta reconoció el modelo, una USP Compact, la utilizada por la policía. Paseó despacio el cañón sobre la piel de su sien.
     Román se mantuvo inmóvil. Parecía que lo había juzgado mal. Y ahora venía lo peor.
     La cámara quedó fija. El segundo brazo se unió al primero para dar la vuelta al niño. Su espalda quedó en escena; una mano hundiéndole la cabeza contra el colchón y la otra acariciándole los omoplatos. La intensidad del llanto creció, confirmando que estaba hecho.
     Con cada empujón, el chico gritaba y Antón succionaba con más fuerza; Román comprendió que el hombre ya no podía reprimir las lágrimas. Después de un interminable minuto, cuando el hombre dio la vuelta a la escena: ahora se apreciaba el torso, musculoso, pálido y depilado, con un tatuaje de un círculo místico, una especie de mándala, sobre el pectoral derecho. Y bajando, agigantada por la cámara, la cara del niño, arrugada por el dolor, ahogándose con sus palabras, suplicando que parase.
     Antón se levantó con violencia, al tiempo que se apagaba el televisor. Había pulsado el mando. El VHS vomitó la cinta.
     Mientras sus ojos se habituaban a las tinieblas, Román siguió sus movimientos, rezando en silencio para que no se diese la vuelta. Antón fue despacio hasta una mesita con un cajón en la esquina de la habitación. Lo abrió, dejó la pistola y la cambió por algo pequeño, que Román no necesitaría ver.
     Se detuvo junto a la tele, frente a la puerta misteriosa. Se abrió con un crujido, coincidiendo con un alboroto de golpes y lo que parecían gritos de auxilio bajo una mordaza. Cuando volvió a cerrarse tras Antón, se silenciaron un poco.
      Román, despacio, hizo aquello para lo que salió y volvió a su cama. Intentó dormir, pero no podía quitarse de la cabeza lo que había visto primero y oído después. Intentaba oír la puerta del salón abrirse otra vez. Y, aunque no le pareció que llegase a dormirse, ningún sonido le molestó.


Despertó con las primeras horas del día, arrimando la oreja a la puerta. Había movimiento en la cocina. Antón ya estaba levantado.
     Salió despacio, vestido con una camisa de pijama desabrochada y pantalones cortos, situándose tras el arco como la noche anterior. Sí, Antón estaba tras la barra, tapado por la puerta de la nevera.
     Román sentía los ojos cansados y tenía hambre. Necesitaba desayunar, pero también, y mucho más, respuestas.
     Vio su oportunidad; entrando en el salón con zancadas largas y sigilosas, alcanzó la esquina. Abrió el cajón, adueñándose de la pistola y el segundo objeto: un aro del que pendían dos llaves.
     A su espalda, la nevera se cerró. Al mirar atrás, se encontró con que Antón le había descubierto.
     —Quieto. —Román le apuntó con la pistola, mientras se movía hacia la puerta—. No te muevas.
     Sin apartar el cañón de su objetivo, sin furia o miedo en sus ojos sino su habitual, ahora lo veía, sensación de ausencia, Román palpó la cerradura hasta conseguir meter la llave correcta.
     —No se te ocurra seguirme —le amenazó mientras la traspasaba, sin mucha confianza en el poder de sus palabras.
     Y tal y como esperaba, Antón se puso en marcha; no tras él, sino hacia el teléfono fijo de la encimera. Marcó de memoria el número, sin mirar las teclas.
     —Ya está —se limitó a decir—. Lo ha hecho.

Sin miedo a la oscuridad, Román localizó el interruptor de la luz. La puerta daba a unas escaleras de cemento que bajaban a una especie de sótano. Un espacio amplio y desaprovechado donde sólo había una puerta. Metálica, con respiraderos por los que saliían los torturados lamentos de su ocupante. Como en aquel momento.
     Román cambió de llave.
     —No te preocupes; voy a sacarte de aquí.
     Mientras tintineaba, los gemidos se volvían más desesperados, acompañados de chasquidos de cadena.
     Román, por fin, abrió la puerta. Retrocedió, golpeado por una ráfaga de olor rancio a orina y excrementos y comida podrida, antes de ver qué le esperaba dentro.
     Estaba tirado en el suelo, a la derecha de una mesa alta de trabajo; no un niño sino un adulto, totalmente desnudo. Al retroceder, Román vio un par de cubos viejos y sucios contra la pared, que parecían la fuente de la peste. Aunque era masculino, a simple vista costaba distinguir su sexo; hasta ese extremo estaba desfigurado.
     Le faltaba la mayor parte del cuero cabelludo, las orejas, varios dedos y la mayor parte de la piel, sustituida por largos parches de quemaduras y cicatrices mal curadas, haciéndole parecer un muñeco de trapo hecho de retales. El ojo derecho era sólo un agujero negro y hueco, mientras el izquierdo, de un azul acuoso, vagaba con el pánico de un ratoncillo en una caja, señal inequívoca de que la locura se había instalado en su torturada mente. Los genitales estaban mutilados; la pierna derecha, a la que estaba atada la cadena, reducida a un muñón romo que se incrustaba en el suelo. El peor detalle fue comprobar que no le costaba gritar porque llevase una mordaza: la mandíbula inferior colgaba, deformada como un plástico al fuego, dejando a la vista unos pocos dientes supervivientes y una lengua hecha jirones.
   Tras unos momentos de duda, empezó a emitir sus quejas, debidas a sus esfuerzos inútiles por estirar el brazo derecho, reducido a un dedo corazón festoneado de muñones, hacia la mesa. Una réplica de la llave de la puerta colgaba del borde, a dos centímetros  justos del solitario dedo.
     Román retrocedió hasta que se le agotó el suelo, jadeando de espanto y desconcierto. A su derecha, unos pasos bajaban la escalera.
     —Muy bien —le felicitó Antón al llegar—. Lo has encontrado. Ahora tienes que subir. Pronto te aclararán todo.
     Román, entre jadeos, consiguió levantar la USP.
     —Adelante —le retó con indiferencia, dirigiéndose a la puerta—. Está descargada.
     Román, sin experiencia con armas de fuego, no necesitó comprobarlo. Antes de que aquel horror le quedase ocultado para siempre, pudo ver una última cosa: entre piel expuesta y músculos castigados, conservaba un último pedazo de pálida piel intacta en el pectoral derecho. La carne muerta enmarcaba el tatuaje de un mándala.

Román esperó sentado más de una hora en la mesa de la cocina, como un niño castigado, mientras Antón, que le había escoltado hasta allí, montaba guardia junto a la puerta.
     Fuera, oyó que el portón se abría y un vehículo grande, seguramente una furgoneta, entraba. Una de sus puertas se abrió, con un crujido característico.
     Antón hizo lo propio con la puerta de su casa, recibiendo efusivamente al visitante.
     El recién llegado era un hombre joven, de apenas treinta años, alto y enjuto, vestido con un elegante traje azul de ejecutivo y con un sobre marrón del tamaño de un folio bajo el brazo. De rostro alargado, pelo corto y rubio y mandíbula angulosa, le dedicó a Román una sonrisa de simpatía que le puso los pelos de punta. Aunque apuesto, le intimidaba; sentía algo nocivo emanando de él como un perfume.
     Por un momento, la consciencia le abandonó. El diablo acudía a rescatarle.
     —Muy bien, Antón, como siempre —dijo con un acento raro, a Román le pareció que vasco, mientras le daba unas palmaditas en el hombro—. Ahora, si no te importa…
     —Por supuesto. —Se retiró al pasillo; la puerta de su dormitorio se cerró.
     El hombre lanzó el sobre en el asiento opuesto al de Román y se le acercó, tendiéndole la mano.
     —Tranquilo, no muerdo —aseguró, al fijarse en cómo se apartaba a medida que se le acercaba—. Mi nombre es Luciano Cobo, fundador y presidente de Exorcismos S.A.
     Román no se sintió capaz ni de devolver al apretón ni de dar su nombre. Al darse cuenta de que su actitud no iba a cambiar, Cobo retrocedió hasta su sitio.
     —Qué… ¿qué está pasando aquí?
     —Ah, la pregunta habitual. —Cobo volvió a reír—. Siendo como es un hombre inteligente, me parece que ya lo sabe. Quién es ese desgraciado de abajo y por qué le pasa esto, señor Elcid.
     Román parpadeó, estupefacto.
     —¿Cómo sabes mi nombre?
     —Evidente. —Se encogió de hombros—. El mensaje que recibió su editorial se envió pensando en usted.     
     Era plausible. Él estaba investigando la página web. ¿Pero cómo?
     —¿Y cómo dieron…?
     —Por partes. Tranquilo. Habrá tiempo para contar todo. —Se apoyó en el respaldo de su silla, sin llegar a sentarse—. Pero primero, dije que le contaría de qué iba esto.
     Estiró aún más su sonrisa, consiguiendo empezar a irritar a Román.
     —Bueno, pues cuenta.
     —Bien, para empezar… no somos una empresa. Más bien somos una organización. Conmigo a la cabeza.
     —Que ayuda a la gente a salir del infierno —rememoró Román.
     —Exacto.
     Román suspiró. Debía creer que era idiota.
     —¿Y cómo? No creo que haya ascensores con parada allí, ni cuerdas lo bastante largas. —Le rebatió.
     Cobo sonrió.
     —Me alegro de que lo vea con perspectiva —dijo—. En realidad, lo hacemos practicando un exorcismo.
     Román parpadeó.
     —Pensaba que para eso hacía falta un cura.
     —Oh, el infierno y los demonios existen, señor Elcid, pero no como en las películas. No se meten dentro de niñitas y las hacen levitar, lanzar chorros de vómito y hacer voces como José Luis Moreno. Es algo indiferente a las religiones y a las personas.
     Román le miró fijamente. Empezaba a hablar con sentido.
     —¿Cómo es eso?
     —Los demonios son, en realidad, los culpables de las tragedias.
     El corazón de Román le golpeó el pecho como un mazazo. De pronto, sentía la boca muy seca.
     —Siempre hay tragedias, señor Cobo…
     —Luciano, por favor —intervino.
     —Y no pueden evitarse.
     —No hablamos de evitarlas… Román, si me deja. Ni creo que hablamos de lo mismo —le corrigió, levantando el índice derecho—. Cuando una ancianita muere de vieja en un hospital, una ráfaga de viento derriba un árbol sobre un caminante, hasta cuando un conductor pierde el control y arrolla a un ciclista, es perfectamente natural. No ha sido culpa de nadie, menos, a lo mejor, de la mala suerte. La gente, los seres queridos, acaban aceptándolo y siguiendo con sus vidas.
     »Nosotros nos ocupamos de los otros casos. Los que tienen un culpable real. Ni fallos técnicos ni humanos, sólo actos conscientes.
     La mirada de Cobo se oscureció.
     —Chicos que matan a alguien en la carretera porque conducían borrachos. Maridos que matan de una paliza a sus mujeres para desfogarse de que su vida es vulgar o su equipo de fútbol ha sido eliminado en la liga. Y, por supuesto… —otra risa—… los que sacan placer de hacerle daño a otros. Especialmente a víctimas indefensas.
     Román creyó oír un murmullo más allá de las paredes. Se preguntó si Antón podía oírles.
     —En estos casos, por supuesto, la gente pide justicia. Y, a veces, se le concede, pero otras es ineficaz. Entonces pierden la fe, y es cuando caen en el infierno. Nada de fuego, azufre ni demonios. Sólo un pozo de resentimiento, rabia y pena en el que uno se hunde, cada vez más y más. La idea de hacer pagar al que les hizo daño les devora. Descuidan lo que les queda, se alejan de quienes pueden ayudarles, encerrándose cada vez más en sí mismos, buscando olvidar con el alcohol, las drogas y la autodestrucción…
     Luciano bajó el cuello, cerrando los ojos.
     —Eso es el infierno, y los que meten a la gente allí son los demonios. Y lo que nosotros ofrecemos, a los que han caído en él… es la oportunidad de salvarse.
     —¿Cómo? —Román torció la boca; sabía que era una pregunta innecesaria. Pero quería oír la respuesta de todos modos.
     —Haciendo que la víctima se enfrente a su demonio. Claro que, en realidad, que se salve depende de muchas cosas.
     —¿De qué?
     —De la persona. De qué tipo de daño sufrió. Y de lo que necesite para recuperarse —sentenció—. Unos se conforman con mirar a su demonio a los ojos, enfrentarse a él y preguntarle por qué lo hizo. Esperan ver algo, que no un hombre… lo que a veces pasa. Otros prefieren mandarlos de ida al auténtico infierno. Otros… —suspiró—… prefieren hacer de cada segundo de su vida en la tierra precisamente eso.
     Cobo guardó silencio unos segundos, viendo a Román parpadear, rascarse la frente, entenderle.
     —Y ahora el segundo punto, señor Elcid; quizás el más importante. —Arrastró la silla hasta dejar suficiente espacio para sentarse—. Nuestros servicios no se solicitan. Nosotros no buscamos clientes. Nuestros clientes nos encuentran… cuando ha llegado el momento.
     Recuperó el sobre y extrajo de él una hoja; por el tono parecía impresa por el reverso. Sin mediar palabra, la partió por el centro, tendiendo la mitad derecha boca abajo al sorprendido Román.
     —Mire esta foto, Román.
     Román obedeció. Parpadeó sin entender, al reconocer la foto de una novia el día de su boda. Una muchacha rolliza, vestida de blanco, con velo y labios cubiertos de carmín, sonreía contra un fondo celeste de fotógrafo. A su lado se colaba el traje negro y un pedazo de mano del novio.
     —No veo nada raro.
     —¿De verdad?
     Cobo rio con sorna. Luego le tendió algo más que sacó del bolsillo superior de su chaqueta; una pequeña lupa.
     Fíjese bien —señaló bajando el dedo—. En la muñeca.
     Román le siguió el juego, pensando en acabar de una vez cuanto antes. Sintió una punzada en el pecho al reconocer el objeto bajo el ojo de cristal.
     —Es… —Tragó saliva, intentando recuperar la palabra, mientras hundía un dedo sobre el papel—. Este…
     Cobo asintió con los ojos cerrados. Acababa de reconocer la pulsera que fue robada del brazo muerto de Raquel.
     —Es exactamente lo que parece. —La sonrisa de Cobo se estiró—. Sabemos lo que le pasó a su hermana. Y, por supuesto, hemos encontrado al responsable.
     La boca de Román empezó a tensarse, prolongando el silencio mientras se hacía a la idea de lo que pretendía.
     —No me diga…
     Su pulso se aceleró, activado por emociones que no era capaz de calificar. Cobo se sacó un móvil plateado del bolsillo y lo marcó. Román sólo pudo sacar de su rápido y breve cuchicheo un Ajá. Perfecto. Eso y que no dejó de sonreír en ningún momento.
     —Bueno, tenemos suerte —dijo mientras lo guardaba—. Sus compañeros no han llegado todavía.
     Cobo se levantó para abrir la puerta. Fuera, la furgoneta volvió a abrirse. Un sonido acompañaba a los pasos que se acercaban; el de alguien debatiéndose con la boca tapada.
     Dos hombres corpulentos, vestidos con suéter y gafas de sol, entraron, sosteniendo entre ellos a un hombre de unos cuarenta años, delgado, pelo rubio ceniza cortado a cepillo. Ojos presa del miedo.
    Cobo le dio la vuelta a la otra mitad de la fotografía. Ahí estaba, vestido de novio, unos años más joven y, evidentemente, más feliz.
     Román sentía frío. Había quedado helado. No estaba seguro, pero algún mecanismo se activó en su cabeza. Registró sus recuerdos.
     Podía ser él. Algo más enjuto, con el pelo hasta los hombros y una gorra del revés. Uno de los muchos rostros que pasaron por su infancia sin pena ni gloria; un joven que saltaba los escalones del parque con su monopatín, embobando a los chicos, aunque su objetivo fuesen sus hermanas. Un par de veces se fijó en Raquel, dedicándole sonrisas de dentadura entera y guiños. A cambio, recibía cierta indiferencia
     Se levantó, bordeando la mesa despacio. No sabía si le había reconocido también, pero los ojos del hombre ya no reflejaban simple miedo. Ahora, además, presentían el peligro.
     Se detuvo junto a Cobo, con los puños apretados, la cara roja, las lágrimas llenándole los ojos. Le hería su imagen, pero no podía dejar de mirarle.
     —¿Qué pasaría… —consiguió articular—… si rechazase su oferta para… salir del infierno?
     —Pues nada —aseguró Cobo, retrocediendo hasta el cautivo—. Una sesión intensiva de hipno-fármaco terapia para borrarle esta parte de la memoria, se le suelta donde se le cogió y ya está. Tenga en cuenta que mucha de esta gente ha seguido su vida. Este, ya lo ve, está casado.
     Si, tenía mujer. Podía tener hijos, vida, futuro. Todo lo que le quitó a Raquel.
     —¿Y cuál… —Román consiguió contener sus lágrimas—… es el precio si acepto? Supongo que no es gratis.
     —Una contribución mensual simbólica; totalmente opcional en realidad, y… —Cobo sonrió—. Por supuesto, colaborar en labores de iniciación. Como hace Antón.
     Oyeron un ligero gruñido distante como respuesta. Mientras, el cautivo se agitó, prisionero entre sus captores. Cobo volvió hasta el sobre, del que sacó un papel impreso y un largo y fino alfiler.
     —También podemos facilitarle una casa, como esta, por si necesita intimidad —aseguró, convirtiéndose en un seductor vendedor a domicilio—. Pero, claro, para eso hay que firmar.
     Le tendió la hoja y la aguja. Román levantó la segunda, sorprendido.
     —¿Y esto? —preguntó.
     —Un detalle sin importancia —aseguró—. Tenga en cuenta… que hablamos de historias escritas con sangre.
     Los ojos de Román cambiaron de objetivo. Se rio. Había que reconocerlo, tenía gracia.
     —Una última pregunta, Luciano —solicitó con seriedad.    
     —Adelante —concedió Cobo, inclinando la cabeza.
     —¿Qué sacas con esto? —preguntó levantando la aguja.
     —Nada —le aseguró, subiendo las manos como para escudarse—. La satisfacción de ayudar a la gente.
     Un pitido en su bolsillo le hizo ponerse serio.
     —Vaya. Lamento ponerme impertinente, pero vas a tener que decidirte ya.
     Román sabía por qué. Ya eran las diez de la mañana.
    
Román abrió personalmente la puerta, dirigiéndose por su propio pie al coche, para alivio de sus compañeros. Era él, con sus mismas ropas y sin lesiones visibles. Lo único que hacía era mover mucho los dedos de la mano derecha.
     —Un puñado de chalados —anunció a Rafa y Chema, otro reportero, mientras ocupaba el asiento del copiloto.
     —¿En serio? —Rafa se rio, como si no hubiese dicho nada especial—. ¿Y a qué se dedican?
     Román se recostó todo lo que pudo, dándole a su compañero la impresión de que estaba muy cansado y, por ende, que no querría hablar. Sin embargo, dijo, con los ojos cerrados:
     —Productos naturistas. La estrella es un laxante.
     Chema rompió a reír mientras Rafa bufó, bajando la cabeza hasta rozar el volante con la frente.
     —Una pista falsa entonces.
     —Sí —confirmó su amigo con una sonrisa extraña—. Desde luego. Así que vámonos de aquí. No quiero volver a ver este sitio en mucho tiempo.
     —¿Y qué le dirás al jefe? —preguntó Chema cuando superó el efecto de la revelación.
     —Ya se me ocurrirá algo. Pero, si no os importa, lo haré a la tarde. Ahora quiero pasarme por casa. No he dormido mucho esta noche y estoy reventado.

     Mientras Rafa hacía marcha atrás, se chupó la punta del índice derecho; acción que repetiría otras tres veces antes de volver.

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