EL SÍNDROME DEL ÚTERO HUECO - PARTE FINAL
—Pero… —El alumno que preguntó sobre el síndrome de Capgras volvió a levantar la mano,
esperando a que se le otorgase la palabra—. ¿No se duda… de la validez diágnostica
de ese trastorno?
Algunos profesores le miraron alarmados,
casi tantos como lo hicieron con un mudo asentimiento.
—Existen, es verdad, muchos profesionales
que dudan de su validez, más o menos como pasa con el trastorno de
hiperactividad —asintió, satisfecho—. No obstante, hay que considerar que el
mundo ha cambiado, y el cambio trae nuevos desórdenes. Sin irnos a esas
enfermedades pandémicas, que luego de crear la alarma parece que sólo se
anunciaron para vender vacunas —hubo algunos gemidos, amagos de risas sarcásticas—,
ciertos trastornos, como la adicción a las nuevas tecnologías, el síndrome del
Pequeño Emperador o incluso el síndrome de Diógenes se han reconocido
abiertamente como tales.
El consenso fue unánime. Aunque había
demostrado estar al día sobre el tema, el autor del comentario deseó que se lo
tragara la tierra.
—Por eso —Gilani suspiró—, lo que
prefiero es contaros la historia, daros los antecedentes y dejar que vosotros,
el futuro de la profesión, juzguéis y opinéis.
La imagen con el título cambió.
—Tranquilos. Habrá una ronda de preguntas
al final —aseguró a todos
El taxi
dejó a Estêvão Guedes al principio de la
calle, en Pernambues. El hombre pagó y se bajó allí; no quedaba demasiado lejos
de su casa, pero prefería ahorrar al máximo su salario. Marcela lo iba a
necesitar.
Se quedó viendo al coche blanco alejarse. Tenía su punto de tristeza que
él, mecánico, no tuviese coche.
Se metió en la estrecha calle de una sola dirección, saludando a un par
de ancianos de camino a su casa. Vivía con su mujer en la segunda planta de un
edificio, si eso era, de tres pisos. Aunque la fachada estaba pintada de rojo,
vista de costado se apreciaban las líneas grises entre ladrillos. No era un
diseño del arquitecto; simplemente no valía un encofrado y pintado completo.
—¡Ya he llegado! —anunció Estêvão, abriendo la puerta.
Se topó con un obstáculo al abrir la puerta; al empujar un poco más
comprobó que era el carrito, que se desplazó unos centímetros hacia el
interior.
Estêvão gimió con compasión, llevándolo hasta el salón. Una vez allí,
comprobó que estaba vacío. Su ocupante, por tanto, tenía que estar con su
mujer, que o había salido para algo… o seguía allí.
—¡Marcela, soy yo! —llamó, de vuelta al pasillo—. ¿Estás aquí?
—Sí, cariño… —le oyó desde el dormitorio.
Estêvão pasó de la inquietud a la calma sólo para volver a preocuparse.
Algo en esa voz no le gustó.
—¿Qué haces? —preguntó, dando pasos lentos y silenciosos—. ¿Estás bien?
—Claro… que sí —contestó tras un momento de duda, durante el que le pareció que
contenía un gemido.
Fue cuanto necesitaba su corazón para resonar en su cabeza. Se puso en
marcha hacia la habitación.
—¿Y… —tuvo que hacer memoria—, Simone? ¿Está contigo?
No supo si avergonzarse; casi cuatro meses… y seguía sin aprenderse su
nombre. Claro que, se consoló, podía ser porque seguía resintiéndose a darle un
nombre a eso…
Es por mi culpa, se dijo con
solemnidad, y eso si era inapelable. Tenía
que haber hecho algo antes…
Su pensamiento coincidió con su paso por la habitación a la izquierda,
la que tenía la cuna, los muñecos de peluche y la ropa de las tallas 0 y 3 que
no usarían en mucho tiempo.
Suspiró. Él sabía que algo se rompió en la cabeza de su esposa, su
alegre y preciosa esposa, cuatro meses atrás, cuando su deseo mutuo (algo más
de ella, lo admitía, pero mutuo) sufrió un triste y sangriento parón.
—Necesitará un tiempo para recuperarse —le dijo en privado el doctor—. Pero
tranquilo. Y no os preocupéis, es algo que pasa. —Le palmeó el hombro varias veces—.
Podréis volver a intentarlo.
Lo más trágico era que, por aquel entonces, cuantos más días pasaban más
pensaba justo lo contrario.
—No es culpa mía. —Se veía a sí mismo diciéndoselo a Marcela una y otra vez, cuando la
miraba acusadora con ojos rojos desde el sofá, la mesa de la cocina o la cama.
No, no era su culpa aquel desastre, sino el que vino después. Cuando
Marcela empezó a pasarse los días en la cama, a vagar por las habitaciones como
un alma en pena. Y, finalmente, cuando intentó superar su pérdida… con eso.
—Mira —le esperaba un viernes de marzo, sentada en el salón—. He encontrado
una niña. Nuestra niña.
Lo anunció con naturalidad entre risas tenues, que dejaron a Estêvão sin
fuerzas (casi se dejó caer de rodillas).
—La voy a llamar… Simone —le dijo.
Desde entonces no se separaba de ella. La ponía a dormir en la cuna, le
preparaba biberones, la sacaba a pasear en el carrito, consiguiendo que todos
sus vecinos y la gente del barrio la mirase. Estêvão se preocupaba al
principio, no tanto por lo que pensarían ellos (que era evidente) como por
pensar que alguien podría aprovechar la debilidad de su mujer para hacerle
daño. Sin embargo, como pronto comprobaría, no es lo mismo robarle el bolso a
una anciana o a un cojo que enfrentarse a una loca.
Tengo que hacer algo,
buscarle ayuda. Aunque sea caro…
Se acercó a la puerta del dormitorio, entreabierta. La oía gemir, como
si estuviese pasando por el parto que no llegó a tener.
—¿Estás bien? —preguntó, empujando la puerta. Le recibió la oscuridad. Las persianas
estaban bajadas.
—Perdóname —le dijo con dificultad, casi llorando—. No he podido hacerte la
comida. Estaba…
Estêvão fue hacia ella; la poca luz de día que se colaba por las
rendijas le sirvió para apreciar su forma. Estaba sentada en la cama, con las
piernas abiertas.
—¿Qué haces? —preguntó, sorprendido.
Fue hacia ella, pisando algo grande y blando. Las sábanas, tiradas al
suelo.
Marcela gimió, dolorida.
—Lo siento, cariño. He… tenido que hacerlo.
Tenía las manos bajadas, a la altura de la cintura. Como si se…
La nariz de Estêvão silbó. Acababa de olerlo, un olor infrecuente,
característico, pero inconfundible. Parecía venir de su mujer.
Fue hacia ella, extendiendo la mano para tocarla.
—No, ¡no me toques, por favor! —rogó, retrocediendo a rastras sobre el
colchón presa del pánico; fuera de su alcance.
Estêvão se quedó mirándola, espantado; sobre todo al darse cuenta de que
no hacía falta tocarla. Sus dedos acababan de rozar una mancha pegajosa, que
cubría toda la cama en penumbra. Parecía proceder de en entre las piernas de su
esposa.
—Por dios, Marcela, ¿qué has hecho?
Ella tomó aire, lista para responder, mientras él se movía hacia la
izquierda, buscando la lámpara. Al hacerlo, algo cayó de la cama, rebotando en
el suelo con un sonido hueco. Se paró justo después de pisarlo.
—¿Qué…?
Se agachó para cogerlo, extrañado por su naturaleza. Era algo duro, que
se había doblado bajo su pie sin llegar a partirse. Estêvão gruñó al reconocer
su textura. Mientras, Marcela lanzó una risita.
—La he devuelto a su sitio.
El hombre hizo una mueca de espanto, al reconocer lo que tenía entre sus
manos: un trozo partido de brazo o pierna de Simone, el plástico que su esposa
rescató de la basura. Al rozar el colchón, otro pedazo de plástico hueco cayó
al suelo; por su eco Estêvão supuso que sería parte del torso. O la cabeza...
—Simone ha vuelto a mi interior —le dijo, satisfecha—. Con esto, vuelvo
a estar llena.
Estêvão ya no paró hasta encender la luz, comprobando horrorizado que
era tarde para la terapia, al ver lo que su esposa hacía con el brazo arrancado
de la muñeca.
—Bien,
aunque me habéis demostrado que sabéis de qué os hablo, despejaremos mejor las
dudas haciendo un poco de historia.
La pantalla sobre Gilani mostraba a un
hombre alto, ancho como un armario, con el pelo peinado hacia atrás, una
poblada barba negra y gafas de montura cuadrada. Vestía una bata de doctor.
—Hace sólo dos años, a finales del 2016,
el doctor Reinhardt Weinfield, en la imagen, trató en Salzburgo el siguiente
caso que, como verán que pasa en la mayoría de trastornos mentales, no siempre
es lo que parece.
Gilani tomó aire.
—La paciente, de nombre Eva M. —no creo
que haga falta decir que es un seudónimo—, soltera, cuarenta y un años y
residente en la ciudad de toda la vida, trabajando como guía turística.
»A principios de junio de ese mismo año,
Eva M. desarrolló lo que podríamos denominar una conducta sexual muy impulsiva
y desinhibida… o decir, directamente, que se volvió promiscua primero y
ninfómana después.
Los presentes se asombraron por su
franqueza, alguno iba a reír, antes de entender que era algo serio.
—La señora M., que según testimonios de
familiares, amigos y colegas había sido siempre una mujer tímida, por no decir
recatada, empezó a frecuentar páginas de contactos sexuales, a quedar con
desconocidos en locales e, incluso, a ofrecer servicios como prostituta.
Algunos lo miraban estupefactos, otros,
muchos menos, sentían que enrojecían.
—Su vida personal, no obstante, no se
convirtió en un problema personal… hasta que varios turistas con los que
trabajaba se quejaron de que les realizaba ofrecimientos; momento en que sus
jefes y familiares la convencieron de que recibiese tratamiento.
Muchos alumnos, en especial de primer año,
apoyaron la frente sobre su mano.
—El doctor Weinfield, el psiquiatra que la
trató, tuvo mucho éxito en determinar las causas de su trastorno, aunque no lo
tuvo tan fácil para tratarla —agregó—. Y ahora, quiero preguntaros, ¿qué… puede
convertir a una mujer, como esta o cualquier otra, en ninfómana?
Esta vez el prolongado silencio inicial,
común a uno y otro lado de la sala de conferencias, se debió a la duda, sobre
si era en serio o una pregunta trampa.
—Algún tipo de… parafilia latente, ¿a lo
mejor? —conjeturó por fin una alumna de último año.
—Eso —indicó Gilani, presionando su índice
derecho junto al micrófono—, esté segura, es lo primero en lo que cualquiera en
esta profesión piensa; fue lo que pensó el doctor Weinfield y cómo empezó a
tratarlo, antes de comprender que era otra cosa. ¿Alguna otra idea?
Hubo contención, miradas a los lados,
hasta que un chico de último curso se atrevió a decir:
—Quizás… miedo a la menopausia.
Hubo estruendosas carcajadas, sus
compañeras le dirigían miradas asesinas mientras sus maestros levantaban los
ojos en señal de pena ajena.
Gilani, en cambio, dio varios palmetazos
sobre el tablero, imponiendo silencio.
—No, no os riais —dijo, sorprendiendo a
muchos—. Puede parecer machista, pero por ahí van los tiros. No es exactamente
eso, pero enseguida vamos al asunto.
Las voces decrecieron de forma solemne. El
autor de la afirmación, tras la represalia, pudo levantar otra vez la barbilla.
—A raíz de sus entrevistas, Eva M. le
contó al doctor Weinfield que hacía eso porque… se sentía vacía. Que había
perdido un órgano, o algo interno muy importante, y que necesitaba recuperarlo
cuanto antes. Por eso lo hacía.
Miradas de asombro, ojos pestañeando.
Todos esperaban la fantástica explicación que podía darse a ese fenómeno en una
charla sobre delirios.
—Bien, sé lo que estáis pensando: qué
clase de órgano interno puede perderse de forma espontánea sin afectar a la
calidad de vida del paciente, y cómo puede una vida sexual desmedida…
regenerarlo.
Gilani meditó unos segundos la última
frase, dándose cuenta de paso que, si su auditorio pensaba que lo había
formulado como pregunta, nadie se sentiría capaz de responderle.
—Bueno, el doctor Weinfield hizo lo que se debe hacer en estos casos,
que es revisar el historial de la paciente. Se comprobó que no tenía
antecedentes, personales ni familiares, de enfermedad mental. Pero…
Pulsó el puntero láser y la imagen cambió.
—Como ha acertado este muchacho —tendió la
mano hacia el alumno aludido—, la mujer, ya madura, empezaba a temer las
consecuencias de la edad; que pudiese… rebasar la edad de la maternidad.
»Weinfield comprobó que Eva M. se había
sometido hacía un año a una fecundación en vitro, que acabó en aborto
espontáneo al cuarto mes. En entrevistas
posteriores con sus familiares, se confirmó que la señora quería ser madre
antes de ser demasiado mayor.
La sorpresa entre los asistentes seguía
siendo mayúscula. La imagen volvió a cambiar. Un hombre, delgado, pelirrojo con
entradas.
—Paralelamente al caso austriaco, el
doctor Earl Rhodes, de Connecticut, trató el caso de Emily Krane.
La siguiente diapositiva era de una mujer
de unos treinta años, pelo castaño y ondulado y faz muy ajada. A nadie le pasó
desapercibido que en la foto vestía un mono naranja de reclusa.
—La señora Krane, ama de casa de treinta y
un años, había sido madre de su primer hijo, de nombre, Alvin, hacía como…
—Gilani cerró los ojos y se rascó la sien derecha—. Tres meses. Estaba
felizmente casada con el propietario de un concesionario, acudía a misa cada
domingo y era considerada una buena mujer por sus vecinos.
»Bien, Emily Krane desarrolló una…
conducta abiertamente hostil hacia el recién nacido aproximadamente a las tres
semanas del parto. Lo que su marido tildaría de rechazo y frialdad fue, sin
pausa pero sin prisa, degenerando en una conducta agresiva. Según el esposo,
empezó a tener episodios de furia en los que chillaba al niño, diciendo que no
era su hijo para, a los tres citados meses, atacarlo con un cuchillo.
Hubo una ovación de espanto, durante la
cual Gilani cerró los ojos y tomó aire.
—Durante el proceso se le diagnosticó
depresión postparto. También se hizo público que su abuela materna había sido
esquizofrénica, lo que inclinó al tribunal a internarla en un centro
psiquiátrico para su tratamiento; en este caso al Montville Mental Hospital de
Connecticut, donde fue tratada por el susodicho doctor Rhodes.
La imagen pasó a un enorme edificio de
dos alas de aspecto antiguo.
—Teniendo en cuenta los antecedentes, y el
motivo aparente de su comportamiento, sería fácil atribuirlo a un sencillo caso
de delirio esquizoide o de Síndrome del Sustituto. Sin embargo, ¿sabéis que
explicación dio, con detalles, la señora Krane al doctor Rhodes?
Quietud total; sólo algunos alumnos, por
simple costumbre, agitaron la cabeza.
—Tanto ella como su esposo repitieron
hasta el hartazgo lo deseado que había sido el pequeño Alvin —matizó Gilani—.
Según Emily Krane, ella quería mucho a su bebé. Le leía cuentos, y le ponía
música durante el embarazo, llegando a admitir que mantenía con él
conversaciones. Decía que su hijo era especial, que sería precioso y muy listo,
y ella estaba muy feliz de poder ser su madre.
Hubo algunas sonrisas, y asentimientos
compasivos.
—Todo cambió al nacer el niño
—intervino—. Dijo que no era cómo se lo imaginaba, que llegó a creer que se lo
habían cambiado, y que si su marido no hubiese estado seguro de lo contrario,
habría llamado a la policía. Supongo que más de una madre habrá pensado algo
así.
El nuevo chascarrillo levantó nuevas
risas.
—Emily Krane declaró que, durante las
semanas siguientes al nacimiento de Alvin, se sintió, literalmente, vacía, que
era como si le hubiesen arrancado una parte interior que necesitaba. Decía que
el bebé ya no le respondía como cuando lo tenía dentro, que era demasiado
ruidoso y malo, fatigándola, deprimiéndola y, sobre todo, haciéndola sentirse
vacía. Como si fuese un órgano que le habían sacado de su sitio.
Gilani realizó otra exhalación.
—Finalmente, admitió que agredió al niño
para devolverlo a su interior, para volver a sentirse llena.
—Cielo santo…
El público fue pasando de la comprensión y
la expectación al espanto. Gilani aprovechó para tomar aire.
—La publicación de los estudios y
tratamientos de Weinfield y Rhodes coincidieron, poco después, con las
descripciones de más casos en otras partes del mundo. Y, a pesar de las
diferencias particulares, se hizo posible establecer un patrón y una
sintomatología que define a esta nueva enfermedad.
—¡Sophie!
—la llamó Françoise al abrir la puerta del apartamento—. Ya estoy…
La cerró a su paso con sumo cuidado, no
sabiendo si debería sentirse calmado… o muy inquieto. Le había recibido la
quietud total.
Desde el nacimiento de Michel, hacía sólo
dos semanas, no había habido un solo momento en que la vuelta del trabajo no
fuese recibida con los berridos del niño.
—No lo soporto más —se lamentaba Sophie,
con el pelo castaño revuelto, los ojos circundados de arruga y la voz rota—. Va
a acabar conmigo.
No le hacía falta jurarlo. Desde el
parto, cada día parecía más cansada; incluso más… envejecida.
—Creo —llegaba a decir a veces después de
darle el pecho, mientras se rozaba con la punta del dedo el pezón escocido—,
que me chupa la vida por las tetas.
Debía ser el cansancio de la experiencia y
su inexperiencia que, Françoise reconocía, le preocupaba. Michel había sido un
niño muy deseado, ahora que sus vidas eran lo bastante estables para
permitírselo. El embarazo había sido largo y animado; Sophie salía a pasear, le
leía cuentos a su vientre en crecimiento y le ponía canciones en el salón.
—Será un niño precioso —no dejaban de
repetirse.
El parto, casi nueve horas de dolor, la
dejó demolida. Miraba a la criatura a su lado con extrañeza, como si le
pareciese algo extraño; desapego que su esposo veía crecer a diario.
—Es muy raro —decía ella frotándose,
amasándose el vientre deshinchado—. No es como cuando estaba embarazada; es… es
como si me faltase algo.
—Bueno, es normal —intentaba
tranquilizarla él—. De llevarlo nueve meses dentro…
Podía ser algo serio, que precisase un
doctor. Estaba empezando a pensar seriamente en concertar una cita por su
cuenta. Aquel recibimiento pacifico, en cambio, le supuso una sorpresa muy
agradable.
Françoise se quitó el abrigo, dejándolo en
el perchero del corredor. Eran ya las ocho y veinte, la noche estaba en la
calle y dentro del apartamento la oscuridad iba de la mano con el silencio.
Sophie podía haber sacado a Michel a pasear, o haberlo dormido y luego,
cansada, se hubiese acostado para darle ejemplo.
Fue con cuidado hasta el salón,
encendiendo las luces, simplemente, para poder guiarse. De allí fue hacia la
cocina; no tanto por estar hambriento y necesitar cenar como para procurarse
más luz.
Estaba frente a la puerta cuando lo oyó;
el sonido de metal rascando cerámica, el chasquido húmedo de una boca
masticando.
Françoise se detuvo, sin entender.
—¿Sophie? —preguntó.
Una silla se arrastró violentamente,
acompañada de la agitación de alguien poniéndose de pie deprisa.
—¿Cariño? —preguntó su esposa,
sorprendida—. Ho… hola. No te había oído lle…
—¡Qué pasa? —Traspasó el umbral—. ¿Por qué
estás a oscuras?
—¡No!
Françoise no entendía qué la había
perturbado tanto, pensando, justo antes de apretar el interruptor, si sería
eso: no quería que encendiese la luz, que la… viera.
—Sophie…
Françoise exhaló con violencia,
bloqueando su propia lengua. Había pasado algo en su cocina, algo espantoso; se
había dado cuenta justo antes de hacer la luz. Un olor extraño la llenaba,
atrapado en ella porque Sophie había bajado también al máximo todas las
persianas. Un empalagoso, pesado y que, una vez reconocido, le revolvió el
estomago.
—¿Pero qué ha…?
El fogonazo que cayó del techo sólo le dio
un momento para asimilar lo que veía. Bajó el brazo; necesitaba la boca abierta
para respirar, tomar suficiente aire para conservar el sentido mientras tomaba
una panorámica completa de la cocina.
Lo vio todo. El fregadero manchado, con
periódicos sucios en el suelo. Los tres cuchillos sobre la tabla de cortar en
la encimera. El plato sobre la mesa. Y la sustancia fuente del olor
salpicándolo todo.
En ese momento Sophie entró en su campo
visual. Llevaba un pijama de franela azul claro, el pelo recogido en una cola y
sus gafas puestas.
—Qu… qué… —consiguió tartamudear
Françoise.
—Michel —contestó ella, mirándole a los ojos con las manos a la
espalda—, ha vuelto… a su sitio. Conmigo.
Luego, para consternación de su marido,
sonrió, sacándose el brazo derecho de la espalda para pasarlo sobre su boca,
limpiando la mancha roja que le había dibujado una sonrisa de payaso para
ensuciar luego el pijama a la altura del ombligo.
—A grandes
rasgos, el síndrome de Weinfield—Rhodes se considera un trastorno mental
exclusivo de mujeres que hayan estado embarazadas. Que dicho embarazo concluya
con un alumbramiento normal o por cesárea con el niño sano, muerto al nacer o
poco después o terminado en aborto, resulta indiferente.
»El final del embarazo es el
desencadenante del delirio. La paciente empieza a creer durante su embarazo que
el feto, su futuro hijo, es una parte íntegra de ella, un órgano vital e
indispensable más de cuya existencia, y que nadie se ría porque es así,
sencillamente, no se había dado cuenta nadie.
Su aviso fue efectivo; los académicos
estaban demasiado serios escuchando y los alumnos, intentando digerir la
información.
—Por tanto, la fijación, obsesión
absoluta de la paciente pasa a ser recuperarse, llenar ese vacío que el final
del embarazo ha dejado. —Gilani encendió otra vez la luz roja—. ¿Cómo?
Nadie se atrevió a hablar; si la imagen
tras él había cambiado no le importó a nadie. Hacia ya un rato que sólo le
miraban a él.
—Bueno, puede que alguno lo imagine por
las descripciones anteriores —comentó, frotándose el cuello con la mano derecha—,
que el desarrollo del delirio depende enteramente de la paciente.
Esperó a ver qué reacción producía,
apoyándose en el atril con las dos manos. Algunos alumnos en los asientos y
profesores a su izquierda hablaban en susurros.
—En unos casos, lo asocian al acto sexual,
a lo que las dejó embarazadas la primera vez —explicó—. De ahí que desarrollen
conductas sexuales promiscuas, buscando un mayor número de contactos sexuales
que puedan acabar en embarazo. Otras —Gilani tomó aire; su semblante se volvió
más lúgubre—. Recurren a procedimientos físicos.
De nuevo, silencio; no tanto para probar
sus conocimientos sobre el tema o su imaginación para entenderlo como para
facilitarles lo que seguía.
—Doctor —se atrevió a preguntar, por fin,
un estudiante con gafas de la primera fila—. ¿A qué se refiere con…
procedimientos físicos?
Gilani miró hacia él; era el momento de
decirlo sin tapujos. Y sin piedad.
—Autolesiones, en particular invasión
intrauterina. Luego, de nuevo, la reacción depende de la paciente.
Esta vez sólo tuvo que levantar la mano
para cambiar la diapositiva. Ahora los alumnos y profesores sí que miraron.
—Introducción de objetos extraños.
Exploración manual, intentando identificar la zona de la supuesta lesión. Y…
Su voz parecía una barrera, un aura
protectora frente al silencio ominoso, opresivo, que se había adueñado del
auditorio. Los académicos, acostumbrados a leer y a estudiar los aspectos más
oscuros y terribles del alma humana, se limitaban a mirar; sus mentes estaban
preparadas y sus corazones endurecidos. Sus alumnos, en cambio, todavía tenían
que madurar mucho. No estaban preparados, y sus reacciones así lo reflejaban.
Gilani no necesitó hacer más señales; el
responsable del power point ya tenia
sus instrucciones. Las diapositivas pasaban en intervalos de cuarenta segundos,
suficiente para que vieran los detalles necesarios… y todos los demás.
Con cada nueva foto, los párpados se
separaban un poco más, los ojos brillaban un poco más, las gargantas subían y
bajaban arrastrándose como orugas.
—Muy bien. —La presentación acabó—. Y esto
es, a grandes rasgos, todo lo que os puedo decir al respecto. Habéis sido un
público muy entregado. —Les dedicó su más sincera sonrisa—. Muchas gracias por
vuestra atención.
Las palmadas de los maestros fueron
poderosas pero lentas, evitando ser ruidosas, manteniendo siempre el debido
respeto. Las de los alumnos, en cambio, no restallaban por la torpeza conque
encajaban las manos, destacando su falta de entusiasmo, y no porque no les
hubiese parecido interesante.
—Muy bien, ahora, como ya dije… toca la
ronda de preguntas.
Los días
pasaban, y Mariana estaba cada vez más nerviosa. Dejó el biberón a medio
calentar para ir al salón, donde haba puesto la cuna de Iria. Y a Iria.
—¿Qué te pasa? —preguntó a la humanoide
atrofiada de cara roja y arrugada y ralo pelo negro—. Mamá va a darte de comer,
pero tienes que…
Recibió un berrido por respuesta, que la
indujo a ir directamente a por su comida. Al ir a sacarlo del microondas, se
olvidó del trapo, quemándose.
No era, desde luego, como se había
imaginado. Ya sabía que la maternidad sería difícil, pero no tanto. No era sólo
que Iria requiriese su tiempo al cien por cien; era que sentía como si no
hiciese con ella nada bien. Le cambiaba el pañal, le daba de comer o la sacaba
a pasear, consiguiendo apenas interrumpir sus berridos entre siesta y siesta.
La niña, en cambio, era distinta con su
padre. Cuando Ángel la cogía en brazos no protestaba, ni lloraba cuando él
estaba en casa, llegando a esbozar lo que parecían sus primeras sonrisas.
Como si le quisiese más a él, como…
Mariana apretaba los párpados, apartando
de su cabeza aquellos pensamientos mientras veía la tele o preparaba la cena.
un disparate. Iria también era suya, más habiéndola concebido, habiéndola
sentido crecer…
En ese punto Mariana gemía largamente,
abriendo la boca mientras paseaba una mano sobre su cambiado cuerpo.
¿Qué le había pasado? Ella quería eso,
sacrificando para ello su puesto como directora de ventas. Y ahora se sentía
desplazada, como si no sirviese para ser madre; decisión que no podía cambiar.
—Bueno, si estás cansada, podemos pedir
ayuda —le decía Ángel cuando dejaba pasar de puntillas el tema—. Llamar a
alguien, o a mi madre y mi hermana…
Claro, como si fuese sólo eso.
No,
estaba también esa sensación…
Cuando Iria estaba formándose en ella le
bastaba acariciarse el bulto redondo del vientre para sentirla, recordar que
estaba con ella. Era como una descarga de amor. Ahora, con la niña fuera,
sentía que ese vínculo se había roto; que el amor se había perdido… y algo más.
Era como tener hambre aunque no parase de engullir, como hacer lo que más le
gustaba y descubrir que ya no le producía emoción.
Era como estar vacía, como si le faltase…
algo. ¿Pero qué? , se repetía con frustración. A lo mejor debería ver a
alguien; pedir ayuda de otro tipo…
Y gemía, buscando un sillón, una cama o
una silla para sentarse, estuviese la niña llorando o no. Una depresión
postparto, dirían, o que se arrepentía de haberla tenido. Que era una mala
madre que no quería a su hija. Una opción inviable.
Bueno,
ya se me pasará. Sólo hay que darle tiempo, acostumbrarse y…
¿Y
si no se pasa?
Resollaba, arrojando el aire entre los
dientes como haría un dragón con su fuego.
—Pues entonces ya haré algo. Ya se me
ocurrirá.
Y no le importaba nada haberlo dicho en
voz alta, aunque estuviese sola.
Cuatro
manos brotaron en el acto, todas de alumnos a punto de acabar.
—Muy bien, tú. —Señaló a una chica de pelo corto y rubio con
gafas, en la tercera fila.
—El delirio que ocasiona este síndrome…
¿Sería sistematizado o no?
Gilani no contestó en el acto, sino que
asintió con admiración.
—Es una buena pregunta, y como tal, es
muy difícil de responder —admitió, provocando que su autora se sonrojase—.
Supongo que sabréis que en muchos trastornos, las clasificaciones son mixtas,
sin que encajen al cien por cien en una u otra categoría. Pues bien, creo que
he visto pocos trastornos tan mixtos como este.
»Por un lado, las pacientes son
conscientes de su trastorno, capaces de explicar la causa de forma coherente.
Sin embargo —se podría decir que por ignorancia anatómica—, son incapaces de
precisar sobre él, lo que encaja con los trastornos no sistematizados.
Gilani cerró un momento los ojos,
rascándose la frente.
—Una forma de explicarlo —dijo—, es que,
después de todo, el útero es una parte de la mujer toda su vida, aunque no haga
—meditó un momento sobre cómo decirlo—, mucho ruido.
»El feto, en cambio, es un paso
completamente opcional en la vida de cualquier mujer y, durante los nueve meses
que dura la gestación, independientemente de su conclusión, se deja sentir. Y
mucho.
Buscó otra pregunta que contestar,
deteniéndose en el chico moreno del fondo.
—¿Se sabe de algún desencadenante
concreto? ¿Lesiones, trastornos previos de alguna clase?
Gilani volvió a bajar la cabeza, alargando
su sonrisa.
—Bueno, si habéis prestado atención a mi
explicación anterior —señaló—, en el caso de Austria no había antecedentes de
trastorno mental familiar, cosa que si había en el de Estados Unidos. Desde
entonces, se ha observado que, entre en un cuarenta y un cuarenta y cinco por
ciento de los casos, la paciente padecía algún desorden previo, como
esquizofrenia o psicosis. Sin embargo, estos casos no llegan ni a la mitad, por
lo que claramente no puede atribuirse simplemente a un trastorno mental.
»Por otro lado, un estudio reciente de la
Universidad John Hopkins lo vincula a una deficiencia postparto de oxitocina.
Yo…
Gilani cerró los labios y bajó la cara.
De repente, parecía muy cansado.
—Aunque me van a tildar de machista por
esto… —adelantó, echando a su público una mirada compasiva—, creo que no miento
si digo… que todos sabemos que a las mujeres el embarazo les suele trastocar
totalmente las hormonas.
Hubo algunas risas entre los alumnos.
Entre los docentes, irónicamente, se produjeron entre los miembros femeninos
del grupo.
—Sabemos que estas alteraciones pueden
producir trastornos como la depresión postparto, por lo que no es absurdo que
influya también en el Weinfield-Rhodes —agregó—. Sin embargo, no hay que
olvidar que es un trastorno muy reciente. Queda mucho que aprender, y habrá
tiempo para estudiarlo y sacar conclusiones. A ver, quien más…
Se fijó en la chica de las dos coletas,
la primera en hablar.
—Siendo como dice que es reciente,
¿existe… alguna estimación de la población susceptible? Por edades, sectores
sociales o… países…
Gilani se había quedado petrificado,
desconcertando a todos un momento. Luego, por fin, asintió, mientras sus labios
se estiraban.
—Maldita chica —declaró mirándola, antes de
añadir, sonriendo—: Esta es tan buena que ni yo la sé.
De nuevo, hubo risas.
—Actualmente, no se sabe seguro el rango
de edad susceptible, que varía entre los dieciséis o dieciocho años —levantó la
vista, como dando a entender que era un dato a voleo—, y entre los treinta y
seis y los cuarenta y uno; mujeres en plena edad fértil. Por otro lado, siendo
casos aislados y normalmente en poblaciones grandes, y siendo sumamente difícil
saber el número total de embarazos en todo momento, las cifras actuales… son
sólo datos.
»Respecto al rango global, como bien has
señalado, estamos hablando de casos en países del primer mundo, y normalmente
de clase media alta. Es difícil saber su afectación a una escala global.
Hizo una pausa para respirar.
—Es posible, incluso… que como ya he
comentado, haya sido descubierta ahora. Pero antes, en otros países, incluso en
comunidades primitivas, haya habido casos parecidos; que no pudieron
documentarse por las circunstancias.
La joven asintió, dando su curiosidad por
satisfecha.
Quedaba una última mano, la del chico
delgado con gafas. Gilani le concedió la palabra.
—Doctor, siendo las causas desconocidas…
—Dejó la frase a medias unos segundos—, ¿no se está, entonces, aplicando ningún
tipo de tratamiento, aunque sea experimental?
Gilani separó al máximo los párpados,
arrugando la frente. Luego miró a su izquierda.
—Me habéis engañado —acusó a sus camaradas
anfitriones, mirándolos a todos de uno en uno—. Me habíais dicho que teníais
alumnos listos, ¡pero no tanto! ¡Me han hecho todas, todas las preguntas
correctas!
Los profesores rieron, agitando la mano
con modestia, mientras sus pupilos los imitaban.
—Bueno, en los casos más fáciles, si se
pueden considerar así —matizó—, que son los de enfermedades mentales
coexistentes, se tratan como un síntoma más. Así, el uso de antipsicóticos como
la clozapina o la risperidona en casos de esquizofrenia o psicosis aguda
parecen dar resultados…
»En cambio, estos tratamientos en
pacientes sanos antes de la anomalía… —suspiró—. No son seguros. En algunos
casos, en torno a un tercio, se observa una mejora en forma de reducción en el
delirio, pero en otros no hay cambios notables.
Una mano que se había levantado a mitad de
su primera explicación bajó antes de terminar la segunda. Gilani dedicó unos
segundos a repasar las filas de asientos, para no dejarse a nadie.
—Esperemos que en el futuro se aprenda lo
bastante de este nuevo trastorno para poder tratarlo de forma eficaz —les dijo,
a modo de conclusión—. Es vuestra misión, como nueva generación, buscar la cura
para esta enfermedad y cualquier otra que pueda aparecer en un futuro.
De los brotes jóvenes, echó un vistazo a
las ramas más viejas.
—Y ahora sí, compañeros, si nadie me
quiere preguntar nada más… hemos terminado.
El auditorio entero fue golpeado por la
onda expansiva de los aplausos, ensordecedores, por más que Gilani moviese las
manos para intentar calmarlos, mientras sus compañeros se acercaban a darle la
mano, a agradecerle su participación y felicitarlo, y los alumnos se congregaban
en torno a los pasillos, esperando su ocasión de poder tener cerca al viejo
maestro.
—Buenos
días, ca…
—Áaaaaangeeeeel.
Aquel sonido, mitad grito y mitad risa, le
heló la sangre. El recién llegado corrió sin saber muy bien adonde; las luces
del apartamento estaban encendidas y…
Tuvo que estamparse contra la puerta del
salón para parar, encontrando de paso a Mariana. Se había incrustado el marco
de madera en las costillas, doblándose con la mano derecha apretando la zona
del golpe para intentar disipar el dolor.
Ángel bajó la mano cuando lo que vio le
dolió más que el golpe.
Mariana estaba en el sofá, tumbada de
espaldas con la cabeza echada atrás sobre el reposabrazos. Estaba desnuda; sólo
llevaba puesto un sujetador negro estrujando sus pechos, prodigiosamente
hinchados. En aquel momento giró la cabeza hacia él, con los ojos casi en
blanco y una sonrisa tan estirada que dejaba a la vista sus encías.
La alegría conseguida a través del dolor.
—¿Qué… qué es lo que ha pasado?
—Iria… ha…
Ángel ni siquiera entendía porqué había
preguntado; ya sabía de antemano que no le iba a gustar la respuesta. Le
bastaba con imaginar, a partir de lo que veía.
Había una toalla sobre la mesita, pese a
lo cual el suelo debajo había quedado tan sucio como ella. Encima reposaban lo
que parecía un cuchillo grande, unas tijeras de cocina, una grapadora y un
neceser de costura de la madre de Mariana. La cuna de Irina estaba en el rincón
del salón de siempre, en silencio.
El olor a sangre aún era fresco.
—…vuelto… a mí…
Mariana consiguió bajar las piernas al
suelo, quedando sentada frente a él.
—Vuelvo… a estar entera.
Ángel se quedó mirando la cicatriz
vertical que le recorría el vientre, mal cubierta por vendajes y resaltada por
las líneas negras del hilo de costura y el brillo de la luz sobre las grapas.
En el centro, le pareció verla hincharse, empujada por una ligera presión
interior que fue perdiendo gradualmente su fuerza.
Mariana lanzó otra carcajada, que bien
podía ser un grito.
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