domingo, 19 de agosto de 2018


EL SÍNDROME DEL ÚTERO HUECO - PARTE FINAL

—Pero… —El alumno que preguntó sobre el síndrome de Capgras volvió a levantar la mano, esperando a que se le otorgase la palabra—. ¿No se duda… de la validez diágnostica de ese trastorno?
     Algunos profesores le miraron alarmados, casi tantos como lo hicieron con un mudo asentimiento.
     —Existen, es verdad, muchos profesionales que dudan de su validez, más o menos como pasa con el trastorno de hiperactividad —asintió, satisfecho—. No obstante, hay que considerar que el mundo ha cambiado, y el cambio trae nuevos desórdenes. Sin irnos a esas enfermedades pandémicas, que luego de crear la alarma parece que sólo se anunciaron para vender vacunas —hubo algunos gemidos, amagos de risas sarcásticas—, ciertos trastornos, como la adicción a las nuevas tecnologías, el síndrome del Pequeño Emperador o incluso el síndrome de Diógenes se han reconocido abiertamente como tales.
      El consenso fue unánime. Aunque había demostrado estar al día sobre el tema, el autor del comentario deseó que se lo tragara la tierra.
       —Por eso —Gilani suspiró—, lo que prefiero es contaros la historia, daros los antecedentes y dejar que vosotros, el futuro de la profesión, juzguéis y opinéis.
     La imagen con el título cambió.
       —Tranquilos. Habrá una ronda de preguntas al final —aseguró a todos

El taxi dejó a Estêvão Guedes al principio de la calle, en Pernambues. El hombre pagó y se bajó allí; no quedaba demasiado lejos de su casa, pero prefería ahorrar al máximo su salario. Marcela lo iba a necesitar.
     Se quedó viendo al coche blanco alejarse. Tenía su punto de tristeza que él, mecánico, no tuviese coche.
     Se metió en la estrecha calle de una sola dirección, saludando a un par de ancianos de camino a su casa. Vivía con su mujer en la segunda planta de un edificio, si eso era, de tres pisos. Aunque la fachada estaba pintada de rojo, vista de costado se apreciaban las líneas grises entre ladrillos. No era un diseño del arquitecto; simplemente no valía un encofrado y pintado completo.
     —¡Ya he llegado! anunció Estêvão, abriendo la puerta.
     Se topó con un obstáculo al abrir la puerta; al empujar un poco más comprobó que era el carrito, que se desplazó unos centímetros hacia el interior.
     Estêvão gimió con compasión, llevándolo hasta el salón. Una vez allí, comprobó que estaba vacío. Su ocupante, por tanto, tenía que estar con su mujer, que o había salido para algo… o seguía allí.
     —¡Marcela, soy yo! llamó, de vuelta al pasillo—. ¿Estás aquí?
     —Sí, cariño… —le oyó desde el dormitorio.
     Estêvão pasó de la inquietud a la calma sólo para volver a preocuparse. Algo en esa voz no le gustó.
     —¿Qué haces? preguntó, dando pasos lentos y silenciosos—. ¿Estás bien?
      —Claro… que sí contestó tras un momento de duda, durante el que le pareció que contenía un gemido.
     Fue cuanto necesitaba su corazón para resonar en su cabeza. Se puso en marcha hacia la habitación.
     —¿Y… —tuvo que hacer memoria—, Simone? ¿Está contigo?
     No supo si avergonzarse; casi cuatro meses… y seguía sin aprenderse su nombre. Claro que, se consoló, podía ser porque seguía resintiéndose a darle un nombre a eso…
       Es por mi culpa, se dijo con solemnidad, y eso si era inapelable. Tenía que haber hecho algo antes
      Su pensamiento coincidió con su paso por la habitación a la izquierda, la que tenía la cuna, los muñecos de peluche y la ropa de las tallas 0 y 3 que no usarían en mucho tiempo.
     Suspiró. Él sabía que algo se rompió en la cabeza de su esposa, su alegre y preciosa esposa, cuatro meses atrás, cuando su deseo mutuo (algo más de ella, lo admitía, pero mutuo) sufrió un triste y sangriento parón.
     —Necesitará un tiempo para recuperarse le dijo en privado el doctor—. Pero tranquilo. Y no os preocupéis, es algo que pasa. Le palmeó el hombro varias veces—. Podréis volver a intentarlo.
     Lo más trágico era que, por aquel entonces, cuantos más días pasaban más pensaba justo lo contrario.
      —No es culpa mía. Se veía a sí mismo diciéndoselo a Marcela una y otra vez, cuando la miraba acusadora con ojos rojos desde el sofá, la mesa de la cocina o la cama.
       No, no era su culpa aquel desastre, sino el que vino después. Cuando Marcela empezó a pasarse los días en la cama, a vagar por las habitaciones como un alma en pena. Y, finalmente, cuando intentó superar su pérdida… con eso.
     —Mira le esperaba un viernes de marzo, sentada en el salón—. He encontrado una niña. Nuestra niña.
     Lo anunció con naturalidad entre risas tenues, que dejaron a Estêvão sin fuerzas (casi se dejó caer de rodillas).
     —La voy a llamar… Simone le dijo.
     Desde entonces no se separaba de ella. La ponía a dormir en la cuna, le preparaba biberones, la sacaba a pasear en el carrito, consiguiendo que todos sus vecinos y la gente del barrio la mirase. Estêvão se preocupaba al principio, no tanto por lo que pensarían ellos (que era evidente) como por pensar que alguien podría aprovechar la debilidad de su mujer para hacerle daño. Sin embargo, como pronto comprobaría, no es lo mismo robarle el bolso a una anciana o a un cojo que enfrentarse a una loca.
       Tengo que hacer algo, buscarle ayuda. Aunque sea caro…
     Se acercó a la puerta del dormitorio, entreabierta. La oía gemir, como si estuviese pasando por el parto que no llegó a tener.
     —¿Estás bien? preguntó, empujando la puerta. Le recibió la oscuridad. Las persianas estaban bajadas.
     —Perdóname le dijo con dificultad, casi llorando—. No he podido hacerte la comida. Estaba…
     Estêvão fue hacia ella; la poca luz de día que se colaba por las rendijas le sirvió para apreciar su forma. Estaba sentada en la cama, con las piernas abiertas.
     —¿Qué haces? preguntó, sorprendido.
      Fue hacia ella, pisando algo grande y blando. Las sábanas, tiradas al suelo.
      Marcela gimió, dolorida.
      —Lo siento, cariño. He… tenido que hacerlo.
     Tenía las manos bajadas, a la altura de la cintura. Como si se…
     La nariz de Estêvão silbó. Acababa de olerlo, un olor infrecuente, característico, pero inconfundible. Parecía venir de su mujer.
     Fue hacia ella, extendiendo la mano para tocarla.
     —No, ¡no me toques, por favor! rogó, retrocediendo a rastras sobre el colchón presa del pánico; fuera de su alcance.
     Estêvão se quedó mirándola, espantado; sobre todo al darse cuenta de que no hacía falta tocarla. Sus dedos acababan de rozar una mancha pegajosa, que cubría toda la cama en penumbra. Parecía proceder de en entre las piernas de su esposa.
      —Por dios, Marcela, ¿qué has hecho?
     Ella tomó aire, lista para responder, mientras él se movía hacia la izquierda, buscando la lámpara. Al hacerlo, algo cayó de la cama, rebotando en el suelo con un sonido hueco. Se paró justo después de pisarlo.
     —¿Qué…?
     Se agachó para cogerlo, extrañado por su naturaleza. Era algo duro, que se había doblado bajo su pie sin llegar a partirse. Estêvão gruñó al reconocer su textura. Mientras, Marcela lanzó una risita.
     —La he devuelto a su sitio.
     El hombre hizo una mueca de espanto, al reconocer lo que tenía entre sus manos: un trozo partido de brazo o pierna de Simone, el plástico que su esposa rescató de la basura. Al rozar el colchón, otro pedazo de plástico hueco cayó al suelo; por su eco Estêvão supuso que sería parte del torso. O la cabeza...
       —Simone ha vuelto a mi interior le dijo, satisfecha—. Con esto, vuelvo a estar llena.
     Estêvão ya no paró hasta encender la luz, comprobando horrorizado que era tarde para la terapia, al ver lo que su esposa hacía con el brazo arrancado de la muñeca.

—Bien, aunque me habéis demostrado que sabéis de qué os hablo, despejaremos mejor las dudas haciendo un poco de historia.
      La pantalla sobre Gilani mostraba a un hombre alto, ancho como un armario, con el pelo peinado hacia atrás, una poblada barba negra y gafas de montura cuadrada. Vestía una bata de doctor.
     —Hace sólo dos años, a finales del 2016, el doctor Reinhardt Weinfield, en la imagen, trató en Salzburgo el siguiente caso que, como verán que pasa en la mayoría de trastornos mentales, no siempre es lo que parece.
     Gilani tomó aire.
     —La paciente, de nombre Eva M. —no creo que haga falta decir que es un seudónimo—, soltera, cuarenta y un años y residente en la ciudad de toda la vida, trabajando como guía turística.
     »A principios de junio de ese mismo año, Eva M. desarrolló lo que podríamos denominar una conducta sexual muy impulsiva y desinhibida… o decir, directamente, que se volvió promiscua primero y ninfómana después.
     Los presentes se asombraron por su franqueza, alguno iba a reír, antes de entender que era algo serio.
     —La señora M., que según testimonios de familiares, amigos y colegas había sido siempre una mujer tímida, por no decir recatada, empezó a frecuentar páginas de contactos sexuales, a quedar con desconocidos en locales e, incluso, a ofrecer servicios como prostituta.
     Algunos lo miraban estupefactos, otros, muchos menos, sentían que enrojecían.
     —Su vida personal, no obstante, no se convirtió en un problema personal… hasta que varios turistas con los que trabajaba se quejaron de que les realizaba ofrecimientos; momento en que sus jefes y familiares la convencieron de que recibiese tratamiento.
     Muchos alumnos, en especial de primer año, apoyaron la frente sobre su mano.
     —El doctor Weinfield, el psiquiatra que la trató, tuvo mucho éxito en determinar las causas de su trastorno, aunque no lo tuvo tan fácil para tratarla —agregó—. Y ahora, quiero preguntaros, ¿qué… puede convertir a una mujer, como esta o cualquier otra, en ninfómana?
     Esta vez el prolongado silencio inicial, común a uno y otro lado de la sala de conferencias, se debió a la duda, sobre si era en serio o una pregunta trampa.
     —Algún tipo de… parafilia latente, ¿a lo mejor? —conjeturó por fin una alumna de último año.
     —Eso —indicó Gilani, presionando su índice derecho junto al micrófono—, esté segura, es lo primero en lo que cualquiera en esta profesión piensa; fue lo que pensó el doctor Weinfield y cómo empezó a tratarlo, antes de comprender que era otra cosa. ¿Alguna otra idea?
     Hubo contención, miradas a los lados, hasta que un chico de último curso se atrevió a decir:
     —Quizás… miedo a la menopausia.
     Hubo estruendosas carcajadas, sus compañeras le dirigían miradas asesinas mientras sus maestros levantaban los ojos en señal de pena ajena.
     Gilani, en cambio, dio varios palmetazos sobre el tablero, imponiendo silencio.
     —No, no os riais —dijo, sorprendiendo a muchos—. Puede parecer machista, pero por ahí van los tiros. No es exactamente eso, pero enseguida vamos al asunto.
     Las voces decrecieron de forma solemne. El autor de la afirmación, tras la represalia, pudo levantar otra vez la barbilla.
     —A raíz de sus entrevistas, Eva M. le contó al doctor Weinfield que hacía eso porque… se sentía vacía. Que había perdido un órgano, o algo interno muy importante, y que necesitaba recuperarlo cuanto antes. Por eso lo hacía.
      Miradas de asombro, ojos pestañeando. Todos esperaban la fantástica explicación que podía darse a ese fenómeno en una charla sobre delirios.
     —Bien, sé lo que estáis pensando: qué clase de órgano interno puede perderse de forma espontánea sin afectar a la calidad de vida del paciente, y cómo puede una vida sexual desmedida… regenerarlo.
       Gilani meditó unos segundos la última frase, dándose cuenta de paso que, si su auditorio pensaba que lo había formulado como pregunta, nadie se sentiría capaz de responderle.
     —Bueno, el doctor Weinfield hizo lo que se debe hacer en estos casos, que es revisar el historial de la paciente. Se comprobó que no tenía antecedentes, personales ni familiares, de enfermedad mental. Pero…
     Pulsó el puntero láser y la imagen cambió.
     —Como ha acertado este muchacho —tendió la mano hacia el alumno aludido—, la mujer, ya madura, empezaba a temer las consecuencias de la edad; que pudiese… rebasar la edad de la maternidad.
    »Weinfield comprobó que Eva M. se había sometido hacía un año a una fecundación en vitro, que acabó en aborto espontáneo al cuarto mes.  En entrevistas posteriores con sus familiares, se confirmó que la señora quería ser madre antes de ser demasiado mayor.
     La sorpresa entre los asistentes seguía siendo mayúscula. La imagen volvió a cambiar. Un hombre, delgado, pelirrojo con entradas.
     —Paralelamente al caso austriaco, el doctor Earl Rhodes, de Connecticut, trató el caso de Emily Krane.
     La siguiente diapositiva era de una mujer de unos treinta años, pelo castaño y ondulado y faz muy ajada. A nadie le pasó desapercibido que en la foto vestía un mono naranja de reclusa.
     —La señora Krane, ama de casa de treinta y un años, había sido madre de su primer hijo, de nombre, Alvin, hacía como… —Gilani cerró los ojos y se rascó la sien derecha—. Tres meses. Estaba felizmente casada con el propietario de un concesionario, acudía a misa cada domingo y era considerada una buena mujer por sus vecinos.
      »Bien, Emily Krane desarrolló una… conducta abiertamente hostil hacia el recién nacido aproximadamente a las tres semanas del parto. Lo que su marido tildaría de rechazo y frialdad fue, sin pausa pero sin prisa, degenerando en una conducta agresiva. Según el esposo, empezó a tener episodios de furia en los que chillaba al niño, diciendo que no era su hijo para, a los tres citados meses, atacarlo con un cuchillo.
     Hubo una ovación de espanto, durante la cual Gilani cerró los ojos y tomó aire.
     —Durante el proceso se le diagnosticó depresión postparto. También se hizo público que su abuela materna había sido esquizofrénica, lo que inclinó al tribunal a internarla en un centro psiquiátrico para su tratamiento; en este caso al Montville Mental Hospital de Connecticut, donde fue tratada por el susodicho doctor Rhodes.
       La imagen pasó a un enorme edificio de dos alas de aspecto antiguo.
     —Teniendo en cuenta los antecedentes, y el motivo aparente de su comportamiento, sería fácil atribuirlo a un sencillo caso de delirio esquizoide o de Síndrome del Sustituto. Sin embargo, ¿sabéis que explicación dio, con detalles, la señora Krane al doctor Rhodes?
     Quietud total; sólo algunos alumnos, por simple costumbre, agitaron la cabeza.
     —Tanto ella como su esposo repitieron hasta el hartazgo lo deseado que había sido el pequeño Alvin —matizó Gilani—. Según Emily Krane, ella quería mucho a su bebé. Le leía cuentos, y le ponía música durante el embarazo, llegando a admitir que mantenía con él conversaciones. Decía que su hijo era especial, que sería precioso y muy listo, y ella estaba muy feliz de poder ser su madre.
      Hubo algunas sonrisas, y asentimientos compasivos.
      —Todo cambió al nacer el niño —intervino—. Dijo que no era cómo se lo imaginaba, que llegó a creer que se lo habían cambiado, y que si su marido no hubiese estado seguro de lo contrario, habría llamado a la policía. Supongo que más de una madre habrá pensado algo así.
     El nuevo chascarrillo levantó nuevas risas.
      —Emily Krane declaró que, durante las semanas siguientes al nacimiento de Alvin, se sintió, literalmente, vacía, que era como si le hubiesen arrancado una parte interior que necesitaba. Decía que el bebé ya no le respondía como cuando lo tenía dentro, que era demasiado ruidoso y malo, fatigándola, deprimiéndola y, sobre todo, haciéndola sentirse vacía. Como si fuese un órgano que le habían sacado de su sitio.
     Gilani realizó otra exhalación.
     —Finalmente, admitió que agredió al niño para devolverlo a su interior, para volver a sentirse llena.
     —Cielo santo…      
     El público fue pasando de la comprensión y la expectación al espanto. Gilani aprovechó para tomar aire.
     —La publicación de los estudios y tratamientos de Weinfield y Rhodes coincidieron, poco después, con las descripciones de más casos en otras partes del mundo. Y, a pesar de las diferencias particulares, se hizo posible establecer un patrón y una sintomatología que define a esta nueva enfermedad.

—¡Sophie! —la llamó Françoise al abrir la puerta del apartamento—. Ya estoy…
     La cerró a su paso con sumo cuidado, no sabiendo si debería sentirse calmado… o muy inquieto. Le había recibido la quietud total.
     Desde el nacimiento de Michel, hacía sólo dos semanas, no había habido un solo momento en que la vuelta del trabajo no fuese recibida con los berridos del niño.
      —No lo soporto más —se lamentaba Sophie, con el pelo castaño revuelto, los ojos circundados de arruga y la voz rota—. Va a acabar conmigo.
      No le hacía falta jurarlo. Desde el parto, cada día parecía más cansada; incluso más… envejecida.
      —Creo —llegaba a decir a veces después de darle el pecho, mientras se rozaba con la punta del dedo el pezón escocido—, que me chupa la vida por las tetas.
     Debía ser el cansancio de la experiencia y su inexperiencia que, Françoise reconocía, le preocupaba. Michel había sido un niño muy deseado, ahora que sus vidas eran lo bastante estables para permitírselo. El embarazo había sido largo y animado; Sophie salía a pasear, le leía cuentos a su vientre en crecimiento y le ponía canciones en el salón.
     —Será un niño precioso —no dejaban de repetirse.
     El parto, casi nueve horas de dolor, la dejó demolida. Miraba a la criatura a su lado con extrañeza, como si le pareciese algo extraño; desapego que su esposo veía crecer a diario.
     —Es muy raro —decía ella frotándose, amasándose el vientre deshinchado—. No es como cuando estaba embarazada; es… es como si me faltase algo.
     —Bueno, es normal —intentaba tranquilizarla él—. De llevarlo nueve meses dentro…
     Podía ser algo serio, que precisase un doctor. Estaba empezando a pensar seriamente en concertar una cita por su cuenta. Aquel recibimiento pacifico, en cambio, le supuso una sorpresa muy agradable.
     Françoise se quitó el abrigo, dejándolo en el perchero del corredor. Eran ya las ocho y veinte, la noche estaba en la calle y dentro del apartamento la oscuridad iba de la mano con el silencio. Sophie podía haber sacado a Michel a pasear, o haberlo dormido y luego, cansada, se hubiese acostado para darle ejemplo.
     Fue con cuidado hasta el salón, encendiendo las luces, simplemente, para poder guiarse. De allí fue hacia la cocina; no tanto por estar hambriento y necesitar cenar como para procurarse más luz.
     Estaba frente a la puerta cuando lo oyó; el sonido de metal rascando cerámica, el chasquido húmedo de una boca masticando.
      Françoise se detuvo, sin entender.
     —¿Sophie? —preguntó.
       Una silla se arrastró violentamente, acompañada de la agitación de alguien poniéndose de pie deprisa.
     —¿Cariño? —preguntó su esposa, sorprendida—. Ho… hola. No te había oído lle…
     —¡Qué pasa? —Traspasó el umbral—. ¿Por qué estás a oscuras?
     —¡No!
     Françoise no entendía qué la había perturbado tanto, pensando, justo antes de apretar el interruptor, si sería eso: no quería que encendiese la luz, que la… viera.
      —Sophie…
      Françoise exhaló con violencia, bloqueando su propia lengua. Había pasado algo en su cocina, algo espantoso; se había dado cuenta justo antes de hacer la luz. Un olor extraño la llenaba, atrapado en ella porque Sophie había bajado también al máximo todas las persianas. Un empalagoso, pesado y que, una vez reconocido, le revolvió el estomago.
     —¿Pero qué ha…?
     El fogonazo que cayó del techo sólo le dio un momento para asimilar lo que veía. Bajó el brazo; necesitaba la boca abierta para respirar, tomar suficiente aire para conservar el sentido mientras tomaba una panorámica completa de la cocina.
       Lo vio todo. El fregadero manchado, con periódicos sucios en el suelo. Los tres cuchillos sobre la tabla de cortar en la encimera. El plato sobre la mesa. Y la sustancia fuente del olor salpicándolo todo.
     En ese momento Sophie entró en su campo visual. Llevaba un pijama de franela azul claro, el pelo recogido en una cola y sus gafas puestas.
      —Qu… qué… —consiguió tartamudear Françoise.
      —Michel —contestó ella, mirándole a los ojos con las manos a la espalda—, ha vuelto… a su sitio. Conmigo.
      Luego, para consternación de su marido, sonrió, sacándose el brazo derecho de la espalda para pasarlo sobre su boca, limpiando la mancha roja que le había dibujado una sonrisa de payaso para ensuciar luego el pijama a la altura del ombligo.

—A grandes rasgos, el síndrome de Weinfield—Rhodes se considera un trastorno mental exclusivo de mujeres que hayan estado embarazadas. Que dicho embarazo concluya con un alumbramiento normal o por cesárea con el niño sano, muerto al nacer o poco después o terminado en aborto, resulta indiferente.
     »El final del embarazo es el desencadenante del delirio. La paciente empieza a creer durante su embarazo que el feto, su futuro hijo, es una parte íntegra de ella, un órgano vital e indispensable más de cuya existencia, y que nadie se ría porque es así, sencillamente, no se había dado cuenta nadie.
     Su aviso fue efectivo; los académicos estaban demasiado serios escuchando y los alumnos, intentando digerir la información.
      —Por tanto, la fijación, obsesión absoluta de la paciente pasa a ser recuperarse, llenar ese vacío que el final del embarazo ha dejado. —Gilani encendió otra vez la luz roja—. ¿Cómo?
     Nadie se atrevió a hablar; si la imagen tras él había cambiado no le importó a nadie. Hacia ya un rato que sólo le miraban a él.
     —Bueno, puede que alguno lo imagine por las descripciones anteriores —comentó, frotándose el cuello con la mano derecha—, que el desarrollo del delirio depende enteramente de la paciente.
     Esperó a ver qué reacción producía, apoyándose en el atril con las dos manos. Algunos alumnos en los asientos y profesores a su izquierda hablaban en susurros.
     —En unos casos, lo asocian al acto sexual, a lo que las dejó embarazadas la primera vez —explicó—. De ahí que desarrollen conductas sexuales promiscuas, buscando un mayor número de contactos sexuales que puedan acabar en embarazo. Otras —Gilani tomó aire; su semblante se volvió más lúgubre—. Recurren a procedimientos físicos.
      De nuevo, silencio; no tanto para probar sus conocimientos sobre el tema o su imaginación para entenderlo como para facilitarles lo que seguía.
     —Doctor —se atrevió a preguntar, por fin, un estudiante con gafas de la primera fila—. ¿A qué se refiere con… procedimientos físicos?
     Gilani miró hacia él; era el momento de decirlo sin tapujos. Y sin piedad.
     —Autolesiones, en particular invasión intrauterina. Luego, de nuevo, la reacción depende de la paciente.
     Esta vez sólo tuvo que levantar la mano para cambiar la diapositiva. Ahora los alumnos y profesores sí que miraron.
      —Introducción de objetos extraños. Exploración manual, intentando identificar la zona de la supuesta lesión. Y…
     Su voz parecía una barrera, un aura protectora frente al silencio ominoso, opresivo, que se había adueñado del auditorio. Los académicos, acostumbrados a leer y a estudiar los aspectos más oscuros y terribles del alma humana, se limitaban a mirar; sus mentes estaban preparadas y sus corazones endurecidos. Sus alumnos, en cambio, todavía tenían que madurar mucho. No estaban preparados, y sus reacciones así lo reflejaban.
     Gilani no necesitó hacer más señales; el responsable del power point ya tenia sus instrucciones. Las diapositivas pasaban en intervalos de cuarenta segundos, suficiente para que vieran los detalles necesarios… y todos los demás.
      Con cada nueva foto, los párpados se separaban un poco más, los ojos brillaban un poco más, las gargantas subían y bajaban arrastrándose como orugas.
     —Muy bien. —La presentación acabó—. Y esto es, a grandes rasgos, todo lo que os puedo decir al respecto. Habéis sido un público muy entregado. —Les dedicó su más sincera sonrisa—. Muchas gracias por vuestra atención.
     Las palmadas de los maestros fueron poderosas pero lentas, evitando ser ruidosas, manteniendo siempre el debido respeto. Las de los alumnos, en cambio, no restallaban por la torpeza conque encajaban las manos, destacando su falta de entusiasmo, y no porque no les hubiese parecido interesante.
     —Muy bien, ahora, como ya dije… toca la ronda de preguntas.

Los días pasaban, y Mariana estaba cada vez más nerviosa. Dejó el biberón a medio calentar para ir al salón, donde haba puesto la cuna de Iria. Y a Iria.
      —¿Qué te pasa? —preguntó a la humanoide atrofiada de cara roja y arrugada y ralo pelo negro—. Mamá va a darte de comer, pero tienes que…
     Recibió un berrido por respuesta, que la indujo a ir directamente a por su comida. Al ir a sacarlo del microondas, se olvidó del trapo, quemándose.
      No era, desde luego, como se había imaginado. Ya sabía que la maternidad sería difícil, pero no tanto. No era sólo que Iria requiriese su tiempo al cien por cien; era que sentía como si no hiciese con ella nada bien. Le cambiaba el pañal, le daba de comer o la sacaba a pasear, consiguiendo apenas interrumpir sus berridos entre siesta y siesta.
     La niña, en cambio, era distinta con su padre. Cuando Ángel la cogía en brazos no protestaba, ni lloraba cuando él estaba en casa, llegando a esbozar lo que parecían sus primeras sonrisas.
     Como si le quisiese más a él, como…
     Mariana apretaba los párpados, apartando de su cabeza aquellos pensamientos mientras veía la tele o preparaba la cena. un disparate. Iria también era suya, más habiéndola concebido, habiéndola sentido crecer…
     En ese punto Mariana gemía largamente, abriendo la boca mientras paseaba una mano sobre su cambiado cuerpo.
     ¿Qué le había pasado? Ella quería eso, sacrificando para ello su puesto como directora de ventas. Y ahora se sentía desplazada, como si no sirviese para ser madre; decisión que no podía cambiar.
      —Bueno, si estás cansada, podemos pedir ayuda —le decía Ángel cuando dejaba pasar de puntillas el tema—. Llamar a alguien, o a mi madre y mi hermana…
      Claro, como si fuese sólo eso.
     No, estaba también esa sensación
     Cuando Iria estaba formándose en ella le bastaba acariciarse el bulto redondo del vientre para sentirla, recordar que estaba con ella. Era como una descarga de amor. Ahora, con la niña fuera, sentía que ese vínculo se había roto; que el amor se había perdido… y algo más. Era como tener hambre aunque no parase de engullir, como hacer lo que más le gustaba y descubrir que ya no le producía emoción.
    Era como estar vacía, como si le faltase… algo. ¿Pero qué? , se repetía con frustración. A lo mejor debería ver a alguien; pedir ayuda de otro tipo…
     Y gemía, buscando un sillón, una cama o una silla para sentarse, estuviese la niña llorando o no. Una depresión postparto, dirían, o que se arrepentía de haberla tenido. Que era una mala madre que no quería a su hija. Una opción inviable.
     Bueno, ya se me pasará. Sólo hay que darle tiempo, acostumbrarse y…
     ¿Y si no se pasa?
     Resollaba, arrojando el aire entre los dientes como haría un dragón con su fuego.
      —Pues entonces ya haré algo. Ya se me ocurrirá.
      Y no le importaba nada haberlo dicho en voz alta, aunque estuviese sola.

Cuatro manos brotaron en el acto, todas de alumnos a punto de acabar.
     —Muy bien, tú. Señaló a una chica de pelo corto y rubio con gafas, en la tercera fila.
     —El delirio que ocasiona este síndrome… ¿Sería sistematizado o no?
      Gilani no contestó en el acto, sino que asintió con admiración.
      —Es una buena pregunta, y como tal, es muy difícil de responder —admitió, provocando que su autora se sonrojase—. Supongo que sabréis que en muchos trastornos, las clasificaciones son mixtas, sin que encajen al cien por cien en una u otra categoría. Pues bien, creo que he visto pocos trastornos tan mixtos como este.
     »Por un lado, las pacientes son conscientes de su trastorno, capaces de explicar la causa de forma coherente. Sin embargo —se podría decir que por ignorancia anatómica—, son incapaces de precisar sobre él, lo que encaja con los trastornos no sistematizados.
     Gilani cerró un momento los ojos, rascándose la frente.
     —Una forma de explicarlo —dijo—, es que, después de todo, el útero es una parte de la mujer toda su vida, aunque no haga —meditó un momento sobre cómo decirlo—, mucho ruido. 
    »El feto, en cambio, es un paso completamente opcional en la vida de cualquier mujer y, durante los nueve meses que dura la gestación, independientemente de su conclusión, se deja sentir. Y mucho.
     Buscó otra pregunta que contestar, deteniéndose en el chico moreno del fondo.
     —¿Se sabe de algún desencadenante concreto? ¿Lesiones, trastornos previos de alguna clase?
     Gilani volvió a bajar la cabeza, alargando su sonrisa.
     —Bueno, si habéis prestado atención a mi explicación anterior —señaló—, en el caso de Austria no había antecedentes de trastorno mental familiar, cosa que si había en el de Estados Unidos. Desde entonces, se ha observado que, entre en un cuarenta y un cuarenta y cinco por ciento de los casos, la paciente padecía algún desorden previo, como esquizofrenia o psicosis. Sin embargo, estos casos no llegan ni a la mitad, por lo que claramente no puede atribuirse simplemente a un trastorno mental.
     »Por otro lado, un estudio reciente de la Universidad John Hopkins lo vincula a una deficiencia postparto de oxitocina. Yo…
       Gilani cerró los labios y bajó la cara. De repente, parecía muy cansado.
       —Aunque me van a tildar de machista por esto… —adelantó, echando a su público una mirada compasiva—, creo que no miento si digo… que todos sabemos que a las mujeres el embarazo les suele trastocar totalmente las hormonas.
      Hubo algunas risas entre los alumnos. Entre los docentes, irónicamente, se produjeron entre los miembros femeninos del grupo.
     —Sabemos que estas alteraciones pueden producir trastornos como la depresión postparto, por lo que no es absurdo que influya también en el Weinfield-Rhodes —agregó—. Sin embargo, no hay que olvidar que es un trastorno muy reciente. Queda mucho que aprender, y habrá tiempo para estudiarlo y sacar conclusiones. A ver, quien más…
      Se fijó en la chica de las dos coletas, la primera en hablar.
     —Siendo como dice que es reciente, ¿existe… alguna estimación de la población susceptible? Por edades, sectores sociales o… países…
     Gilani se había quedado petrificado, desconcertando a todos un momento. Luego, por fin, asintió, mientras sus labios se estiraban.
     —Maldita chica —declaró mirándola, antes de añadir, sonriendo—: Esta es tan buena que ni yo la sé.
     De nuevo, hubo risas.
     —Actualmente, no se sabe seguro el rango de edad susceptible, que varía entre los dieciséis o dieciocho años —levantó la vista, como dando a entender que era un dato a voleo—, y entre los treinta y seis y los cuarenta y uno; mujeres en plena edad fértil. Por otro lado, siendo casos aislados y normalmente en poblaciones grandes, y siendo sumamente difícil saber el número total de embarazos en todo momento, las cifras actuales… son sólo datos.
     »Respecto al rango global, como bien has señalado, estamos hablando de casos en países del primer mundo, y normalmente de clase media alta. Es difícil saber su afectación a una escala global.
      Hizo una pausa para respirar.
      —Es posible, incluso… que como ya he comentado, haya sido descubierta ahora. Pero antes, en otros países, incluso en comunidades primitivas, haya habido casos parecidos; que no pudieron documentarse por las circunstancias.
     La joven asintió, dando su curiosidad por satisfecha.
     Quedaba una última mano, la del chico delgado con gafas. Gilani le concedió la palabra.
      —Doctor, siendo las causas desconocidas… —Dejó la frase a medias unos segundos—, ¿no se está, entonces, aplicando ningún tipo de tratamiento, aunque sea experimental?
     Gilani separó al máximo los párpados, arrugando la frente. Luego miró a su izquierda.
     —Me habéis engañado —acusó a sus camaradas anfitriones, mirándolos a todos de uno en uno—. Me habíais dicho que teníais alumnos listos, ¡pero no tanto! ¡Me han hecho todas, todas las preguntas correctas!
     Los profesores rieron, agitando la mano con modestia, mientras sus pupilos los imitaban.
     —Bueno, en los casos más fáciles, si se pueden considerar así —matizó—, que son los de enfermedades mentales coexistentes, se tratan como un síntoma más. Así, el uso de antipsicóticos como la clozapina o la risperidona en casos de esquizofrenia o psicosis aguda parecen dar resultados…
     »En cambio, estos tratamientos en pacientes sanos antes de la anomalía… —suspiró—. No son seguros. En algunos casos, en torno a un tercio, se observa una mejora en forma de reducción en el delirio, pero en otros no hay cambios notables.
     Una mano que se había levantado a mitad de su primera explicación bajó antes de terminar la segunda. Gilani dedicó unos segundos a repasar las filas de asientos, para no dejarse a nadie.
     —Esperemos que en el futuro se aprenda lo bastante de este nuevo trastorno para poder tratarlo de forma eficaz —les dijo, a modo de conclusión—. Es vuestra misión, como nueva generación, buscar la cura para esta enfermedad y cualquier otra que pueda aparecer en un futuro.
       De los brotes jóvenes, echó un vistazo a las ramas más viejas.
      —Y ahora sí, compañeros, si nadie me quiere preguntar nada más… hemos terminado.
     El auditorio entero fue golpeado por la onda expansiva de los aplausos, ensordecedores, por más que Gilani moviese las manos para intentar calmarlos, mientras sus compañeros se acercaban a darle la mano, a agradecerle su participación y felicitarlo, y los alumnos se congregaban en torno a los pasillos, esperando su ocasión de poder tener cerca al viejo maestro.

—Buenos días, ca…
     —Áaaaaangeeeeel. 
     Aquel sonido, mitad grito y mitad risa, le heló la sangre. El recién llegado corrió sin saber muy bien adonde; las luces del apartamento estaban encendidas y…
      Tuvo que estamparse contra la puerta del salón para parar, encontrando de paso a Mariana. Se había incrustado el marco de madera en las costillas, doblándose con la mano derecha apretando la zona del golpe para intentar disipar el dolor.
     Ángel bajó la mano cuando lo que vio le dolió más que el golpe.
     Mariana estaba en el sofá, tumbada de espaldas con la cabeza echada atrás sobre el reposabrazos. Estaba desnuda; sólo llevaba puesto un sujetador negro estrujando sus pechos, prodigiosamente hinchados. En aquel momento giró la cabeza hacia él, con los ojos casi en blanco y una sonrisa tan estirada que dejaba a la vista sus encías.
     La alegría conseguida a través del dolor.
     —¿Qué… qué es lo que ha pasado?
    —Iria… ha…
     Ángel ni siquiera entendía porqué había preguntado; ya sabía de antemano que no le iba a gustar la respuesta. Le bastaba con imaginar, a partir de lo que veía.
      Había una toalla sobre la mesita, pese a lo cual el suelo debajo había quedado tan sucio como ella. Encima reposaban lo que parecía un cuchillo grande, unas tijeras de cocina, una grapadora y un neceser de costura de la madre de Mariana. La cuna de Irina estaba en el rincón del salón de siempre, en silencio.
       El olor a sangre aún era fresco.
       —…vuelto… a mí…
     Mariana consiguió bajar las piernas al suelo, quedando sentada frente a él.
     —Vuelvo… a estar entera.
      Ángel se quedó mirando la cicatriz vertical que le recorría el vientre, mal cubierta por vendajes y resaltada por las líneas negras del hilo de costura y el brillo de la luz sobre las grapas. En el centro, le pareció verla hincharse, empujada por una ligera presión interior que fue perdiendo gradualmente su fuerza.
       Mariana lanzó otra carcajada, que bien podía ser un grito.

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