domingo, 5 de agosto de 2018


LA LARGA ESPERA –PARTE FINAL

Javier tuvo oportunidad de pensar esa noche sobre esa teoría absurda que empezaba a devorar su vida. A la mañana siguiente, pudo saber más de lo que quería.
     Llegó al banco para ingresar un pago hecho a su padre a las diez y media y, tal y cómo se temía, la cola en ventanilla estaba a punto de saltar. Y, en esa cola, la única forma de saber el sitio era seguir el rastro precedente.
     —Hola. ¿Último? –saludó tímidamente.
     —Aquí –indicó una chica joven, en pie junto a la actualizadora de cartillas.
     Había una docena de personas delante de él; sin embargo, y por suerte, una de las ocho sillas de la recepción seguía libre. Javier la ocupó sin reparos, consciente de que, si algún miembro del variopinto grupo precedente quisiese ocuparla ya lo habría hecho. Sobre la ventanilla, como una espada a punto de decapitar a una cajera joven con pinta de inexperta (o incompetente) un reloj redondo hacía tic-tac despiadadamente.
     Había de todo: un par de jubilados sentados a su lado, seguramente esperando a ver si les habían ingresado las pensiones, una chica con pinta de estudiante, un hombre con barba y cazadora vaquera, una mujer no muy distinta de las que veía al ir de compras… la puerta de la sucursal se abrió y, en dos minutos, cuatro personas más esperaban de pie a que terminasen de despachar al cliente actual.
     De improviso, Javier se irguió en su asiento, pensando en lo que podía pasar a continuación.
     No se equivocó. Allí estaba. Esta era morena, de piel pálida y con un vestido negro (o de un azul muy oscuro) cubierto de adornos parecidos a estrellas.
     Javier retrocedió contra su respaldo, como el niño que intenta hacerse invisible, mientras la seguía como a una pelota sobrevolando un campo de tenis. Quizás, ahora tendría por fin la ocasión de ver a qué se dedicaba. Para eso, nada mejor que prestar atención a las personas a las que rondaba.
     Primero se acercó a la chica que le dio la vez. Tras unos segundos de observarla en silencio, se alejó de ella trotando hacia una anciana gruesa que estaba de pie junto a los asientos; una de las que Javier solía confundir con sus abuelas. Esta tampoco pareció gustarle y de allí se dirigió a las sillas.
     En todo momento, pudo ver que nadie la miraba mientras saltaba y, cuando por fin se detenía frente a alguien, se limitaba a echarle un vistazo y seguir esperando. La indiferencia de la gente ocupada hacia un perro sin dueño.
     Se dirigió al asiento más alejado de Javier, donde una mujer de unos treinta y cinco años de ondulado pelo rubio miraba hacia la lenta caja.
     Esta pareció gustarle; la niña se precipitó sobre ella, aupándose a su regazo y hundiéndole la cara contra el abdomen de un modo casi obsceno.
     Javier se incorporó, sin atreverse a decir nada. La gente lo ignoraba, la propia víctima seguía callada. Se exponía a quedar como un loco. Y, además, todo acabó muy rápido.
     En apenas un minuto, la niña se apartó de la mujer alejándose con su sonrisa de muñeca y sus ridículos saltitos. Un vistazo a la mujer y, por fin, Javier vio un efecto apreciable; al mismo tiempo que sentía secarse su boca.
     La mujer no había cambiado mucho, a simple vista. Simplemente, su pelo se había vuelto más gris, las arrugas en torno a sus ojos se habían hundido como sendos pozos, su piel se había arrugado. En un momento, parecía una fotografía que hubiese sido arrugada por una mano.
     En aquel momento, Javier lo entendió. Acababa de robarle tiempo a esa mujer. Juventud. Vida. No de forma masiva sino discreta; una picadura de mosquito en vez de un mordisco de vampiro.
     Sintiendo sus ojos temblar en sus órbitas, el joven se dio cuenta de que había perdido a la niña de vista. Empezó a rastrear la masa creciente que esperaba con urgencia, intentando detectarla. Lo hizo al fondo, donde volvía a tender sus manos hacia un hombre de barba rala. En ese momento, se dio cuenta de que la chica que le dio la vez estaba frente a la ventanilla.
     Con pasos lentos y agarrotados, la mano temblando en dirección al sobre con el dinero, Javier se puso tras ella. Aunque pendiente de cuando acabase, no podía dejar de prestar atención hacia atrás.
     —Buenos días —le saludó la empleada por fin—. ¿Qué desea?
     —Yo… —aturdido y con la garganta reseca, le tendió el sobre y la documentación con los datos de la cuenta mientras encontraba las palabras—. Quisiera hacer un ingreso.
     Después de veintisiete angustiosos minutos, su trámite apena duró tres. Mientras retrocedía, sin dejar de mirar a su alrededor, Javier se dio cuenta de que alguien le miraba a él: el guarda de seguridad, entre los despachos y la caja; un hombre alto y ancho de hombros que estaba perdiendo el pelo y que le miraba con los labios apretados y los ojos entornados.
     Javier, en vez de amedrentarse, decidió comprobar el motivo de su desagrado.
    —Hola –se acercó hacia él disimuladamente, como si rodease la multitud hacia la salida, saludándole al llegar a su altura—. ¿Pasa algo malo, señor?
     El guarda apartó la vista, ofreciéndole el hombro derecho y la espalda, pero sin hacerle desistir.
     —Le he visto mirarme —Javier se arrimó a él, hablando en susurros—. ¿He hecho algo indebido?
     El guarda se volvió, arqueando una ceja y entreabriendo los labios, dudando antes de decir:
     —Sí. Te he visto mirando a esa niña de modo raro.
     Javier tragó saliva, notando su pulso acelerarse, y no porque aquel segurata le hubiese confundido con un pervertido.
     —¿Niña? —optó por hacerse el tonto—. La he visto vagando por aquí y… me ha parecido raro —extendió la mano hacia atrás—. ¿Dónde está ahora? ¿Se ha fijado si iba con alguien?
     Aquello pareció pillar al guardia por sorpresa; abrió los ojos por completo y estiró el cuello.
     —¿Ha… terminado ya? —dijo con incomodidad a los pocos segundos, sin llegar a mirarle.
     —Sí, señor.
     —En tal caso, es mejor que se vaya —volvió a mirarle a los ojos con fiereza—. Buenos días.
     Javier obedeció. Al menos ya era seguro: no era ninguna alucinación suya.
     Pasó junto a la máquina de las cartillas, extendiendo la mano hacia la manija de la puerta. Una risita estridente paralizó su mano y su cuerpo, haciéndole doblar el cuello como un resorte.
     Estaba allí, la muñeca morena vestida de negro, de rostro plano y ancha sonrisa. Le miraba fijamente. Sus manos se abrían y cerraban nerviosas como pinzas de cangrejo, aunque sin llegar a tenderse.
     Javier salió deprisa de la sucursal, consciente de un nuevo y terrible detalle: estaban al tanto de que sabía de su existencia.

Javier dedicó esa tarde, desde las siete a la hora de la cena a Internet, realizando búsquedas que en otro tiempo le habrían parecido descabelladas, sobre temas que dejarían a sus padres boquiabiertos.
     Buscó información sobre brujas, vampiros, hadas, duendes y espíritus. Sobre seres invisibles que se alimentasen de la gente, monstruos de aspecto inofensivo que hacían bajar la guardia a su presa antes de nutrirse de ella.
     Y, aunque Internet estaba lleno de todo tipo de historias sobre los engendros más variopintos, al final seguía a ciegas. No había ninguna descripción de niñas que le chupasen a la gente la juventud, camuflándose en largas filas y multitudes. Ningún nombre que las identificase. Eran, por el momento, su monstruo particular.
     Javier se perdió en su búsqueda; no sólo estuvo sordo durante más de cinco minutos a la llamada de su madre para cenar, sino que no escuchó su teléfono las tres veces que vibró. Cuando por casualidad comprobó que tenía tres llamadas perdidas, el corazón le dio un vuelco.
     —Mierda.
     Con dedos erráticos y el corazón desbocado, consiguió introducir el número de Lorena. Habían quedado en salir ese fin de semana. Y ahora, se arriesgaba a haberle dado plantón sin enterarse.

     —Vaya, por fin. Pensaba que ibas a olvidarme otra…
     Lorena, vestida con camisa blanca, vaqueros y zapatos de tacón alto, con un pequeño bolso verde lima, enmudeció cuando Javier llegó a recogerla en la moto, al ver su cara debajo del casco.
     —Vaya… —se acercó, mirándole desde cierta distancia—. Pero, ¿estabas enfermo…?
     Lorena se sonrojó por momentos. Después de la bronca que le echó la tarde anterior, la idea de haberle obligado a salir estando malo la ahogaba en vergüenza.
     —No, tranquila. Estoy bien. —Sonrió—. Es sólo…
     —¿Demasiado tiempo haciendo colas?
     —Sí, será eso. A ver si un poco de aire me sienta bien.
     Antes de que ella pudiese decir nada más, le plantó un beso en cada mejilla; gesto al que ella respondió cubriéndoselas con las manos.
     —Tranquila. No voy a pegarte nada.
     —Más te vale. –Ella se rió, devolviéndole el gesto—. No soportaría pasarme un fin de semana en el trabajo por tu culpa.
     —Ah, ¿tienes algo nuevo?
     Fueron al Miami, un local nuevo en el Casco Antiguo donde la música no era demasiado ruidosa, la bebida demasiado cara y, como el local se reservaba el derecho de admisión, la compañía no prometía ser desagradable. Eso sí, como todo lo bueno, había que pagar un precio, y no sólo en la entrada.
     Había que hacer cola. Y era una cola muy larga.
     —Dios, hablando del demonio… —masculló Lorena al verla, corriendo para ocupar el puesto del final. Cuatro chicas intentaron arrebatárselo, pero ella se les adelantó, ganándose varias miradas de reproche y puños apretados por lo bajo—. Ya tiene que estar bien…
     —Sí. Y si vemos que se nos hace de día, pues nos vamos al local de al lado y ya está.
     —Que previsor estás —dijo Lorena entre risas—. Eso quiere decir que se te está despejando la cabeza. 
     Él rió con ella, consciente de que la cola era más impresionante que obstáculo. La conga avanzaba cada pocos pasos, al ritmo que un empleado en la puerta cobraba la entrada tras evaluar al cliente. Apretados contra la pared a su izquierda, que conducía al local, eran recorridos por la derecha arriba y abajo por un segundo empleado de aspecto más duro, controlando seguramente que nadie causase problemas o el grupo perdiese el control. A la derecha, un parque vallado servía para delimitar el espacio; un enorme cuadrado de cemento relleno de arena con columpios y un par de balancines, rodeado de arbustos y una valla de hierro.
     El aire que fluía por los callejones le sentaba bien, sintió un cosquilleo en sus mejillas que atribuyó a que estas recuperaban el color. En aquel momento, Javier ya buscaba con la mano su cartera, dispuesto a ser un caballero.
     —Espera un poco —le recomendó Lorena—. Con tanta gente se puede perder.
     Tenía razón; Javier no se había dado cuenta hasta ese momento. Los asistentes no se aglomeraban bloqueando el pasillo, aquello era una simple fila. Pero era una fila compacta. Al querer avanzar, se había dado de bruces con la espalda de un chico que tenía delante, igual que sentía a las chicas con las que Lorena había reñido cada vez más cerca, casi echándole el aliento en la nuca.
     Estaba atrapado en una línea, como un muñeco de papel en una guirnalda.
     —Javier… —Lorena le llamó, esta vez sin atisbo de buen humor—. Oye, ¿estás bien?
     —Claro. —Se volvió hacia ella, rozando cuerpos—. ¿A qué viene eso?
     Se cruzó de brazos.
     —No tienes buena cara. Te estás poniendo muy blanco…
     Un movimiento a su derecha, al otro lado de la valla del parque, le llamó la atención. Una sombra menuda y ágil, que bien podría ser un gato o un perro pequeño.
     Sin embargo, su visión hizo tragar saliva a Javier, atragantándolo.
     —¿Qué has visto? —A Lorena el gesto no le pasó desapercibido, a pesar de estar atrapada en el dominó.
     —Una niña. Me ha parecido ver… —señaló hacia el parque.
     Su novia frunció el ceño.
     —Te lo habrá parecido. El parque está vacío. Y es casi de noche. ¿Cómo va a haber niños sin padres?
     Javier quiso asentir. Pero un sonido se coló en sus oídos, barriendo la algarabía general del sábado noche. Por encima de las voces de la fila, del rumor de la ciudad, de la música que escapaba por la puerta abierta adelante.
     La risa de una niña.
     Javier se inclinó, intentando mirar fuera del muro de cuerpos. Sólo vio al vigilante haciendo su ronda. Y (al menos se lo pareció) a una sombra correteando alrededor de la hilera, ignorada por todos.
     Volvió a sentir que sus piernas se quedaban sin fuerzas. Estaba allí.
     Instintivamente, Javier se encogió, intentando desaparecer entre su compañía y Lorena.
     —¿Qué te pasa ahora? —preguntó ella, indignada—. Oye, estás temblando como un flan.
      Todos los momentos en que Javier quiso ser invisible desfilaron por su mente: la primera vez que le vacunaron, las veces que debía salir a resolver en la pizarra un problema que no sabía, cuando le tocaba decirle a una chica que le gustaba. Pero era el pánico, no la vergüenza, lo que le animaba a esconderse. ¿Cómo sería si le tocaba? ¿Dolería? ¿Y cuánto duraría? ¿Cuánta vida le quitarían?
     —Javi –Lorena le puso una mano en el hombro, intentando calmarle—. Oye, si te pasa algo…
     Una sombra se desprendió del costado de la fila, trotando hacia él.
     El ciempiés humano quedó desarticulado. Javier se desplomó, antes de emperezar a gatear, alejándose de aquella trampa, por más que en el suelo fuese más vulnerable.
      —¡Eh, ¿qué pasa ahí?! —bramó el empleado, acercándose a la carrera.
     —Mierda. Y hemos venido en moto.
     Lorena sacó de su bolso el móvil.
     —No pasa nada. —Javier se incorporó deprisa, agarrándola de la muñeca para intentar detenerla—. Me he mareado un poco, pero estoy…
     Aunque intentaba mirarla a los ojos, no podía dejar de mirar hacia atrás. Ella le plantó la palma de la mano en la frente.
      —Bueno, fiebre no tienes.
     —Te lo he dicho.
     —Pero no puedes seguir así —insistió ella—. Tendría que verte un médico.
      —Como digas, enfermera.
     Javier suspiró, bufando nervioso, mientras dejaban definitivamente el tren hacia el Miami.
     —Bueno, podemos acercarnos al centro de salud…
     Lorena le miró torciendo el cuello.
     —Si lo que tienes es serio…
     —No quiero ir a urgencias. —Una sala enorme y atestada, mucho tiempo esperando—. Y tú misma decías…
     Lorena se puso brazos en jarra.
     —Podemos pasarnos un momento por el centro de salud. —La sonrisa de Javier se borró cuando ella volvió a iluminar su teléfono—. Pero en taxi. Como estás no conduces ni loco. Ya vendremos a por tu moto.

—¿Sigues diciendo que estás bien?
     Javier no podía creérselo. Aquel era un centro de salud pequeño de un pueblo pequeño; era sábado por la tarde, todavía no eran ni las diez. Sin embargo, estaba lleno.
     —Buff… —Lorena rebufó, frotándose las manos—. Parece que aquí no han puesto la calefacci… —perdió voz al fijarse en él—. Javi, ¿qué te pasa?
     —¿Qué? —Dio un respingo, volviéndose hacia ella con la urgencia de la víctima de un susto—. No sé, ¿me ves algo raro?
     —Ajá. —Lorena asintió, poniendo cara de haber sido tratada de idiota—. Te has puesto más blanco que la leche. Y… —hizo ademán de acariciarle la sien con la mano—. Estás empezando a sudar… mucho.
     —No, no es nada. —Javier agitó amistosamente la mano, apartándola—. En cuanto veamos al médico estaré bien. Debe haber sido una bajada de tensión o algo…
     Javier le estaba mintiendo y lo sabía. Lo que le angustiaba, lo que le estaba poniendo enfermo estaba delante de ella, en esa misma sala, a su lado, frente a ellos, llenando el pasillo, subiendo y bajando las escaleras. Ancianos acompañados de sus hijos, yernos o nueras. Niños pequeños y no tan pequeños llorando en sus carros, colgando del pecho de sus madres o llorando sobre rodillas. Gente joven que se doblaba bajo la fiebre, alguna víctima de un pinchazo o un corte curado chapuceramente. Sus voces llenaban el aire mientras ocupaban los escasos asientos y se plantificaban en el pasillo, esperando o consolando a los que esperaban.
     En cuestión de minutos, la masa quedó constituida. Una larga cola a la espera de ser llamados. Un puñado de borregos que ignoraba que, entre ellos, podía haber lobos.
     Javier, fatigado y cansado, no iba a ser capaz de luchar, de estar alerta. La forma en que sus intestinos empezaron a retorcerse, en que su visión se ensombrecía, parecía un presagio de ello.
     —Lore… —Como siempre que se ponía nervioso, su boca se puso como un estropajo—. Tengo… que ir un momento al servicio.
     —Muy bien. —Ella se levantó antes de que pudiese acabar la frase—. Te acompaño.
     —No, no hace falta. —Él dejó su asiento, dejando caer su chaqueta para guardarle el sitio—. Está aquí al lado.
     Señaló hacia el fondo del pasillo, consiguiendo únicamente que ella le dedicase una mirada de reproche. Sin embargo, su expresión pasó al asombro al ver la preocupación volver a Javier.
     —¿Qué te…? —Lorena volvió a levantarse—. ¿Ves? No puedes ir solo.
     No, no podía ir a secas. La aglomeración en el pasillo se había traducido en dos nuevas colas frente a los respectivos servicios. Javier se sentía a punto de desvanecerse, y no iba a poder esperar tanto tiempo; por no mencionar que ofrecía un nuevo coto de caza a su enemigo oculto.
     —Voy a ir un momento abajo, a ver si el de la planta baja está más despejado –le comunicó.
     —¿Cómo? —Lorena se irguió en su asiento—. No seas idiota. ¿Y si te llama el doctor?
     Javier no necesitó responder; en los más de diez minutos pasados desde su llegada a urgencias nadie había sido llamado a la consulta asignada.
     —Déjame acompañart…
     —Va a ser sólo un momento —se excusó él, ya de camino a las escaleras, decidido a ir solo—. Y si hubiese algún problema, ya avisaré a una enfermera para que me ayude.
     —Como quieras, graciosillo —le dejó ir sardónicamente.
     Javier, en parte feliz por haberse salido con la suya, se dejó llevar por las escaleras, agarrando con fuerza la barandilla de metal y dejando su cuerpo deslizarse, pensando que sus pies ni habían tocado los peldaños cuando volvió a la planta baja.
     Los aseos de aquella planta baja estaban en un corredor frente a las escaleras, pasada la sala de terapia y la habitación identificada como los vestuarios para sus asistentes. En aquel rincón trasero, las puertas gemelas con las efigies del hombre y la mujer esperaban, vacías, que alguien las llenase.
     Javier se sintió inquieto, pasando de la amplitud del pasillo repleto a la estrechez del servicio vacío. La sala estaba perfectamente iluminada, las baldosas grises brillaban en las paredes y el suelo. No se oía ni el zumbido de una mosca. Había pasado a un mundo totalmente aparte.
     Renqueando con las piernas abiertas, consiguió llegar a uno de los servicios. Esperó lo que tuviese que ser durante unos minutos, sin que llegasen la náusea o el desplome. Aunque no tenía ganas, decidió amortizar la visita; la orina cayó ruidosamente sobre el fondo, llenándole de una liberación que ni siquiera sentía.
     Un chorro de jabón, un poco de agua y un pequeño apretón a la máquina de aire y se encontraba casi nuevo. Sin embargo, pensando en la pérdida de líquido de las últimas horas, volvió a abrir el grifo y colocó su boca debajo, a una distancia segura del metal. Cuando sintió que una sola gota más le haría vomitar, supo que podía volver arriba.
      Abrió la puerta al pasillo amarillento que llevaba a las escaleras; apenas cuatro metros que se le antojaron un kilómetro.
     Sus pasos se detuvieron al ver que no estaba solo. Una figura solitaria montaba guardia frente al servicio.
     Al centrarse y verla, perdió la sensibilidad de su cuerpo. Sus músculos se petrificaron, sus ojos perdieron la capacidad de moverse y sólo su corazón y sus pulmones le mantenían vivo.
     Era ella. Vestido rojo anaranjado, a juego con la iluminación del centro de salud, sin más adornos. Pelo castaño oscuro casi negro, piel rosada, con algunas pecas sobre su cara de muñeca, con coletas gemelas, pequeña nariz respingona y labios finos.
      Le esperaba allí, donde estaba solo e indefenso.
     —No…
     Javier no tuvo oportunidad de hablar ni de retroceder. La niña se abalanzó sobre su regazo, rodeando su cintura con las manos y pegando la cara contra su estómago.
      El efecto que sintió el joven fue de un tirón violento, como si fuese succionado por un aspirador gigante, aunque fue todo tan rápido que resultó divertido, incluso placentero. Después se sintió apresado, rodeado por una camisa de fuerza de cemento que le impedía mover su cuerpo, al menos de cuello para abajo.
     Al instante siguiente a la conmoción, Javier inclinó la cabeza, recordando lo que tenía pegado al cuerpo.
     Los rasgos de la niña se habían desdibujado; cara, cuello y brazos se habían fundido en una única porción, una amalgama alargada de color grisáceo y aspecto fibroso como una raíz gruesa que se hundía en su cuerpo. Javier no podía dejar de mirarlo, especialmente el rostro: aún conservaba el pelo, dividido en dos coletas; y los ojos, aunque habían perdido su forma almendrada, agrandados como dos perlas opacas y sin iris, que temblaban al son de su imposible boca, realizando movimientos de succión… y recordándole de qué se estaba alimentando.
     Se acabaron los pequeños ataques a discreción. Había llegado la hora de eliminar al infeliz que había descubierto su secreto.
     Javier intentó girar, mover su cuerpo; ignorando, tanto que estaba apresado como el efecto de aquel ataque: una debilidad progresiva, un envejecimiento acelerado…
     Asfixiándose, notando sus pulmones colapsados por el pánico, intentó inclinarse y lo sintió: sus piernas estaban libres de la presión que comprimía su cuerpo. Podía flexionarlas, moverlas. Y, después de todo, era más grande y fuerte que ella.
     Javier intentó avanzar; la niña-cosa intentó oponerse empujando contra él, pero la fuerza de sus pies no estaba a la altura de la de su cuerpo. Avanzando como si atravesase un vendaval, Javier dio dos pasos, consiguiendo empujarla. Luego se arrodilló, bajando su cuerpo y arrastrándola con él.
     Se levantó. Había conseguido levantarla. Sus pequeños pies se habían separado del suelo.
    Sin perder tiempo, se lanzó contra la pared. Sintió el pequeño cuerpo aplastarse, emitir un pequeño gemido acompañado de un crujido de naturaleza ósea. Dio dos pasos hacia atrás, más lentos y pesados que los anteriores, y repitió la maniobra. El golpe fue más débil, pero sintió como la enorme presión que lo rodeaba se aflojaba.
     Jadeando, cada vez más cansado, se dispuso a repetir el golpe por tercera vez. En el momento en que volvía a golpearla, ya noqueada o medio muerta, oyó pasos a su derecha, en el pasillo.
     Un hombre fornido de mediana edad con bata blanca de médico apareció frente a él.
     —Pero… —le miró con una mezcla de asombro y desprecio, enseñando los dientes mientras miraba hacia él y al suelo—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué le ha hecho a esa niña?
     Javier, libre por fin, quiso mirar al suelo, no viendo más que un cuerpo informe y gris, con dos piernas largas y delgadas agitándose como la cola de un pez en el aire…
     Intentó llegar hasta la pared entre servicios, apoyarse lo bastante para mantenerse en pie. No lo consiguió.
     —¡Voy a llamar a seguridad! –gritó el recién llegado, mirando a uno y otro lado con urgencia—. ¡Socorro! ¡Ayuda, por favor!
     Javier creyó percibir que alguien, el médico seguramente, no sabía si sólo o con refuerzos, corría hacia él, ya fuese para contenerle o para socorrer a la “niña”.
     No llegó a verlo, en cualquier caso. Se dejó caer sentado, apoyando la cabeza contra el suelo, a escasos centímetros de la pared. Se sentía cansado, mortalmente cansado. Le había llegado el momento de tomarse un pequeño y reparador sueño.
    
     —¿Dó… dónde…?
     —Shhh, estás bien —le consoló una voz familiar y cercana.
     Javier consiguió parpadear. Estaba en una cama, con una sábana hasta el cuello, mirando el techo extraño de una sala extraña. Lorena estaba de pie, inclinada sobre él.
     —Te has desvanecido en el servicio. Ahora estás en el hospital –sonrió, intentando animarle—. Hemos venido en ambulancia. ¿No te has enterado?
     —No. De nada…
     Al moverse, Javier se dio cuenta de que tenía un gotero enchufado al brazo. Su ropa también había desaparecido, sustituida por un pijama azul de hospital.
     —Ha pasado algo raro –le explicó Lorena, sentándose a su lado sobre la cama—. Un doctor imbécil se puso a gritar, diciendo no sé qué de que le habías hecho daño a una niña.
     Por un momento, la columna de Javier se tensó bajo la sábana.
     —Pero, cuando llegaron los de seguridad, no había nada; sólo tú en el suelo, sin sentido.
     —Entonces, ¿dónde estamos?
     —En neurología. Van a hacerte pruebas. Pero no estabas para esperar en urgencias… —Ella le tendió una mano, que se entrelazó con la suya—. Han avisado a tus padres. Vendrán en un rato.
     Javier sonrió. En ese momento, llamaron a la puerta. Al abrirse, una doctora esbelta de pelo cano entró, acompañada por una enfermera de uniforme blanco.
     —Disculpe —se dirigió directamente a Lorena—. Pero voy a tener que pedirle que le deje. Quisiera hablar con él.
     —Vale. —Lorena se levantó—. Lo entiendo.
     Le mandó un beso y se dirigió a la puerta. Javier la siguió en todo momento, hasta que sus ojos se cruzaron con la enfermera.
     Era joven y muy delgada; el uniforme se adhería a su cuerpo como a un maniquí de escaparate. Dos coletas le caían por detrás de la cabeza, permitiendo una visión clara de su cara en forma de pera, con una pequeña nariz respingona cubierta de pecas y una larga sonrisa de labios finos, que resaltaba su parecido con una figura pintada.
     Javier se contrajo en su lecho, intentando gritar. La sonrisa de la doctora se esfumó.
     —¿Qué le ocurre? —se inclinó, intentando agarrarle—. ¿Qué le pasa, Javier?
     Javier, aturdido y con la boca seca, presa del pánico, hizo torpes amagos para señalar a la enfermera, encontrándose con que su brazo se había vuelto pesado e inerte. Debían haberle sedado.
     —Tendremos que sedarle. —Se volvió hacia la enfermera, dándole instrucciones. La mujer dejó la habitación, dedicándole antes una sonrisa de despedida.
     Javier se calmó en el acto, intentando así enviarle una indirecta a la galena. Por supuesto, no lo consiguió.
     —Bueno –empezó a decirle, brazos en jarra y con la máxima seriedad—. Al principio no parecía grave, pero parece que está peor de lo que pensábamos.
    Cuando la puerta volvió a abrirse se volvió para ver a la enfermera; por suerte la abejita que acudía a picarle era diferente: una mujer rubia, de pelo largo y rostro severo.
     Javier se dejó pinchar y se dispuso a dormir, confiando en haber soñado despierto hasta entonces.
      Al cabo de un tiempo indeterminado, unas voces en la puerta del dormitorio le despertaron. Incorporándose como pudo, vio a sus padres hablando con la doctora, que enumeraba la lista de pruebas a las que iban a someterlo.
     —…análisis de orina, heces y sangre, electroencefalograma, potenciales evocados… —la doctora inclinó la cabeza—. Y lo que haga falta, hasta estar seguros de lo que pueda tener.
     Javier vio a su padre asentir, mientras su madre se inclinaba. Parecía que iba a romper a llorar.
     Él se incorporó, listo para llamarles, decirles que estaba despierto y que no se preocuparan. Estando de espaldas a él, sus ojos se cruzaron con los de la enfermera.
     Esta no era la mujer canosa y seria que le había sedado antes. Esta era más joven, pelirroja y con la tez del color de la leche, ojos almendrados, nariz respingona cubierta de pecas rojas como la urticaria y labios finísimos.
     Se quedó inmóvil durante un segundo, mirando a su paciente. Luego añadió:
      —Me temo que pasará mucho tiempo con nosotros.
     Sus palabras tuvieron de por sí el efecto de un narcótico; Javier se desplomó como si le hubiesen dado un puñetazo. Mientras, a través de la puerta entreabierta, una risa jocosa e infantil le llegó desde alguna parte del corredor del hospital, dominio de doctores y enfermeras adultos.

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