lunes, 13 de agosto de 2018


EL SÍNDROME DEL ÚTERO HUECO -1º PARTE

El personal de pediatría supo que algo iba mal nada más oír los gritos; no hizo falta que vieran lo que les esperaba en la habitación. Olga, la enfermera de guardia, corrió desde la recepción, siguiendo los gritos. Parecían venir de la habitación 409…
     —¿Qué pasa? —Alexei llegaba corriendo también por el pasillo, empujando el carrito de enfermero—Te he visto salir corriendo...
     —No lo sé —se limitó a decir Olga, antes de entrar en la habitación.
     Sólo había una ocupante, que ni parecía haber pensado en el timbre para avisarles. Si sus voces de dolor no se oyesen desde fuera, nadie habría acudido a tiempo.
     La enfermera corrió a la cabecera de la cama.
      —¡Oh, Dios…!
       Primero vio a la mujer de algo más de treinta años, bonita, de piel morena y pelo negro y largo, revuelto y pringoso por el mismo sudor que cubría su cara. Luego vio la sábana blanca del hospital, que la tapaba hasta los hombros. Por último, vio las manchas de sangre sobre la tela.
     Olga agarró la carpeta puesta a los pies de la cama, con los datos de la paciente: Nombre, Ana Zlobin…
     —Un aborto espontáneo —dedujo Alexei, a su lado—; voy a avisar al doctor Nepein…
     —No, imposible —le corrigió la enfermera, levantando la vista del papel—. Dio a luz ayer.
     Alexei dobló el cuello, momento en que vio la pequeña cuna de plástico junto a la cama, vacía. El bebé debía estar en la sala de neonatos.
     —Una hemorragia interna —el enfermero fue a su lado—, complicaciones… postparto.
     —Tampoco —le avisó Olga, desconcertada, confundida.
     Alexei agarró la sábana para destapar a la mujer.
     —Dice que le hicieron una cesárea. Voluntaria.
     Hasta que la apartó ninguno se había dado cuenta de que la mujer también tenía los dos brazos tapados.
     —¿Pero qué coño…?
      Alexei se quedó mirando con ojos desorbitados mientras su compañera soltaba la carpeta, dejándola caer. Necesitaba las manos para taparse la boca; para contener la conmoción que le provocó lo que vieron.

Era, por fin, el gran día para Mariana; el fin del desconocimiento, de los nervios, del miedo. Hoy por fin se acababa el pensar cómo sería empezar de cero y tocaba vivirlo.
     Mariana parpadeó sobre la cama, encogiéndose. ¿Dónde estaba?
     Miró a su alrededor. Una habitación blanca, con paredes blancas, sábanas blancas y una cortina blanca rodeando su cama. Una ventana para ver el exterior. Y una cuna.
      Se encogió, llevándose las manos al vientre, protegiéndose… y exhaló, sintiendo su corazón bricnar en su pecho.
     No estaba, no había nada en ella, ni fuera… ni dentro. Se levantó la camisa del pijama, palpándose el vientre ahora liso y fofo, tan distinto al que llevaba luciendo desde hacía más de seis meses… y recordó.
     Aquel no era el gran día, sino el día después del gran día. Lo recordó todo súbitamente: como empezaron los aguijonazos antes de ayer, cada vez un poco más dolorosos. Pensó que se estaba poniendo juguetona, antes de entender que no. El útero se había quedado demasiado pequeño para las dos.
     Ángel la llevó corriendo al hospital; tuvo que salir del trabajo casi hora y media antes para llegar. Y total, tuvo que pasar casi once horas tumbada, once horas de dolor progresivo apenas calmado por la epidural, rodeada por un doctor y varias enfermeras sin cara mientras él esperaba fuera, sin hacer nada y seguramente poniéndose cada vez más nervioso.
      Es por mi bien, para que no coja nada, pensaba al ver sobre ella las mascarillas verdes.
      Luego, mientras sentía los últimos tirones y creía que iba a reventar por dentro… salió.
      —Es una niña —le comunicó el doctor, levantando el contenido de su cuerpo con manos enguantadas manchadas de sangre.
       —Sí, —asintió llorando, como si no lo supiese ya.
       Luego se la pusieron en brazos; esa cosa cubierta de sangre, llorando, intentando moverse; buscando sus ojos para que la viera. Pero estaba tan cansada…
     A aquello siguió la alegría de Ángel, la sucesión de familiares dedicándoles felicitaciones y sonrisas y el control estricto de su marido y el personal, como si padeciese hipersensibilidad y cualquier cosa pudiese matarla.
     Y la niña…
     Iria, se recordó. Ese era el nombre que le pusieron, desde que descubrieron su sexo. Y ahora, si nada pasaba, estaría allí, en la cuna, con ella. A menos…
     Mariana se levantó, mirando al contenido de la cuna.
     —¿Ya te has despertado? —La puerta de la habitación se abrió entonces—. Buenos días.
     —Hola —saludó a Ángel con cierta desgana, sin distraerse—. ¿Y…?
     —¿Pasa algo? —Él, con el ceño fruncido, fue hasta su lado.
     —¿Dónde… está…?
     —¡Ah, tranquila! —Nada más entenderla le dio un beso y la ayudó a volver a tumbarse—. Están bañándola.
     —Vale.
      Mariana, boca arriba, se puso a frotar su vientre, ahora tan plano, blando... y vacío. Ángel cogió una botella de agua junto a la cama y le dio de beber.
    —¿Sabes cuándo…? —le preguntó al acabar.
     —En unos días, puede que pasado mañana —le contestó como si tuviese telepatía—. Ya sabes, con los recién nacidos…
     Ella asintió, sabiendo a qué se refería, y deseando que llegase ese momento. A lo mejor, en casa…
      Y volvió a frotarse su vientre, sintiéndolo extraño. Era una sensación rara, que no había sentido antes. ¿Debía haber intuido, de algún modo, que su hija no estaba con ella?
      Se dijo que no, lo que no la animó en lo más mínimo.

—Buenos días, estudiantes; os agradezco enormemente que hayáis decidido acompañarnos en este ciclo de conferencias.
      Hubo algunos murmullos desde el patio de butacas, con todas las luces encendidas para evitar que alguno de los cuarenta y siete estudiantes de psiquiatría que disfrutaban del simposio tuviese la tentación de sucumbir al aburrimiento extremo. Allí las anotaciones eran opcionales, los exponentes, (les habían dicho y jurado) muy interesantes y los de primero, por ir, se libraban de un par de clases.
     —Bien, estudiantes, especialmente los de primero, podéis sentiros afortunados les informó el doctor Boone—. No todos los días podéis contar con una ponencia de alguien como el profesor Edi Gilani.
     Hubo muchos aplausos, la mayoría de cortesía, salvo los que dedicaron los pocos alumnos de último semestre que sí sabían quién era.
      El robusto profesor de pelo moreno cortado al cepillo y gafas de montura negra cedió su puesto a un hombre bastante más bajo de anchas entradas, pelo gris y piel morena cuyo rostro desprendía afabilidad.
     —Buenos días —dijo en un idioma perfecto, sin rastros de acento que diese pistas de su procedencia—. Es para mí un honor poder estar aquí, tomando parte en estas conferencias didácticas.
     Algunos profesores asintieron con orgullo.
     —Y ver que hay tantos jóvenes preocupados por la salud de su mente —dijo Gilani, mirando al público—, que supongo, desmiente la creencia extendida entre mi generación de que la gente joven está loca.
     Las risas al chiste fueron unánimes.
     —Y que hay que estar loco para mirarle la cabeza a los demás.
     Esta vez hubo verdaderas carcajadas.
     —Bueno, esperemos demostrarles que se equivocan.
      Hizo un gesto de cabeza y pulsó un pequeño mando, que ahora todos vieron que llevaba en la mano derecha. Una lucecita roja parpadeó en su mano e, instantes después, la pantalla blanca sobre su cabeza se iluminó. La primera diapositiva de una presentación.
     —Bien, me gustaría empezar —Gilani se humedeció el labio superior con la lengua—, hablando de uno de los trastornos más comunes que veréis en vuestras carreras, tanto como síntoma de una enfermedad mental mayor como desorden en sí mismo, con nombre propio.
     Los alumnos alzaron el cuello y los profesores lo doblaron para poder ver el título.
     —Delirios —anunció Gilani, mirando a su público desde su atril—. Supongo que no hace falta que os diga lo que son, o no deberíais estar aquí.
      Hubo algunas risas, incluida la del profesor Garreth.
     —Lo repito, los que os dediquéis a esto os cansaréis de oírlos. 
     Hubo otro destello del mando y la pantalla tras él cambió, ofreciendo una lista de alteraciones asociadas a dicha patología.
      —Y, si me permitís decirlo, algo muy triste —admitió, negando—. Puede que yo sea un experto en su estudio, pero sabed esto: se puede decir lo que se quiera sobre la genética, los factores ambientales y el azar; aunque los cánceres pueden tener sintomatología, y a veces causas comunes, cada uno es de su padre y de su madre. Con los delirios pasa igual.
     Silencio. La conformidad se expresó con asentimientos mudos.
     —Podemos intentar saber la causa, saber qué partes del cerebro están implicadas, pero serían sólo curiosidades académicas. Lo que podemos hacer es, en base a sus características comunes, tratarlos y, a poder ser, extirparlos. No literalmente, claro.
     Hubo algunas risas. Luego la pantalla cambió, mostrando un esquema de las distintas clasificaciones históricas.
      —Bien, amén de estar asociados a la esquizofrenia, la paranoia y a otros trastornos concretos, muchas veces —vuelvo a repetir— os encontraréis delirios que son una enfermedad en sí. Como éste.
     La imagen volvió a cambiar.
     —Todos sabemos qué son los delirios de grandeza, y los hemos tenido alguna vez. —Algunos docentes se sonrojaron; Gilani en cambio, quizás por el color de su piel, parecía inalterable—. Todo el mundo ha soñado alguna vez con ser Pelé, Brad Pitt o tener la cartera como Bill Gates; sin embargo, sólo en algunos casos se convierte en un verdadero trastorno.
     Gilani se agarró al estrado, mientras la escena volvió a cambiar. 
     —Es un ejemplo de intensidad variable —afirmó—. Que va desde la obsesión con que el destino es la gloria, la fama o la grandeza, a creerse, directamente, la encarnación de alguna figura a la que se asocia con el poder. Y —agregó—, por si alguno me lo pregunta, no; no sé por qué entre los casos más graves es tan popular Napoleón Bonaparte, pero supongo que es mejor que George Bush.  
     La carcajada fue general, Gilani esperó a que amainase un poco para seguir.
      —Es también un buen ejemplo de lo opaca que puede ser la definición de delirio, que puede costar discernir de una simple excentricidad pasajera a un desorden capaz de dificultar la vida del paciente. Es uno de los motivos por los que su tratamiento, y no decir su simple diagnóstico, puede ser muy complicado.
     Sus palabras consiguieron bajar las pocas manos que se habían levantado después de las risas.
    —Pasemos ahora a ejemplos más concretos, con causas más o menos conocidas.
      Pulsó el puntero. Tras él apareció el nombre, pero la presentación estaba a medias.
     —Pero no quiero hablar yo solo; que nuestro entusiasmado público tenga oportunidad de enseñarnos lo que sabe. —Sonrió, provocando que algunos cuellos se encogiesen en el asiento de butacas—. Bien, ¿alguien sabe lo que es el síndrome de Cotard?
     Hubo silencio; los alumnos de todos los años bajaban la cabeza, como si no verle les hiciese invisibles. Gilani agitó los dedos sobre el borde de la tarima.
     —¿Nadie? —Miró a los lados, simulando confusión—. Entonces debo haberme equivocado de sala.
     Hubo amagos de risa; algunos de sus colegas sobre el escenario, como la doctora Fayth, empezaron a agitar sus manos, a falta de abanicos.
     —Vamos, jóvenes —giró el cuello—, ¿o preferís hacer pasar por el mal trago a los profesores?
     Hubo sonrisas entre los adultos. En el patio de butacas, una mano solitaria se levantó.
      —¿Sí? —Gilani se inclinó con interés—. Adelante.
      —Es el… delirio de negación –contestó una alumna de último curso, de pelo castaño recogido en dos cortas coletas.
       Gilani asintió con entusiasmo, de un modo muy teatral.
      —Muy bien. —Dio un par de palmadas—. ¿A qué no ha costado tanto?
     Silencio, muchos suspiros de alivio y un par de miradas envidiosas.
     —¿Y puede decirnos los síntomas con detalle?
      La chica negó, esta vez enérgicamente. Por suerte, la presentación lo hizo por ella.
     —El delirio de negación o nihilista, más conocido como síndrome de Cottard, es un trastorno extremadamente raro —por suerte—, consistente en que el paciente cree… que está muerto.
     Hubo murmullos de asombro, mientras los detalles aparecían en la gran pantalla.
     —No es nada, por supuesto, de querer morder cuellos o creerse a prueba de balas, no —negó Gilani, con una seriedad que parecía fuera de tono con el comentario—. El paciente cree, sencillamente, que sus órganos internos han dejado de funcionar y que son como muertos vivientes; llegando a creer que están siendo comidos por gusanos o que no pueden ser heridos por ser una especie de… almas en pena.
     Una mano se levantó en las primeras filas.
     —Por fin, una pregunta. —Gilani pareció genuinamente contento—. ¿Sí?
     —¿Hay alguna causa concreta… para este trastorno? —preguntó un chico delgado, con gafas y más bien bajo.
     —Sí en el caso anterior he dicho que puede ser difícil considerarse un trastorno, en este caso hay varios motivos—señaló el ponente—. Aparece en algunos casos de depresión o enfermedad mental grave como la psicosis; a veces está inducido por consumo de narcóticos, aunque como ya he dicho es muy raro. También se ha descrito en lesiones cerebrales causadas por accidente.
     —¿Como en el síndrome de Capgras? —preguntó un alumno alto de último curso cuando su mirada se cruzó con su mano levantada.
      Gilani asintió, tan despacio y con una expresión tan opaca que costaba discernir si lo hacía como confirmación o admirado.
      —Mira, una pregunta interesante; veo que si prestáis atención. —Miró a los profesores—. Podéis estar orgullosos.
     Hubo algunas sonrisas modestas, mientras el autor del comentario se encogía en su asiento.
     —Bueno, no es exactamente igual. El síndrome de Capgras está relacionado con la prosopagnosia; en el síndrome de Cottard, en cambio, no se ha podido establecer qué región cerebral o tipo de lesión está relacionada con su principio.
     Gilani hizo una pausa para rascarse el labio superior.
     —Lo que me lleva… a un caso concreto al que me gustaría dedicar una atención especial.
     El silencio y la atención volvieron entre los presentes.
     —Un trastorno relativamente reciente, que está siendo objeto de intensos seguimientos y debates. Un desorden del que, no tengo dudas, los que estén al tanto de los últimos estudios psiquiátricos ya habrán oído hablar.
     La lectura del nombre y su aparición en la pantalla provocó la apertura de muchas bocas, y no sólo en las butacas.
      —Procedo pues —siguió el doctor—, a exponer los datos conocidos sobre el síndrome de Weinfeld—Rhodes.
     —El síndrome… —masculló una alumna de segundo—. Del útero hueco.

El hombre volvió a fijarse en la barra. No se lo imaginaba; le estaba mirando.
     Volvió a centrarse en su té y en el resultado del Arsenal-Liverpool, decidido a ignorarla. Era demasiado bueno para ser verdad, pero de todos modos, no podía dejar de admirar el espejismo.
     Debía tener treinta años o poco más, pero conservaba toda la belleza de una adolescente. La cara era bonita, el pelo castaño liso y largo, los ojos brillantes y la sonrisa inocente. En aquel momento se pasó el índice sobre los labios pintados de rojo intenso, incitándole.
      Bajó los ojos al periódico, sintiendo la sangre latirle en las sienes y la entrepierna cuando, entre el jaleo del café, distinguió el sonido de tacones altos acercándose.
     —Estaré en el servicio —oyó el susurro—. Espera dos minutos.
     Lo único que logró ver al mirar fue una sonrisa, seguida del eco de una risa.
     Tiene que ser una broma, puede que una cámara oculta. No, cosas así no pasan.
     Sin embargo esperó a que pasase el tiempo dado y se levantó. El local estaba casi vacío y los dos servicios, apenas estaban separados por una pared. Nadie iba a fijarse si alguien se equivocaba de puerta.
     El escusado era muy pequeño, consistente sólo en un servicio, un lavabo y el espejo. Y ella estaba allí, sonriéndole, con la camisa abierta y los pantalones en el suelo.
     Al infierno, pensó mientras se desabrochaba los pantalones. Eso sólo podía pasarle una vez en la vida.
     Cinco minutos después salía feliz, continuando su almuerzo y marchándose. En todo ese tiempo ella no salió, contribuyendo a la impresión de que nada había pasado.
     Ella salió poco después, luego de lavarse un poco con jabón, volver a peinarse y retocase el maquillaje. Ya estaba lista para su siguiente cita.
     Se acercó a la barra, pidió otro café con leche y comprobó la hora. Las cinco y veinte. Ya no debería tardar.
     —¿Shirley? —le preguntó una voz con timidez.
      Suspiró, inquieta. Sabía que la había reconocido por su chaqueta blanca, pero ella no tenía ni idea de cómo sería él. Tomó aire, hizo de tripas corazón y se volvió.
       —Sí —respondió, con el rostro iluminándose por momentos—. Soy yo. —Y le dio un beso amistoso como saludo.
     Había tenido suerte. Por la voz podía parecer un hombrecillo pusilánime, de avanzada calvicie y gafas de cristal grueso, pero no; era joven, un poco más que ella, de pelo negro muy corto y cuerpo atlético. Por su camiseta y pantalones de chándal, parecía que había ido andando.
     Bueno, se dijo ella, mientras funcione
     —Bien. —Inclinó la cabeza, seguramente para que no lo viese sonrojarse—, ¿y adonde…?
     —Paciencia, cariño —le pidió—. Disfrutemos el momento.
     Él pidió un té con limón y se lo bebió en una mesa aparte. Tal y como ella había observado, a nadie le importó allí que dos personas capaces de saludarse con un beso se mantuviesen separadas.
     Ella salió primero, seguida por él siete minutos después, acelerando para ponerse a su lado.
     —¿Hay algún sitio…?
     —Ssssh. —Le impuso el índice sobre los labios—. A eso vamos, cielo. A eso vamos.
     Encontró, cuando necesitó dar el paso, un apartamento de alquiler en Wilton Road a muy buen precio y, aún mejor, su propietaria y casera era una ancianita septuagenaria y menuda que, además de sonreír cada tres palabras, se pasaba fuera la mayor parte del día.
     Y, porque no decirlo, quedaba lo bastante cerca de su casa para poder llegar andando y lo bastante lejos para que nadie la reconociese.
     Abrió y fueron directos al dormitorio, al final de las escaleras; sin encender luces ni charlar. Sobraban las palabras.
     —¿Estás nervioso? — le preguntó sonriente al verle pelearse con los nudos de las deportivas y con la camiseta a medio sacar por la cabeza.
    —Aterrado, en realidad —reconoció él, riendo—. Es la primera vez que hago esto…
    —¿Eres virgen, acaso? —se interesó en un tono malicioso mientras se recostaba de espaldas sobre la cama, ofreciéndole las piernas cruzadas, todavía encerrando una bragas de color carne.
     Desde el lado de la puerta fue capaz de sentir, de oler su rubor.
     —No —se apresuró a negar, con la cara desdibujada por la oscuridad—. Quiero decir, pagar por…
     —Bueno, entonces —se levantó y fue a su lado, agarrándole por los brazos—, hagamos esto único.
      Le besó y retrocedió hasta la cama, llevándolo con ella sin ningún esfuerzo. Hasta su miembro parecía levantarse como un rompevientos para facilitar el movimiento.
      Se acostaron juntos, besándose en la boca. Él empezó a acariciarle el vientre, al principio con torpeza y nervios, para rehacerse deprisa. Parecía que no mentía sobre su experiencia.
      —Eh, antes de… —dudó un momento, que ella aprovechó para sacarse las bragas de entre las piernas.
     —¿Sí?
     —El precio —intervino—. Quedamos que iban a ser ciento diez, ¿n…?
     No le dejó acabar, cerrándole la boca con los labios, metiéndole la lengua y haciéndola trabajar como no lo había hecho hablando en su vida.
       —Tranquilo; no te preocupes por eso —anunció, hablando con el tono más meloso, cómplice posible—. ¿Sabes? Verte me ha sorprendido…
     Él se quedó inmóvil, su corazón latiendo tan rápido que podía oírlo sin pegarle la oreja al pecho.
     —Eres… más guapo de lo que esperaba…
     —Muchas gracias —replicó, entre satisfecho e indignado—. No todos lo que contratamos putas tenemos que…
     Se mordió la lengua, dándose cuanta de que había metido la pata. A ella, sin embargo, no le importó.
     —Lo que te decía —susurró, mientras bajaba las manos hacia su entrepierna—. Es que me gustas tanto que te… lo regalo. Es gratis.
      —Vaya, gra…
     Volvió a callarse; cuando le agarró, comprobó que seguía con los calzoncillos puestos. Lo frotó, despacio, notándolo crecer sin llegar al punto de no retorno. Cuando juzgó que había llegado el momento, se tumbó, dejándole que le lamiese el cuello como un perro con un polo.
     Perfecto. Lo necesitaba así. Animado, excitado, decidido.
     Fue, como tantos otros hombres antes, rápido, lo que también era perfecto. Así se olvidaban de hacer preguntas. Luego se levantó, dejándola en la cama, tumbada, todavía jadeando por efecto del orgasmo y soñando. Cuando se fue se movió sólo para coger el teléfono y dejarlo a su lado; aún quedaba mucha tarde, y podría haber otras llamadas.
     Pero puede que ya no haga falta; que entre este y el de antes ya esté…
     Suspiró con resignación, mientras paseaba sus manos sobre su vientre. No, claro que no estaba. Lo habría sentido, y lo sentiría.
     Después de media hora, se vistió y partió hacia su hogar, en Worthington; no debía olvidar que tenía otras cosas que hacer.
     Qué raro, pensó al llegar. ¿Había corrido todas las cortinas antes de irse?
     Los gritos de Laurie la recibieron nada más abrir, intensificándose al cerrar la puerta, como si la niña supiese que ya no estaba sola.
     —Ya voy, cariño —le dijo—, un momento, que mamá…
     —Buenas tardes, Liz.
     Frenó en seco, dándose cuenta en ese momento que la luz de la cocina estaba encendida. Se acercó a ella, inquieta, al reconocer la voz.
     —¿George? —preguntó, extrañada, asomándose al umbral.
     Su marido estaba allí, dándole la espalda. Todavía tenía puesto el traje de la oficina y los zapatos, con un bote verde de cerveza Carling delante.
     —¿Cómo estás? —Hizo la pregunta sin mirarla.
     —Pues bien, gracias por pregunt…
     Liz controló al máximo el tono de su voz, dándose cuenta de que su marido parecía estar conteniendo algo, seguramente ira. Y de que lo que había dicho parecía una pregunta retórica.
     —Te he llamado al trabajo —le dijo—. Me han dicho que los tres últimos días has pedido permiso para salir antes.
     —Pues claro —replicó, intentando plantarle cara—. Ya sabes que hay que cuidar de La…
     Él lanzó una carcajada, antes de agarrar la botella de cerveza y estamparla contra la mesa, sacudiéndola.
      —¿Qué…?
      Se había girado, taladrándola con sus ojos dorados.
      —¿Cuánto tiempo llevas fuera? —preguntó, apoyando el brazo en el respaldo de la silla más cercana.
     —Eso no te importa —se impuso—. Lo que…
     —¿Cuánto llevas —se irguió—, haciendo esto?
      Liz vio ahora los folios que George llevaba en la mano. Alargó el brazo como para dárselos, sólo para tirárselos en el último momento. Ella los evitó dando un paso atrás, dejándolos desperdigarse por el suelo.
      Y lo vio. Eran hojas impresas de una página de anuncios, en los que salía ella. Sin ropa y con la cara difuminada, había que conocer muy bien su cuerpo para reconocerla. Y, por desgracia, su marido podía entrar en esa categoría privilegiada.
     —Puedo expli…
     George dio un paso hacia ella, un gesto cotidiano que le pareció amenazador.
     —¿No gano acaso lo suficiente? —preguntó él, frunciendo el ceño—. ¿Cuánto te pagan por esto, eh?
     —Déjalo —le pidió con desgana—. Ni siquiera es por el dinero.
     George levantó el cuello, retrayendo al máximo sus párpados.
      —¿Cómo?
     Liz sonrió, ahí estaba. Podía acabar con la pelea y, de paso, conseguir lo que necesitaba tan ansiadamente. La tarde, al final, no estaría perdida.
     —Tú sabes por qué lo hago, ya te lo he dicho —aseguró, mientras se movía en su dirección.
      Abrazó su sorprendido cuello, mordisqueándole el lóbulo de la oreja.
      —Tú eres el mejor y lo sabes —susurró—. Podemos ir al dormitorio… y me lo demuestras…
     Pero, claro, antes había que hacer que la niña dejase de llorar.
     Liz movió los labios a la boca de George, besándolo como paso previo a su siguiente sugerencia. Pero antes del beso, sintió que se le cortaba el aire. Una fuerza imprevista le había cerrado la tráquea.
       Su esposo la arrojó con violencia contra la encimera, provocándole un terrible dolor en los riñones.
      —Sucia puta…
     Liz conservó el equilibrio de milagro. Desde alguna parte, seguramente su dormitorio, Laurie aulló.
     El siguiente golpe de George la lanzó al suelo.
      —Cariño, por favor…
      El la agarró del pelo, tirando para ponerla a su altura. Por su aliento comprobó que, aunque había bebido, seguía muy lejos de estar borracho.
      —¿Sabes por qué hago esto? —le preguntó, y Liz esta vez no estaba segura de que fuese retorica—. Aunque no me creas, no es por eso —señaló a los papeles del suelo—. No, no es por eso.
      Liz resopló, mirándole, intentando sonreír.
     —Cariño, entiéndeme…
     —He llegado hace como media hora.
     —Lo necesito…
      —Laurie estaba sola —le recriminó George, perforándola con la mirada—. Llorando. Estaba sucia en su cuna, dando vueltas, con el pañal hinchado por delante y atrás, llorando. Sola, sin haber comido, desde cuanto tiempo…
      —George —se sujetó a su cara—. Tengo que hacerlo.
      Él se apartó, escapando de entre sus dedos.
      —Dime, Liz, ¿cuándo ha comido por última vez, eh? —la recriminó, gritando—. ¿Cuánto has pasado fuera, dejando a nuestra hija sola, hambrienta y sucia?
      —¡No importa si está fuera! —estalló Liz, llorando—. Lo que necesito es volver a sentirme entera. Llena… por dentro.
      Su esposo se quedó mirándola, pálido e inmóvil, respirando con pesadez. Ella se le acercó, buscando su perdón, su consuelo, su amor.
     —Y tú estabas follando con otros… —masculló.
     George volvió a abofetearla, cada vez con más fuerza; ya no tanto como castigo o para descargar su ira. Simplemente no soportaba estar cerca de eso, que tanto se parecía a su querida esposa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario