EL SÍNDROME DEL ÚTERO HUECO -1º PARTE
El personal de pediatría supo que algo iba mal nada más oír los gritos; no hizo falta que vieran lo que les esperaba en la habitación. Olga, la enfermera de
guardia, corrió desde la recepción, siguiendo los gritos. Parecían venir de la
habitación 409…
—¿Qué pasa? —Alexei llegaba corriendo
también por el pasillo, empujando el carrito de enfermero—Te he visto salir
corriendo...
—No lo sé —se limitó a decir Olga, antes
de entrar en la habitación.
Sólo había una ocupante, que ni parecía
haber pensado en el timbre para avisarles. Si sus voces de dolor no se oyesen
desde fuera, nadie habría acudido a tiempo.
La enfermera corrió a la cabecera de la
cama.
—¡Oh, Dios…!
Primero vio a la mujer de algo más de
treinta años, bonita, de piel morena y pelo negro y largo, revuelto y pringoso
por el mismo sudor que cubría su cara. Luego vio la sábana blanca del hospital,
que la tapaba hasta los hombros. Por último, vio las manchas de sangre sobre la
tela.
Olga agarró la carpeta puesta a los pies
de la cama, con los datos de la paciente: Nombre, Ana Zlobin…
—Un aborto espontáneo —dedujo Alexei, a su
lado—; voy a avisar al doctor Nepein…
—No, imposible —le corrigió la enfermera,
levantando la vista del papel—. Dio a luz ayer.
Alexei dobló el cuello, momento en que vio
la pequeña cuna de plástico junto a la cama, vacía. El bebé debía estar en la
sala de neonatos.
—Una hemorragia interna —el enfermero fue
a su lado—, complicaciones… postparto.
—Tampoco —le avisó Olga, desconcertada,
confundida.
Alexei agarró la sábana para destapar a la
mujer.
—Dice que le hicieron una cesárea.
Voluntaria.
Hasta que la apartó ninguno se había dado
cuenta de que la mujer también tenía los dos brazos tapados.
—¿Pero qué coño…?
Alexei se quedó mirando con ojos
desorbitados mientras su compañera soltaba la carpeta, dejándola caer.
Necesitaba las manos para taparse la boca; para contener la conmoción que le
provocó lo que vieron.
Era, por
fin, el gran día para Mariana; el fin del desconocimiento, de los nervios, del
miedo. Hoy por fin se acababa el pensar cómo sería empezar de cero y tocaba
vivirlo.
Mariana parpadeó sobre la cama, encogiéndose.
¿Dónde estaba?
Miró a su alrededor. Una habitación
blanca, con paredes blancas, sábanas blancas y una cortina blanca rodeando su
cama. Una ventana para ver el exterior. Y una cuna.
Se encogió, llevándose las manos al
vientre, protegiéndose… y exhaló, sintiendo su corazón bricnar en su pecho.
No estaba, no había nada en ella, ni
fuera… ni dentro. Se levantó la camisa del pijama, palpándose el vientre ahora
liso y fofo, tan distinto al que llevaba luciendo desde hacía más de seis
meses… y recordó.
Aquel no era el gran día, sino el día
después del gran día. Lo recordó todo súbitamente: como empezaron los
aguijonazos antes de ayer, cada vez un poco más dolorosos. Pensó que se estaba
poniendo juguetona, antes de entender que no. El útero se había quedado
demasiado pequeño para las dos.
Ángel la llevó corriendo al hospital; tuvo
que salir del trabajo casi hora y media antes para llegar. Y total, tuvo que
pasar casi once horas tumbada, once horas de dolor progresivo apenas calmado
por la epidural, rodeada por un doctor y varias enfermeras sin cara mientras él
esperaba fuera, sin hacer nada y seguramente poniéndose cada vez más nervioso.
Es
por mi bien, para que no coja nada, pensaba al ver sobre ella las
mascarillas verdes.
Luego, mientras sentía los últimos
tirones y creía que iba a reventar por dentro… salió.
—Es una niña —le comunicó el doctor,
levantando el contenido de su cuerpo con manos enguantadas manchadas de sangre.
—Sí, —asintió llorando, como si no lo supiese ya.
Luego se la pusieron en brazos; esa cosa
cubierta de sangre, llorando, intentando moverse; buscando sus ojos para que la
viera. Pero estaba tan cansada…
A aquello siguió la alegría de Ángel, la
sucesión de familiares dedicándoles felicitaciones y sonrisas y el control
estricto de su marido y el personal, como si padeciese hipersensibilidad y
cualquier cosa pudiese matarla.
Y la niña…
Iria,
se recordó. Ese era el nombre que le pusieron, desde que descubrieron su sexo.
Y ahora, si nada pasaba, estaría allí, en la cuna, con ella. A menos…
Mariana se levantó, mirando al contenido
de la cuna.
—¿Ya te has despertado? —La puerta de la
habitación se abrió entonces—. Buenos días.
—Hola —saludó a Ángel con cierta desgana,
sin distraerse—. ¿Y…?
—¿Pasa algo? —Él, con el ceño fruncido,
fue hasta su lado.
—¿Dónde… está…?
—¡Ah, tranquila! —Nada más entenderla le
dio un beso y la ayudó a volver a tumbarse—. Están bañándola.
—Vale.
Mariana, boca arriba, se puso a frotar su
vientre, ahora tan plano, blando... y vacío. Ángel cogió una botella de agua
junto a la cama y le dio de beber.
—¿Sabes cuándo…? —le preguntó al acabar.
—En unos días, puede que pasado mañana —le
contestó como si tuviese telepatía—. Ya sabes, con los recién nacidos…
Ella asintió, sabiendo a qué se refería, y
deseando que llegase ese momento. A lo mejor, en casa…
Y volvió a frotarse su vientre,
sintiéndolo extraño. Era una sensación rara, que no había sentido antes. ¿Debía
haber intuido, de algún modo, que su hija no estaba con ella?
Se dijo que no, lo que no la animó en lo
más mínimo.
—Buenos
días, estudiantes; os agradezco enormemente que hayáis decidido acompañarnos en
este ciclo de conferencias.
Hubo algunos murmullos desde el patio de
butacas, con todas las luces encendidas para evitar que alguno de los cuarenta
y siete estudiantes de psiquiatría que disfrutaban del simposio tuviese la
tentación de sucumbir al aburrimiento extremo. Allí las anotaciones eran
opcionales, los exponentes, (les habían dicho y jurado) muy interesantes y los
de primero, por ir, se libraban de un par de clases.
—Bien, estudiantes, especialmente los de
primero, podéis sentiros afortunados —les informó el doctor Boone—. No todos los días podéis contar con una
ponencia de alguien como el profesor Edi Gilani.
Hubo muchos aplausos, la mayoría de
cortesía, salvo los que dedicaron los pocos alumnos de último semestre que sí
sabían quién era.
El robusto profesor de pelo moreno
cortado al cepillo y gafas de montura negra cedió su puesto a un hombre
bastante más bajo de anchas entradas, pelo gris y piel morena cuyo rostro
desprendía afabilidad.
—Buenos días —dijo en un idioma perfecto,
sin rastros de acento que diese pistas de su procedencia—. Es para mí un honor
poder estar aquí, tomando parte en estas conferencias didácticas.
Algunos profesores asintieron con orgullo.
—Y ver que hay tantos jóvenes preocupados
por la salud de su mente —dijo Gilani, mirando al público—, que supongo,
desmiente la creencia extendida entre mi generación de que la gente joven está
loca.
Las risas al chiste fueron unánimes.
—Y que hay que estar loco para mirarle la
cabeza a los demás.
Esta vez hubo verdaderas carcajadas.
—Bueno, esperemos demostrarles que se
equivocan.
Hizo un gesto de cabeza y pulsó un
pequeño mando, que ahora todos vieron que llevaba en la mano derecha. Una
lucecita roja parpadeó en su mano e, instantes después, la pantalla blanca
sobre su cabeza se iluminó. La primera diapositiva de una presentación.
—Bien, me gustaría empezar —Gilani se humedeció
el labio superior con la lengua—, hablando de uno de los trastornos más comunes
que veréis en vuestras carreras, tanto como síntoma de una enfermedad mental
mayor como desorden en sí mismo, con nombre propio.
Los alumnos alzaron el cuello y los
profesores lo doblaron para poder ver el título.
—Delirios —anunció Gilani, mirando a su
público desde su atril—. Supongo que no hace falta que os diga lo que son, o no
deberíais estar aquí.
Hubo algunas risas, incluida la del
profesor Garreth.
—Lo repito, los que os dediquéis a esto os
cansaréis de oírlos.
Hubo otro destello del mando y la pantalla
tras él cambió, ofreciendo una lista de alteraciones asociadas a dicha
patología.
—Y, si me permitís decirlo, algo muy
triste —admitió, negando—. Puede que yo sea un experto en su estudio, pero
sabed esto: se puede decir lo que se quiera sobre la genética, los factores
ambientales y el azar; aunque los cánceres pueden tener sintomatología, y a
veces causas comunes, cada uno es de su padre y de su madre. Con los delirios
pasa igual.
Silencio. La conformidad se expresó con
asentimientos mudos.
—Podemos intentar saber la causa, saber
qué partes del cerebro están implicadas, pero serían sólo curiosidades
académicas. Lo que podemos hacer es, en base a sus características comunes,
tratarlos y, a poder ser, extirparlos. No literalmente, claro.
Hubo algunas risas. Luego la pantalla
cambió, mostrando un esquema de las distintas clasificaciones históricas.
—Bien, amén de estar asociados a la
esquizofrenia, la paranoia y a otros trastornos concretos, muchas veces —vuelvo
a repetir— os encontraréis delirios que son una enfermedad en sí. Como éste.
La imagen volvió a cambiar.
—Todos sabemos qué son los delirios de
grandeza, y los hemos tenido alguna vez. —Algunos docentes se sonrojaron;
Gilani en cambio, quizás por el color de su piel, parecía inalterable—. Todo el
mundo ha soñado alguna vez con ser Pelé, Brad Pitt o tener la cartera como Bill
Gates; sin embargo, sólo en algunos casos se convierte en un verdadero
trastorno.
Gilani se agarró al estrado, mientras la
escena volvió a cambiar.
—Es un ejemplo de intensidad variable
—afirmó—. Que va desde la obsesión con que el destino es la gloria, la fama o
la grandeza, a creerse, directamente, la encarnación de alguna figura a la que
se asocia con el poder. Y —agregó—, por si alguno me lo pregunta, no; no sé por
qué entre los casos más graves es tan popular Napoleón Bonaparte, pero supongo
que es mejor que George Bush.
La carcajada fue general, Gilani esperó a
que amainase un poco para seguir.
—Es también un buen ejemplo de lo opaca
que puede ser la definición de delirio, que puede costar discernir de una
simple excentricidad pasajera a un desorden capaz de dificultar la vida del
paciente. Es uno de los motivos por los que su tratamiento, y no decir su
simple diagnóstico, puede ser muy complicado.
Sus palabras consiguieron bajar las pocas
manos que se habían levantado después de las risas.
—Pasemos ahora a ejemplos más concretos,
con causas más o menos conocidas.
Pulsó el puntero. Tras él apareció el
nombre, pero la presentación estaba a medias.
—Pero no quiero hablar yo solo; que
nuestro entusiasmado público tenga oportunidad de enseñarnos lo que sabe.
—Sonrió, provocando que algunos cuellos se encogiesen en el asiento de
butacas—. Bien, ¿alguien sabe lo que es el síndrome de Cotard?
Hubo
silencio; los alumnos de todos los años bajaban la cabeza, como si no verle les
hiciese invisibles. Gilani agitó los dedos sobre el borde de la tarima.
—¿Nadie? —Miró a los lados, simulando
confusión—. Entonces debo haberme equivocado de sala.
Hubo amagos de risa; algunos de sus
colegas sobre el escenario, como la doctora Fayth, empezaron a agitar sus
manos, a falta de abanicos.
—Vamos, jóvenes —giró el cuello—, ¿o
preferís hacer pasar por el mal trago a los profesores?
Hubo sonrisas entre los adultos. En el
patio de butacas, una mano solitaria se levantó.
—¿Sí? —Gilani se inclinó con interés—.
Adelante.
—Es el… delirio de negación –contestó una
alumna de último curso, de pelo castaño recogido en dos cortas coletas.
Gilani asintió con entusiasmo, de un modo muy teatral.
—Muy bien. —Dio un par de palmadas—. ¿A
qué no ha costado tanto?
Silencio, muchos suspiros de alivio y un
par de miradas envidiosas.
—¿Y puede decirnos los síntomas con
detalle?
La
chica negó, esta vez enérgicamente. Por suerte, la presentación lo hizo por
ella.
—El delirio de negación o nihilista, más
conocido como síndrome de Cottard, es un trastorno extremadamente raro —por
suerte—, consistente en que el paciente cree… que está muerto.
Hubo murmullos de asombro, mientras los
detalles aparecían en la gran pantalla.
—No es nada, por supuesto, de querer
morder cuellos o creerse a prueba de balas, no —negó Gilani, con una seriedad
que parecía fuera de tono con el comentario—. El paciente cree, sencillamente,
que sus órganos internos han dejado de funcionar y que son como muertos
vivientes; llegando a creer que están siendo comidos por gusanos o que no
pueden ser heridos por ser una especie de… almas en pena.
Una mano se levantó en las primeras filas.
—Por fin, una pregunta. —Gilani pareció genuinamente
contento—. ¿Sí?
—¿Hay alguna causa concreta… para este
trastorno? —preguntó un chico delgado, con gafas y más bien bajo.
—Sí en el caso anterior he dicho que puede
ser difícil considerarse un trastorno, en este caso hay varios motivos—señaló
el ponente—. Aparece en algunos casos de depresión o enfermedad mental grave
como la psicosis; a veces está inducido por consumo de narcóticos, aunque como
ya he dicho es muy raro. También se ha descrito en lesiones cerebrales causadas
por accidente.
—¿Como en el síndrome de Capgras?
—preguntó un alumno alto de último curso cuando su mirada se cruzó con su mano
levantada.
Gilani asintió, tan despacio y con una
expresión tan opaca que costaba discernir si lo hacía como confirmación o admirado.
—Mira, una pregunta interesante; veo que
si prestáis atención. —Miró a los profesores—. Podéis estar orgullosos.
Hubo algunas sonrisas modestas, mientras
el autor del comentario se encogía en su asiento.
—Bueno, no es exactamente igual. El
síndrome de Capgras está relacionado con la prosopagnosia; en el síndrome de
Cottard, en cambio, no se ha podido establecer qué región cerebral o tipo de
lesión está relacionada con su principio.
Gilani hizo una pausa para rascarse el
labio superior.
—Lo que me lleva… a un caso concreto al
que me gustaría dedicar una atención especial.
El silencio y la atención volvieron entre
los presentes.
—Un trastorno relativamente reciente, que
está siendo objeto de intensos seguimientos y debates. Un desorden del que, no
tengo dudas, los que estén al tanto de los últimos estudios psiquiátricos ya
habrán oído hablar.
La lectura del nombre y su aparición en la
pantalla provocó la apertura de muchas bocas, y no sólo en las butacas.
—Procedo pues —siguió el doctor—, a
exponer los datos conocidos sobre el síndrome de Weinfeld—Rhodes.
—El síndrome… —masculló una alumna de
segundo—. Del útero hueco.
El hombre
volvió a fijarse en la barra. No se lo imaginaba; le estaba mirando.
Volvió a centrarse en su té y en el
resultado del Arsenal-Liverpool, decidido a ignorarla. Era demasiado bueno para
ser verdad, pero de todos modos, no podía dejar de admirar el espejismo.
Debía tener treinta años o poco más, pero
conservaba toda la belleza de una adolescente. La cara era bonita, el pelo
castaño liso y largo, los ojos brillantes y la sonrisa inocente. En aquel
momento se pasó el índice sobre los labios pintados de rojo intenso,
incitándole.
Bajó los ojos al periódico, sintiendo la
sangre latirle en las sienes y la entrepierna cuando, entre el jaleo del café,
distinguió el sonido de tacones altos acercándose.
—Estaré en el servicio —oyó el susurro—.
Espera dos minutos.
Lo único que logró ver al mirar fue una
sonrisa, seguida del eco de una risa.
Tiene
que ser una broma, puede que una cámara oculta. No, cosas así no pasan.
Sin embargo esperó a que pasase el tiempo
dado y se levantó. El local estaba casi vacío y los dos servicios, apenas
estaban separados por una pared. Nadie iba a fijarse si alguien se equivocaba
de puerta.
El escusado era muy pequeño, consistente
sólo en un servicio, un lavabo y el espejo. Y ella estaba allí, sonriéndole,
con la camisa abierta y los pantalones en el suelo.
Al
infierno, pensó mientras se desabrochaba los pantalones. Eso sólo podía
pasarle una vez en la vida.
Cinco minutos después salía feliz,
continuando su almuerzo y marchándose. En todo ese tiempo ella no salió,
contribuyendo a la impresión de que nada había pasado.
Ella salió poco después, luego de lavarse
un poco con jabón, volver a peinarse y retocase el maquillaje. Ya estaba lista
para su siguiente cita.
Se acercó a la barra, pidió otro café con
leche y comprobó la hora. Las cinco y veinte. Ya no debería tardar.
—¿Shirley? —le preguntó una voz con
timidez.
Suspiró, inquieta. Sabía que la había
reconocido por su chaqueta blanca, pero ella no tenía ni idea de cómo sería él.
Tomó aire, hizo de tripas corazón y se volvió.
—Sí —respondió, con el rostro
iluminándose por momentos—. Soy yo. —Y le dio un beso amistoso como saludo.
Había tenido suerte. Por la voz podía
parecer un hombrecillo pusilánime, de avanzada calvicie y gafas de cristal
grueso, pero no; era joven, un poco más que ella, de pelo negro muy corto y
cuerpo atlético. Por su camiseta y pantalones de chándal, parecía que había ido
andando.
Bueno,
se dijo ella, mientras funcione…
—Bien. —Inclinó la cabeza, seguramente
para que no lo viese sonrojarse—, ¿y adonde…?
—Paciencia, cariño —le pidió—. Disfrutemos
el momento.
Él pidió un té con limón y se lo bebió en
una mesa aparte. Tal y como ella había observado, a nadie le importó allí que
dos personas capaces de saludarse con un beso se mantuviesen separadas.
Ella
salió primero, seguida por él siete minutos después, acelerando para ponerse a
su lado.
—¿Hay algún sitio…?
—Ssssh. —Le impuso el índice sobre los
labios—. A eso vamos, cielo. A eso vamos.
Encontró, cuando necesitó dar el paso, un
apartamento de alquiler en Wilton Road a muy buen precio y, aún mejor, su
propietaria y casera era una ancianita septuagenaria y menuda que, además de
sonreír cada tres palabras, se pasaba fuera la mayor parte del día.
Y, porque no decirlo, quedaba lo bastante
cerca de su casa para poder llegar andando y lo bastante lejos para que nadie
la reconociese.
Abrió y fueron directos al dormitorio, al
final de las escaleras; sin encender luces ni charlar. Sobraban las palabras.
—¿Estás nervioso? — le preguntó sonriente
al verle pelearse con los nudos de las deportivas y con la camiseta a medio
sacar por la cabeza.
—Aterrado, en realidad —reconoció él,
riendo—. Es la primera vez que hago esto…
—¿Eres virgen, acaso? —se interesó en un
tono malicioso mientras se recostaba de espaldas sobre la cama, ofreciéndole
las piernas cruzadas, todavía encerrando una bragas de color carne.
Desde el lado de la puerta fue capaz de
sentir, de oler su rubor.
—No —se apresuró a negar, con la cara
desdibujada por la oscuridad—. Quiero decir, pagar por…
—Bueno, entonces —se levantó y fue a su
lado, agarrándole por los brazos—, hagamos esto único.
Le besó y retrocedió hasta la cama,
llevándolo con ella sin ningún esfuerzo. Hasta su miembro parecía levantarse
como un rompevientos para facilitar el movimiento.
Se acostaron juntos, besándose en la
boca. Él empezó a acariciarle el vientre, al principio con torpeza y nervios,
para rehacerse deprisa. Parecía que no mentía sobre su experiencia.
—Eh, antes de… —dudó un momento, que ella
aprovechó para sacarse las bragas de entre las piernas.
—¿Sí?
—El precio —intervino—. Quedamos que iban
a ser ciento diez, ¿n…?
No le dejó acabar, cerrándole la boca con
los labios, metiéndole la lengua y haciéndola trabajar como no lo había hecho
hablando en su vida.
—Tranquilo; no te preocupes por eso
—anunció, hablando con el tono más meloso, cómplice posible—. ¿Sabes? Verte me
ha sorprendido…
Él se quedó inmóvil, su corazón latiendo
tan rápido que podía oírlo sin pegarle la oreja al pecho.
—Eres… más guapo de lo que esperaba…
—Muchas gracias —replicó, entre satisfecho
e indignado—. No todos lo que contratamos putas tenemos que…
Se mordió la lengua, dándose cuanta de que
había metido la pata. A ella, sin embargo, no le importó.
—Lo que te decía —susurró, mientras bajaba
las manos hacia su entrepierna—. Es que me gustas tanto que te… lo regalo. Es
gratis.
—Vaya, gra…
Volvió a callarse; cuando le agarró,
comprobó que seguía con los calzoncillos puestos. Lo frotó, despacio, notándolo
crecer sin llegar al punto de no retorno. Cuando juzgó que había llegado el
momento, se tumbó, dejándole que le lamiese el cuello como un perro con un
polo.
Perfecto. Lo necesitaba así. Animado,
excitado, decidido.
Fue, como tantos otros hombres antes,
rápido, lo que también era perfecto. Así se olvidaban de hacer preguntas. Luego
se levantó, dejándola en la cama, tumbada, todavía jadeando por efecto del
orgasmo y soñando. Cuando se fue se movió sólo para coger el teléfono y dejarlo
a su lado; aún quedaba mucha tarde, y podría haber otras llamadas.
Pero puede que ya no haga falta; que entre
este y el de antes ya esté…
Suspiró con resignación, mientras paseaba
sus manos sobre su vientre. No, claro que no estaba. Lo habría sentido, y lo
sentiría.
Después de media hora, se vistió y partió
hacia su hogar, en Worthington; no debía olvidar que tenía otras cosas que
hacer.
Qué
raro, pensó al llegar. ¿Había corrido
todas las cortinas antes de irse?
Los gritos de Laurie la recibieron nada
más abrir, intensificándose al cerrar la puerta, como si la niña supiese que ya
no estaba sola.
—Ya
voy, cariño —le dijo—, un momento, que mamá…
—Buenas tardes, Liz.
Frenó en seco, dándose cuenta en ese
momento que la luz de la cocina estaba encendida. Se acercó a ella, inquieta,
al reconocer la voz.
—¿George? —preguntó, extrañada, asomándose
al umbral.
Su marido estaba allí, dándole la espalda.
Todavía tenía puesto el traje de la oficina y los zapatos, con un bote verde de
cerveza Carling delante.
—¿Cómo estás? —Hizo la pregunta sin
mirarla.
—Pues bien, gracias por pregunt…
Liz controló al máximo el tono de su voz,
dándose cuenta de que su marido parecía estar conteniendo algo, seguramente
ira. Y de que lo que había dicho parecía una pregunta retórica.
—Te he llamado al trabajo —le dijo—. Me
han dicho que los tres últimos días has pedido permiso para salir antes.
—Pues claro —replicó, intentando plantarle
cara—. Ya sabes que hay que cuidar de La…
Él lanzó una carcajada, antes de agarrar
la botella de cerveza y estamparla contra la mesa, sacudiéndola.
—¿Qué…?
Se había girado, taladrándola con sus
ojos dorados.
—¿Cuánto tiempo llevas fuera? —preguntó,
apoyando el brazo en el respaldo de la silla más cercana.
—Eso no te importa —se impuso—. Lo que…
—¿Cuánto llevas —se irguió—, haciendo
esto?
Liz vio ahora los folios que George
llevaba en la mano. Alargó el brazo como para dárselos, sólo para tirárselos en
el último momento. Ella los evitó dando un paso atrás, dejándolos desperdigarse
por el suelo.
Y lo vio. Eran hojas impresas de una
página de anuncios, en los que salía ella. Sin ropa y con la cara difuminada,
había que conocer muy bien su cuerpo para reconocerla. Y, por desgracia, su
marido podía entrar en esa categoría privilegiada.
—Puedo expli…
George dio un paso hacia ella, un gesto
cotidiano que le pareció amenazador.
—¿No gano acaso lo suficiente? —preguntó
él, frunciendo el ceño—. ¿Cuánto te pagan por esto, eh?
—Déjalo —le pidió con desgana—. Ni
siquiera es por el dinero.
George levantó el cuello, retrayendo al
máximo sus párpados.
—¿Cómo?
Liz sonrió, ahí estaba. Podía acabar con
la pelea y, de paso, conseguir lo que necesitaba tan ansiadamente. La tarde, al
final, no estaría perdida.
—Tú sabes por qué lo hago, ya te lo he
dicho —aseguró, mientras se movía en su dirección.
Abrazó su sorprendido cuello,
mordisqueándole el lóbulo de la oreja.
—Tú eres el mejor y lo sabes —susurró—.
Podemos ir al dormitorio… y me lo demuestras…
Pero, claro, antes había que hacer que la
niña dejase de llorar.
Liz movió los labios a la boca de George,
besándolo como paso previo a su siguiente sugerencia. Pero antes del beso,
sintió que se le cortaba el aire. Una fuerza imprevista le había cerrado la
tráquea.
Su esposo la arrojó con violencia contra
la encimera, provocándole un terrible dolor en los riñones.
—Sucia puta…
Liz conservó el equilibrio de milagro.
Desde alguna parte, seguramente su dormitorio, Laurie aulló.
El siguiente golpe de George la lanzó al
suelo.
—Cariño, por favor…
El la agarró del pelo, tirando para
ponerla a su altura. Por su aliento comprobó que, aunque había bebido, seguía
muy lejos de estar borracho.
—¿Sabes por qué hago esto? —le preguntó,
y Liz esta vez no estaba segura de que fuese retorica—. Aunque no me creas, no
es por eso —señaló a los papeles del suelo—. No, no es por eso.
Liz resopló, mirándole, intentando
sonreír.
—Cariño, entiéndeme…
—He llegado hace como media hora.
—Lo necesito…
—Laurie estaba sola —le recriminó George,
perforándola con la mirada—. Llorando. Estaba sucia en su cuna, dando vueltas,
con el pañal hinchado por delante y atrás, llorando. Sola, sin haber comido,
desde cuanto tiempo…
—George —se sujetó a su cara—. Tengo que
hacerlo.
Él se apartó, escapando de entre sus
dedos.
—Dime, Liz, ¿cuándo ha comido por última
vez, eh? —la recriminó, gritando—. ¿Cuánto has pasado fuera, dejando a nuestra
hija sola, hambrienta y sucia?
—¡No importa si está fuera! —estalló Liz,
llorando—. Lo que necesito es volver a sentirme entera. Llena… por dentro.
Su esposo se quedó mirándola, pálido e
inmóvil, respirando con pesadez. Ella se le acercó, buscando su perdón, su
consuelo, su amor.
—Y tú estabas follando con otros…
—masculló.
George volvió a abofetearla, cada vez con
más fuerza; ya no tanto como castigo o para descargar su ira. Simplemente no
soportaba estar cerca de eso, que tanto se parecía a su querida esposa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario